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Orquesta de casino
1. Orquesta de casino (A Inés, del manantial que bebí al leer a Genet)
Siete músicos y una vocalista; o mejor, una vocalista que agranda
exageradamente su boca y empequeñece a los siete músicos que tocan sobre
el entarimado. Suena alta la trompeta, arropada por el saxo. Visten los
músicos chaqueta blanca de músico. En cambio, la vocalista es señora del
escenario. Abriga su cuerpo en negro y esconde el talle con mesura. No hay
un gesto ni pose alguna que trate de excitar a alguien, semeja una estatua de
virgen pura. Sólo sus ojos cerrados revelan que es humana, que coge entre sus
manos un micrófono, que canta, que no es cantada.
No sé si la vocalista simula que es cumplidora de la norma social o está
harta de contener la voz viciosa atrapada en su interior. Ella sabrá si se siente
marginada por algo que yo desconozco. ¿Desconocerá acaso su origen?
¿Cantará la melodía que cree que fue? Pienso que sí, que con el lenguaje de
calle es incapaz de reproducir ciertos hechos, que metida entre siete músicos
puede construir su propia moral y dignificar el canto vulgar que se cuela por
las hendiduras de la puerta de su casa.
Abre sus ojos ante las parejas que aprietan sus cuerpos entre sí, y la vocalista
se cree diana de deseos. Canta para transformar los impulsos, para sublimar
lo horrible, para hacer de su propia cárcel un palacio que invierta su mundo:
intenciones de rozar la santidad o de liberarse de ataduras.
Mientras tanto, en el salón del casino, los amantes hablan un lenguaje
nocturno sin escrituras, pero con susurros. Huele a sudor y semen. Llevada
por el deseo del mal, la vocalista se desabriga y muestra su perfil erótico.
Lucha, en la madrugada, contra las miradas enamoradizas de las autoridades
y de los desconocidos. Delicadeza y violencia enfrentadas. Los espejos del
salón están ya opacos, únicamente reflejan braguetas henchidas. Las notas
del piano y contrabajo detienen los pasos hacia el meadero y que la cantante
se libre de un falso romanticismo.
¿Qué será la vocalista, víctima o criminal? Fuera, Cortegana está cubierta
de miseria con forma de mendigo. Un joven que aspira a chulo se coloca cerca
del entarimado, huele a tostada restregada con aguardiente y ajo. Ella no
rehúsa la mirada chulesca, mientras impregna la canción con la belleza de un
trance sublime. La vocalista es su propio Dios ante los acordes de la música
y los movimientos maravillosos de los danzantes, a la espera de iniciar el acto
ritual del sexo, que le llevará al éxito o a la caída deseada. Clarea el día, y en
las bóvedas retumban los sones de “En la noche de boda, que haya en tu cama
colcha de seda…”.
José Luis Lobo Moriche
Domingo, 29 de agosto de 2021