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INTROITO
En España o nos pasamos o no llegamos, no hay término medio, y ni tanto ni
tan calvo, ni Gloria Fuertes es la grandísima poeta que ahora nos tratan de
vender, de imponer, ni desde luego es una mediocre, es una de las más destacadas
poetas de la Generación de los 50. Su obra infantil, la más conocida, leída,
reeditada, se hace de difícil digestión para mentes adultas, no soporto las rimas,
ni en poesía ni en música ni en nada. Su obra para adultos, la más brillante, sin
tener un libro de poesía redondo, fuera de categoría, solo chispazos de
genialidad, para qué más, España es el paraíso del fragmento, a pesar del boom
de los últimos años coincidiendo con su centenario, sigue sin ser respetada por la
crítica, ni por sus colegas. El habitual ataque de cuernos de escritores y poetas
cuando de repente un creador se convierte en popular, en leído, a mayores siendo
mujer y lesbiana. Su faceta como prosista, cuentista, es si cabe todavía menos
conocida y respetada a pesar de que en su conjunto es donde muestra su talento,
su genialidad, su entrañable humor, humanidad, de manera más regular, continua,
exceptuando la mayoría de cuentos para «Flechas y Pelayos» (he incluido
algunos en el apéndice) de los 40 que pecan de exceso de moralismo.
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Su fundación Torremozas editó hace unos años, en 2006, «una pequeña
selección» (así reza en el prólogo, y no se ajusta a la verdad, solo escribió unos
pocos más, y no siempre semanalmente, sino de manera muy irregular, podían
transcurrir varios meses entre cuento y cuento) de sus cuentos, 10, publicados en
la revista juvenil «Chicas» (La revista de los 17 años) entre 1951 y 1954, o entre
1953 y 1955, los dos datos contradictorios aparecen en el mismo libro, la realidad
entre 1952 y 1954, bajo el título de «El rastro». Un pequeño aperitivo, vendido
como una especie de milagroso rescate, cuando no era tal, que te deja con ganas
de mucho más. Un más imposible de saciarse, el intento no tuvo continuación
hasta la fecha, no debió de tener mucho éxito, la primera edición sigue
disponible. Rescate era, nunca habían sido publicados en forma de libro, pero no
milagroso, se sabía de su existencia, no habían desaparecido, ni estaban ocultos
en un lúgubre archivo, la revista «Chicas» puede ser consultada en algunas
bibliotecas, o adquirida de segunda mano a un precio razonable. Lo ideal es que
la antología subjetiva, y desordenada, no respeta el orden de publicación, de la
Presidenta de la Fundación hubiera sido un «Cuentos completos», supongo que
las limitaciones editoriales no permitían un proyecto tan ambicioso, y como
Gloria Fuertes merece ese esfuerzo, y muchos más, pues con este PDF de “El
rastro” con las ilustraciones originales y “Cuentos incompletos” espero haber
rellenado ese vacío, o al menos haber realizado un primer paso para su
realización definitiva (no puedo afirmar tajantemente que estén todos los cuentos
publicados en «Chicas», se me puede haber pasado alguno, y desconozco si
escribió más para otras publicaciones semanales juveniles, lo que hizo para
«Maravillas» (apéndice femenino de «Flechas y Pelayos») son más bien fábulas
infantiles y tebeos). Si desconocéis esta faceta de Gloria Fuertes os va a fascinar,
esa mezcla tan suya de ternura infantil, de surrealismo blanco, de chulería
castiza, de costumbrismo existencialista, de retranca, está presente en todos sus
cuentos, con el añadido de un fuerte componente de crítica social y de feminismo
sin disimulos, y eso que hablamos de los años 50, de una dictadura, y de una
revista de corte tradicional, doctrinario. Conservadurismo, ñoñería, que Gloria
Fuertes se pasa por el forro, de sus papeles. Que los disfruten.
Julio Tamayo
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Al joven que os presento ya le habían dado tres avisos. Al parecer, se iba a
quedar solo en la plaza de la vida.
La verdad es que no comprendía el porqué le sucedía todo aquello.
Tenía los suficientes glóbulos rojos para no perecer. De pulmones estaba
estupendo, tan sólo el corazón, que en vez de decir tic-tac, tic-tac, decía:
«Maripili-Maripili».
A pesar de todo esto, no contaba más que veinticuatro años y estaba
desahuciado. La portera le dio la noticia.
-¿Por qué me echan «señá» Paula? ¿Por qué?
-Porque no paga usted, don Ceferino, porque no paga. Ya lleva usted así su
medio año. Es el tercer aviso...
-¿Y usted cree que eso es motivo? ¡Echar a un hombre como un castillo al
arroyo, por eso, por no pagar, por no poder pagar! ¿Y por qué no pago, doña
Paula?
-¡Ah, eso lo sabrá usted!
-Y usted también lo sabe. ¿Pero no ve que no gano ni para mal comer? ¡Ay!
¡Echarme de esta maravillosa guardilla, infecto cuchitril de cien pesetas! ¡Oh mi
celda cubierta por el polvo! ¡Sin agua, sin pasillo, con moscas y goteras!
¡Guardilla de mi vida! ¡Asilo de los gatos más pobres del distrito! ¡Oh mi cara
guardilla!
-No se excite, don Ceferino, no se excite...
-Doña Paula, es usted la portera más humana y menos cotilla del mundo.
¡Ayúdeme, Hada Churretes, que me den otra prórroga!
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A un lado, a otro y por el centro, se extienden las filas de puestos extraños,
con sus tenderetes de topa usada, violines viejos y cascabeles oxidados. Sus
dueños, sabios mercaderes, algunos con más gracia que ganas de vender, ofrecen
sus antiguallas llenas de historia por un pequeño puñado de pesetas.
Interesantes tipos pasean, compran, cambian; algunos llevan la antigua y
castiza gorra de visera y el blanco pañuelo de seda al cuello...
Los pregones son célebres y los «slogan» curiosos. Hay un hombre, el de los
libros viejos, pequeño y seco, como un pergamino más, que canta con voz ronca
perfumada de aguardiente:
-¡Tengo incunables! ¡Hornillos eléctricos, brocados, bombillas! Discos de
Beethoven, botones a diez. Tengo lamparitas de todos los precios. Ropa usada
vendo; en buen uso ropa. Trajes de torero, objetos de nácar, miniaturas, pieles,
libros y abanicos...
Una vieja gorda grita a su lado: -¡Braseros, navajas, morteros, pinturas!
-Pienso para pájaros -decía un mocito.
-Piedras «pa» mechero -cantaba otro después.
Estaba muy animado El Rastro madrileño aquella mañana de primavera.
Había recorrido casi todos los sitios buscando un soplillo del siglo XVI,
cuando me sorprendió un puesto pequeñito. Sobre una alta mesa desvencijada se
veían unos papeles sujetos con piedras para que no se los llevase el viento. Ante
el extraño mostrador, un joven largo, chupado y mal vestido, fumaba en una pipa.
Me acerqué y no vi nada. Allí no tenía nada; insistí mirando su nada.
7
-¿Quiere algo, señorita? -me dijo.
-¿Qué hace?
-Vendo.
-¿Qué vende?
-Vendo versos. Sonetos, a peseta, y romances baratos. ¡Aleluyas, a diez!
Vendo versos. Liquido poesía. Se reciben encargos. Para bodas, bautizos,
peticiones de mano, ¡aleluyas a diez!
Esta era la letra de su largo pregón.
-¿Versos de risa? -preguntó una paleta.
-No, señora; no me quedan; pero se los hago en seguida.
El joven largo chupó su lápiz de tinta y se puso a escribir en renglones cortos
a una velocidad supersónica.
-Aquí tiene, señora, el romance de «El enano y la gorda», es de mucha risa.
-¿Cuánto vale?
-La voluntad, siempre la voluntad.
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La paleta creo que le dio diez reales. El joven delgado se los echó al bolsillo
y guardó silencio. Como estuvo un rato sin pregonar su mercancía se fue
marchando la gente del corrillo. Quedé sola con él.
-¡No se vayan¡! Liquido poesía; llévense este soneto que aún no me estrené.
-¿Cuál es su nombre? -me dio por preguntarle.
-Ceferino Mendiguti.
-No tiene nombre de Poeta.
-No hay que tener el nombre hay que tener la sangre.
-¿Su profesión?
-¿Cree que si yo tuviera alguna profesión, tendría este cuello tan delgadito,
esta pinta, estas lanas... y esta soledad interior? Hace que no me echo nada al
estómago cuarenta y ocho horas.
-¿Así que no tiene oficio?
-Ni beneficio. Para mi desgracia, nací así.
-¿Cómo?
-Poeta.
-Eso no es una desgracia, sino que es una suerte.
-¿Es una suerte no saber hacer más que versos? ¿Cree usted que según está la
vida, se puede resolver algo con escribir versos?
-Pues puede que sí.
-Permita que me admire; es usted muy optimista... ¡Sonetos, a peseta, y
romances baratos!
Su voz salía espesa, pero triste, angustiosa. Daba pena oírle eso de:
«¡Aleluyas, a diez!»
-¡Bueno! Antes de irme, ¿tiene la bondad de leerme alguna poesía de las que
vende?
El joven largo me leyó una cuartilla. Yo no me lo esperaba así. Al terminar la
lectura mis ojos tenían dos lágrimas y su bolsillo dos duros. Le compré el
«Poema del gato» y le ayudé a quitar el puesto.
Guardó sus pliegos en una vieja carpeta, dobló las patitas de la mesa, que era
plegable, y mudos y pensativos nos fuimos hacia Cascorro.
Quedamos amigos, le di mi teléfono y él me dio una pena espantosa.
De pronto se paró y miró al cielo.
-Allí vivo -y señaló una guardilla. Luego miró al suelo y vio sus muebles en la
acera.
-Allí vivía -añadió.
-¿Qué es esto?
-Un desahucio, el mío. El casero es un buen hombre, pero no ha tenido
paciencia. En medio de la calle se sentó en su mecedora de mimbre y se puso a
tomar el sol, mirándome, mirándome, mientras yo me perdía, a lo lejos con un
nudo en la garganta y un poema en la mano.
9
La verdad es que nunca he cogido una pluma en mis manos, a no ser las
plumas de las pobres gallinas que pelaban 1os sábados en la Granja del Tío
Cañas.
Pero Elena, la mejor del conjunto, me dilo muchas veces que con los libros
hubiera llegado muy lejos; y a mí no hay quien me quite que como se llega es
con un buen coche de esos que traen los pudientes de América. Y volviendo a lo
que venía, sólo quiero ahora entretenerme en recordar algunos episodios de mi
corta vida, porque cuando esto leáis yo ya estaré sabe Dios cómo y dónde.
Fui huérfana de nacimiento de madre y padre, pues mi madre murió antes de
nacer yo y mi padre, como tantos otros, había desaparecido en la Guerra de Cuba.
Me recogieron en casa del peluquero y me criaron junto con sus cinco
vástagos, y, a fuerza de sarampiones, difterias y tosferinas, conseguí esa endeblez
y canijería que me acompañó durante mi breve juventud. La verdad es que,
quitando la carita, yo no valía ni lo que costó bautizarme.
Como salí espabilada, los peluqueros dijeron: ¡Menos mal!
Y yo no tenía aún seis años cumplidos cuando me llevaron a la labranza y allí
me hacían trabajar de sol a luna, igual que a la «Careta», una mujer muy maja
con la que tuve bastante amistad, debido a que trillaba con ella y las dos al
mismo tiempo sudábamos bajo el sol de julio o tiritábamos en las mañanitas de
marzo, que no sé qué era peor.
10
Cuando no había faena en el campo, me mandaban con las ovejas a los
montes, y sólo entonces me encontraba a gusto.
En los primeros años de mi vida llevaba la ropa muy grande, y a partir de los
diez años muy pequeña, debido a que crecí como una espindarga y siempre
heredaba la ropa de mis hermanastras. Los peluqueros me hacían llamarles tíos,
y, la verdad, es que a ella se lo llamaba de muy buena gana, pues resultó ser una
tía avarienta e inhumana, y hasta que no me escapé de su «desinteresada»
protección no paré.
De allí con mis diez años y más larga que una vela, me fui a servir en «ca» el
tío Cañas, que era mucho más rico que el alcalde y tenía negocio de pollitos, por
lo que fui feliz correteando por su extensa granja, y bailaba descalza sobre el
verde, echando el alimento a miles de aves.
Aún me acuerdo mucho de Marcela, la esposa del tío Cañas. Era muy beata,
pero tan buena persona, que con gran paciencia me enseñó, durante medio año,
las veintinueve letras, sólo con el fin de que hiciese la primera Comunión, el 24
de mayo, día de San Silvano.
Lo que no se me olvida es cómo me pusieron para dicho acto entre la Marcela
y otras vecinas -aunque es cierto que no me faltaba un detalle-. Sin que nadie me
1o dijera, me bañé en la presa y lavé mis cabellos en un cubo con espuma de
polvos de jabón.
Fui de blanco, el vestido era de organdí, y aunque me estaba algo corto, con el
velo de gasa por encima hacía muy fino; llevé también cofia, me la hizo el ama
del cura, toda ella cuajada de flores. Lo que desentonaban eran las medias negras,
que tuve que ponerme a falta de otras -yo hubiera preferido ir descalza como la
Virgen, pero nadie lo quiso-.
11
Empeñóse la Marcela en hacerme tirabuzones como a las niñas de la capital, y
tras gastar paciencia consiguió hacer con mi laso pelo seis especie de salchichas,
que antes de entrar a la capilla se convirtieron en lacias guedejas. Pero el Niño
Jesús no dejó por eso de entrar en mi corazón. Todavía cuando me ahoga la
tristeza, miro el retrato de mi primera Comunión, y es lo único que estira mis
labios en tenue sonrisa.
Tampoco debo dejar sin decir que al ir a comulgar sentí que me temblaban las
piernas. Y al poco tiempo experimenté una emoción tan agradable e intensa como
jamás he vuelto a sentir después en mi extraña vida.
La culpa de todo la tuvo la fiesta del pueblo. Aquellos días, en vez de ir al
«Salón» con las otras mozas a buscar acompañante, me pasaba las tardes
bailando sola al son del tamboril, bandurria y castañuelas en el valle de los
álamos.
¡Cómo me gustaba alzar los brazos y saltar al aire! No había en cien
kilómetros a la redonda otra chica que bailara la rondeña como yo.
Y lo bueno de la cosa es que nadie me enseñó a bailar. Mejor dicho, miento;
durante la noche al dormir, soñaba que una sombra me decía:
-Esas piernas más tensas, ese salto más suave, esos brazos más altos; así,
como los míos.
¡Qué importaba que yo fuese pobre si en sueños me mandaban un profesor de
danza, si yo iba a ver el mundo y a dejar las ovejas!
Entonces empezaron las malas lenguas a decir que en las fiestas me iba al lado
de los hombres y es que allí, donde la bolera, se sentaba Simón el tamboril y
Juanito Pintamonas, el de las castañuelas, y yo bailaba para mí y ellos me
miraban boquiabiertos.
Empecé esto diciendo que la culpa la tuvo la fiesta del pueblo, porque la
señora maestra -para lucirse ante el alcalde- organizó un festival en el que los
chicos de la escuela representaban Hamlet -que por cierto salió hecho una birria y
no lo entendimos nadie- y después el Higinio cantó «Fiel espada triunfadora», y,
como número final, yo bailé al son del tamboril descalza sobre la hierba,
sacándome de mi cabeza -mejor aún, de mi corazón- pasos, giros, movimientos y
saltos, consiguiendo lo que ahora llamaría una magnífica e inspirada
improvisación. Bajaron los pájaros a rodearme, y cuando las flores prendidas en
mi pelo saltaron por el aire, mis cabellos cayeron en cascada sobre el rostro y
creo que terminé con la cara roja y llena de llanto, un hombro desnudo y los pies
heridos. Todo esto sin yo darme cuenta, porque me lo dijo después Juanito el
Pintamonas, besándome las manos por la palma, que yo no sé quién pudo enseñar
a Juanito tantas finezas, ya que era porquero e hijo de porquero, y en el campo
aprendió a tocar mejor que Lola Flores las castañuelas.
Cuando terminé mi baile, creo que todas las manos cuadradas del pueblo
entero aplaudían a lo bruto hasta asustar a los canes que ladraban nerviosos
alrededor del corro…
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Sólo permanecieron quietas las garras de tres lechuzas -que nunca faltan ni en
los pueblos ni en ciudades-, y éstas, Paula, Isabel y Eudosia, que no se me
olvidan sus nombres ni aun después de muerta, fueron las lenguas que al viento
decían:
-¡Qué loca!
-¡Qué poca vergüenza!
-¡Talmente parecía una cupletista de verdad!
Ciega por el llanto, salí corriendo dehesa adelante hasta llegar al camino, y al
cruzar la carretera oí un ruido seco, sentí un golpe seco y...
No oí más; pero nuevas voces y en nuevo idioma seguían sonando sólo para
mis oídos, mientras mi cuerpo aún permanecía extendido ante las ruedas
delanteras de un coche.
-Eres hermosa y muy joven: ¡No puedes irte todavía! Dios te ha puesto en mis
brazos para que vivas. Abrí los ojos y miré al cielo; él me los vio azules.
Me echó sobre el asiento y sentóse al volante para que apoyase mi cabeza
sobre su hombro.
Puso el coche en marcha. Atrás quedaba el pueblo.
Enseguida volví a perder el sentido.
La clínica era más grande que el Ayuntamiento de Espinoso.
Yo miraba el techo blanco, el suelo blanco, el color de las paredes, blanco; la
cama, la colcha todo blanco. En esto entró él; me pareció también blanco; por eso
me invadía una paz extraña, y aquella primera aventura de mi vida me producía
una agradable sensación.
El hombre del coche hablaba un idioma -como he dicho antes- desconocido
para mí; pero yo me enteraba de lo que transmitía su maravillosa voz, no porque
lo entendiera, sino porque lo sentía.
Más tarde balbuceaba ya algo en castellano, y lo primero que me chocó fue
que me dijo muy convencido:
-Tú eres un genio.
Yo creí que se refería a que me veía como un genio del bosque, de esos de los
cuentos, pero no. El extranjero me vio bailar en la romería, y cuando terminé y
huí campo a través, salió a mi encuentro, acortando por la carretera y yo,
atolondrada, me eché bajo las ruedas de su coche.
Más me hubiera valido no conocer el opio del teatro, la música de Mozart, las
playas de Sicilia...
Sergio -ya era hora de que escribiera su nombre- era un polaco del ballet ruso,
y yo no tardé ni cinco sesiones en asimilar su técnica, y al unirla a mi
temperamento nació este arte que me ahoga y levanta multitudes que dicen que
he llegado a bailar como los propios ángeles.
Quince años tenía cuando lo de la romería y el accidente. Han pasado otros
quince -mucho más deprisa que aquéllos- no sé si peores o mejores. Si lo sumo,
resulta: que he viajado por todo este planeta, he tenido aplausos y vítores en
todos los idiomas y he dado a ganar al polaco una gran fortuna.
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Desesperé a más de un periodista al no querer decirle nada de mi vida y
costumbres. El caso es que mi autobiografía no ocuparía más de dos renglones:
«Permanezco soltera».
No he tenido más ilusión que la danza, ni más amor que uno.
Treinta años no es nada, pero yo estoy tan vieja...
Ayer supe que Sergio, en el Colegio de Huérfanos de Milán, ha descubierto
una nueva «estrella» que debutará en nuestra compañía...
Y ya llegó la hora de presentarme:
Soy Carmen Torres, española, la gran bailarina mundial, que murió anoche en
la Ópera de París durante la «Danza de la Rosa».
14
15
Marauña había recibido una cornada mortal y llamaron al cura para
administrarle los últimos auxilios.
Marauña era un mozo en la flor de su vida, un mozo monumental, con unos
anchos ladrillos al final de las piernas, que en las personas vulgares se
denominan pies.
Su cara era un rústico edificio muy simpático con dos ventanucos oscuros que
parecían ojos allá en lo alto de la frente y casi donde empezaba a crecerle el pelo.
El rostro ahora estaba transformado por un revoco amarillo y un gesto de dolor.
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Su madre, la feroz Marauña que no tenía miedo ni a los rayos, se recogía
suspirando en una silla baja, al lado de la cama.
-¿Quietes un bizcocho?
El hijo lanzó un gruñido negativo y torció la cabeza de dolor, haciendo sonar
las vértebras del cuello.
-Pues deberías tomar un bizcocho.
-¡Ay madre, qué cazurra es usted! ¿Y por qué he de tomar un bizcocho en la
hora de mi muerte?
En esto entró el cura, muy viejecito, seguido de una vieja, y dirigiéndose a la
cama comenzó a ondular los brazos prodigando bendiciones.
Después de sus latines le dijo en castellano:
-Hijo mío, mueres como un valiente, que es cosa que a la Virgen de la
Linterna le place como ninguna otra. Alégrate, pues dentro de poco ella te
recibirá rodeada de sus santos y esta tarde merendarás en el paraíso.
Marauña haciendo un esfuerzo se acordó de las oraciones que le enseñara su
madre de pequeño y dijo: «La Virgen de la Linterna es mi reina y a su servicio
me pongo desde ahora...» Santígüeme, padre cura, que me voy a todo correr de
esta vida.
-Pues un encargo te doy: dile a Nuestra Señora que ruegue por nosotros -dijo
el curita viejo.
La madre estalló en sollozos derrumbándose bajo la cama, curvándose y
empequeñeciéndose de un modo asombroso. La otra vieja vino a levantarla,
inútilmente, pues la madre se debatía aferrada a la pata de hierro.
Cuando Marauña ya se quedo quieto y empezaba a morirse tranquilo, llegó la
ambulancia de la capital. Un par de mozos cogieron el corneado cuerpo de
Marauña y lleváronle por los aires hasta la camilla del coche.
Cuando ya tenía un pie levantado para pisar el otro mundo, le pusieron
cuarenta banderillas, le aplicaron la careta de cloroformo, le abrieron aún
más la herida y le cosieron, lo que tenía roto por dentro.
Malauña iba por el aire sobre una vaca con alas. A todas las vacas de su
establo les habían nacido alas.
Aterrizó en un prado de hierba de seda, frente a unas columnas colosales, que
eran nada menos que el Templo de Júpiter.
Allí encontró a Filomena con la que estaba en relaciones, que en vez de ser la
hija del alcalde de su pueblo, era hermana del mismo Emperador Olimpiodoro.
El tosco Marauña -que ahora olía a laurel debido a su corona-, con sus
hombros cuadrados, sus orejas desprendidas, sus ojillos de elefante y sus
anchurosos pies como ríos con cinco afluentes, había ido a parar, después de la
cornada a la mismísima Grecia, y vestido de túnica y clámide, escuchaba las odas
que al son de la lira y de la Filomena, ésta le enjaretaba:
...«¿Acaso no eres tú, oh sapientísimo, el hoplita más majo de mi Atenas?
¿Acaso, oh mi señor, no has visto al céfiro soplar en nuestras venas?»
Marauña se dormía, aburrido, contó sus dracmas y se metió en un gimnasio de
barrio.
17
Pero no todo se deslizó plácido en la nueva vida de Marauña.
Tuvo la mala suerte de que le pillara la guerra entre Atenas y Esparta y vióse
bajo el molestísimo casco y pesada coraza, armado de escudo, espada y machete.
Así se le llevaron a la lucha. No era como ahora, que el soldado la mayor parte
del tiempo está quieto escondido en su trinchera y el fusil ametrallador hace todo.
Tristemente en la guerra -por entonces- se trabajaba mucho, machetazo que te
doy, garrotazo que te pego, acababan cayéndose sin poderse mover; agujetas en
ambos brazos, en ambos hombros y en ambas piernas. Y siempre cuerpo a
cuerpo, con la cabeza medio abierta, que era el lugar del cuerpo con el que se
paraban todos los golpes. Allí le dieron un buen premio, porque por poco no mata
a un tal Neferites que era egipcio el hombre y estaba en contra. Asco me da tener
que haber contado este pasaje y asco le dio a Marauña todo aquello. Harto de ello
estaba de pasar calamidades y de perder peso y sangre en aquella idiota guerra.
Hasta que un día Marauña se escapó del campo de batalla, llegó hasta la ciudad y
se puso a gritar en medio de la Plaza, a los pies de la Asamblea:
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-¡Basta ya de machetazos, por Zeus! ¡Yo soy torero! ¡Lo mío es torear! ¡He
toreado en la plaza de Vista Alegre, que fue donde perdí de vista a mi verdadera
Filomena la del Floro, la que olía a cebolla, y no esta cursi que me persigue y
mata a verso limpio! ¡Ay! ¿Dónde está el tío Nemesio, que era mi apoderao?
Ante las miradas atónitas que le dirigían los atenienses, decía, dándose con los
puños sobre el hierro de su coraza: ¡Yo soy torero!
Se amotinó el pueblo. Para que no le pisaran los curiosos, subiéronle por las
gradas de un edificio y llamaron a Espeusipo el galeno.
Comenzó a extenderse la noticia de que el héroe Marauña, había perdido en la
guerra la razón.
Lo que perdió fue el poco conocimiento que tenía pues el galeno Espeusipo le
dio a beber jugo de unas hierbas (un jugo de yedras) que treparon por su sangre
velozmente hasta subírsele al cerebro, y el mozo quedóse inmóvil y comenzó a
hablar con Morfeo.
Cuando despertó y preguntó que si se había terminado la guerra y le dijeron
que aún se luchaba en algunos puntos coreanos, él insistió en preguntar por su
amigo Nepote y por el general Laercio.
Los del Sanatorio de Toreros llamaron al médico de guardia, y éste, que era un
lince, notificó que el diestro estaba como una cabra.
Como pasaron meses y meses y no se le arreglaba aquello de la antigua
Grecia, le enviaron a convalecer a cierta casa de Ciempozuelos, donde terminó
sus días felizmente, toreando a los perros del hortelano, y a todas las personas
que encontraba por los pasillos.
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Llegamos al distinguido colegio de niñas a la hora del recreo. Se está jugando
un partido de baloncesto. Más allá, unas cuantas pegan palos a lo loco a una
pelota de «hockey». Las más pequeñas saltan a la comba. Bajo los árboles hay un
corrillo, presidido por Sor Paula, donde las pelotilleras juegan con la profesora al
parchís.
Me acerco a uno de los muchos grupos de chicas que no juegan a nada y
prefieren, entre todos, el agradable deporte de la plácida conversación.
Son tres, dos morenas y una castaña, y entre todas no tienen medio siglo.
-¿Pero es de verdad que tienes novio, Finita?
-Anda, ¿y por qué no? Y un chico bien finito… es aviador.
-Te veo en globo.
-Tú también vas los domingos con un rubio… Te vio mi hermano en un cine
de la Gran Vía.
-Sí, salgo con José Pepe -afirmó Menchu-. No hay nada formal; quien me
gusta es Rodolfo Cano, pero está en Marín... Es marino, viste de azul marino y el
color de sus ojos también es azul marino.
-¡Huy, chica, qué original! -exclamó Paripí- ¡Qué suerte tenéis!... Yo tengo
que conformarme con mi primo Quinito, que es más sosote con eso de que
estudia veterinaria no me habla más que de los nombres de los peces y de las
enfermedades de los gatos.
-Pues sí, vaya un plan. No lo dirás en serio.
-La pura verdad.
-¿Y por qué sales con tu primo, si, además de primo, es tonto?
-Porque siempre está en casa. Vive en otro hotel de la misma colonia, y mamá
le quiere mucho... ¡como es huérfano! Os advierto que es un primo muy lejano,
primo cuarto o primo quinto lo menos, tiene un coche así de largo, eso sí... en
casa no les importa que salga con él; al revés, tía Luisa me anima.
20
-¡Qué cosas!
Finita, Menchu y Paripí se fijaron en la romántica silueta de Clarita, que,
apoyada en el tronco de un castaño loco dejaba volar su también loco
pensamiento.
-Acércate, Clarita. ¿Qué haces ahí sola? No seas tan ogro, niña; estás siempre
en las nubes.
Y Clarita, como un autómata, se acercó a sus compañeras, contoneándose
lánguidamente al andar, y alzando la cela derecha sonrió a lo Gioconda.
-Estamos hablando de novios -le explicó Menchu en voz muy baja.
-Todas tenemos amor ya, ¿sabes? ¡Es estupendo! El de Finita es aviador; el
mío, marino y el de Paripí, veterinario... Eso es lo que tú necesitas.
-¿El qué necesito yo? ¿Un veterinario?
-No, mujer, un chico; un chico que te coja las manos y te mire a los ojos. Y te
llame ricura y te invite a bombones... ¿no sabes?
-Tiene razón ésta; en cuanto te enamoras, se te quitará esa languidez...
-Esa languidez la tengo, precisamente, porque estoy enamorada.
-¡Clara!
-¡Clara!
-Sí, queridas, sí; estoy enamorada, ésa es la palabra locamente, como se debe
estar cuando se está... Aunque consciente de ello, vivo una tortura, a pesar de ser
correspondida con pasión.
-¡Clara!
-¡Clara!
-¡Clara! -dijeron las tres amigas, boquiabiertas, ojiabiertas, acorralando a
Clarita para que las contara con más detalle la nueva noticia.
-Quién iba a decirnos que tú, tan feúcha -perdona-, quiero decir tan
despreocupada de tu cara y de tu pelo, y con esos manfernales que llevas por
abrigo... despertases ese volcánico amor. ¡Cuenta, por favor, Clarita! ¿Quién es
é1? ¿Le conocemos?
-No. Es mayor que yo.
-¡Huy, mayor! ¡Qué ilusión! ¡Qué estupendo!
-¿Tiene canas? -preguntó Finita toda entusiasmada.
-Tanto como canas, no; de lo único que tiene canas es de besarme.
-¡Clara!
-¡Clara!
-¡Clara! ¡Ay Clara, qué clara eres! ¡Es terrible! -añadió la mojigata de Paripí.
-¡Qué va! ¡Es formidable! ¡Eres genial, Clarita! Cuenta, cuenta, ¿dónde le
conociste? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y... ¿qué es tu novio?... Espera: ¿a que lo adivino?
¿A que es artista? ¡Poeta! ¡Seguramente es poeta!... ¿Qué es?
-Mi novio es gánster.
-¿Gánster?
-¿Gánster?
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-¿Es posible?
-Sí, es posible; y es posible que huyamos el sábado hacia la frontera.
-¡Pero Clara!
-Es jefe de una banda de atracadores; cuando le conocí tenía amores con una
vocalista; pero nada más verme, se enamoró de mí y la dejó plantada. Me ha
regalado una pitillera de oro, un broche y una diadema...
-¡Chisss! ¡Callaos, por favor, que viene Sor Paula! -avisó Menchu.
-¡Vamos, vamos!... ¿No habéis oído la campana? Ya están todas las demás en
vuestra clase; vamos.
-¿La superiora del Colegio, por favor?
-¿De parte de quién, señor? -preguntó la novicia.
-Somos policías.
-Esperen un momentito, tengan la bondad de sentarse.
-¡Dios mío, Dios mío! ¡Policías! ¡Policías! ¿Qué querrán?
Sor Pilar, expuesta a matarse, bajó de dos en dos las brillantes escaleras,
enceradas y recorrió volando la galería.
-Buenos días. ¡Ustedes dirán!
Uno de los policías sacó un periódico, lo extendió parsimoniosamente y
mostró a la monja la primera plana.
-¿Conoce a esta chica?
-¡Clara Téllez! -exclamó, sorprendida Sor Pilar.
-¿Está usted segura de que la conoce?
-No, no, eso no...
-¿Cómo que no?
Sor Pilar, la pobre, estaba muy asustada; contestaba sin saber lo que decía
porque sus ojos se habían clavado en los grandes titulares del periódico.
22
-«Asalto a mano armada. El jefe de la banda tiene dieciocho años. Sólo se le
encontró en los bolsillos esta fotografía de la que se sospecha sea su cómplice».
-Mire hermana, estamos recorriendo todos los colegios de señoritas de la
capital, ya que, como ve, la joven que buscamos lleva uniforme de colegiala.
Sor Pilar callaba
-Vamos, hermana, díganos lo que sepa.
Sor Pilar callaba.
-¿Esta joven está aún aquí, dentro del Colegio o ya no está con ustedes?
-Perdone pero no sé de qué me está hablando.
-Pero bueno, hermana, comprendo su impresión, su sorpresa, ustedes no
tienen que ver nada ni culpa de nada; pero vamos a ver si nos entendemos y nos
presta usted su ayuda. Hace unos momentos cuando le enseñamos la fotografía
de esta chica, dijo usted ¡Clara Téllez! ¿Está aquí interna esta señorita?
-Sí, sí, señor; efectivamente, aquí tenemos una chica que se llama Clara Téllez
y que se parece algo a ese retrato del periódico; pero, vamos, no puede ser que
sea la que ustedes buscan, porque esta señorita es de muy buena familia y no sale
del Colegio más que los domingos y la vienen a buscar sus padres en el coche;
así que comprenderán...
-No, no, nada... somos muy brutos, muy cabezotas e insistimos en no
marcharnos de aquí sin llevarnos a Clara Téllez.
-¡Ay, Dios mío! Pero ¿y dónde se la van a llevar ustedes?
-A la cárcel, hermana, a la cárcel, donde debe estar; donde estará treinta años
y un día.
-¡Jesús! ¡Jesús!
Y como me estaba temiendo, se desmayó la pobre de Sor Pilar que en su vida
se había llevado tanto disgusto.
Sor Paula sacó las sales y dijo a uno de los policías que si hacía el favor de
tenérselas junto a la nariz de Sor Pilar que ella iba a buscar a la pájara.
A los pocos segundos volvía Sor Paula acompañada de la niña.
-¡Esta es Clara Téllez! Clara, estos señores son la poli.
-Encantado, señorita -saludó un agente-; tengo e1 gusto de detenerla.
Clara, no se hizo de rogar.
-¡Mala suerte! -Fue lo único que exclamó e hizo un ruego-. ¿Me permiten
antes de salir ir a dar un beso a mis amigas?
-¡Vamos! -dijo el policía, acompañándola.
Menchu, Finita y Paripí estaban en el dormitorio con todos los moños
cogidos, dispuestas a meterse en la cama.
-Adiós, chicas. Vengo a deciros adiós para siempre -dijo al entrar; el policía se
coló también.
-¿Qué dices, Clara?
-Eso, lo que habéis oído. Voy a declarar. Han «pescao» a Manolo. ¡Mala
suerte! Os escribiré desde la celda, si me dejan. Dadme un beso y nada de
pucheros; no ser ñoñas.
23
Las tres amigas, con caras de tontas, besaron a Clara. Y fue tan rápida la
sorpresa, que no las dio tiempo ni a llorar. Pero yo sé que ninguna de las tres
durmieron en toda la noche.
A las doce del día siguiente terminaba el interrogatorio. El jefe de Policía hizo
a Clara la última pregunta.
-¿Lee usted novelas policíacas?
-Nunca -contestó,
-¿Ve con frecuencia películas de gánsters?
-Sí; sí, señor; eso, sí.
24
-Queda usted condenada a no volver a ver películas de ésas, en las que el
protagonista es un ladrón simpático, guapote y buena persona.
-Sí, señor; así lo haré.
-Y ahora, señorita, perdone que la hayamos molestado. Vaya usted al Colegio.
Y pórtese como es debido.
-¿Y mi Manolo? -preguntó Clara con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Su Manolo? ¡Ah! ¿Manolo, el Muecas? A ése también le hemos mandado al
colegio pero a otro Colegio, a otro Internado, donde no podrá leer novelas
policíacas, ni tener malas compañías, ni colegialas que le dediquen fotos.
Mientras Clara Téllez caminaba lentamente de nuevo hacia e1 colegio, iba
pensando:
-¡Pobre Manolo! ¡A Ocaña!... ¡Era demasiado bueno para vivir entre nosotros!
¡Era un incomprendidol ¡Qué mala suerte! ¡Si me hubiera hecho caso a mí! Ya le
decía yo que para empezar, no asaltara el Banco; que empezase por la huevería
primero, pero ¡era tan ambicioso! ¡Tan magnífico! ¡Tan majo!
25
Banco del Retiro
Lupita ya tenía novio.
Pero Lupita seguía saliendo todas las tardes con su amiga. Se citaban en la
plaza, y allí se juntaban los tres.
Lupita, Carolina y Emilio.
¡Qué simpática y graciosa era Lupita!
Por el contrario, ¡qué tonta y graciosa Carolina!
Emilio era muy majo. Tenía los pies grandes, los ojos pequeños, la voz
microfónica y silbaba muy bien.
La pava de Carolina no tenía término medio. Unas tardes se reía por todo y
otras no se reía por nada.
Después de comer se colocaba los tirabuzones, se los ataba con un lacito muy
cursi, y así se encaminaba a casa de Lupe. Porque Carolina nunca se pintaba y
jamás se quitó un solo pelo de sus cejas.
La que se maquillaba a prueba de cine era Lupe. ¡Qué de tiempo perdía ante el
espejo!... Las ondas, los ojos, la sombra, la crema, los polvos, el rimmel, el jugo
de rosas, la pasta, e1 masaje, etc., etc.
Y así estropeaba los diecisiete años que tenía su cara. Pero así era como le
gustaba a Emilio, que se tenía por un chico muy original.
Pasó el tiempo. La pareja de novios seguía viéndose y Carolina seguía
acompañándoles con su cara lavada y sus rancios tirabuzones, que olían a
vinagre no sé por qué. A primeros de mes iban a cines de la Gran Vía. A
segundos de mes, a cines de barrio, t a finales de mes Emilio las llevaba a un
banco del Retiro a comer pipas.
Lupe contaba chistes. Emilio, bobadas.
Y Carolina nunca decía nada.
Algunas veces discutían Lupe y Emilio, como todos los novios, pero en
seguida hacían las paces, mientras Carolina miraba a los pájaros.
Una tarde, a la hora señalada, llegó Lupe a la cita. Le extrañó que no hubiera
llegado ya Carolina, como de costumbre. Siguió esperando. Emilio tampoco
llegaba. Paseaba nerviosa, sin poder explicarse lo que estaba sucediendo.
Algunos transeúntes la miraban insistentemente, otros la preguntaban por una
calle, y uno, muy castizo, la piropeó.
-Tié usted una cara que parece un cuadro de Dalí.
Todo esto la estaba poniendo de un humor de lebreles.
Allí no aparecía nadie. Esperó media hora, una hora... Corrió a un teléfono,
marcó el número de Emilio: no estaba en la pensión. Marcó el número de
Carolina: estaba enferma.
26
Caminando con desgana se fue a su casa. Empezaba a llover. El agua
despintaba su rostro. Sus ojos también llovían.
Tardó mucho en dormirse y tuvo pesadillas. Soñó con tijeras, con sapos, con
arañas. Lo primero que hizo al levantarse fue llamar a Emilio. Ya se había ido a
la Facultad.
Durante todo el día vivió pendiente del teléfono. ¡Y nada! Se empezaba a dar
cuenta de que estaba enamorándose de Emilio. Sí; le quería bastante. ¿Y dónde
estaba el tonto de1 chico que no la llamaba para darle sus excusas por el
«plantón»?
¿Qué diablos sucedía? Por primera vez, sintióse tristona, sin apetito, sin ganas
de rizarse las pestañas y venga a suspirar.
Me duele hasta el decido, es trágico y terrible pero no volvió a saber más del
chico.
Llamaba a Carolina: nunca estaba en casa. Llamaba a Emilio: siempre estaba
fuera.
Lupe empezó a adelgazar. Tenía tipo y complejo de abandonada.
Se encerraba en su habitación y le daba por tomar té y leer a Dostoievski.
Hasta que un día se los encontró en la cola del autobús.
-¡Infame!
-¡Canalla!
Y no siguió insultándoles porque le dio un patatús.
Emilio, todo violento, se despidió de Carolina, llamó a un taxi, entró en él a
Lupe, la llevó a su casa, llamó al timbre, la dejó encima del felpudo de la puerta y
salió haciendo los cien metros lisos.
Daba una docena de campanadas el reloj del Ayuntamiento, que no tenía
torre, cuando Lupe, con cara de embalsamada, marcaba en el teléfono media
docena de números...
-Por favor, la señorita Carolina.
-¿De parte de quién?
-Dígale que de parte de la novia de su novio.
Empezaba a amanecer el día siguiente cuando Lupe cruzándose con los
serenos, que olían a luna y a vino, recorría las calles camino de casa de su
amiga. Hacía un frío de Polo.
Sin pedir permiso, cruzó el pasillo y se metió en la alcoba.
-Sí, soy yo. Te he despertado, ¿verdad? ¡Me alegro! ¡Qué poca vergüenza
tienes! ¡Moscamuerta! ¡Pavisosa! ¡Frescales! ¡Portapecas! ¡Quitanovios!
¡Caradura! ¿Tú eres mi amiga? ¡Tú qué vas a ser mi amiga! Tú eres una arpía,
una serpiente sin cascabel, una seta venenosa, ¡lechuza! Debía de...
-Pero bueno, ¿qué te sucede? Yo no he hecho nada -interrumpió Carolina con
su lento hablar- yo no he hecho nada, ha sido él. Él ha sido el que se ha
enamorado de mí. Yo no he hecho nada. Si, además, no me gusta. Es deportista, y
no comprende a Juan Ramón Jiménez... Eres muy impulsiva, Lupe…
27
-¡Eres muy imbécil, Carolina! ¡Te odio!
-No seas así, Lupe. Yo ¿qué culpa tengo de haberle gustado a tu novio? Ya ves
tú, con lo fea que soy, y lo mal que me peino y lo poco que hablo. Yo ya se lo
decía: «Mira, Emilio, que no podemos seguir así, que eso de casarnos nosotros
no le va a gustar a tu novia; déjame en paz y vete a buscarla». Y nada, que no me
hacía caso.
-Sí, ¿eh? ¡Cuánto te gusta el cine! ¡Qué cínica eres!... Fíate de las amigas y de
los novios...
Diciendo esto, salió danzando, cerrando la puerta de golpe, como el caso
requería. Con la primavera Lupe recibió una postal de Italia firmada por
Carolina.
Al poco rato sonó el teléfono.
-¿…?
-Ah, ¿eres tú? Pero chico, ¿no te has muerto?
-No; me parece que no.
-¡Qué lástima!
-Estoy en el bar de la esquina, ¿puedes bajar?
-Sí; puedo bajar, pero no quiero.
-Eres una tonta...
-Y tú un fresco. Y colgó e1 auricular.
Inmediatamente volvió a sonar e1 timbre del teléfono y Lupe se apresuró a
cogerlo, al parecer, roja de ira.
-Diga.
-¿Bajas o subo?
-Si subes, bajas por el balcón.
-Ya será algo menos, encanto... Te quiero... te quiero siempre, mi vida...
-¿Estás loco?
-No; estoy feliz.
-Vuelves ahora porque te has quedado solo.
-Vuelvo ahora porque veo claro.
-Vuelves porque te aburres, y crees que aquí estoy yo con los brazos abiertos.
-Claro que sí, mi vida; presiento tu perdón.
-Y un garrotazo que te piensa dar mi padre, ¿no lo presientes?...
Y colgó e1 teléfono.
Lo colgó, pero salió corriendo hacia la puerta, bajó saltando los escalones y en
un minuto se presentó en el bar ante Emilio.
-He venido para traerte esto...
-¿Y qué es eso? -preguntó Emilio, con los ojos mirándole la voz.
-Tus cartas -contestó Lupe con la voz mirándole los ojos.
-¡Tonta!
-¡Quieto!
-Te juro que no he dejado de quererte.
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-¿Y me juras también que no has salido con la pavisosa?
-Un día salí. El día que nos viste en la parada del autobús... ¡Eso era para
pasar el rato!...
-Y yo, ¿para qué soy?
-Tú, para pasar la vida.
-Sí, ¿eh? Muy bonito, muy romántico y muy cinematográfico. Y yo ahora caía
en tus brazos y apoyaba la cabeza sobre tu pecho y tú me invitabas a un chato y a
una ración de chicharrones.
-¡Hala, claro que sí! ¡Como debe ser! Como me prometiste. Aquí traigo un
documento firmado por ti, en el que dices: «Juro que, pase lo que pase, te querré
siempre. Firmado: Lupe».
-¿Yo?
-¡Tú!
-¡Anda, bueno; eso es una cursi carta mía del año catapún!
-Lo que quieras; pero tú lo juraste. Se miraron a los ojos.
Se cogieron las manos. Se contaron los dedos. Se echaron a reír.
-Hoy entra la primavera. Estamos casi a finales de mes. ¿Volvemos a nuestro
banco del Retiro?
-Volvamos, Emilucho.
29
Cuando, camino de Toledo, paré en Illescas, sólo lo hice por preguntar por
Eusebio Azcona, y no sé explicar lo contenta que me puse cuando en la tahona
me dijeron que sí, que vivía junto al molino.
Conocía sus versos, que tanto me impresionaban, y sentía verdadera necesidad
por conocerle a él.
De vez en cuando llegaban a la redacción sus sobres conteniendo mal
copiadas poesías que a todos nos asombraban y que poco a poco íbamos
publicando -sin abonar- en la página lírica de nuestra humilde revista.
La verdad es que yo sostenía con él, de tarde en tarde, misteriosa
correspondencia.
Escondido e ignorado en aquel mágico pueblo castellano, vivía un gran
artista; sin ninguna posibilidad para darse a conocer; oculto en la planicie de
los trigos pasó su adolescencia Eusebio Azcona, que ni nombre siquiera tenía de
poeta, pero sí el corazón.
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A pesar de la ilusión y la prisa que tenía por conocerle, no pude pasar por el
convento sin entrar veloz a besar con la mirada los exquisitos cuadros del Greco,
de la Capilla.
Cuando di con la casa, una vieja limpia, con cara de garbanzo, me mandó
pasar; atravesé el portal, un pasillo y el patio. Y me planté en la cuadra. Allí
estaba el poeta arreglando la mula.
-¿Cómo estás, Azcona? Soy...
¿Me habría equivocado? Nadie nos presentó; pero yo le tendí mis dos manos,
y más que hubiera tenido. Él se puso colorado, y en vez de estrechármelas,
hundió las suyas en un cubo con agua, frotándoselas, nervioso. Se las secó con el
mandil que llevaba y entonces me tendió una mano que aún permanecía larga y
fina. Por la mano y la mirada me di cuenta que no me había equivocado. Estaba
ante el poeta.
-Bienvenida por esta tu casa. Perdona que te reciba así. Como no valgo para el
campo, siempre estoy con los animales. Yo fruncí el ceño y él continuó.
-Cuando termino mis tareas, allá para el atardecer, es cuando trabajo.
Inconfundiblemente, se le veía un hombre de pueblo, pero sus ojos eran
demasiado grandes y calaban.
Nos sentamos en la sala y comenzamos a hablar
Le dije que era maravilloso que viviera en ese ambiente de paz y silencio. Que
allí sí que se podía escribir, y no en Madrid, donde ya no existe el silencio, a no
ser que te lleven al Este. Para mis meditaciones me dijo que estaba bien el
pueblo, pero que tampoco era feliz. Luego inició temas filosóficos y hablaba de
una forma admirable. Tanto es así, que me olvidé de Toledo y salí a decir a la
juventud que me esperaba en el coche, que se fueran, que me quedaba en Illescas.
Tras un silencio, no sé por qué me dio por hacerle la siguiente pregunta:
-¿Cómo no ejerces?... ¿Eres licenciado?
-Soy analfabeto.
-Analfabeto -repetí, pensando en por qué me gastaba esa broma con la cara
tan seria.
Y é1 continuó:
-Sí amiga, sí; puedes decirlo en Madrid o silenciarlo; aún no sé escribir y
empiezo a conocer las letras. Mis manos nunca han tenido libros.
Se me debió de poner una cara muy rara y el asombro no me dejaba hablar de
nuevo. Por fin, torpemente por cierto, continué:
-Entonces..., los versos..., ¿de quién son?
-¡Míos! -gritó.
-Pues... ¿cómo?
-Cuando me da, llamo a Rosa; ella escribe lo que yo invento.
Así nacían los más prodigiosos poemas del momento actual.
Rosa escribía muy mal lo que él decía muy bien.
Entró Rosa con una jarrita de vino en la mano. El vino era fuerte y pastoso,
vino castellano, que bebí gustosa.
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Rosa era morena, menuda, pero llena de gracia también.
Al verme, se quedó parada.
-Rosa, esta señorita es una escritora de Madrid, que ha venido a verme.
-Tanto gusto, señora -dijo, mirándome de arriba abajo, fisgándome cuanto
llevaba en cara .Y cuerpo.
-¿Y cuántos años hace que escribes, Azcona?
-Escribo desde siempre -me contestó el analfabeto-. Cuando de chico empecé
a ser pastor, ya me salían canciones para la Virgen; luego para la novia, y ahora,
para toda la humanidad.
-¿Y siempre iba Rosa contigo con su lápiz y su papel en la mano?
-No; antes escribía en el aire con mi voz, y el viento se llevaba mis versos.
Ahora... si no fuera por Rosa, igual.
-Yo quisiera conocer algo de tu última obra antes de irme.
-¿Oyes, Rosa? Trae la carpeta de cintas y léenos el poema de los peces.
Después de oír la poesía que me elevó embriagada de verdadero arte me
despedí de Rosa y del poeta, y ya en la carretera esperé en el bohío a que pasara
el coche de línea que me dejara ante el Greco.
Aquel día había conocido a un genio. Mi poeta desde entonces es Eusebio
Azcona. Sus versos están llenos de imaginación, a la vez de ternura y a la vez de
fuerza; son nuevos y jugosos, acarician el alma, admiran la mente y hablan al
corazón.
Esto que sencillamente y por encima os he contado, ocurrió en el año 1941.
32
Y para que el asunto quede más terminado, quiero añadir que ayer estuve otra
vez en el pueblo de Eusebio Azcona, porque supe que él estaba allí pasando unas
vacaciones.
Claro que le noté cambiado. Salió a mi encuentro muy bien vestido, pero no
más elegante que el día de la cuadra; llevaba un libro en la mano y unas gafas
sobre los ojos.
-¡Qué bueno es Dios! -dijo, abrazándome, muy fuerte, pero de muy espiritual
modo.
Cruzamos el pueblo, y atravesando Castilla, anduvimos mucho por un sendero
hasta llegar a un río.
Yo me sentí hondamente feliz sentada junto al artista. Pues como todo lo que
admiro, amo. No cabe duda que a Eusebio Azcona le amaba; digo le amaba
porque... Ahora en seguida os enteraréis...
Escucharle resultaba uno de los mayores placeres que he experimentado en
esta vida. Hablamos de literatura, de su reciente premio y de su segundo libro.
Me estuvo felicitando por mi última novela, y luego pasó a lamentarse de que
conforme yo cada vez lo hago mejor, él, según él mismo, cada vez lo hacía peor,
y echaba pestes, la mar de loco, del daño que a los poetas hace la cultura.
-Ahora que ya sé de letras y tengo eso que llamáis estudios, no me salen los
versos como antes. ¡Qué más quisieran mis cerebrales sonetos perfectos de hoy,
ser aquellas ingenuas baladas de ayer!
Obedecí a los críticos y poco a poco voy escribiendo como ellos quieren, pero
me voy quedando vacío de personalidad. Claro que no me importa. Mi suegro,
que tiene dos cines y un teatro en Madrid, me ha pedido una obra. Hago porque
me salga superficial y alegre. Estoy hecho cisco...
Ved lo que me dijo Azcona ayer tarde, sentados junto a los juncos de su amigo
el río.
Luego me despidió muy excitado. ¡Eusebio Azcona, el dulce poeta, tenía que
escribir una revista!
33
Voy a ver lo que pesco -dijo Mariló, dándose el toque final ante el espejo.
Verdaderamente el día estaba espléndido. Mostraba un azul puro sin sombra
de nube -color del que suele abusar poco el cielo norteño- y la agradable brisa
acariciaba todo.
Un estrecho pantalón rojo ceñía sus caderas y muslos, una blusa con muchos
dibujos, y muy poca tela, un ancho cinturón de cuero y una visera a lo «jockey»
terminaban de vestida. El atuendo de la muchacha era algo gracioso. Por lo
contrario, Mariló era una cosa seria.
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Ella se había dado cuenta de que poseía una bonita figura y caminaba con
majestuosidad de pantera. Los ojos no los tenía muy grandes, la nariz era más
bien chata y respingona, la boca de labios gruesos, muy bien dibujada; tenía
alguna peca y un pelo, corto, castaño, liso y laso. Total, nada; pero había tenido la
suerte de nacer tan a tiempo, que al cumplir los dieciocho mayos tenía la cata que
se llevaba en el año que corría de 1951. Y sin ser guapa ni bella, era la envidia de
las veraneantes y el come come de todas las provincianas. Mariló, lo mismo por
dentro que por fuera, era más moderna que la televisión y tenía más estilo que el
«Litri».
Playas catalanas la halbían acunado y la mismísima Fortuna la había mimado,
pues el angelito tenía media docena de Pazos por aquí y media docena de Torres
por allá.
Practicaba toda clase de deportes, menos el «judo» y «jiu jitsu», y nunca le
pasaba nada.
Bebía como su padre... y nunca le pasaba nada.
Fumaba como su madre... y nunca le pasaba nada. Jugaba al póker, al pinacle
y a la ruleta, y nunca dejaba de ganar la criatura.
¡Ah demonio! He aquí que vamos llegando al hilo del asunto... Insensato es el
que no crea en los refranes: «Afortunado en el juego, desgraciado en amores.»
Según sus padres, un tanto vulgares por cierto, Mariló era el ser más
desgraciado del globo. Porque una chica tan moderna, tan elegante y tan
inteligente; una chica con dieciocho años y diez milloncejos, no se explicaban
que no tuviese novio.
Volvamos a que viendo la apacible y buena tarde, Mariló, con mucho acierto,
dejó la ciudad por el campo, dejó la tierra por el mar, dejó el salón de té por la
Naturaleza, y calzada de sandalias color yema de huevo y sin más compañía que
Kanoa, su perra de pesca, se fue bordeando la costa hasta llegar a uno de los
sitios más bellos del lugar, allí donde a un pequeño río se le acababa el cauce,
chocaba furioso contra el mar, formando un juego de olas y espuma.
Al poco de estar pescando en el río, notó que ya pendía algo de1 anzuelo; izó
éste, y al extremo apareció una lata de conservas cerrada...
-¡Huy qué lata! -exclamó con fastidio, sin ninguna sorpresa.
-Es que este río es tan moderno que se pesca en lata, señorita.
Y cuando el rostro volvió, vio ante sí a un apuesto galán, mucho más galán
que apuesto, que la miraba con tiernos ojos de gacela a medio herir.
El jovencito en cuestión también era un poema: llevaba roja y larga barba y
azul y corto pantalón. Sin pedir permiso sentóse al lado de Mariló y empezó a
silbar con todas sus fuerzas una vieja canción de cuna.
Dijo algunas bobadas, a las que Mariló contestó sin mirarle y después inició
una serie de preguntas:
-Ya te digo -contestó Mariló y siguió pescando...
-¿Quiere que le invite a un caña?
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-Ya tengo- contestó Mariló y siguió pescando.
-Digo a una caña con boquerones...
-Eso es precisamente lo que estoy pescando.
-¿Sabe usted nadar?
-Sí sé.
-¿Sabe usted jugar al balón volea?
-Si sé.
-¿Sabe usted idiomas?
-Sí sé.
-Vaya... ¿Sabe usted coser?
-No sé.
-¿Sabe usted guisar?
-No sé.
-¿Sabe usted criar?
-¿Criar? ¿Criar qué?
-¡Criar! Criar niños. Nuestros niños. Nuestros hijos. ¿Pero no ve que acabo de
enamorarme de usted? -dijo, cogiéndola la mano todo colorado.
-¿Ah, sí? -exclamó Mariló, dejándose querer, pero mirándole como a un bicho
raro. La tarde, ni que lo hubiera hecho a propósito, precipitó las sombras sobre
ellos, y en breves minutos hízose de noche. Allá cerca, el mar interpretaba su
inimitable sinfonía y algún pato salvaje parábase en el río a mirar a la pareja.
A la luz de la luna, el desconocido pareció a Mariló mucho más bonito de lo
que era. Le midió la espalda: 80 centímetros; le midió la estatura: 1,80. Era rubio
y fuerte como un vikingo y, además, se llamaba Roque, y ese nombre la chiflaba.
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Congeniaron mucho y se hicieron muy amigos. Mariló tuvo la suerte -¡por
fin!- de caer en gracia a1 joven Roque. Y aquel encuentro duró tres largas
horas.
Aquella noche los ojos de Mariló brillaban de una manera alarmante...
Después de cenar, su robusto padre la hizo una pregunta muy capciosa:
-Qué, pequeña, ¿has pescado algún barbo?
-¿Barbo? ¡Ah, no! Barbo, no; pesqué una barba.
Habían quedado citados en «El Bosque» para el día siguiente. Pero ni ese día,
ni ningún otro, volvió a aparecer el de la barba pelirroja. Apareció una noche,
para alborozo de ambos; fueron al «Gran Baile», cenaron, bailaron, rieron y se
divirtieron como locos.
Al final, Roque se quedó roque.
Mariló le despertó acercándole a su boca una repleta y burbujeante copa de
champán.
A los pocos minutos Roque, al que el alcohol llenó de decisión y sinceridad, la
dijo:
-Mira, Mariló; eres la única mujer que me hace feliz, pero no me puedo casar
contigo porque... no me deja mamá.
Mariló continuó su soltería, feliz con aquella auténtica amistad que pescó
aquel atardecer. Al fin y al cabo para ella tan endiabladamente joven y rebelde,
«pescar un marido» no hubiera resultado tan buena pesca.
37
Nemesio Oreja (El falsificador)
Esta narración es un suceso real, todo
parecido con seres y cosas imaginarias
es pura coincidencia.
G.F.
Muchas personas desconocen lo dura que es la vida, porque se la dan
«cocida» y bien condimentada; pero existe ese medio mundo de gentes, para los
que la vida es cruda, sosa y sin ningún aditamento agradable.
Estos suelen ser los seres que madrugan, los que desayunan tres higos o media
cebolla, los que viajan prensados en tranvías y metros, los que comen en
restaurantes de «cinco pesetas cubierto», los que son tratados por los jefes a
gorrazos como si fueran mariposas. Pues bien, quiero coger a voleo para mi
narración, cualquier ser de estos, ése mismo.
Señalo a un hombre joven, vestido de pana y dril, que se sienta a comer al sol
y abre una abollada tartera.
Es de admirar con qué apetito se está comiendo lo que se llama un potaje,
pero sin más protagonistas que garbanzos y acelgas. Os lo presento:
Nemesio Oreja (esto de la oreja, no sé si es un apodo o realmente su apellido).
Nemesio es alto, delgaducho y pelirrojo, tiene las manos grandes y los ojos
pequeños, pero no desagradables, porque mira dulcemente.
Nemesio es muy habilidoso. Le tiraba el dibujo y las ciencias exactas, pero a
los catorce años le colocaron un martillo en la mano y a clavar clavos en la
ebanistería que el tío Pelusa tenía en Vallecas.
Aunque aquello no le gustaba, otra cosa no le salía y le dieron los treinta años
en la carpintería, sin haber pasado de ayudante del maestro ganando diez pesetas
diarias, con 1o que tenía que comer é1, pagar casa y mantener a Sinforosa, su
hermana pequeña.
Cierto día, viendo su hermanilla que el muchacho no salía del cuarto le llamó:
-¡Neme! ¡Son las ocho! ¡No vas a llegar al trabajo!
-Hoy no voy.
-Pero, ¿cómo? ¿Estás malo?
-¡No! Estoy... trabajando. ¡Déjame en paz!
Su hermana, la pequeña Sinfo, hizo un gesto de extrañeza y se puso a barrer la
casa.
38
A media mañana, Sinforosita, volvió a golpear la puerta de Nemesio.
-¡Venga, sal! ¡Ábreme! ¡ya te he calentado la sopa de ajo tres veces!
¿Desayunas o me la como yo?
-¡Cómetela tú y déjame tranquilo he dicho! ¡Estoy trabajando!
Y nada, que se había echado el pestillo por dentro y no había manera de entrar.
Sinfo, acercó su cara al borde la puerta y no oía nada.
-¿Qué le pasará? Dice que está trabajando, ¡pero si no se oye el menor ruido!
¿qué estará haciendo? Este chico no está bien de la cabeza. ¡pues sí! ¡A ver si con
las comidas que hacemos se le ha subido la «nemia» al «torrao»!
A las veinticuatro horas del misterioso Neme pidió un vaso de agua y le
mandó una plumilla fina en la cacharrería.
Sinfo se lo dio por la rendija de la puerta. Ésta volvió a cerrarse por dentro
rápidamente.
-Neme, ¿estás malo?
Neme volvió a insistir: -¡Déjame en paz! No me entretengas. Ya me falta
poco.
-Pero... ¿Para qué te falta poco? ¿para volverte loco, acaso? ¿O para volverme
loca a mí?
-¡Chiisssss! ¡Calla! Si preguntan por mí, di que me he muerto y he ido a mi
entierro. ¿Enterada?
-Bu... bueno. ¡Ay Dios mío! ¿Se habrá vuelto loco de verdad, o se habrá
vuelto solo poeta..? Me ha pedido una pluma…
A los ocho días, con barba de dos dedos y cara de náufrago, salió Neme de su
alcoba abuhardillada... Salió en un momento en que la Sinfo había bajado a por el
bofe del gato. Se lavó, se echó la gabardina y salió a la calle...
Cuando Sinfo regresó, vio el cuarto de su hermano abierto, y sobre la mesilla,
varios frascos de tinta, pincelitos, plumillas y pliegos en blanco.
-¡Atiza! ¡Pero si ha estado pintando! ¡Dibujando! Sí, ahora comprendo, el arte
no le dejaba ser feliz, tenía que encerrarse a dibujar, como el pobre
Toulouse-Lautrec. ¡Mi hermano es un artista!
Un artista y un genio del bosque tocado de magia parecía cuando se presentó
ante Sinforosita, bloqueado de paquetes y botellas.
-¿Pero Neme?
-«Fermez le porte s'il vous plait», chata. Aquí te traigo víveres para ocho días.
¡Y vamos a celebrar la Nochebuena pasada que aún no la hemos celebrado y
estamos en mayo!
-¡Pero Neme! ¡Dime antes de dónde has sacado el dinero!
-¡De mis manos Sinfo, de mis manos! ¿Qué te creías? ¿Que tu hermano se iba
a estar toda la vida clavando clavitos? ¡No! ¡No, hija, no! ¡Ahora voy a vivir de...
bueno, del dibujo!
39
-¡Oh, Neme, eres un genio!
Y aquella noche cenaron hasta tres platos y postre.
Al día siguiente, el Neme tampoco salió de su habitación, cosa que Sinfo
respetó, realizando la limpieza de1 comedor con la mayor cautela para no
hacer el menor ruido.
A media tarde, salió Neme de su cuarto, pidió la comida y entregó a su
hermana un billete de cien pesetas, para que le subiera tabaco y la cena.
-Pues ahora mismo bajo. Puedes ir comiendo, ahí tienes el cocido, sírvete lo
que quieras y come salchichas, estás tú trabajando mucho estos días con tu nuevo
oficio... y ya que lo ganas, justo es que 1o comas.
Y sí, la verdad es que Nemesio Oreja estaba trabajando diariamente más que
en su vida, ahora eso sí, la cara le había cambiado, debido a que trabajaba a
gusto, en lo suyo -que una de las mayores desgracias es tener que trabajar en lo
de los demás-. Nemesio, por fin, trabajaba sin nadie que le mandase y ganaba al
día lo que en el taller a la semana. ¡Cien pesetas! Muchos sentiríanse
desgraciados si solo ganasen diariamente cien pesetas. Pero Nemesio era el
hombre más feliz del mundo con ese jornal.
En la casa se compró hule para la mesa, alfombritas de sesenta pesetas para
las camas, lámpara de tres brazos para el comedor, sábanas, mantas, cacharros de
cocina, un cogedor nuevo, ropas para ellos y una radio...
¡La alegría había entrado en aquellas puertas!
No habían trascurrido ni dos meses desde que Nemesio se decidió a cambiar
de profesión y aquello ya era un piso humilde, sencillo pero sin que faltase lo
principal. La radio lanzaba la «melodía misteriosa» cuando llegó la primera
visita.
Abrió Sinforosa.
-¿Nemesio Oreja está?
-Sí señores ¿de parte de quién?
-Dígale que salga.
Nemesio apareció con su fina plumilla en la mano y sus ojos de bueno en la
cara de pobre. Se quedó mudo, tímido, mirando fijamente a los recién llegados.
Uno de ellos le puso unas pulseras y otro entró en la alcoba dando una patada
a la puerta.
-¡Éste es! ¡Aquí está! -salió vociferando- ¡Mira qué perfección de billetes de
cien pesetas!
-Se le cerró la «fábrica», amigo. -Le dijo el que aún no había hablado.
La Sinfo se mordisqueaba los dedos y, con los ojos muy abiertos, no quitaba
mirada a su hermano, al que se le iban llenando los ojos de agua.
40
-¡Neme! ¡No me llores que me partes el corazón!
-¡Calla, tonta, si es el humo!
Los dos desconocidos se le llevaron. Sinfo se asomó a la ventana y los vio
desaparecer entre los puestos.
A la «señá» Casi, la de los ajos, se la oyó decir:
-¡No te fastidia... al muchacho más decente del barrio se le lleva la poli!
En el juicio no le creían que no hubiera falsificado billetes de 500 y 1000
pesetas; le asaron a preguntas: que por qué sólo «fabricaba» billetes de 25, 50 y
100, que si la Sinfo era su socio, que si dónde pasó la guerra, que si dónde tenía
los de mil, que qué había hecho con sus padres...
Nemesio contestó que en huérfano por los dos lados y que sabía existían
billetes de 500 y de 1000 pesetas por referencia, pero que no los conocía
personalmente, que nunca los había visto, que nadie le quiso prestar uno de ellos
tan solo por veinticuatro horas que era lo que tardaba en reproducirlos, es decir,
en fabricados exactos a plumilla.
Uno de los abogados le puso verde y le echó un sermón que duró media hora,
consiguiendo emocionarle. Le dijo que el hombre que huye del trabajo, se hunde
en el hampa. Y que el pobre que quiere su moto y su radio cae en el abismo. Y
después seguía: los sinvergüenzas de sus amigos son los que han hecho de este
hermoso joven un nefasto delincuente. ¡Las malas compañías…!
-Eh, oiga, que un servidor no tiene amigos. Así que mal voy a tener malas
compañías.
-¡Cállese, inconsciente…! Y vea a lo que le ha conducido la vaguería.
-No señor, la vaguería no, nunca he estado ocioso, nunca he descansado de
trabajar, lo que pasa es que me tiraba el dibujo.
-La vaguería, -repetía el fiscal- el no querer trabajar, le indujo como a tantos
otros desgraciados a falsificar billetes de banco. Y hele aquí en el banquillo por
su ambición a la vida muelle, por su holgazanería.
-Pero señor mío, odio la holgazanería, si con lo de falsificar billetes he
trabajado más que en toda mi vida. ¡Si tardaba veinticuatro horas sin levantar
cabeza en hacerme uno de cien, en ganarme veinte pavos! ¡No me llame vago,
por favor!
-¡Cínico!
-Tampoco. No me gusta e1 cine. ¡No me llame cínico, señor!
Se abrió una puerta y apareció rodeada de guardias una mujer joven pero
gorda que echó una larga sonrisa al acusado, éste le devolvió otra, bastante
fingida.
-¿Conoce a esta joven?- preguntó el fiscal a Nemesio.
-No señor, es la primera vez que la veo.
-¡Miente!
-Bueno.
41
-En casa de su prometida se han encontrado quinientos billetes de mil pesetas.
El Neme dio un respingo y se le escapó: -¡qué pena!
-¿Pena por qué?
-Porque esta joven no es mi prometida...
-Se perjudica usted negando hechos... ¿Visitaba con frecuencia la imprenta de
Matías?
-¿Qué imprenta? Yo no conozco más Matías que el del chocolate.
-Si se niega a contestar, este Tribunal se verá obligado a...
-Pero si yo no me niego a nada. Si un servidor no conoce a la gorda ésa ni al
Matías. ¿Por qué le voy a decir que los conozco?
-Usted no tiene que decir que los conoce si no los conoce.
-Si ya lo digo'
-¿Qué dice?
-Que solo soy yo el culpable, para que se entere. Que he «trabajado» siempre
solo; que empecé para probar con un billete de cinco pesetas...
-¡Ah! Luego, ¿ha falsificado también billetes de cinco pesetas?
-Andá y billetes de autobús, pero conste que a esa joven es la primera vez que
la veo, porque...
-¡Guarde silencio!... se hace usted el tonto. Listo para sentencia.
La Sinfo se puso a servir.
El Neme vuelve ahora por las mañanas a clavar clavos en el taller. Pero por
las tardes, es extremo derecha del equipo de fútbol de la Prisión y, por las noches,
en su celda, dibuja paisajes a plumilla.
42
43
Don Manuel Martínez descendía, por parte de padre de padre, de Manolo «El
Pelucho», famoso y valiente -también hay que decirlo- contrabandista de la
serranía cacereña, terror de las mujeres y de los carabineros. Pero don Manuel
Martínez nunca dijo a nadie que él era e1 vivo retrato de aquel su recio abuelo,
moreno y magro, de anchas patillas y abundante cabellera, que fue famoso y
valiente contrabandista.
Heredero de su sangre, y de su nombre, ya que no de la fortuna, que le fue
imposible crear porque en aquellos tiempos ser contrabandista era cosa difícil y
poco lucrativa.
El nieto de Manolo «El Pelucho» se había hecho unas tarjetas que decían:
Sr. D. Manuel Martínez
Contrabandista de tabaco rubio en alta mar
Antes de seguir la historia de don Manuel, debemos conocer la de su patilludo
abuelo, el poético aventurero que acabó... ya veréis cómo.
«El Pelucho» trabajaba solo, por su cuenta, sin compañeros ni banda, sin
trabuco ni navaja, sólo con su yegua «Dorotea», vieja y destartalada, pero más
lista que una liebre, para correr milagrosamente en un momento dado, o para
avisarle con cierto relincho cuando se acercaban hombres con armas. «El
Pelucho» pasaba la frontera de Portugal como quien pasa un arroyo y con él
«metía» grandes cantidades dé café café, cacao cacao, tabaco negro, especias y
diversos productos, tales como piezas de seda, chales y mantones del mismísimo
Manila. Al mismo tiempo, cajones enteros de licores eran transportados a lomos
de Dorotea y traspasados a la vecina nación; todo este botín, a cambio de
un puñado de reales que le quedaba de ganancia y algún que otro tiro que nunca
hacía blanco en su privilegiado cuerpo.
44
Era un espléndido día de verano cuando «El Pelucho», desde su atalaya,
divisó algo de oro sobre el azul del río.
Bajó por el atajo hasta las peñas de la orilla y vio con alegría que aquel
pedazo de oro era el cabello de una muchacha que, aprovechando lo solitario
del lugar, se bañaba en el remanso que formaba el río al descansar cansado de
correr.
Manolo «El Pelucho», a través de unos espinos, miró con avidez y grato
asombro los hombros y las piernas de la chica, que dejaba al descubierto su
antiguo traje de baño.
-¡Valiente chica! Valiente chica debe ser la moza, que hasta tan lejos viene por
bañarse, cosa que está mal vista entre los del pueblo.
Pero Manolo «El Pelucho» no era como los del pueblo. Por algo estaba allí.
Sin más amo que Dios y sin más reloj ni campana «que comer cuando tenía
gana».
-¡Ésta es como yo! -se dijo, y atando a Dorotea a una encina, de un amplio
salto plantóse ante los enormes ojos de la chica, más grandes aún por el
asombro, más brillantes aún por el susto.
-Buenos días, muchacha.
-Buenos días -contestó ella. Echándose sobre los hombros la amplia falda
llena de frunces.
-¿De qué pueblo eres?
-Del Sotillo.
-Del Sotillo. De allí son todos hipócritas y cobardes, todos menos tú que eres
como yo.
-Como usted no soy, que usted es feo y renegrido y yo soy blanca, rubia y
dicen que bastante agraciada.
Tan agraciada era exteriormente que «Pelucho» el contrabandista no vio más,
se entregó a la autoridad de su belleza y quedó preso en las miradas de la chica.
Llevándola a la grupa de su yegua, subieron hasta junto a las águilas. Allí, en
un recodo de las altas rocas, era el escondite donde vivía.
Manolo «el Pelucho», hombre raro, no se extrañó de la libertad que disfrutaba
la moza. Creyóse aquella historia que ésta le contara de que eran siete hermanos
y su madre murió al nacer ella y su padre casóse de nuevo por sacarlos adelante,
y de cómo ella, no pudiendo aguantar a la madrastra, se escapó de la aldea.
¡Cómo se emocionó el hombre! Creyendo que los ojos de la chica tenían que
ser tan nobles como bellos, y confiando en ella como en nadie...
-Vuelvo en seguida. Voy en busca de la cabra. Haremos buen café para tomar
después el gazpacho. Luego regresarás, yo te diré el más corto camino hacia la
aldea... Al volver, cantando de alegría... el nido estaba solo.
La chica le robó bastantes cosas, dos piezas de seda; un hato de relojes y el
corazón.
45
En todo y por todo, de ayer a hoy va un abismo.
Los contrabandistas de antes eran valientes aventureros que nada poseían,
amantes de1 campo y de la soledad, que, a pesar de sus asuntos, nunca salían de
pobres.
Vivían de cara al sufrimiento, de cara a los rigores del tiempo, abrasándose en
verano, muriéndose de frío en invierno; sufriendo menosprecios -¡claro está!-
trabajando hasta agotarse en sus expuestas actuaciones, caminando cientos de
kilómetros a pie o sobre malas caballerías y muriéndose al fin entre rejas solos y
desamparados en el campo, pues, a pesar de sus románticas aventuras, no había
compañera que les siguiera a llevar esa vida con tantos riesgos.
Los contrabandistas de hoy, tales como este Manuel Martínez que nos ocupa,
llevan, por el contrario, una vida muelle; son millonarios y, entre muchos lujos,
se permiten el de pagar a un grupo de gente que les guarda las espaldas.
Para caminar por tierra tenía don Manuel los últimos modelos de Cadillac y
de Pegaso, así como motocicletas velocísimas.
Para cargar y descargar «mercancías» por aire, poseía modernos helicópteros,
y para beber millas por mar, rápidas lanchas motoras y hasta hidroaviones.
Gracias a la «Sociedad R. M. A.», de D. Manuel Martínez, toneladas de
tabaco americano entraban de contrabando en todos los lugares del mundo.
Veinte mil dólares de ganancia era lo que frecuentemente ingresaba en una
sola operación.
Don Manuel Martínez era mucho menos lince que su abuelo, pero,
misteriosamente, la suerte se había enamorado de él. Claro que sólo fue la
suerte la que le amaba, porque para el amor, que era 1o que más importancia
concedía a pesar de todo, no tenía mucha estrella. Permanecía soltero, aunque
contaba ya cuarenta años.
46
Aurora Valmi era, desde hace tiempo, su dilecta elegida. Él la daba toda clase
de brillantes, y ella le daba toda clase de desplantes, despreciándole
constantemente a pesar de su dinero. Pero Aurora Valmi tenía la habilidad de no
dejarle nunca definitivamente. Y Aurora Valmi consiguió ser socia del negocio.
Cuando llegaron, esta vez, los carabineros con dos paisanos, de nada le valió a
D. Manuel sacar sus fajos de billetes.
Uno de los paisanos era el nuevo jefe de Policía de la Zona, y el otro, el otro
era la misma Aurora Valmi, que una vez más le había hecho traición.
Y así acabó el nieto de su abuelo.
47
La verdad que es una lata esto de haber nacido princesa -decía idioma la dulce
Ka-chi-sol, sentada en el jardín.
¡Es una lata! -repetía bajo el loto.
Más allá, en el cenador de los almendros a medio florecer, su colegio de
esclavas hacían música tocando pequeños instrumentos de cuerda.
Más acá, su padre, el Gran Kal-vin, limpiaba con sidol sus sables por si un día
tenía que ir a guerrear.
Ka-chi-sol, la princesa, estaba triste, triste, pero no tan cursi como aquella
famosa de los labios de fresa que perdió la risa y el color.
Ésta, lo único que había perdido era la oportunidad de escaparse del palacio
con lo puesto, y librarse de esta forma de la desgracia que la habían anunciado
caería sobre sus regios hombros.
Ni el palacio, ni los viajes, ni la música, ni su padre la consolaban de su pena
ni la distraían de su preocupación.
48
¡Aquello era horrible!... Daba pena ver los síntomas de angustia en la
expresión de su joven rostro.
En sus ojos oblicuos había un continuo asomarse y suicidarse de lágrimas que
caían a sus pies.
El amarillo de su tez palidecía y aquello ya ni era amarillo ni era nada...
El Emperador Gran Kal-vin se acercó a la princesa y le habló.
-Anda, hija, arréglate y ponte guapa, que vas a salir en el NO-DO.
Ka-chi-sol guardó silencio y continuó estática.
-Hoy, hemos de ir a pasar revista a mis fieles guerreros y saldremos en el
NO-DO.
-¡Ay, padre mío! ¿Y qué me importa a mí el NO-DO?
-Ay, hija, verás a la multitud que te aclama...
-Ay, padre, buena estoy yo para ver a nadie.
-Ay hija mía, tierna princesita Ka-chi-sol, ¡que no se diga! Acabas de cumplir
diecisiete mayos. No dejes que la melancolía atraviese tu pecho y la inquietud
agite tu corazón. Has de estar alegre y reposada -la aconsejaba el padre, que
cuando se ponía poemático era fecundo.
-¡Ay, amado y laborioso padre!
¿Cómo queréis que la hiedra,
en el invierno se seque?
¿Cómo queréis que le olvide,
si le he querido de siempre...?
-¡Atiza! -rugió el regio Emperador -¿A quién has querido siempre?
-Al elefante del colmillo roto.
-Aaah... creía... ¡Qué tonto soy! Y tú, eres una pequeña, pequeñita perla de mi
trono... Y la acarició a manotazos los cabellos.
Habían pasado 1os días señalados. Ya resonaban los tambores anunciando la
víspera de la ceremonia.
Las discusiones entre el Gran Kal-vin y la princesa Ka-chi-sol eran casi a
diario... e iban creciendo en violencia.
-No atormentes más a tu anciano padre, oh hija díscola. Que la comprensión
entre en tu cerebro. Piensa que no es un capricho de tu padre lo que se va a
efectuar. Sé generosa como lo fueron tus siete mil antepasados. Olvídate un poco
de ti. Piensa en nuestro pueblo, en nuestra paz, en la de millones de chinitos que
vas a hacer felices con tu matrimonio... No te inquietes por el futuro, sino...
-Si no me inquieto por el futuro..., sino... me inquieto por el futuro marido.
-Tu boda con el príncipe Chim-bun-bú une a dos grandes países en el
comercio y en 1a industria.
-Ay, padre, déjame ahora de negocios.
-Tu boda con el príncipe Chim-bun-bú estabiliza el régimen y la tradición de
nuestro pueblo.
-¡Ay, padre, déjame ahora de política!
49
-Mis ministros, amada princesa, sólo desean tu felicidad.
-A tus ministros les importo yo un pepino.
-Mis ministros hacen votos por tu felicidad.
-¡Ordeno que hagan botas para los descalzos!
-Ay, hija, estás envenenada... ¿qué peligrosa literatura has leído? ¿Qué tienes
tú, mocosa, que decir de mis ministros?
-Digo, que cómo van a desear mi dicha, si han sido ellos los que arreglaron mi
boda con un desconocido... ¿Y cómo tú, oh venerable padre, puedes consentir tal
felonía?
-Las bodas de las princesas con príncipes desconocidos se vienen sucediendo
desde que el mundo es mundo...
-Pues ya puedes dar orden de que ese príncipe no se ponga delante de mí,
porque le dejo kao con el judo.
-¡Princesa!
-¡Ni princesa ni porra! No se celebrará la boda mientras le quede un latido a
mi corazón. Aunque tenga que luchar... presiento un ejército que ha de
seguirme... Aunque tenga que...
-¡Princesa... pareces un príncipe!
-¡Cuidado con lo que dices, oh Emperador, mi padre! Aquí, tu hija la princesa
Ka-chi-sol, sólo se casará con el que la guste. Con quien diga mi corazón, que es
el que entiende... Me casaré con el que me agrade, aunque tenga que trabajar en
los arrozales.
-¿Pero, hija? ¡Por Buda! ¡Quién dirá que llevas sangre del Gran Kanitiho!
Hablas igual que una vendedora de frutos: «Me casaré con el que me guste»...
¿A ti te parece bonito?
-Sí.
-¡Qué barbaridad! ¡Qué sufrimiento interior y exterior con lágrimas a la calle
sacude a tu anciano progenitor! ¡Si alguien nos ha escuchado! ¡Qué atrocidad oír
eso de boca de una Princesa Kanitha! ¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad! -repetía
su egregio padre, sólo que en chino-. Esta niña me ha salido demasiado
moderna...
Todo estaba engalanado. Ricos tapices y antiguas alfombras colgaban de las
almenas... El pueblo se agrupaba en las puertas de la ciudad. Esperaban la llegada
del príncipe Chim-bun-bú. Y parece ser que se estaba retrasando algo.
En su tribuna, el Emperador Gran Kal-vin recibía con sonrisa los aplausos de
la multitud. Miró hacia su derecha y comprobó que la princesa Ka-chi-sol había
desaparecido.
Tuvo que seguir recibiendo aplausos pero ahora la sonrisa era fingida.
Ka-chi-sol mientras, sola, de incógnito, paseaba por el campo más allá de los
cerezos... Bruscamente salió de sus horribles pensamientos. Algo oyó a su
espalda.
50
Un extraño pájaro plegó sus alas y se convirtió en lujoso coche. De su cabina
surgió una voz:
-Señorita, por favor, ¿quiere indicarme... las puertas de la ciudad?
-Allí están.
-Es usted muy bella.
-Sí, eso dicen -contestó con sequedad.
-Está usted enfadada. Pues fíjese yo vengo de un humor de mil diablos... Saltó
del extraño artefacto.
Era un hermoso oriental, alto, fuerte, interesante.
-¿Ha tenido un aterrizaje forzoso?
-Y tan forzoso... La vida es complicada, jovencita.
-¿Y a mí qué? Le ruego despeje, se aleje y me deje.
-¡Qué belleza de extranjera!
-Yo no soy extranjera, abra usted el quitasol.
-Lo que ordenes, maja.
-¿Es usted de Cachemira?
-No, soy de China.
-¿De China? Pues... como se caiga se rompe…
51
-Muy ingeniosa; así me gusta, que se vaya animando su rostro. Paseemos. La
invito a olvidar nuestras propias tragedias viendo danzar a los cisnes en el lago,
viendo volar a los patos salvajes, viendo abrirse la flor de loto y extender sus
brazos al nenúfar...
-Siga hablando, por favor, siga diciendo esas cosas tan chuscas.
-¡Cuánto mejor estar libre que prisionero! ¡Cuánto mejor caminar que ir en el
autobús! ¡Cuánto mejor la Naturaleza que el castillo!
-¿El castillo?... ¿Tú quién eres?
-Soy un príncipe...
Ka-chi-so1 tuvo un presentimiento... Saltó hacia él con los brazos abiertos y
se colgó de su cuello pataleando de felicidad.
-¿Cómo has venido sin tu séquito, solo y en una avioneta?
-El progreso, chata, el progreso.
El recién llegado bizqueaba. No salía de su asombro, miraba y miraba,
atónito, la belleza y la gracia de 1a chinita, hasta que por fin, lleno de
júbilo, gritó:
-¡Ka-chi-sol!
Ella no pudo decir más que:
-¡Chim-bun-bú!
Y me parece que se besaron.
52
53
ÍNDICE
Introito (Julio Tamayo)…………………………………….……………………..3
El Rastro…..….…………..………….….………………………………………..5
Sergio Diusky……..….…....………………..………..…………………………..9
El final de Marauña….......…..……………………..…..………………….……15
En primera página………....…………………………….……………………....19
Banco del Retiro……………………………………………….……………..…25
Illescas…………….…………………………………………………………….29
Tarde pesca……………………………..…………….………………………....33
Nemesio Oreja (El falsificador)…………….……………………………...……37
La herencia…………….……………...…………..…..……………..……….….43
El príncipe Chim-Bun-Bú……………………….………………………….…...47
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Gloria Fuertes, una de las más destacadas poetas de la Generación de los 50

  • 1.
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO En España o nos pasamos o no llegamos, no hay término medio, y ni tanto ni tan calvo, ni Gloria Fuertes es la grandísima poeta que ahora nos tratan de vender, de imponer, ni desde luego es una mediocre, es una de las más destacadas poetas de la Generación de los 50. Su obra infantil, la más conocida, leída, reeditada, se hace de difícil digestión para mentes adultas, no soporto las rimas, ni en poesía ni en música ni en nada. Su obra para adultos, la más brillante, sin tener un libro de poesía redondo, fuera de categoría, solo chispazos de genialidad, para qué más, España es el paraíso del fragmento, a pesar del boom de los últimos años coincidiendo con su centenario, sigue sin ser respetada por la crítica, ni por sus colegas. El habitual ataque de cuernos de escritores y poetas cuando de repente un creador se convierte en popular, en leído, a mayores siendo mujer y lesbiana. Su faceta como prosista, cuentista, es si cabe todavía menos conocida y respetada a pesar de que en su conjunto es donde muestra su talento, su genialidad, su entrañable humor, humanidad, de manera más regular, continua, exceptuando la mayoría de cuentos para «Flechas y Pelayos» (he incluido algunos en el apéndice) de los 40 que pecan de exceso de moralismo.
  • 4. 4 Su fundación Torremozas editó hace unos años, en 2006, «una pequeña selección» (así reza en el prólogo, y no se ajusta a la verdad, solo escribió unos pocos más, y no siempre semanalmente, sino de manera muy irregular, podían transcurrir varios meses entre cuento y cuento) de sus cuentos, 10, publicados en la revista juvenil «Chicas» (La revista de los 17 años) entre 1951 y 1954, o entre 1953 y 1955, los dos datos contradictorios aparecen en el mismo libro, la realidad entre 1952 y 1954, bajo el título de «El rastro». Un pequeño aperitivo, vendido como una especie de milagroso rescate, cuando no era tal, que te deja con ganas de mucho más. Un más imposible de saciarse, el intento no tuvo continuación hasta la fecha, no debió de tener mucho éxito, la primera edición sigue disponible. Rescate era, nunca habían sido publicados en forma de libro, pero no milagroso, se sabía de su existencia, no habían desaparecido, ni estaban ocultos en un lúgubre archivo, la revista «Chicas» puede ser consultada en algunas bibliotecas, o adquirida de segunda mano a un precio razonable. Lo ideal es que la antología subjetiva, y desordenada, no respeta el orden de publicación, de la Presidenta de la Fundación hubiera sido un «Cuentos completos», supongo que las limitaciones editoriales no permitían un proyecto tan ambicioso, y como Gloria Fuertes merece ese esfuerzo, y muchos más, pues con este PDF de “El rastro” con las ilustraciones originales y “Cuentos incompletos” espero haber rellenado ese vacío, o al menos haber realizado un primer paso para su realización definitiva (no puedo afirmar tajantemente que estén todos los cuentos publicados en «Chicas», se me puede haber pasado alguno, y desconozco si escribió más para otras publicaciones semanales juveniles, lo que hizo para «Maravillas» (apéndice femenino de «Flechas y Pelayos») son más bien fábulas infantiles y tebeos). Si desconocéis esta faceta de Gloria Fuertes os va a fascinar, esa mezcla tan suya de ternura infantil, de surrealismo blanco, de chulería castiza, de costumbrismo existencialista, de retranca, está presente en todos sus cuentos, con el añadido de un fuerte componente de crítica social y de feminismo sin disimulos, y eso que hablamos de los años 50, de una dictadura, y de una revista de corte tradicional, doctrinario. Conservadurismo, ñoñería, que Gloria Fuertes se pasa por el forro, de sus papeles. Que los disfruten. Julio Tamayo
  • 5. 5 Al joven que os presento ya le habían dado tres avisos. Al parecer, se iba a quedar solo en la plaza de la vida. La verdad es que no comprendía el porqué le sucedía todo aquello. Tenía los suficientes glóbulos rojos para no perecer. De pulmones estaba estupendo, tan sólo el corazón, que en vez de decir tic-tac, tic-tac, decía: «Maripili-Maripili». A pesar de todo esto, no contaba más que veinticuatro años y estaba desahuciado. La portera le dio la noticia. -¿Por qué me echan «señá» Paula? ¿Por qué? -Porque no paga usted, don Ceferino, porque no paga. Ya lleva usted así su medio año. Es el tercer aviso... -¿Y usted cree que eso es motivo? ¡Echar a un hombre como un castillo al arroyo, por eso, por no pagar, por no poder pagar! ¿Y por qué no pago, doña Paula? -¡Ah, eso lo sabrá usted! -Y usted también lo sabe. ¿Pero no ve que no gano ni para mal comer? ¡Ay! ¡Echarme de esta maravillosa guardilla, infecto cuchitril de cien pesetas! ¡Oh mi celda cubierta por el polvo! ¡Sin agua, sin pasillo, con moscas y goteras! ¡Guardilla de mi vida! ¡Asilo de los gatos más pobres del distrito! ¡Oh mi cara guardilla! -No se excite, don Ceferino, no se excite... -Doña Paula, es usted la portera más humana y menos cotilla del mundo. ¡Ayúdeme, Hada Churretes, que me den otra prórroga!
  • 6. 6 A un lado, a otro y por el centro, se extienden las filas de puestos extraños, con sus tenderetes de topa usada, violines viejos y cascabeles oxidados. Sus dueños, sabios mercaderes, algunos con más gracia que ganas de vender, ofrecen sus antiguallas llenas de historia por un pequeño puñado de pesetas. Interesantes tipos pasean, compran, cambian; algunos llevan la antigua y castiza gorra de visera y el blanco pañuelo de seda al cuello... Los pregones son célebres y los «slogan» curiosos. Hay un hombre, el de los libros viejos, pequeño y seco, como un pergamino más, que canta con voz ronca perfumada de aguardiente: -¡Tengo incunables! ¡Hornillos eléctricos, brocados, bombillas! Discos de Beethoven, botones a diez. Tengo lamparitas de todos los precios. Ropa usada vendo; en buen uso ropa. Trajes de torero, objetos de nácar, miniaturas, pieles, libros y abanicos... Una vieja gorda grita a su lado: -¡Braseros, navajas, morteros, pinturas! -Pienso para pájaros -decía un mocito. -Piedras «pa» mechero -cantaba otro después. Estaba muy animado El Rastro madrileño aquella mañana de primavera. Había recorrido casi todos los sitios buscando un soplillo del siglo XVI, cuando me sorprendió un puesto pequeñito. Sobre una alta mesa desvencijada se veían unos papeles sujetos con piedras para que no se los llevase el viento. Ante el extraño mostrador, un joven largo, chupado y mal vestido, fumaba en una pipa. Me acerqué y no vi nada. Allí no tenía nada; insistí mirando su nada.
  • 7. 7 -¿Quiere algo, señorita? -me dijo. -¿Qué hace? -Vendo. -¿Qué vende? -Vendo versos. Sonetos, a peseta, y romances baratos. ¡Aleluyas, a diez! Vendo versos. Liquido poesía. Se reciben encargos. Para bodas, bautizos, peticiones de mano, ¡aleluyas a diez! Esta era la letra de su largo pregón. -¿Versos de risa? -preguntó una paleta. -No, señora; no me quedan; pero se los hago en seguida. El joven largo chupó su lápiz de tinta y se puso a escribir en renglones cortos a una velocidad supersónica. -Aquí tiene, señora, el romance de «El enano y la gorda», es de mucha risa. -¿Cuánto vale? -La voluntad, siempre la voluntad.
  • 8. 8 La paleta creo que le dio diez reales. El joven delgado se los echó al bolsillo y guardó silencio. Como estuvo un rato sin pregonar su mercancía se fue marchando la gente del corrillo. Quedé sola con él. -¡No se vayan¡! Liquido poesía; llévense este soneto que aún no me estrené. -¿Cuál es su nombre? -me dio por preguntarle. -Ceferino Mendiguti. -No tiene nombre de Poeta. -No hay que tener el nombre hay que tener la sangre. -¿Su profesión? -¿Cree que si yo tuviera alguna profesión, tendría este cuello tan delgadito, esta pinta, estas lanas... y esta soledad interior? Hace que no me echo nada al estómago cuarenta y ocho horas. -¿Así que no tiene oficio? -Ni beneficio. Para mi desgracia, nací así. -¿Cómo? -Poeta. -Eso no es una desgracia, sino que es una suerte. -¿Es una suerte no saber hacer más que versos? ¿Cree usted que según está la vida, se puede resolver algo con escribir versos? -Pues puede que sí. -Permita que me admire; es usted muy optimista... ¡Sonetos, a peseta, y romances baratos! Su voz salía espesa, pero triste, angustiosa. Daba pena oírle eso de: «¡Aleluyas, a diez!» -¡Bueno! Antes de irme, ¿tiene la bondad de leerme alguna poesía de las que vende? El joven largo me leyó una cuartilla. Yo no me lo esperaba así. Al terminar la lectura mis ojos tenían dos lágrimas y su bolsillo dos duros. Le compré el «Poema del gato» y le ayudé a quitar el puesto. Guardó sus pliegos en una vieja carpeta, dobló las patitas de la mesa, que era plegable, y mudos y pensativos nos fuimos hacia Cascorro. Quedamos amigos, le di mi teléfono y él me dio una pena espantosa. De pronto se paró y miró al cielo. -Allí vivo -y señaló una guardilla. Luego miró al suelo y vio sus muebles en la acera. -Allí vivía -añadió. -¿Qué es esto? -Un desahucio, el mío. El casero es un buen hombre, pero no ha tenido paciencia. En medio de la calle se sentó en su mecedora de mimbre y se puso a tomar el sol, mirándome, mirándome, mientras yo me perdía, a lo lejos con un nudo en la garganta y un poema en la mano.
  • 9. 9 La verdad es que nunca he cogido una pluma en mis manos, a no ser las plumas de las pobres gallinas que pelaban 1os sábados en la Granja del Tío Cañas. Pero Elena, la mejor del conjunto, me dilo muchas veces que con los libros hubiera llegado muy lejos; y a mí no hay quien me quite que como se llega es con un buen coche de esos que traen los pudientes de América. Y volviendo a lo que venía, sólo quiero ahora entretenerme en recordar algunos episodios de mi corta vida, porque cuando esto leáis yo ya estaré sabe Dios cómo y dónde. Fui huérfana de nacimiento de madre y padre, pues mi madre murió antes de nacer yo y mi padre, como tantos otros, había desaparecido en la Guerra de Cuba. Me recogieron en casa del peluquero y me criaron junto con sus cinco vástagos, y, a fuerza de sarampiones, difterias y tosferinas, conseguí esa endeblez y canijería que me acompañó durante mi breve juventud. La verdad es que, quitando la carita, yo no valía ni lo que costó bautizarme. Como salí espabilada, los peluqueros dijeron: ¡Menos mal! Y yo no tenía aún seis años cumplidos cuando me llevaron a la labranza y allí me hacían trabajar de sol a luna, igual que a la «Careta», una mujer muy maja con la que tuve bastante amistad, debido a que trillaba con ella y las dos al mismo tiempo sudábamos bajo el sol de julio o tiritábamos en las mañanitas de marzo, que no sé qué era peor.
  • 10. 10 Cuando no había faena en el campo, me mandaban con las ovejas a los montes, y sólo entonces me encontraba a gusto. En los primeros años de mi vida llevaba la ropa muy grande, y a partir de los diez años muy pequeña, debido a que crecí como una espindarga y siempre heredaba la ropa de mis hermanastras. Los peluqueros me hacían llamarles tíos, y, la verdad, es que a ella se lo llamaba de muy buena gana, pues resultó ser una tía avarienta e inhumana, y hasta que no me escapé de su «desinteresada» protección no paré. De allí con mis diez años y más larga que una vela, me fui a servir en «ca» el tío Cañas, que era mucho más rico que el alcalde y tenía negocio de pollitos, por lo que fui feliz correteando por su extensa granja, y bailaba descalza sobre el verde, echando el alimento a miles de aves. Aún me acuerdo mucho de Marcela, la esposa del tío Cañas. Era muy beata, pero tan buena persona, que con gran paciencia me enseñó, durante medio año, las veintinueve letras, sólo con el fin de que hiciese la primera Comunión, el 24 de mayo, día de San Silvano. Lo que no se me olvida es cómo me pusieron para dicho acto entre la Marcela y otras vecinas -aunque es cierto que no me faltaba un detalle-. Sin que nadie me 1o dijera, me bañé en la presa y lavé mis cabellos en un cubo con espuma de polvos de jabón. Fui de blanco, el vestido era de organdí, y aunque me estaba algo corto, con el velo de gasa por encima hacía muy fino; llevé también cofia, me la hizo el ama del cura, toda ella cuajada de flores. Lo que desentonaban eran las medias negras, que tuve que ponerme a falta de otras -yo hubiera preferido ir descalza como la Virgen, pero nadie lo quiso-.
  • 11. 11 Empeñóse la Marcela en hacerme tirabuzones como a las niñas de la capital, y tras gastar paciencia consiguió hacer con mi laso pelo seis especie de salchichas, que antes de entrar a la capilla se convirtieron en lacias guedejas. Pero el Niño Jesús no dejó por eso de entrar en mi corazón. Todavía cuando me ahoga la tristeza, miro el retrato de mi primera Comunión, y es lo único que estira mis labios en tenue sonrisa. Tampoco debo dejar sin decir que al ir a comulgar sentí que me temblaban las piernas. Y al poco tiempo experimenté una emoción tan agradable e intensa como jamás he vuelto a sentir después en mi extraña vida. La culpa de todo la tuvo la fiesta del pueblo. Aquellos días, en vez de ir al «Salón» con las otras mozas a buscar acompañante, me pasaba las tardes bailando sola al son del tamboril, bandurria y castañuelas en el valle de los álamos. ¡Cómo me gustaba alzar los brazos y saltar al aire! No había en cien kilómetros a la redonda otra chica que bailara la rondeña como yo. Y lo bueno de la cosa es que nadie me enseñó a bailar. Mejor dicho, miento; durante la noche al dormir, soñaba que una sombra me decía: -Esas piernas más tensas, ese salto más suave, esos brazos más altos; así, como los míos. ¡Qué importaba que yo fuese pobre si en sueños me mandaban un profesor de danza, si yo iba a ver el mundo y a dejar las ovejas! Entonces empezaron las malas lenguas a decir que en las fiestas me iba al lado de los hombres y es que allí, donde la bolera, se sentaba Simón el tamboril y Juanito Pintamonas, el de las castañuelas, y yo bailaba para mí y ellos me miraban boquiabiertos. Empecé esto diciendo que la culpa la tuvo la fiesta del pueblo, porque la señora maestra -para lucirse ante el alcalde- organizó un festival en el que los chicos de la escuela representaban Hamlet -que por cierto salió hecho una birria y no lo entendimos nadie- y después el Higinio cantó «Fiel espada triunfadora», y, como número final, yo bailé al son del tamboril descalza sobre la hierba, sacándome de mi cabeza -mejor aún, de mi corazón- pasos, giros, movimientos y saltos, consiguiendo lo que ahora llamaría una magnífica e inspirada improvisación. Bajaron los pájaros a rodearme, y cuando las flores prendidas en mi pelo saltaron por el aire, mis cabellos cayeron en cascada sobre el rostro y creo que terminé con la cara roja y llena de llanto, un hombro desnudo y los pies heridos. Todo esto sin yo darme cuenta, porque me lo dijo después Juanito el Pintamonas, besándome las manos por la palma, que yo no sé quién pudo enseñar a Juanito tantas finezas, ya que era porquero e hijo de porquero, y en el campo aprendió a tocar mejor que Lola Flores las castañuelas. Cuando terminé mi baile, creo que todas las manos cuadradas del pueblo entero aplaudían a lo bruto hasta asustar a los canes que ladraban nerviosos alrededor del corro…
  • 12. 12 Sólo permanecieron quietas las garras de tres lechuzas -que nunca faltan ni en los pueblos ni en ciudades-, y éstas, Paula, Isabel y Eudosia, que no se me olvidan sus nombres ni aun después de muerta, fueron las lenguas que al viento decían: -¡Qué loca! -¡Qué poca vergüenza! -¡Talmente parecía una cupletista de verdad! Ciega por el llanto, salí corriendo dehesa adelante hasta llegar al camino, y al cruzar la carretera oí un ruido seco, sentí un golpe seco y... No oí más; pero nuevas voces y en nuevo idioma seguían sonando sólo para mis oídos, mientras mi cuerpo aún permanecía extendido ante las ruedas delanteras de un coche. -Eres hermosa y muy joven: ¡No puedes irte todavía! Dios te ha puesto en mis brazos para que vivas. Abrí los ojos y miré al cielo; él me los vio azules. Me echó sobre el asiento y sentóse al volante para que apoyase mi cabeza sobre su hombro. Puso el coche en marcha. Atrás quedaba el pueblo. Enseguida volví a perder el sentido. La clínica era más grande que el Ayuntamiento de Espinoso. Yo miraba el techo blanco, el suelo blanco, el color de las paredes, blanco; la cama, la colcha todo blanco. En esto entró él; me pareció también blanco; por eso me invadía una paz extraña, y aquella primera aventura de mi vida me producía una agradable sensación. El hombre del coche hablaba un idioma -como he dicho antes- desconocido para mí; pero yo me enteraba de lo que transmitía su maravillosa voz, no porque lo entendiera, sino porque lo sentía. Más tarde balbuceaba ya algo en castellano, y lo primero que me chocó fue que me dijo muy convencido: -Tú eres un genio. Yo creí que se refería a que me veía como un genio del bosque, de esos de los cuentos, pero no. El extranjero me vio bailar en la romería, y cuando terminé y huí campo a través, salió a mi encuentro, acortando por la carretera y yo, atolondrada, me eché bajo las ruedas de su coche. Más me hubiera valido no conocer el opio del teatro, la música de Mozart, las playas de Sicilia... Sergio -ya era hora de que escribiera su nombre- era un polaco del ballet ruso, y yo no tardé ni cinco sesiones en asimilar su técnica, y al unirla a mi temperamento nació este arte que me ahoga y levanta multitudes que dicen que he llegado a bailar como los propios ángeles. Quince años tenía cuando lo de la romería y el accidente. Han pasado otros quince -mucho más deprisa que aquéllos- no sé si peores o mejores. Si lo sumo, resulta: que he viajado por todo este planeta, he tenido aplausos y vítores en todos los idiomas y he dado a ganar al polaco una gran fortuna.
  • 13. 13 Desesperé a más de un periodista al no querer decirle nada de mi vida y costumbres. El caso es que mi autobiografía no ocuparía más de dos renglones: «Permanezco soltera». No he tenido más ilusión que la danza, ni más amor que uno. Treinta años no es nada, pero yo estoy tan vieja... Ayer supe que Sergio, en el Colegio de Huérfanos de Milán, ha descubierto una nueva «estrella» que debutará en nuestra compañía... Y ya llegó la hora de presentarme: Soy Carmen Torres, española, la gran bailarina mundial, que murió anoche en la Ópera de París durante la «Danza de la Rosa».
  • 14. 14
  • 15. 15 Marauña había recibido una cornada mortal y llamaron al cura para administrarle los últimos auxilios. Marauña era un mozo en la flor de su vida, un mozo monumental, con unos anchos ladrillos al final de las piernas, que en las personas vulgares se denominan pies. Su cara era un rústico edificio muy simpático con dos ventanucos oscuros que parecían ojos allá en lo alto de la frente y casi donde empezaba a crecerle el pelo. El rostro ahora estaba transformado por un revoco amarillo y un gesto de dolor.
  • 16. 16 Su madre, la feroz Marauña que no tenía miedo ni a los rayos, se recogía suspirando en una silla baja, al lado de la cama. -¿Quietes un bizcocho? El hijo lanzó un gruñido negativo y torció la cabeza de dolor, haciendo sonar las vértebras del cuello. -Pues deberías tomar un bizcocho. -¡Ay madre, qué cazurra es usted! ¿Y por qué he de tomar un bizcocho en la hora de mi muerte? En esto entró el cura, muy viejecito, seguido de una vieja, y dirigiéndose a la cama comenzó a ondular los brazos prodigando bendiciones. Después de sus latines le dijo en castellano: -Hijo mío, mueres como un valiente, que es cosa que a la Virgen de la Linterna le place como ninguna otra. Alégrate, pues dentro de poco ella te recibirá rodeada de sus santos y esta tarde merendarás en el paraíso. Marauña haciendo un esfuerzo se acordó de las oraciones que le enseñara su madre de pequeño y dijo: «La Virgen de la Linterna es mi reina y a su servicio me pongo desde ahora...» Santígüeme, padre cura, que me voy a todo correr de esta vida. -Pues un encargo te doy: dile a Nuestra Señora que ruegue por nosotros -dijo el curita viejo. La madre estalló en sollozos derrumbándose bajo la cama, curvándose y empequeñeciéndose de un modo asombroso. La otra vieja vino a levantarla, inútilmente, pues la madre se debatía aferrada a la pata de hierro. Cuando Marauña ya se quedo quieto y empezaba a morirse tranquilo, llegó la ambulancia de la capital. Un par de mozos cogieron el corneado cuerpo de Marauña y lleváronle por los aires hasta la camilla del coche. Cuando ya tenía un pie levantado para pisar el otro mundo, le pusieron cuarenta banderillas, le aplicaron la careta de cloroformo, le abrieron aún más la herida y le cosieron, lo que tenía roto por dentro. Malauña iba por el aire sobre una vaca con alas. A todas las vacas de su establo les habían nacido alas. Aterrizó en un prado de hierba de seda, frente a unas columnas colosales, que eran nada menos que el Templo de Júpiter. Allí encontró a Filomena con la que estaba en relaciones, que en vez de ser la hija del alcalde de su pueblo, era hermana del mismo Emperador Olimpiodoro. El tosco Marauña -que ahora olía a laurel debido a su corona-, con sus hombros cuadrados, sus orejas desprendidas, sus ojillos de elefante y sus anchurosos pies como ríos con cinco afluentes, había ido a parar, después de la cornada a la mismísima Grecia, y vestido de túnica y clámide, escuchaba las odas que al son de la lira y de la Filomena, ésta le enjaretaba: ...«¿Acaso no eres tú, oh sapientísimo, el hoplita más majo de mi Atenas? ¿Acaso, oh mi señor, no has visto al céfiro soplar en nuestras venas?» Marauña se dormía, aburrido, contó sus dracmas y se metió en un gimnasio de barrio.
  • 17. 17 Pero no todo se deslizó plácido en la nueva vida de Marauña. Tuvo la mala suerte de que le pillara la guerra entre Atenas y Esparta y vióse bajo el molestísimo casco y pesada coraza, armado de escudo, espada y machete. Así se le llevaron a la lucha. No era como ahora, que el soldado la mayor parte del tiempo está quieto escondido en su trinchera y el fusil ametrallador hace todo. Tristemente en la guerra -por entonces- se trabajaba mucho, machetazo que te doy, garrotazo que te pego, acababan cayéndose sin poderse mover; agujetas en ambos brazos, en ambos hombros y en ambas piernas. Y siempre cuerpo a cuerpo, con la cabeza medio abierta, que era el lugar del cuerpo con el que se paraban todos los golpes. Allí le dieron un buen premio, porque por poco no mata a un tal Neferites que era egipcio el hombre y estaba en contra. Asco me da tener que haber contado este pasaje y asco le dio a Marauña todo aquello. Harto de ello estaba de pasar calamidades y de perder peso y sangre en aquella idiota guerra. Hasta que un día Marauña se escapó del campo de batalla, llegó hasta la ciudad y se puso a gritar en medio de la Plaza, a los pies de la Asamblea:
  • 18. 18 -¡Basta ya de machetazos, por Zeus! ¡Yo soy torero! ¡Lo mío es torear! ¡He toreado en la plaza de Vista Alegre, que fue donde perdí de vista a mi verdadera Filomena la del Floro, la que olía a cebolla, y no esta cursi que me persigue y mata a verso limpio! ¡Ay! ¿Dónde está el tío Nemesio, que era mi apoderao? Ante las miradas atónitas que le dirigían los atenienses, decía, dándose con los puños sobre el hierro de su coraza: ¡Yo soy torero! Se amotinó el pueblo. Para que no le pisaran los curiosos, subiéronle por las gradas de un edificio y llamaron a Espeusipo el galeno. Comenzó a extenderse la noticia de que el héroe Marauña, había perdido en la guerra la razón. Lo que perdió fue el poco conocimiento que tenía pues el galeno Espeusipo le dio a beber jugo de unas hierbas (un jugo de yedras) que treparon por su sangre velozmente hasta subírsele al cerebro, y el mozo quedóse inmóvil y comenzó a hablar con Morfeo. Cuando despertó y preguntó que si se había terminado la guerra y le dijeron que aún se luchaba en algunos puntos coreanos, él insistió en preguntar por su amigo Nepote y por el general Laercio. Los del Sanatorio de Toreros llamaron al médico de guardia, y éste, que era un lince, notificó que el diestro estaba como una cabra. Como pasaron meses y meses y no se le arreglaba aquello de la antigua Grecia, le enviaron a convalecer a cierta casa de Ciempozuelos, donde terminó sus días felizmente, toreando a los perros del hortelano, y a todas las personas que encontraba por los pasillos.
  • 19. 19 Llegamos al distinguido colegio de niñas a la hora del recreo. Se está jugando un partido de baloncesto. Más allá, unas cuantas pegan palos a lo loco a una pelota de «hockey». Las más pequeñas saltan a la comba. Bajo los árboles hay un corrillo, presidido por Sor Paula, donde las pelotilleras juegan con la profesora al parchís. Me acerco a uno de los muchos grupos de chicas que no juegan a nada y prefieren, entre todos, el agradable deporte de la plácida conversación. Son tres, dos morenas y una castaña, y entre todas no tienen medio siglo. -¿Pero es de verdad que tienes novio, Finita? -Anda, ¿y por qué no? Y un chico bien finito… es aviador. -Te veo en globo. -Tú también vas los domingos con un rubio… Te vio mi hermano en un cine de la Gran Vía. -Sí, salgo con José Pepe -afirmó Menchu-. No hay nada formal; quien me gusta es Rodolfo Cano, pero está en Marín... Es marino, viste de azul marino y el color de sus ojos también es azul marino. -¡Huy, chica, qué original! -exclamó Paripí- ¡Qué suerte tenéis!... Yo tengo que conformarme con mi primo Quinito, que es más sosote con eso de que estudia veterinaria no me habla más que de los nombres de los peces y de las enfermedades de los gatos. -Pues sí, vaya un plan. No lo dirás en serio. -La pura verdad. -¿Y por qué sales con tu primo, si, además de primo, es tonto? -Porque siempre está en casa. Vive en otro hotel de la misma colonia, y mamá le quiere mucho... ¡como es huérfano! Os advierto que es un primo muy lejano, primo cuarto o primo quinto lo menos, tiene un coche así de largo, eso sí... en casa no les importa que salga con él; al revés, tía Luisa me anima.
  • 20. 20 -¡Qué cosas! Finita, Menchu y Paripí se fijaron en la romántica silueta de Clarita, que, apoyada en el tronco de un castaño loco dejaba volar su también loco pensamiento. -Acércate, Clarita. ¿Qué haces ahí sola? No seas tan ogro, niña; estás siempre en las nubes. Y Clarita, como un autómata, se acercó a sus compañeras, contoneándose lánguidamente al andar, y alzando la cela derecha sonrió a lo Gioconda. -Estamos hablando de novios -le explicó Menchu en voz muy baja. -Todas tenemos amor ya, ¿sabes? ¡Es estupendo! El de Finita es aviador; el mío, marino y el de Paripí, veterinario... Eso es lo que tú necesitas. -¿El qué necesito yo? ¿Un veterinario? -No, mujer, un chico; un chico que te coja las manos y te mire a los ojos. Y te llame ricura y te invite a bombones... ¿no sabes? -Tiene razón ésta; en cuanto te enamoras, se te quitará esa languidez... -Esa languidez la tengo, precisamente, porque estoy enamorada. -¡Clara! -¡Clara! -Sí, queridas, sí; estoy enamorada, ésa es la palabra locamente, como se debe estar cuando se está... Aunque consciente de ello, vivo una tortura, a pesar de ser correspondida con pasión. -¡Clara! -¡Clara! -¡Clara! -dijeron las tres amigas, boquiabiertas, ojiabiertas, acorralando a Clarita para que las contara con más detalle la nueva noticia. -Quién iba a decirnos que tú, tan feúcha -perdona-, quiero decir tan despreocupada de tu cara y de tu pelo, y con esos manfernales que llevas por abrigo... despertases ese volcánico amor. ¡Cuenta, por favor, Clarita! ¿Quién es é1? ¿Le conocemos? -No. Es mayor que yo. -¡Huy, mayor! ¡Qué ilusión! ¡Qué estupendo! -¿Tiene canas? -preguntó Finita toda entusiasmada. -Tanto como canas, no; de lo único que tiene canas es de besarme. -¡Clara! -¡Clara! -¡Clara! ¡Ay Clara, qué clara eres! ¡Es terrible! -añadió la mojigata de Paripí. -¡Qué va! ¡Es formidable! ¡Eres genial, Clarita! Cuenta, cuenta, ¿dónde le conociste? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y... ¿qué es tu novio?... Espera: ¿a que lo adivino? ¿A que es artista? ¡Poeta! ¡Seguramente es poeta!... ¿Qué es? -Mi novio es gánster. -¿Gánster? -¿Gánster?
  • 21. 21 -¿Es posible? -Sí, es posible; y es posible que huyamos el sábado hacia la frontera. -¡Pero Clara! -Es jefe de una banda de atracadores; cuando le conocí tenía amores con una vocalista; pero nada más verme, se enamoró de mí y la dejó plantada. Me ha regalado una pitillera de oro, un broche y una diadema... -¡Chisss! ¡Callaos, por favor, que viene Sor Paula! -avisó Menchu. -¡Vamos, vamos!... ¿No habéis oído la campana? Ya están todas las demás en vuestra clase; vamos. -¿La superiora del Colegio, por favor? -¿De parte de quién, señor? -preguntó la novicia. -Somos policías. -Esperen un momentito, tengan la bondad de sentarse. -¡Dios mío, Dios mío! ¡Policías! ¡Policías! ¿Qué querrán? Sor Pilar, expuesta a matarse, bajó de dos en dos las brillantes escaleras, enceradas y recorrió volando la galería. -Buenos días. ¡Ustedes dirán! Uno de los policías sacó un periódico, lo extendió parsimoniosamente y mostró a la monja la primera plana. -¿Conoce a esta chica? -¡Clara Téllez! -exclamó, sorprendida Sor Pilar. -¿Está usted segura de que la conoce? -No, no, eso no... -¿Cómo que no? Sor Pilar, la pobre, estaba muy asustada; contestaba sin saber lo que decía porque sus ojos se habían clavado en los grandes titulares del periódico.
  • 22. 22 -«Asalto a mano armada. El jefe de la banda tiene dieciocho años. Sólo se le encontró en los bolsillos esta fotografía de la que se sospecha sea su cómplice». -Mire hermana, estamos recorriendo todos los colegios de señoritas de la capital, ya que, como ve, la joven que buscamos lleva uniforme de colegiala. Sor Pilar callaba -Vamos, hermana, díganos lo que sepa. Sor Pilar callaba. -¿Esta joven está aún aquí, dentro del Colegio o ya no está con ustedes? -Perdone pero no sé de qué me está hablando. -Pero bueno, hermana, comprendo su impresión, su sorpresa, ustedes no tienen que ver nada ni culpa de nada; pero vamos a ver si nos entendemos y nos presta usted su ayuda. Hace unos momentos cuando le enseñamos la fotografía de esta chica, dijo usted ¡Clara Téllez! ¿Está aquí interna esta señorita? -Sí, sí, señor; efectivamente, aquí tenemos una chica que se llama Clara Téllez y que se parece algo a ese retrato del periódico; pero, vamos, no puede ser que sea la que ustedes buscan, porque esta señorita es de muy buena familia y no sale del Colegio más que los domingos y la vienen a buscar sus padres en el coche; así que comprenderán... -No, no, nada... somos muy brutos, muy cabezotas e insistimos en no marcharnos de aquí sin llevarnos a Clara Téllez. -¡Ay, Dios mío! Pero ¿y dónde se la van a llevar ustedes? -A la cárcel, hermana, a la cárcel, donde debe estar; donde estará treinta años y un día. -¡Jesús! ¡Jesús! Y como me estaba temiendo, se desmayó la pobre de Sor Pilar que en su vida se había llevado tanto disgusto. Sor Paula sacó las sales y dijo a uno de los policías que si hacía el favor de tenérselas junto a la nariz de Sor Pilar que ella iba a buscar a la pájara. A los pocos segundos volvía Sor Paula acompañada de la niña. -¡Esta es Clara Téllez! Clara, estos señores son la poli. -Encantado, señorita -saludó un agente-; tengo e1 gusto de detenerla. Clara, no se hizo de rogar. -¡Mala suerte! -Fue lo único que exclamó e hizo un ruego-. ¿Me permiten antes de salir ir a dar un beso a mis amigas? -¡Vamos! -dijo el policía, acompañándola. Menchu, Finita y Paripí estaban en el dormitorio con todos los moños cogidos, dispuestas a meterse en la cama. -Adiós, chicas. Vengo a deciros adiós para siempre -dijo al entrar; el policía se coló también. -¿Qué dices, Clara? -Eso, lo que habéis oído. Voy a declarar. Han «pescao» a Manolo. ¡Mala suerte! Os escribiré desde la celda, si me dejan. Dadme un beso y nada de pucheros; no ser ñoñas.
  • 23. 23 Las tres amigas, con caras de tontas, besaron a Clara. Y fue tan rápida la sorpresa, que no las dio tiempo ni a llorar. Pero yo sé que ninguna de las tres durmieron en toda la noche. A las doce del día siguiente terminaba el interrogatorio. El jefe de Policía hizo a Clara la última pregunta. -¿Lee usted novelas policíacas? -Nunca -contestó, -¿Ve con frecuencia películas de gánsters? -Sí; sí, señor; eso, sí.
  • 24. 24 -Queda usted condenada a no volver a ver películas de ésas, en las que el protagonista es un ladrón simpático, guapote y buena persona. -Sí, señor; así lo haré. -Y ahora, señorita, perdone que la hayamos molestado. Vaya usted al Colegio. Y pórtese como es debido. -¿Y mi Manolo? -preguntó Clara con los ojos llenos de lágrimas. -¿Su Manolo? ¡Ah! ¿Manolo, el Muecas? A ése también le hemos mandado al colegio pero a otro Colegio, a otro Internado, donde no podrá leer novelas policíacas, ni tener malas compañías, ni colegialas que le dediquen fotos. Mientras Clara Téllez caminaba lentamente de nuevo hacia e1 colegio, iba pensando: -¡Pobre Manolo! ¡A Ocaña!... ¡Era demasiado bueno para vivir entre nosotros! ¡Era un incomprendidol ¡Qué mala suerte! ¡Si me hubiera hecho caso a mí! Ya le decía yo que para empezar, no asaltara el Banco; que empezase por la huevería primero, pero ¡era tan ambicioso! ¡Tan magnífico! ¡Tan majo!
  • 25. 25 Banco del Retiro Lupita ya tenía novio. Pero Lupita seguía saliendo todas las tardes con su amiga. Se citaban en la plaza, y allí se juntaban los tres. Lupita, Carolina y Emilio. ¡Qué simpática y graciosa era Lupita! Por el contrario, ¡qué tonta y graciosa Carolina! Emilio era muy majo. Tenía los pies grandes, los ojos pequeños, la voz microfónica y silbaba muy bien. La pava de Carolina no tenía término medio. Unas tardes se reía por todo y otras no se reía por nada. Después de comer se colocaba los tirabuzones, se los ataba con un lacito muy cursi, y así se encaminaba a casa de Lupe. Porque Carolina nunca se pintaba y jamás se quitó un solo pelo de sus cejas. La que se maquillaba a prueba de cine era Lupe. ¡Qué de tiempo perdía ante el espejo!... Las ondas, los ojos, la sombra, la crema, los polvos, el rimmel, el jugo de rosas, la pasta, e1 masaje, etc., etc. Y así estropeaba los diecisiete años que tenía su cara. Pero así era como le gustaba a Emilio, que se tenía por un chico muy original. Pasó el tiempo. La pareja de novios seguía viéndose y Carolina seguía acompañándoles con su cara lavada y sus rancios tirabuzones, que olían a vinagre no sé por qué. A primeros de mes iban a cines de la Gran Vía. A segundos de mes, a cines de barrio, t a finales de mes Emilio las llevaba a un banco del Retiro a comer pipas. Lupe contaba chistes. Emilio, bobadas. Y Carolina nunca decía nada. Algunas veces discutían Lupe y Emilio, como todos los novios, pero en seguida hacían las paces, mientras Carolina miraba a los pájaros. Una tarde, a la hora señalada, llegó Lupe a la cita. Le extrañó que no hubiera llegado ya Carolina, como de costumbre. Siguió esperando. Emilio tampoco llegaba. Paseaba nerviosa, sin poder explicarse lo que estaba sucediendo. Algunos transeúntes la miraban insistentemente, otros la preguntaban por una calle, y uno, muy castizo, la piropeó. -Tié usted una cara que parece un cuadro de Dalí. Todo esto la estaba poniendo de un humor de lebreles. Allí no aparecía nadie. Esperó media hora, una hora... Corrió a un teléfono, marcó el número de Emilio: no estaba en la pensión. Marcó el número de Carolina: estaba enferma.
  • 26. 26 Caminando con desgana se fue a su casa. Empezaba a llover. El agua despintaba su rostro. Sus ojos también llovían. Tardó mucho en dormirse y tuvo pesadillas. Soñó con tijeras, con sapos, con arañas. Lo primero que hizo al levantarse fue llamar a Emilio. Ya se había ido a la Facultad. Durante todo el día vivió pendiente del teléfono. ¡Y nada! Se empezaba a dar cuenta de que estaba enamorándose de Emilio. Sí; le quería bastante. ¿Y dónde estaba el tonto de1 chico que no la llamaba para darle sus excusas por el «plantón»? ¿Qué diablos sucedía? Por primera vez, sintióse tristona, sin apetito, sin ganas de rizarse las pestañas y venga a suspirar. Me duele hasta el decido, es trágico y terrible pero no volvió a saber más del chico. Llamaba a Carolina: nunca estaba en casa. Llamaba a Emilio: siempre estaba fuera. Lupe empezó a adelgazar. Tenía tipo y complejo de abandonada. Se encerraba en su habitación y le daba por tomar té y leer a Dostoievski. Hasta que un día se los encontró en la cola del autobús. -¡Infame! -¡Canalla! Y no siguió insultándoles porque le dio un patatús. Emilio, todo violento, se despidió de Carolina, llamó a un taxi, entró en él a Lupe, la llevó a su casa, llamó al timbre, la dejó encima del felpudo de la puerta y salió haciendo los cien metros lisos. Daba una docena de campanadas el reloj del Ayuntamiento, que no tenía torre, cuando Lupe, con cara de embalsamada, marcaba en el teléfono media docena de números... -Por favor, la señorita Carolina. -¿De parte de quién? -Dígale que de parte de la novia de su novio. Empezaba a amanecer el día siguiente cuando Lupe cruzándose con los serenos, que olían a luna y a vino, recorría las calles camino de casa de su amiga. Hacía un frío de Polo. Sin pedir permiso, cruzó el pasillo y se metió en la alcoba. -Sí, soy yo. Te he despertado, ¿verdad? ¡Me alegro! ¡Qué poca vergüenza tienes! ¡Moscamuerta! ¡Pavisosa! ¡Frescales! ¡Portapecas! ¡Quitanovios! ¡Caradura! ¿Tú eres mi amiga? ¡Tú qué vas a ser mi amiga! Tú eres una arpía, una serpiente sin cascabel, una seta venenosa, ¡lechuza! Debía de... -Pero bueno, ¿qué te sucede? Yo no he hecho nada -interrumpió Carolina con su lento hablar- yo no he hecho nada, ha sido él. Él ha sido el que se ha enamorado de mí. Yo no he hecho nada. Si, además, no me gusta. Es deportista, y no comprende a Juan Ramón Jiménez... Eres muy impulsiva, Lupe…
  • 27. 27 -¡Eres muy imbécil, Carolina! ¡Te odio! -No seas así, Lupe. Yo ¿qué culpa tengo de haberle gustado a tu novio? Ya ves tú, con lo fea que soy, y lo mal que me peino y lo poco que hablo. Yo ya se lo decía: «Mira, Emilio, que no podemos seguir así, que eso de casarnos nosotros no le va a gustar a tu novia; déjame en paz y vete a buscarla». Y nada, que no me hacía caso. -Sí, ¿eh? ¡Cuánto te gusta el cine! ¡Qué cínica eres!... Fíate de las amigas y de los novios... Diciendo esto, salió danzando, cerrando la puerta de golpe, como el caso requería. Con la primavera Lupe recibió una postal de Italia firmada por Carolina. Al poco rato sonó el teléfono. -¿…? -Ah, ¿eres tú? Pero chico, ¿no te has muerto? -No; me parece que no. -¡Qué lástima! -Estoy en el bar de la esquina, ¿puedes bajar? -Sí; puedo bajar, pero no quiero. -Eres una tonta... -Y tú un fresco. Y colgó e1 auricular. Inmediatamente volvió a sonar e1 timbre del teléfono y Lupe se apresuró a cogerlo, al parecer, roja de ira. -Diga. -¿Bajas o subo? -Si subes, bajas por el balcón. -Ya será algo menos, encanto... Te quiero... te quiero siempre, mi vida... -¿Estás loco? -No; estoy feliz. -Vuelves ahora porque te has quedado solo. -Vuelvo ahora porque veo claro. -Vuelves porque te aburres, y crees que aquí estoy yo con los brazos abiertos. -Claro que sí, mi vida; presiento tu perdón. -Y un garrotazo que te piensa dar mi padre, ¿no lo presientes?... Y colgó e1 teléfono. Lo colgó, pero salió corriendo hacia la puerta, bajó saltando los escalones y en un minuto se presentó en el bar ante Emilio. -He venido para traerte esto... -¿Y qué es eso? -preguntó Emilio, con los ojos mirándole la voz. -Tus cartas -contestó Lupe con la voz mirándole los ojos. -¡Tonta! -¡Quieto! -Te juro que no he dejado de quererte.
  • 28. 28 -¿Y me juras también que no has salido con la pavisosa? -Un día salí. El día que nos viste en la parada del autobús... ¡Eso era para pasar el rato!... -Y yo, ¿para qué soy? -Tú, para pasar la vida. -Sí, ¿eh? Muy bonito, muy romántico y muy cinematográfico. Y yo ahora caía en tus brazos y apoyaba la cabeza sobre tu pecho y tú me invitabas a un chato y a una ración de chicharrones. -¡Hala, claro que sí! ¡Como debe ser! Como me prometiste. Aquí traigo un documento firmado por ti, en el que dices: «Juro que, pase lo que pase, te querré siempre. Firmado: Lupe». -¿Yo? -¡Tú! -¡Anda, bueno; eso es una cursi carta mía del año catapún! -Lo que quieras; pero tú lo juraste. Se miraron a los ojos. Se cogieron las manos. Se contaron los dedos. Se echaron a reír. -Hoy entra la primavera. Estamos casi a finales de mes. ¿Volvemos a nuestro banco del Retiro? -Volvamos, Emilucho.
  • 29. 29 Cuando, camino de Toledo, paré en Illescas, sólo lo hice por preguntar por Eusebio Azcona, y no sé explicar lo contenta que me puse cuando en la tahona me dijeron que sí, que vivía junto al molino. Conocía sus versos, que tanto me impresionaban, y sentía verdadera necesidad por conocerle a él. De vez en cuando llegaban a la redacción sus sobres conteniendo mal copiadas poesías que a todos nos asombraban y que poco a poco íbamos publicando -sin abonar- en la página lírica de nuestra humilde revista. La verdad es que yo sostenía con él, de tarde en tarde, misteriosa correspondencia. Escondido e ignorado en aquel mágico pueblo castellano, vivía un gran artista; sin ninguna posibilidad para darse a conocer; oculto en la planicie de los trigos pasó su adolescencia Eusebio Azcona, que ni nombre siquiera tenía de poeta, pero sí el corazón.
  • 30. 30 A pesar de la ilusión y la prisa que tenía por conocerle, no pude pasar por el convento sin entrar veloz a besar con la mirada los exquisitos cuadros del Greco, de la Capilla. Cuando di con la casa, una vieja limpia, con cara de garbanzo, me mandó pasar; atravesé el portal, un pasillo y el patio. Y me planté en la cuadra. Allí estaba el poeta arreglando la mula. -¿Cómo estás, Azcona? Soy... ¿Me habría equivocado? Nadie nos presentó; pero yo le tendí mis dos manos, y más que hubiera tenido. Él se puso colorado, y en vez de estrechármelas, hundió las suyas en un cubo con agua, frotándoselas, nervioso. Se las secó con el mandil que llevaba y entonces me tendió una mano que aún permanecía larga y fina. Por la mano y la mirada me di cuenta que no me había equivocado. Estaba ante el poeta. -Bienvenida por esta tu casa. Perdona que te reciba así. Como no valgo para el campo, siempre estoy con los animales. Yo fruncí el ceño y él continuó. -Cuando termino mis tareas, allá para el atardecer, es cuando trabajo. Inconfundiblemente, se le veía un hombre de pueblo, pero sus ojos eran demasiado grandes y calaban. Nos sentamos en la sala y comenzamos a hablar Le dije que era maravilloso que viviera en ese ambiente de paz y silencio. Que allí sí que se podía escribir, y no en Madrid, donde ya no existe el silencio, a no ser que te lleven al Este. Para mis meditaciones me dijo que estaba bien el pueblo, pero que tampoco era feliz. Luego inició temas filosóficos y hablaba de una forma admirable. Tanto es así, que me olvidé de Toledo y salí a decir a la juventud que me esperaba en el coche, que se fueran, que me quedaba en Illescas. Tras un silencio, no sé por qué me dio por hacerle la siguiente pregunta: -¿Cómo no ejerces?... ¿Eres licenciado? -Soy analfabeto. -Analfabeto -repetí, pensando en por qué me gastaba esa broma con la cara tan seria. Y é1 continuó: -Sí amiga, sí; puedes decirlo en Madrid o silenciarlo; aún no sé escribir y empiezo a conocer las letras. Mis manos nunca han tenido libros. Se me debió de poner una cara muy rara y el asombro no me dejaba hablar de nuevo. Por fin, torpemente por cierto, continué: -Entonces..., los versos..., ¿de quién son? -¡Míos! -gritó. -Pues... ¿cómo? -Cuando me da, llamo a Rosa; ella escribe lo que yo invento. Así nacían los más prodigiosos poemas del momento actual. Rosa escribía muy mal lo que él decía muy bien. Entró Rosa con una jarrita de vino en la mano. El vino era fuerte y pastoso, vino castellano, que bebí gustosa.
  • 31. 31 Rosa era morena, menuda, pero llena de gracia también. Al verme, se quedó parada. -Rosa, esta señorita es una escritora de Madrid, que ha venido a verme. -Tanto gusto, señora -dijo, mirándome de arriba abajo, fisgándome cuanto llevaba en cara .Y cuerpo. -¿Y cuántos años hace que escribes, Azcona? -Escribo desde siempre -me contestó el analfabeto-. Cuando de chico empecé a ser pastor, ya me salían canciones para la Virgen; luego para la novia, y ahora, para toda la humanidad. -¿Y siempre iba Rosa contigo con su lápiz y su papel en la mano? -No; antes escribía en el aire con mi voz, y el viento se llevaba mis versos. Ahora... si no fuera por Rosa, igual. -Yo quisiera conocer algo de tu última obra antes de irme. -¿Oyes, Rosa? Trae la carpeta de cintas y léenos el poema de los peces. Después de oír la poesía que me elevó embriagada de verdadero arte me despedí de Rosa y del poeta, y ya en la carretera esperé en el bohío a que pasara el coche de línea que me dejara ante el Greco. Aquel día había conocido a un genio. Mi poeta desde entonces es Eusebio Azcona. Sus versos están llenos de imaginación, a la vez de ternura y a la vez de fuerza; son nuevos y jugosos, acarician el alma, admiran la mente y hablan al corazón. Esto que sencillamente y por encima os he contado, ocurrió en el año 1941.
  • 32. 32 Y para que el asunto quede más terminado, quiero añadir que ayer estuve otra vez en el pueblo de Eusebio Azcona, porque supe que él estaba allí pasando unas vacaciones. Claro que le noté cambiado. Salió a mi encuentro muy bien vestido, pero no más elegante que el día de la cuadra; llevaba un libro en la mano y unas gafas sobre los ojos. -¡Qué bueno es Dios! -dijo, abrazándome, muy fuerte, pero de muy espiritual modo. Cruzamos el pueblo, y atravesando Castilla, anduvimos mucho por un sendero hasta llegar a un río. Yo me sentí hondamente feliz sentada junto al artista. Pues como todo lo que admiro, amo. No cabe duda que a Eusebio Azcona le amaba; digo le amaba porque... Ahora en seguida os enteraréis... Escucharle resultaba uno de los mayores placeres que he experimentado en esta vida. Hablamos de literatura, de su reciente premio y de su segundo libro. Me estuvo felicitando por mi última novela, y luego pasó a lamentarse de que conforme yo cada vez lo hago mejor, él, según él mismo, cada vez lo hacía peor, y echaba pestes, la mar de loco, del daño que a los poetas hace la cultura. -Ahora que ya sé de letras y tengo eso que llamáis estudios, no me salen los versos como antes. ¡Qué más quisieran mis cerebrales sonetos perfectos de hoy, ser aquellas ingenuas baladas de ayer! Obedecí a los críticos y poco a poco voy escribiendo como ellos quieren, pero me voy quedando vacío de personalidad. Claro que no me importa. Mi suegro, que tiene dos cines y un teatro en Madrid, me ha pedido una obra. Hago porque me salga superficial y alegre. Estoy hecho cisco... Ved lo que me dijo Azcona ayer tarde, sentados junto a los juncos de su amigo el río. Luego me despidió muy excitado. ¡Eusebio Azcona, el dulce poeta, tenía que escribir una revista!
  • 33. 33 Voy a ver lo que pesco -dijo Mariló, dándose el toque final ante el espejo. Verdaderamente el día estaba espléndido. Mostraba un azul puro sin sombra de nube -color del que suele abusar poco el cielo norteño- y la agradable brisa acariciaba todo. Un estrecho pantalón rojo ceñía sus caderas y muslos, una blusa con muchos dibujos, y muy poca tela, un ancho cinturón de cuero y una visera a lo «jockey» terminaban de vestida. El atuendo de la muchacha era algo gracioso. Por lo contrario, Mariló era una cosa seria.
  • 34. 34 Ella se había dado cuenta de que poseía una bonita figura y caminaba con majestuosidad de pantera. Los ojos no los tenía muy grandes, la nariz era más bien chata y respingona, la boca de labios gruesos, muy bien dibujada; tenía alguna peca y un pelo, corto, castaño, liso y laso. Total, nada; pero había tenido la suerte de nacer tan a tiempo, que al cumplir los dieciocho mayos tenía la cata que se llevaba en el año que corría de 1951. Y sin ser guapa ni bella, era la envidia de las veraneantes y el come come de todas las provincianas. Mariló, lo mismo por dentro que por fuera, era más moderna que la televisión y tenía más estilo que el «Litri». Playas catalanas la halbían acunado y la mismísima Fortuna la había mimado, pues el angelito tenía media docena de Pazos por aquí y media docena de Torres por allá. Practicaba toda clase de deportes, menos el «judo» y «jiu jitsu», y nunca le pasaba nada. Bebía como su padre... y nunca le pasaba nada. Fumaba como su madre... y nunca le pasaba nada. Jugaba al póker, al pinacle y a la ruleta, y nunca dejaba de ganar la criatura. ¡Ah demonio! He aquí que vamos llegando al hilo del asunto... Insensato es el que no crea en los refranes: «Afortunado en el juego, desgraciado en amores.» Según sus padres, un tanto vulgares por cierto, Mariló era el ser más desgraciado del globo. Porque una chica tan moderna, tan elegante y tan inteligente; una chica con dieciocho años y diez milloncejos, no se explicaban que no tuviese novio. Volvamos a que viendo la apacible y buena tarde, Mariló, con mucho acierto, dejó la ciudad por el campo, dejó la tierra por el mar, dejó el salón de té por la Naturaleza, y calzada de sandalias color yema de huevo y sin más compañía que Kanoa, su perra de pesca, se fue bordeando la costa hasta llegar a uno de los sitios más bellos del lugar, allí donde a un pequeño río se le acababa el cauce, chocaba furioso contra el mar, formando un juego de olas y espuma. Al poco de estar pescando en el río, notó que ya pendía algo de1 anzuelo; izó éste, y al extremo apareció una lata de conservas cerrada... -¡Huy qué lata! -exclamó con fastidio, sin ninguna sorpresa. -Es que este río es tan moderno que se pesca en lata, señorita. Y cuando el rostro volvió, vio ante sí a un apuesto galán, mucho más galán que apuesto, que la miraba con tiernos ojos de gacela a medio herir. El jovencito en cuestión también era un poema: llevaba roja y larga barba y azul y corto pantalón. Sin pedir permiso sentóse al lado de Mariló y empezó a silbar con todas sus fuerzas una vieja canción de cuna. Dijo algunas bobadas, a las que Mariló contestó sin mirarle y después inició una serie de preguntas: -Ya te digo -contestó Mariló y siguió pescando... -¿Quiere que le invite a un caña?
  • 35. 35 -Ya tengo- contestó Mariló y siguió pescando. -Digo a una caña con boquerones... -Eso es precisamente lo que estoy pescando. -¿Sabe usted nadar? -Sí sé. -¿Sabe usted jugar al balón volea? -Si sé. -¿Sabe usted idiomas? -Sí sé. -Vaya... ¿Sabe usted coser? -No sé. -¿Sabe usted guisar? -No sé. -¿Sabe usted criar? -¿Criar? ¿Criar qué? -¡Criar! Criar niños. Nuestros niños. Nuestros hijos. ¿Pero no ve que acabo de enamorarme de usted? -dijo, cogiéndola la mano todo colorado. -¿Ah, sí? -exclamó Mariló, dejándose querer, pero mirándole como a un bicho raro. La tarde, ni que lo hubiera hecho a propósito, precipitó las sombras sobre ellos, y en breves minutos hízose de noche. Allá cerca, el mar interpretaba su inimitable sinfonía y algún pato salvaje parábase en el río a mirar a la pareja. A la luz de la luna, el desconocido pareció a Mariló mucho más bonito de lo que era. Le midió la espalda: 80 centímetros; le midió la estatura: 1,80. Era rubio y fuerte como un vikingo y, además, se llamaba Roque, y ese nombre la chiflaba.
  • 36. 36 Congeniaron mucho y se hicieron muy amigos. Mariló tuvo la suerte -¡por fin!- de caer en gracia a1 joven Roque. Y aquel encuentro duró tres largas horas. Aquella noche los ojos de Mariló brillaban de una manera alarmante... Después de cenar, su robusto padre la hizo una pregunta muy capciosa: -Qué, pequeña, ¿has pescado algún barbo? -¿Barbo? ¡Ah, no! Barbo, no; pesqué una barba. Habían quedado citados en «El Bosque» para el día siguiente. Pero ni ese día, ni ningún otro, volvió a aparecer el de la barba pelirroja. Apareció una noche, para alborozo de ambos; fueron al «Gran Baile», cenaron, bailaron, rieron y se divirtieron como locos. Al final, Roque se quedó roque. Mariló le despertó acercándole a su boca una repleta y burbujeante copa de champán. A los pocos minutos Roque, al que el alcohol llenó de decisión y sinceridad, la dijo: -Mira, Mariló; eres la única mujer que me hace feliz, pero no me puedo casar contigo porque... no me deja mamá. Mariló continuó su soltería, feliz con aquella auténtica amistad que pescó aquel atardecer. Al fin y al cabo para ella tan endiabladamente joven y rebelde, «pescar un marido» no hubiera resultado tan buena pesca.
  • 37. 37 Nemesio Oreja (El falsificador) Esta narración es un suceso real, todo parecido con seres y cosas imaginarias es pura coincidencia. G.F. Muchas personas desconocen lo dura que es la vida, porque se la dan «cocida» y bien condimentada; pero existe ese medio mundo de gentes, para los que la vida es cruda, sosa y sin ningún aditamento agradable. Estos suelen ser los seres que madrugan, los que desayunan tres higos o media cebolla, los que viajan prensados en tranvías y metros, los que comen en restaurantes de «cinco pesetas cubierto», los que son tratados por los jefes a gorrazos como si fueran mariposas. Pues bien, quiero coger a voleo para mi narración, cualquier ser de estos, ése mismo. Señalo a un hombre joven, vestido de pana y dril, que se sienta a comer al sol y abre una abollada tartera. Es de admirar con qué apetito se está comiendo lo que se llama un potaje, pero sin más protagonistas que garbanzos y acelgas. Os lo presento: Nemesio Oreja (esto de la oreja, no sé si es un apodo o realmente su apellido). Nemesio es alto, delgaducho y pelirrojo, tiene las manos grandes y los ojos pequeños, pero no desagradables, porque mira dulcemente. Nemesio es muy habilidoso. Le tiraba el dibujo y las ciencias exactas, pero a los catorce años le colocaron un martillo en la mano y a clavar clavos en la ebanistería que el tío Pelusa tenía en Vallecas. Aunque aquello no le gustaba, otra cosa no le salía y le dieron los treinta años en la carpintería, sin haber pasado de ayudante del maestro ganando diez pesetas diarias, con 1o que tenía que comer é1, pagar casa y mantener a Sinforosa, su hermana pequeña. Cierto día, viendo su hermanilla que el muchacho no salía del cuarto le llamó: -¡Neme! ¡Son las ocho! ¡No vas a llegar al trabajo! -Hoy no voy. -Pero, ¿cómo? ¿Estás malo? -¡No! Estoy... trabajando. ¡Déjame en paz! Su hermana, la pequeña Sinfo, hizo un gesto de extrañeza y se puso a barrer la casa.
  • 38. 38 A media mañana, Sinforosita, volvió a golpear la puerta de Nemesio. -¡Venga, sal! ¡Ábreme! ¡ya te he calentado la sopa de ajo tres veces! ¿Desayunas o me la como yo? -¡Cómetela tú y déjame tranquilo he dicho! ¡Estoy trabajando! Y nada, que se había echado el pestillo por dentro y no había manera de entrar. Sinfo, acercó su cara al borde la puerta y no oía nada. -¿Qué le pasará? Dice que está trabajando, ¡pero si no se oye el menor ruido! ¿qué estará haciendo? Este chico no está bien de la cabeza. ¡pues sí! ¡A ver si con las comidas que hacemos se le ha subido la «nemia» al «torrao»! A las veinticuatro horas del misterioso Neme pidió un vaso de agua y le mandó una plumilla fina en la cacharrería. Sinfo se lo dio por la rendija de la puerta. Ésta volvió a cerrarse por dentro rápidamente. -Neme, ¿estás malo? Neme volvió a insistir: -¡Déjame en paz! No me entretengas. Ya me falta poco. -Pero... ¿Para qué te falta poco? ¿para volverte loco, acaso? ¿O para volverme loca a mí? -¡Chiisssss! ¡Calla! Si preguntan por mí, di que me he muerto y he ido a mi entierro. ¿Enterada? -Bu... bueno. ¡Ay Dios mío! ¿Se habrá vuelto loco de verdad, o se habrá vuelto solo poeta..? Me ha pedido una pluma… A los ocho días, con barba de dos dedos y cara de náufrago, salió Neme de su alcoba abuhardillada... Salió en un momento en que la Sinfo había bajado a por el bofe del gato. Se lavó, se echó la gabardina y salió a la calle... Cuando Sinfo regresó, vio el cuarto de su hermano abierto, y sobre la mesilla, varios frascos de tinta, pincelitos, plumillas y pliegos en blanco. -¡Atiza! ¡Pero si ha estado pintando! ¡Dibujando! Sí, ahora comprendo, el arte no le dejaba ser feliz, tenía que encerrarse a dibujar, como el pobre Toulouse-Lautrec. ¡Mi hermano es un artista! Un artista y un genio del bosque tocado de magia parecía cuando se presentó ante Sinforosita, bloqueado de paquetes y botellas. -¿Pero Neme? -«Fermez le porte s'il vous plait», chata. Aquí te traigo víveres para ocho días. ¡Y vamos a celebrar la Nochebuena pasada que aún no la hemos celebrado y estamos en mayo! -¡Pero Neme! ¡Dime antes de dónde has sacado el dinero! -¡De mis manos Sinfo, de mis manos! ¿Qué te creías? ¿Que tu hermano se iba a estar toda la vida clavando clavitos? ¡No! ¡No, hija, no! ¡Ahora voy a vivir de... bueno, del dibujo!
  • 39. 39 -¡Oh, Neme, eres un genio! Y aquella noche cenaron hasta tres platos y postre. Al día siguiente, el Neme tampoco salió de su habitación, cosa que Sinfo respetó, realizando la limpieza de1 comedor con la mayor cautela para no hacer el menor ruido. A media tarde, salió Neme de su cuarto, pidió la comida y entregó a su hermana un billete de cien pesetas, para que le subiera tabaco y la cena. -Pues ahora mismo bajo. Puedes ir comiendo, ahí tienes el cocido, sírvete lo que quieras y come salchichas, estás tú trabajando mucho estos días con tu nuevo oficio... y ya que lo ganas, justo es que 1o comas. Y sí, la verdad es que Nemesio Oreja estaba trabajando diariamente más que en su vida, ahora eso sí, la cara le había cambiado, debido a que trabajaba a gusto, en lo suyo -que una de las mayores desgracias es tener que trabajar en lo de los demás-. Nemesio, por fin, trabajaba sin nadie que le mandase y ganaba al día lo que en el taller a la semana. ¡Cien pesetas! Muchos sentiríanse desgraciados si solo ganasen diariamente cien pesetas. Pero Nemesio era el hombre más feliz del mundo con ese jornal. En la casa se compró hule para la mesa, alfombritas de sesenta pesetas para las camas, lámpara de tres brazos para el comedor, sábanas, mantas, cacharros de cocina, un cogedor nuevo, ropas para ellos y una radio... ¡La alegría había entrado en aquellas puertas! No habían trascurrido ni dos meses desde que Nemesio se decidió a cambiar de profesión y aquello ya era un piso humilde, sencillo pero sin que faltase lo principal. La radio lanzaba la «melodía misteriosa» cuando llegó la primera visita. Abrió Sinforosa. -¿Nemesio Oreja está? -Sí señores ¿de parte de quién? -Dígale que salga. Nemesio apareció con su fina plumilla en la mano y sus ojos de bueno en la cara de pobre. Se quedó mudo, tímido, mirando fijamente a los recién llegados. Uno de ellos le puso unas pulseras y otro entró en la alcoba dando una patada a la puerta. -¡Éste es! ¡Aquí está! -salió vociferando- ¡Mira qué perfección de billetes de cien pesetas! -Se le cerró la «fábrica», amigo. -Le dijo el que aún no había hablado. La Sinfo se mordisqueaba los dedos y, con los ojos muy abiertos, no quitaba mirada a su hermano, al que se le iban llenando los ojos de agua.
  • 40. 40 -¡Neme! ¡No me llores que me partes el corazón! -¡Calla, tonta, si es el humo! Los dos desconocidos se le llevaron. Sinfo se asomó a la ventana y los vio desaparecer entre los puestos. A la «señá» Casi, la de los ajos, se la oyó decir: -¡No te fastidia... al muchacho más decente del barrio se le lleva la poli! En el juicio no le creían que no hubiera falsificado billetes de 500 y 1000 pesetas; le asaron a preguntas: que por qué sólo «fabricaba» billetes de 25, 50 y 100, que si la Sinfo era su socio, que si dónde pasó la guerra, que si dónde tenía los de mil, que qué había hecho con sus padres... Nemesio contestó que en huérfano por los dos lados y que sabía existían billetes de 500 y de 1000 pesetas por referencia, pero que no los conocía personalmente, que nunca los había visto, que nadie le quiso prestar uno de ellos tan solo por veinticuatro horas que era lo que tardaba en reproducirlos, es decir, en fabricados exactos a plumilla. Uno de los abogados le puso verde y le echó un sermón que duró media hora, consiguiendo emocionarle. Le dijo que el hombre que huye del trabajo, se hunde en el hampa. Y que el pobre que quiere su moto y su radio cae en el abismo. Y después seguía: los sinvergüenzas de sus amigos son los que han hecho de este hermoso joven un nefasto delincuente. ¡Las malas compañías…! -Eh, oiga, que un servidor no tiene amigos. Así que mal voy a tener malas compañías. -¡Cállese, inconsciente…! Y vea a lo que le ha conducido la vaguería. -No señor, la vaguería no, nunca he estado ocioso, nunca he descansado de trabajar, lo que pasa es que me tiraba el dibujo. -La vaguería, -repetía el fiscal- el no querer trabajar, le indujo como a tantos otros desgraciados a falsificar billetes de banco. Y hele aquí en el banquillo por su ambición a la vida muelle, por su holgazanería. -Pero señor mío, odio la holgazanería, si con lo de falsificar billetes he trabajado más que en toda mi vida. ¡Si tardaba veinticuatro horas sin levantar cabeza en hacerme uno de cien, en ganarme veinte pavos! ¡No me llame vago, por favor! -¡Cínico! -Tampoco. No me gusta e1 cine. ¡No me llame cínico, señor! Se abrió una puerta y apareció rodeada de guardias una mujer joven pero gorda que echó una larga sonrisa al acusado, éste le devolvió otra, bastante fingida. -¿Conoce a esta joven?- preguntó el fiscal a Nemesio. -No señor, es la primera vez que la veo. -¡Miente! -Bueno.
  • 41. 41 -En casa de su prometida se han encontrado quinientos billetes de mil pesetas. El Neme dio un respingo y se le escapó: -¡qué pena! -¿Pena por qué? -Porque esta joven no es mi prometida... -Se perjudica usted negando hechos... ¿Visitaba con frecuencia la imprenta de Matías? -¿Qué imprenta? Yo no conozco más Matías que el del chocolate. -Si se niega a contestar, este Tribunal se verá obligado a... -Pero si yo no me niego a nada. Si un servidor no conoce a la gorda ésa ni al Matías. ¿Por qué le voy a decir que los conozco? -Usted no tiene que decir que los conoce si no los conoce. -Si ya lo digo' -¿Qué dice? -Que solo soy yo el culpable, para que se entere. Que he «trabajado» siempre solo; que empecé para probar con un billete de cinco pesetas... -¡Ah! Luego, ¿ha falsificado también billetes de cinco pesetas? -Andá y billetes de autobús, pero conste que a esa joven es la primera vez que la veo, porque... -¡Guarde silencio!... se hace usted el tonto. Listo para sentencia. La Sinfo se puso a servir. El Neme vuelve ahora por las mañanas a clavar clavos en el taller. Pero por las tardes, es extremo derecha del equipo de fútbol de la Prisión y, por las noches, en su celda, dibuja paisajes a plumilla.
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  • 43. 43 Don Manuel Martínez descendía, por parte de padre de padre, de Manolo «El Pelucho», famoso y valiente -también hay que decirlo- contrabandista de la serranía cacereña, terror de las mujeres y de los carabineros. Pero don Manuel Martínez nunca dijo a nadie que él era e1 vivo retrato de aquel su recio abuelo, moreno y magro, de anchas patillas y abundante cabellera, que fue famoso y valiente contrabandista. Heredero de su sangre, y de su nombre, ya que no de la fortuna, que le fue imposible crear porque en aquellos tiempos ser contrabandista era cosa difícil y poco lucrativa. El nieto de Manolo «El Pelucho» se había hecho unas tarjetas que decían: Sr. D. Manuel Martínez Contrabandista de tabaco rubio en alta mar Antes de seguir la historia de don Manuel, debemos conocer la de su patilludo abuelo, el poético aventurero que acabó... ya veréis cómo. «El Pelucho» trabajaba solo, por su cuenta, sin compañeros ni banda, sin trabuco ni navaja, sólo con su yegua «Dorotea», vieja y destartalada, pero más lista que una liebre, para correr milagrosamente en un momento dado, o para avisarle con cierto relincho cuando se acercaban hombres con armas. «El Pelucho» pasaba la frontera de Portugal como quien pasa un arroyo y con él «metía» grandes cantidades dé café café, cacao cacao, tabaco negro, especias y diversos productos, tales como piezas de seda, chales y mantones del mismísimo Manila. Al mismo tiempo, cajones enteros de licores eran transportados a lomos de Dorotea y traspasados a la vecina nación; todo este botín, a cambio de un puñado de reales que le quedaba de ganancia y algún que otro tiro que nunca hacía blanco en su privilegiado cuerpo.
  • 44. 44 Era un espléndido día de verano cuando «El Pelucho», desde su atalaya, divisó algo de oro sobre el azul del río. Bajó por el atajo hasta las peñas de la orilla y vio con alegría que aquel pedazo de oro era el cabello de una muchacha que, aprovechando lo solitario del lugar, se bañaba en el remanso que formaba el río al descansar cansado de correr. Manolo «El Pelucho», a través de unos espinos, miró con avidez y grato asombro los hombros y las piernas de la chica, que dejaba al descubierto su antiguo traje de baño. -¡Valiente chica! Valiente chica debe ser la moza, que hasta tan lejos viene por bañarse, cosa que está mal vista entre los del pueblo. Pero Manolo «El Pelucho» no era como los del pueblo. Por algo estaba allí. Sin más amo que Dios y sin más reloj ni campana «que comer cuando tenía gana». -¡Ésta es como yo! -se dijo, y atando a Dorotea a una encina, de un amplio salto plantóse ante los enormes ojos de la chica, más grandes aún por el asombro, más brillantes aún por el susto. -Buenos días, muchacha. -Buenos días -contestó ella. Echándose sobre los hombros la amplia falda llena de frunces. -¿De qué pueblo eres? -Del Sotillo. -Del Sotillo. De allí son todos hipócritas y cobardes, todos menos tú que eres como yo. -Como usted no soy, que usted es feo y renegrido y yo soy blanca, rubia y dicen que bastante agraciada. Tan agraciada era exteriormente que «Pelucho» el contrabandista no vio más, se entregó a la autoridad de su belleza y quedó preso en las miradas de la chica. Llevándola a la grupa de su yegua, subieron hasta junto a las águilas. Allí, en un recodo de las altas rocas, era el escondite donde vivía. Manolo «el Pelucho», hombre raro, no se extrañó de la libertad que disfrutaba la moza. Creyóse aquella historia que ésta le contara de que eran siete hermanos y su madre murió al nacer ella y su padre casóse de nuevo por sacarlos adelante, y de cómo ella, no pudiendo aguantar a la madrastra, se escapó de la aldea. ¡Cómo se emocionó el hombre! Creyendo que los ojos de la chica tenían que ser tan nobles como bellos, y confiando en ella como en nadie... -Vuelvo en seguida. Voy en busca de la cabra. Haremos buen café para tomar después el gazpacho. Luego regresarás, yo te diré el más corto camino hacia la aldea... Al volver, cantando de alegría... el nido estaba solo. La chica le robó bastantes cosas, dos piezas de seda; un hato de relojes y el corazón.
  • 45. 45 En todo y por todo, de ayer a hoy va un abismo. Los contrabandistas de antes eran valientes aventureros que nada poseían, amantes de1 campo y de la soledad, que, a pesar de sus asuntos, nunca salían de pobres. Vivían de cara al sufrimiento, de cara a los rigores del tiempo, abrasándose en verano, muriéndose de frío en invierno; sufriendo menosprecios -¡claro está!- trabajando hasta agotarse en sus expuestas actuaciones, caminando cientos de kilómetros a pie o sobre malas caballerías y muriéndose al fin entre rejas solos y desamparados en el campo, pues, a pesar de sus románticas aventuras, no había compañera que les siguiera a llevar esa vida con tantos riesgos. Los contrabandistas de hoy, tales como este Manuel Martínez que nos ocupa, llevan, por el contrario, una vida muelle; son millonarios y, entre muchos lujos, se permiten el de pagar a un grupo de gente que les guarda las espaldas. Para caminar por tierra tenía don Manuel los últimos modelos de Cadillac y de Pegaso, así como motocicletas velocísimas. Para cargar y descargar «mercancías» por aire, poseía modernos helicópteros, y para beber millas por mar, rápidas lanchas motoras y hasta hidroaviones. Gracias a la «Sociedad R. M. A.», de D. Manuel Martínez, toneladas de tabaco americano entraban de contrabando en todos los lugares del mundo. Veinte mil dólares de ganancia era lo que frecuentemente ingresaba en una sola operación. Don Manuel Martínez era mucho menos lince que su abuelo, pero, misteriosamente, la suerte se había enamorado de él. Claro que sólo fue la suerte la que le amaba, porque para el amor, que era 1o que más importancia concedía a pesar de todo, no tenía mucha estrella. Permanecía soltero, aunque contaba ya cuarenta años.
  • 46. 46 Aurora Valmi era, desde hace tiempo, su dilecta elegida. Él la daba toda clase de brillantes, y ella le daba toda clase de desplantes, despreciándole constantemente a pesar de su dinero. Pero Aurora Valmi tenía la habilidad de no dejarle nunca definitivamente. Y Aurora Valmi consiguió ser socia del negocio. Cuando llegaron, esta vez, los carabineros con dos paisanos, de nada le valió a D. Manuel sacar sus fajos de billetes. Uno de los paisanos era el nuevo jefe de Policía de la Zona, y el otro, el otro era la misma Aurora Valmi, que una vez más le había hecho traición. Y así acabó el nieto de su abuelo.
  • 47. 47 La verdad que es una lata esto de haber nacido princesa -decía idioma la dulce Ka-chi-sol, sentada en el jardín. ¡Es una lata! -repetía bajo el loto. Más allá, en el cenador de los almendros a medio florecer, su colegio de esclavas hacían música tocando pequeños instrumentos de cuerda. Más acá, su padre, el Gran Kal-vin, limpiaba con sidol sus sables por si un día tenía que ir a guerrear. Ka-chi-sol, la princesa, estaba triste, triste, pero no tan cursi como aquella famosa de los labios de fresa que perdió la risa y el color. Ésta, lo único que había perdido era la oportunidad de escaparse del palacio con lo puesto, y librarse de esta forma de la desgracia que la habían anunciado caería sobre sus regios hombros. Ni el palacio, ni los viajes, ni la música, ni su padre la consolaban de su pena ni la distraían de su preocupación.
  • 48. 48 ¡Aquello era horrible!... Daba pena ver los síntomas de angustia en la expresión de su joven rostro. En sus ojos oblicuos había un continuo asomarse y suicidarse de lágrimas que caían a sus pies. El amarillo de su tez palidecía y aquello ya ni era amarillo ni era nada... El Emperador Gran Kal-vin se acercó a la princesa y le habló. -Anda, hija, arréglate y ponte guapa, que vas a salir en el NO-DO. Ka-chi-sol guardó silencio y continuó estática. -Hoy, hemos de ir a pasar revista a mis fieles guerreros y saldremos en el NO-DO. -¡Ay, padre mío! ¿Y qué me importa a mí el NO-DO? -Ay, hija, verás a la multitud que te aclama... -Ay, padre, buena estoy yo para ver a nadie. -Ay hija mía, tierna princesita Ka-chi-sol, ¡que no se diga! Acabas de cumplir diecisiete mayos. No dejes que la melancolía atraviese tu pecho y la inquietud agite tu corazón. Has de estar alegre y reposada -la aconsejaba el padre, que cuando se ponía poemático era fecundo. -¡Ay, amado y laborioso padre! ¿Cómo queréis que la hiedra, en el invierno se seque? ¿Cómo queréis que le olvide, si le he querido de siempre...? -¡Atiza! -rugió el regio Emperador -¿A quién has querido siempre? -Al elefante del colmillo roto. -Aaah... creía... ¡Qué tonto soy! Y tú, eres una pequeña, pequeñita perla de mi trono... Y la acarició a manotazos los cabellos. Habían pasado 1os días señalados. Ya resonaban los tambores anunciando la víspera de la ceremonia. Las discusiones entre el Gran Kal-vin y la princesa Ka-chi-sol eran casi a diario... e iban creciendo en violencia. -No atormentes más a tu anciano padre, oh hija díscola. Que la comprensión entre en tu cerebro. Piensa que no es un capricho de tu padre lo que se va a efectuar. Sé generosa como lo fueron tus siete mil antepasados. Olvídate un poco de ti. Piensa en nuestro pueblo, en nuestra paz, en la de millones de chinitos que vas a hacer felices con tu matrimonio... No te inquietes por el futuro, sino... -Si no me inquieto por el futuro..., sino... me inquieto por el futuro marido. -Tu boda con el príncipe Chim-bun-bú une a dos grandes países en el comercio y en 1a industria. -Ay, padre, déjame ahora de negocios. -Tu boda con el príncipe Chim-bun-bú estabiliza el régimen y la tradición de nuestro pueblo. -¡Ay, padre, déjame ahora de política!
  • 49. 49 -Mis ministros, amada princesa, sólo desean tu felicidad. -A tus ministros les importo yo un pepino. -Mis ministros hacen votos por tu felicidad. -¡Ordeno que hagan botas para los descalzos! -Ay, hija, estás envenenada... ¿qué peligrosa literatura has leído? ¿Qué tienes tú, mocosa, que decir de mis ministros? -Digo, que cómo van a desear mi dicha, si han sido ellos los que arreglaron mi boda con un desconocido... ¿Y cómo tú, oh venerable padre, puedes consentir tal felonía? -Las bodas de las princesas con príncipes desconocidos se vienen sucediendo desde que el mundo es mundo... -Pues ya puedes dar orden de que ese príncipe no se ponga delante de mí, porque le dejo kao con el judo. -¡Princesa! -¡Ni princesa ni porra! No se celebrará la boda mientras le quede un latido a mi corazón. Aunque tenga que luchar... presiento un ejército que ha de seguirme... Aunque tenga que... -¡Princesa... pareces un príncipe! -¡Cuidado con lo que dices, oh Emperador, mi padre! Aquí, tu hija la princesa Ka-chi-sol, sólo se casará con el que la guste. Con quien diga mi corazón, que es el que entiende... Me casaré con el que me agrade, aunque tenga que trabajar en los arrozales. -¿Pero, hija? ¡Por Buda! ¡Quién dirá que llevas sangre del Gran Kanitiho! Hablas igual que una vendedora de frutos: «Me casaré con el que me guste»... ¿A ti te parece bonito? -Sí. -¡Qué barbaridad! ¡Qué sufrimiento interior y exterior con lágrimas a la calle sacude a tu anciano progenitor! ¡Si alguien nos ha escuchado! ¡Qué atrocidad oír eso de boca de una Princesa Kanitha! ¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad! -repetía su egregio padre, sólo que en chino-. Esta niña me ha salido demasiado moderna... Todo estaba engalanado. Ricos tapices y antiguas alfombras colgaban de las almenas... El pueblo se agrupaba en las puertas de la ciudad. Esperaban la llegada del príncipe Chim-bun-bú. Y parece ser que se estaba retrasando algo. En su tribuna, el Emperador Gran Kal-vin recibía con sonrisa los aplausos de la multitud. Miró hacia su derecha y comprobó que la princesa Ka-chi-sol había desaparecido. Tuvo que seguir recibiendo aplausos pero ahora la sonrisa era fingida. Ka-chi-sol mientras, sola, de incógnito, paseaba por el campo más allá de los cerezos... Bruscamente salió de sus horribles pensamientos. Algo oyó a su espalda.
  • 50. 50 Un extraño pájaro plegó sus alas y se convirtió en lujoso coche. De su cabina surgió una voz: -Señorita, por favor, ¿quiere indicarme... las puertas de la ciudad? -Allí están. -Es usted muy bella. -Sí, eso dicen -contestó con sequedad. -Está usted enfadada. Pues fíjese yo vengo de un humor de mil diablos... Saltó del extraño artefacto. Era un hermoso oriental, alto, fuerte, interesante. -¿Ha tenido un aterrizaje forzoso? -Y tan forzoso... La vida es complicada, jovencita. -¿Y a mí qué? Le ruego despeje, se aleje y me deje. -¡Qué belleza de extranjera! -Yo no soy extranjera, abra usted el quitasol. -Lo que ordenes, maja. -¿Es usted de Cachemira? -No, soy de China. -¿De China? Pues... como se caiga se rompe…
  • 51. 51 -Muy ingeniosa; así me gusta, que se vaya animando su rostro. Paseemos. La invito a olvidar nuestras propias tragedias viendo danzar a los cisnes en el lago, viendo volar a los patos salvajes, viendo abrirse la flor de loto y extender sus brazos al nenúfar... -Siga hablando, por favor, siga diciendo esas cosas tan chuscas. -¡Cuánto mejor estar libre que prisionero! ¡Cuánto mejor caminar que ir en el autobús! ¡Cuánto mejor la Naturaleza que el castillo! -¿El castillo?... ¿Tú quién eres? -Soy un príncipe... Ka-chi-so1 tuvo un presentimiento... Saltó hacia él con los brazos abiertos y se colgó de su cuello pataleando de felicidad. -¿Cómo has venido sin tu séquito, solo y en una avioneta? -El progreso, chata, el progreso. El recién llegado bizqueaba. No salía de su asombro, miraba y miraba, atónito, la belleza y la gracia de 1a chinita, hasta que por fin, lleno de júbilo, gritó: -¡Ka-chi-sol! Ella no pudo decir más que: -¡Chim-bun-bú! Y me parece que se besaron.
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  • 53. 53 ÍNDICE Introito (Julio Tamayo)…………………………………….……………………..3 El Rastro…..….…………..………….….………………………………………..5 Sergio Diusky……..….…....………………..………..…………………………..9 El final de Marauña….......…..……………………..…..………………….……15 En primera página………....…………………………….……………………....19 Banco del Retiro……………………………………………….……………..…25 Illescas…………….…………………………………………………………….29 Tarde pesca……………………………..…………….………………………....33 Nemesio Oreja (El falsificador)…………….……………………………...……37 La herencia…………….……………...…………..…..……………..……….….43 El príncipe Chim-Bun-Bú……………………….………………………….…...47
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