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LA LUZ PESA
(1951)
Ramón Cobos
Manuel San Martín
Edición y notas:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
INTROITO
La luz pesa, y la tradición, y los tópicos. La novela se publicó en 1962,
aunque se escribió en 1951, y de su sola lectura se puede inferir que en los
años 60 la libertad de expresión no estaba tan limitada, la censura no eran
tan generalizada. Manuel San Martín expone con crudeza, crueldad,
cinismo, la cara-b de la posguerra española en una ciudad provinciana (en
la línea de “Calle Mayor” y “Nueve cartas a Berta”, sin la condescendencia
de Bardem, de Patino), Salamanca, y no de la mano de delincuentes, o no
solo, sino utilizando como mensajeros a tres ex-seminaristas, que en el
fondo son el mismo, adoptando cada uno una decisión, solución, diferente.
Tres vías de redención, tres caminos de perdición, que acaban
convergiendo en su divergencia. Eso en cuanto a los tópicos de la literatura
franquista, en cuanto a la tradición hay que remitirse a la interna, y a la
externa. La interna, la novela filosófica, metafísica, culterana, del charro
por poderes Unamuno, o de Baroja, con un plus de sensualidad, de
modernidad, y la externa, las novelas existencialistas de Camus y Sartre,
con un plus de religiosidad, de herejía. Digamos que “La luz pesa” es la
vertiente oscura, activa, de “Entre visillos”, el punto de vista masculino,
misógino, aquí la tensión entre carne y espíritu, entre luz dorada y luz
pesada, es mucho mayor. San Martín es más naturalista, divaga más
(“Manuel San Martín metía el resquemor de la rebeldía en una cobertura
intelectual y vitalista.” Manuel García-Viñó), y Gaite más realista,
concreta. Si “Entre visillos” no se atrevía a cruzar la frontera del “Barrio
Chino”, “La luz pesa” la traspasa con total normalidad. La Salamanca de
San Martín es más compleja, completa, recoge su faceta universitaria,
religiosa, y su faceta mundana, pagana, sin Eros el Tanatos tiene menos
peso. Salamanca la blanca y Salamanca la negra, sexo y oración, goce y
culpabilidad, doble placer, literario. Probablemente el debut más potente,
maduro, de la literatura española de los 60, magistral como combina
realismo con digresiones filosóficas, sueños, la voz de la conciencia. Con
muchísimo menos Aldecoa, Fraile, Fernández-Santos, Ferlosio, ocupan un
lugar de honor dentro de la Generación de los Niños de la Guerra (lo siento,
la etiqueta de “nueva novela española” de Viñó nunca fue una corriente,
nunca llegó a cuajar).
Julio Tamayo
“Ya el título es todo un acierto. Porque “la luz que pesa” es la Gracia; la
Gracia que, en cierta manera, marca; que está omnipresente, incluso en
las situaciones más impensadas y en protagonistas insospechados que
alguna vez, no obstante, sintieron la pesantez de la luz salvadora en su
espíritu. Y ello tanto si la aceptan como si la rechazan.” P.
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5
“YO SOY LA LUZ DEL MUNDO.”
(Del Evangelio de San Juan)
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PRIMERA PARTE
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9
CAPÍTULO PRIMERO
—Seiscientas dos, seiscientas tres, seiscientas cuatro... ovejas.
Julio Velasco contaba ovejas.
—Seiscientas cinco, seiscientas seis, seiscientas siete...
Ovejas blancas y pensativas. Un importante rebaño. Uno de los
muchos rebaños que pasaban por su infancia camino de Extremadura,
y traían el invierno consigo. Los primeros rebaños y las primeras
lluvias. Era triste y hermoso. Pero ahora sería menos triste y más
hermoso, poder dormir... ¿Quién había dicho que contando ovejas se
dormiría en seguida? No lo veía tan fácil. Seiscientas treinta y tantas.
Ovejas. ¿Y por qué no avestruces o guardias civiles? Por algo sería.
Pero si las ovejas eran indispensables, consideraba mucho más
soporíferas las que pacían en los poemas bucólicos de su adolescencia
estudiosa, que las que pasaban por su infancia camino de
Extremadura. Una égloga eficaz contra el insomnio. Cualquiera.
Tytire, tu patulae recubans sub tegmine fagi...
[Títiro, tú que te acuestas al abrigo del haya…]
Títiro, Menalcas, Alexis, Coridón, Batilo, Nemoroso... Aquellos
pastores de su adolescencia, blancos, sonrosados e imbéciles, que
daban conciertos de caramillo, sistemáticamente tumbados a la
sombra de algo. Mucha Flérida, mucha Amarillys y luego... "¿Dónde
está la ovejita blanca?" "Se la ha comido el lobo."
Ay, ay, mi ovejita blanca,
que se la ha comido el lobo...
10
Otra égloga. Esta vez a la sombra de un sauce llorón. Pero siempre
"recubens" [recostado] y con fondo de flauta. ¡Holgazanes y flautistas
aquellos pastores de entonces! Los de su infancia eran muy distintos.
Todos iban sin afeitar, y, en lugar de caramillo, llevaban un paraguas
en bandolera. Y sus Fléridas y sus Amarillys eran aquellas mujerucas
sentadas en los burros, con los críos y los corderos de teta y las
sartenes y el resto del ajuar.
Después había los grandes mastines a los flancos del rebaño.
¡No se daban poca importancia con sus formidables carlancas en el
pescuezo! ¿Una cabra pendenciera? ¿Una oveja con iniciativas
personales? Minucias de orden interno. Para eso estaban los
sabuesillos de la brigada móvil. El pastor decía: "¡Fchch,
fchch, perro! ¡Cógela! ¡Mira!" Y los perruchos se desplazaban
veloces al lugar del conflicto. Guau, guau, guau. Guau, guau,
guau... Y asunto concluido. Todo lo más, un mordisquito en una pata.
En ese caso el pastor decía: "¡Chucho! ¡Suéltala! ¡Ven aquí!" El
chucho obedecía y volvía junto al pastor con las orejas compungidas,
como pensando: "¿Me habré extralimitado?"
Los mastines veían todo esto desde lo alto de su Olimpo
imperturbable, y apenas concedían al incidente una breve mirada
irónica de perdonavidas. Ad maiora nati sumus [Nacimos para ser
mayores], pensaban los mastines. Y el rebaño seguía carretera adelante,
camino del invierno y de Extremadura. Los bravos mastines
presentían lobos, soñaban lobos en Extremadura. Pero, ¿los había...?
¿Había lobos en Extremadura...?
Bien. No le importaba. Al diablo la evocación sentimental. Ahora
sólo le importaba dormir. Dormir, dormir, dormir. Autosugestión.
Autohipnosis. Hipnos, sueño. "Macbeth ha asesinado el sueño. El
inocente sueño. El sueño que devana en ovillo de seda la enredada
madeja de la vida…" Y la voz siguió gritando de aposento en
aposento: "¡No dormirás más! ¡Macbeth no dormirá más...!"
Soberbio Shakespeare. Asequible, emocionante. Incluso surrealista.
Un bonito tema de estudio: "Shakespeare surrealista." Un posible
ensayo interesante. Sí. Muy bien. Que lo hiciera otro. Él no era literato
ya. Sólo aspiraba a dormir. Él no era Macbeth todavía.
A todo esto, ¿qué hora era?
Julio Velasco, el joven insomne, abrió los ojos en la oscuridad.
11
Sobre su mesita de noche había un reloj de esfera luminosa. Su visión
le produjo un breve sobresalto y la sensación de una presencia viva, de
animal nictálope, hasta aquel momento silencioso. Volvió a cerrar los
ojos y cambió de postura. Sudaba.
Aquel maldito café portugués. Tres y media más ocho, igual once y
media. Ver al Rubio a las once. Que esperara. La dorada y vieja regla
de los tres ochos. Ocho horas para dormir y dieciséis para todo lo
demás. Propiedad acumulativa de la adición.
El tictac del reloj formaba parte del silencio oscuro. Tuvo que
hacer un esfuerzo para aislarlo y percibirlo.
Tictac, tictac, tictac... El ruido del tiempo. El tiempo asomado a la
esfera y mirándole con doce ojos. Doce pupilas de gato y dos agujas
fosforescentes. Agujas de hacer calceta en las manos de aquella vieja
autómata tejedora de segundos. Tictac, tictac, tictac... Seis puntos más.
La vieja no se detiene a contarlos. Tri-cot, tri-cot, misterioso y perenne
tricot sin dimensiones previsibles. Pero a la medida de cada uno.
—No me vendrá demasiado grande, ¿señorita?
—No. Pierda usted cuidado. Al lavarlo, se encoge.
—¡Ah! Entonces, tal vez me quede demasiado estrecho.
—No. No se preocupe. El uso lo dilata.
—Así, ¿me vendrá justo?
—Sí, caballero, demasiado justo.
Demasiado justo. Y después, ¿qué? Y si ahora..., ¿qué? Pues nada.
Algo en él dejaría de hacer tictac. Pero el reloj, no. Le había dado
cuerda anoche. Entonces, ¿cómo diablos le iba a venir justo?
—Caballeros, billetes, por favor.
—Espere... ¿A ver? ¿A que lo he perdido? ¡Ah, no! Está aquí.
Ahí tiene.
—La próxima estación es la suya.
—Gracias, señor interventor. Pero el tren, ¿va más allá?
—Claro. ¿Por qué no?
—Entonces, éste no es mi tren. Éste es un tren abominable.
—Caballero, usted desbarra. Usted no viaja en un tren particular
como el presidente de los Estados Unidos. Usted no tiene derecho a
exigir que su triste estación individual y secundaria se convierta en
final de trayecto para todos sus compañeros de viaje. Evidentemente,
el tren sigue. Y si tiene algo que objetar, en la estación hay un libro de
reclamaciones a disposición de usted.
12
—No. No tengo nada que objetar. Usted perdone. Beso a usted la
mano. A los pies de su esposa. Y dígale al Excelentísimo Señor
Maquinista que por mí no se moleste en frenar. Me apearé del tren en
marcha. Soy contrabandista, ¿sabe usted? Sí, señor, sí. Contrabandis…
Tictac, tictac, tictac...
Las tres y treinta y cinco. ¿Era posible? Había estado en un tren.
¿En que se parecía el reloj a un tren? En que... En que...
Dejarse de acertijos majaderos y a dormir de una vez, si Dios
quiere. "Hasta mañana si Dios quiere. Que ustedes descansen". Así se
lo enseñaron. Pero él decía: "Hata mañá usquié que ustés descansen."
y luego: "por la señal de la Santa Cruz…" ¿Y si lo hiciera? ¡Bueno!
Ahora iba a andar sacando el brazo, con lo que sudaba... Además, no
tendría sentido. El momento oportuno había quedado muy atrás...
Juraría que el reloj ahora no hacía tictac sino que estaba cantando
el vals Fru-Fru. Y ahora el chotis Madrid. ¡Eureka! ¿En qué se
parecía el reloj a un tren? En que el reloj también sabía cantar. ¡Oh,
aquellos trenes cantores, aquellos trenes viejos e ingenuos en que él
viajaba de niño...! ¡Aquellos trenes de ruedas filarmónicas que
cantaban todas sus canciones…! Victoriano de la Serna, por tu arte...
y Soy un pobre presidiario... y Cantemos al Amor de los Amores... y
recitaban fábulas de Samaniego y versos de Gabriel y Galán... He
dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos...
Él entonces era monaguillo en la parroquia de su pueblo. Los
sábados, al toque de oración, subía a la torre de la iglesia y repicaba
las campanas. También cantaban las campanas, pero siempre lo
mismo: "Molinera, molinera, molinera, parte pan. Molinera, parte pan.
Molinera, parte pan." Y cada mañana el yunque del herrero también
cantaba algo. Ahora no sabía qué. Y la máquina de coser de su madre,
cuando su madre cosía en silencio. Y la bomba de la fuente, cuando
las mozas llenaban sus cántaros. Y los caballos al galope. Y el martillo
del zapatero. Y el agua del torrente. Y las golondrinas en la tenada.
"Te vi, te vi", decían las golondrinas. Y todas las cosas a su alrededor
cantaban algo. Porque para él todos los ruidos eran música. Y él no
hacía más que poner letra a la música de todas las cosas.
Pero sólo el tren era capaz de cantar cada vez algo distinto, y de
adaptarse a todas sus letras. Al confuso y exiguo caudal de sus letras
de entonces.
13
El tren que lo trajo a la ciudad a los once años, era uno de aquellos
trenes cantores tan sabios como él. El que lo devolvió a sus tierras en
julio del año siguiente, ya no estaba a su altura. Aquel tren no sabía
solfeo ni apologética, y estaba completamente pez en pretéritos y
supinos. Él, en cambio, había obtenido sobresaliente en primero de
Latín y Humanidades.
Después, en años sucesivos, los trenes de fin de curso iban siendo
cada vez más ignorantes y más silenciosos. Absolutamente refractarios
al gregoriano y a los períodos de Demóstenes, ni siquiera eran capaces
de medir un hexámetro de Ovidio, y mucho menos de resolver una
ecuación. Sus únicos puntos de contacto eran las canciones religiosas
que en aquel tiempo le merodeaban por el alma a todas horas. Christus
vincit... Ave María Stella... Cor arca legem continens… [Cristo vence…
Ave María Estrella… Corazón que contiene el arca de la ley...]
Pero en aquel último viaje a mitad de curso, su alma estaba vacía
de canciones devotas, tenía diecisiete años, había leído a Nietzsche, y
el tren era un tren ignorante y mudo que sólo servía para hacer temblar
las rodillas de una jovencita sentada frente a él.
Y, en el pueblo, todas aquellas cosas que cantaban antiguamente,
también eran ignorantes y mudas, habían perdido la música y la voz.
Sólo hacían ruido. Pero un ruido viejo, tonto y como triste. Un ruido
insoportable. Se vino a la ciudad.
Una ciudad sin tranvías y sin luces de tráfico, pero con mucha
gente. Gente de todas clases. Estudiantes, prostitutas, notarios,
guardias municipales, carteristas, canónigos, banqueros, limpiabotas,
modistas, charlatanes, agentes de seguros, verduleras… Muchísima
gente. Gente que hacía ruido. Le gustaba el ruido de la gente...
Pero en este momento toda aquella gente dormía. Todos dormían
menos él. ¿Cómo era aquel soneto de Rubén Darío...? Los que
auscultasteis... ¡Ah, sí!:
Los que auscultasteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche...
lejano, un eco vago, un ligero ruido...
¿Cómo seguía? No. No era un soneto. La segunda estrofa
empezaba así:
14
En los instantes del silencio misterioso,
cuando surgen de su prisión los olvidados...
No recordaba más. Sólo recordaba que en alguna de las estrofas
siguientes existía este verso:
La pérdida del reino que estaba para mí.
Por lo demás, en el corazón auscultado de su noche no había más
que la campana de un convento lejano, y el ruido del tiempo sobre la
mesilla. Ruido metálico, monótono, sin el menor rastro de canción
ahora. Ruedas dentadas. Cada segundo un diente. Dientes continuos y
uniformes. Más que una sílaba de verso, en cada uno un mordisco
imperceptible.
La campana. Solo de campana en el espacio nocturno, por encima
del sueño de las gentes y de las piedras. Solo de alma ídem, ídem.
¿Dúo? No. Disonancia. Insomnio. Este y el otro. El físico y el
metafísico. El de esta noche y el de todos los días. El del café
portugués y el de la manzana del Génesis. Manzana sin serpiente y sin
amenazas y sin Eva. Él dormía a la sombra del árbol, y la manzana
cayó sobre su cabeza. Despertó. Le pareció un regalo de lo alto. Pero
desde entonces no volvió a dormir.
La campana.
"Serán las Carmelitas —pensó Julio—. O las Salesas. O las Úrsulas.
Maitines... Las monjas despiertan, limpian sus legañas y se disponen a
alabar a Dios. El Dios de la Manzana, el de la voz nocturna, su Dios.
Mi ex Dios. Mejor dicho, el Dios de mi ex yo. Y la voz recorría el
jardín al atardecer. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
"—Aquí estoy.
"—Sal de tu escondite.
"—No quiero.
"—Vomita la manzana.
"—No puedo.
"Un vomitivo, pronto, un vomitivo. ¿Para qué? Para poder dormir.
¿Estás loco? Toma bromuro.
"¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
15
"La campana. ¡Maldita sea!
"¿Dónde está el bromuro?
"En el maletín hay un tubo de «Luminal». ¿Qué dices?
«Luminal»... En el maletín hay «Luminal»."
¡Diablos! Era verdad. ¿Cómo no se había acordado antes?
Julio pulsó el interruptor eléctrico de su cabecera y la luz repentina
le devolvió a la realidad visible y a la circunstancia concreta de su
habitación de estudiante a pupilo en casa de doña Adela, avenida de
Torres Villarroel, Salamanca. España, Europa, Tierra, Cosmos... Era
una habitación amplia de casa vieja. Muebles baratos e impersonales.
Conjunto bohemio y personalísimo. Muros cubiertos de carteles de
ferias y de los grabados más heterogéneos. Ricardo Wagner, la Venus
de Siracusa, Manolete, Chopin, un paisaje suizo, la "Victoria de
Samotracia", Virginia Mayo en "maillot", Unamuno en la Flecha, el
"Antinoo" del Museo de Olimpia, San Ignacio de Loyola en la cueva
de Manresa, el "Hermes" de Praxíteles... Sobre la mesa de escritorio
un pequeño busto de Beethoven, náufrago en el maremágnum de
papeles, libros, pipas, prospectos de turismo, bolígrafos, revistas
ilustradas... En el rincón opuesto al de la cama, había un armario de
luna que infundía respeto por su volumen y su senectud. Parecía
superviviente de algo, y Julio pensaba siempre en pretérito cuando se
afeitaba delante de él. Consultorio íntimo de cuatro generaciones de
mujeres. Mujeres al natural. Bisabuelas jóvenes y lindas desahogando
su coquetería restringida por las normas sociales de entonces. Sonrisas
prefabricadas, ensayos de un paso de polca, de un gesto de abanico, o
de una mirada seductora… Consultas angustiosas sobre los efectos de
un corsé. Enaguas complicadas. Encajes. Cálidas blancuras
entrevistas... Mujeres desnudas de ropas y de máscaras. Mujeres
vanidosas, maquiavélicas, adorables. Y el desfile frívolo de la moda.
La línea oscilante. Curvas abstractas y artificiales, rectas implacables
y antinaturales. Curvas naturales concretas y rotundas. Curvas
sobrenaturales. Del corpiño al suéter. Del miriñaque a la falda tubular.
Todo con el beneplácito del espejo. Todas pidiéndole permiso para
salir a la calle. Todas humildes y sinceras. Tanto o más que en el
confesonario. Lástima que el espejo guardara tan celosamente el sigilo
sacramental.
16
Julio saltó de la cama y se dirigió al armario. Miró ceñudo e
irónico al tipo en pijama azul que le miraba ceñudo e irónico desde el
espejo, y abrió la puerta. En el fondo del armario, había una especie de
maletín cilíndrico que le había regalado abuelita para que lo llevara al
seminario. Abuelita lo había comprado de soltera, cuando fue a tomar
las aguas a Cestona, a principios de siglo. Después aquel maletín
había servido de necessaire [neceser] íntimo a abuelita durante su luna
de miel, y había recorrido de su mano media España termal en los
años veinte. Julio no lo usaba nunca en sus viajes, pero lo tenía en
mucha consideración. Le había sido muy útil durante sus años
levíticos y ahora, siempre que lo abría, creía percibir en su interior un
aroma sutil y complejo, mezcla de incienso y de "Petróleo Gal", de
notas de órgano y de valses de Strauss, de sacristías en penumbra y de
balnearios en fiestas, de sacerdocio austero y laborioso y de clase
media jovial y sociable que en aquellos tiempos podía permitirse el
lujo de un ataque de reumatismo anual. Julio había perdido la llave de
aquel maletín anacrónico, pero en seguida había encargado otra, pues
el maletín abierto hubiera perdido pronto su aroma de pasado y de
nostalgia, y su prestigio de Sancta Santorum [Santo de los Santos].
Además le servía de caja fuerte, de relicario sentimental, de botiquín,
y poco a poco el maletín iba degenerando en nido de urraca, más que
utilitaria, fetichista.
Colocó el maletín sobre la mesa de escritorio y se puso a explorarle
las entrañas concienzudamente.
Encontró un pendiente de perlas japonesas. Anita... Recuerdo de
Anita. Lo perdió aquella noche en Alba. Lo perdió muy al alcance de
su mano. Después había juzgado inútil devolvérselo, entre otras cosas,
porque Anita había logrado casarse con un rico fabricante de
embutidos apellidado Ortiz. Y la señora de Ortiz llevaba pendientes de
perlas auténticas.
Así y todo no le habían faltado ocasiones para devolvérselo. Hasta
hacía poco había tenido una ocasión semanal de devolver a la señora
de Ortiz el pendiente de perlas falsas que perdió Anita. Y la señora de
Ortiz había tenido una ocasión semanal de perder, muy al alcance de
la mano de Julio, uno de sus nuevos pendientes de perlas auténticas.
La señora de Ortiz había vuelto a ser Anita para Julio durante mucho
tiempo, los domingos por la mañana.
17
El señor Ortiz no era católico practicante, y, según él, los domingos
estaban hechos para que las mujeres fueran a la iglesia a lucir sus
trapos y sus sombreros, y para que los hombres de bien y de posibles
madrugaran un poco y salieran de cacería con los amigos. La señora
de Ortiz iba sola a misa de doce. Julio la esperaba en la iglesia. En la
temporada oficial de caza libre, no corría demasiada prisa, y no salían
de la iglesia hasta el Ite, Missa est [Id con Dios, la Misa ha terminado]. Pero
en tiempo de veda tenían que resignarse a perder la misa dominical,
pues una ausencia de más de una hora podría intrigar al señor Ortiz,
celoso, y con razón, de una esposa guapa y veinte años más joven que
él. Por otra parte, se necesitaba como mínimo una hora para que la
señora de Ortiz volviera a ser Anita para Julio, en un pisito apropiado
del paseo de Canalejas.
Así hasta el comienzo del último verano. Entonces, el gacetillero
redactor de las "Notas de sociedad" del Adelante, informó al mundo
de que "para Santander, ha marchado nuestro querido amigo don
Eustaquio Ortiz y señora".
Desde entonces, Julio no había vuelto a tener ocasión de devolver a
la señora de Ortiz el pendiente de perlas falsas que perdió Anita. Ella
había regresado de su veraneo hacía tiempo. Pero Julio sólo la había
visto a distancia y acompañada de su marido. Tal vez ella había
seguido asistiendo sola a misa de doce. Pero Julio hacía tiempo que no
iba a misa sin un motivo muy justificado. Y Anita, como motivo,
empezaba a desjustificarse. No obstante, el próximo domingo...
"Presiento —pensó Julio— que el próximo domingo se abrirá la
veda. El señor Ortiz será feliz. Y yo volveré a cumplir, como todo fiel
cristiano, el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia, y a
quebrantar, como todo infiel cristiano, el sexto mandamiento de la ley
de Dios. Eso, suponiendo que Luisa..."
Luisa tendría prioridad, pues era por el momento la obsesión de su
carne. Luisa era la sobrina de doña Adela. Doña Adela, la patrona, era
una anciana, viuda o algo así, que desde hacía algún tiempo vivía su
especie de vida, clavada en un lecho por una parálisis total. Luisa era
su enfermera y sería su heredera. La filiación de Luisa no era del todo
diáfana. Su cultura era muy deficiente, casi nula. Su moral hemos de
suponerla íntegra y estricta, si tenemos en cuenta su misa diaria, su
comunión semanal y su medalla de Hija de María... Todo
perfectamente compatible con sus naturales encantos de hija de Eva,
filiación que nadie ponía en duda, y de la que Julio, hijo de Adán
convicto y confeso, empezaba a sacar consecuencias optimistas.
18
Habían convivido muchos meses bajo el mismo techo. Pero hasta
entonces las manzanas tentadoras que involuntaria y hereditariamente
Luisa le ofrecía, sólo habían despertado en él un apetito vago, nada
perentorio, y él se había limitado a apacentar en ellas, sin intención
definida, sus ojos golosos por naturaleza.
Luisa, además de atender solícitamente y con la eficaz
colaboración de una monja asistenta, a su inválida tía, desempeñaba
a la perfección su cometido de ama de la casa y de patrona efectiva de
los huéspedes fijos residentes en ella.
Tres en total:
Julio Velasco, ex seminarista, ex literato, ex filósofo, ex
muchísimas cosas, y de momento autodidacta (o según él,
"biodidacta") y hombre de acción.
Ignacio Larrañaga, más conocido por Larra en todas partes, menos
en las aulas de cuarto curso de la Facultad de Medicina, en donde no
lo conocían ni por su apellido íntegro ni por el abreviado. Cosa
notable, si se tiene en cuenta que Larra llevaba tres años estudiando
cuarto de Medicina.
El tercer huésped era Antonio Costa, empleado en las oficinas de
una empresa constructora. Costa había estudiado con Julio Velasco en
el seminario menor y había abandonado los estudios dos años después
de él. Pero por motivos muy distintos. Costa había salido únicamente
por motivos de salud. Conservaba incólume su piedad seminarística, y
posiblemente su inocencia bautismal. Era un funcionario perfecto, y
un modelo de jóvenes. Congregación Mariana. Comunión diaria.
Director espiritual fijo. Mortificaciones. Oficio Parvo. Visitas al
Santísimo. Intensa, intensísima vida interior. No un beato, no; un
santo.
Pero convencido de que Dios no le quería para el estado religioso o
sacerdotal, Costa había juzgado lícito enamorarse. Y se enamoró
santamente de Luisa.
Luisa al parecer no había puesto mala cara a su santa declaración
de amor, y Costa había iniciado con ella unas santas relaciones. Y
estaba santamente dispuesto a contraer con ella, en fecha no
demasiado lejana, el santo sacramento del matrimonio.
19
Antonio Costa era íntimo amigo de Julio Velasco. Costa amaba a
Velasco fraternalmente, y se lo demostraba. Velasco amaba a Costa
fraternalmente, pero no se lo demostraba. Además, se amaba mucho
más a sí mismo. Además no era santo. Él era simplemente un hijo de
Adán. Y Luisa, antes que Hija de María, era hija de Eva. Y a Julio le
gustaban las manzanas que Luisa, inocentemente, le ofrecía.
¿Inocentemente? ¿Inocente... inocente… inocente...mente?
Julio dejó caer en el maletín abierto el pendiente de perlas
japonesas, y siguió buscando el tubo de "Luminal".
Sus manos tropezaron con una tabaquera de nácar, un cuchillo de
monte con funda de cuero, una lupa, una armónica y por fin con un
tubo de comprimidos. Julio lo sacó y leyó la etiqueta: "Sulfatiazol."
Lo arrojó decepcionado e indignado por un mal recuerdo.
—El regalo de la Trini —dijo—. Trinitrotolueno le hubiera dado yo.
Siguió buscando, y encontró una especie de prisma de cristal,
resto de una antigua araña o candelabro.
Julio apreciaba mucho aquel objeto inútil y trivial. No se cansaba
de mirar la luz a través de él. Disfrutaba descomponiendo la luz con
él. Como cuando de niño descomponía juguetes. Como cuando de
hombre desentrañaba enigmas o desmontaba embustes y
convencionalismos. Él lo consideraba un detector de las mentiras de la
luz. Gracias al prisma de cristal, Julio sabía que la luz tampoco era
sincera. Que la luz mentía. Que la luz "también" mentía. Y se
consolaba con eso.
Nunca había tratado de mirar a través del prisma el Erat Lux vera
[Era Luz Verdadera] y el Ego sum Lux mundi [Soy la Luz del mundo] de San
Juan.
Pero se consolaba con eso.
Además, el prisma, de por sí, ejercía sobre él un absurdo prestigio
de amuleto. En sus accesos periódicos de vicio o afición al juego,
Julio lo llevaba siempre encima, convencido de que le daba buena
suerte.
Ahora, gracias al prisma, recordó que el "Luminal" se lo había
prestado a Antonio Costa días antes. Porque el prisma estaba muy
relacionado con Antonio Costa. Había sido suyo algún tiempo. Hasta
que Julio se lo vio y se encaprichó de él. Pero de esto hacía muchos
años. En primero de Latín probablemente. Eran dos mocosos. Julio
evocó la escena.
20
Una tarde de sol en el patio del seminario. Costa mirando al sol a
través del prisma. Julio se acerca y le dice:
—Déjamelo. Voy a mirar yo un poco.
Costa se lo deja. Julio, al cabo de un rato de contemplación
estática, se guarda el prisma en el bolsillo, y dice:
—Me gusta. Me lo quedo.
—¡Hombre! —dice Costa—. Es un regalo de mi hermana Ana Mari.
Pero si te gusta, te lo doy.
—No. No me lo das. Me lo quedo. Y si te atreves, quítamelo.
—No me atrevo a quitártelo. Pero puedo decírselo al inspector.
—Díselo. Anda, díselo. Atrévete a decírselo, acusica. Verás luego.
—Yo no soy acusica. No se lo diré al inspector. Ya te he dicho que
si lo quieres, te lo doy.
—¡Y dale!
—Bueno... Te dejo que me lo quites. Puedes quitármelo. Si lo
quieres, ya es tuyo.
Eran unos mocosos entonces. Pero Julio se adueñó del prisma. Y el
prisma sí que había ejercido su influjo sobre él, inocente, inocente,
inocentemente...
Bien. Ahora ya sabía. El "Luminal" lo tenía Costa. Costa ocupaba
la habitación de enfrente. No sería necesario despertarle. Julio entró de
puntillas, alumbrándose con una lámpara de mano. Costa roncaba.
Julio buscó en el cajón de la mesita de noche. El "Luminal" no estaba
allí. En los cajones de la cómoda, tampoco. Costa seguía roncando.
Julio consideró los ronquidos de Costa como un insulto personal.
Como un sarcasmo. Como si a un viejo baboso y marchito le pusieran
delante una pareja adolescente haciéndose el amor.
Dejó de caminar de puntillas, encendió la luz y sacudió a Costa por
un brazo.
—Oye, Costa.
Costa emitió un ruido más bien zoológico.
—Oye, Costa. Despierta. Soy Luisa.
—¿Huum? —dijo Costa. Y siguió durmiendo.
—¡Escucha, especie de marmota! ¿Dónde tienes el "Luminal"?
—¿Qué pasa? —dijo Costa, sin abrir los ojos.
—El "Luminal" —dijo Julio—. No he dicho animal, sino
"Luminal". Pero es lo mismo.
21
—¡Me c... en diez! —dijo Costa, seminconsciente.
—¡Chss! —dijo Julio—. No blasfemes. Es pecado, pe-ca-do, ¿me
oyes? ¡Pecado! Estás pecando.
—¡He dicho "en diez"! —gritó Costa, incorporándose bruscamente,
despierto del todo.
—No te sulfures —dijo Julio—. Vas a despertar a tu amor.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que quieres? ¿Qué hora es?
—La hora es lo de menos —dijo Julio—. Hay fuego en la casa.
Costa recobró la posición horizontal murmurando algo entre
dientes, sobre el estado mental de Velasco.
—No hay fuego todavía —dijo Julio—. Pero lo habrá de un
momento a otro, si no me devuelves ahora mismo el "Luminal" que te
presté hace un mes.
—Déjame en paz —dijo Costa—. No sé de qué me estás hablando.
—¡Eres un cerdo! —se indignó Velasco—. Un cerdo y un hipócrita.
—¡Julio, por favor, que mañana tengo que madrugar...!
—Sí. Ya lo sé. Para comulgar, ¿verdad? y al prójimo que lo parta un
rayo.
—Bueno... ¿Qué es lo que pretendes exactamente? ¿Hacerme
perder los estribos y que te tire un zapato a la cabeza?
—No pierdas los estribos, ni los zapatos, ni la gracia de Dios. Pero,
dime, ¿dónde está el "Luminal"?
—¿El qué?
—El "Lu-mi-nal".
—¿Qué es eso?
—¡Mira ahora con lo que me sale el bestia este...! Aquel somnífero
que te presté. Som-ní-fe-ro. ¡De somnum, somni [sueño] y de fero, fers,
ferre, tuli, latum [llevar al]!
—¿Qué te pasa? ¿No puedes dormir?
—¿Ahora te enteras?
—Lo siento. Pero creo que porque no duermas tú... ¡En fin! Eso
que me pides está allí, en el segundo cajón de la mesa, a mano
derecha.
—Precisión. Método. Orden —dijo Julio—. Carpetitas. Etiquetitas.
Puñetitas. No sé cómo podéis vivir así.
El "Luminal" estaba en el segundo cajón de la mesa, a mano
derecha. Julio lo cogió, y, antes de salir, hizo una reverencia grotesca
en dirección a Costa.
22
—Con la venia de Su Excelencia Reverendísima...
—Deja de hacer el indio —dijo Costa—, y vete a dormir.
—Vigilate et orate dicit Dominus [Vigilar y orar dice Maestro]. ¡Aplícate
al cuento, teófago desaprensivo! ¡Buenos días!
Salió.
Desde el pasillo oyó una tos anciana, y el crujido de un somier. La
tos era de doña Adela. Pero el movimiento, no. ¿Crujen acaso los
somieres de los paralíticos?
El movimiento lo había hecho Luisa. ¿Qué postura yacente habría
adoptado ahora...?
Julio entró en su habitación imaginándose todas las poses yacentes
imaginables. Al fin, optó arbitrariamente por la del "Hermafrodita" del
Museo del Louvre.
Después bostezó con delectación morosa y ya no consideró
indispensable el "Luminal". Pero lo tomó. Tomó dos pastillas y no se
sintió excesivamente tentado a tomarse todo el tubo. Recordó que
mañana —es decir, hoy; eran más de las cuatro de hoy, viernes, 3 de
noviembre de 1950, primer viernes de mes, ¡ah, sí!, por eso Costa...—,
recordó que hoy tendría que ver al Rubio para un negocio que al
parecer valía la pena. No sabía de qué se trataba. Sólo sabía por
testimonio del Rubio que habría riesgo, acción y ganancias... Una
especie de "Luminal" contra el otro insomnio. El otro, el más terrible,
no el del café portugués, sino el de la manzana del Génesis.
El del Ego sum Lux mundi [Soy la Luz del mundo].
Julio apagó la luz de su habitación. Era sencillo. Bastaba con
apretar el botoncito de la pera.
Con la luz encendida no hubiera podido dormir. La luz producía
insomnio. Pero no siempre había un interruptor al alcance de la mano.
No toda luz era accesible. (Lumen inaccessibile. [Luz inaccesible]) No
toda luz era embustera a través de un prisma. (Lux vera. [Luz verdadera])
Pero toda luz impedía dormir. Aun cerrando los ojos. La luz pesaba
sobre los párpados, e impedía dormir. Porque la luz pesaba, eso era
cierto. Lo habían descubierto los sabios últimamente. Él no hubiera
necesitado el testimonio de los sabios. Lo sabía por experiencia.
El "Luminal" obró rápidamente, pero Julio aún tuvo tiempo de oír
una vez más la tos de doña Adela, y en seguida la sirena de un tren, un
tren cualquiera, que, con alaridos de angustia creciente, pedía entrada
en la estación.
23
"Un tren de mercancías —discurrió Velasco, en la frontera de dos
mundos—. Los pobres nunca supieron cantar... Mudos y tan
despacio... Pero de vez en cuando llegan a algún sitio. En Algún-sitio
es de noche y el guardagujas fuma en imperfecto de subjuntivo
envuelto en su bufanda. El tren es viejo, menos que las estrellas, pero
viejo y trae una herida en la cabeza. El guardagujas le hace una caricia
verde, y las estrellas se dan a la fuga ante el ímpetu arrollador de los
camiones de pescado… Son. Pero ya no están. El tren llega. Y está.
Pero ya no es. El guardagujas sigue siendo, o habiendo sido o
pudiendo haber sido. Y fuma. Y tose. Y se muere de soledad envuelto
en su bufanda. Y sigue tosiendo. Y llora sus encantos marchitos y sus
momentos rojos y sus años de luz... Setenta y cinco años de luz.
Mentira. Las estrellas se quitan años. Cuando comadrean en Morse
con sus compañeras de constelación, se quitan años. Se pasan la noche
haciendo guiños como las mozas frívolas, pero no logran conquistar al
guardagujas. El guardagujas es viejo, no tanto como ellas, pero viejo...
y no se deja engañar tan fácilmente. El guardagujas es un astrónomo
que oculta bajo su calva el secreto de la edad de las estrellas...
"Twentieth Century Fox", "Paramount", Antarés, Zanzíbar, Acapulco,
Estambul..., y todos esos sitios donde no hemos estado apenas nunca...
Río Grande del sur... y todos esos sitios... Arizona y todos esos sitios,
in partibus infidelium [en parte infieles], posteriores a Atenas y a Juan
Sebastián Bach Elcano ...urbi et orbi [a la ciudad y al mundo]... etcétera...
etcé...tera, et...cet..."
24
Venus de Siracusa Victoria de Samotracia
"Antinoo" del Museo de Olimpia
“Hermes” de Praxíteles
“Hermafrodita” del Museo del Louvre
25
CAPÍTULO II
"¡Teófago desaprensivo! —pensó Costa—. ¡Qué bruto! Juega a ser
malo. Demasiado talento. Demasiadas lecturas. ¿Habrá perdido la fe?
No creo. Me llama hipócrita. ¿Lo soy? No. Él, sí. Pero al revés.
¿Respeto humano? Lo dudo. Le importa un comino todo. De todas
formas..., tendríamos que hacer algo por él. Ofrecer la misa y la
comunión de mañana por él.
"¿Qué hora es? Más de las cuatro. Ese canal... No. Perdón. Me he
acusado esta tarde de eso. Me dejo llevar de la ira. Jesu mitis et
humilis corde, fac cor meum secundum Cor tuum… [Jesús corazón humilde
y manso, haz que mi corazón secunde al tuyo...]"
Antonio Costa cogió el despertador de su mesita de noche y se
aseguró de que la lengüeta del dorso señalaba "Timbre". La tercera
aguja marcaba las siete. Podría ponerla a las siete y media. No. Vade
retro [Retrocede]. Media hora de meditación antes de la misa. ¿Hacerla
mientras? No. Seguir la misa con el misal. Espíritu litúrgico. ¿Tema de
la meditación? La Eucaristía. El Corazón de Jesús en la Eucaristía.
Primer punto: como alimento en el comulgatorio. Segundo punto:
como amigo en el Sagrario. Tercer punto: como víctima en el altar.
Costa apagó la luz y se dispuso a dormir.
Doña Adela tosía.
"Y como fruto de la meditación..."
(Doña Adela tosía.)
"... hacer una comunión fervorosa y..."
(Doña Adela tosía.)
"...y ...en la habitación de doña Adela, en un lecho inmediato,
dormía... "
"No. En otro momento. Ahora, no."
26
"...dormía Luisa..."
"¡No!"
¡Luisa!
"¡No!"
¡Luisa!
"¡Que no! ¡Válgame Dios!"
Luisa semidesnu...
"¡Virgen Santísima, ayúdame!"
Luisa semidesnuda y con los labios entreabiertos...
"¡Virgen Purísima! ¡Virgen Inmaculada, sálvame!"
¡Huye! ¡No plantes cara! ¡Huye! Piensa en otra cosa... ¿En qué...?
Luisa tibia, blanquísima y abandonada...
M-m-mañana cobras el mes. Cómprate una corbata. Aquella que
viste en el escaparate de Viñuela. Aquella roja con lunares azules. ¿Y
qué más… y qué más..., y qué más vas a comprarte? Un libro. El Vive
tu vida del P. Arami. Y luego...
Luisa dormida con una mano sobre el seno y...
Y luego, y luego, y luego...
...y el brazo derecho extendido a lo largo del cuerpo...
¡Virgen bendita! Y luego..., ir a la Congregación a jugar al ajedrez.
Y luego...
...y la mano derecha...
Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea…
Escucha. Un tren. Un tren que llega por la vía portuguesa o sabe
Dios...
se recrea
en tu graciosa belleza.
El tren. Pide entrada. No se la dan.
A ti, celestial princesa,
Virgen Sagrada María,
te ofrezco desde este día
alma, vida y corazón...
Ahora. Menos mal. El tren ha entrado en agujas.
¡Mírame con compasión!
¡No me dejes, Madre mía...!
27
La sirena del tren enmudeció. Doña Adela dejó de toser. Antonio
Costa respiró.
—Un momento. ¿Estás seguro de no haber consentido un poco?
—¿Quéee?
—¿Estás seguro de no haberte demorado un poco?
—No. No. Seguro. No ha habido consentimiento ni demora.
—Yo no estaría tan seguro.
—Yo sí.
—Yo no.
—Yo sí. Yo sí. ¡Yo sí! Déjame en paz.
¿No crees que has tardado más de la cuenta en rechazar la imagen
de Luisa semidesnu...?
—¡Calla! ¡No! ¡No, por favor! ¡No he tardado! ¿Verdad que no he
tardado?
—Yo creo que sí. Ha sido una fracción de segundo, si quieres. Pero
en una fracción de segundo cabe un pecado mortal.
—Es cierto. Pero yo no... ¡Dios mío! yo no he querido ofenderte.
Yo no he podido ofenderte. Yo no...
—Tal vez no. Pero tal vez, sí.
—TAL VEZ SÍ...
—Y en ese caso...
—...si esta noche...
—...murieras...
—...tal vez me salvara, pero...
—...tal vez te condenaras.
—No. No es posible.
—Haz un acto de contrición perfecta, por si acaso.
—Dios mío. ¡Me pesa haberos ofendido por ser Vos quien sois!
—¡Mentira! Te pesa —si es que te pesa— por miedo al infierno.
Eso es atrición. No vale.
—¡Señor mío Jesucristo! Dios y hombre verdadero, Creador y
Redentor mío, por ser Vos quien sois...
—¡Fórmula! ¡Pura fórmula…! Vete a ver a un sacerdote.
—¿A estas horas? ¡Estás loco...!
—¿Serás capaz de pasar la noche en pecado mortal?
—Pero si yo no... ¡Dios mío! ¡Padre mío! Tened compasión de
mí…
28
Abba. Pater. Si fieri potest… [Dios. Padre. Si es posible...]
Antonio Costa estaba tendido boca abajo en su Getsemaní.
Había entrado en agonía, y sudaba copiosamente. Al cabo de un
rato, el Omnipotente y Sempiterno Dios tuvo compasión de su hijo
Antonio Costa. Y a eso de las cinco de la mañana del viernes, cuando
Antonio Costa había apurado hasta las heces su cáliz de amarguras,
Dios le envió un ángel confortador con el cáliz dulcísimo del sueño.
El ángel veló durante un rato el sueño de Antonio Costa, y después
hizo mutis sigilosamente, dejando al muchacho solo, indefenso y
tranquilo en poder de las tinieblas...
Y entonces...
"...amapola o herida o boca de mujer o nudo de corbata roja o
bombilla roja de peligro todo eso simultáneamente o sucesivamente o
nunca pero rojo y allí en lo negro al otro lado de la ventanilla un color
sospechoso fugitivo de algo desertor de una forma cualquiera a través
de la noche paralelo a su viaje paralelo a su tren cal viva en los ojos y
un miedo infinito en el alma y un seminarista sentado frente a él Julio
Velasco con sotana y beca roja y un libro en las rodillas mira mira esto
mira que cosa tan roja carcajadas de Julio Velasco y su dedo índice
señalando el pliegue de la beca roja eso es el cristal lo refleja gracias
voy a abrazarte y Julio no quiero antropófagos ríe vae victis [¡Ay, de los
vencidos!] silencio estamos en estudio cruel tres timbrazos señal de
llamada del Padre Rector es a mi Julio va a mí por faltar al silencio en
estudio expulsado del tren Julio Julio marchó y la cosa roja cada vez
más roja y allí luego entonces no era no no era nada de reflejo algo de
por sí o la amenaza de algo terrible sobrenatural amenaza roja
candente quema las pupilas cerrando los ojos igual párpados inútiles
cráneo transparente peligro mortal huir abrir la puerta y huir pasillo
adelante Julio no volvió, abrir la puerta y huir, abrir la puerta de prisa
abrir socorro abrir huir abrir de prisa madre huir..."
"Perdido. Irremediable. Perdido. Puerta cerrada por fuera. Horno,
Ataúd. Celda de preso. Reo de muerte. Perdido. No mirar. No mirar.
Pero la mirada de la cosa roja, barreno implacable en la nuca, barreno
sediento, barreno imantado. Mirar. Frente e frente. Verdugo. Morir.
Asfixia. Locura, Rezar. Imposible. Olvidado. Gritar. ¡Madre! ¡Madre!
¡Mamá! Viejas sólo. El tren loco a través de los campos. Detener el
tren. Aparato de alarma. No hay. Y ahora todo rojo. Ha entrado el
verdugo. ¿Por dónde? Llamas. Veneno. Sangre en polvo. Asfixia roja.
29
Fiebre. Muerte roja. Perdido. O saltar. Romper el cristal y saltar.
Romperlo. Ya está. Saltar. ¡No! Me llamaba el Padre Rector. ¡Salta!
Deja el equipaje. ¡Salta! En el equipaje están las indulgencias. ¡Salta!
Un terraplén horrible. Me mataré. Es preciso. Arde todo. ¡A la una! ¡A
las dos! ¡A las tres!"
"He saltado. Sin remedio. He saltado. Y sin indulgencias. He
saltado. Frío. Vértigo. Tobogán de tinieblas. Y abajo la muerte.
Cuestión de segundos. Salmos penitenciales. Miserere mei Deus
secundum magnam... secundum magnam... [Dios ten piedad de mí conforme
a… conforme a...] ¿Cómo sigue? No hay tiempo de acordarse. Pater
noster [Padre nuestro]. Y aquella oración tan larga y tan terrible. ¿Cómo
empieza? Cuando mis ojos hayan perdido el movimiento, cuando mis
manos hayan perdido la voz, cuando mis pies, etcétera, etcétera, Jesús
misericordioso tened compasión de mí. Ah sí. Secundum magnam
misericordiam tuam [Conforme a tu misericordia]. Y después "Méteme,
Padre eterno en tu pecho, misterioso hogar..." Y ahora nada. Vacío.
Trigales. La tierra. La nada. He llegado. He muerto."
"No han podido verme gracias a los trigos. ¡Qué bien se está
muerto entre los trigos! ¡Sin ataúd, sin lápida, sin epitafio, sin corona!
¡Qué bien se está! Y hay flores. Flores silvestres. Amapolas. Porque
eso rojo no puede ser más que una amapola aunque yo haya muerto y
ella diga: "Bésame." Amapola, ¿qué dices? Es la voz de mi hermana
Ana Mari. ¿Que te bese? ¿No ves que estoy muerto? Así y todo trataré
de besarte, en la boca. ¡Espera! ¡Espera! ¡Espera! ¡No te vayas!
¡Espera! ¿Por qué escapas ahora? ¡Ana Mari! ¡Ana Mari!"
"Se va. Huye. ¿Por qué huye? Se aleja corriendo por entre los
trigos. ¡Corre detrás de ella! ¡Corre!"
"Se perdió. Pero yo no estoy muerto. Debo de haber soñado. ¿Qué
estoy haciendo yo, en este trigal? ¡Ah, ya sé. Bueno un nido de
alondras. ¿No me ve nadie? No. Luisa también lo sabe. Pero voy a
quitárselo. ¿Dónde se habrá escondido Luisa? ¿Por qué correría tanto?
¿Por qué se habrá escondido? Allí hay una alondra cantando quieta en
el aire. Justo debajo de ella estará Luisa."
"¿Lo ves? Chss... Está durmiendo. Seda negra y encajes. Luisa
semidesnuda, con los labios entreabiertos, Luisa tibia, blanquísima y
abandonada, una mano en el seno y su brazo derecho extendido a lo
largo del surco, y su mano derecha sobre el nido de alondras.
30
¿Ocultándolo? ¿Protegiéndolo? Tal vez señalándolo. Pero, ¿cómo
quitárselo, sin que ella lo note? Tenderme a su lado. ¡Cuidado! La
mano... un momento, la mano... Ya es mía... Ya es mía..."
"¡El timbre de alarma! ¡Ha sonado el timbre de alarma! ¡Antes no
había timbre de alarma! ¿Quién ha tocado el tim...?"
La tercera aguja del despertador descansaba en las siete, ajena a
todo y segura de sí misma. La aguja horaria se le había ido acercando
por detrás, imperceptible y fría, como un delincuente. A las siete en
punto, la alcanzó, saltó sobre ella y la cubrió por completo un instante.
Pero alguna ruedecilla de guardia en el interior se alarmó en seguida,
y promovió el escándalo del timbre.
El sonido del timbre penetró en el cerebro de Costa, con ímpetu
ciego de autómata loco. Sorprendió a las células traviesas de la
fantasía en pleno carnaval, aprovechando el sueño de las otras. "Chss,
chss, no las despiertes... —dijeron el sonido intempestivo las células
noctámbulas—. Juega con nosotras. Entra en nuestro baile de
disfraces. Sigamos la fiesta. Tú no eres un timbre de despertador, sino
el timbre de alarma de un tren." Una de las células opuso: "¿No
quedamos en que no había timbre de alarma?" "Es igual —dijeron sus
compañeras impacientes—. Será un tim..." Pero entonces el sonido
ciego tropezó con una de las células dormidas, y la despertó. Y ésta
despertó a todas las demás células serias y mandonas. Y todas
gritaron. "¡El despertador!" Y las células oníricas tuvieron que
interrumpir su mascarada, y huyeron melancólicamente. Y el viento de
su fuga dispersó por los ámbitos de la conciencia brusca y destructora
los jirones maltrechos de su carnaval...
Antonio Costa despertó en pedazos. Un pedazo bañado en una
sensación de rojo obsesivo.
Otro en una sensación de irremediable. Un irremediable negruzco y
pegajoso.
Otro pedazo, el correspondiente al pecho, despertó bajo un agrio
pellizco de ventosa, pero por dentro y hacia dentro.
Otro pedazo de Antonio Costa despertó relamiéndose las fauces
absurdamente satisfechas después de un banquete en futuro y en
sueños.
31
Y por último despertó el pedazo superior de Antonio Costa, el
pedazo rebelde y autónomo que se atrevía a enfrentarse contra todo el
resto de su ser; el pedazo tirano que juzgaba y condenaba y
atormentaba a Antonio Costa en sus propias ergástulas [prisión de
esclavos en la Antigua Roma]; el pedazo cruel e inflexible cuya voz hacía
temblar a Antonio Costa; en cuya presencia Antonio Costa no era más
que un esclavo miserable y tartamudo...
—¿Qué has hecho, cerdo inmundo? ¿Qué has hecho?
—¿Yoo? Nada. Yo no he hecho nada. Ha sido en sueños.
—¿Y tú crees que no has sido responsable de un sueño como este?
—No. No creo.
—Recuerda las imágenes obscenas que no supiste rechazar anoche.
—Las rechacé. Yo, mientras estuve despierto, las rechacé.
—Mentira. Tu sueño demuestra lo contrario. Y ahora mismo..., ¿en
qué estabas pensando ahora mismo? ¿En qué estabas recreándote,
hace un instante, ya despierto?
Antonio Costa saltó de la cama con prisa de animal fugitivo. Con
los ojos cerrados, se quitó el pijama y buscó instintivamente una
lumbre donde arrojarlo. Lo sostuvo un instante entre el pulgar y el
índice como si se tratara del vendaje recién arrancado de un leproso.
Después lo metió en el cajón inferior de la cómoda, destinado a la
ropa sucia.
Abrió la ventana a la luz del día. Una luz sucia como el agua de
fregar cacharros. Pero en aquel momento le sentó bien.
Estaba lloviznando. Como la tarde del Cementerio. Ayer, sí,
válgame Dios. Fue ayer tarde.
El día anterior, Día de los Difuntos, Costa había ido dando un
piadoso paseo al Cementerio de la ciudad. Como no tenía ningún
familiar enterrado allí, se detuvo a rezar un De Profundis [Desde las
profundidades] ante la tumba de Unamuno, de quien Velasco le había
hablado tantas veces. Mientras rezaba, leyó el epitafio de Don Miguel,
que en paz descanse.
¡Méteme Padre Eterno en tu pecho,
Misterioso hogar!
Allí estaré. Pues vengo deshecho
del duro bregar.
32
Consideró que aquel epitafio no estaba nada mal como jaculatoria,
y que él tenía motivos para repetirlo más de cuatro veces. Pero no se
atrevió a incluirla en su repertorio hasta no tener ideas claras sobre la
ortodoxia del autor. Y eso tendría que consultarlo con otro que no
fuera Julio Velasco, cínico, medio hereje y parte interesada. Además,
aquella oración breve nunca estaría dotada de indulgencias. Y era
preciso atesorar indulgencias, muchas indulgencias, sin preocuparse
de contarlas. Dios se encargaba de la contabilidad y de la
administración. Porque las indulgencias que ganaba Antonio Costa no
eran para él. Las había cedido todas a priori generosamente, a favor
de las Almas del Purgatorio. Voto de Ánimas se llamaba esto, y
también Acto Heroico de Caridad en favor de las Benditas Ánimas.
El héroe Antonio Costa asomado a la lluvia y al recuerdo de sus
andanzas del día anterior, había logrado serenarse un poco y casi casi
convertirse en hombre.
"Por cierto. Creo que esta noche yo también he muerto en sueños.
Y después... ¡Qué horror!"
De repente se abrieron sus ojos y comprendió que estaba desnudo
(Génesis, 2,7).
Pero en lugar de unas hojas de higuera, utilizó su albornoz para
cubrirse. Así y todo, siguió tan desnudo y tan indefenso como antes y
sin ninguna fronda próxima donde ocultarse de su propia voz.
Además estaba sucio, profundamente sucio. Su instinto de hombre
limpio le sugirió una ducha. Y estando bajo la ducha, su conciencia le
sugirió la Confesión.
—No puedes comulgar así. Tienes que confesarte antes.
—¿Pero de qué?
Llamaron a la puerta. "¡Lecheeero!" Luisa salió a abrir, en bata y
en zapatillas. Costa la sintió por el pasillo y por su médula espinal.
¡Luisa! ¡Había sido Luisa! No, pero antes, o tal vez al mismo tiempo
había sido su...
"M-m-monstruoso."
Antonio Costa no había leído a Freud. Julio Velasco, sí. Pero en
aquel momento Julio Velasco estaba apuradísimo, perseguido de cerca
por un toro en la habitación de enfrente. Costa hubiera podido salvarle
del toro con sólo llamar a su puerta y despertarlo. Y al mismo tiempo
tal vez hubiera conseguido de Velasco una interpretación de su sueño
más o menos pintoresco, más o menos verídica, y desde luego
provechosa para su ánima en estado de catástrofe.
33
Pero Costa salió de la ducha y pasó de largo ante la puerta de Julio.
Primero, porque estaba demasiado anonadado bajo su propia garra de
heautontimoroumenos [el que se atormenta a sí mismo] para recordar que
existiera un tal Velasco, y menos un tal Freud. Segundo, porque sólo
en caso de vida o muerte se hubiera atrevido Antonio Costa a desafiar
las iras de un Velasco despierto a horas intempestivas.
Costa no consideraba su caso de vida o muerte. No sentía el prurito
de un diagnóstico ni la necesidad de una terapéutica. No aspiraba a
una paz. Ni siquiera a una certidumbre. No aspiraba a nada. No trataba
de llegar allí, sino de escapar de aquí. Escapar de sí mismo con prisa
de animal apaleado o de esclavo prófugo o de superviviente de un
temblor de tierra.
En la cocina estaba Luisa. Cantaba algo a media voz, y hacía ruido
con las cacerolas de aluminio. Costa se plantó de un salto en su
habitación, y cerró la puerta por dentro. Pero no pudo lograr que la
canción de Luisa se quedara fuera.
Acércate más y más y más,
pero mucho más...
"¡Ave María Purísima! Luisa estaba en quimono. Costa se persignó,
como exorcismo y como introducción a sus rezos matinales.
Y bésame aquí y aquí y aquí,
como besas tú...
Costa hizo la señal de la Cruz íntegramente, como enseña el
catecismo. Tres cruces. La primera en la frente, la segunda en la boca,
la tercera en el pecho...
...aquí y aquí y aquí —seguía cantando Luisa,
Costa se horrorizó de su sacrílega asociación de ideas, y por un
momento se sintió impulsado a arrojarse de cabeza contra la pared. No
era la primera vez que sentía tan peligrosa inclinación, en sus
momentos de crisis. Pero el instinto de conservación siempre se había
interpuesto oportunamente entre su cráneo y el muro, a tiempo de
evitar una colisión que hemos de suponer desventajosa para el
primero. Ahora sucedió lo mismo.
34
Costa recordó que no había rezado el Te Deum [A ti Dios] al
levantarse, y empezó a recitarlo mientras se vestía.
—Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur [Te alabamos Dios, te
confesamos Señor] —dijo Costa, al tiempo de calarse un calcetín.
Acción de gracias sin gratitud. Alabanza sin entusiasmo. Esta
mañana, el espíritu de Costa no tenía nada que ver con el de San
Ambrosio cuando compuso el himno, ni con el de la Liturgia
católica cuando lo cantaba.
Lo recitó maquinalmente, como una devota cualquiera, pensando
entre otras cosas en lo que había de decir al confesor antes de
comulgar, y en la manera de salir de casa sin hacer ruido y sin tropezar
con Luisa.
Sólo al llegar al último versículo reaccionó profundamente, y creyó
ser sincero:
In Te Domine speravi —dijo.
In Te Domine speravi —insistió.
In Te Domine speiavi non confundar in aeternum [En Ti Señor espero
que la confusión no dure eternamente].
La tercera vez lo repitió en voz alta, silabeando rotundamente, sin
tropiezos linguodentales.
Se sintió consolado. Estaba frente al espejo del lavabo, y casi se
consideró con derecho a sonreírse a sí mismo. A su modo, lo hizo.
Pero observó con asombro que el espejo no le respondía con su
acostumbrada fidelidad mimética. El rostro del espejo hizo una mueca
que tenía muy poco de sonrisa. Y en seguida se puso serio, frunció el
entrecejo, abrió los ojos desmesuradamente y se le quedó mirando con
una especie de horror y de reproche absoluto.
Costa no tuvo valor para sostener aquella mirada y bajó los ojos,
avergonzado y culpable. Abrió el grifo distraídamente, y puso sus dos
manos en forma de cuenco bajo el chorro de agua fría. Después se las
restregó enérgicamente como si en realidad las tuviera sucias.
Las manos blancas, casi femeninas, ex predestinadas al altar,
ex ilusionadas con un mañana de Hostias Santas y de bendiciones
santificantes, las manos fracasadas, pero blanquísimas, de Antonio
Costa fueron enrojeciendo poco a poco a fuerza de torturarse
mutuamente, a fuerza de torturarse en vano, porque estaban limpias.
35
Al cabo de un rato, Costa descubrió que se estaba lavando las
manos, y sintió una pizca de curiosidad por lo que pudiera opinar de
aquello el rostro del espejo. Lo miró mientras se secaba con la toalla.
El rostro del espejo estaba pálido y ahora sonreía de verdad, con una
resignación tan honda que parecía haber renunciado a su anterior
conato de rebeldía, y haber recobrado su condición normal y su oficio
de reproducir servilmente las facciones y las expresiones de Antonio
Costa.
Y así, cuando Costa consultó el reloj y supo que faltaban cinco
minutos para las ocho, ambos rostros expresaron un sobresalto
unánime.
Y cuando un segundo después sonaron unos golpes en la puerta de
la habitación, y Costa dirigió al espejo una mirada interrogativa, no
obtuvo del rostro del espejo otra respuesta que su propia mirada
interrogativa
Se puso la americana, y dijo:
—¡Adelante!
Vio girar inútilmente el pestillo, y recordó que había cerrado por
dentro.
Luisa. No podía ser nadie más que Luisa, ¡Virgen Santa! Abrió.
—¡Buenos días! Te traigo el desayuno.
—¡Ah, sí...! Pase... Digo, pasa. Déjalo por ahí.
—¿Has dormido bien?
—Sí. Muy bien. ¿Y tú?
Luisa entró y dejó la bandeja sobre la mesita de noche.
—Pues yo diría que no has dormido bien. Tienes mala cara...
Luisa estaba allí, en quimono, a dos pasos de él, mirándole con la
mayor frescura, como si no hubiera sucedido nada entre ellos. Como
si no hubiera...
Costa le volvió la espalda y se puso a buscar algo en un cajón de la
cómoda.
—¿Qué buscas? —dijo Luisa.
¡Qué sabía él! Cualquier cosa. Por ejemplo...
—Un pañuelo.
—¿No sabes que los pañuelos están aquí? —insistió Luisa, inocente
y divertida, abriendo el cajón de la mesita de noche.
36
—¡Ah, sí! Perdona.
Luisa rió a carcajadas, y Costa no tuvo más remedio que acercarse
a ella para recoger el pañuelo que le tendía. Le dirigió una mirada
breve y asustadiza. Era guapa... y la misma. La del trigal dorado. La
de la ropa interior de seda negra. La del nido de alondras...
—Gracias —dijo Costa.
Y asiéndose a la posibilidad de haber dejado flojo el cordón de un
zapato se dispuso a apretárselo, colocando el pie encima de una silla.
Fue entonces cuando descubrió que a causa de las prisas y del Te
Deum había incurrido en el lamentable descuido de ponerse un
calcetín del revés.
Luisa, que estaba pendiente de sus gestos, lo notó en seguida. Y él,
ante la imposibilidad de disimularlo, se anticipó a las burlas de la
chica, con un gesto cómico de desesperación. Rieron los dos. Ella,
sinceramente; él, por salvar las apariencias y con la secreta esperanza
de que Luisa se marcharía en seguida y le permitiría subsanar a solas
su error indumentario. Pero Luisa, pizpireta y eufórica, no pensaba lo
mismo.
—Supongo que no pensarás ir a la oficina con un calcetín del
revés...
—No. Claro que no. Ahora le daré la vuelta.
Luisa no se iba. Y Costa, para hacer tiempo, tomó un panecillo de
la bandeja y se lo devoró en tres mordiscos...
—Si gustas... —dijo con la boca llena.
—Que aproveche —dijo Luisa—. Me voy.
Costa tomó la taza de café y se la llevó a los labios. Pero no llegó a
beber.
Luisa ya estaba en el pasillo cuando sintió a sus espaldas el ruido
inconfundible de la loza al estrellarse contra el suelo. Volvió a entrar.
—¿Qué ha pasado?
Costa estaba de pie junto a la cama, contemplando con mirada fija
y estúpida los pedazos de taza y el charco de café.
Demasiado tarde. Había comido. No podría comulgar.
—¿Qué ha pasado? —repitió Luisa, intranquila por la extraña
actitud del muchacho.
—Pues, ¿no lo ves? —habló Costa por fin—. He tirado la taza de
café y, naturalmente, se ha roto.
37
—Naturalmente.
—No te enfades.
—Pero si no me enfado. ¿A quién se le ocurre? Eso no tiene la
menor importancia.
—Te parece a ti.
Costa se puso en cuclillas, decidido a recoger los pedazos
dispersos.
—Deja eso. Te digo que dejes eso. Ya lo haré yo. Ven a la cocina, y
te daré otra taza de café.
Costa no hizo caso, y siguió recogiendo sin prisa los restos de la
taza, con aire pensativo.
"Irremediable. Imposible. Estoy perdido. No puedo comulgar. Los
nueve primeros viernes a paseo. Perdón. La perseverancia final. La
gracia. Todo. Sagrado Corazón de Jesús... Estoy perdido. No puedo
comulgar."
—Antonio, no seas cabezota. Deja eso. Ven. Hala, ven. No tiene
importancia.
—¡Déjame en paz! ¿Tú qué sabes?
Luisa quedó desconcertada por la insólita brusquedad de Costa. En
efecto, ¿ella qué sabía? Se encogió de hombros y con aire ofendido
salió de la habitación. Costa no hizo nada por retenerla.
¿Ella qué sabía? Primero el sueño, y ahora... Después de todo,
había sido una solución. Negativa, pero radical. Lo único que impedía
inexorablemente comulgar. Lo único irreparable en el confesionario
del padre López.
Costa recordó el caso de aquel ex combatiente de tres guerras,
herido cuatro veces, condecorado otras tantas, que hacía poco había
muerto aplastado por la furgoneta de un panadero.
Pero, de todas formas, tendría que confesarse. Había pecado.
No podía menos de haber pecado. Dios se había hartado de él. No
quería saber nada de él. No quería venir a él. Le repugnaba su
inmundicia. Su tibieza le producía náuseas. Jesús huía de él. Jesús, el
amigo de los leprosos, el defensor de la mujer adúltera. Jesús, todo
amor, todo perdón, todo corazón..., huía de él. ¿Qué había hecho?
"¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me has abandonado?"
Se acercó a la ventana y arrojó por ella los restos de la taza rota.
38
"¡Pobre Luisa! Ella no tiene la culpa. Ella es un instrumento ciego
en manos de... ¿En manos de quién sabe? De la providencia, tal vez. O
del destino, como dice Julio. Se ha enfadado conmigo. Lo siento.
Claro que lo sientes. Sientes más el enfado de Luisa que el enfado de
Dios. Ve a pedirle perdón. ¿A Luisa? No. A Dios. Primero, a Luisa.
Estará en la cocina. Ahora podrás desayunar tranquilamente. No del
todo. Al menos, oír misa. Eso. Al menos, oír misa. En marcha. Son
más de las ocho."
Salió sin despedirse de Luisa. La lluvia había cesado. Pero el cielo
conservaba su color parduzco y su ceño hostil. El otoño se excedía.
Demasiado austero. Demasiados días sin sol. Costa se subió el cuello
de la gabardina y empezó a caminar de prisa calle abajo sin
preocuparse demasiado de las circunstancias climáticas. Pero era
evidente que su problema interno se hubiera simplificado un poco en
una mañana de sol.
En algún sitio, a aquellas horas el sol estaría luciendo. En su
pueblo, tal vez. Un pueblo feo, triste, sin historia y sin árboles, en
tierras de la Armuña. Un pueblo sin paisaje y sin accesorios
superfluos. Bueyes de fuerza para la dura labranza del secano. Una
iglesia vieja y limpia para el domingo por la mañana. Una taberna
vieja y sucia para el domingo por la tarde. Un alcalde bruto, un cura
campechano, un médico a la antigua, un maestro que "entonces" no
quitó el crucifijo, según unos, y votó por Manso [líder socialista salmantino
durante la II República], según otros; en todo caso, actualmente es
delegado de Falange; un alguacil-pregonero-sacristán-barbero-
borrachín que perdió un ojo en la guerra de Cuba y sabe hacer coplas
picarescas; media docena de quintos cada año; una procesión votiva
cada mes; un chisme de vecindad cada semana; y el Angelus [oración en
honor del misterio de la Encarnación] tres veces cada día. Trabajo, buena olla
y mucho sol. Eso sí. Un cielo limpísimo y unas hermosas mañanas de
sol, perfumadas de tomillo y de flor de saúco y de mieses maduras...
Hacía muchos años que Costa sólo visitaba su pueblo en verano, y
siempre se lo imaginaba inmerso en la luz y en el aroma de una
mañana estival.
Ahora, por ejemplo, mientras camina calle de Zamora abajo, Costa
no sé por qué ha pensado en su pueblo. Su pueblo está a treinta
kilómetros de aquí. Pero Costa ha pensado en él como en un lugar
exótico y lejano, donde seguramente luce el sol. Algo muy lejos de su
espíritu y de esta mañana de ciudad, algo muy lejos de este instante
39
preciso en que Costa pasa frente a la puerta de un bar y tiene que salir
de la acera porque están descargando cajas de mariscos de una
camioneta, y huele a amoniaco o tal vez a lejía, y desde luego a asfalto
húmedo y a gasolina quemada...
¡Qué bien se estaba entre los trigos! ¡Qué bien! ¡Oh, no, no...! Los
del sueño, no. ¿Qué haría él para olvidar el sueño, Dios suyo?
"—¿Por qué no entras aquí, en los Carmelitas?
"—No. Tengo que confesarme.
"—Aquí también confiesan.
"—Sí, pero, no..., no me comprenderían. Sólo el padre López me
comprende."
Sólo el padre López tenía paciencia para comprenderlo.
Adelante. Sirvientas al mercado; beatas a misa; dependientes a las
tiendas; albañiles a las obras; ferroviarios a la estación; Costa al
confesonario del P. López, S. J. [Compañía de Jesús], en la iglesia de la
Clerecía.
La plaza Mayor estaba casi desierta a aquellas horas. Costa avanzó
de prisa bajo los porches; esquivó ágilmente el servicial asedio de los
limpiabotas; y sólo se detuvo un instante frente a los almacenes de
Jesús Rodríguez, para comparar la hora de su reloj con la del reloj del
Ayuntamiento.
En aquel mismo instante, Ignacio Larrañaga y Pedro Antúnez
doblaban la esquina de la calle del Prior y se disponían a cruzar la
plaza en dirección contraria a la de Costa, Costa, al levantar los ojos
del reloj, los vio; y estaban ya demasiado cerca para poder librarse de
ellos.
—¡Caramba, caramba, caramba! —dijo Larrañaga, borracho y
efusivo.
—"Con la Iglesia hemos topado, Sancho" —dijo Antúnez, borracho
y agresivo.
—Adiós, señores —dijo Costa de soslayo y sin intención de
detenerse.
Larrañaga le cortó el paso.
—No sabes la devoción que me da el verte. Mira, Antúnez, te
presento a San Antonio de Costa.
—Ora pro nobis [Ruega por nosotros] —dijo Antúnez.
—Bueno —dijo Costa—. Celebro veros. Pero tengo prisa.
—Es pronto todavía —dijo Larrañaga—. Ven a tomar un copetín
con nosotros. Precisamente andaba buscándote, Tengo que contarte...
una…
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—¡No! —saltó Antúnez—. ¡No! Paso. Si tengo que oír por
decimosexta vez tu historia sagrada, me retiro. Paso.
—Como ves, Antoñito —dijo Larrañaga, comprensivo y
confidencial—, mi camarada Antúnez se encuentra en un lamentable
estado de embriaguez...
Antúnez se sublevó estruendosamente. Pero Larrañaga prosiguió
imperturbable su discurso.
—...y mi natural f-f-fri...lantopía y mi innata cara... caba… cabare...
carabellosidad, me obligan a acompañarle a su domicilio. Pero,
palabra de honor, fíjate bien, ¡palabra de honor!, que volveré en
seguida. ¿Dónde me esperas?
—No puedo esperarte en ningún sitio, hombre. Tengo que entrar en
la oficina.
—¿Cómo? ¿Ahora os hacen trabajar de noche? ¡No hay derecho!
Injusticia social, incomprensión social... Crimen social...
—¡M... social! —se indignó Antúnez—. ¡Lo que faltaba! Un mítin.
Ponte a dar un mítin, ahora. Esta faena no te la perdono, ¿eh? ¡Lo a
gusto que estaba yo en el diván...! Y sólo por acompañar al niño, para
que no se pierda..., para que no lo pille un coche..., para que no lo
cojan los perreros municipales... porque va sin bozal. ¿Te has fijado en
que va sin bozal...?
—¡Ingrato! —dijo Larrañaga, desgarradoramente—. ¡Ingrato! De
manera que...
Costa intentó aprovechar la disensión interna para escabullirse.
Pero Larrañaga, que estaba empeñado en sincerarse con Costa a toda
costa, interceptó su conato de evasión en el momento oportuno.
—Escúchame, Antoñito...
Antúnez se alejó.
—Mira —dijo Costa—. Se va tu amigo. No lo vas a dejar solo...
—Déjalo —dijo Larrañaga—. Es un ingrato. Está como una cabra.
Si no es por mí, esta noche se lo comen las zorras. Se lo comen vivo.
Y ahora... ¡Ya ves! ¡La vida enseña! Bueno. Lo que te iba diciendo.
He encontrado un Cristo allá abajo. Un Cristo. Un Cristo de esos que
tú adoras. De esos que yo adoraba antes. Precisamente era el que me
dio mi madre, cuando marché al colegio... Yo quité el Cristo de allí. Y
la zorra que estaba conmigo se reía... ¡Se reía! Como en Las
golondrinas, de mi paisano Usandizaga, que en gloria esté. Yo,
entonces, ¿sabes lo que hice?
41
—Todo eso es muy interesante —dijo Costa—. Pero, de veras, no
puedo entretenerme más. Ya me lo contarás después. Después,
comiendo, me lo contarás. ¿Verdad que sí? Adiós. Hasta luego.
Costa se desentendió de Larrañaga, y se alejó camino de la
Clerecía.
Bien. De todo había en la viña del Señor. Aún había gente más...,
¿cómo diría él?, más... más desgraciada, o sea, más sin Gracia que él,
por esos mundos. Esto era triste, pero consolaba. Un consuelo
ilegítimo tal vez, pero... A propósito. ¿Qué explicaba aquella pobre
gente de un Cristo por allá abajo? Nada de fundamento, seguro.
Estaban completamente borrachos. Lástima de Larrañaga. Un gran
chico. Rezaría por él. Ofrecería la... ¿La qué? Costa, encorvado de
nuevo bajo el peso de sus remordimientos gratuitos, apresuró el paso.
"En sueños he pecado y despierto he comido."
Subió las gradas de la Clerecía con la cabeza baja.
"No merezco entrar. No me atrevo. Me voy."
Se detuvo en medio de la escalinata.
"Vade retro. Introibo ad alteria Dei. Ad Deum qui laetificat,
o al menos, laetificabat, juventutem meam." [Retrocede. Entraré en el reposo
de Dios. Al Dios que regocijaba, o al menos, regocijó, mi juventud.]
Entró.
La Clerecía es un templo confortable. Cristo Eucaristía no es
demasiado exigente en lo relativo a su vivienda. Él acepta de mil
amores el hospedaje que le brinda en su cabaña de paja aquel pobre
misionero del África Central, y soporta divinamente los fríos polares
en las capillas católicas de Alaska. Incluso, humanamente hablando,
casi se inclina uno a pensar que Él prefiere como vivienda una de esas
humildes capillitas de ingenua decoración, perfumadas de fervor
neófito y de flores silvestres, a las suntuosas mansiones catedralicias
del viejo mundo católico, donde sólo recibe visitas protocolarias y en
donde tiene que aguantar las insolencias de caravanas de turistas mal
vestidos. Una catedral católica es como un castillo inglés. Es
magnífico tener un castillo en el condado de York. Pero es más
agradable vivir en un chalet de la costa de California o en un
departamento de la Rue de la Paix [Calle de la Paz]. Al mismo tiempo, es
muy recomendable poseer una residencia señorial y cómoda a la vez
en una calle céntrica de una ciudad cualquiera. Jesús Sacramentado la
tiene, en Salamanca, en la iglesia de la Clerecía.
42
El aroma de cera quemada y de presencia de Dios que respiró
Costa al entrar, reconfortó un poco su atormentado espíritu. Los
bancos de la iglesia estaban llenos de bultos negros y devotos, con
escapularios del Sagrado Corazón. Costa se arrodilló en uno de los
últimos bancos.
"Señor, pequé. Tened compasión de mí." Fue su saludo.
Un momento después, sonó la campanilla del acólito.
Costa alzó los ojos y vio que el sacerdote se disponía a comulgar.
—Domine non sum dignus [Señor no soy digno] —repitió golpeándose
el pecho.
Pero no lo dijo tres veces, como el sacerdote. Porque después de
decirlo la primera vez, creyó oír la voz de Cristo que le respondía:
—Ya sé que no eres digno. Ya lo sé. Por eso no quiero acercarme a
ti.
Sólo a un extraño o a un analfabeto o a la credulidad masoquista de
Antonio costa podía pasar inadvertida la mixtificación.
Después de la comunión del sacerdote, Costa se levantó y se
dirigió modestamente al confesonario del P. López.
El confesonario estaba vacío; y de la puerta pendía un cartelito con
la palabra "Ausente". Costa quedó desconcertado y sintió un calor rojo
en las mejillas. El confesonario del P. López estaba situado a un
extremo del crucero, cerca del presbiterio, y a la vista de gran parte de
los fieles.
Costa, abochornado, dio la vuelta. Los demás confesonarios
estaban asediados por nutridos grupos de penitentes.
"No tengo tiempo", trató de disculparse.
Y se dispuso a volver a su sitio, en los últimos bancos.
Pero en aquel momento volvió a sonar la campanilla del acólito, y
una oleada de fieles se alzó de los bancos camino del comulgatorio,
interceptándole el paso, cortándole la retirada.
El calor de su rostro se intensificó violentamente y, en su
desconcierto absoluto, llegó a rondarle la ocurrencia loca de
incorporarse a la muchedumbre, dejarse llevar por la corriente y
comulgar a pesar de todo.
Pero en seguida resonó en él y se le impuso el concepto
"Comunión sacrílega". Se horrorizó y cayó de rodillas donde estaba;
frente al altar luminoso y florido que habían dispuesto a un lado del
crucero, por tratarse de un primer Viernes. En él se ofrecía al culto de
los fieles una imagen de Cristo con los brazos abiertos y, en el centro
del pecho, su Corazón en llamas…
43
Costa oía la fórmula del sacerdote al distribuir el Cuerpo de Cristo,
repetida cien veces. Veía la expresión de los rostros al volver del
comulgatorio. Rostros serios, pero felices, en los que se leía la
trascendencia de lo que acababan de hacer, y la satisfacción de haberlo
hecho.
Costa se moría de envidia, de soledad y de abandono.
La imagen de Cristo sonreía y abría los brazos delante de él. Pero
él tenía la cabeza demasiado baja para verlo.
Cuando al fin se decidió a levantar la vista, sus ojos sólo llegaron a
la altura de una cinta de seda blanca que circundaba el pedestal. En
ella estaba escrita, con letras doradas, la duodécima promesa del
Corazón de Jesús a sus devotos:
"Al que comulgare nueve primeros viernes de mes seguidos, le será
concedida la gracia de la perseverancia final."
Costa ya lo sabía. Pero ahora lo leyó una vez más y se estremeció.
Tuvo miedo. Se repitió en él la angustia que había experimentado en
sueños, cuando comprobó que la puerta de su departamento estaba
cerrada por fuera.
Consultó su reloj. Las nueve menos cuarto. Podía esperar hasta el
fin de la Comunión. Tenía tiempo. Pero no lo hizo. Ahora ya podía
recurrir a la fuga sin necesidad de morir.
Antes de levantarse, juzgó correcto dirigir a la imagen de Cristo
una mirada de despedida.
Él sabía de antes que aquella imagen sonreía y tenía los brazos
abiertos. ¿Y si ahora hubiera dejado de sonreír y hubiera cerrado los
brazos dejándole a él fuera?
Le hubiera parecido completamente lógico.
Pero no era así. Costa, al levantarse, alzó los ojos y comprobó que
no era así. Cristo seguía con los brazos abiertos.
Pero él tuvo un horrible sobresalto y se dio toda la prisa que pudo
en alejarse de allí. Allí, en el pecho blanco de la imagen de Cristo, se
había posado aquella misma cosa roja y terrible que le había
atormentado en sueños...
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45
CAPÍTULO III
—...Y la muy zorra se reía... se... reía...
—Escucha, La... La... Lagagaga.
—¡Eh, tú! Me llamo La-rra-ña-ga. No mixtifiques mi noble
apellido.
—¿Apellido? Eso no es un apellido. Es una riña de gatos:
Larr-aña-ga. Imposible de pronunciar sin hacer muecas. Te prohíbo
salir de noche con ese apellido. Y mucho más emborracharte con él en
mis inmediaciones.
—Tú no tienes inmediaciones, jovencito. Adoleces de una
formidable atrofia de inmediaciones. Además, yo no estoy borracho,
¿comprendes? Yo soy un hombre de principios.
—¡No me digas!
—Lo que oyes. Mi abuelo andaba por los pueblos recogiendo
hierros viejos con una tartana. Consecuencia lógica: mi padre es un
magnate de la industria cerrajera.
—Consecuencia lógica: tú eres un crápula.
—Modestia aparte.
—Claro.
—¿Qué querías?
—¿Yo? Nada.
—Estás borracho. Tendré que acompañarte.
—No, perdón. Quedamos en que el borracho eres tú, y yo te
acompañaba.
—Ni hablar. El borracho eres tú, y yo te acompaño.
—A mí no me acompaña nadie, ¿entiendes? ¡Ya me estás
acompañando demasiado!
—¿Ah, sí? Pues, ¡salida de canto! Te abandono a tu suerte. Buenas
noches.
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Larrañaga cruzó la calle, ganó la acera opuesta y siguió avanzando
calle arriba, paralelo a Antúnez. Caminaron veinte metros sin hablarse,
sin mirarse, ignorándose mutuamente.
Después empezaron a intercambiar insultos y sarcasmos de una
acera a otra. Y al fin convergieron con unánime espontaneidad en el
primer bar que encontraron abierto.
Entraron sin dirigirse la palabra, y tomaron junto al mostrador las
posiciones más distanciadas de que fueron capaces. Uno a un extremo
y otro a otro. Antúnez apoyó en la barra el brazo derecho y Larrañaga
el izquierdo, dándose recíprocamente la espalda de un modo ampuloso
y ostensible. Era una actitud tan exageradamente hostil que el barman
supo en seguida que sus dos clientes eran íntimos amigos.
—¿Qué toman ustedes? —dijo el barman, imparcial y equidistante.
—No pluralice usted. Yo vengo solo —dijeron Larrañaga y Antúnez
al unísono.
—Perdón —sonrió el barman, entrando en el juego. Se acercó a
Antúnez y preguntó—: ¿Un café, señor?
—Oiga —dijo Antúnez—, ¿es que tengo yo cara de tomar café?
—No. Tiene cara de necesitarlo.
—¡Bien dicho! —dijo Larrañaga.
—¡Muy bien dicho! —dijo Antúnez—. Su respuesta revela una
inteligencia aguda superior a sus años, etcétera. Sólo por eso..., deme
una copa de aguardiente.
—¿Y a usted, señor?
—A mí —dijo Larrañaga— deme un café bien cargado sin nada de
azúcar.
Antúnez soltó la carcajada.
—¿De qué te ríes tú, crápula infecto...? El caballero es un
indeseable —explicó Larrañaga al barman, confidencialmente.
—El caballero es un carmelita descalzo —explicó Antúnez al
barman, confidencialmente—. Es que tiene empeñado el hábito, ¿sabe
usted? Lo empeñó para ir a dar la Extremaunción a Menchu, la del
"Chascarril". Y la muy zorra se reía..., se reía... ¿No se lo ha oído
usted contar nunca? ¡Qué suerte tienen algunas personas! Ahora que
no se apure... En cuanto pise uno de esos tapones de gaseosa que
usted, imprudente y antihigiénico, no ha barrido todavía, no servirá de
nada el "café negro sin na-da de a-zú-car..." Se lo contará. ¡Vaya si se
lo contará!
47
—Y yo le escucharé con mucho gusto —dijo el barman—. ¿De qué
se trata?
—Pues, verá usted... —empezó Larrañaga.
Antúnez apuró de un sorbo la copa de aguardiente, dejó un duro
sobre el mostrador y salió corriendo. No se detuvo hasta su casa.
Larrañaga desistió de referir su historia, y empezó a calumniar a
Antúnez de una forma lo suficientemente desmesurada para que el
barman pudiera comprender que estaba calumniándolo.
Bebió a pequeños sorbos y con grandes muecas su café amargo y
expiatorio. Y siguió su camino hacia su casa, que en aquel momento
significaba para él únicamente lecho y merecido descanso. La cama
era su meta. Lo fastidioso era que para llegar a esa meta tendría que
tropezarse con Luisa.
Ese tropiezo fastidioso, incluso violento —sí, violento, ¡qué
caray!— ya había acontecido innumerables veces... Pero, nada. La
dichosa Luisa, erre que erre en su idiota manía de levantarse
temprano. A horas inverosímiles. A la hora en que los hombres de
principios y de buena familia empiezan a pensar en acostarse.
Bien. ¡Allá ella! Si se escandaliza que se escan...dalice. Además, si
ella quisiera, no habría necesidad de desplazarse. Todo quedaría en
casa. Pero, ¡sí, sí...! Dirección prohibida. Se ruega no insinuarse.
Cuidado con la pintura. Cuidado con el perro. Prohibido fijar carteles
en toda la fachada. ¡Stop! Velocidad máxima: dos centímetros por
hora. Precaución: zona escolar. Firme resbaladizo. Badenes. ¡Y qué
badenes! Curvas. ¡Y qué curvas! Uno estaría encantado de romperse
un eje en esos badenes y de "derrapar" en esas curvas. Uno se
contentaría al menos con poder resbalar por ese firme resbaladizo...
Pero, amigo, era carretera privada. Ni pagando peaje. ¡Oh, no!
Ni pagando peaje. Era una carretera decente y exclusiva. El dueño no
la usaba, pero era igual. Era suya. El dueño le tenía mucho miedo a los
badenes y a las curvas peligrosas. El dueño era un santo. Y un santo,
por regla general, no solía ser buen automovilista. San Antonio de
Costa no iba a ser una excepción. ¡Pobre diablo! Es decir. Bueno. Sí.
Claro. Evidentemente. Nunca se sabía. Había el Cristo y todo lo
demás. Y eso era cierto. O al menos sensible. No, no; cierto. La
verdad no cambia con el tiempo. Él, sí. Él había cambiado mucho con
el tiempo. No tanto tiempo. Seis años.
48
Había estudiado interno en un colegio de jesuitas. Y en los
Ejercicios Espirituales de séptimo habían estado a punto de
engancharle... No. No le habían dicho: "Hazte fraile." Pero le habían
puesto entre la espada y la pared.
¿Cómo era aquello...?:
Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
No para emborracharme y esas cosas.
Que tengo que morir, es infalible.
Bueno, no corre prisa. Pero, desde luego, es impepinable. Claro que
siempre hay tiempo de sentar cabeza. Para eso envejece la gente antes
de morirse.
Dejar de ver a Dios y condenarme.
Lo pintaban muy feo, eso de condenarse. Yo creo que incluso
exageraban un poco. Ya veremos.
Triste cosa será, pero... posible.
Sí, sí, sí. Estamos de acuerdo. Muy posible.
¿Posible? ¿Y río? ¿Y duermo? ¿Y quiero holgarme?
Uno es joven. Si uno no ríe ahora, ¿cuándo va a reír? Dormir, duermo
menos de lo saludable. Pero holgar... Eso sí... Holgar, huelgo
demasiado. Vivo en estado de huelga permanente. Esto no puede
continuar así. Si no apruebo este año, mi padre me retira los víveres. Y
es capaz de hacerlo.
¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
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Es que lo visible es tan amable en ocasiones... Y tan palpable…
Porque es que si lo visible sólo fuera visible... Pero es que además de
visible suele ser infinidad de cosas terminadas en "ible" y en "able".
Mientras que lo invisible, sólo es eso: invisible.
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
Pues ya lo ves. De momento no doy golpe. Ahora estoy borracho y me
voy a dormir. Luego a comer. Luego a jugar. Después a
emborracharme. Y luego a dormir. ¿Qué tal? Ignominioso, degradante,
sucio.
Loco debo de ser, pues no soy santo.
No, perdón. No saquemos las cosas de quicio. Tanto como santo, no.
Eso debe de ser muy aburrido. Pero un poco más persona, sí que podía
ser. Es más. Tengo que serlo.
Con cinco mil pesetas mensuales, figúrate, podía ser el amo.
Alternar con chicas de mi categoría. Una novia decente. Bueno, y un
poco comprensiva. O si no, no: decente del todo. Y después, por mi
cuenta y al margen, una cana al aire de vez en cuando. El aire se va a
llenar de canas, vamos a respirar canas en lugar de aire. Pero yo me
entiendo. Eso es fácil. Y secundario. Lo importante es estudiar. Es
decir: lo importante es cambiar de vida. ¡Es una vergüenza! Los
serenos me tutean. Las prostitutas me llaman por mi nombre de pila, y
hasta por diminutivos familiares. ¡Se acabó la familiaridad! El
"contubernio con el vicio", como decía el padre Alcorta. ¡Ah, sí! El
padre Alcorta… Me gustaría volver a ver al padre Alcorta. Aquél sí
que era un santo. Y no hacía cara de aburrido. Me gustaría
encontrármelo ahora y charlar con él un rato de hombre a hombre.
Perdón, de hombre a cura. He perdido contactos por completo. He
sido imbécil. Nunca está de más tener un amigo eclesiástico.
Bien. No disimules. Es inútil querer dar a ciertas cosas una
interpretación cínica. El Cristo ese me ha hecho pupa en el alma.
Sentimentalismo, si tú quieres. Coincidencia de que aquel mismo
modelo de Cristo fuera el que me regaló mi madre cuando ingresé en
el internado. No deja de ser una coincidencia providencial. Como no
deja de ser providencial que por primera vez en mi prolijo historial
barriochinesco se me acercara una alcahueta a ofrecerme ganado
decente y primerizo según ella, en una casa particular.
50
La decencia del ganado era nula, y de sus primicias pudo disfrutar
Carlos V. La particularidad de la casa consistía en que no tenías que
gitanear sobre la segunda que entró, sí, sí, la del vestido azul, con
ningún "solípedo útil al hombre" con delantal negro; y en que en las
habitaciones no había bidet.
Pero, en cambio, había crucifijo. Ve ahí. Una particularidad
particularísima. Cuernos. Y, en mi caso, providencial.
Porque aunque el Cristo aquel no hubiera sido el mismo que me
dio mi madre, yo no hubiera sido capaz de hacer aquello que iba a
hacer sin testigos, delante de un testigo tan inesperado y tan... parte
interesada en el asunto. Parte ofendida desde luego. Porque yo "peco"
todavía.
Yo iba a "pecar". Ella iba a ejercer su oficio. No podíamos
entendernos. Incluso me trató de ateo y de hereje porque quité el
Cristo de allí. ¡Qué animal!
Yo no sabía dónde meter el Cristo. ¿Debajo de la cama? No.
Demasiado bajo y, sobre todo, demasiado cerca. ¿En el armario?
Sí. En un cajón del armario.
Entonces ella empezó a reírse. Había bebido mucho. Yo también.
Un desastre. El primer fracaso de mi vida, aparte del examen de
primero de cuarto. En segundo de cuarto, no me presenté. Así que no
fracasé. Pero, anoche, sí; me presenté y fracasé rotundamente. Por
culpa del Cristo, sin duda. Porque otras veces había más coñac, pero
no había Cristo, y nunca fracasaba. Ella no sabía eso. No me conocía.
Había conocido a muchos, pero a mí, no. Y mi fracaso le produjo una
hilaridad tan estúpida y tan ofensiva que yo no pude menos de
cortársela radicalmente con las dos tortas más suculentas que he
administrado en mi vida. No te confundas. Yo no soy un chulo. Yo
nunca pego a las mujeres. Yo les "pago". Es el mayor tortazo que
puedo darles. Pero esta noche se ponía en entredicho uno de mis más
caros atributos. La muy zorra se reía, se reía. Y le aticé, cómo si le
aticé... Cualquiera lo hubiera hecho en mi lugar. Yo mismo.
El Cristo debe de seguir en el cajón.
Pero esto no puede quedar así. Es una oportunidad. Ahora ya tengo
algo en que basar mi indispensable reforma...
Larrañaga, después de satisfacer consigo mismo su acuciante
necesidad de referir a alguien la historia del Cristo, juzgó oportuno
consultar con el espejo de un escaparate su dudosa presentabilidad.
51
Ojeras. Pelo alborotado. Corbata al bies. Le convenía lavarse
y peinarse. No sólo por Luisa, sino por los vecinos. Con aquella facha
y a aquellas horas, nadie podía poner en duda su punto de
procedencia. Mientras que, bien lavadito y bien peinadito y con la
corbatita bien puesta, podía venir hasta de misa, figúrate.
Anduvo un poco más, y llegó a una plazoleta con árboles. En el
centro había una vieja fuente, con una pila circular. Larrañaga hizo allí
su rudimentaria toilette, y, ya más seguro de sí mismo, siguió
caminando hasta el umbral de su casa. Allí se detuvo, con la intención
de encender un cigarrillo.
No tenía tabaco. Había dejado una cajetilla casi íntegra en la mesita
de noche de la habitación con crucifijo y sin bidet. Los estancos
estaban ya cerrados. Había que ver lo pronto que cerraban los
estancos.
Entró.
La habitación de Larrañaga estaba al fondo del pasillo, enfrente de
la de doña Adela. Avanzó sigilosamente, y, al pasar frente a la puerta
de la cocina, saludó a Luisa con un gesto mudo y risueño al que ella
no respondió.
"¡La muy pazguata! ¿Qué se habrá creído? En lo sucesivo, le haré
guardar las distancias. Un pitillo. Necesito un pitillo. ¿Quién se va a la
cama sin un pitillo?"
Volvió a la cocina.
—Oye, Luisa.
—¡Chsss! ¿Qué pasa?
—¿Se ha levantado Julio? —bisbiseó Larrañaga, sumiso.
—No.
—Es que voy a robarle un pitillo, ¿sabes?
—Allá tú. Como lo despiertes, te mata.
Julio no despertó. Larrañaga le robó un cigarrillo impunemente, y
tuvo la sangre fría de encenderlo allí. A la luz del fósforo, vio el rostro
de Julio. Tenía fruncido el ceño, y la boca apretada. No era el rostro de
un hombre dormido, sino el de un hombre ante un problema. Un
asceta en plena tentación, un sabio en abstracción profunda, un
delincuente momentos antes de cometer su crimen. Algo así.
52
Larrañaga, al salir de la habitación de Julio, dio un estruendoso
portazo, y huyó pasillo adelante hasta encerrarse en su habitación.
Oyó rezongar a Luisa, y a doña Adela preguntar con voz plañidera:
—¿Qué pasa?
—Nada, tía. Es el viento —dijo Luisa.
"Buena chica. Me aprecia. A lo mejor está enamorada de mí y sufre
por mi vida desordenada, etcétera. Tango.
"¿Y el otro? No quiero ni pensarlo. Estará hecho una furia. Nunca
sabrá que he tratado de hacerle un favor. Nunca podrá retribuírmelo."
Se quitó la americana y los zapatos, y se tendió en la cama.
Mientras fumaba el cigarrillo, recordó unos brazos nada vulgares
que acababa de ver desnudos fregando cacharros...
"Con Cristo y todo —pensó—. En un caso así, con Cristo y todo."
Después se arrepintió de haber pensado eso. No era el pensamiento
más indicado para encabezar un proyecto de reforma.
Arrojó el cigarrillo.
La punta encendida fue a caer sobre un estante adosado a la pared,
en un rincón del cuarto. Larrañaga se levantó furioso y aplastó la
colilla contra la tabla del estante casi vacío.
Tenía que empezar por rellenar los huecos de su estante. Recuperar
los libros malvendidos. Recuperar las ropas empeñadas. Recuperar la
dignidad perdida. Total: tres mil pesetas aproximadamente.
El giro tardaría mucho en llegar. Él había tardado poco en airear el
último. Él ahora disponía exactamente de diecisiete pesetas.
La voluntad y el dinero jugaban al escondite en él. Cuando llegaba
el dinero, se iba la voluntad. Cuando llegaba la voluntad, se iba el
dinero.
Y con su padre le pasaba lo de la fábula del pastor embustero y el
lobo. Ahora no ganaría nada con escribir a su padre una carta patética
y sincera. Ahora que iba en serio, no le creería. Le había engañado
tantas veces.
¿Y quién le aseguraba a él que no le engañaría una vez más, que
una vez el dinero en su poder no iba a marchársele la voluntad como
de costumbre? Casi era mejor así. Tenía comida y cama y mesa de
estudio. De los gastos menudos, se encargarían sus acreedores
habituales. Marcos el Empollón le prestaría los libros. Esta tarde podía
verlo en el "Nacional". Porque era cosa de empezar esta misma tarde.
53
Y, desde luego, no volver a pisar el "Cóndor Club" ni para tomar un
triste café con leche. Se conocía. El tapete verde le atraía como la
alfalfa al asno. No volver a tocar los dados ni las cartas. Y por las
noches, en casita, leyendo. Hacerse socio de algo con biblioteca.
Costa, por ejemplo, era socio de la Congregación Mariana, y por las
noches se quedaba en casita leyendo vidas de santos de la biblioteca
de la Congregación.
Sin llegar a esos extremos, él podía hacerse socio, por ejemplo, del
Círculo de Caza y Pesca, con biblioteca también.
A propósito: procurar localizar al padre Alcorta. De eso sí que tal
vez podrían informarle mejor en la Congregación que en el Círculo de
Caza y Pesca. Darse una vuelta por los Luises. Costa le introduciría.
No tenía por qué hacer tantos escorzos; él ya había sido
congregante; más aún, tesorero de la Congregación de María
Inmaculada y de San Estanislao de Kostka del colegio del Sagrado
Corazón, etcétera, etcétera, donde estudió él. No sería nada nuevo.
Volver, simplemente. Volver con la frente marchita y todo lo demás.
No era sólo tango, era evangelio. El hijo pródigo. La oveja perdida.
Volver...
Infancia. Canciones cursis. La Virgen Santísima. ¡Oh, sí! La
Virgen Santísima. Era lo único que le quedaba, el único lazo con
aquello.
La cinta azul de antiguo congregante no tenía ningún valor
enajenable ni pignorable. Tal vez la conservaba gracias a eso. Pero la
conservaba. Y conservaba una devoción muy peculiar a la Virgen
Santísima, una especie de fe sentimental que se despertaba en él de
cuando en cuando. Como ahora. Ahora, de buena gana rezaría algo.
¿Podría? ¿Le estaría permitido? Sin pedir nada. Sólo a modo de
saludo. A modo de esas postales que uno envía cuando se acuerda de
un amigo suyo, de quien se acuerda poco porque no lo necesita para
nada. En ese sentido, podría rezar. ¿Verdad que sí?
"Dios te salve, María..."
Ignacio Larrañaga rezó el Ave María tres veces.
Después, sin saber por qué, se sintió profundamente triste. Y no
tardó en quedarse dormido.
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55
CAPÍTULO IV
El toro le persiguió mucho rato a través de una inmensa llanura de
tierras en barbecho; sin una casa, ni un pozo, ni una tapia, ni una
encina, ni la menor esperanza de salvación. Después había surgido de
repente la carretera de Béjar, y Julio pudo refugiarse en una
alcantarilla próxima.
Cuando al poco rato volvió a la superficie, el toro había
desaparecido y él se arrellanó concienzudamente en el asiento
posterior de su "Packard" negro.
—¡A Eleusis [Los misterios eleusinos eran ritos de iniciación anuales al culto a
las diosas Deméter y Perséfone que se celebraban en Eleusis, en la antigua Grecia.]!
—gritó a su chófer.
El automóvil partió vertiginosamente.
Y de un cabaret lejano llegaba una música sugestiva e inédita. Y él
trató de dar un nombre a aquella música, y de repente supo que se
llamaba Partenogénesis [forma de reproducción basada en el desarrollo de células
sexuales femeninas no fecundadas] y que estaba integrada por una
combinación de prismas opacos y de poliedros azules.
Pero no mandó detener el coche hasta el próximo cruce. Allí
consultó las flechas indicadoras. "AAldebarán [la estrella más brillante de la
constelación de Tauro], 26 Km." "Al Parador Nacional de Gredos, 110
Km."
Él había decidido ir a las fiestas de Eleusis para ver torear a
Zarathustra [antiguo profeta y filósofo iraní que fundó lo que ahora se conoce como
zoroastrismo. “Así habló Zaratustra” (1883-85), libro de Nietzsche].
—¡A Eleusis! —repitió colérico.
Y el automóvil salió de la ruta y avanzó a través de los campos, a
velocidades inverosímiles.
56
Él, entretanto, se propuso convencer al chófer de que el
übermensch [superhombre] ignora las leyes del tráfico rodado, y de que
esa ignorancia no le inferioriza lo más mínimo, puesto que él se rige
por los astros y no por los guardias municipales. Y añadió que sólo un
chófer afectado de cretinismo agudo podía ignorar la ruta de Eleusis y
de las Pirámides.
A la consulta del chófer sobre si ese sitio estaba más acá o más allá
de Babilafuente, él contestó, indignado, que estaba infinitamente más
lejos, y que pisara el acelerador a fondo.
Quoniam vesperascit the afternoon gotterdammerung
maioresque cadunt altis de montibus umbrae.
[Porque la tarde empeoró
y sombras mayores caían de las altas montañas.]
Y el chófer se disponía a contestarle cuando sonó un estampido
—posiblemente el de un neumático al estallar— y el automóvil se
detuvo en seco.
Un segundo después, el automóvil se desintegraba tan
misteriosamente como el toro, y Julio Velasco se encontró a sí mismo
envuelto en las tinieblas de su cuarto y en los ruidos de la calle.
Despertó un poco más y consultó el reloj. "Las nueve...
Tempranísimo." Todo su ser protestó contra aquel despertar
intempestivo, y manifestó una irresistible tendencia a olvidar el
incidente y seguir durmiendo. Renunció a investigar la naturaleza del
fenómeno que había roto la inercia y el hechizo de su sueño, y decidió
reanudarlo rindiéndose sin condiciones al que había quedado adherido
a él, como una plancha imantada, o unos labios enormes o una
musiquilla pegajosa.
Pero en aquel momento surgió en él un punzante y urgente prurito
fisiológico que se impuso a todas sus sensaciones y perforó por
completo su viscosa somnolencia.
Despertó del todo, se levantó, se desperezó morosamente, requirió
las babuchas y el batín y magnis itineribus [a marchas forzadas] salvó la
distancia que le separaba del cuarto de aseo.
Abrió la puerta y...
—¡Ah! Perdón.
Volvió a cerrarla. Luisa estaba dentro preparando el baño.
57
Julio se repuso en seguida de su instintivo retroceso y, al darse
cuenta de que Luisa estaba vestida y de que su presencia allí sólo tenía
un objeto de faena casera, abrió la puerta de nuevo y entró con
naturalidad.
—¿Para quién es ese baño?
—Para mí —dijo Luisa.
—Verás. Tú eras la mujer de Urías [Betsabé, adúltera con el rey David, que
mandó a Urías a la guerra, donde murió], y yo era el rey David. ¿Quieres que
juguemos a eso? O tú eras Diana y yo era Acteón [cazador que pagó con su
vida por contemplar a la diosa Diana bañarse en un manantial]. ¿Quieres que
juguemos a eso? Esto es mejor. Así Urías no tiene necesidad de morir.
¿Quieres? Pero para eso tienes que dejar la puerta abierta mientras te
bañas.
—Entonces, no juego —dijo Luisa—. Te levantas muy juguetón tú
hoy.
—¿Sabes por qué? Porque he soñado contigo. Y ahora veo que eres
verdad.
—Estás más loco...
—Con ese quimono pareces una geisha. Sin él, debes ser una diosa.
—Completamente loco.
—Por ti.
Luisa salió.
"Seguro que detrás del kimono está ella, es ella, está siendo ella.
De kimono para fuera, su reacción ha sido ambigua. Pero tirando a
positiva. Desde luego, no ha sido negativa. Ella es honrada de oficio.
Pero la honradez, a la larga, debe ser un oficio muy pesado. ¿Será
virgen...? ¡Caray! Manantial que no cesa. Más de un litro. Mi pequeño
óbolo a la incrementación del caudal del Tormes. Cloacas, intestino
urbano. Al fin. Deo gratias [Gracias a Dios]. ¡Evidente! Funciones
fisiológicas necesarias. Luego el placer anejo es gratuito. La
reproducción, por ejemplo. Un lujo. Un despilfarro naturae [de la
naturaleza]. Y el hambre de todas clases, un regalo. Al menos en teoría.
Después viene aquello de
los que tienen hambre carecen de pan,
los que tienen pan carecen de hambre,
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y demás complicaciones. Es el caso. El pan de mi carne sería Luisa.
Costa, en cambio, no tiene hambre. Y si la tiene, ayuna, que es peor.
Peca contra naturam. ¡Luisa! ¡Pan de mi carne! Dánosle hoy y
déjanos caer en la tentación. Amén."
Julio Velasco dio por terminadas sus funciones y oraciones
orgánicas ante el artefacto de china. Pero antes de salir del cuarto de
aseo, dirigió una mirada breve y envidiosa al baño expectante. Metió
una mano en el agua. A ella le dio la explicación galante de que la
veloz carrera en automóvil eran dos símbolos concretos en cuya
interpretación coincidían todas las teorías oníricas. Una interpretación
erótica. Luisa era, de momento, el máximo aliciente de su erotismo.
Luego…
El alcance ilativo de ese luego traspasaba en Julio los límites de lo
teórico. Julio además de juguetón se había levantado positivista.
"¡Estás más loco…! ¡Completamente loco!"
Él tenía su experiencia y sabía que esas palabras, en el tono en que
las dijo Luisa, denotaban una resistencia convencional y débil contra
las bravas olas masculinas. No eran más que un rompeolas de cristal
—diáfano y frágil— entre el mar furioso y la playa acogedora.
"Loco. Completamente loco."
"De acuerdo. Atente a mis locuras."
Y con ese atenuante de "enajenación mental" reconocido
previamente por la víctima, uno podía lanzarse locamente a un asalto
audaz y prematuro; quemar las etapas; arriesgarse a lo que un atacante
"en su sano juicio" no podría arriesgarse sin incurrir en imprudencia
temeraria o en inconveniencia grosera.
¡Qué se puede esperar de un loco...!
Ocupado en estos pensamientos optimistas, y dándose a sí mismo
consejos estratégicos, Julio se reintegró a su madriguera de célibe
inconformista y a la precaria y triste castidad de su lecho.
Por mimetismo ambiental, se produjo en él un conato de
pesimismo agudo.
De una alcantarilla y de un automóvil a más de cien por hora se
podían sacar ciertas consecuencias prácticas; pero no tan prácticas.
Por otra parte, ella podía haber soñado con el arcángel san Gabriel. Y,
en todo caso, en ella pesaba la luz en forma de prejuicio o de cadena;
en forma de Sexto Mandamiento.
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LA LUZ PESA (1951) Manuel San Martín

  • 1. LA LUZ PESA (1951) Ramón Cobos Manuel San Martín Edición y notas: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO La luz pesa, y la tradición, y los tópicos. La novela se publicó en 1962, aunque se escribió en 1951, y de su sola lectura se puede inferir que en los años 60 la libertad de expresión no estaba tan limitada, la censura no eran tan generalizada. Manuel San Martín expone con crudeza, crueldad, cinismo, la cara-b de la posguerra española en una ciudad provinciana (en la línea de “Calle Mayor” y “Nueve cartas a Berta”, sin la condescendencia de Bardem, de Patino), Salamanca, y no de la mano de delincuentes, o no solo, sino utilizando como mensajeros a tres ex-seminaristas, que en el fondo son el mismo, adoptando cada uno una decisión, solución, diferente. Tres vías de redención, tres caminos de perdición, que acaban convergiendo en su divergencia. Eso en cuanto a los tópicos de la literatura franquista, en cuanto a la tradición hay que remitirse a la interna, y a la externa. La interna, la novela filosófica, metafísica, culterana, del charro por poderes Unamuno, o de Baroja, con un plus de sensualidad, de modernidad, y la externa, las novelas existencialistas de Camus y Sartre, con un plus de religiosidad, de herejía. Digamos que “La luz pesa” es la vertiente oscura, activa, de “Entre visillos”, el punto de vista masculino, misógino, aquí la tensión entre carne y espíritu, entre luz dorada y luz pesada, es mucho mayor. San Martín es más naturalista, divaga más (“Manuel San Martín metía el resquemor de la rebeldía en una cobertura intelectual y vitalista.” Manuel García-Viñó), y Gaite más realista, concreta. Si “Entre visillos” no se atrevía a cruzar la frontera del “Barrio Chino”, “La luz pesa” la traspasa con total normalidad. La Salamanca de San Martín es más compleja, completa, recoge su faceta universitaria, religiosa, y su faceta mundana, pagana, sin Eros el Tanatos tiene menos peso. Salamanca la blanca y Salamanca la negra, sexo y oración, goce y culpabilidad, doble placer, literario. Probablemente el debut más potente, maduro, de la literatura española de los 60, magistral como combina realismo con digresiones filosóficas, sueños, la voz de la conciencia. Con muchísimo menos Aldecoa, Fraile, Fernández-Santos, Ferlosio, ocupan un lugar de honor dentro de la Generación de los Niños de la Guerra (lo siento, la etiqueta de “nueva novela española” de Viñó nunca fue una corriente, nunca llegó a cuajar). Julio Tamayo “Ya el título es todo un acierto. Porque “la luz que pesa” es la Gracia; la Gracia que, en cierta manera, marca; que está omnipresente, incluso en las situaciones más impensadas y en protagonistas insospechados que alguna vez, no obstante, sintieron la pesantez de la luz salvadora en su espíritu. Y ello tanto si la aceptan como si la rechazan.” P.
  • 4. 4
  • 5. 5 “YO SOY LA LUZ DEL MUNDO.” (Del Evangelio de San Juan)
  • 6. 6
  • 8. 8
  • 9. 9 CAPÍTULO PRIMERO —Seiscientas dos, seiscientas tres, seiscientas cuatro... ovejas. Julio Velasco contaba ovejas. —Seiscientas cinco, seiscientas seis, seiscientas siete... Ovejas blancas y pensativas. Un importante rebaño. Uno de los muchos rebaños que pasaban por su infancia camino de Extremadura, y traían el invierno consigo. Los primeros rebaños y las primeras lluvias. Era triste y hermoso. Pero ahora sería menos triste y más hermoso, poder dormir... ¿Quién había dicho que contando ovejas se dormiría en seguida? No lo veía tan fácil. Seiscientas treinta y tantas. Ovejas. ¿Y por qué no avestruces o guardias civiles? Por algo sería. Pero si las ovejas eran indispensables, consideraba mucho más soporíferas las que pacían en los poemas bucólicos de su adolescencia estudiosa, que las que pasaban por su infancia camino de Extremadura. Una égloga eficaz contra el insomnio. Cualquiera. Tytire, tu patulae recubans sub tegmine fagi... [Títiro, tú que te acuestas al abrigo del haya…] Títiro, Menalcas, Alexis, Coridón, Batilo, Nemoroso... Aquellos pastores de su adolescencia, blancos, sonrosados e imbéciles, que daban conciertos de caramillo, sistemáticamente tumbados a la sombra de algo. Mucha Flérida, mucha Amarillys y luego... "¿Dónde está la ovejita blanca?" "Se la ha comido el lobo." Ay, ay, mi ovejita blanca, que se la ha comido el lobo...
  • 10. 10 Otra égloga. Esta vez a la sombra de un sauce llorón. Pero siempre "recubens" [recostado] y con fondo de flauta. ¡Holgazanes y flautistas aquellos pastores de entonces! Los de su infancia eran muy distintos. Todos iban sin afeitar, y, en lugar de caramillo, llevaban un paraguas en bandolera. Y sus Fléridas y sus Amarillys eran aquellas mujerucas sentadas en los burros, con los críos y los corderos de teta y las sartenes y el resto del ajuar. Después había los grandes mastines a los flancos del rebaño. ¡No se daban poca importancia con sus formidables carlancas en el pescuezo! ¿Una cabra pendenciera? ¿Una oveja con iniciativas personales? Minucias de orden interno. Para eso estaban los sabuesillos de la brigada móvil. El pastor decía: "¡Fchch, fchch, perro! ¡Cógela! ¡Mira!" Y los perruchos se desplazaban veloces al lugar del conflicto. Guau, guau, guau. Guau, guau, guau... Y asunto concluido. Todo lo más, un mordisquito en una pata. En ese caso el pastor decía: "¡Chucho! ¡Suéltala! ¡Ven aquí!" El chucho obedecía y volvía junto al pastor con las orejas compungidas, como pensando: "¿Me habré extralimitado?" Los mastines veían todo esto desde lo alto de su Olimpo imperturbable, y apenas concedían al incidente una breve mirada irónica de perdonavidas. Ad maiora nati sumus [Nacimos para ser mayores], pensaban los mastines. Y el rebaño seguía carretera adelante, camino del invierno y de Extremadura. Los bravos mastines presentían lobos, soñaban lobos en Extremadura. Pero, ¿los había...? ¿Había lobos en Extremadura...? Bien. No le importaba. Al diablo la evocación sentimental. Ahora sólo le importaba dormir. Dormir, dormir, dormir. Autosugestión. Autohipnosis. Hipnos, sueño. "Macbeth ha asesinado el sueño. El inocente sueño. El sueño que devana en ovillo de seda la enredada madeja de la vida…" Y la voz siguió gritando de aposento en aposento: "¡No dormirás más! ¡Macbeth no dormirá más...!" Soberbio Shakespeare. Asequible, emocionante. Incluso surrealista. Un bonito tema de estudio: "Shakespeare surrealista." Un posible ensayo interesante. Sí. Muy bien. Que lo hiciera otro. Él no era literato ya. Sólo aspiraba a dormir. Él no era Macbeth todavía. A todo esto, ¿qué hora era? Julio Velasco, el joven insomne, abrió los ojos en la oscuridad.
  • 11. 11 Sobre su mesita de noche había un reloj de esfera luminosa. Su visión le produjo un breve sobresalto y la sensación de una presencia viva, de animal nictálope, hasta aquel momento silencioso. Volvió a cerrar los ojos y cambió de postura. Sudaba. Aquel maldito café portugués. Tres y media más ocho, igual once y media. Ver al Rubio a las once. Que esperara. La dorada y vieja regla de los tres ochos. Ocho horas para dormir y dieciséis para todo lo demás. Propiedad acumulativa de la adición. El tictac del reloj formaba parte del silencio oscuro. Tuvo que hacer un esfuerzo para aislarlo y percibirlo. Tictac, tictac, tictac... El ruido del tiempo. El tiempo asomado a la esfera y mirándole con doce ojos. Doce pupilas de gato y dos agujas fosforescentes. Agujas de hacer calceta en las manos de aquella vieja autómata tejedora de segundos. Tictac, tictac, tictac... Seis puntos más. La vieja no se detiene a contarlos. Tri-cot, tri-cot, misterioso y perenne tricot sin dimensiones previsibles. Pero a la medida de cada uno. —No me vendrá demasiado grande, ¿señorita? —No. Pierda usted cuidado. Al lavarlo, se encoge. —¡Ah! Entonces, tal vez me quede demasiado estrecho. —No. No se preocupe. El uso lo dilata. —Así, ¿me vendrá justo? —Sí, caballero, demasiado justo. Demasiado justo. Y después, ¿qué? Y si ahora..., ¿qué? Pues nada. Algo en él dejaría de hacer tictac. Pero el reloj, no. Le había dado cuerda anoche. Entonces, ¿cómo diablos le iba a venir justo? —Caballeros, billetes, por favor. —Espere... ¿A ver? ¿A que lo he perdido? ¡Ah, no! Está aquí. Ahí tiene. —La próxima estación es la suya. —Gracias, señor interventor. Pero el tren, ¿va más allá? —Claro. ¿Por qué no? —Entonces, éste no es mi tren. Éste es un tren abominable. —Caballero, usted desbarra. Usted no viaja en un tren particular como el presidente de los Estados Unidos. Usted no tiene derecho a exigir que su triste estación individual y secundaria se convierta en final de trayecto para todos sus compañeros de viaje. Evidentemente, el tren sigue. Y si tiene algo que objetar, en la estación hay un libro de reclamaciones a disposición de usted.
  • 12. 12 —No. No tengo nada que objetar. Usted perdone. Beso a usted la mano. A los pies de su esposa. Y dígale al Excelentísimo Señor Maquinista que por mí no se moleste en frenar. Me apearé del tren en marcha. Soy contrabandista, ¿sabe usted? Sí, señor, sí. Contrabandis… Tictac, tictac, tictac... Las tres y treinta y cinco. ¿Era posible? Había estado en un tren. ¿En que se parecía el reloj a un tren? En que... En que... Dejarse de acertijos majaderos y a dormir de una vez, si Dios quiere. "Hasta mañana si Dios quiere. Que ustedes descansen". Así se lo enseñaron. Pero él decía: "Hata mañá usquié que ustés descansen." y luego: "por la señal de la Santa Cruz…" ¿Y si lo hiciera? ¡Bueno! Ahora iba a andar sacando el brazo, con lo que sudaba... Además, no tendría sentido. El momento oportuno había quedado muy atrás... Juraría que el reloj ahora no hacía tictac sino que estaba cantando el vals Fru-Fru. Y ahora el chotis Madrid. ¡Eureka! ¿En qué se parecía el reloj a un tren? En que el reloj también sabía cantar. ¡Oh, aquellos trenes cantores, aquellos trenes viejos e ingenuos en que él viajaba de niño...! ¡Aquellos trenes de ruedas filarmónicas que cantaban todas sus canciones…! Victoriano de la Serna, por tu arte... y Soy un pobre presidiario... y Cantemos al Amor de los Amores... y recitaban fábulas de Samaniego y versos de Gabriel y Galán... He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos... Él entonces era monaguillo en la parroquia de su pueblo. Los sábados, al toque de oración, subía a la torre de la iglesia y repicaba las campanas. También cantaban las campanas, pero siempre lo mismo: "Molinera, molinera, molinera, parte pan. Molinera, parte pan. Molinera, parte pan." Y cada mañana el yunque del herrero también cantaba algo. Ahora no sabía qué. Y la máquina de coser de su madre, cuando su madre cosía en silencio. Y la bomba de la fuente, cuando las mozas llenaban sus cántaros. Y los caballos al galope. Y el martillo del zapatero. Y el agua del torrente. Y las golondrinas en la tenada. "Te vi, te vi", decían las golondrinas. Y todas las cosas a su alrededor cantaban algo. Porque para él todos los ruidos eran música. Y él no hacía más que poner letra a la música de todas las cosas. Pero sólo el tren era capaz de cantar cada vez algo distinto, y de adaptarse a todas sus letras. Al confuso y exiguo caudal de sus letras de entonces.
  • 13. 13 El tren que lo trajo a la ciudad a los once años, era uno de aquellos trenes cantores tan sabios como él. El que lo devolvió a sus tierras en julio del año siguiente, ya no estaba a su altura. Aquel tren no sabía solfeo ni apologética, y estaba completamente pez en pretéritos y supinos. Él, en cambio, había obtenido sobresaliente en primero de Latín y Humanidades. Después, en años sucesivos, los trenes de fin de curso iban siendo cada vez más ignorantes y más silenciosos. Absolutamente refractarios al gregoriano y a los períodos de Demóstenes, ni siquiera eran capaces de medir un hexámetro de Ovidio, y mucho menos de resolver una ecuación. Sus únicos puntos de contacto eran las canciones religiosas que en aquel tiempo le merodeaban por el alma a todas horas. Christus vincit... Ave María Stella... Cor arca legem continens… [Cristo vence… Ave María Estrella… Corazón que contiene el arca de la ley...] Pero en aquel último viaje a mitad de curso, su alma estaba vacía de canciones devotas, tenía diecisiete años, había leído a Nietzsche, y el tren era un tren ignorante y mudo que sólo servía para hacer temblar las rodillas de una jovencita sentada frente a él. Y, en el pueblo, todas aquellas cosas que cantaban antiguamente, también eran ignorantes y mudas, habían perdido la música y la voz. Sólo hacían ruido. Pero un ruido viejo, tonto y como triste. Un ruido insoportable. Se vino a la ciudad. Una ciudad sin tranvías y sin luces de tráfico, pero con mucha gente. Gente de todas clases. Estudiantes, prostitutas, notarios, guardias municipales, carteristas, canónigos, banqueros, limpiabotas, modistas, charlatanes, agentes de seguros, verduleras… Muchísima gente. Gente que hacía ruido. Le gustaba el ruido de la gente... Pero en este momento toda aquella gente dormía. Todos dormían menos él. ¿Cómo era aquel soneto de Rubén Darío...? Los que auscultasteis... ¡Ah, sí!: Los que auscultasteis el corazón de la noche, los que por el insomnio tenaz habéis oído el cerrar de una puerta, el resonar de un coche... lejano, un eco vago, un ligero ruido... ¿Cómo seguía? No. No era un soneto. La segunda estrofa empezaba así:
  • 14. 14 En los instantes del silencio misterioso, cuando surgen de su prisión los olvidados... No recordaba más. Sólo recordaba que en alguna de las estrofas siguientes existía este verso: La pérdida del reino que estaba para mí. Por lo demás, en el corazón auscultado de su noche no había más que la campana de un convento lejano, y el ruido del tiempo sobre la mesilla. Ruido metálico, monótono, sin el menor rastro de canción ahora. Ruedas dentadas. Cada segundo un diente. Dientes continuos y uniformes. Más que una sílaba de verso, en cada uno un mordisco imperceptible. La campana. Solo de campana en el espacio nocturno, por encima del sueño de las gentes y de las piedras. Solo de alma ídem, ídem. ¿Dúo? No. Disonancia. Insomnio. Este y el otro. El físico y el metafísico. El de esta noche y el de todos los días. El del café portugués y el de la manzana del Génesis. Manzana sin serpiente y sin amenazas y sin Eva. Él dormía a la sombra del árbol, y la manzana cayó sobre su cabeza. Despertó. Le pareció un regalo de lo alto. Pero desde entonces no volvió a dormir. La campana. "Serán las Carmelitas —pensó Julio—. O las Salesas. O las Úrsulas. Maitines... Las monjas despiertan, limpian sus legañas y se disponen a alabar a Dios. El Dios de la Manzana, el de la voz nocturna, su Dios. Mi ex Dios. Mejor dicho, el Dios de mi ex yo. Y la voz recorría el jardín al atardecer. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? "—Aquí estoy. "—Sal de tu escondite. "—No quiero. "—Vomita la manzana. "—No puedo. "Un vomitivo, pronto, un vomitivo. ¿Para qué? Para poder dormir. ¿Estás loco? Toma bromuro. "¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
  • 15. 15 "La campana. ¡Maldita sea! "¿Dónde está el bromuro? "En el maletín hay un tubo de «Luminal». ¿Qué dices? «Luminal»... En el maletín hay «Luminal»." ¡Diablos! Era verdad. ¿Cómo no se había acordado antes? Julio pulsó el interruptor eléctrico de su cabecera y la luz repentina le devolvió a la realidad visible y a la circunstancia concreta de su habitación de estudiante a pupilo en casa de doña Adela, avenida de Torres Villarroel, Salamanca. España, Europa, Tierra, Cosmos... Era una habitación amplia de casa vieja. Muebles baratos e impersonales. Conjunto bohemio y personalísimo. Muros cubiertos de carteles de ferias y de los grabados más heterogéneos. Ricardo Wagner, la Venus de Siracusa, Manolete, Chopin, un paisaje suizo, la "Victoria de Samotracia", Virginia Mayo en "maillot", Unamuno en la Flecha, el "Antinoo" del Museo de Olimpia, San Ignacio de Loyola en la cueva de Manresa, el "Hermes" de Praxíteles... Sobre la mesa de escritorio un pequeño busto de Beethoven, náufrago en el maremágnum de papeles, libros, pipas, prospectos de turismo, bolígrafos, revistas ilustradas... En el rincón opuesto al de la cama, había un armario de luna que infundía respeto por su volumen y su senectud. Parecía superviviente de algo, y Julio pensaba siempre en pretérito cuando se afeitaba delante de él. Consultorio íntimo de cuatro generaciones de mujeres. Mujeres al natural. Bisabuelas jóvenes y lindas desahogando su coquetería restringida por las normas sociales de entonces. Sonrisas prefabricadas, ensayos de un paso de polca, de un gesto de abanico, o de una mirada seductora… Consultas angustiosas sobre los efectos de un corsé. Enaguas complicadas. Encajes. Cálidas blancuras entrevistas... Mujeres desnudas de ropas y de máscaras. Mujeres vanidosas, maquiavélicas, adorables. Y el desfile frívolo de la moda. La línea oscilante. Curvas abstractas y artificiales, rectas implacables y antinaturales. Curvas naturales concretas y rotundas. Curvas sobrenaturales. Del corpiño al suéter. Del miriñaque a la falda tubular. Todo con el beneplácito del espejo. Todas pidiéndole permiso para salir a la calle. Todas humildes y sinceras. Tanto o más que en el confesonario. Lástima que el espejo guardara tan celosamente el sigilo sacramental.
  • 16. 16 Julio saltó de la cama y se dirigió al armario. Miró ceñudo e irónico al tipo en pijama azul que le miraba ceñudo e irónico desde el espejo, y abrió la puerta. En el fondo del armario, había una especie de maletín cilíndrico que le había regalado abuelita para que lo llevara al seminario. Abuelita lo había comprado de soltera, cuando fue a tomar las aguas a Cestona, a principios de siglo. Después aquel maletín había servido de necessaire [neceser] íntimo a abuelita durante su luna de miel, y había recorrido de su mano media España termal en los años veinte. Julio no lo usaba nunca en sus viajes, pero lo tenía en mucha consideración. Le había sido muy útil durante sus años levíticos y ahora, siempre que lo abría, creía percibir en su interior un aroma sutil y complejo, mezcla de incienso y de "Petróleo Gal", de notas de órgano y de valses de Strauss, de sacristías en penumbra y de balnearios en fiestas, de sacerdocio austero y laborioso y de clase media jovial y sociable que en aquellos tiempos podía permitirse el lujo de un ataque de reumatismo anual. Julio había perdido la llave de aquel maletín anacrónico, pero en seguida había encargado otra, pues el maletín abierto hubiera perdido pronto su aroma de pasado y de nostalgia, y su prestigio de Sancta Santorum [Santo de los Santos]. Además le servía de caja fuerte, de relicario sentimental, de botiquín, y poco a poco el maletín iba degenerando en nido de urraca, más que utilitaria, fetichista. Colocó el maletín sobre la mesa de escritorio y se puso a explorarle las entrañas concienzudamente. Encontró un pendiente de perlas japonesas. Anita... Recuerdo de Anita. Lo perdió aquella noche en Alba. Lo perdió muy al alcance de su mano. Después había juzgado inútil devolvérselo, entre otras cosas, porque Anita había logrado casarse con un rico fabricante de embutidos apellidado Ortiz. Y la señora de Ortiz llevaba pendientes de perlas auténticas. Así y todo no le habían faltado ocasiones para devolvérselo. Hasta hacía poco había tenido una ocasión semanal de devolver a la señora de Ortiz el pendiente de perlas falsas que perdió Anita. Y la señora de Ortiz había tenido una ocasión semanal de perder, muy al alcance de la mano de Julio, uno de sus nuevos pendientes de perlas auténticas. La señora de Ortiz había vuelto a ser Anita para Julio durante mucho tiempo, los domingos por la mañana.
  • 17. 17 El señor Ortiz no era católico practicante, y, según él, los domingos estaban hechos para que las mujeres fueran a la iglesia a lucir sus trapos y sus sombreros, y para que los hombres de bien y de posibles madrugaran un poco y salieran de cacería con los amigos. La señora de Ortiz iba sola a misa de doce. Julio la esperaba en la iglesia. En la temporada oficial de caza libre, no corría demasiada prisa, y no salían de la iglesia hasta el Ite, Missa est [Id con Dios, la Misa ha terminado]. Pero en tiempo de veda tenían que resignarse a perder la misa dominical, pues una ausencia de más de una hora podría intrigar al señor Ortiz, celoso, y con razón, de una esposa guapa y veinte años más joven que él. Por otra parte, se necesitaba como mínimo una hora para que la señora de Ortiz volviera a ser Anita para Julio, en un pisito apropiado del paseo de Canalejas. Así hasta el comienzo del último verano. Entonces, el gacetillero redactor de las "Notas de sociedad" del Adelante, informó al mundo de que "para Santander, ha marchado nuestro querido amigo don Eustaquio Ortiz y señora". Desde entonces, Julio no había vuelto a tener ocasión de devolver a la señora de Ortiz el pendiente de perlas falsas que perdió Anita. Ella había regresado de su veraneo hacía tiempo. Pero Julio sólo la había visto a distancia y acompañada de su marido. Tal vez ella había seguido asistiendo sola a misa de doce. Pero Julio hacía tiempo que no iba a misa sin un motivo muy justificado. Y Anita, como motivo, empezaba a desjustificarse. No obstante, el próximo domingo... "Presiento —pensó Julio— que el próximo domingo se abrirá la veda. El señor Ortiz será feliz. Y yo volveré a cumplir, como todo fiel cristiano, el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia, y a quebrantar, como todo infiel cristiano, el sexto mandamiento de la ley de Dios. Eso, suponiendo que Luisa..." Luisa tendría prioridad, pues era por el momento la obsesión de su carne. Luisa era la sobrina de doña Adela. Doña Adela, la patrona, era una anciana, viuda o algo así, que desde hacía algún tiempo vivía su especie de vida, clavada en un lecho por una parálisis total. Luisa era su enfermera y sería su heredera. La filiación de Luisa no era del todo diáfana. Su cultura era muy deficiente, casi nula. Su moral hemos de suponerla íntegra y estricta, si tenemos en cuenta su misa diaria, su comunión semanal y su medalla de Hija de María... Todo perfectamente compatible con sus naturales encantos de hija de Eva, filiación que nadie ponía en duda, y de la que Julio, hijo de Adán convicto y confeso, empezaba a sacar consecuencias optimistas.
  • 18. 18 Habían convivido muchos meses bajo el mismo techo. Pero hasta entonces las manzanas tentadoras que involuntaria y hereditariamente Luisa le ofrecía, sólo habían despertado en él un apetito vago, nada perentorio, y él se había limitado a apacentar en ellas, sin intención definida, sus ojos golosos por naturaleza. Luisa, además de atender solícitamente y con la eficaz colaboración de una monja asistenta, a su inválida tía, desempeñaba a la perfección su cometido de ama de la casa y de patrona efectiva de los huéspedes fijos residentes en ella. Tres en total: Julio Velasco, ex seminarista, ex literato, ex filósofo, ex muchísimas cosas, y de momento autodidacta (o según él, "biodidacta") y hombre de acción. Ignacio Larrañaga, más conocido por Larra en todas partes, menos en las aulas de cuarto curso de la Facultad de Medicina, en donde no lo conocían ni por su apellido íntegro ni por el abreviado. Cosa notable, si se tiene en cuenta que Larra llevaba tres años estudiando cuarto de Medicina. El tercer huésped era Antonio Costa, empleado en las oficinas de una empresa constructora. Costa había estudiado con Julio Velasco en el seminario menor y había abandonado los estudios dos años después de él. Pero por motivos muy distintos. Costa había salido únicamente por motivos de salud. Conservaba incólume su piedad seminarística, y posiblemente su inocencia bautismal. Era un funcionario perfecto, y un modelo de jóvenes. Congregación Mariana. Comunión diaria. Director espiritual fijo. Mortificaciones. Oficio Parvo. Visitas al Santísimo. Intensa, intensísima vida interior. No un beato, no; un santo. Pero convencido de que Dios no le quería para el estado religioso o sacerdotal, Costa había juzgado lícito enamorarse. Y se enamoró santamente de Luisa. Luisa al parecer no había puesto mala cara a su santa declaración de amor, y Costa había iniciado con ella unas santas relaciones. Y estaba santamente dispuesto a contraer con ella, en fecha no demasiado lejana, el santo sacramento del matrimonio.
  • 19. 19 Antonio Costa era íntimo amigo de Julio Velasco. Costa amaba a Velasco fraternalmente, y se lo demostraba. Velasco amaba a Costa fraternalmente, pero no se lo demostraba. Además, se amaba mucho más a sí mismo. Además no era santo. Él era simplemente un hijo de Adán. Y Luisa, antes que Hija de María, era hija de Eva. Y a Julio le gustaban las manzanas que Luisa, inocentemente, le ofrecía. ¿Inocentemente? ¿Inocente... inocente… inocente...mente? Julio dejó caer en el maletín abierto el pendiente de perlas japonesas, y siguió buscando el tubo de "Luminal". Sus manos tropezaron con una tabaquera de nácar, un cuchillo de monte con funda de cuero, una lupa, una armónica y por fin con un tubo de comprimidos. Julio lo sacó y leyó la etiqueta: "Sulfatiazol." Lo arrojó decepcionado e indignado por un mal recuerdo. —El regalo de la Trini —dijo—. Trinitrotolueno le hubiera dado yo. Siguió buscando, y encontró una especie de prisma de cristal, resto de una antigua araña o candelabro. Julio apreciaba mucho aquel objeto inútil y trivial. No se cansaba de mirar la luz a través de él. Disfrutaba descomponiendo la luz con él. Como cuando de niño descomponía juguetes. Como cuando de hombre desentrañaba enigmas o desmontaba embustes y convencionalismos. Él lo consideraba un detector de las mentiras de la luz. Gracias al prisma de cristal, Julio sabía que la luz tampoco era sincera. Que la luz mentía. Que la luz "también" mentía. Y se consolaba con eso. Nunca había tratado de mirar a través del prisma el Erat Lux vera [Era Luz Verdadera] y el Ego sum Lux mundi [Soy la Luz del mundo] de San Juan. Pero se consolaba con eso. Además, el prisma, de por sí, ejercía sobre él un absurdo prestigio de amuleto. En sus accesos periódicos de vicio o afición al juego, Julio lo llevaba siempre encima, convencido de que le daba buena suerte. Ahora, gracias al prisma, recordó que el "Luminal" se lo había prestado a Antonio Costa días antes. Porque el prisma estaba muy relacionado con Antonio Costa. Había sido suyo algún tiempo. Hasta que Julio se lo vio y se encaprichó de él. Pero de esto hacía muchos años. En primero de Latín probablemente. Eran dos mocosos. Julio evocó la escena.
  • 20. 20 Una tarde de sol en el patio del seminario. Costa mirando al sol a través del prisma. Julio se acerca y le dice: —Déjamelo. Voy a mirar yo un poco. Costa se lo deja. Julio, al cabo de un rato de contemplación estática, se guarda el prisma en el bolsillo, y dice: —Me gusta. Me lo quedo. —¡Hombre! —dice Costa—. Es un regalo de mi hermana Ana Mari. Pero si te gusta, te lo doy. —No. No me lo das. Me lo quedo. Y si te atreves, quítamelo. —No me atrevo a quitártelo. Pero puedo decírselo al inspector. —Díselo. Anda, díselo. Atrévete a decírselo, acusica. Verás luego. —Yo no soy acusica. No se lo diré al inspector. Ya te he dicho que si lo quieres, te lo doy. —¡Y dale! —Bueno... Te dejo que me lo quites. Puedes quitármelo. Si lo quieres, ya es tuyo. Eran unos mocosos entonces. Pero Julio se adueñó del prisma. Y el prisma sí que había ejercido su influjo sobre él, inocente, inocente, inocentemente... Bien. Ahora ya sabía. El "Luminal" lo tenía Costa. Costa ocupaba la habitación de enfrente. No sería necesario despertarle. Julio entró de puntillas, alumbrándose con una lámpara de mano. Costa roncaba. Julio buscó en el cajón de la mesita de noche. El "Luminal" no estaba allí. En los cajones de la cómoda, tampoco. Costa seguía roncando. Julio consideró los ronquidos de Costa como un insulto personal. Como un sarcasmo. Como si a un viejo baboso y marchito le pusieran delante una pareja adolescente haciéndose el amor. Dejó de caminar de puntillas, encendió la luz y sacudió a Costa por un brazo. —Oye, Costa. Costa emitió un ruido más bien zoológico. —Oye, Costa. Despierta. Soy Luisa. —¿Huum? —dijo Costa. Y siguió durmiendo. —¡Escucha, especie de marmota! ¿Dónde tienes el "Luminal"? —¿Qué pasa? —dijo Costa, sin abrir los ojos. —El "Luminal" —dijo Julio—. No he dicho animal, sino "Luminal". Pero es lo mismo.
  • 21. 21 —¡Me c... en diez! —dijo Costa, seminconsciente. —¡Chss! —dijo Julio—. No blasfemes. Es pecado, pe-ca-do, ¿me oyes? ¡Pecado! Estás pecando. —¡He dicho "en diez"! —gritó Costa, incorporándose bruscamente, despierto del todo. —No te sulfures —dijo Julio—. Vas a despertar a tu amor. —Pero, bueno, ¿qué es lo que quieres? ¿Qué hora es? —La hora es lo de menos —dijo Julio—. Hay fuego en la casa. Costa recobró la posición horizontal murmurando algo entre dientes, sobre el estado mental de Velasco. —No hay fuego todavía —dijo Julio—. Pero lo habrá de un momento a otro, si no me devuelves ahora mismo el "Luminal" que te presté hace un mes. —Déjame en paz —dijo Costa—. No sé de qué me estás hablando. —¡Eres un cerdo! —se indignó Velasco—. Un cerdo y un hipócrita. —¡Julio, por favor, que mañana tengo que madrugar...! —Sí. Ya lo sé. Para comulgar, ¿verdad? y al prójimo que lo parta un rayo. —Bueno... ¿Qué es lo que pretendes exactamente? ¿Hacerme perder los estribos y que te tire un zapato a la cabeza? —No pierdas los estribos, ni los zapatos, ni la gracia de Dios. Pero, dime, ¿dónde está el "Luminal"? —¿El qué? —El "Lu-mi-nal". —¿Qué es eso? —¡Mira ahora con lo que me sale el bestia este...! Aquel somnífero que te presté. Som-ní-fe-ro. ¡De somnum, somni [sueño] y de fero, fers, ferre, tuli, latum [llevar al]! —¿Qué te pasa? ¿No puedes dormir? —¿Ahora te enteras? —Lo siento. Pero creo que porque no duermas tú... ¡En fin! Eso que me pides está allí, en el segundo cajón de la mesa, a mano derecha. —Precisión. Método. Orden —dijo Julio—. Carpetitas. Etiquetitas. Puñetitas. No sé cómo podéis vivir así. El "Luminal" estaba en el segundo cajón de la mesa, a mano derecha. Julio lo cogió, y, antes de salir, hizo una reverencia grotesca en dirección a Costa.
  • 22. 22 —Con la venia de Su Excelencia Reverendísima... —Deja de hacer el indio —dijo Costa—, y vete a dormir. —Vigilate et orate dicit Dominus [Vigilar y orar dice Maestro]. ¡Aplícate al cuento, teófago desaprensivo! ¡Buenos días! Salió. Desde el pasillo oyó una tos anciana, y el crujido de un somier. La tos era de doña Adela. Pero el movimiento, no. ¿Crujen acaso los somieres de los paralíticos? El movimiento lo había hecho Luisa. ¿Qué postura yacente habría adoptado ahora...? Julio entró en su habitación imaginándose todas las poses yacentes imaginables. Al fin, optó arbitrariamente por la del "Hermafrodita" del Museo del Louvre. Después bostezó con delectación morosa y ya no consideró indispensable el "Luminal". Pero lo tomó. Tomó dos pastillas y no se sintió excesivamente tentado a tomarse todo el tubo. Recordó que mañana —es decir, hoy; eran más de las cuatro de hoy, viernes, 3 de noviembre de 1950, primer viernes de mes, ¡ah, sí!, por eso Costa...—, recordó que hoy tendría que ver al Rubio para un negocio que al parecer valía la pena. No sabía de qué se trataba. Sólo sabía por testimonio del Rubio que habría riesgo, acción y ganancias... Una especie de "Luminal" contra el otro insomnio. El otro, el más terrible, no el del café portugués, sino el de la manzana del Génesis. El del Ego sum Lux mundi [Soy la Luz del mundo]. Julio apagó la luz de su habitación. Era sencillo. Bastaba con apretar el botoncito de la pera. Con la luz encendida no hubiera podido dormir. La luz producía insomnio. Pero no siempre había un interruptor al alcance de la mano. No toda luz era accesible. (Lumen inaccessibile. [Luz inaccesible]) No toda luz era embustera a través de un prisma. (Lux vera. [Luz verdadera]) Pero toda luz impedía dormir. Aun cerrando los ojos. La luz pesaba sobre los párpados, e impedía dormir. Porque la luz pesaba, eso era cierto. Lo habían descubierto los sabios últimamente. Él no hubiera necesitado el testimonio de los sabios. Lo sabía por experiencia. El "Luminal" obró rápidamente, pero Julio aún tuvo tiempo de oír una vez más la tos de doña Adela, y en seguida la sirena de un tren, un tren cualquiera, que, con alaridos de angustia creciente, pedía entrada en la estación.
  • 23. 23 "Un tren de mercancías —discurrió Velasco, en la frontera de dos mundos—. Los pobres nunca supieron cantar... Mudos y tan despacio... Pero de vez en cuando llegan a algún sitio. En Algún-sitio es de noche y el guardagujas fuma en imperfecto de subjuntivo envuelto en su bufanda. El tren es viejo, menos que las estrellas, pero viejo y trae una herida en la cabeza. El guardagujas le hace una caricia verde, y las estrellas se dan a la fuga ante el ímpetu arrollador de los camiones de pescado… Son. Pero ya no están. El tren llega. Y está. Pero ya no es. El guardagujas sigue siendo, o habiendo sido o pudiendo haber sido. Y fuma. Y tose. Y se muere de soledad envuelto en su bufanda. Y sigue tosiendo. Y llora sus encantos marchitos y sus momentos rojos y sus años de luz... Setenta y cinco años de luz. Mentira. Las estrellas se quitan años. Cuando comadrean en Morse con sus compañeras de constelación, se quitan años. Se pasan la noche haciendo guiños como las mozas frívolas, pero no logran conquistar al guardagujas. El guardagujas es viejo, no tanto como ellas, pero viejo... y no se deja engañar tan fácilmente. El guardagujas es un astrónomo que oculta bajo su calva el secreto de la edad de las estrellas... "Twentieth Century Fox", "Paramount", Antarés, Zanzíbar, Acapulco, Estambul..., y todos esos sitios donde no hemos estado apenas nunca... Río Grande del sur... y todos esos sitios... Arizona y todos esos sitios, in partibus infidelium [en parte infieles], posteriores a Atenas y a Juan Sebastián Bach Elcano ...urbi et orbi [a la ciudad y al mundo]... etcétera... etcé...tera, et...cet..."
  • 24. 24 Venus de Siracusa Victoria de Samotracia "Antinoo" del Museo de Olimpia “Hermes” de Praxíteles “Hermafrodita” del Museo del Louvre
  • 25. 25 CAPÍTULO II "¡Teófago desaprensivo! —pensó Costa—. ¡Qué bruto! Juega a ser malo. Demasiado talento. Demasiadas lecturas. ¿Habrá perdido la fe? No creo. Me llama hipócrita. ¿Lo soy? No. Él, sí. Pero al revés. ¿Respeto humano? Lo dudo. Le importa un comino todo. De todas formas..., tendríamos que hacer algo por él. Ofrecer la misa y la comunión de mañana por él. "¿Qué hora es? Más de las cuatro. Ese canal... No. Perdón. Me he acusado esta tarde de eso. Me dejo llevar de la ira. Jesu mitis et humilis corde, fac cor meum secundum Cor tuum… [Jesús corazón humilde y manso, haz que mi corazón secunde al tuyo...]" Antonio Costa cogió el despertador de su mesita de noche y se aseguró de que la lengüeta del dorso señalaba "Timbre". La tercera aguja marcaba las siete. Podría ponerla a las siete y media. No. Vade retro [Retrocede]. Media hora de meditación antes de la misa. ¿Hacerla mientras? No. Seguir la misa con el misal. Espíritu litúrgico. ¿Tema de la meditación? La Eucaristía. El Corazón de Jesús en la Eucaristía. Primer punto: como alimento en el comulgatorio. Segundo punto: como amigo en el Sagrario. Tercer punto: como víctima en el altar. Costa apagó la luz y se dispuso a dormir. Doña Adela tosía. "Y como fruto de la meditación..." (Doña Adela tosía.) "... hacer una comunión fervorosa y..." (Doña Adela tosía.) "...y ...en la habitación de doña Adela, en un lecho inmediato, dormía... " "No. En otro momento. Ahora, no."
  • 26. 26 "...dormía Luisa..." "¡No!" ¡Luisa! "¡No!" ¡Luisa! "¡Que no! ¡Válgame Dios!" Luisa semidesnu... "¡Virgen Santísima, ayúdame!" Luisa semidesnuda y con los labios entreabiertos... "¡Virgen Purísima! ¡Virgen Inmaculada, sálvame!" ¡Huye! ¡No plantes cara! ¡Huye! Piensa en otra cosa... ¿En qué...? Luisa tibia, blanquísima y abandonada... M-m-mañana cobras el mes. Cómprate una corbata. Aquella que viste en el escaparate de Viñuela. Aquella roja con lunares azules. ¿Y qué más… y qué más..., y qué más vas a comprarte? Un libro. El Vive tu vida del P. Arami. Y luego... Luisa dormida con una mano sobre el seno y... Y luego, y luego, y luego... ...y el brazo derecho extendido a lo largo del cuerpo... ¡Virgen bendita! Y luego..., ir a la Congregación a jugar al ajedrez. Y luego... ...y la mano derecha... Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea… Escucha. Un tren. Un tren que llega por la vía portuguesa o sabe Dios... se recrea en tu graciosa belleza. El tren. Pide entrada. No se la dan. A ti, celestial princesa, Virgen Sagrada María, te ofrezco desde este día alma, vida y corazón... Ahora. Menos mal. El tren ha entrado en agujas. ¡Mírame con compasión! ¡No me dejes, Madre mía...!
  • 27. 27 La sirena del tren enmudeció. Doña Adela dejó de toser. Antonio Costa respiró. —Un momento. ¿Estás seguro de no haber consentido un poco? —¿Quéee? —¿Estás seguro de no haberte demorado un poco? —No. No. Seguro. No ha habido consentimiento ni demora. —Yo no estaría tan seguro. —Yo sí. —Yo no. —Yo sí. Yo sí. ¡Yo sí! Déjame en paz. ¿No crees que has tardado más de la cuenta en rechazar la imagen de Luisa semidesnu...? —¡Calla! ¡No! ¡No, por favor! ¡No he tardado! ¿Verdad que no he tardado? —Yo creo que sí. Ha sido una fracción de segundo, si quieres. Pero en una fracción de segundo cabe un pecado mortal. —Es cierto. Pero yo no... ¡Dios mío! yo no he querido ofenderte. Yo no he podido ofenderte. Yo no... —Tal vez no. Pero tal vez, sí. —TAL VEZ SÍ... —Y en ese caso... —...si esta noche... —...murieras... —...tal vez me salvara, pero... —...tal vez te condenaras. —No. No es posible. —Haz un acto de contrición perfecta, por si acaso. —Dios mío. ¡Me pesa haberos ofendido por ser Vos quien sois! —¡Mentira! Te pesa —si es que te pesa— por miedo al infierno. Eso es atrición. No vale. —¡Señor mío Jesucristo! Dios y hombre verdadero, Creador y Redentor mío, por ser Vos quien sois... —¡Fórmula! ¡Pura fórmula…! Vete a ver a un sacerdote. —¿A estas horas? ¡Estás loco...! —¿Serás capaz de pasar la noche en pecado mortal? —Pero si yo no... ¡Dios mío! ¡Padre mío! Tened compasión de mí…
  • 28. 28 Abba. Pater. Si fieri potest… [Dios. Padre. Si es posible...] Antonio Costa estaba tendido boca abajo en su Getsemaní. Había entrado en agonía, y sudaba copiosamente. Al cabo de un rato, el Omnipotente y Sempiterno Dios tuvo compasión de su hijo Antonio Costa. Y a eso de las cinco de la mañana del viernes, cuando Antonio Costa había apurado hasta las heces su cáliz de amarguras, Dios le envió un ángel confortador con el cáliz dulcísimo del sueño. El ángel veló durante un rato el sueño de Antonio Costa, y después hizo mutis sigilosamente, dejando al muchacho solo, indefenso y tranquilo en poder de las tinieblas... Y entonces... "...amapola o herida o boca de mujer o nudo de corbata roja o bombilla roja de peligro todo eso simultáneamente o sucesivamente o nunca pero rojo y allí en lo negro al otro lado de la ventanilla un color sospechoso fugitivo de algo desertor de una forma cualquiera a través de la noche paralelo a su viaje paralelo a su tren cal viva en los ojos y un miedo infinito en el alma y un seminarista sentado frente a él Julio Velasco con sotana y beca roja y un libro en las rodillas mira mira esto mira que cosa tan roja carcajadas de Julio Velasco y su dedo índice señalando el pliegue de la beca roja eso es el cristal lo refleja gracias voy a abrazarte y Julio no quiero antropófagos ríe vae victis [¡Ay, de los vencidos!] silencio estamos en estudio cruel tres timbrazos señal de llamada del Padre Rector es a mi Julio va a mí por faltar al silencio en estudio expulsado del tren Julio Julio marchó y la cosa roja cada vez más roja y allí luego entonces no era no no era nada de reflejo algo de por sí o la amenaza de algo terrible sobrenatural amenaza roja candente quema las pupilas cerrando los ojos igual párpados inútiles cráneo transparente peligro mortal huir abrir la puerta y huir pasillo adelante Julio no volvió, abrir la puerta y huir, abrir la puerta de prisa abrir socorro abrir huir abrir de prisa madre huir..." "Perdido. Irremediable. Perdido. Puerta cerrada por fuera. Horno, Ataúd. Celda de preso. Reo de muerte. Perdido. No mirar. No mirar. Pero la mirada de la cosa roja, barreno implacable en la nuca, barreno sediento, barreno imantado. Mirar. Frente e frente. Verdugo. Morir. Asfixia. Locura, Rezar. Imposible. Olvidado. Gritar. ¡Madre! ¡Madre! ¡Mamá! Viejas sólo. El tren loco a través de los campos. Detener el tren. Aparato de alarma. No hay. Y ahora todo rojo. Ha entrado el verdugo. ¿Por dónde? Llamas. Veneno. Sangre en polvo. Asfixia roja.
  • 29. 29 Fiebre. Muerte roja. Perdido. O saltar. Romper el cristal y saltar. Romperlo. Ya está. Saltar. ¡No! Me llamaba el Padre Rector. ¡Salta! Deja el equipaje. ¡Salta! En el equipaje están las indulgencias. ¡Salta! Un terraplén horrible. Me mataré. Es preciso. Arde todo. ¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!" "He saltado. Sin remedio. He saltado. Y sin indulgencias. He saltado. Frío. Vértigo. Tobogán de tinieblas. Y abajo la muerte. Cuestión de segundos. Salmos penitenciales. Miserere mei Deus secundum magnam... secundum magnam... [Dios ten piedad de mí conforme a… conforme a...] ¿Cómo sigue? No hay tiempo de acordarse. Pater noster [Padre nuestro]. Y aquella oración tan larga y tan terrible. ¿Cómo empieza? Cuando mis ojos hayan perdido el movimiento, cuando mis manos hayan perdido la voz, cuando mis pies, etcétera, etcétera, Jesús misericordioso tened compasión de mí. Ah sí. Secundum magnam misericordiam tuam [Conforme a tu misericordia]. Y después "Méteme, Padre eterno en tu pecho, misterioso hogar..." Y ahora nada. Vacío. Trigales. La tierra. La nada. He llegado. He muerto." "No han podido verme gracias a los trigos. ¡Qué bien se está muerto entre los trigos! ¡Sin ataúd, sin lápida, sin epitafio, sin corona! ¡Qué bien se está! Y hay flores. Flores silvestres. Amapolas. Porque eso rojo no puede ser más que una amapola aunque yo haya muerto y ella diga: "Bésame." Amapola, ¿qué dices? Es la voz de mi hermana Ana Mari. ¿Que te bese? ¿No ves que estoy muerto? Así y todo trataré de besarte, en la boca. ¡Espera! ¡Espera! ¡Espera! ¡No te vayas! ¡Espera! ¿Por qué escapas ahora? ¡Ana Mari! ¡Ana Mari!" "Se va. Huye. ¿Por qué huye? Se aleja corriendo por entre los trigos. ¡Corre detrás de ella! ¡Corre!" "Se perdió. Pero yo no estoy muerto. Debo de haber soñado. ¿Qué estoy haciendo yo, en este trigal? ¡Ah, ya sé. Bueno un nido de alondras. ¿No me ve nadie? No. Luisa también lo sabe. Pero voy a quitárselo. ¿Dónde se habrá escondido Luisa? ¿Por qué correría tanto? ¿Por qué se habrá escondido? Allí hay una alondra cantando quieta en el aire. Justo debajo de ella estará Luisa." "¿Lo ves? Chss... Está durmiendo. Seda negra y encajes. Luisa semidesnuda, con los labios entreabiertos, Luisa tibia, blanquísima y abandonada, una mano en el seno y su brazo derecho extendido a lo largo del surco, y su mano derecha sobre el nido de alondras.
  • 30. 30 ¿Ocultándolo? ¿Protegiéndolo? Tal vez señalándolo. Pero, ¿cómo quitárselo, sin que ella lo note? Tenderme a su lado. ¡Cuidado! La mano... un momento, la mano... Ya es mía... Ya es mía..." "¡El timbre de alarma! ¡Ha sonado el timbre de alarma! ¡Antes no había timbre de alarma! ¿Quién ha tocado el tim...?" La tercera aguja del despertador descansaba en las siete, ajena a todo y segura de sí misma. La aguja horaria se le había ido acercando por detrás, imperceptible y fría, como un delincuente. A las siete en punto, la alcanzó, saltó sobre ella y la cubrió por completo un instante. Pero alguna ruedecilla de guardia en el interior se alarmó en seguida, y promovió el escándalo del timbre. El sonido del timbre penetró en el cerebro de Costa, con ímpetu ciego de autómata loco. Sorprendió a las células traviesas de la fantasía en pleno carnaval, aprovechando el sueño de las otras. "Chss, chss, no las despiertes... —dijeron el sonido intempestivo las células noctámbulas—. Juega con nosotras. Entra en nuestro baile de disfraces. Sigamos la fiesta. Tú no eres un timbre de despertador, sino el timbre de alarma de un tren." Una de las células opuso: "¿No quedamos en que no había timbre de alarma?" "Es igual —dijeron sus compañeras impacientes—. Será un tim..." Pero entonces el sonido ciego tropezó con una de las células dormidas, y la despertó. Y ésta despertó a todas las demás células serias y mandonas. Y todas gritaron. "¡El despertador!" Y las células oníricas tuvieron que interrumpir su mascarada, y huyeron melancólicamente. Y el viento de su fuga dispersó por los ámbitos de la conciencia brusca y destructora los jirones maltrechos de su carnaval... Antonio Costa despertó en pedazos. Un pedazo bañado en una sensación de rojo obsesivo. Otro en una sensación de irremediable. Un irremediable negruzco y pegajoso. Otro pedazo, el correspondiente al pecho, despertó bajo un agrio pellizco de ventosa, pero por dentro y hacia dentro. Otro pedazo de Antonio Costa despertó relamiéndose las fauces absurdamente satisfechas después de un banquete en futuro y en sueños.
  • 31. 31 Y por último despertó el pedazo superior de Antonio Costa, el pedazo rebelde y autónomo que se atrevía a enfrentarse contra todo el resto de su ser; el pedazo tirano que juzgaba y condenaba y atormentaba a Antonio Costa en sus propias ergástulas [prisión de esclavos en la Antigua Roma]; el pedazo cruel e inflexible cuya voz hacía temblar a Antonio Costa; en cuya presencia Antonio Costa no era más que un esclavo miserable y tartamudo... —¿Qué has hecho, cerdo inmundo? ¿Qué has hecho? —¿Yoo? Nada. Yo no he hecho nada. Ha sido en sueños. —¿Y tú crees que no has sido responsable de un sueño como este? —No. No creo. —Recuerda las imágenes obscenas que no supiste rechazar anoche. —Las rechacé. Yo, mientras estuve despierto, las rechacé. —Mentira. Tu sueño demuestra lo contrario. Y ahora mismo..., ¿en qué estabas pensando ahora mismo? ¿En qué estabas recreándote, hace un instante, ya despierto? Antonio Costa saltó de la cama con prisa de animal fugitivo. Con los ojos cerrados, se quitó el pijama y buscó instintivamente una lumbre donde arrojarlo. Lo sostuvo un instante entre el pulgar y el índice como si se tratara del vendaje recién arrancado de un leproso. Después lo metió en el cajón inferior de la cómoda, destinado a la ropa sucia. Abrió la ventana a la luz del día. Una luz sucia como el agua de fregar cacharros. Pero en aquel momento le sentó bien. Estaba lloviznando. Como la tarde del Cementerio. Ayer, sí, válgame Dios. Fue ayer tarde. El día anterior, Día de los Difuntos, Costa había ido dando un piadoso paseo al Cementerio de la ciudad. Como no tenía ningún familiar enterrado allí, se detuvo a rezar un De Profundis [Desde las profundidades] ante la tumba de Unamuno, de quien Velasco le había hablado tantas veces. Mientras rezaba, leyó el epitafio de Don Miguel, que en paz descanse. ¡Méteme Padre Eterno en tu pecho, Misterioso hogar! Allí estaré. Pues vengo deshecho del duro bregar.
  • 32. 32 Consideró que aquel epitafio no estaba nada mal como jaculatoria, y que él tenía motivos para repetirlo más de cuatro veces. Pero no se atrevió a incluirla en su repertorio hasta no tener ideas claras sobre la ortodoxia del autor. Y eso tendría que consultarlo con otro que no fuera Julio Velasco, cínico, medio hereje y parte interesada. Además, aquella oración breve nunca estaría dotada de indulgencias. Y era preciso atesorar indulgencias, muchas indulgencias, sin preocuparse de contarlas. Dios se encargaba de la contabilidad y de la administración. Porque las indulgencias que ganaba Antonio Costa no eran para él. Las había cedido todas a priori generosamente, a favor de las Almas del Purgatorio. Voto de Ánimas se llamaba esto, y también Acto Heroico de Caridad en favor de las Benditas Ánimas. El héroe Antonio Costa asomado a la lluvia y al recuerdo de sus andanzas del día anterior, había logrado serenarse un poco y casi casi convertirse en hombre. "Por cierto. Creo que esta noche yo también he muerto en sueños. Y después... ¡Qué horror!" De repente se abrieron sus ojos y comprendió que estaba desnudo (Génesis, 2,7). Pero en lugar de unas hojas de higuera, utilizó su albornoz para cubrirse. Así y todo, siguió tan desnudo y tan indefenso como antes y sin ninguna fronda próxima donde ocultarse de su propia voz. Además estaba sucio, profundamente sucio. Su instinto de hombre limpio le sugirió una ducha. Y estando bajo la ducha, su conciencia le sugirió la Confesión. —No puedes comulgar así. Tienes que confesarte antes. —¿Pero de qué? Llamaron a la puerta. "¡Lecheeero!" Luisa salió a abrir, en bata y en zapatillas. Costa la sintió por el pasillo y por su médula espinal. ¡Luisa! ¡Había sido Luisa! No, pero antes, o tal vez al mismo tiempo había sido su... "M-m-monstruoso." Antonio Costa no había leído a Freud. Julio Velasco, sí. Pero en aquel momento Julio Velasco estaba apuradísimo, perseguido de cerca por un toro en la habitación de enfrente. Costa hubiera podido salvarle del toro con sólo llamar a su puerta y despertarlo. Y al mismo tiempo tal vez hubiera conseguido de Velasco una interpretación de su sueño más o menos pintoresco, más o menos verídica, y desde luego provechosa para su ánima en estado de catástrofe.
  • 33. 33 Pero Costa salió de la ducha y pasó de largo ante la puerta de Julio. Primero, porque estaba demasiado anonadado bajo su propia garra de heautontimoroumenos [el que se atormenta a sí mismo] para recordar que existiera un tal Velasco, y menos un tal Freud. Segundo, porque sólo en caso de vida o muerte se hubiera atrevido Antonio Costa a desafiar las iras de un Velasco despierto a horas intempestivas. Costa no consideraba su caso de vida o muerte. No sentía el prurito de un diagnóstico ni la necesidad de una terapéutica. No aspiraba a una paz. Ni siquiera a una certidumbre. No aspiraba a nada. No trataba de llegar allí, sino de escapar de aquí. Escapar de sí mismo con prisa de animal apaleado o de esclavo prófugo o de superviviente de un temblor de tierra. En la cocina estaba Luisa. Cantaba algo a media voz, y hacía ruido con las cacerolas de aluminio. Costa se plantó de un salto en su habitación, y cerró la puerta por dentro. Pero no pudo lograr que la canción de Luisa se quedara fuera. Acércate más y más y más, pero mucho más... "¡Ave María Purísima! Luisa estaba en quimono. Costa se persignó, como exorcismo y como introducción a sus rezos matinales. Y bésame aquí y aquí y aquí, como besas tú... Costa hizo la señal de la Cruz íntegramente, como enseña el catecismo. Tres cruces. La primera en la frente, la segunda en la boca, la tercera en el pecho... ...aquí y aquí y aquí —seguía cantando Luisa, Costa se horrorizó de su sacrílega asociación de ideas, y por un momento se sintió impulsado a arrojarse de cabeza contra la pared. No era la primera vez que sentía tan peligrosa inclinación, en sus momentos de crisis. Pero el instinto de conservación siempre se había interpuesto oportunamente entre su cráneo y el muro, a tiempo de evitar una colisión que hemos de suponer desventajosa para el primero. Ahora sucedió lo mismo.
  • 34. 34 Costa recordó que no había rezado el Te Deum [A ti Dios] al levantarse, y empezó a recitarlo mientras se vestía. —Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur [Te alabamos Dios, te confesamos Señor] —dijo Costa, al tiempo de calarse un calcetín. Acción de gracias sin gratitud. Alabanza sin entusiasmo. Esta mañana, el espíritu de Costa no tenía nada que ver con el de San Ambrosio cuando compuso el himno, ni con el de la Liturgia católica cuando lo cantaba. Lo recitó maquinalmente, como una devota cualquiera, pensando entre otras cosas en lo que había de decir al confesor antes de comulgar, y en la manera de salir de casa sin hacer ruido y sin tropezar con Luisa. Sólo al llegar al último versículo reaccionó profundamente, y creyó ser sincero: In Te Domine speravi —dijo. In Te Domine speravi —insistió. In Te Domine speiavi non confundar in aeternum [En Ti Señor espero que la confusión no dure eternamente]. La tercera vez lo repitió en voz alta, silabeando rotundamente, sin tropiezos linguodentales. Se sintió consolado. Estaba frente al espejo del lavabo, y casi se consideró con derecho a sonreírse a sí mismo. A su modo, lo hizo. Pero observó con asombro que el espejo no le respondía con su acostumbrada fidelidad mimética. El rostro del espejo hizo una mueca que tenía muy poco de sonrisa. Y en seguida se puso serio, frunció el entrecejo, abrió los ojos desmesuradamente y se le quedó mirando con una especie de horror y de reproche absoluto. Costa no tuvo valor para sostener aquella mirada y bajó los ojos, avergonzado y culpable. Abrió el grifo distraídamente, y puso sus dos manos en forma de cuenco bajo el chorro de agua fría. Después se las restregó enérgicamente como si en realidad las tuviera sucias. Las manos blancas, casi femeninas, ex predestinadas al altar, ex ilusionadas con un mañana de Hostias Santas y de bendiciones santificantes, las manos fracasadas, pero blanquísimas, de Antonio Costa fueron enrojeciendo poco a poco a fuerza de torturarse mutuamente, a fuerza de torturarse en vano, porque estaban limpias.
  • 35. 35 Al cabo de un rato, Costa descubrió que se estaba lavando las manos, y sintió una pizca de curiosidad por lo que pudiera opinar de aquello el rostro del espejo. Lo miró mientras se secaba con la toalla. El rostro del espejo estaba pálido y ahora sonreía de verdad, con una resignación tan honda que parecía haber renunciado a su anterior conato de rebeldía, y haber recobrado su condición normal y su oficio de reproducir servilmente las facciones y las expresiones de Antonio Costa. Y así, cuando Costa consultó el reloj y supo que faltaban cinco minutos para las ocho, ambos rostros expresaron un sobresalto unánime. Y cuando un segundo después sonaron unos golpes en la puerta de la habitación, y Costa dirigió al espejo una mirada interrogativa, no obtuvo del rostro del espejo otra respuesta que su propia mirada interrogativa Se puso la americana, y dijo: —¡Adelante! Vio girar inútilmente el pestillo, y recordó que había cerrado por dentro. Luisa. No podía ser nadie más que Luisa, ¡Virgen Santa! Abrió. —¡Buenos días! Te traigo el desayuno. —¡Ah, sí...! Pase... Digo, pasa. Déjalo por ahí. —¿Has dormido bien? —Sí. Muy bien. ¿Y tú? Luisa entró y dejó la bandeja sobre la mesita de noche. —Pues yo diría que no has dormido bien. Tienes mala cara... Luisa estaba allí, en quimono, a dos pasos de él, mirándole con la mayor frescura, como si no hubiera sucedido nada entre ellos. Como si no hubiera... Costa le volvió la espalda y se puso a buscar algo en un cajón de la cómoda. —¿Qué buscas? —dijo Luisa. ¡Qué sabía él! Cualquier cosa. Por ejemplo... —Un pañuelo. —¿No sabes que los pañuelos están aquí? —insistió Luisa, inocente y divertida, abriendo el cajón de la mesita de noche.
  • 36. 36 —¡Ah, sí! Perdona. Luisa rió a carcajadas, y Costa no tuvo más remedio que acercarse a ella para recoger el pañuelo que le tendía. Le dirigió una mirada breve y asustadiza. Era guapa... y la misma. La del trigal dorado. La de la ropa interior de seda negra. La del nido de alondras... —Gracias —dijo Costa. Y asiéndose a la posibilidad de haber dejado flojo el cordón de un zapato se dispuso a apretárselo, colocando el pie encima de una silla. Fue entonces cuando descubrió que a causa de las prisas y del Te Deum había incurrido en el lamentable descuido de ponerse un calcetín del revés. Luisa, que estaba pendiente de sus gestos, lo notó en seguida. Y él, ante la imposibilidad de disimularlo, se anticipó a las burlas de la chica, con un gesto cómico de desesperación. Rieron los dos. Ella, sinceramente; él, por salvar las apariencias y con la secreta esperanza de que Luisa se marcharía en seguida y le permitiría subsanar a solas su error indumentario. Pero Luisa, pizpireta y eufórica, no pensaba lo mismo. —Supongo que no pensarás ir a la oficina con un calcetín del revés... —No. Claro que no. Ahora le daré la vuelta. Luisa no se iba. Y Costa, para hacer tiempo, tomó un panecillo de la bandeja y se lo devoró en tres mordiscos... —Si gustas... —dijo con la boca llena. —Que aproveche —dijo Luisa—. Me voy. Costa tomó la taza de café y se la llevó a los labios. Pero no llegó a beber. Luisa ya estaba en el pasillo cuando sintió a sus espaldas el ruido inconfundible de la loza al estrellarse contra el suelo. Volvió a entrar. —¿Qué ha pasado? Costa estaba de pie junto a la cama, contemplando con mirada fija y estúpida los pedazos de taza y el charco de café. Demasiado tarde. Había comido. No podría comulgar. —¿Qué ha pasado? —repitió Luisa, intranquila por la extraña actitud del muchacho. —Pues, ¿no lo ves? —habló Costa por fin—. He tirado la taza de café y, naturalmente, se ha roto.
  • 37. 37 —Naturalmente. —No te enfades. —Pero si no me enfado. ¿A quién se le ocurre? Eso no tiene la menor importancia. —Te parece a ti. Costa se puso en cuclillas, decidido a recoger los pedazos dispersos. —Deja eso. Te digo que dejes eso. Ya lo haré yo. Ven a la cocina, y te daré otra taza de café. Costa no hizo caso, y siguió recogiendo sin prisa los restos de la taza, con aire pensativo. "Irremediable. Imposible. Estoy perdido. No puedo comulgar. Los nueve primeros viernes a paseo. Perdón. La perseverancia final. La gracia. Todo. Sagrado Corazón de Jesús... Estoy perdido. No puedo comulgar." —Antonio, no seas cabezota. Deja eso. Ven. Hala, ven. No tiene importancia. —¡Déjame en paz! ¿Tú qué sabes? Luisa quedó desconcertada por la insólita brusquedad de Costa. En efecto, ¿ella qué sabía? Se encogió de hombros y con aire ofendido salió de la habitación. Costa no hizo nada por retenerla. ¿Ella qué sabía? Primero el sueño, y ahora... Después de todo, había sido una solución. Negativa, pero radical. Lo único que impedía inexorablemente comulgar. Lo único irreparable en el confesionario del padre López. Costa recordó el caso de aquel ex combatiente de tres guerras, herido cuatro veces, condecorado otras tantas, que hacía poco había muerto aplastado por la furgoneta de un panadero. Pero, de todas formas, tendría que confesarse. Había pecado. No podía menos de haber pecado. Dios se había hartado de él. No quería saber nada de él. No quería venir a él. Le repugnaba su inmundicia. Su tibieza le producía náuseas. Jesús huía de él. Jesús, el amigo de los leprosos, el defensor de la mujer adúltera. Jesús, todo amor, todo perdón, todo corazón..., huía de él. ¿Qué había hecho? "¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me has abandonado?" Se acercó a la ventana y arrojó por ella los restos de la taza rota.
  • 38. 38 "¡Pobre Luisa! Ella no tiene la culpa. Ella es un instrumento ciego en manos de... ¿En manos de quién sabe? De la providencia, tal vez. O del destino, como dice Julio. Se ha enfadado conmigo. Lo siento. Claro que lo sientes. Sientes más el enfado de Luisa que el enfado de Dios. Ve a pedirle perdón. ¿A Luisa? No. A Dios. Primero, a Luisa. Estará en la cocina. Ahora podrás desayunar tranquilamente. No del todo. Al menos, oír misa. Eso. Al menos, oír misa. En marcha. Son más de las ocho." Salió sin despedirse de Luisa. La lluvia había cesado. Pero el cielo conservaba su color parduzco y su ceño hostil. El otoño se excedía. Demasiado austero. Demasiados días sin sol. Costa se subió el cuello de la gabardina y empezó a caminar de prisa calle abajo sin preocuparse demasiado de las circunstancias climáticas. Pero era evidente que su problema interno se hubiera simplificado un poco en una mañana de sol. En algún sitio, a aquellas horas el sol estaría luciendo. En su pueblo, tal vez. Un pueblo feo, triste, sin historia y sin árboles, en tierras de la Armuña. Un pueblo sin paisaje y sin accesorios superfluos. Bueyes de fuerza para la dura labranza del secano. Una iglesia vieja y limpia para el domingo por la mañana. Una taberna vieja y sucia para el domingo por la tarde. Un alcalde bruto, un cura campechano, un médico a la antigua, un maestro que "entonces" no quitó el crucifijo, según unos, y votó por Manso [líder socialista salmantino durante la II República], según otros; en todo caso, actualmente es delegado de Falange; un alguacil-pregonero-sacristán-barbero- borrachín que perdió un ojo en la guerra de Cuba y sabe hacer coplas picarescas; media docena de quintos cada año; una procesión votiva cada mes; un chisme de vecindad cada semana; y el Angelus [oración en honor del misterio de la Encarnación] tres veces cada día. Trabajo, buena olla y mucho sol. Eso sí. Un cielo limpísimo y unas hermosas mañanas de sol, perfumadas de tomillo y de flor de saúco y de mieses maduras... Hacía muchos años que Costa sólo visitaba su pueblo en verano, y siempre se lo imaginaba inmerso en la luz y en el aroma de una mañana estival. Ahora, por ejemplo, mientras camina calle de Zamora abajo, Costa no sé por qué ha pensado en su pueblo. Su pueblo está a treinta kilómetros de aquí. Pero Costa ha pensado en él como en un lugar exótico y lejano, donde seguramente luce el sol. Algo muy lejos de su espíritu y de esta mañana de ciudad, algo muy lejos de este instante
  • 39. 39 preciso en que Costa pasa frente a la puerta de un bar y tiene que salir de la acera porque están descargando cajas de mariscos de una camioneta, y huele a amoniaco o tal vez a lejía, y desde luego a asfalto húmedo y a gasolina quemada... ¡Qué bien se estaba entre los trigos! ¡Qué bien! ¡Oh, no, no...! Los del sueño, no. ¿Qué haría él para olvidar el sueño, Dios suyo? "—¿Por qué no entras aquí, en los Carmelitas? "—No. Tengo que confesarme. "—Aquí también confiesan. "—Sí, pero, no..., no me comprenderían. Sólo el padre López me comprende." Sólo el padre López tenía paciencia para comprenderlo. Adelante. Sirvientas al mercado; beatas a misa; dependientes a las tiendas; albañiles a las obras; ferroviarios a la estación; Costa al confesonario del P. López, S. J. [Compañía de Jesús], en la iglesia de la Clerecía. La plaza Mayor estaba casi desierta a aquellas horas. Costa avanzó de prisa bajo los porches; esquivó ágilmente el servicial asedio de los limpiabotas; y sólo se detuvo un instante frente a los almacenes de Jesús Rodríguez, para comparar la hora de su reloj con la del reloj del Ayuntamiento. En aquel mismo instante, Ignacio Larrañaga y Pedro Antúnez doblaban la esquina de la calle del Prior y se disponían a cruzar la plaza en dirección contraria a la de Costa, Costa, al levantar los ojos del reloj, los vio; y estaban ya demasiado cerca para poder librarse de ellos. —¡Caramba, caramba, caramba! —dijo Larrañaga, borracho y efusivo. —"Con la Iglesia hemos topado, Sancho" —dijo Antúnez, borracho y agresivo. —Adiós, señores —dijo Costa de soslayo y sin intención de detenerse. Larrañaga le cortó el paso. —No sabes la devoción que me da el verte. Mira, Antúnez, te presento a San Antonio de Costa. —Ora pro nobis [Ruega por nosotros] —dijo Antúnez. —Bueno —dijo Costa—. Celebro veros. Pero tengo prisa. —Es pronto todavía —dijo Larrañaga—. Ven a tomar un copetín con nosotros. Precisamente andaba buscándote, Tengo que contarte... una…
  • 40. 40 —¡No! —saltó Antúnez—. ¡No! Paso. Si tengo que oír por decimosexta vez tu historia sagrada, me retiro. Paso. —Como ves, Antoñito —dijo Larrañaga, comprensivo y confidencial—, mi camarada Antúnez se encuentra en un lamentable estado de embriaguez... Antúnez se sublevó estruendosamente. Pero Larrañaga prosiguió imperturbable su discurso. —...y mi natural f-f-fri...lantopía y mi innata cara... caba… cabare... carabellosidad, me obligan a acompañarle a su domicilio. Pero, palabra de honor, fíjate bien, ¡palabra de honor!, que volveré en seguida. ¿Dónde me esperas? —No puedo esperarte en ningún sitio, hombre. Tengo que entrar en la oficina. —¿Cómo? ¿Ahora os hacen trabajar de noche? ¡No hay derecho! Injusticia social, incomprensión social... Crimen social... —¡M... social! —se indignó Antúnez—. ¡Lo que faltaba! Un mítin. Ponte a dar un mítin, ahora. Esta faena no te la perdono, ¿eh? ¡Lo a gusto que estaba yo en el diván...! Y sólo por acompañar al niño, para que no se pierda..., para que no lo pille un coche..., para que no lo cojan los perreros municipales... porque va sin bozal. ¿Te has fijado en que va sin bozal...? —¡Ingrato! —dijo Larrañaga, desgarradoramente—. ¡Ingrato! De manera que... Costa intentó aprovechar la disensión interna para escabullirse. Pero Larrañaga, que estaba empeñado en sincerarse con Costa a toda costa, interceptó su conato de evasión en el momento oportuno. —Escúchame, Antoñito... Antúnez se alejó. —Mira —dijo Costa—. Se va tu amigo. No lo vas a dejar solo... —Déjalo —dijo Larrañaga—. Es un ingrato. Está como una cabra. Si no es por mí, esta noche se lo comen las zorras. Se lo comen vivo. Y ahora... ¡Ya ves! ¡La vida enseña! Bueno. Lo que te iba diciendo. He encontrado un Cristo allá abajo. Un Cristo. Un Cristo de esos que tú adoras. De esos que yo adoraba antes. Precisamente era el que me dio mi madre, cuando marché al colegio... Yo quité el Cristo de allí. Y la zorra que estaba conmigo se reía... ¡Se reía! Como en Las golondrinas, de mi paisano Usandizaga, que en gloria esté. Yo, entonces, ¿sabes lo que hice?
  • 41. 41 —Todo eso es muy interesante —dijo Costa—. Pero, de veras, no puedo entretenerme más. Ya me lo contarás después. Después, comiendo, me lo contarás. ¿Verdad que sí? Adiós. Hasta luego. Costa se desentendió de Larrañaga, y se alejó camino de la Clerecía. Bien. De todo había en la viña del Señor. Aún había gente más..., ¿cómo diría él?, más... más desgraciada, o sea, más sin Gracia que él, por esos mundos. Esto era triste, pero consolaba. Un consuelo ilegítimo tal vez, pero... A propósito. ¿Qué explicaba aquella pobre gente de un Cristo por allá abajo? Nada de fundamento, seguro. Estaban completamente borrachos. Lástima de Larrañaga. Un gran chico. Rezaría por él. Ofrecería la... ¿La qué? Costa, encorvado de nuevo bajo el peso de sus remordimientos gratuitos, apresuró el paso. "En sueños he pecado y despierto he comido." Subió las gradas de la Clerecía con la cabeza baja. "No merezco entrar. No me atrevo. Me voy." Se detuvo en medio de la escalinata. "Vade retro. Introibo ad alteria Dei. Ad Deum qui laetificat, o al menos, laetificabat, juventutem meam." [Retrocede. Entraré en el reposo de Dios. Al Dios que regocijaba, o al menos, regocijó, mi juventud.] Entró. La Clerecía es un templo confortable. Cristo Eucaristía no es demasiado exigente en lo relativo a su vivienda. Él acepta de mil amores el hospedaje que le brinda en su cabaña de paja aquel pobre misionero del África Central, y soporta divinamente los fríos polares en las capillas católicas de Alaska. Incluso, humanamente hablando, casi se inclina uno a pensar que Él prefiere como vivienda una de esas humildes capillitas de ingenua decoración, perfumadas de fervor neófito y de flores silvestres, a las suntuosas mansiones catedralicias del viejo mundo católico, donde sólo recibe visitas protocolarias y en donde tiene que aguantar las insolencias de caravanas de turistas mal vestidos. Una catedral católica es como un castillo inglés. Es magnífico tener un castillo en el condado de York. Pero es más agradable vivir en un chalet de la costa de California o en un departamento de la Rue de la Paix [Calle de la Paz]. Al mismo tiempo, es muy recomendable poseer una residencia señorial y cómoda a la vez en una calle céntrica de una ciudad cualquiera. Jesús Sacramentado la tiene, en Salamanca, en la iglesia de la Clerecía.
  • 42. 42 El aroma de cera quemada y de presencia de Dios que respiró Costa al entrar, reconfortó un poco su atormentado espíritu. Los bancos de la iglesia estaban llenos de bultos negros y devotos, con escapularios del Sagrado Corazón. Costa se arrodilló en uno de los últimos bancos. "Señor, pequé. Tened compasión de mí." Fue su saludo. Un momento después, sonó la campanilla del acólito. Costa alzó los ojos y vio que el sacerdote se disponía a comulgar. —Domine non sum dignus [Señor no soy digno] —repitió golpeándose el pecho. Pero no lo dijo tres veces, como el sacerdote. Porque después de decirlo la primera vez, creyó oír la voz de Cristo que le respondía: —Ya sé que no eres digno. Ya lo sé. Por eso no quiero acercarme a ti. Sólo a un extraño o a un analfabeto o a la credulidad masoquista de Antonio costa podía pasar inadvertida la mixtificación. Después de la comunión del sacerdote, Costa se levantó y se dirigió modestamente al confesonario del P. López. El confesonario estaba vacío; y de la puerta pendía un cartelito con la palabra "Ausente". Costa quedó desconcertado y sintió un calor rojo en las mejillas. El confesonario del P. López estaba situado a un extremo del crucero, cerca del presbiterio, y a la vista de gran parte de los fieles. Costa, abochornado, dio la vuelta. Los demás confesonarios estaban asediados por nutridos grupos de penitentes. "No tengo tiempo", trató de disculparse. Y se dispuso a volver a su sitio, en los últimos bancos. Pero en aquel momento volvió a sonar la campanilla del acólito, y una oleada de fieles se alzó de los bancos camino del comulgatorio, interceptándole el paso, cortándole la retirada. El calor de su rostro se intensificó violentamente y, en su desconcierto absoluto, llegó a rondarle la ocurrencia loca de incorporarse a la muchedumbre, dejarse llevar por la corriente y comulgar a pesar de todo. Pero en seguida resonó en él y se le impuso el concepto "Comunión sacrílega". Se horrorizó y cayó de rodillas donde estaba; frente al altar luminoso y florido que habían dispuesto a un lado del crucero, por tratarse de un primer Viernes. En él se ofrecía al culto de los fieles una imagen de Cristo con los brazos abiertos y, en el centro del pecho, su Corazón en llamas…
  • 43. 43 Costa oía la fórmula del sacerdote al distribuir el Cuerpo de Cristo, repetida cien veces. Veía la expresión de los rostros al volver del comulgatorio. Rostros serios, pero felices, en los que se leía la trascendencia de lo que acababan de hacer, y la satisfacción de haberlo hecho. Costa se moría de envidia, de soledad y de abandono. La imagen de Cristo sonreía y abría los brazos delante de él. Pero él tenía la cabeza demasiado baja para verlo. Cuando al fin se decidió a levantar la vista, sus ojos sólo llegaron a la altura de una cinta de seda blanca que circundaba el pedestal. En ella estaba escrita, con letras doradas, la duodécima promesa del Corazón de Jesús a sus devotos: "Al que comulgare nueve primeros viernes de mes seguidos, le será concedida la gracia de la perseverancia final." Costa ya lo sabía. Pero ahora lo leyó una vez más y se estremeció. Tuvo miedo. Se repitió en él la angustia que había experimentado en sueños, cuando comprobó que la puerta de su departamento estaba cerrada por fuera. Consultó su reloj. Las nueve menos cuarto. Podía esperar hasta el fin de la Comunión. Tenía tiempo. Pero no lo hizo. Ahora ya podía recurrir a la fuga sin necesidad de morir. Antes de levantarse, juzgó correcto dirigir a la imagen de Cristo una mirada de despedida. Él sabía de antes que aquella imagen sonreía y tenía los brazos abiertos. ¿Y si ahora hubiera dejado de sonreír y hubiera cerrado los brazos dejándole a él fuera? Le hubiera parecido completamente lógico. Pero no era así. Costa, al levantarse, alzó los ojos y comprobó que no era así. Cristo seguía con los brazos abiertos. Pero él tuvo un horrible sobresalto y se dio toda la prisa que pudo en alejarse de allí. Allí, en el pecho blanco de la imagen de Cristo, se había posado aquella misma cosa roja y terrible que le había atormentado en sueños...
  • 44. 44
  • 45. 45 CAPÍTULO III —...Y la muy zorra se reía... se... reía... —Escucha, La... La... Lagagaga. —¡Eh, tú! Me llamo La-rra-ña-ga. No mixtifiques mi noble apellido. —¿Apellido? Eso no es un apellido. Es una riña de gatos: Larr-aña-ga. Imposible de pronunciar sin hacer muecas. Te prohíbo salir de noche con ese apellido. Y mucho más emborracharte con él en mis inmediaciones. —Tú no tienes inmediaciones, jovencito. Adoleces de una formidable atrofia de inmediaciones. Además, yo no estoy borracho, ¿comprendes? Yo soy un hombre de principios. —¡No me digas! —Lo que oyes. Mi abuelo andaba por los pueblos recogiendo hierros viejos con una tartana. Consecuencia lógica: mi padre es un magnate de la industria cerrajera. —Consecuencia lógica: tú eres un crápula. —Modestia aparte. —Claro. —¿Qué querías? —¿Yo? Nada. —Estás borracho. Tendré que acompañarte. —No, perdón. Quedamos en que el borracho eres tú, y yo te acompañaba. —Ni hablar. El borracho eres tú, y yo te acompaño. —A mí no me acompaña nadie, ¿entiendes? ¡Ya me estás acompañando demasiado! —¿Ah, sí? Pues, ¡salida de canto! Te abandono a tu suerte. Buenas noches.
  • 46. 46 Larrañaga cruzó la calle, ganó la acera opuesta y siguió avanzando calle arriba, paralelo a Antúnez. Caminaron veinte metros sin hablarse, sin mirarse, ignorándose mutuamente. Después empezaron a intercambiar insultos y sarcasmos de una acera a otra. Y al fin convergieron con unánime espontaneidad en el primer bar que encontraron abierto. Entraron sin dirigirse la palabra, y tomaron junto al mostrador las posiciones más distanciadas de que fueron capaces. Uno a un extremo y otro a otro. Antúnez apoyó en la barra el brazo derecho y Larrañaga el izquierdo, dándose recíprocamente la espalda de un modo ampuloso y ostensible. Era una actitud tan exageradamente hostil que el barman supo en seguida que sus dos clientes eran íntimos amigos. —¿Qué toman ustedes? —dijo el barman, imparcial y equidistante. —No pluralice usted. Yo vengo solo —dijeron Larrañaga y Antúnez al unísono. —Perdón —sonrió el barman, entrando en el juego. Se acercó a Antúnez y preguntó—: ¿Un café, señor? —Oiga —dijo Antúnez—, ¿es que tengo yo cara de tomar café? —No. Tiene cara de necesitarlo. —¡Bien dicho! —dijo Larrañaga. —¡Muy bien dicho! —dijo Antúnez—. Su respuesta revela una inteligencia aguda superior a sus años, etcétera. Sólo por eso..., deme una copa de aguardiente. —¿Y a usted, señor? —A mí —dijo Larrañaga— deme un café bien cargado sin nada de azúcar. Antúnez soltó la carcajada. —¿De qué te ríes tú, crápula infecto...? El caballero es un indeseable —explicó Larrañaga al barman, confidencialmente. —El caballero es un carmelita descalzo —explicó Antúnez al barman, confidencialmente—. Es que tiene empeñado el hábito, ¿sabe usted? Lo empeñó para ir a dar la Extremaunción a Menchu, la del "Chascarril". Y la muy zorra se reía..., se reía... ¿No se lo ha oído usted contar nunca? ¡Qué suerte tienen algunas personas! Ahora que no se apure... En cuanto pise uno de esos tapones de gaseosa que usted, imprudente y antihigiénico, no ha barrido todavía, no servirá de nada el "café negro sin na-da de a-zú-car..." Se lo contará. ¡Vaya si se lo contará!
  • 47. 47 —Y yo le escucharé con mucho gusto —dijo el barman—. ¿De qué se trata? —Pues, verá usted... —empezó Larrañaga. Antúnez apuró de un sorbo la copa de aguardiente, dejó un duro sobre el mostrador y salió corriendo. No se detuvo hasta su casa. Larrañaga desistió de referir su historia, y empezó a calumniar a Antúnez de una forma lo suficientemente desmesurada para que el barman pudiera comprender que estaba calumniándolo. Bebió a pequeños sorbos y con grandes muecas su café amargo y expiatorio. Y siguió su camino hacia su casa, que en aquel momento significaba para él únicamente lecho y merecido descanso. La cama era su meta. Lo fastidioso era que para llegar a esa meta tendría que tropezarse con Luisa. Ese tropiezo fastidioso, incluso violento —sí, violento, ¡qué caray!— ya había acontecido innumerables veces... Pero, nada. La dichosa Luisa, erre que erre en su idiota manía de levantarse temprano. A horas inverosímiles. A la hora en que los hombres de principios y de buena familia empiezan a pensar en acostarse. Bien. ¡Allá ella! Si se escandaliza que se escan...dalice. Además, si ella quisiera, no habría necesidad de desplazarse. Todo quedaría en casa. Pero, ¡sí, sí...! Dirección prohibida. Se ruega no insinuarse. Cuidado con la pintura. Cuidado con el perro. Prohibido fijar carteles en toda la fachada. ¡Stop! Velocidad máxima: dos centímetros por hora. Precaución: zona escolar. Firme resbaladizo. Badenes. ¡Y qué badenes! Curvas. ¡Y qué curvas! Uno estaría encantado de romperse un eje en esos badenes y de "derrapar" en esas curvas. Uno se contentaría al menos con poder resbalar por ese firme resbaladizo... Pero, amigo, era carretera privada. Ni pagando peaje. ¡Oh, no! Ni pagando peaje. Era una carretera decente y exclusiva. El dueño no la usaba, pero era igual. Era suya. El dueño le tenía mucho miedo a los badenes y a las curvas peligrosas. El dueño era un santo. Y un santo, por regla general, no solía ser buen automovilista. San Antonio de Costa no iba a ser una excepción. ¡Pobre diablo! Es decir. Bueno. Sí. Claro. Evidentemente. Nunca se sabía. Había el Cristo y todo lo demás. Y eso era cierto. O al menos sensible. No, no; cierto. La verdad no cambia con el tiempo. Él, sí. Él había cambiado mucho con el tiempo. No tanto tiempo. Seis años.
  • 48. 48 Había estudiado interno en un colegio de jesuitas. Y en los Ejercicios Espirituales de séptimo habían estado a punto de engancharle... No. No le habían dicho: "Hazte fraile." Pero le habían puesto entre la espada y la pared. ¿Cómo era aquello...?: Yo, ¿para qué nací? Para salvarme. No para emborracharme y esas cosas. Que tengo que morir, es infalible. Bueno, no corre prisa. Pero, desde luego, es impepinable. Claro que siempre hay tiempo de sentar cabeza. Para eso envejece la gente antes de morirse. Dejar de ver a Dios y condenarme. Lo pintaban muy feo, eso de condenarse. Yo creo que incluso exageraban un poco. Ya veremos. Triste cosa será, pero... posible. Sí, sí, sí. Estamos de acuerdo. Muy posible. ¿Posible? ¿Y río? ¿Y duermo? ¿Y quiero holgarme? Uno es joven. Si uno no ríe ahora, ¿cuándo va a reír? Dormir, duermo menos de lo saludable. Pero holgar... Eso sí... Holgar, huelgo demasiado. Vivo en estado de huelga permanente. Esto no puede continuar así. Si no apruebo este año, mi padre me retira los víveres. Y es capaz de hacerlo. ¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?
  • 49. 49 Es que lo visible es tan amable en ocasiones... Y tan palpable… Porque es que si lo visible sólo fuera visible... Pero es que además de visible suele ser infinidad de cosas terminadas en "ible" y en "able". Mientras que lo invisible, sólo es eso: invisible. ¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? Pues ya lo ves. De momento no doy golpe. Ahora estoy borracho y me voy a dormir. Luego a comer. Luego a jugar. Después a emborracharme. Y luego a dormir. ¿Qué tal? Ignominioso, degradante, sucio. Loco debo de ser, pues no soy santo. No, perdón. No saquemos las cosas de quicio. Tanto como santo, no. Eso debe de ser muy aburrido. Pero un poco más persona, sí que podía ser. Es más. Tengo que serlo. Con cinco mil pesetas mensuales, figúrate, podía ser el amo. Alternar con chicas de mi categoría. Una novia decente. Bueno, y un poco comprensiva. O si no, no: decente del todo. Y después, por mi cuenta y al margen, una cana al aire de vez en cuando. El aire se va a llenar de canas, vamos a respirar canas en lugar de aire. Pero yo me entiendo. Eso es fácil. Y secundario. Lo importante es estudiar. Es decir: lo importante es cambiar de vida. ¡Es una vergüenza! Los serenos me tutean. Las prostitutas me llaman por mi nombre de pila, y hasta por diminutivos familiares. ¡Se acabó la familiaridad! El "contubernio con el vicio", como decía el padre Alcorta. ¡Ah, sí! El padre Alcorta… Me gustaría volver a ver al padre Alcorta. Aquél sí que era un santo. Y no hacía cara de aburrido. Me gustaría encontrármelo ahora y charlar con él un rato de hombre a hombre. Perdón, de hombre a cura. He perdido contactos por completo. He sido imbécil. Nunca está de más tener un amigo eclesiástico. Bien. No disimules. Es inútil querer dar a ciertas cosas una interpretación cínica. El Cristo ese me ha hecho pupa en el alma. Sentimentalismo, si tú quieres. Coincidencia de que aquel mismo modelo de Cristo fuera el que me regaló mi madre cuando ingresé en el internado. No deja de ser una coincidencia providencial. Como no deja de ser providencial que por primera vez en mi prolijo historial barriochinesco se me acercara una alcahueta a ofrecerme ganado decente y primerizo según ella, en una casa particular.
  • 50. 50 La decencia del ganado era nula, y de sus primicias pudo disfrutar Carlos V. La particularidad de la casa consistía en que no tenías que gitanear sobre la segunda que entró, sí, sí, la del vestido azul, con ningún "solípedo útil al hombre" con delantal negro; y en que en las habitaciones no había bidet. Pero, en cambio, había crucifijo. Ve ahí. Una particularidad particularísima. Cuernos. Y, en mi caso, providencial. Porque aunque el Cristo aquel no hubiera sido el mismo que me dio mi madre, yo no hubiera sido capaz de hacer aquello que iba a hacer sin testigos, delante de un testigo tan inesperado y tan... parte interesada en el asunto. Parte ofendida desde luego. Porque yo "peco" todavía. Yo iba a "pecar". Ella iba a ejercer su oficio. No podíamos entendernos. Incluso me trató de ateo y de hereje porque quité el Cristo de allí. ¡Qué animal! Yo no sabía dónde meter el Cristo. ¿Debajo de la cama? No. Demasiado bajo y, sobre todo, demasiado cerca. ¿En el armario? Sí. En un cajón del armario. Entonces ella empezó a reírse. Había bebido mucho. Yo también. Un desastre. El primer fracaso de mi vida, aparte del examen de primero de cuarto. En segundo de cuarto, no me presenté. Así que no fracasé. Pero, anoche, sí; me presenté y fracasé rotundamente. Por culpa del Cristo, sin duda. Porque otras veces había más coñac, pero no había Cristo, y nunca fracasaba. Ella no sabía eso. No me conocía. Había conocido a muchos, pero a mí, no. Y mi fracaso le produjo una hilaridad tan estúpida y tan ofensiva que yo no pude menos de cortársela radicalmente con las dos tortas más suculentas que he administrado en mi vida. No te confundas. Yo no soy un chulo. Yo nunca pego a las mujeres. Yo les "pago". Es el mayor tortazo que puedo darles. Pero esta noche se ponía en entredicho uno de mis más caros atributos. La muy zorra se reía, se reía. Y le aticé, cómo si le aticé... Cualquiera lo hubiera hecho en mi lugar. Yo mismo. El Cristo debe de seguir en el cajón. Pero esto no puede quedar así. Es una oportunidad. Ahora ya tengo algo en que basar mi indispensable reforma... Larrañaga, después de satisfacer consigo mismo su acuciante necesidad de referir a alguien la historia del Cristo, juzgó oportuno consultar con el espejo de un escaparate su dudosa presentabilidad.
  • 51. 51 Ojeras. Pelo alborotado. Corbata al bies. Le convenía lavarse y peinarse. No sólo por Luisa, sino por los vecinos. Con aquella facha y a aquellas horas, nadie podía poner en duda su punto de procedencia. Mientras que, bien lavadito y bien peinadito y con la corbatita bien puesta, podía venir hasta de misa, figúrate. Anduvo un poco más, y llegó a una plazoleta con árboles. En el centro había una vieja fuente, con una pila circular. Larrañaga hizo allí su rudimentaria toilette, y, ya más seguro de sí mismo, siguió caminando hasta el umbral de su casa. Allí se detuvo, con la intención de encender un cigarrillo. No tenía tabaco. Había dejado una cajetilla casi íntegra en la mesita de noche de la habitación con crucifijo y sin bidet. Los estancos estaban ya cerrados. Había que ver lo pronto que cerraban los estancos. Entró. La habitación de Larrañaga estaba al fondo del pasillo, enfrente de la de doña Adela. Avanzó sigilosamente, y, al pasar frente a la puerta de la cocina, saludó a Luisa con un gesto mudo y risueño al que ella no respondió. "¡La muy pazguata! ¿Qué se habrá creído? En lo sucesivo, le haré guardar las distancias. Un pitillo. Necesito un pitillo. ¿Quién se va a la cama sin un pitillo?" Volvió a la cocina. —Oye, Luisa. —¡Chsss! ¿Qué pasa? —¿Se ha levantado Julio? —bisbiseó Larrañaga, sumiso. —No. —Es que voy a robarle un pitillo, ¿sabes? —Allá tú. Como lo despiertes, te mata. Julio no despertó. Larrañaga le robó un cigarrillo impunemente, y tuvo la sangre fría de encenderlo allí. A la luz del fósforo, vio el rostro de Julio. Tenía fruncido el ceño, y la boca apretada. No era el rostro de un hombre dormido, sino el de un hombre ante un problema. Un asceta en plena tentación, un sabio en abstracción profunda, un delincuente momentos antes de cometer su crimen. Algo así.
  • 52. 52 Larrañaga, al salir de la habitación de Julio, dio un estruendoso portazo, y huyó pasillo adelante hasta encerrarse en su habitación. Oyó rezongar a Luisa, y a doña Adela preguntar con voz plañidera: —¿Qué pasa? —Nada, tía. Es el viento —dijo Luisa. "Buena chica. Me aprecia. A lo mejor está enamorada de mí y sufre por mi vida desordenada, etcétera. Tango. "¿Y el otro? No quiero ni pensarlo. Estará hecho una furia. Nunca sabrá que he tratado de hacerle un favor. Nunca podrá retribuírmelo." Se quitó la americana y los zapatos, y se tendió en la cama. Mientras fumaba el cigarrillo, recordó unos brazos nada vulgares que acababa de ver desnudos fregando cacharros... "Con Cristo y todo —pensó—. En un caso así, con Cristo y todo." Después se arrepintió de haber pensado eso. No era el pensamiento más indicado para encabezar un proyecto de reforma. Arrojó el cigarrillo. La punta encendida fue a caer sobre un estante adosado a la pared, en un rincón del cuarto. Larrañaga se levantó furioso y aplastó la colilla contra la tabla del estante casi vacío. Tenía que empezar por rellenar los huecos de su estante. Recuperar los libros malvendidos. Recuperar las ropas empeñadas. Recuperar la dignidad perdida. Total: tres mil pesetas aproximadamente. El giro tardaría mucho en llegar. Él había tardado poco en airear el último. Él ahora disponía exactamente de diecisiete pesetas. La voluntad y el dinero jugaban al escondite en él. Cuando llegaba el dinero, se iba la voluntad. Cuando llegaba la voluntad, se iba el dinero. Y con su padre le pasaba lo de la fábula del pastor embustero y el lobo. Ahora no ganaría nada con escribir a su padre una carta patética y sincera. Ahora que iba en serio, no le creería. Le había engañado tantas veces. ¿Y quién le aseguraba a él que no le engañaría una vez más, que una vez el dinero en su poder no iba a marchársele la voluntad como de costumbre? Casi era mejor así. Tenía comida y cama y mesa de estudio. De los gastos menudos, se encargarían sus acreedores habituales. Marcos el Empollón le prestaría los libros. Esta tarde podía verlo en el "Nacional". Porque era cosa de empezar esta misma tarde.
  • 53. 53 Y, desde luego, no volver a pisar el "Cóndor Club" ni para tomar un triste café con leche. Se conocía. El tapete verde le atraía como la alfalfa al asno. No volver a tocar los dados ni las cartas. Y por las noches, en casita, leyendo. Hacerse socio de algo con biblioteca. Costa, por ejemplo, era socio de la Congregación Mariana, y por las noches se quedaba en casita leyendo vidas de santos de la biblioteca de la Congregación. Sin llegar a esos extremos, él podía hacerse socio, por ejemplo, del Círculo de Caza y Pesca, con biblioteca también. A propósito: procurar localizar al padre Alcorta. De eso sí que tal vez podrían informarle mejor en la Congregación que en el Círculo de Caza y Pesca. Darse una vuelta por los Luises. Costa le introduciría. No tenía por qué hacer tantos escorzos; él ya había sido congregante; más aún, tesorero de la Congregación de María Inmaculada y de San Estanislao de Kostka del colegio del Sagrado Corazón, etcétera, etcétera, donde estudió él. No sería nada nuevo. Volver, simplemente. Volver con la frente marchita y todo lo demás. No era sólo tango, era evangelio. El hijo pródigo. La oveja perdida. Volver... Infancia. Canciones cursis. La Virgen Santísima. ¡Oh, sí! La Virgen Santísima. Era lo único que le quedaba, el único lazo con aquello. La cinta azul de antiguo congregante no tenía ningún valor enajenable ni pignorable. Tal vez la conservaba gracias a eso. Pero la conservaba. Y conservaba una devoción muy peculiar a la Virgen Santísima, una especie de fe sentimental que se despertaba en él de cuando en cuando. Como ahora. Ahora, de buena gana rezaría algo. ¿Podría? ¿Le estaría permitido? Sin pedir nada. Sólo a modo de saludo. A modo de esas postales que uno envía cuando se acuerda de un amigo suyo, de quien se acuerda poco porque no lo necesita para nada. En ese sentido, podría rezar. ¿Verdad que sí? "Dios te salve, María..." Ignacio Larrañaga rezó el Ave María tres veces. Después, sin saber por qué, se sintió profundamente triste. Y no tardó en quedarse dormido.
  • 54. 54
  • 55. 55 CAPÍTULO IV El toro le persiguió mucho rato a través de una inmensa llanura de tierras en barbecho; sin una casa, ni un pozo, ni una tapia, ni una encina, ni la menor esperanza de salvación. Después había surgido de repente la carretera de Béjar, y Julio pudo refugiarse en una alcantarilla próxima. Cuando al poco rato volvió a la superficie, el toro había desaparecido y él se arrellanó concienzudamente en el asiento posterior de su "Packard" negro. —¡A Eleusis [Los misterios eleusinos eran ritos de iniciación anuales al culto a las diosas Deméter y Perséfone que se celebraban en Eleusis, en la antigua Grecia.]! —gritó a su chófer. El automóvil partió vertiginosamente. Y de un cabaret lejano llegaba una música sugestiva e inédita. Y él trató de dar un nombre a aquella música, y de repente supo que se llamaba Partenogénesis [forma de reproducción basada en el desarrollo de células sexuales femeninas no fecundadas] y que estaba integrada por una combinación de prismas opacos y de poliedros azules. Pero no mandó detener el coche hasta el próximo cruce. Allí consultó las flechas indicadoras. "AAldebarán [la estrella más brillante de la constelación de Tauro], 26 Km." "Al Parador Nacional de Gredos, 110 Km." Él había decidido ir a las fiestas de Eleusis para ver torear a Zarathustra [antiguo profeta y filósofo iraní que fundó lo que ahora se conoce como zoroastrismo. “Así habló Zaratustra” (1883-85), libro de Nietzsche]. —¡A Eleusis! —repitió colérico. Y el automóvil salió de la ruta y avanzó a través de los campos, a velocidades inverosímiles.
  • 56. 56 Él, entretanto, se propuso convencer al chófer de que el übermensch [superhombre] ignora las leyes del tráfico rodado, y de que esa ignorancia no le inferioriza lo más mínimo, puesto que él se rige por los astros y no por los guardias municipales. Y añadió que sólo un chófer afectado de cretinismo agudo podía ignorar la ruta de Eleusis y de las Pirámides. A la consulta del chófer sobre si ese sitio estaba más acá o más allá de Babilafuente, él contestó, indignado, que estaba infinitamente más lejos, y que pisara el acelerador a fondo. Quoniam vesperascit the afternoon gotterdammerung maioresque cadunt altis de montibus umbrae. [Porque la tarde empeoró y sombras mayores caían de las altas montañas.] Y el chófer se disponía a contestarle cuando sonó un estampido —posiblemente el de un neumático al estallar— y el automóvil se detuvo en seco. Un segundo después, el automóvil se desintegraba tan misteriosamente como el toro, y Julio Velasco se encontró a sí mismo envuelto en las tinieblas de su cuarto y en los ruidos de la calle. Despertó un poco más y consultó el reloj. "Las nueve... Tempranísimo." Todo su ser protestó contra aquel despertar intempestivo, y manifestó una irresistible tendencia a olvidar el incidente y seguir durmiendo. Renunció a investigar la naturaleza del fenómeno que había roto la inercia y el hechizo de su sueño, y decidió reanudarlo rindiéndose sin condiciones al que había quedado adherido a él, como una plancha imantada, o unos labios enormes o una musiquilla pegajosa. Pero en aquel momento surgió en él un punzante y urgente prurito fisiológico que se impuso a todas sus sensaciones y perforó por completo su viscosa somnolencia. Despertó del todo, se levantó, se desperezó morosamente, requirió las babuchas y el batín y magnis itineribus [a marchas forzadas] salvó la distancia que le separaba del cuarto de aseo. Abrió la puerta y... —¡Ah! Perdón. Volvió a cerrarla. Luisa estaba dentro preparando el baño.
  • 57. 57 Julio se repuso en seguida de su instintivo retroceso y, al darse cuenta de que Luisa estaba vestida y de que su presencia allí sólo tenía un objeto de faena casera, abrió la puerta de nuevo y entró con naturalidad. —¿Para quién es ese baño? —Para mí —dijo Luisa. —Verás. Tú eras la mujer de Urías [Betsabé, adúltera con el rey David, que mandó a Urías a la guerra, donde murió], y yo era el rey David. ¿Quieres que juguemos a eso? O tú eras Diana y yo era Acteón [cazador que pagó con su vida por contemplar a la diosa Diana bañarse en un manantial]. ¿Quieres que juguemos a eso? Esto es mejor. Así Urías no tiene necesidad de morir. ¿Quieres? Pero para eso tienes que dejar la puerta abierta mientras te bañas. —Entonces, no juego —dijo Luisa—. Te levantas muy juguetón tú hoy. —¿Sabes por qué? Porque he soñado contigo. Y ahora veo que eres verdad. —Estás más loco... —Con ese quimono pareces una geisha. Sin él, debes ser una diosa. —Completamente loco. —Por ti. Luisa salió. "Seguro que detrás del kimono está ella, es ella, está siendo ella. De kimono para fuera, su reacción ha sido ambigua. Pero tirando a positiva. Desde luego, no ha sido negativa. Ella es honrada de oficio. Pero la honradez, a la larga, debe ser un oficio muy pesado. ¿Será virgen...? ¡Caray! Manantial que no cesa. Más de un litro. Mi pequeño óbolo a la incrementación del caudal del Tormes. Cloacas, intestino urbano. Al fin. Deo gratias [Gracias a Dios]. ¡Evidente! Funciones fisiológicas necesarias. Luego el placer anejo es gratuito. La reproducción, por ejemplo. Un lujo. Un despilfarro naturae [de la naturaleza]. Y el hambre de todas clases, un regalo. Al menos en teoría. Después viene aquello de los que tienen hambre carecen de pan, los que tienen pan carecen de hambre,
  • 58. 58 y demás complicaciones. Es el caso. El pan de mi carne sería Luisa. Costa, en cambio, no tiene hambre. Y si la tiene, ayuna, que es peor. Peca contra naturam. ¡Luisa! ¡Pan de mi carne! Dánosle hoy y déjanos caer en la tentación. Amén." Julio Velasco dio por terminadas sus funciones y oraciones orgánicas ante el artefacto de china. Pero antes de salir del cuarto de aseo, dirigió una mirada breve y envidiosa al baño expectante. Metió una mano en el agua. A ella le dio la explicación galante de que la veloz carrera en automóvil eran dos símbolos concretos en cuya interpretación coincidían todas las teorías oníricas. Una interpretación erótica. Luisa era, de momento, el máximo aliciente de su erotismo. Luego… El alcance ilativo de ese luego traspasaba en Julio los límites de lo teórico. Julio además de juguetón se había levantado positivista. "¡Estás más loco…! ¡Completamente loco!" Él tenía su experiencia y sabía que esas palabras, en el tono en que las dijo Luisa, denotaban una resistencia convencional y débil contra las bravas olas masculinas. No eran más que un rompeolas de cristal —diáfano y frágil— entre el mar furioso y la playa acogedora. "Loco. Completamente loco." "De acuerdo. Atente a mis locuras." Y con ese atenuante de "enajenación mental" reconocido previamente por la víctima, uno podía lanzarse locamente a un asalto audaz y prematuro; quemar las etapas; arriesgarse a lo que un atacante "en su sano juicio" no podría arriesgarse sin incurrir en imprudencia temeraria o en inconveniencia grosera. ¡Qué se puede esperar de un loco...! Ocupado en estos pensamientos optimistas, y dándose a sí mismo consejos estratégicos, Julio se reintegró a su madriguera de célibe inconformista y a la precaria y triste castidad de su lecho. Por mimetismo ambiental, se produjo en él un conato de pesimismo agudo. De una alcantarilla y de un automóvil a más de cien por hora se podían sacar ciertas consecuencias prácticas; pero no tan prácticas. Por otra parte, ella podía haber soñado con el arcángel san Gabriel. Y, en todo caso, en ella pesaba la luz en forma de prejuicio o de cadena; en forma de Sexto Mandamiento.