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PLACERES
SENCILLOS
(1944-1951)
Jane Bowles
Traducción:
Benito Gómez Ibáñez
Edición:
Julio Tamayo
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3
INTROITO
O más bien, rebeldías sencillas. Mujeres en apariencia anodinas, sumisas, que
en su seno albergan un inconmensurable anhelo de libertad, de soledad. O la
cotidianidad es el mayor germen de la locura. Hasta aquí el libro de relatos, tan
sorprendente, extraño, como una película de David Lynch, hablo de las buenas, o
un cómic de Daniel Clowes, hablo de los buenos. En cuanto a Jane Bowles, un
personaje más de su obra, nos encontramos de nuevo ante el caso de una escritora
opacada por la fama de su marido, el también escritor Paul Bowles, que empezó
a escribir inspirado por las obras de ella, y que no la aplastó creativamente del
todo como hizo Scott Fitzgerald con Zelda, que también murió en una residencia
psiquiátrica como Jane, pero casi. Su pasión por la literatura nació después de la
lectura de “Viaje al fin de la noche” del alegría de la huerta Celine, y su pasión
por las mujeres tras escuchar las canciones de Helen Morgan, Marlene Dietrich,
Marianne Oswald y Libby Holman, con la que tuvo un romance. Coja casi desde
la infancia, su peinado y su vestimenta eran tan estrafalarios que la cojera pasaba
desapercibida, y eso que vivía en Nueva York, el epicentro de la modernidad en
la época, los años 30. Y como modernidad y alcohol iban de la mano, que se lo
digan a los absentistas franceses, pues Jane cayó de lleno en el alcoholismo, y
nunca más se volvió a levantar. Conoce al solitario Paul en una velada literaria
del poeta E. E. Cummings, y ese mismo día deciden marcharse a México, les une
la misma pasión por la aventura, el mismo asco por la normalidad. Teniendo en
cuenta que a ella le gustaban más las mujeres, y a él los hombres, su relación era
tirando a abierta. Se casan, los celos no iban a ser un problema, publica, sin la
menor repercusión, “Dos damas serias”, su única novela, aunque nadie la
consideraba como tal, y después de varias estancias en Panamá y París se instalan
en Tánger, donde Paul triunfa como escritor, y Jane va a ser que no. La
frustración, los excesos, y las múltiples enfermedades, la llevan a la locura, los
electroshocks tampoco ayudaron que digamos. Muere en Málaga, sola, y ciega.
“Soy escritora y quiero escribir.” Jane Bowles
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5
Placeres sencillos
Alva Perry era una mujer seria y reservada de ascendencia escocesa
y española; tenía poco más de cuarenta años. Aún era guapa, pese a
tener las mejillas demacradas. En particular, sus ojos eran de una
belleza y claridad extraordinarias. Vivía en casa de su tío, que se había
dividido en apartamentos, o en cuartos de alquiler, como seguían
denominándose en aquella parte de la región. La casa se elevaba en la
empinada ladera de la colina boscosa que daba a la carretera general.
Una larga escalera de cemento ascendía hasta mitad de la loma,
terminando poco antes de llegar a la casa. En un principio conducía a
una central eléctrica, destruida tiempo atrás. Mrs. Perry había vivido
sola en su cuarto desde la muerte de su marido, ocurrida once años
antes; sin embargo, encontraba pequeños quehaceres para estar
ocupada durante todo el día, y en cierto modo seguía siendo tan
hacendosa en su soledad como un ama de casa entregada a su familia.
John Drake, una persona igualmente reservada, ocupaba el cuarto
inferior al suyo. Era dueño de su camión y trabajaba como
independiente para compañías madereras, así como recogiendo y
repartiendo cántaros de leche para una vaquería.
En todos los años que habían vivido en la casa de la ladera, Mr.
Drake y Mrs. Perry sólo se habían dirigido saludos de lo más escueto.
Una noche, Mr. Drake oyó desde el vestíbulo los sonoros pasos de
Mrs. Perry, que de manera inconsciente había aprendido a reconocer.
Alzó la vista y la vio bajar las escaleras. Llevaba un abrigo marrón
que había pertenecido a su difunto esposo, y apretaba una bolsa de
papel contra el pecho. Mr. Drake se ofreció a ayudarla con la bolsa y
ella titubeó, indecisa, en el descansillo.
—Sólo son patatas —le explicó—, pero se lo agradezco mucho. Voy
a asarlas fuera, en la parte de atrás. Hace tiempo que tenía intención
de hacerlo.
6
Mr. Drake cogió las patatas y, con paso envarado, cruzó la puerta
trasera y bajó la cuesta hasta llegar a un pequeño terreno raso que
hacía las veces de patio en la parte posterior de la casa. Una vez allí,
dejó la bolsa de papel en el suelo. Cerca del porche salía humo de un
quemador de basura grande y nuevo, y en el centro del patio había una
pocilga con techo y una valla de ladrillos claros construida por el tío
de Mrs. Perry.
Mrs. Perry siguió a Mr. Drake, le dio las gracias y empezó a recoger
ramitas con movimientos rápidos entre la linde de los árboles y la
pocilga, cerca de la cual iba a preparar la fogata. Mr. Drake, sin decir
una palabra, la ayudó a recoger leña, de modo que cuando el fuego
estuvo dispuesto, Mrs. Perry le invitó lógicamente a que se quedara
con ella a compartir las patatas. Aceptó, y se sentaron delante del
fuego en una caja puesta del revés.
Mr. Drake mantenía la cara retirada de las llamas y vuelta en la
dirección de los árboles, con la esperanza de ocultar en lo posible sus
mejillas encendidas a Mrs. Perry. Era una persona muy tímida, y
aunque su piel siempre estaba roja por naturaleza, cuando se
encontraba en presencia de una mujer desconocida, se volvía de un
púrpura tan oscuro que el cambio se advertía con claridad. Mrs. Perry
se extrañaba de que no dejase de mirar hacia atrás, pero consideraba
que no lo conocía lo suficiente para preguntarle. Esperó en vano a que
hablara y luego, al comprender que no lo haría, pensó en decir algo.
—¿Le gustan los placeres sencillos, corrientes? —le preguntó al fin,
en tono grave.
Mr. Drake sintió un gran alivio de que ella hubiese hablado, y su
rubor cedió.
—Sería mejor que me diera una idea más clara de lo que entiende
usted por placeres sencillos, y entonces yo le diría lo que pienso de
ellos —respondió solemnemente, haciendo una pausa cada pocas
palabras, porque era tan concienzudo como tímido.
—Placeres sencillos —empezó a explicar Mrs. Perry tras dudar un
poco—, como los que se obtienen sin estar entre mucha gente o con
comidas historiadas —se estrujó el cerebro buscando más ejemplos—.
7
Placeres sencillos, como estas patatas asadas, en vez de bailes, whisky
y orquestas... Como una merienda campestre, pero no de esas con mil
cosas superfluas que acaban tirándose a una zanja porque no se
comen. He visto tirar tartas a personas mayores porque sentían
demasiada pereza para envolverlas y llevárselas otra vez a casa. ¿Ha
visto usted esas cosas?
—No, creo que no —repuso Mr. Drake.
—Se desperdician muchas cosas —observó Mrs. perry.
—Pues a mí me gustan los placeres sencillos —dijo Mr. Drake,
deseoso de que su interlocutora no perdiera el hilo de la conversación.
—¿No cree que los placeres sencillos están más cerca del corazón
de Dios? —preguntó ella.
Mr. Drake se sintió un poco cohibido ante el hecho de que ella
mencionara algo tan solemne e íntimo al cabo de un trato tan breve, y
no se decidió a contestarle. Mrs. Perry, que de ordinario era muy
callada, sintió que un torrente de palabras se le agolpaba en la
garganta.
—Mi hermana, Dorothy Álvarez —empezó sin más preámbulos—,
acude a todas las fiestas de la ciudad. Me invita a ir de jarana con ella,
pero yo no quiero acompañarla. Es la más alegre de su grupo y está
separada de su marido. La llevan a todas partes. Si quiere, puede
cenar todas las noches en el restaurante. Está loca por el pescado frito
y toda clase de cosas. A mí no me preocupa lo que como, si no son
patatas asadas como éstas. No tenemos más que una vida verdadera, la
que empieza en la cuna y termina en la sepultura. Cada vez que la veo,
advierto a Dorothy de que si no tiene cuidado, acabará dejándose la
vida, apagada y enferma, en la cuneta, y tendrá que irse a la tumba sin
ella. Cuanto más lejos se sigue el arco iris, más trabajo cuesta volver a
la vida que se abandonó; muerta de hambre como un perro viejo. A
veces, cuando se envejece, se tiene una revelación y se siente un ansia
tremenda de volver al sitio donde uno se dejó la vida, pero con
frecuencia no se puede volver. Siempre es mejor no apartarse del
camino. Yo le digo a Dorothy que la vida no es un árbol con un millón
de capullos diferentes. —Durante un momento meditó sus palabras en
silencio y luego continuó—: Tiene una hucha en donde mete monedas
de uno y cinco céntimos cuando cree que sale demasiado, y gasta ese
dinero en comprar velas para la iglesia. Pero eso es todo lo que hace
por su alma, lo que no es suficiente para una mujer madura.
8
Mr. Drake tenía el rostro en tensión porque intentaba con todas sus
fuerzas seguir atentamente lo que ella decía, pero sentía tanto miedo
de que revelara algún secreto íntimo de su hermana y lo lamentase
después, que en su cabeza apenas cabía ninguna cosa más. Estaba
enteramente dispuesto a interrumpirla si iba demasiado lejos.
Las patatas ya estaban hechas y Mrs. Perry le ofreció dos:
—¿Quiere unas patatas?
El viento era ahora más fresco que cuando se sentaron, y soplaba
en torno a la pocilga.
—¿Qué le parecen estas noches de viento frío que tenemos?
¿Le molestan? —preguntó Mrs. Perry.
—Desde luego que sí —afirmó John Drake.
Le miró atentamente al rostro.
«Está tan encarnado como una fresa», dijo para sí.
—Tal vez preferiría vivir en un clima cálido —manifestó muy
despacio Mr. Drake, con expresión soñadora—, si es que me gustaran
los cambios innecesarios. Las idas y venidas, quiero decir.
Se ruborizó, porque entraba en un tema muy de su agrado.
—Sí, sí, sí —dijo Mrs. Perry—. No es bueno cambiar mucho de
sitio.
—Cuando era más joven tuve oportunidad de ir al Sur, a Florida
—prosiguió el hombre—. Me ofrecieron formar parte de una granja de
cocodrilos, pero la empresa no presentaba garantías. Probablemente
no habría tenido éxito; el riesgo no me preocupaba mucho, porque
siempre había ansiado ver palmeras, cocos y esas cosas. Pero también
pensaba que un hombre debía tener una buena razón para irse a vivir a
otra parte. Creo que eso fue lo que al fin me impidió ir a Florida a
criar cocodrilos. No se trataba de dinero, porque en principio no me lo
pedían. Sólo que entonces pensaba lo mismo que ahora, que si alguien
deja su casa debe hacerlo por una buena razón; como los chicos que
fueron a construir el Canal de Panamá, o por cualquier otro motivo
respetable. De otro modo, creo que debería quedarse en su ciudad
natal, para que nadie pudiera decir de él: «¿Qué cosas piensa hacer
aquí que nosotros no podamos realizar?» Al menos eso es lo que me
figuro que diría la gente de una ciudad extraña acerca de un hombre
como yo que fuera para allá al albur de un negocio arriesgado como
única excusa para dejar su casa. Mi hermano no piensa de la misma
manera. Nunca está más de tres meses en un sitio.
9
Comió la patata con expresión afligida mientras meneaba la cabeza
de un lado para otro.
Mrs. Perry pensaba en otra cosa, de manera que se sorprendió
mucho cuando John Drake se puso en pie de pronto y le tendió la
mano.
—Me marcho —dijo—, pero a cambio de las patatas, ¿le gustaría
cenar conmigo en un restaurante mañana por la noche?
Hacia muchos años que no le habían hecho una invitación de ese
tipo, pues sé había apartado deliberadamente de la vida de la ciudad, y
no sabía qué responderle.
—¿Cree que debería aceptar? —preguntó.
Mr. Drake le aseguró que debería hacerlo, y ella aceptó su
invitación.
A la tarde siguiente, Mrs. Perry esperó el autobús al pie del breve
puente de cemento que había debajo de la casa. Necesitaba la ayuda y
el consejo de su hermana a propósito de un vestido de color espliego
que ya no le caía bien. Nunca había sabido coser, e ignoraba cómo
arreglar ropa femenina. Tenía intención de ponerse el vestido para ir al
restaurante donde estaba citada con John Drake, y lo llevaba doblado
bajo el brazo.
Dorothy Álvarez ocupaba la mitad de una casa para dos familias en
un callejón. Estaba sentada en el cuarto de estar hablando con un
invitado cuando Mrs. Perry llamó al timbre. El cuarto de estar era
inmaculado, pero descansar en él parecía difícil a causa de los muchos
dibujos, brillantes y complicados, de las cortinas y de las fundas de los
muebles, y no menos inquietante resultaba el dibujo de un enorme
jarrón negro y naranja que se repetía una docena de veces sobre el
linóleo que cubría el suelo.
Dorothy retiró la cortina y atisbó a ver quién llamaba al timbre. Era
una mujer de corta estatura, pelo rizado y mejillas gordas y desiguales
que llevaba empolvadas de vivo color rosa.
Se sorprendió mucho al ver a su hermana, pues no esperaba verla
hasta la semana siguiente.
—¡Vaya! —exclamó Dorothy.
—¿Quién es? —preguntó su invitado.
—Es mi hermana. Será mejor que te vayas, porque debe tener algo
serio que decirme. Es preferible que salgas por la puerta de atrás. No
le gusta tropezarse con extraños.
10
El hombre se sintió humillado y se marchó sin despedirse de
Dorothy, que corrió hacia la puerta y abrió a Mrs. Perry.
—Siéntate —dijo, conduciéndola al cuarto de estar—. Siéntate y
cuéntame qué hay de nuevo.
Echó unos caramelos de una bolsa de papel a una fuente de cristal.
—Quiero que me arregles este vestido o me ayudes a hacerlo —dijo
Mrs. Perry—. Lo necesito para esta noche. He quedado con Mr. Drake,
mi vecino, en el restaurante de esta calle, así que pensé que podía
vestirme en tu casa y marcharme desde aquí. Si es que me lo arreglas.
Te pagaré.
Dorothy hizo una mueca.
—¿Por qué dices que vas a pagarme si soy tu hermana?
Mrs. Perry la miró en silencio. No respondió. No sabía por qué lo
había dicho. Dorothy probó el vestido a su hermana y le puso alfileres
aquí y allá.
—Me alegro de que vayas a salir por fin —dijo—. ¿Quieres un
collar?
—Me lo pondría si te sobrara alguno.
—Bueno, espero que sea el hombre que te conviene —dijo Dorothy,
con su habitual falta de tacto—. Daría cualquier cosa porque te
enamoraras, para que dejaras esa casa tan fea y vinieras a vivir a
alguna calle cercana. Piensa lo diferente que sería todo para mí. Y tú
estarías más contenta si tuvieses un marido a quien quisieras. No
como el último... Supongo que nunca dejaré de soñar y de esperar
—añadió nerviosamente porque se dio cuenta, aunque demasiado
tarde, como siempre, de que a su hermana no le gustaba hablar de
tales asuntos. Y prosiguió, débilmente—: No creas que yo me siento
siempre muy feliz aquí. No soy tan seria ni reservada como tú, claro
está...
—No sé de qué me hablas —dijo Alva Perry, removiéndose
impaciente—. Voy a salir a cenar.
—Ojalá estuvieras más cerca de mí —se quejó Dorothy—. Algunas
noches me pongo triste en este cuarto de estar.
—No creo que te pongas muy triste —observó brevemente Mrs.
Perry.
—Bueno, ya que vas a salir, ¿por qué no te animas?
—Estoy animada —replicó Mrs. perry.
11
Mrs. Perry cerró tras ella la puerta del restaurante y recorrió toda la
estancia, atisbando en cada reservado en busca de su acompañante.
Por lo visto, no había llegado todavía; de manera que eligió un
reservado vacío, se metió dentro y se sentó en el banco de madera. Al
cabo de quince minutos pensó que no acudiría y, reprimiendo el gran
dolor que aquello le causaba, centró toda su atención en el menú y
logró apartar de su mente a Mr. Drake. Mientras leía la carta, se
desabrochó el collar de cuentas y lo guardó en el bolso. Llamó a la
camarera y le pidió chuletas de cerdo; entonces llegó Mr. Drake. La
saludó con una sonrisa tímida.
—Ya veo que está pidiendo la cena —dijo, acomodándose en su
sitio del reservado.
Contempló admirado su vestido color de espliego, que mostraba su
pálido pecho. Habría preferido que hubiese ido con la cabeza
descubierta, porque le encantaba el cabello de las mujeres. Llevaba un
sombrero desgarbado, de fieltro negro, que siempre se ponía en
cualquier clase de tiempo. Mr. Drake recordó con intenso placer la
patata asada delante del fuego, y sintió mucha más emoción al volver
a verla de lo que había imaginado.
Lamentablemente, la mujer no parecía impulsada a comunicarse
con él, y al cabo de muy poco tiempo el camionero guardó silencio.
Durante la primera parte de la cena, comieron sin decirse nada. Mr.
Drake había pedido una botella de vino dulce, y cuando Mrs. Perry
terminó el segundo vaso, rompió a hablar.
—Me parece que en los restaurantes le engañan a uno.
A John Drake le gustó que hubiera hecho algún comentario, aunque
fuese poco cortés.
—Es por mezclarse con la gente por lo que suelen pagarse precios
altos por raciones pequeñas —manifestó, muy para su sorpresa, porque
siempre se había considerado un lobo solitario y su comportamiento
nunca había desmentido esa idea. Notó esa misma cualidad en Mrs.
Perry, pero se sintió impulsado por un extraño deseo de perderse con
ella entre la multitud.
—Bueno, ¿no cree que tengo razón? —preguntó vacilante. En su
rostro surgió una sonrisa curiosa y dislocada; mantenía la cabeza en
una posición ridículamente erecta que revelaba su tensión nerviosa.
12
Mrs. Perry limpió el plato con un trozo de pan. Como no tenía
costumbre de beber más que una vez cada varios años, el vino se le
subía rápidamente a la cabeza.
—¿A qué hora pasa el autobús por aquí? —preguntó con una voz
que ya era notablemente alta.
—Si realmente quiere saberlo, me puedo enterar. ¿Hay alguna
razón por la que quiera saberlo en este momento?
—Tengo que irme a una hora apropiada para que pueda levantarme
mañana temprano.
—Pues no faltaba más, cuando quiera marcharse la llevaré a casa
en el camión, pero confío en que no quiera irse todavía.
Se inclinó hacia delante y estudió inquieto el rostro de la mujer.
—Tengo que ir a casa de todos modos —le contestó con
displicencia—, y lo mismo da ahora que luego.
—Pues no, no da lo mismo —replicó él profundamente afectado,
porque ya no había duda de que su actitud era claramente hostil.
Sintió que debía mantenerla a su lado a toda costa y ganarse su
simpatía. El vino contribuía a aquella agresividad repentina, porque
normalmente no entraba en su carácter el hacer esfuerzo alguno para
conseguir lo que pretendía. Y empezó a hablarle con rapidez y energía.
—Quiero pasar con usted una velada divertida, e incluso toda una
semana —dijo, removiéndose nervioso en el banco—. Sé dónde están
todos los bailes y restaurantes de carretera de todo el condado. Soy
dueño de mi propio camión y nadie puede impedirme que haga fiesta
cuando quiera. Hace mucho tiempo que no me tomo ningún permiso;
desde que me daban las vacaciones de verano cuando iba al colegio.
Nunca he estado mucho tiempo en ninguno de esos locales de
carretera, pero conozco a los propietarios, a casi todos, porque he
vivido aquí durante toda mi vida. Hay un salón de baile que está
construido sobre un lago. Conozco al dueño. Si vamos allí podríamos
pasear por la orilla, si le apetece a usted.
Tenía la cara de un rojo más vivo que nunca, y parecía
momentáneamente desprovisto de las maneras reservadas y cautas que
le habían caracterizado la noche anterior. Algún rasgo del carácter de
Mrs. Perry, que al principio había percibido débilmente, resonaba
ahora en su interior como un campanazo a causa de la ira que le
demostraba, y cayó en un estado de ánimo apagado y vacilante. A cada
momento crecía su ansia de escuchar una palabra amable de sus
labios.
13
Mrs. Perry siguió bebiendo vino cada vez más de prisa y su
resentimiento aumentaba a cada vaso.
—Yo también conozco a todos los propietarios de salones de baile
del condado —dijo ella—. Mi hermana, Dorothy Álvarez, los invita a
tomar una cerveza en su casa cuando están de vacaciones. No tengo
necesidad de conocer a nadie ni de ver sitios nuevos. Y hasta conozco
desde hace mucho tiempo este local en que estamos comiendo.
Algunas veces he cenado aquí con mi marido. —Miró alrededor y,
señalando con su largo brazo al dueño, que acababa dé salir de la
cocina, añadió—: Me acuerdo de él.
—¿Qué tal está usted, después de todos estos años? —le gritó.
Mr. Drake no sabía qué hacer. No se había dado cuenta de que Mrs.
Perry se había ido emborrachando hasta llegar a ese punto. En
circunstancias normales, se habría sentido cohibido y quizá la hubiera
sacado en seguida del restaurante, pero pensó que borracha sería más
accesible, y no le importaba ninguna otra cosa.
—La acompañaré hasta que usted quiera —dijo.
Sus palabras revolotearon por la mente de Mrs. Perry.
—Pero ¿qué intenta conseguir? —le preguntó, recostándose
pesadamente contra el banco.
—Nada deshonesto —contestó él—. Al contrario, algo sumamente
honesto, si acepta usted.
Mr. Drake estaba tan aturdido que no sabía exactamente lo que
decía, pero Mrs. Perry tomó sus palabras como una proposición de
matrimonio, que, inconscientemente, era lo que él esperaba. Mrs.
Perry miró incluso aquel ofrecimiento atractivo a través del velo de su
resentimiento.
—Me figuro —dijo, sonriendo sin alegría— que a usted le gustaría
tener una mujer que le hiciera puré de patatas tres veces al día. Pero
yo no hago puré de patatas y jamás lo he hecho. Prefiero —añadió,
alzando la voz—, prefiero que sea él quien me haga puré de patatas en
la cocina grande de un restaurante.
Señaló con la cabeza hacia el dueño, que se había quedado delante
de la puerta de la cocina para poder observar a Mrs. Perry. Esta vez
sonrió y guiñó un ojo.
14
Mrs. Perry rebuscó entre las cosas de su bolso para coger un
pañuelo y, al tocar el collar de su hermana, lo sacó y lo dejó en el
plato.
—Yo no hago puré de patatas —repitió, y sin previo aviso salió del
reservado y avanzó torpemente por el pasillo. Desapareció por una
escalera de color marrón oscuro que había al fondo del restaurante.
Mr. Drake y el dueño supusieron que iba al servicio de señoras.
En realidad, Mrs. Perry no buscaba concretamente el servicio, sino
cualquier lugar donde pudiera estar sola. Recorrió el pasillo de arriba
y abrió de golpe una puerta a su izquierda, entró y la cerró. Durante un
momento permaneció en una oscuridad total, y luego, al sentir que una
cadena le rozaba la frente, tiró de ella con brusquedad y la habitación
se iluminó con la luz de una bombilla que colgaba del techo y que casi
arrancó junto con el cable.
Se encontraba a los pies de una cama de matrimonio con un alto
dosel victoriano. Echó una mirada a la habitación y, al ver una ventana
pequeña, se acercó y la abrió asegurándola con un palo corto; luego se
sentó junto a ella en una silla.
—Esto es perfecto —dijo en voz alta lanzando una mirada colérica
a la habitación pequeña y fea—. No hay duda de que es un regalo de
Dios.
Entrelazó las manos, apretándolas hasta que los nudillos se le
pusieron blancos.
—¡Oh, cómo me gusta estar aquí! ¡Cómo me gusta! ¡Cómo me
gusta!
Sacó un brazo por el marco de la ventana con un gesto de
abandono, pero no se había dado cuenta de que caía una lluvia
abundante que en seguida le empapó la manga del vestido.
—¡Válgame Dios! —exclamó sonriendo—. Si está lloviendo aquí.
¡Los que están cenando no se mojan, pero yo sí y me gusta!
Sonrió a la lluvia con expresión benevolente. Se quedó sentada,
medio despierta y medio dormida, y luego empezó a sentir poco a
poco la creciente certidumbre de que podía llegar a su propia
habitación desde donde estaba sentada sin volver siquiera al
restaurante.
—Toda mi vida he mantenido el camino abierto —murmuró con
voz pastosa—, para poder volver.
15
Unos momentos después dijo:
—Estoy aquí sentada.
Una malévola expresión de triunfo transformó su rostro mientras
hacía un esfuerzo ligero para enderezar la espalda. Durante largo rato
permaneció encerrada en la fortaleza de tal fantasía, que fue
desvaneciéndose poco a poco hasta llegar a disolverse. Cuando retiró
de la lluvia su brazo, frío y tembloroso, caían torrentes de lágrimas
por sus mejillas. Sin dejar de llorar trepó a la enorme cama de
matrimonio y se quedó dormida boca abajo con el sombrero puesto.
Mientras, el dueño había subido en silencio las escaleras con la
esperanza de tropezarse con ella cuando saliera del servicio de
señoras. Se había sentido halagado por sus atenciones y pensaba que
en su actual estado de embriaguez sería fácil robarle un beso y tal vez
algo más. Cuando vio el rayo de luz que salía por debajo de la puerta
de su alcoba, se pasó la lengua por el labio inferior y sonrió. Luego
bajó de puntillas las escaleras, tramando por el camino lo que iba a
decirle a Mr. Drake.
Todo el mundo había salido del restaurante y, cuando el dueño
llegó al final de la escalera, Mr. Drake se paseaba de un lado para otro
por el pasillo.
—Estoy preocupado por mi amiga —dijo Mr. Drake, apresurándose
hacia él—. Temo que se haya dormido en el lavabo.
—Lo cierto es —contestó el dueño— que se ha quedado dormida en
una habitación desocupada del piso de arriba. No se preocupe. Mi hija
se ocupará de ella si se despierta y no se encuentra bien. Yo conocía a
su marido. Ahora no se puede hacer nada por ella.
Se metió las manos en los bolsillos y miró gravemente a los ojos a
Mr. Drake.
Este, al no sentirse a la altura de una situación tan delicada, pagó la
cuenta y se marchó. Afuera, subió a su camión recién pintado de rojo
y se quedó sentado, escuchando la lluvia con aire desolado.
16
A la mañana siguiente Mrs. Perry se despertó poco después de
amanecer. Gracias a su excelente constitución no se encontraba muy
mal, pero se quedó en la cama sin moverse durante largo rato, mirando
a las paredes. Poco a poco recordó que la habitación donde estaba
acostada quedaba encima del restaurante, pero no sabía cómo había
llegado hasta allí. Se acordaba de haber cenado con Mr. Drake, pero
no mucho de lo que le había dicho. No se le ocurrió echarle la culpa
de su estado actual. No se puso histérica al encontrarse en una cama
extraña porque, aun cuando era una mujer hipertensa y nerviosa,
poseía gran capacidad de emoción y sólo ciertas cosas la concernían
personalmente.
Se sentía muy feliz y pensó en su tío, que quince años atrás se
había emborrachado en un congreso hasta perder el sentido. Se había
paseado por la ciudad durante toda la mañana sin saber dónde estaba.
Sonrió.
Tras descansar un poco más, salió de la cama y se vistió. Fue al
pasillo, encontró la escalera y bajó conteniendo el aliento mientras el
corazón le latía de prisa, porque estaba deseosa de bajar al restaurante.
Estaba inundado de la luz del sol, y aún olía a carne y salsa. Con
pasos poco seguros avanzó por el pasillo entre las filas de reservados
de madera. Las mesas no tenían manteles y estaban fregadas. Miró
ansiosamente de una a otra, esperando encontrar el reservado en que
se había sentado, pero fue incapaz de decidirse por ninguno. Todas
las mesas eran idénticas. Al cabo de un momento aquel anonimato
sólo sirvió para acrecentar su ternura.
—John Drake —susurró—. Mi dulce John Drake.
17
Todo es bonito
La calle más alta de la azulada ciudad árabe corría por el borde de
una colina. La mujer se acercó al grueso muro protector y miró al
vacío. La marea estaba baja, y las sucias y lisas rocas bullían de niños
delgaduchos. Una mujer árabe llegó al muro azul y se detuvo a su
lado, rozándole la cadera con una cesta que llevaba. Ella fingió no
haber reparado en su presencia, y mantuvo los ojos fijos en un perro
blanco que se había escurrido por el costado de una roca cayendo a un
hoyo lleno de agua de mar. El ruido de sus ladridos rompía los
tímpanos. Entonces, la mujer árabe le clavó con firmeza la cesta en
las costillas y ella levantó la vista.
—Es un puercoespín —dijo la mujer árabe, señalando al interior de
la cesta con un dedo manchado de alheña.
Era cierto. Había un gran puercoespín muerto; y encima de él, un
par de calcetines nuevos, doblados, de color amarillo.
Volvió a mirarla. Vestía un haik [capa árabe con capucha], y el paño
blanco que le cubría la parte inferior del rostro estaba suelto, a punto
de caerse.
—Me llamo Zodelia —anunció con arrogancia—. Y tú eres amiga
de Betsoul.
El paño suelto cayó bajo su barbilla y quedó colgando, como un
babero. No volvió a colocarlo.
—Te sientas en su casa, duermes en su casa y comes en su casa
—prosiguió Zodelia, y ella asintió con la cabeza—. Te llamas Jeanie y
vives en un hotel con otros nazarenos. ¿Cuánto te cuesta el hotel?
Una hogaza de pan en forma de disco cayó al suelo desde el
interior de los pliegues del haik de Zodelia, y ella no tuvo que
responder a su pregunta. Con cierta dificultad, la mujer recogió la
hogaza y la colocó entre las púas del puercoespín y el asa de la cesta.
18
Luego dejó la cesta en lo alto del muro azul y se volvió hacia ella con
ojos vivos.
—Yo soy la gente del hotel —dijo—. Mírame.
Se alegró porque sabía que la mujer que se había presentado como
Zodelia iba a ofrecerle una pequeña representación dramática. Sería
un placer verla, porque todos los habitantes del pueblo hablaban y
gesticulaban como si hubiesen estudiado en la Comédie Française
[Comedia Francesa]
—La gente del hotel —anunció Zodelia, acometiendo formalmente
la representación—. Yo soy la gente del hotel.
»“Adiós, Jeanie, adiós. ¿A dónde vas?”
»“Voy a una casa árabe a visitar a mis amigos musulmanes, a
Betsoul y a su familia. Me sentaré en una habitación árabe, comeré
comida árabe y dormiré en una cama árabe.”
»“Jeanie, Jeanie, ¿cuándo volverás al hotel con nosotros y dormirás
en tu habitación?”
»“Dentro de tres días volveré con vosotros. Volveré, me sentaré en
una habitación nazarena, comeré comida nazarena y dormiré en una
cama nazarena.”»
Al terminar la frase, la voz de Zodelia tenía un timbre de triunfo;
luego, sin anunciar el fin de la actuación, se acercó al muro y puso el
brazo en torno a la cesta.
Allá abajo, justo al borde de la sombra que arrojaba la colina, una
mujer árabe estaba sentada en una roca, lavándose las piernas en uno
de los agujeros llenos de agua de mar. Tenía el haik remangado sobre
el regazo y el cuerpo inclinado, contemplándose los pies.
—Está mirando al mar —dijo Zodelia.
No miraba al océano; era imposible que lo viera con la cabeza
gacha y el vestido recogido en el regazo: debía enderezarse y volverse.
—No está mirando al mar —dijo ella.
—Está mirando al mar —insistió Zodelia.
Ella decidió cambiar de tema.
—¿Por qué llevas un puercoespín? —le preguntó, aunque sabía que
a algunos árabes, sobre todo a los del campo, les gustaba comerlos.
—Es un regalo para mi tía. ¿Te gusta?
—Sí. Me gustan los puercoespines. Me gustan los grandes, y los
pequeños también.
19
Zodelia pareció asombrada y luego aburrida; por fin decidió que
había estropeado la conversación por mencionar los puercoespines
pequeños.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Zodelia, al cabo.
—Mi madre está en su país, en su casa —dijo maquinalmente;
había contestado cien veces a la misma pregunta.
—¿Por qué no le escribes una carta y le dices que venga? Puedes
llevarla de paseo y enseñarle el mar. Después, se puede volver a su
país y sentarse en su casa.
—Recogió la cesta y se ajustó el paño sobre la boca. Luego
preguntó—: ¿Te gustaría ir a una boda?
Ella dijo que le encantaría ir de boda, y echaron a andar por la calle
azul llena de recovecos, de cara al viento. Al pasar delante de una
tiendecita, Zodelia se detuvo.
—Quédate aquí —dijo—. Quiero comprar algo.
Tras estudiar el escaparate durante un par de minutos, Zodelia le
dio un codazo y señaló unas pastas que estaban dentro de una caja
cuadrada con paneles de cristal.
—¿Son buenas? —le preguntó—. ¿O no lo son?
Las pastas estaban sucias y cubiertas de una tenue capa de huevo y
azúcar de feo color. Se llamaban Galletas Ortiz [En español en el original.
(N. d.el T.)].
—Son muy buenas —contestó, y le compró una docena. Zodelia le
dio las gracias brevemente y siguieron andando. Finalmente se
desviaron por un callejón estrecho y empezaron a bajar la colina.
Pronto, Zodelia se detuvo frente a una puerta a la derecha y alzó el
pesado llamador de bronce en forma de puño.
—¿Es aquí la boda? —preguntó ella.
Zodelia meneó la cabeza con expresión solemne.
—Aquí no hay boda.
Abrió la puerta una niña que se ocultó rápidamente tras ella
tapándose la cara. Jeanie siguió a Zodelia por el patio cerrado, de
baldosas negras y blancas. Las paredes estaban pintadas de azul, y una
luz fresca se filtraba por los cristales rotos muy por encima de sus
cabezas. A cada lado del patio había una puerta. Frente a una de ellas,
bloqueando el umbral, aparecía una fila de zapatillas puntiagudas.
Zodelia se quitó los zapatos y los dejó al lado de los otros.
20
Detrás de Zodelia, ella empezó a quitarse los suyos. Tardó mucho
tiempo, porque se había hecho un nudo en una de las lazadas. Cuando
estuvo dispuesta, Zodelia la tomó de la mano y la llevó con ella a una
habitación débilmente iluminada, conduciéndola a un colchón
arrimado a la pared.
—Siéntate —le dijo, y ella obedeció. Luego, sin más comentarios,
echó a andar hacia el otro extremo de la estancia. Como sus ojos no se
habían habituado a la penumbra, tuvo la impresión de una figura que
desapareciera por un largo pasillo. Luego empezó a distinguir los
barrotes de bronce de una cama, qué lanzaban destellos débiles en la
oscuridad.
Sólo a unos metros de distancia, en medio de la alfombra, se
sentaba una anciana que llevaba un vestido hecho con el tejido verde y
púrpura de unas cortinas. A través de los muchos desgarrones de la
tela vio la túnica de algodón estampado y el jersey de color canela que
llevaba debajo. Al otro lado de la habitación había más mujeres
sentadas en colchones, donde dormían en fila tres niños pequeños,
pegados a la pared y con la cabeza apoyada en almohadas
extravagantes.
—¿Te gusta? —dijo Zodelia, que había vuelto sin el haik. Llevaba
un vestido europeo de crepé negro sin cinturón que le caía hasta los
tobillos, casi rozando sus pies descalzos. El dobladillo era asimétrico.
—¿Te gusta? —volvió a preguntar y, poniéndose en cuclillas frente
a ella y señalando a la anciana, añadió—: Esa es Tetum.
La anciana introdujo ambas manos en un tazón lleno de carne
picada y empezó a amasar albóndigas
—Tetum —repitieron las mujeres sentadas en el colchón.
—Esta nazarena —dijo Zodelia, haciendo gestos en su dirección—
pasa la mitad del tiempo en una casa árabe con amigos árabes, y la
otra mitad en un hotel nazareno con otros nazarenos.
—Eso es bonito —comentaron las mujeres de enfrente—. La mitad
con amigos musulmanes y la mitad con cristianos.
La anciana tenía una expresión muy severa. Observó que sus
mejillas huesudas estaban tatuadas con diminutas cruces de color azul.
—¿Por qué? —preguntó bruscamente la anciana con voz grave—.
¿Por qué pasa la mitad del tiempo con musulmanes y la otra mitad
con cristianos?
21
Clavó los ojos en Zodelia sin dejar de moldear la carne con dedos
hábiles. Ella vio entonces que también tenía los nudillos tatuados con
cruces azules.
Zodelia le devolvió la mirada con expresión estúpida.
—No sé por qué —dijo, alzando un hombro grueso. Era evidente
que el cuadro que les había pintado había perdido de pronto todo su
encanto.
—¿Está loca? —preguntó la anciana.
—No —respondió con desgana Zodelia—. No está loca.
Desde el colchón llegaron risotadas chillonas.
La anciana fijó sus ojos penetrantes en la visita, y ella vio que
estaban profundamente perfilados en negro.
—¿Dónde está tu marido? —preguntó la anciana.
—De viaje por el desierto.
—Vendiendo cosas —terció Zodelia.
Esa era la explicación popular para los viajes de su marido; ella no
trató de negarlo.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó la anciana.
—Mi madre está en su país, en su casa.
—¿Por qué no vas a sentarte con tu madre en su casa? —la
reprendió—. El hotel cuesta mucho dinero.
—En la ciudad donde nací —empezó a decir—, hay muchos,
muchos automóviles, y muchos, muchos camiones.
Las mujeres sentadas en el colchón sonreían complacidas.
—¿Es cierto eso? —preguntó la que estaba en el medio con una
curiosidad cortés.
—Yo detesto los camiones —dijo ella a la mujer.
La anciana alzó del regazo el tazón de carne y lo dejó en la
alfombra.
—Los camiones son bonitos —afirmó con aire severo.
—Es cierto —convinieron las mujeres, tras sólo un momento de
vacilación—. Los camiones son muy bonitos.
—¿A ti te gustan los camiones? —le preguntó a Zodelia, pensando
que, debido a su intimidad, relativamente mayor, tal vez estaría de
acuerdo con ella.
22
—Sí —contestó Zodelia—. Son bonitos. Los camiones son muy
bonitos. —Parecía abstraída pensando; pero sólo por un momento, al
cabo del cual anunció con una mirada de triunfo—: Todo es bonito.
—Es cierto —corroboraron las mujeres desde el colchón—. Todo es
bonito.
Todas parecían contentas, pero la anciana seguía con el ceño
fruncido.
—¡Aicha! —gritó, torciendo el cuello para que su voz se oyera en
el patio—. ¡Trae el té!
Entraron en la habitación varias niñas que traían las cosas del té y
una mesa baja y redonda.
—Pasa las pastas a la nazarena —dijo la anciana a la niña más
pequeña, que llevaba una fuente de cristal tallado llena de pastas.
Jeanie vio que eran las que le había comprado a Zodelia; no le
apetecía ninguna; quería irse a casa.
—¡Come! —gritaron las mujeres desde el colchón—. Come pastas.
La niña le puso delante la fuente de cristal.
—La cena está preparada en el hotel —dijo, poniéndose en pie.
—Bebe té —dijo la anciana en tono despectivo—. Más tarde te
sentarás a cenar con los otros nazarenos.
—Los nazarenos se enfadarán si llego tarde. —Comprendió que
estaba mintiendo estúpidamente, pero no podía detenerse—. ¡Me
pegarán!
Trató de parecer frenética y asustada.
—Bebe té. No te pegarán —dijo la anciana—. Siéntate y bebe té.
Mientras retrocedía hacia la puerta, la niña siguió ofreciéndole la
fuente de cristal. Fuera, se sentó en las baldosas negras y blancas para
atarse los zapatos. Sólo Zodelia la siguió al patio.
—Vuelve —gritaban las otras—. Vuelve a la habitación.
Entonces observó que la cesta del puercoespín estaba al lado, junto
a la pared.
—¿Es tu tía, la anciana de la habitación? ¿Es a ella a quien traías el
puercoespín? —le preguntó.
—No. No es mi tía.
—¿Dónde está tu tía?
—Mi tía está en su casa.
—¿Cuándo vas a llevarle el puercoespín?
23
Quería seguir hablando para que Zodelia se distrajese y olvidara
molestarla a propósito de su despedida.
—El puercoespín se queda aquí —anunció con firmeza—. En mi
casa.
Decidió no volver a preguntarle acerca de la boda.
Cuando llegaron a la puerta, Zodelia la abrió lo justo para dejarla
pasar.
—Adiós —dijo detrás de ella—. Te veré mañana, si Alá quiere.
—¿Cuándo?
—A las cuatro.
Era evidente que había elegido el primer número que se le había
ocurrido. Antes de cerrar la puerta alargó el brazo y le puso en la mano
dos secas galletas españolas.
—Cómetelas —dijo amablemente—. Tómalas en el hotel con los
otros nazarenos.
Echó a andar por el callejón empinado, dirigiéndose de nuevo hacia
el paseo por la colina. A ambos lados de la calle las casas estaban tan
juntas, que podía oler la humedad de las paredes y sentirla en las
mejillas como un aire más denso.
Cuando llegó al sitio donde se había encontrado con Zodelia, se
acercó al muro y se inclinó sobre él. Aunque el sol se había ocultado
tras de las casas, el cielo seguía luminoso y el azul del muro se había
oscurecido. Frotó los dedos por el parapeto: estaba recién pintado y se
desprendió un poco de la pintura quebradiza. Recordó que una vez
alargó el brazo para tocar la cara de un payaso porque le había
despertado cierto deseo. Aquello había sido en un circo pequeño, pero
no cuando era niña.
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25
Idilio en Guatemala
Cuando el viajante llegó a la pensión, el viento soplaba fuerte.
Antes de entrar a tomar la sopa caliente en la que había estado
pensando, dejó el equipaje nada más pasar la puerta y caminó unas
cuantas manzanas para hacerse una idea de la ciudad. Llegó a un arco
muy ancho a través del cual vio una llanura en la distancia. Creyó
distinguir unas figuras sentadas en torno a una hoguera lejana, pero no
estaba seguro porque el viento le hacía saltar las lágrimas.
—Qué deprimente —pensó, dejando caer la mandíbula—. Pero no
importa. Anímate. Probablemente será un grupo de chicos y chicas
sentados alrededor de una fogata y pasándoselo bien. El mundo es el
mundo; al fin y al cabo no hay nada nuevo, y un trozo de césped es
igual de verde en un sitio que en otro.
Dio la vuelta y anduvo de prisa, bordeando los muros de piedra de
las casas bajas. Le preocupaba un poco el que no pudiera reconocer la
puerta de la pensión.
—Se supone que en los Estados Unidos no existe variación alguna
—dijo para sí—. Pero esta arquitectura española lo supera todo; es tan
monótona.
Llamó a una puerta y en seguida apareció una niña con la cabeza
pelada. Con fuerte acento norteamericano, le preguntó:
—¿Es ésta la Pensión Espinoza?
—¡Sí!
La niña le hizo pasar, conduciéndolo hacia una fuente en el centro
de un patio cuadrado. Miró al estanque y la niña también.
—Hay cuatro peces dentro —le dijo ella en español—. ¿Quiere que
trate de cogerle uno?
26
El viajante no la entendió. Permaneció allí, incómodo, deseando ir
a su habitación. La niña seguía intentando atrapar un pez cuando su
madre, la dueña de la pensión, salió y fue hacia ellos. Era una mujer
bastante gruesa, pero tenía un rostro pequeño y afilado y llevaba gafas
sujetas al vestido por una cadena de oro. Le estrechó la mano y, en un
inglés bastante bueno, le preguntó si había tenido un viaje agradable.
—Quiere ver los peces —explicó la niña.
—No faltaba más —dijo la señora Espinoza, removiendo con
destreza las manos en el agua.
—Casi, casi —dijo riendo cuando uno de los peces se le escurrió
entre los dedos.
El viajante asintió con la cabeza.
—Me gustaría ir a mi habitación —dijo.
El norteamericano quedó un poco decepcionado de su cuarto.
Había cuatro camas de bronce puestas en fila, todas ellas muy viejas y
un poco torcidas.
—¡Dios mío! —exclamó para sí—. Tendrán que quitar algunas
camas. Me dan escalofríos.
Del techo colgaba un cordón. En el extremo, a la altura de su nariz,
había una bombilla diminuta. La encendió y se miró las manos a la
luz. Las tenía sucias y agrietadas. Entró una criada descalza con una
palangana y una jarra.
Calendarios decoraban las paredes del comedor, y en cada mesa
había una jarra de cristal esmeradamente tallado. Varias personas
habían empezado a comer en silencio. Una niña hablaba en voz alta.
—Esta noche no iré al concierto de la banda, mamá —decía.
—¿Por qué no? —preguntó su madre con la boca llena. Miró
seriamente a su hija.
—Porque no me gusta oír música. ¡Lo detesto!
—¿Por qué? —inquirió su madre con aire ausente, tomando otro
bocado grande. Hablaba con voz grave, como de hombre. Su cabeza,
que sobresalía poco entre los hombros, estaba cubierta de rizos negros.
27
Tenía una barbilla fuerte y la piel oscura y áspera; sin embargo, poseía
unos ojos azules muy bellos. Se sentaba con las piernas separadas y un
brazo descansando sobre la mesa. La niña no mostraba parecido con la
madre. Era delicada, de cabellos tiesos, de ese extraño color claro que
a menudo se da en los mulatos. Tenía los ojos tan pálidos, que casi
parecían blancos.
Cuando entró el viajante, la niña se volvió a mirarlo.
—Ya hay nueve personas que comen en esta pensión —dijo de
inmediato.
—Nueve —repitió su madre—. Muchas bocas.
Dejó el plato a un lado con aire de cansancio y alzó la vista hacia el
calendario de la pared que tenía al lado. Por fin se dio la vuelta y vio
al extranjero. Como ya había terminado de comer, siguió con interés la
comida del recién llegado. Por un momento se encontró con su
mirada.
—Que aproveche —le dijo, cabeceando suavemente, y luego miró
la sopa hasta que el viajero la terminó.
—Mis pastillas —le dijo a Lilina, extendiendo la mano sin volver la
cabeza. Para divertirse, Lilina vació el frasco entero en la mano de su
madre.
—Ahí tienes las pastillas —dijo.
Cuando la señora Ramírez se dio cuenta de lo que había pasado, le
dio a Lilina una tremenda bofetada en la cara con la mano que
sostenía las pastillas, dejándolas pegadas por la piel húmeda y la
cabeza de la niña. El viajante se volvió. Se sintió tan molesto y al
mismo tiempo tan disgustado por lo que acababa de ver, que decidió
buscar otra pensión aquella misma noche.
—El músico vendrá en seguida —dijo la camarera, poniéndole
delante la carne—, por cincuenta centavos le tocará todas las
canciones que quiera oír. En una noche no habrá tiempo suficiente.
—Miró hacia Lilina, que chillaba como un cerdo apuñalado—. Para
entonces ella no estará en el comedor.
—Esas pastillas me cuestan a tres quetzales el frasco —se quejó la
señora Ramírez.
Un joven se acercó desde una mesa vecina y examinó el frasco
vacío. Meneó la cabeza y comentó:
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—Qué barbaridad.
—¡Qué niña tan mala eres, Lilina! —dijo una señora inglesa que
estaba sentada a bastante distancia de los demás.
Todos los comensales levantaron la cabeza. La inglesa tenía el
rostro y el cuello completamente rojos de irritación. Hablaba en
inglés.
—¿Es que no pueden comportarse como personas civilizadas?
—preguntó
—¡Usted cállese! —replicó el joven, que había dejado de observar el
frasco de pastillas vacío. Sus compañeros se rieron a carcajadas.
—Muy bien, niña —siguió en inglés—. ¿Quieres un chicle?
Ante su última salida, sus compañeros no podían tenerse de risa, y
los tres se levantaron y salieron del comedor. Se oyeron sus carcajadas
desde el patio, donde se reunieron en torno a la fuente, con el cuerpo
doblado.
—Es una vergüenza para los adultos —manifestó la señora inglesa.
Lilina había empezado a sangrar por la nariz, y salió
precipitadamente.
—¡Y dile a Consuelo que se dé prisa en venir a cenar! —gritó su
madre cuando ella salía.
En aquel momento llegó el músico. Era un hombre de corta
estatura vestido con un traje negro y una camisa sucia.
—Bueno —dijo la madre de Lilina—. Al fin ha venido.
—Estaba cenando con mi tío. ¡El tiempo pasa, señora Ramírez!
¡Gracias a Dios!
—¡Nada de gracias a Dios! ¿Cuándo se ha visto que se cene sin
música?
El violinista se dejó caer en una silla y, agachándose mucho,
empezó a tocar con todas sus fuerzas.
—¡Valses! —gritó la señora Ramírez por encima de la música.
Parecía petulante y, al mismo tiempo, como si estuviera a punto de
llorar. En realidad, el extranjero estaba seguro de haber visto rodar una
lágrima por sus mejillas.
—¿Va usted esta noche al concierto de la banda? —le preguntó ella;
hablaba muy bien inglés.
—No sé. ¿Y usted?
29
—Sí, con mi hija Consuelo. Si es que la infortunada muchacha se
presenta alguna vez a cenar. No le gusta comer. Sólo bailar. Baila
como una verdadera mariposa. Tiene mi sangre francesa. Es mucho
mejor persona que la pequeña, Lilina, que siempre está haciendo daño;
a mi, a su hermana, a sus amigas. Espero que Dios tenga piedad de
ella. —Al decir eso derramó un par de lágrimas que enjugó con la
servilleta.
—Bueno, es joven todavía —comentó el extranjero.
—Sí, es joven —convino la señora Ramírez de todo corazón. Le
sonrió con dulzura y pareció muy contenta.
Entretanto, Lilina estaba en su habitación, inclinada sobre la
palangana blanca en la que se lavaban las manos, dejando que la
sangre goteara en ella. Respiraba fuerte, como alguien que tratara de
fingir cólera.
—¡Deja de respirar así! Pareces un viejo —le dijo su hermana
Consuelo, que estaba echada en la cama con un ladrillo caliente sobre
el estómago.
Consuelo era morena y menuda, de cara ancha y lisa y cráneo
sumamente estrecho. Tenía un carácter desabrido, lo que es un caso
frecuente entre las adolescentes que apenas hacen sino soñar con un
enamorado. Lilina, que era pendenciera y no sentía curiosidad hacia el
mundo de los adultos, odiaba a su hermana más que a nadie que
conociera.
—Dice mamá que si no bajas pronto a cenar, te pegará.
—¿Por eso es por lo que te sangra la nariz?
—No —dijo Lilina. Se apartó de la palangana y su mirada cayó
sobre el corsé de su madre, que estaba encima de la cama. Lo cogió
con un movimiento rápido, y lo llevó al patio, donde lo arrojó al
estanque. Consuelo, asustada por la apropiación del corsé, se levantó
apresuradamente y se arregló el pelo.
—Demasiadas molestias para una chica de mi edad —dijo para sí,
dándose palmaditas en el vientre. Al cruzar el patio vio pasar a la
señorita Córdoba, que llevaba la cabeza muy alta mientras se colocaba
unas horquillas en el moño de la nuca. Al caminar detrás de ella,
Consuelo se sintió como un sapo o un escarabajo. Entraron juntas en
el comedor.
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—¿Por qué no esperas a media noche para causar impresión?
—dijo la señora Ramírez a Consuelo. La señorita Córdoba, al creer
que aquel sarcasmo iba dirigido a su persona, se detuvo y se puso
rígida. Entornó los ojos y permaneció inmóvil. La señora Ramírez,
que era muy cobarde, le dedicó una extraña y estúpida sonrisa.
—¿Cómo va de salud, señorita Córdoba? —le preguntó con voz
queda, y luego, sintiéndose confusa, señaló al extranjero y le preguntó
si conocía a la señorita Córdoba.
—No, no; no me conoce —afirmó ésta, tendiendo
ceremoniosamente la mano; el extranjero la estrechó. No se
mencionaron nombres.
Consuelo se sentó junto a su madre y comió vorazmente, con ojos
tristes. La señorita Córdoba sólo pidió fruta. Se sentó mirando a la
oscuridad del patio, dejando a los demás comensales una vista de su
nuca. Al cabo del rato, abrió una carta y empezó a leer. Los demás la
observaron con atención. Los tres jóvenes que antes habían reído de
tan buena gana, ahora sonreían como idiotas, esperando que volviera a
presentarse una ocasión semejante.
El músico tocaba un vals a petición de la señora Ramírez, que
hacía lo posible por atraer de nuevo la atención del extranjero. «Tra la
la la», cantaba, y con el fin de expresar mejor la belleza del vals, juntó
los brazos frente al pecho y empezó a mecerse de un lado para otro.
—¡Ay, Consuelo! A ella es a quien le toca bailar el vals —le dijo al
extranjero—. Esta noche habrá mucha gente en la plaza, y hace tanto
viento. Creo que deberías traerme el chal, Consuelo. Está refrescando
mucho.
Mientras esperaba la vuelta de Consuelo, se puso a tiritar y a
escarbarse los dientes.
El viajante pensó que estaba loca y que era un poco molesta. Había
venido como comprador de una importante empresa textil. Una vez
terminado su trabajo, por alguna razón decidió quedarse otra semana,
tal vez porque siempre había oído que unas vacaciones en un país
extranjero era algo deseable. Ya había lamentado su decisión, pero no
tenía barco hasta el lunes siguiente. Al final de la cena sentía tal
desesperación, que su rostro mostraba una expresión extrañamente
joven y sensible. Para animarse un poco, empezó a pensar lo que
comería dentro de tres semanas, sentado a la mesa de su madre el
día de acción de gracias. Se alegrarían mucho de oír que no se había
divertido en el viaje, porque siempre habían considerado como una
especie de traición el que alguien de la familia expresara deseos de
viajar. Pensaban que llevaban buena vida, y él se sentía inclinado a
estar de acuerdo con ellos.
31
Consuelo había vuelto con el chal de su madre. Volvió a perderse
en sus ensoñaciones cuando su madre le dio un pellizco en el brazo.
—Bueno, Consuelo, ¿vas a ir al concierto de la banda, o te vas a
quedar aquí sentada como una momia? Supongo que el señor no
vendrá con nosotros, pero a nosotras nos gusta la música, de manera
que levántate, vamos a despedirnos de este caballero y a ponernos en
camino.
El viajante no había entendido el discurso. Por tanto, quedó muy
sorprendido cuando la señora Ramírez le dio unas palmaditas en el
hombro y le dijo severamente, en inglés:
—Buenas noches, señor. Consuelo y yo vamos al concierto. Le
veremos mañana, en el desayuno.
—Pero si yo también voy al concierto —dijo, presa del pánico por
si le dejaban solo con toda una velada por delante.
La señora Ramírez enrojeció de placer. Caminaron los tres juntos
por la calle mal iluminada, acompañados por un grupo de famélicos
perros callejeros.
—Esas ventanas de rejas antiguas son verdaderamente muy bonitas
—dijo el viajante a la señora Ramírez—. Son tan viejas como las
mismas montañas, ¿verdad?
—Si quiere ver edificios bonitos, debe ir a la capital —le aconsejó
la señora Ramírez—. Son muy nuevos y limpios.
—Creía que esos edificios viejos constituían lo más interesante de
este país, aparte de los indios y de las costumbres locales.
Durante un rato siguieron andando en silencio. Un niño se acercó a
ellos con intención de venderles caramelos.
—Cinco centavos —dijo.
—De ninguna manera —contestó el viajante. Le habían advertido
de que los nativos tratarían de estafarle, y se encolerizaba cada vez
que se le acercaban con sus mercancías.
—Cuatro centavos..., tres centavos...
—¡No, no, no! ¡márchate! —el niño echó a correr delante de ellos.
—Me apetece un caramelo —le dijo Consuelo.
—¿Y por qué no lo has dicho, entonces? —inquirió él.
—No —dijo Consuelo.
—No lo dice en serio —explicó su madre—. No logra aprender
inglés. Tiene pájaros en la cabeza.
32
—Ya veo —dijo el viajante.
Consuelo parecía ofendida. Cuando llegaron al final de la calle, la
señora Ramírez se detuvo e inclinó la cabeza como un toro.
—Atiende —le dijo a Consuelo—. Escucha, desde aquí se oye la
música.
—Sí, mamá. Es verdad.
Permanecieron inmóviles, escuchando el débil eco de la marimba
que llegaba hasta ellos. El viajante suspiró.
—Por favor; si vamos a ir, acerquémonos —dijo—. Si no, no tiene
sentido.
Cuando llegaron, la plaza ya estaba llena de gente. Los viejos se
sentaban en bancos bajo los árboles, y los jóvenes daban vueltas de un
lado para otro: las chicas en una dirección y los chicos en otra. Los
músicos tocaban en el interior de un quiosco que se alzaba en medio
de la plaza. La señora Ramírez llevó a Consuelo y al extranjero a la
línea de las muchachas, y no habían andado más de un minuto cuando
adoptó un paso cómodo con expresión muy parecida a la de alguien
que descansara en un sofá.
—Tenemos tres horas —le dijo a Consuelo.
El extranjero miró alrededor. Muchas chicas iban descalzas y eran
indias puras. Seguían la fila fuertemente agarradas entre sí, y a
menudo se retorcían de risa.
Los músicos tocaban una melodía informe pero de aire agresivo
que alcanzaba muchos puntos culminantes sin fin. El percusionista era
el hombre que acababa de tocar el violín en la pensión de la señora
Espinoza.
—¡Mire! —dijo animadamente el viajante—. ¿No es ese el hombre
que acaba de tocar para nosotros en la cena? Apuesto a que debe estar
un poco cansado.
—Sí, el mismo —dijo la señora Ramírez—. La rata asquerosa. Me
gustaría sacarle a rastras del quiosco. ¿Te acuerdas del que había en el
Gran Hotel, Consuelo? Se paraba en todas las mesas, señor, y jamás
en la vida he visto unos dientes tan bonitos. No dejó de sonreír desde
el momento en que entró en el salón hasta que salió. Ese tiene la vista
fija en los zapatos mientras toca, y parece que le gustaría matarnos a
todos.
33
Unos muchachos corpulentos arrojaron confeti al rostro del
viajante.
«Me pregunto —dijo para sí—. Me pregunto qué clase de diversión
sacan con dar vueltas y vueltas a este pequeño parque y tirarse confeti
unos a otros.»
En la fila de los chicos se producía un tumulto constante sobre
alguna cosa. Cuanto más anchas se hacían sus sonrisas, más
sospechaba el extranjero que tramaban algo, probablemente contra él,
porque al parecer era el único turista que allí había aquella noche.
Finalmente se sintió tan inquieto, que echó a andar mirando a las
estrellas e incluso cerrando los ojos durante tramos cortos, porque le
parecía que en cierto modo eso le hacía menos visible. De pronto vio a
la señorita córdoba. Estaba al otro lado de la calle, comprando
caramelos a un niño.
—¡Señorita!
Agitó la mano desde su sitio y luego salió alegremente de la fila y
cruzó la calle. Se quedó a su lado, jadeando, y ella se ruborizó
bastante sin saber qué decirle.
La señora Ramírez y Consuelo se detuvieron y permanecieron
inmóviles como dos estatuas, siguiéndole con la mirada, mientras las
filas pasaban a cada lado de ellas.
Lilina miraba por la ventana a unos niños que jugaban en la
esquina de la calle, a la luz de un farol. Uno de ellos sacaba una
culebra del bolsillo y luego volvía a guardarla. Lilina ansiaba tener la
culebra. Eligió los juguetes que, según su criterio, la revestirían de
mayor poder o responsabilidad a ojos de los niños. Pensaba que si
podía conseguir la culebra, tal vez daría una pequeña representación
llamada «Lilina y la Víbora», cobrando la entrada. Se imaginó
llevando ropa de fantasía y dejando que la culebra se retorciera bajo el
cuello de su vestido. Salió de su cuarto y se dirigió a la calle. El viento
era más fuerte que antes e incluso desde donde se encontraba, la
música llegaba a sus oídos. Sintió frío y se apresuró hacia los niños.
—¿Por cuánto venderías la culebra? —preguntó al niño de más
edad, Ramón.
—¿Te refieres a Victoria? —dijo Ramón. Su voz empezaba a
cambiar y tenía una sombra encima del labio superior.
34
—Victoria es demasiado reina para que la tengas tú —dijo uno de
los niños más pequeños—. Es una belleza, y tú no lo eres.
Todos rieron estrepitosamente, incluso Ramón, que en seguida dio
la impresión de ser muy estúpido. Lanzaba risitas tontas, como una
niña. A Lilina se le encogió el corazón. Estaba decidida a conseguir la
culebra.
—¿Vais a dejar de reíros alguna vez para empezar a tratar
conmigo? Si no lo hacéis, volveré a casa, porque mi madre y mi
hermana vendrán pronto y no me dejarían quedarme aquí, hablando
con vosotros. Soy de buena familia.
Eso calmó a Ramón, que ordenó a los chicos que se callaran. Sacó
a Victoria del bolsillo y jugó con ella en silencio. Lilina miró
fijamente a la culebra.
—Ven a mi casa —dijo Ramón—. Mi madre querrá saber por
cuánto la vendo.
—De acuerdo. Pero rápido, y no quiero que éstos vengan con
nosotros —repuso Lilina, señalando a los demás chicos.
Ramón les ordenó volver a su casa y reunirse con él más tarde en el
jardín que había cerca de la catedral.
—¿Dónde vives? —le preguntó Lilina.
—En la calle de las Delicias número seis.
—¿Es tuya la casa?
—La casa es de mi tía Gudelia.
—¿Es más rica que tu madre?
—Pues sí.
No volvieron a dirigirse la palabra.
En casa de Ramón había ocho habitaciones que daban al patio,
pero sólo una estaba amueblada. En ese cuarto guisaba y dormía la
familia. Su madre y su tía estaban sentadas una enfrente de otra, en
sillas pintadas de colores vivos. Ambas eran gruesas e iban vestidas de
negro. La única luz la desprendía un brasero de carbón de leña que
ardía en el suelo.
Habían comprado las sillas aquella misma mañana, y en
consecuencia se sentían animadas y alegres. Cuando llegaron los
niños, estaban cantando a coro una cancioncilla.
—¿Por qué no compramos algo para beber? —sugirió Gudelia
cuando dejaron de cantar.
35
—Ya veo que te estás volviendo loca —dijo la madre de Ramón—.
Te pones muy desagradable cuándo bebes.
—No, no me pongo desagradable —protestó Gudelia.
—Madre —terció Ramón—. Esta niña viene a comprar a Victoria.
—No te he visto nunca —le dijo la madre de Ramón a Lilina.
—Ni yo —dijo Gudelia—. Yo soy Gudelia, la tía de Ramón. Esta es
mi casa.
—Yo me llamo Lilina Ramírez. Quiero comprar a Victoria, que es
de Ramón.
—A Victoria —repitieron en tono grave.
—Ramón le tiene mucho cariño a Victoria, lo mismo que Gudelia y
yo —dijo la madre—. Es una pena que vendiéramos a Alfredo, el loro.
Lo vendimos por muy poco. Cantaba y bailaba. Cuidamos a Victoria
desde hace mucho, y nos ha salido muy cara. Come mucha carne.
Era evidente que se trataba de una mentira. Todos miraban a Lilina.
—¿Dónde vives, cariño? —preguntó Gudelia a Lilina.
—En la capital, pero ahora estoy en la pensión de la señora
Espinoza.
—Todos los días me la encuentro en el mercado —comentó Gudelia—.
María de la Luz Espinoza. Hace mucha compra. ¿Cuánta gente tiene
en su casa? ¿Cinco, seis?
—Nueve.
—¡Nueve! ¡Santo Dios! ¿Tiene muchos animales?
—Desde luego —confirmó Lilina.
—Vamos —dijo Ramón a Lilina—. Salgamos fuera a tratar el
asunto.
—Quiero mucho a esa culebra —recordó la madre de Ramón,
mirando fijamente a Lilina.
—Victoria..., Victoria —suspiró la tía.
Lilina y Ramón treparon por un agujero que había en la pared y se
sentaron juntos en medio de unos arbustos.
—Escucha —comenzó Ramón—. Si me das un beso, te regalaré a
Victoria. Tienes los ojos azules. Me he fijado cuando estábamos en la
calle.
—¡Oigo lo que estás diciendo! —gritó su madre desde la cocina.
—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo Gudelia—. Dar a Victoria a
cambio de nada. Tu madre se quedará sin comida. Yo puedo comprar
la mía, pero ¿qué hará tu madre?
36
Lilina, impaciente, se puso en pie de un salto. Vio que no iban a
parte alguna, y a diferencia de la mayoría de sus compatriotas siempre
estaba deseosa de terminar las cosas cuanto antes.
Volvió a toda prisa a la cocina, abrió mucho los ojos para asustar a
las dos señoras y gritó tan fuerte como fue capaz:
—¡Véndanme esa culebra ahora mismo o nunca volveré a poner los
pies en esta casa!
Las dos mujeres no estaban acostumbradas a tales manifestaciones
de ira por el solo hecho de acordar un precio. Se levantaron de las
sillas y empezaron a deambular por la habitación, recogiendo cosas, y
volviéndolas a dejar en el suelo. No estaban muy seguras de lo que
debían hacer. Gudelia estaba tremendamente inquieta. Iba de acá para
allá con la mano debajo del pecho, atisbando con cautela a todas
partes. Finalmente, se escabulló al patio y desapareció.
Ramón sacó a Victoria del bolsillo. Acordaron un precio y Lilina se
marchó, llevándola en una cajita.
Mientras, la señora Ramírez y su hija volvían del concierto a casa.
Las dos estaban de mal humor. Consuelo no estaba dispuesta a decir
una palabra. Parecía enfadada con las casas ante las que pasaban y
suspiraba a cada cosa que decía su madre.
—No tienes alegría en el corazón —decía la señora Ramírez—.
Sólo venganza. —Como Consuelo se negó a responder, continuó—:
A veces me parece que voy con una asesina.
Se paró en medio de la calle y miró al cielo.
—¡Jesús María! —exclamó—. No permitáis que diga esas cosas de
mi propia hija.
Tomó del brazo a Consuelo.
—Venga, vamos. Apresurémonos. Me duelen los pies. ¡Qué ciudad
tan fea!
Consuelo empezó a lloriquear. La palabra asesina la había herido
profundamente. Aunque en su imaginación no tenía una idea muy
clara de lo que era una asesina, sabía que constituía un insulto grave,
contrario a todos los usos si se aplicaba a una joven educada. Le
asustaba de tal manera el hecho de que su madre hubiera utilizado
semejante palabra refiriéndose a ella, que llegó a sentir náuseas en el
estómago.
37
—¡No, mamá, no! —gritó—. ¡No digas que soy una asesina! ¡No lo
digas!
Le empezaron a temblar las manos y sus ojos ya estaban llenos de
lágrimas. Su madre la abrazó y por un momento permanecieron
estrechamente unidas.
Cuando Consuelo y su madre llegaron a la pensión, María, la
criada, estaba de pie junto a la fuente, mirando al agua. El viajero y la
señorita Córdoba estaban charlando, sentados uno al lado del otro.
—¿Es que no le interesa el amor? —preguntaba el extranjero.
—No..., no —respondió la señorita Córdoba—. La vida de la
ciudad, los negocios, el teatro...
Parecía un tanto displicente respecto al teatro.
—Pues es curioso —dijo el viajante—. En mi país, a la mayoría de
las muchachas les atrae el amor. Claro que hay algunas interesadas en
tener una carrera, o en los negocios o en el teatro. Pero he oído decir
que, en lo más recóndito de su corazón, esas mujeres ansían un hogar
y todo lo que ello lleva aparejado.
—¿Y qué? —dijo la señorita Córdoba.
—Pues si —dijo el viajero—. ¿No espera usted siempre, en lo más
hondo de su alma, que algún día aparezca el hombre adecuado?
—No..., no..., no.... ¿Y usted? —dijo con indiferencia.
—¿Quién, yo? No.
—¿No?
Era la mujer más abstraída con que había hablado jamás.
—Miren, señoras —dijo María a Consuelo y a su madre—. ¡Miren
lo que flota en el estanque! ¿Qué es eso?
Consuelo se inclinó sobre el estanque y agitó un poco el agua con la
mano. Al fin sacó el corsé rosa de su madre.
—¡Pero mamá! —exclamó sorprendida—. Es tu corsé.
La señora Ramírez examinó el corsé empapado. Estaba cubierto de
fango del fondo del estanque. Se acercó a una silla y se sentó,
ocultando la cara entre las manos. Empezó a mecerse hacia atrás y
hacia delante, sollozando blandamente. La señora Espinoza salió de su
habitación.
—Mi hermana Lilina lo tiró al estanque —anunció Consuelo a
todos los presentes.
38
La señora Espinoza miró el corsé.
—Tiene arreglo. Puede arreglarse —afirmó, acercándose a la señora
Ramírez y rodeándola con los brazos.
—Mire, amiga mía. Mi querida amiga, ¿por qué no se va a la cama
a dormir un poco? Ya pensará mañana en que lo limpien.
—¿Cómo podemos soportarlo? ¡Oh!, ¿cómo podemos soportarlo?
—preguntó implorante la señora Ramírez, con los bellos ojos
rebosantes de pena; y con voz temblorosa, añadió—: A veces apenas
tengo más fuerza que un gorrión. Me gustaría enviar a mis hijas a los
cuatro vientos, y dormir, dormir, dormir.
Al oír tales palabras, Consuelo dijo con voz suave:
—¿Y por qué no lo haces, mamá?
—¿Lo ven? —continuó su madre—. Son como dos puñales
clavados en mi corazón.
—No, no lo son —afirmó la señora Espinoza—. Son flores que dan
color a su vida.
Se quitó las gafas y las limpió en la blusa.
—Puñales en mi corazón —repitió la señora Ramírez.
—Tome un poco de sopa caliente —recomendó la señora Espinoza—.
Maria se la hará, yo la invito, y luego podrá irse a la cama y olvidar
todo esto.
—No, creo que me quedaré aquí sentada, gracias.
—Mamá va a tener uno de sus ataques —previno Consuelo a la
criada—. Le dan de cuando en cuándo. En vez de enfadarse se pone
como un niño, y no se preocupa de comer ni de dormir, sino que se
queda sentada en una silla o le da por pasear y su cara tiene una
expresión muy diferente a la habitual.
La criada asintió con la cabeza y Consuelo se fue a dormir.
—Tengo sangre francesa —decía la señora Ramírez a la señora
Espinoza—. Por esa razón soy muy delicada; demasiado delicada para
mi marido.
La señora Espinoza pareció preocupada por la confesión de su
amiga. No le interesaba el cotilleo ni lo que la gente contara de su
vida. Para la señora Ramírez, la dueña era como un hombre, y a veces
tenía sueños en los que aparecía convertida en hombre.
El viajante se divertía mucho.
39
—¡Que me aspen! —exclamó—. Todo esto por un corsé viejo. Hay
personas que no tienen nada que pensar en este mundo. Pero es
divertido; tan divertido como un barril lleno de monos.
A la señorita Córdoba no le resultaba tan divertido.
—Es una pena —afirmó—. Es una verdadera lástima que se haya
estropeado el corsé. ¿Qué hace usted en este país?
—Compro tejidos. Bueno, los compraba; ahora paso aquí unas
vacaciones cortas hasta que salga el próximo barco para los Estados
Unidos. Echo de menos a la familia y estoy deseando volver. No
entiendo lo que la gente pretende sacar de los viajes.
—Ah, sí, sí. Seguro que sí —dijo cortésmente la señorita Córdoba—.
Y ahora, si me disculpa, me voy dentro a dibujar un poco. No vaya a
olvidárseme en esta tierra de campesinos.
—¿Acaso es usted artista? —preguntó e1 extranjero.
—Dibujo vestidos —contestó mientras salía.
—¡Vaya por Dios! —pensó el viajante cuando ella se hubo
marchado—. Me han dejado aquí solo, y todavía no tengo sueño. Este
patio vacío es tan aburrido y tan poco interesante...; y por lo que se
refiere a la señorita Córdoba, es un iceberg. Pero me gusta su cuello.
Tiene un cuello de cisne, tan largo, blanco y delgado..., la clase de
cuello que tienen las chicas soñadas. Aunque más parece una virgen
que un cisne.
Se volvió y observó que la señora Ramírez seguía sentada en la
silla. Cogió la suya y se acercó a ella.
—¿Me permite? —preguntó—. Veo que ha decidido tomar un poco
el aire de la noche. No es mala idea. A mí tampoco me apetece mucho
acostarme.
—No —convino ella—. No quiero irme a la cama. Me quedaré aquí
sentada. Me gusta sentarme fuera de noche, si estoy bien abrigada,
y mirar a las estrellas.
—Sí, es una gran fuente de paz —asintió el viajero—. Hoy día la
gente no lo hace a menudo.
—¿No le gustaría mucho ir a Italia? —le preguntó la señora
Ramírez—. Los árboles frutales y las flores deben ser maravillosos por
la noche.
—Bueno, yo diría que aquí tiene bastantes flores y frutales. ¿Para
qué quiere ir a Italia? Apuesto a que allí no hay tanta variedad de fruta
como aquí.
40
—¿No? ¿Hay muchas flores en su país?
El viajante fue incapaz de decidirse.
—En realidad —continuó la señora Ramírez— me gustaría estar en
cualquier otro sitio; en su país o en Italia. Me apetecería vivir en
alguna parte donde la vida fuera hermosa. Me importa muchísimo el
que la vida sea hermosa o fea. A la gente que vive aquí le importa
poco. Porque no piensan. —Se llevó un dedo a la frente—. Me encanta
todo lo bonito: casas bonitas, jardines bonitos, canciones bonitas. De
muchacha estaba verdaderamente loca de felicidad: haciendo cosas,
pensando, saliendo y entrando. Era tan feliz que mi madre tenía miedo
de que me cayera y me rompiera una pierna o tuviera un accidente de
alguna clase. Era una mujer muy religiosa, pero no recuerdo que de
niña me diera cuenta de esas cosas. Siempre me levantaba antes que
nadie, aparte de los indios, y todas las mañanas me iba con ellos al
mercado a hacer la compra para todas las casas. Eso lo hice durante
muchos años. Incluso cuando era muy pequeña. Me resultaba muy
fácil hacer cualquier cosa. Me encantaba aprender inglés. Tenía un
profesor, y solía arrodillarme ante mi padre para que el profesor se
quedara más tiempo conmigo todos los días. Me paseaba por los
parques cuando mis hermanas estaban durmiendo. Tenía unos ojos
muy grandes —hizo un círculo con dos dedos—, y relucientes como
dos diamantes. Estaba siempre tan arrebatada... —Agitó el aire con el
puño cerrado y explicó—: Así. Como una tormenta. Mis hermanas me
llamaban Sofía la impetuosa. Al tiempo que me llamaban Sofía la
impetuosa, yo estaba enamorada de mi tío, Aldo Torres. Antes no
venía mucho a casa, pero oí decir a mi madre que se había quedado
sin dinero y que teníamos que darle de comer. Éramos muy ricos, y
cada año nos hacíamos más. Yo le tenía mucha lástima y pensaba en él
todo el tiempo. Nos enamoramos el uno del otro y cuando no había
nadie que pudiera vernos, nos besábamos y abrazábamos. Habría
vivido con él en una cabaña de hojas. Se casó con una mujer que tenía
algo de dinero y que también lo quería mucho. Cuando se casó,
engordó y empezó a gastarle muchas bromas a mi padre. Yo estaba
contenta de que fuera más rico, pero lo sentía mucho por mí.
Entonces, mi hermana Juanita, la mayor, se casó con un hombre muy
acaudalado. Todos nos alegramos mucho por ella y celebramos una
boda por todo lo alto.
41
—Debió quedarse con el corazón destrozado cuando su tío, Aldo
Torres, se marchó con otra, después de haberlo querido tanto cuando
era pobre.
—Sí, me gustaba mucho —dijo ella. Su memoria pareció
abandonarla de pronto, y ya no parecía interesada en hablar más del
pasado. El viajante se sintió incómodo.
—Me gustaría viajar —continuó la señora Ramírez—, mucho,
mucho; y creo que sería estupendo llevar la vida de una actriz, sin
hijos. ¿Sabe una cosa?, me siento inclinada por naturaleza a querer y
besar a los hombres.
—Bueno —dijo el viajante—, nadie besa tanto como quisiera. La
mayoría de las personas está frustrada. Se sorprendería usted de la
cantidad de gente que hay en mi país, frustrada y al mismo tiempo
bien parecida.
La señora Ramírez volvió el rostro hacia él. La única bombillita
iluminada apenas arrojaba la luz suficiente para permitirle mirar en
sus bellos ojos. Aún había lágrimas húmedas en sus pestañas, que
agrandaban sus ojos hasta tal extremo que parecían tener el doble de
su tamaño normal. Al mirarle, ella contuvo el aliento.
—¡Oh, mi hombre querido! —le dijo de pronto—. No quiero
separarme de usted. Vamos a donde le pueda tener en mis brazos.
El viajante se sentía excitado. Ella le había cogido la mano y se la
apretaba muy fuerte.
—¿A dónde quiere ir? —preguntó estúpidamente.
—A su cama.
Cerró los ojos y esperó a que respondiera.
—Muy bien. ¿Está segura?
Asintió vigorosamente con la cabeza.
«No hay duda —se dijo el viajante— de que ésta es una de esas
cosas que uno no quiere recordar a la mañana siguiente. Querré
quitármela de encima como un perro que se sacude el agua del lomo.
Pero ¿qué puedo hacer? Ya hemos ido demasiado lejos. Pronto volveré
a casa y todo el asunto no será más que una pompa de jabón entre
otras muchas pompas de jabón.»
Empezaba a sentirse inspirado y no lo entendía, porque no había
bebido.
42
«Una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón», se
repitió a sí mismo. Su vida interior no era muy definida, pero por lo
general estaba bien controlada. Fueron juntos a su habitación.
—¡Ah! —dijo la señora Ramírez después de que hubieron cerrado la
puerta—, esto me hace feliz.
Se dejó caer a través de la cama, como si estuviera agotada. Sus
pies quedaron en el aire y su respiración jadeante llenó la habitación.
El viajante pensó que jamás había visto a una persona comportarse de
aquella manera a menos que estuviera saturada de alcohol, y no sabía
qué hacer. Según todas sus normas y las de sus amigos, la mujer no
era muy atractiva para acostarse con ella.
Ella se estaba desabrochando el cuello del vestido. Debajo de la
almohada guardó el broche con el que se sujetaba el escote.
—Estoy muy gorda —dijo—. Muy gorda.
Le sonreía con mucha ternura. Por alguna razón, eso le excitó; se
quitó la ropa a su vez y se acostó a su lado. Era muy huesudo y estaba
tan frío como una almeja, pero ella era una mujer verdaderamente
apasionada, no se dio cuenta de nada.
—¿De veras quiere que sigamos con esto? —dijo él, pues era
incapaz de encontrar palabras nuevas para una situación que desde
luego era diferente a cualquier otra que hubiera experimentado jamás.
La mujer se abalanzó sobre él y le tocó la cara y el cuello con
excitación febril.
—¡Santo Dios! —exclamó. Estaban en pleno acto sexual—. ¡Santo
Dios! He esperado este momento durante veinte años, y creo que ni el
cielo mismo puede ser más maravilloso.
El viajante apenas escuchó esa observación. Tenía el rostro oculto
entre la almohada y sentía punzadas de culpabilidad en medio del
placer. Cuando todo terminó, ella le dijo:
—Esto es lo único que quiero hacer siempre.
Le dio unas palmaditas en las manos y le sonrió.
—¿También tú eres feliz? —le preguntó.
—Sí, claro —dijo él. Se levantó de la cama y salió al patio.
«Desde luego, esta mujer estaba en malas condiciones —pensó—.
Ha sido casi como la muerte misma.»
43
No quería pensar más. Se quedé junto al estanque tanto tiempo
como le fue posible. Cuando volvió, ella estaba de pie frente a la
cómoda, arreglándose el pelo.
—Me avergüenzo del aspecto que tengo —dijo—. No refleja mi
estado de ánimo.
Se echó a reír y él le dijo que tenía un aspecto perfecto. Ella le
arrastró de nuevo a la cama.
—No me mandes a mi habitación —le dijo—. Me encanta estar aquí
contigo, cielo mío.
Rompía el alba cuando el viajante despertó. La señora Ramírez
seguía a su lado, durmiendo a pierna suelta. Tenía el brazo doblado
sobre la nuca, encima de la almohada.
«¡Dios mío! —dijo para sí el viajante—. Mejor será que salga de
aquí.»
La zarandeó tan fuerte como pudo.
—Señora Ramírez. Señora Ramírez, despierte. ¡Despierte!
Cuando finalmente despertó, pareció llevarse un susto de muerte.
Se volvió y lo miró con los ojos en blanco durante un rato. Antes de
que él observara cambio alguno en su expresión, sintió que la mano de
ella se movía por su cuerpo.
—Señora Ramírez —dijo—. Me preocupa que se levanten sus hijas
y organicen un alboroto. Ya sabe, empiecen a lamentarse por su falta o
algo parecido. Me parece que su sitio está allí.
—¿Qué? —preguntó ella. Él se había retirado al otro extremo de la
cama.
—Digo que, en mi opinión, debería irse a su habitación, pues ya ha
amanecido.
—Sí, cariño, me iré a mi habitación. Tienes razón.
Con un movimiento furtivo, se acercó a él y lo rodeó con sus
brazos.
—Luego te veré en el comedor, y no dejaré de mirarte porque te
quiero mucho.
—No sea loca —replicó él—. No querrá que se le note nada en la
cara. No querrá que la gente adivine lo que pasa. Debemos mostrarnos
indiferentes el uno con el otro.
Ella se llevó la mano al corazón.
—¡Ay! —exclamó—. Eso es imposible.
44
—Venga, señora Ramírez. Sea sensata, por favor. Mire, váyase a su
habitación y ya hablaremos de esto por la mañana..., o mejor dicho,
dentro de un poco.
—Yo no puedo mostrarme indiferente.
Para ilustrar sus palabras, le miró fijamente a los ojos.
—Lo sé, lo sé —convino él—. Es usted una mujer muy apasionada.
Pero ¡por Dios!, estamos en un absurdo país hispánico.
Saltó de la cama y ella le siguió. Cuando la señora Ramírez se puso
los zapatos, la acompañó a la puerta.
—Adiós —dijo.
Ella apoyó la mejilla en las manos juntas y levantó la vista hacia él.
El viajante cerró la puerta.
La señora Ramírez se sentía demasiado feliz para irse a la cama de
inmediato, de manera que se acercó a la cómoda y sacó de ella una
virgencita de azúcar rancio que rompió en tres pedazos. Se acercó a
Consuelo y la zarandeó con fuerza. Consuelo abrió los ojos y al cabo
de algún tiempo, con irritación, le preguntó a su madre qué quería. La
señora Ramírez metió la golosina en la boca de su hija.
—Come, cariño —dijo—. Es la virgencita de la cómoda.
—¡Ay, mamá! —suspiró Consuelo—. ¿Quién sabe lo que harás a
continuación? Ya es de día y todavía estás vestida. Estoy segura de
que en estos momentos no hay en todo el mundo ninguna otra madre
vestida. Por favor, no me hagas comer ahora más virgen. Mañana
comeré otro poco. Pero ya es mañana, ¿verdad? Vaya lío. No me
gusta.
Cerró los ojos y trató de dormir. En su rostro había una expresión
de hondo disgusto. Esta vez el ataque de su madre era un poco
alarmante.
La señora Ramírez se acercó entonces a la cama de Lilina y la
despertó. La niña abrió los ojos de par en par y en seguida se puso en
tensión, porque creyó que iba a reñirle por lo del corsé y también por
haber salido sola después de oscurecer.
—Hola, pequeñina —dijo su madre—. Come un poco de virgen.
Lilina estaba encantada. Comió la golosina rancia y se dio
palmaditas en el estómago para mostrar lo contenta que estaba.
La culebra dormía en una caja, junto a su cama.
45
—Y ahora dime, ¿qué has hecho hoy? —preguntó su madre.
Había olvidado completamente lo del corsé. Lilina estaba rebosante
de alegría. Pasó los dedos por los labios de su madre, metiéndoselos
luego en la boca. La señora Ramírez trató de hacer presa en los dedos,
como un perro. Entonces se rió a carcajadas.
—Mamá, cállate, por favor —rogó Consuelo—. Quiero dormir.
—Me he comprado una culebra, mamá —anunció Lilina.
—¡Bien hecho! —exclamó la señora Ramírez.
Y tras meditar un poco con la mano de su hija entre las suyas, se
fue a la cama.
La señora Ramírez se estaba vistiendo en su habitación mientras
hablaba con sus hijas.
—Quiero que os pongáis los vestidos de fiesta —dijo—, porque voy
a invitar al viajante a comer con nosotras.
Consuelo ya estaba enamorada del viajante y sentía muchos celos
de la señorita Córdoba que, según la conclusión a la que había llegado,
era su novia.
—Me figuro que ya habrá invitado a almorzar a la señorita Córdoba
—manifestó. Han estado hablando cerca del estanque casi desde el
amanecer.
—¡Santa Catarina! —gritó airadamente su madre—. Tienes los ojos
del loco que ve flores donde sólo hay boñigas de vaca.
Se cubrió la cara con una profusión de polvos que tenían un tinte
violeta claro y se echó sobre los hombros un pañuelo de gasa verde,
prendiéndolo con un broche en forma de palo de golf. Luego, ella y
las niñas, que llevaban vestidos de satén rosa, salieron al patio y se
sentaron juntas, un poco retiradas del sol. El loro estaba cantando y
columpiándose en su percha hacia delante y hacia atrás. La señora
Ramírez empezó a cantar con él; su voz era un poco más baja que la
del loro.
«Pastores, Pastores, vamos a Belén
a ver a María y al Niño también.»
46
Dirigía al loro con la mano. Una señora anciana, la madre de la
señora Espinoza, daba vueltas alrededor del patio. Se detuvo un
momento a jugar con la pulsera de conchas marinas que llevaba la
señora Ramírez.
—¿Quieres un dulce? —le preguntó.
—No puedo. Tengo muy mal el estómago.
—¿Quieres un dulce? —repitió. La señora Ramírez sonrió y levantó
la vista al cielo. La anciana le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Guapa —dijo—. Eres guapa.
—¡Mamá! —gritó la señora Espinoza, que salía a la carrera de su
habitación. ¡Ven a la cama!
La anciana se aferró a los travesaños de la silla de la señora
Ramírez como un pájaro testarudo, y su hija se vio obligada a abrirle
las manos para poder llevársela.
—Lo siento, señora Ramírez —se disculpó—. Pero ya sabe lo que
pasa cuando una se hace vieja.
—Mala cosa —comentó la señora Ramírez. Miraba al viajante y a
la señorita Córdoba. Ambos le daban la espalda.
—Lilina —dijo—. Ve a invitarle a comer con nosotras..., vamos.
No, por escrito. Tráeme papel y pluma.
«Cariño —escribió cuando volvió Lilina—. ¿Querrás comer luego
en mi mesa? Las niñas también estarán conmigo. Las tres te enviamos
nuestro afecto sincero. Le he dicho a Consuelo que ordene a la criada
colocar todos los platos a la misma mesa. Sinceramente tuya, Sofía
Piega de Ramírez.»
El viajante leyó la nota, aceptó, y poco después estaban todos
sentados a la mesa del comedor.
«Pero todo esto es más raro que una novela —dijo para sí—. Aquí
estoy, sentado a la mesa de esta gente con la sensación de haber
pasado aquí toda la vida, y la verdad del asunto es que sólo he estado
en esta pensión unas catorce o quince horas en total. Ni siquiera un día
entero. Ayer me sentía tan deprimido que creía estar en una isla de
zulúes. El ser humano es el animal más extraño de todos.»
La señora Ramírez había dispuesto la mesa para sentarse junto al
extranjero, y apretó el muslo contra él durante el tiempo que tardó en
comer la sopa. El viajante no tenía buen apetito. Se sentía animado y
con ganas de hablar.
47
Después de comer, la señora Ramírez decidió salir a dar un paseo
en vez de echarse la siesta. Se puso los guantes y cogió una sombrilla
para protegerse del sol. Tras caminar un rato, llegó a un camino largo,
completamente desolado menos por unas pocas ruinas y algunos
árboles altos y hermosos que lo bordeaban. Miró alrededor y meneó la
cabeza al imaginarse el terrible terremoto que había destruido la
ciudad, famosa por haber sido en otro tiempo la más bella de todo el
hemisferio occidental. Frente a ella, hacia el final del camino, podía
ver el volcán llamado Fuego. Se santiguó y se mordió los labios.
Había salido a pasear con la idea de pensar en su amante, pero la vista
del volcán que había hecho erupción muchos siglos atrás alejó de su
mente toda ensoñación amorosa. Con la imaginación vio derrumbarse
los muros de las casas, y los techos cayendo sobre las cabezas de los
niños pequeños..., y a las madres, con las faldas cubiertas de barro,
corriendo desesperadas por las calles.
«Los inocentes —dijo para sí—. Estoy segura de que Dios tenía una
razón perfecta para ello, pero ¿cuál podría ser? ¡Santa María, pero
cuál podría ser! Si semejante desorden ocurriese otra vez en esta
tierra, me convertiría en una absoluta gelatina, en una idiota
impotente.»
Volvió a mirar al volcán que tenía frente a ella, y aunque nada había
cambiado, le pareció que había pasado una nube por delante del sol.
«Estás loca —prosiguió— si piensas que un terremoto volverá a
derribar esta ciudad. Tú no pasarás por la desgracia que sufrieron esas
madres, porque ahora todo es diferente. Dios ya no manda esas
grandes pruebas, como las plagas y el diluvio por todo el mundo.»
Agradeció a su estrella el que viviera en aquella época, y no antes.
Se sentía desfallecer ante la idea de las mujeres que se habían visto
obligadas a vivir antes de que ella naciera. Había oído decir que el
futuro también iba a ser muy turbulento a causa de las guerras.
«¡Ay! —exclamó para sí—. ¡Estoy rodeada de precipicios!»
Salir a pasear no había sido buena idea, después de todo. Volvió a
pensar en el viajante y cerró los ojos durante un momento.
48
—¡Mi amante! ¡Amante querido! —musitó; y recordó los libritos
con letras doradas en la portada, libros de amor, que había leído de
muchacha, cuando no soportaba la carga de una familia. Tales libritos
le habían hecho pensar que el saber leer constituía la habilidad más
meritoria y placentera. Por supuesto, nunca rozaban los aspectos
más vulgares del amor, pero años después no encontraba raro que
fuera por aquellos objetivos físicos por los que suspiraban los héroes y
heroínas. Jamás encontró dificultades para asociar dichos y
cancioncillas con las manifestaciones más groseras del amor.
Se desvió por otro camino para no mirar de frente al volcán, que se
le aparecía de manera constante. Pensó en el viajante sin acordarse
realmente de él. Le brillaban los ojos con el placer de estar enamorada
y decidió que había sido muy estúpida al pensar en un terremoto justo
en el día en que Dios le había preparado un lecho de rosas.
—Gracias, gracias —susurró hacia Él—, desde lo más profundo de
mi corazón. ¡Ah!
Se alisó el vestido por el pecho. Todo la complacía de repente.
Observó que más adelante había un convento muy grande, en estado
bastante ruinoso, frente al cual jugaban unos niños. Y no muy lejos,
también se veía un pabellón pequeño. Resultaba difícil entender por
qué estaba situado en aquella parte, donde no había ningún jardín
propiamente dicho, ni árboles, ni césped; sólo basura y algunos
arbustos. Ofrecía el extraño y estático aspecto de un barco encallado.
La señora Ramírez lo miró con disgusto; de todos modos, era un
quiosco pequeño y le hacía mucha falta una mano de pintura. Pese a
estar cansada, pronto se vio subiendo los endebles escalones, con la
cara encendida de miedo por si cedían y caía al suelo. Dentro del
quiosco extendió un periódico sobre el banco y se sentó. En seguida
desaparecieron de su mente todos los sueños acerca de su amante y se
sintió incómoda por el calor. Impaciente, movió los pies por el suelo
ante la idea de tener que volver andando. Se levantó polvo y tuvo que
taparse la boca con el pañuelo.
«¡Ojalá viniera a sacarme en brazos de este quiosco!», dijo para sí.
Se quedó inmóvil, viendo jugar a los niños en el polvo frente al
convento. Uno de ellos era bastante más alto que los demás. Mientras
contemplaba sus juegos, inclinó la cabeza hacia delante y se durmió.
49
No llegaban turistas, de modo que los niños más pequeños
decidieron acercarse a la plaza principal al encuentro de los autobuses
para vender sus caramelos y postales. El de más edad anunció que se
quedaría.
—Estás chalado —le dijeron los otros—. Completamente loco.
Los miró con altivez y no contestó. Los demás echaron a correr por
el camino, gritando que iban a ganar mil quetzales.
El muchacho se quedó porque hacía un rato había observado que
había alguien en el quiosco. Incluso desde donde estaba, sabía que era
una mujer, porque veía que su vestido era de colores brillantes como
un jardín de flores. Llevaba largo rato allí sentada, y se preguntó si no
estaría muerta.
«Si está muerta —pensó—, llevaré su cuerpo a cuestas hasta la
ciudad.»
La idea le entusiasmó y se acercó al pabellón conteniendo el
aliento. Entró y se inclinó sobre la señora Ramírez, pero al ver que era
gorda y bastante mayor, y sin duda madre de una buena y rica familia,
se asustó y su fantasía se desvaneció. Pensó en marcharse, pero luego
cambió de idea y le movió un pie. No hubo respuesta alguna.
Continuó durmiendo con la boca abierta. El muchacho le cogió un
buen trozo de carne del antebrazo entre el pulgar y el índice, y lo
retorció con fuerza. Ella se despertó con un estremecimiento y miró
perpleja al muchacho.
El chico tenía ojos tiernos.
—La he despertado —dijo— porque tengo que marcharme a casa, y
aquí no está usted segura. Antes, había aquí un hombre, en el estrado
de los músicos, tratando de mirar bajo sus faldas. Ya sabe que cuando
uno está dormido, la gente hace cosas raras. También había unos
borrachos cantando una canción obscena ahí abajo, justo a sus pies. Si
la hubiera oído, se le habrían puesto coloradas las orejas. Se lo puedo
asegurar.
Se encogió de hombros y escupió en el suelo. Parecía realmente
disgustado
—¿Qué te pasa? —le preguntó la señora Ramírez.
—¡Bah! Esta ciudad me da asco. Quiero ser carpintero en la capital,
pero no puedo. Mi madre está sola. Todos mis hermanos y hermanas
han muerto.
50
—¡Ay! —exclamó la señora Ramírez—. ¡Qué triste debe ser para ti!
Yo tengo una casa muy bonita en la capital. Si no tuvieras que
quedarte con tu madre, mi marido a lo mejor te colocaba de
carpintero.
Los ojos del muchacho centellearon.
—Me voy con usted —dijo—. Mi tío está con mi madre.
—Sí —dijo la señora Ramírez—. Quizá podamos hacerlo.
—Mi novia está allí, en la ciudad —continuó el muchacho—.
Antes vivía aquí.
La señora Ramírez cogió la larga mano del muchacho entre las
suyas. La palabra novia le había evocado muchas cosas.
—Siéntate, siéntate —le dijo—. Siéntate aquí, a mi lado. Yo
también tengo novio. Ahora está en su habitación.
—¿Dónde trabaja?
—En los Estados Unidos.
—¡Qué suerte tiene usted! Pero mi novia no le querría a él más que
a mí. Me quiere hasta la muerte. Me lo dice siempre que se lo
pregunto. Y si usted se lo preguntara, le diría lo mismo. Es la verdad.
La señora Ramírez tiró de él hasta que se sentó junto a ella en el
banco. El muchacho estaba confuso y miraba hacia la carretera por
encima del hombro. Ella le hacía cosquillas en el dorso de la mano y
le sonreía con coquetería. El muchacho la miró y su rostro pareció
ablandarse.
—Tiene los ojos azules —dijo.
La señora Ramírez no podía esperar un momento más. Le tomó la
cabeza con las dos manos y le besó varias veces en los labios.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Al muchacho le encantaban su elegante vestido, sus ojos azules y
sus modales femeninos. Tomó en sus brazos a la señora Ramírez con
verdadera ternura.
—Te quiero —dijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y como sé
sentía rebosante de amabilidad y gratitud, añadió—. Quiero a mi novia
y te quiero a ti también.
La ayudó a bajar los escalones del quiosco y, con el brazo
alrededor de su cintura, la condujo a un lugar recóndito en los terrenos
del convento.
51
El viajante estaba tumbado en la cama, consumido por un
sentimiento de culpa. Había vuelto a pasar la noche con la señora
Ramírez, y se preguntaba si su madre leería aquel asunto en sus ojos
cuando volviera. Nunca había hecho antes nada parecido. Hasta ahora,
jamás había tenido un comportamiento sin precedentes y se sentía
como un monstruo de dos cabezas; como si en cierto modo hubiese
pasado del universo real a otro distinto, al mundo que de pequeño
siempre había imaginado lleno de asesinos, de huérfanos y de niños
cuyas madres salían a trabajar. Metió la cabeza entre las manos y se
preguntó si alguna vez podría olvidar a la señora Ramírez. Recordó
haber leído que las carreras de muchos hombres habían quedado
truncadas por mujeres que tenían cierto dominio físico sobre ellos, del
cual les resultaba imposible escapar. Sabía que tales mujeres siempre
eran malas y que jamás eran norteamericanas. Aunque también estaba
seguro de que no se parecían a la señora Ramírez. Era horrible haber
hecho algo que sus amigos no habían hecho antes que él, y que
tampoco harían después. Estaba convencido de que aquella
experiencia debía permanecer en secreto, y nada le sentaba peor que
tener un secreto. Le gustaba imaginar que él y el grupo a quienes
consideraba amigos suyos hablaban libremente de todo lo que había
en su alma y en su corazón. Él también empezaba a hablar a las
mujeres de esa manera liberada; les hablaba mucho, e instaba a sus
amigos a que hicieran lo mismo. Se dio cuenta de que él y la señora
Ramírez jamás hablaban, y aquello le horrorizó.
«Somos como dos gorilas», dijo para sí, encogiéndose de hombros.
Cierto era que había estado con una o dos prostitutas, pero no se las
había llevado a su cama, ni tampoco había permanecido con ellas más
de una hora. Además, habían sido chicas norteamericanas, de cabellos
rubios y rizados, que le habían recomendado sus amigos.
«Bueno —pensó—, es inútil que me destroce los nervios. Lo hecho,
hecho está, y de todos modos creo que podría disculpárseme por las
razones siguientes; primera, que estoy en un país extraño que casi me
ha sacado de quicio; segunda, que he comido guisos raros, a los que
no estoy acostumbrado, y que vivo a una altitud considerablemente
grande para mí; y tercera, que hace tres semanas enteras que no hablo
con ningún compatriota.»
52
Se sintió mucho más contento después de haber enumerado las
circunstancias atenuantes, y añadió:
«Cuando suba al barco me despediré del muelle con un gesto y al
fin me libraré de estos disparates; y si alguna vez trata el jefe de
enviarme fuera del país, le diré: "¡Ni por un millón de dólares!"»
Deseó cambiar de pensión si fuera posible, pero ya había pagado
por lo que quedaba de semana. Era muy ahorrativo, exactamente como
le correspondía. Se tumbó de nuevo en la cama, muy satisfecho de sí
mismo, pero pronto volvió a sentirse culpable, y como un viejo
caballo de tiro pasó otra vez por el laborioso proceso de tranquilizarse
a sí mismo.
Lilina había metido a Victoria en una caja y paseaba con ella por la
ciudad. No lejos de la plaza principal había una mercería cuya dueña
era judía. Lilina había ido varias veces con su madre a comprar lana.
Conocía al hijo de la propietaria, con quien se paraba a hablar a
menudo. Era muy callado, pero a Lilina le gustaba. Decidió ir a la
tienda con Victoria.
Cuando entró, la madre del niño estaba detrás del mostrador,
estampando unos viejos rollos de tela con tinta púrpura. Vio a Lilina y
sonrió alegremente.
—Enrique está en el patio. Eres muy amable de venir a verlo.
¿Por qué no nos visitas más a menudo?
Estaba muy deseosa de complacer a Lilina porque conocía el
alcance de la fortuna de la señora Ramírez y se sentía orgullosa de
tenerla de cliente.
Lilina se dirigió a la puertecita que conducía al patio, detrás de la
tienda, y la abrió. Enrique estaba agachado sobre el polvo, junto a la
pila de lavar. Lilina se sorprendió al ver que el niño tenía la cabeza
vendada. Desde lejos, las vendas sucias daban la impresión de ser un
turbante blanco.
Se acercó un poco más y vio que estaba colocando unas canicas en
fila.
—Buenos días, Enrique —le saludó.
Enrique reconoció su voz y, sin volver la cabeza, empezó a recoger
despacio las canicas y a guardárselas una a una en el bolsillo.
53
Su madre había seguido a Lilina al patio. Cuando vio que Enrique,
en vez de ponerse en pie y saludar a la niña, continuaba absorto en las
canicas, se acercó a él y le dio un fuerte empujón en el brazo.
—Deja en paz las dichosas canicas y habla con Lilina —ordenó.
Enrique se levantó y se acercó a Lilina, mientras su madre,
inclinándose con dificultad, terminaba de recoger las canicas que
había dejado en el suelo
Lilina miró la gran mancha de color rojo oscuro que había en el
vendaje de Enrique. Los dos volvieron a la tienda. A Enrique no le
gustaba estar con Lilina. Siempre que ella aparecía en la tienda,
apenas podía esperar a que se marchara.
Se acercó a un rollo de tela estampada y empezó a desenvolverlo.
Cuando hubo extendido varios metros, empezó a seguir con el dedo
índice las evoluciones del dibujo. Lilina, sin comprender que aquel
gesto era un insulto cuidadosamente disimulado, le observó con cierto
interés.
—Tengo algo dentro de esta caja —dijo al cabo de un rato.
Enrique, al oír que se acercaban los pasos de su madre, se volvió y
sonrió con tristeza a la niña.
—Enséñamelo, por favor —dijo.
Lilina alzó la tapa y tendió a Enrique la caja de la culebra.
—Esta es Victoria —dijo.
Enrique pensó que era preciosa. La sacó de la caja sosteniéndola
con mucha firmeza por debajo de la cabeza. Luego alzó el brazo hasta
que los ojos de la culebra quedaron a la altura de los suyos.
—Buenos días, Victoria —le dijo—. ¿Te gusta estar en la tienda?
Esas palabras molestaron a su madre. Se había escabullido por el
otro lado del mostrador porque la culebra la aterrorizaba.
—Hablas como si estuvieras borracho —dijo a Enrique—.
Esa culebra no entiende una palabra de lo que dices.
—Es muy bonita —manifestó Enrique.
—Volvamos a meterla en la caja y llevémosla a la plaza —dijo
Lilina. Pero Enrique no la oyó, tan encantado estaba con la sensación
de tener a Victoria en la mano.
Su madre volvió a hablar.
PLACERES SENCILLOS (1944-1951) Jane Bowles
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PLACERES SENCILLOS (1944-1951) Jane Bowles

  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO O más bien, rebeldías sencillas. Mujeres en apariencia anodinas, sumisas, que en su seno albergan un inconmensurable anhelo de libertad, de soledad. O la cotidianidad es el mayor germen de la locura. Hasta aquí el libro de relatos, tan sorprendente, extraño, como una película de David Lynch, hablo de las buenas, o un cómic de Daniel Clowes, hablo de los buenos. En cuanto a Jane Bowles, un personaje más de su obra, nos encontramos de nuevo ante el caso de una escritora opacada por la fama de su marido, el también escritor Paul Bowles, que empezó a escribir inspirado por las obras de ella, y que no la aplastó creativamente del todo como hizo Scott Fitzgerald con Zelda, que también murió en una residencia psiquiátrica como Jane, pero casi. Su pasión por la literatura nació después de la lectura de “Viaje al fin de la noche” del alegría de la huerta Celine, y su pasión por las mujeres tras escuchar las canciones de Helen Morgan, Marlene Dietrich, Marianne Oswald y Libby Holman, con la que tuvo un romance. Coja casi desde la infancia, su peinado y su vestimenta eran tan estrafalarios que la cojera pasaba desapercibida, y eso que vivía en Nueva York, el epicentro de la modernidad en la época, los años 30. Y como modernidad y alcohol iban de la mano, que se lo digan a los absentistas franceses, pues Jane cayó de lleno en el alcoholismo, y nunca más se volvió a levantar. Conoce al solitario Paul en una velada literaria del poeta E. E. Cummings, y ese mismo día deciden marcharse a México, les une la misma pasión por la aventura, el mismo asco por la normalidad. Teniendo en cuenta que a ella le gustaban más las mujeres, y a él los hombres, su relación era tirando a abierta. Se casan, los celos no iban a ser un problema, publica, sin la menor repercusión, “Dos damas serias”, su única novela, aunque nadie la consideraba como tal, y después de varias estancias en Panamá y París se instalan en Tánger, donde Paul triunfa como escritor, y Jane va a ser que no. La frustración, los excesos, y las múltiples enfermedades, la llevan a la locura, los electroshocks tampoco ayudaron que digamos. Muere en Málaga, sola, y ciega. “Soy escritora y quiero escribir.” Jane Bowles
  • 4. 4
  • 5. 5 Placeres sencillos Alva Perry era una mujer seria y reservada de ascendencia escocesa y española; tenía poco más de cuarenta años. Aún era guapa, pese a tener las mejillas demacradas. En particular, sus ojos eran de una belleza y claridad extraordinarias. Vivía en casa de su tío, que se había dividido en apartamentos, o en cuartos de alquiler, como seguían denominándose en aquella parte de la región. La casa se elevaba en la empinada ladera de la colina boscosa que daba a la carretera general. Una larga escalera de cemento ascendía hasta mitad de la loma, terminando poco antes de llegar a la casa. En un principio conducía a una central eléctrica, destruida tiempo atrás. Mrs. Perry había vivido sola en su cuarto desde la muerte de su marido, ocurrida once años antes; sin embargo, encontraba pequeños quehaceres para estar ocupada durante todo el día, y en cierto modo seguía siendo tan hacendosa en su soledad como un ama de casa entregada a su familia. John Drake, una persona igualmente reservada, ocupaba el cuarto inferior al suyo. Era dueño de su camión y trabajaba como independiente para compañías madereras, así como recogiendo y repartiendo cántaros de leche para una vaquería. En todos los años que habían vivido en la casa de la ladera, Mr. Drake y Mrs. Perry sólo se habían dirigido saludos de lo más escueto. Una noche, Mr. Drake oyó desde el vestíbulo los sonoros pasos de Mrs. Perry, que de manera inconsciente había aprendido a reconocer. Alzó la vista y la vio bajar las escaleras. Llevaba un abrigo marrón que había pertenecido a su difunto esposo, y apretaba una bolsa de papel contra el pecho. Mr. Drake se ofreció a ayudarla con la bolsa y ella titubeó, indecisa, en el descansillo. —Sólo son patatas —le explicó—, pero se lo agradezco mucho. Voy a asarlas fuera, en la parte de atrás. Hace tiempo que tenía intención de hacerlo.
  • 6. 6 Mr. Drake cogió las patatas y, con paso envarado, cruzó la puerta trasera y bajó la cuesta hasta llegar a un pequeño terreno raso que hacía las veces de patio en la parte posterior de la casa. Una vez allí, dejó la bolsa de papel en el suelo. Cerca del porche salía humo de un quemador de basura grande y nuevo, y en el centro del patio había una pocilga con techo y una valla de ladrillos claros construida por el tío de Mrs. Perry. Mrs. Perry siguió a Mr. Drake, le dio las gracias y empezó a recoger ramitas con movimientos rápidos entre la linde de los árboles y la pocilga, cerca de la cual iba a preparar la fogata. Mr. Drake, sin decir una palabra, la ayudó a recoger leña, de modo que cuando el fuego estuvo dispuesto, Mrs. Perry le invitó lógicamente a que se quedara con ella a compartir las patatas. Aceptó, y se sentaron delante del fuego en una caja puesta del revés. Mr. Drake mantenía la cara retirada de las llamas y vuelta en la dirección de los árboles, con la esperanza de ocultar en lo posible sus mejillas encendidas a Mrs. Perry. Era una persona muy tímida, y aunque su piel siempre estaba roja por naturaleza, cuando se encontraba en presencia de una mujer desconocida, se volvía de un púrpura tan oscuro que el cambio se advertía con claridad. Mrs. Perry se extrañaba de que no dejase de mirar hacia atrás, pero consideraba que no lo conocía lo suficiente para preguntarle. Esperó en vano a que hablara y luego, al comprender que no lo haría, pensó en decir algo. —¿Le gustan los placeres sencillos, corrientes? —le preguntó al fin, en tono grave. Mr. Drake sintió un gran alivio de que ella hubiese hablado, y su rubor cedió. —Sería mejor que me diera una idea más clara de lo que entiende usted por placeres sencillos, y entonces yo le diría lo que pienso de ellos —respondió solemnemente, haciendo una pausa cada pocas palabras, porque era tan concienzudo como tímido. —Placeres sencillos —empezó a explicar Mrs. Perry tras dudar un poco—, como los que se obtienen sin estar entre mucha gente o con comidas historiadas —se estrujó el cerebro buscando más ejemplos—.
  • 7. 7 Placeres sencillos, como estas patatas asadas, en vez de bailes, whisky y orquestas... Como una merienda campestre, pero no de esas con mil cosas superfluas que acaban tirándose a una zanja porque no se comen. He visto tirar tartas a personas mayores porque sentían demasiada pereza para envolverlas y llevárselas otra vez a casa. ¿Ha visto usted esas cosas? —No, creo que no —repuso Mr. Drake. —Se desperdician muchas cosas —observó Mrs. perry. —Pues a mí me gustan los placeres sencillos —dijo Mr. Drake, deseoso de que su interlocutora no perdiera el hilo de la conversación. —¿No cree que los placeres sencillos están más cerca del corazón de Dios? —preguntó ella. Mr. Drake se sintió un poco cohibido ante el hecho de que ella mencionara algo tan solemne e íntimo al cabo de un trato tan breve, y no se decidió a contestarle. Mrs. Perry, que de ordinario era muy callada, sintió que un torrente de palabras se le agolpaba en la garganta. —Mi hermana, Dorothy Álvarez —empezó sin más preámbulos—, acude a todas las fiestas de la ciudad. Me invita a ir de jarana con ella, pero yo no quiero acompañarla. Es la más alegre de su grupo y está separada de su marido. La llevan a todas partes. Si quiere, puede cenar todas las noches en el restaurante. Está loca por el pescado frito y toda clase de cosas. A mí no me preocupa lo que como, si no son patatas asadas como éstas. No tenemos más que una vida verdadera, la que empieza en la cuna y termina en la sepultura. Cada vez que la veo, advierto a Dorothy de que si no tiene cuidado, acabará dejándose la vida, apagada y enferma, en la cuneta, y tendrá que irse a la tumba sin ella. Cuanto más lejos se sigue el arco iris, más trabajo cuesta volver a la vida que se abandonó; muerta de hambre como un perro viejo. A veces, cuando se envejece, se tiene una revelación y se siente un ansia tremenda de volver al sitio donde uno se dejó la vida, pero con frecuencia no se puede volver. Siempre es mejor no apartarse del camino. Yo le digo a Dorothy que la vida no es un árbol con un millón de capullos diferentes. —Durante un momento meditó sus palabras en silencio y luego continuó—: Tiene una hucha en donde mete monedas de uno y cinco céntimos cuando cree que sale demasiado, y gasta ese dinero en comprar velas para la iglesia. Pero eso es todo lo que hace por su alma, lo que no es suficiente para una mujer madura.
  • 8. 8 Mr. Drake tenía el rostro en tensión porque intentaba con todas sus fuerzas seguir atentamente lo que ella decía, pero sentía tanto miedo de que revelara algún secreto íntimo de su hermana y lo lamentase después, que en su cabeza apenas cabía ninguna cosa más. Estaba enteramente dispuesto a interrumpirla si iba demasiado lejos. Las patatas ya estaban hechas y Mrs. Perry le ofreció dos: —¿Quiere unas patatas? El viento era ahora más fresco que cuando se sentaron, y soplaba en torno a la pocilga. —¿Qué le parecen estas noches de viento frío que tenemos? ¿Le molestan? —preguntó Mrs. Perry. —Desde luego que sí —afirmó John Drake. Le miró atentamente al rostro. «Está tan encarnado como una fresa», dijo para sí. —Tal vez preferiría vivir en un clima cálido —manifestó muy despacio Mr. Drake, con expresión soñadora—, si es que me gustaran los cambios innecesarios. Las idas y venidas, quiero decir. Se ruborizó, porque entraba en un tema muy de su agrado. —Sí, sí, sí —dijo Mrs. Perry—. No es bueno cambiar mucho de sitio. —Cuando era más joven tuve oportunidad de ir al Sur, a Florida —prosiguió el hombre—. Me ofrecieron formar parte de una granja de cocodrilos, pero la empresa no presentaba garantías. Probablemente no habría tenido éxito; el riesgo no me preocupaba mucho, porque siempre había ansiado ver palmeras, cocos y esas cosas. Pero también pensaba que un hombre debía tener una buena razón para irse a vivir a otra parte. Creo que eso fue lo que al fin me impidió ir a Florida a criar cocodrilos. No se trataba de dinero, porque en principio no me lo pedían. Sólo que entonces pensaba lo mismo que ahora, que si alguien deja su casa debe hacerlo por una buena razón; como los chicos que fueron a construir el Canal de Panamá, o por cualquier otro motivo respetable. De otro modo, creo que debería quedarse en su ciudad natal, para que nadie pudiera decir de él: «¿Qué cosas piensa hacer aquí que nosotros no podamos realizar?» Al menos eso es lo que me figuro que diría la gente de una ciudad extraña acerca de un hombre como yo que fuera para allá al albur de un negocio arriesgado como única excusa para dejar su casa. Mi hermano no piensa de la misma manera. Nunca está más de tres meses en un sitio.
  • 9. 9 Comió la patata con expresión afligida mientras meneaba la cabeza de un lado para otro. Mrs. Perry pensaba en otra cosa, de manera que se sorprendió mucho cuando John Drake se puso en pie de pronto y le tendió la mano. —Me marcho —dijo—, pero a cambio de las patatas, ¿le gustaría cenar conmigo en un restaurante mañana por la noche? Hacia muchos años que no le habían hecho una invitación de ese tipo, pues sé había apartado deliberadamente de la vida de la ciudad, y no sabía qué responderle. —¿Cree que debería aceptar? —preguntó. Mr. Drake le aseguró que debería hacerlo, y ella aceptó su invitación. A la tarde siguiente, Mrs. Perry esperó el autobús al pie del breve puente de cemento que había debajo de la casa. Necesitaba la ayuda y el consejo de su hermana a propósito de un vestido de color espliego que ya no le caía bien. Nunca había sabido coser, e ignoraba cómo arreglar ropa femenina. Tenía intención de ponerse el vestido para ir al restaurante donde estaba citada con John Drake, y lo llevaba doblado bajo el brazo. Dorothy Álvarez ocupaba la mitad de una casa para dos familias en un callejón. Estaba sentada en el cuarto de estar hablando con un invitado cuando Mrs. Perry llamó al timbre. El cuarto de estar era inmaculado, pero descansar en él parecía difícil a causa de los muchos dibujos, brillantes y complicados, de las cortinas y de las fundas de los muebles, y no menos inquietante resultaba el dibujo de un enorme jarrón negro y naranja que se repetía una docena de veces sobre el linóleo que cubría el suelo. Dorothy retiró la cortina y atisbó a ver quién llamaba al timbre. Era una mujer de corta estatura, pelo rizado y mejillas gordas y desiguales que llevaba empolvadas de vivo color rosa. Se sorprendió mucho al ver a su hermana, pues no esperaba verla hasta la semana siguiente. —¡Vaya! —exclamó Dorothy. —¿Quién es? —preguntó su invitado. —Es mi hermana. Será mejor que te vayas, porque debe tener algo serio que decirme. Es preferible que salgas por la puerta de atrás. No le gusta tropezarse con extraños.
  • 10. 10 El hombre se sintió humillado y se marchó sin despedirse de Dorothy, que corrió hacia la puerta y abrió a Mrs. Perry. —Siéntate —dijo, conduciéndola al cuarto de estar—. Siéntate y cuéntame qué hay de nuevo. Echó unos caramelos de una bolsa de papel a una fuente de cristal. —Quiero que me arregles este vestido o me ayudes a hacerlo —dijo Mrs. Perry—. Lo necesito para esta noche. He quedado con Mr. Drake, mi vecino, en el restaurante de esta calle, así que pensé que podía vestirme en tu casa y marcharme desde aquí. Si es que me lo arreglas. Te pagaré. Dorothy hizo una mueca. —¿Por qué dices que vas a pagarme si soy tu hermana? Mrs. Perry la miró en silencio. No respondió. No sabía por qué lo había dicho. Dorothy probó el vestido a su hermana y le puso alfileres aquí y allá. —Me alegro de que vayas a salir por fin —dijo—. ¿Quieres un collar? —Me lo pondría si te sobrara alguno. —Bueno, espero que sea el hombre que te conviene —dijo Dorothy, con su habitual falta de tacto—. Daría cualquier cosa porque te enamoraras, para que dejaras esa casa tan fea y vinieras a vivir a alguna calle cercana. Piensa lo diferente que sería todo para mí. Y tú estarías más contenta si tuvieses un marido a quien quisieras. No como el último... Supongo que nunca dejaré de soñar y de esperar —añadió nerviosamente porque se dio cuenta, aunque demasiado tarde, como siempre, de que a su hermana no le gustaba hablar de tales asuntos. Y prosiguió, débilmente—: No creas que yo me siento siempre muy feliz aquí. No soy tan seria ni reservada como tú, claro está... —No sé de qué me hablas —dijo Alva Perry, removiéndose impaciente—. Voy a salir a cenar. —Ojalá estuvieras más cerca de mí —se quejó Dorothy—. Algunas noches me pongo triste en este cuarto de estar. —No creo que te pongas muy triste —observó brevemente Mrs. Perry. —Bueno, ya que vas a salir, ¿por qué no te animas? —Estoy animada —replicó Mrs. perry.
  • 11. 11 Mrs. Perry cerró tras ella la puerta del restaurante y recorrió toda la estancia, atisbando en cada reservado en busca de su acompañante. Por lo visto, no había llegado todavía; de manera que eligió un reservado vacío, se metió dentro y se sentó en el banco de madera. Al cabo de quince minutos pensó que no acudiría y, reprimiendo el gran dolor que aquello le causaba, centró toda su atención en el menú y logró apartar de su mente a Mr. Drake. Mientras leía la carta, se desabrochó el collar de cuentas y lo guardó en el bolso. Llamó a la camarera y le pidió chuletas de cerdo; entonces llegó Mr. Drake. La saludó con una sonrisa tímida. —Ya veo que está pidiendo la cena —dijo, acomodándose en su sitio del reservado. Contempló admirado su vestido color de espliego, que mostraba su pálido pecho. Habría preferido que hubiese ido con la cabeza descubierta, porque le encantaba el cabello de las mujeres. Llevaba un sombrero desgarbado, de fieltro negro, que siempre se ponía en cualquier clase de tiempo. Mr. Drake recordó con intenso placer la patata asada delante del fuego, y sintió mucha más emoción al volver a verla de lo que había imaginado. Lamentablemente, la mujer no parecía impulsada a comunicarse con él, y al cabo de muy poco tiempo el camionero guardó silencio. Durante la primera parte de la cena, comieron sin decirse nada. Mr. Drake había pedido una botella de vino dulce, y cuando Mrs. Perry terminó el segundo vaso, rompió a hablar. —Me parece que en los restaurantes le engañan a uno. A John Drake le gustó que hubiera hecho algún comentario, aunque fuese poco cortés. —Es por mezclarse con la gente por lo que suelen pagarse precios altos por raciones pequeñas —manifestó, muy para su sorpresa, porque siempre se había considerado un lobo solitario y su comportamiento nunca había desmentido esa idea. Notó esa misma cualidad en Mrs. Perry, pero se sintió impulsado por un extraño deseo de perderse con ella entre la multitud. —Bueno, ¿no cree que tengo razón? —preguntó vacilante. En su rostro surgió una sonrisa curiosa y dislocada; mantenía la cabeza en una posición ridículamente erecta que revelaba su tensión nerviosa.
  • 12. 12 Mrs. Perry limpió el plato con un trozo de pan. Como no tenía costumbre de beber más que una vez cada varios años, el vino se le subía rápidamente a la cabeza. —¿A qué hora pasa el autobús por aquí? —preguntó con una voz que ya era notablemente alta. —Si realmente quiere saberlo, me puedo enterar. ¿Hay alguna razón por la que quiera saberlo en este momento? —Tengo que irme a una hora apropiada para que pueda levantarme mañana temprano. —Pues no faltaba más, cuando quiera marcharse la llevaré a casa en el camión, pero confío en que no quiera irse todavía. Se inclinó hacia delante y estudió inquieto el rostro de la mujer. —Tengo que ir a casa de todos modos —le contestó con displicencia—, y lo mismo da ahora que luego. —Pues no, no da lo mismo —replicó él profundamente afectado, porque ya no había duda de que su actitud era claramente hostil. Sintió que debía mantenerla a su lado a toda costa y ganarse su simpatía. El vino contribuía a aquella agresividad repentina, porque normalmente no entraba en su carácter el hacer esfuerzo alguno para conseguir lo que pretendía. Y empezó a hablarle con rapidez y energía. —Quiero pasar con usted una velada divertida, e incluso toda una semana —dijo, removiéndose nervioso en el banco—. Sé dónde están todos los bailes y restaurantes de carretera de todo el condado. Soy dueño de mi propio camión y nadie puede impedirme que haga fiesta cuando quiera. Hace mucho tiempo que no me tomo ningún permiso; desde que me daban las vacaciones de verano cuando iba al colegio. Nunca he estado mucho tiempo en ninguno de esos locales de carretera, pero conozco a los propietarios, a casi todos, porque he vivido aquí durante toda mi vida. Hay un salón de baile que está construido sobre un lago. Conozco al dueño. Si vamos allí podríamos pasear por la orilla, si le apetece a usted. Tenía la cara de un rojo más vivo que nunca, y parecía momentáneamente desprovisto de las maneras reservadas y cautas que le habían caracterizado la noche anterior. Algún rasgo del carácter de Mrs. Perry, que al principio había percibido débilmente, resonaba ahora en su interior como un campanazo a causa de la ira que le demostraba, y cayó en un estado de ánimo apagado y vacilante. A cada momento crecía su ansia de escuchar una palabra amable de sus labios.
  • 13. 13 Mrs. Perry siguió bebiendo vino cada vez más de prisa y su resentimiento aumentaba a cada vaso. —Yo también conozco a todos los propietarios de salones de baile del condado —dijo ella—. Mi hermana, Dorothy Álvarez, los invita a tomar una cerveza en su casa cuando están de vacaciones. No tengo necesidad de conocer a nadie ni de ver sitios nuevos. Y hasta conozco desde hace mucho tiempo este local en que estamos comiendo. Algunas veces he cenado aquí con mi marido. —Miró alrededor y, señalando con su largo brazo al dueño, que acababa dé salir de la cocina, añadió—: Me acuerdo de él. —¿Qué tal está usted, después de todos estos años? —le gritó. Mr. Drake no sabía qué hacer. No se había dado cuenta de que Mrs. Perry se había ido emborrachando hasta llegar a ese punto. En circunstancias normales, se habría sentido cohibido y quizá la hubiera sacado en seguida del restaurante, pero pensó que borracha sería más accesible, y no le importaba ninguna otra cosa. —La acompañaré hasta que usted quiera —dijo. Sus palabras revolotearon por la mente de Mrs. Perry. —Pero ¿qué intenta conseguir? —le preguntó, recostándose pesadamente contra el banco. —Nada deshonesto —contestó él—. Al contrario, algo sumamente honesto, si acepta usted. Mr. Drake estaba tan aturdido que no sabía exactamente lo que decía, pero Mrs. Perry tomó sus palabras como una proposición de matrimonio, que, inconscientemente, era lo que él esperaba. Mrs. Perry miró incluso aquel ofrecimiento atractivo a través del velo de su resentimiento. —Me figuro —dijo, sonriendo sin alegría— que a usted le gustaría tener una mujer que le hiciera puré de patatas tres veces al día. Pero yo no hago puré de patatas y jamás lo he hecho. Prefiero —añadió, alzando la voz—, prefiero que sea él quien me haga puré de patatas en la cocina grande de un restaurante. Señaló con la cabeza hacia el dueño, que se había quedado delante de la puerta de la cocina para poder observar a Mrs. Perry. Esta vez sonrió y guiñó un ojo.
  • 14. 14 Mrs. Perry rebuscó entre las cosas de su bolso para coger un pañuelo y, al tocar el collar de su hermana, lo sacó y lo dejó en el plato. —Yo no hago puré de patatas —repitió, y sin previo aviso salió del reservado y avanzó torpemente por el pasillo. Desapareció por una escalera de color marrón oscuro que había al fondo del restaurante. Mr. Drake y el dueño supusieron que iba al servicio de señoras. En realidad, Mrs. Perry no buscaba concretamente el servicio, sino cualquier lugar donde pudiera estar sola. Recorrió el pasillo de arriba y abrió de golpe una puerta a su izquierda, entró y la cerró. Durante un momento permaneció en una oscuridad total, y luego, al sentir que una cadena le rozaba la frente, tiró de ella con brusquedad y la habitación se iluminó con la luz de una bombilla que colgaba del techo y que casi arrancó junto con el cable. Se encontraba a los pies de una cama de matrimonio con un alto dosel victoriano. Echó una mirada a la habitación y, al ver una ventana pequeña, se acercó y la abrió asegurándola con un palo corto; luego se sentó junto a ella en una silla. —Esto es perfecto —dijo en voz alta lanzando una mirada colérica a la habitación pequeña y fea—. No hay duda de que es un regalo de Dios. Entrelazó las manos, apretándolas hasta que los nudillos se le pusieron blancos. —¡Oh, cómo me gusta estar aquí! ¡Cómo me gusta! ¡Cómo me gusta! Sacó un brazo por el marco de la ventana con un gesto de abandono, pero no se había dado cuenta de que caía una lluvia abundante que en seguida le empapó la manga del vestido. —¡Válgame Dios! —exclamó sonriendo—. Si está lloviendo aquí. ¡Los que están cenando no se mojan, pero yo sí y me gusta! Sonrió a la lluvia con expresión benevolente. Se quedó sentada, medio despierta y medio dormida, y luego empezó a sentir poco a poco la creciente certidumbre de que podía llegar a su propia habitación desde donde estaba sentada sin volver siquiera al restaurante. —Toda mi vida he mantenido el camino abierto —murmuró con voz pastosa—, para poder volver.
  • 15. 15 Unos momentos después dijo: —Estoy aquí sentada. Una malévola expresión de triunfo transformó su rostro mientras hacía un esfuerzo ligero para enderezar la espalda. Durante largo rato permaneció encerrada en la fortaleza de tal fantasía, que fue desvaneciéndose poco a poco hasta llegar a disolverse. Cuando retiró de la lluvia su brazo, frío y tembloroso, caían torrentes de lágrimas por sus mejillas. Sin dejar de llorar trepó a la enorme cama de matrimonio y se quedó dormida boca abajo con el sombrero puesto. Mientras, el dueño había subido en silencio las escaleras con la esperanza de tropezarse con ella cuando saliera del servicio de señoras. Se había sentido halagado por sus atenciones y pensaba que en su actual estado de embriaguez sería fácil robarle un beso y tal vez algo más. Cuando vio el rayo de luz que salía por debajo de la puerta de su alcoba, se pasó la lengua por el labio inferior y sonrió. Luego bajó de puntillas las escaleras, tramando por el camino lo que iba a decirle a Mr. Drake. Todo el mundo había salido del restaurante y, cuando el dueño llegó al final de la escalera, Mr. Drake se paseaba de un lado para otro por el pasillo. —Estoy preocupado por mi amiga —dijo Mr. Drake, apresurándose hacia él—. Temo que se haya dormido en el lavabo. —Lo cierto es —contestó el dueño— que se ha quedado dormida en una habitación desocupada del piso de arriba. No se preocupe. Mi hija se ocupará de ella si se despierta y no se encuentra bien. Yo conocía a su marido. Ahora no se puede hacer nada por ella. Se metió las manos en los bolsillos y miró gravemente a los ojos a Mr. Drake. Este, al no sentirse a la altura de una situación tan delicada, pagó la cuenta y se marchó. Afuera, subió a su camión recién pintado de rojo y se quedó sentado, escuchando la lluvia con aire desolado.
  • 16. 16 A la mañana siguiente Mrs. Perry se despertó poco después de amanecer. Gracias a su excelente constitución no se encontraba muy mal, pero se quedó en la cama sin moverse durante largo rato, mirando a las paredes. Poco a poco recordó que la habitación donde estaba acostada quedaba encima del restaurante, pero no sabía cómo había llegado hasta allí. Se acordaba de haber cenado con Mr. Drake, pero no mucho de lo que le había dicho. No se le ocurrió echarle la culpa de su estado actual. No se puso histérica al encontrarse en una cama extraña porque, aun cuando era una mujer hipertensa y nerviosa, poseía gran capacidad de emoción y sólo ciertas cosas la concernían personalmente. Se sentía muy feliz y pensó en su tío, que quince años atrás se había emborrachado en un congreso hasta perder el sentido. Se había paseado por la ciudad durante toda la mañana sin saber dónde estaba. Sonrió. Tras descansar un poco más, salió de la cama y se vistió. Fue al pasillo, encontró la escalera y bajó conteniendo el aliento mientras el corazón le latía de prisa, porque estaba deseosa de bajar al restaurante. Estaba inundado de la luz del sol, y aún olía a carne y salsa. Con pasos poco seguros avanzó por el pasillo entre las filas de reservados de madera. Las mesas no tenían manteles y estaban fregadas. Miró ansiosamente de una a otra, esperando encontrar el reservado en que se había sentado, pero fue incapaz de decidirse por ninguno. Todas las mesas eran idénticas. Al cabo de un momento aquel anonimato sólo sirvió para acrecentar su ternura. —John Drake —susurró—. Mi dulce John Drake.
  • 17. 17 Todo es bonito La calle más alta de la azulada ciudad árabe corría por el borde de una colina. La mujer se acercó al grueso muro protector y miró al vacío. La marea estaba baja, y las sucias y lisas rocas bullían de niños delgaduchos. Una mujer árabe llegó al muro azul y se detuvo a su lado, rozándole la cadera con una cesta que llevaba. Ella fingió no haber reparado en su presencia, y mantuvo los ojos fijos en un perro blanco que se había escurrido por el costado de una roca cayendo a un hoyo lleno de agua de mar. El ruido de sus ladridos rompía los tímpanos. Entonces, la mujer árabe le clavó con firmeza la cesta en las costillas y ella levantó la vista. —Es un puercoespín —dijo la mujer árabe, señalando al interior de la cesta con un dedo manchado de alheña. Era cierto. Había un gran puercoespín muerto; y encima de él, un par de calcetines nuevos, doblados, de color amarillo. Volvió a mirarla. Vestía un haik [capa árabe con capucha], y el paño blanco que le cubría la parte inferior del rostro estaba suelto, a punto de caerse. —Me llamo Zodelia —anunció con arrogancia—. Y tú eres amiga de Betsoul. El paño suelto cayó bajo su barbilla y quedó colgando, como un babero. No volvió a colocarlo. —Te sientas en su casa, duermes en su casa y comes en su casa —prosiguió Zodelia, y ella asintió con la cabeza—. Te llamas Jeanie y vives en un hotel con otros nazarenos. ¿Cuánto te cuesta el hotel? Una hogaza de pan en forma de disco cayó al suelo desde el interior de los pliegues del haik de Zodelia, y ella no tuvo que responder a su pregunta. Con cierta dificultad, la mujer recogió la hogaza y la colocó entre las púas del puercoespín y el asa de la cesta.
  • 18. 18 Luego dejó la cesta en lo alto del muro azul y se volvió hacia ella con ojos vivos. —Yo soy la gente del hotel —dijo—. Mírame. Se alegró porque sabía que la mujer que se había presentado como Zodelia iba a ofrecerle una pequeña representación dramática. Sería un placer verla, porque todos los habitantes del pueblo hablaban y gesticulaban como si hubiesen estudiado en la Comédie Française [Comedia Francesa] —La gente del hotel —anunció Zodelia, acometiendo formalmente la representación—. Yo soy la gente del hotel. »“Adiós, Jeanie, adiós. ¿A dónde vas?” »“Voy a una casa árabe a visitar a mis amigos musulmanes, a Betsoul y a su familia. Me sentaré en una habitación árabe, comeré comida árabe y dormiré en una cama árabe.” »“Jeanie, Jeanie, ¿cuándo volverás al hotel con nosotros y dormirás en tu habitación?” »“Dentro de tres días volveré con vosotros. Volveré, me sentaré en una habitación nazarena, comeré comida nazarena y dormiré en una cama nazarena.”» Al terminar la frase, la voz de Zodelia tenía un timbre de triunfo; luego, sin anunciar el fin de la actuación, se acercó al muro y puso el brazo en torno a la cesta. Allá abajo, justo al borde de la sombra que arrojaba la colina, una mujer árabe estaba sentada en una roca, lavándose las piernas en uno de los agujeros llenos de agua de mar. Tenía el haik remangado sobre el regazo y el cuerpo inclinado, contemplándose los pies. —Está mirando al mar —dijo Zodelia. No miraba al océano; era imposible que lo viera con la cabeza gacha y el vestido recogido en el regazo: debía enderezarse y volverse. —No está mirando al mar —dijo ella. —Está mirando al mar —insistió Zodelia. Ella decidió cambiar de tema. —¿Por qué llevas un puercoespín? —le preguntó, aunque sabía que a algunos árabes, sobre todo a los del campo, les gustaba comerlos. —Es un regalo para mi tía. ¿Te gusta? —Sí. Me gustan los puercoespines. Me gustan los grandes, y los pequeños también.
  • 19. 19 Zodelia pareció asombrada y luego aburrida; por fin decidió que había estropeado la conversación por mencionar los puercoespines pequeños. —¿Dónde está tu madre? —preguntó Zodelia, al cabo. —Mi madre está en su país, en su casa —dijo maquinalmente; había contestado cien veces a la misma pregunta. —¿Por qué no le escribes una carta y le dices que venga? Puedes llevarla de paseo y enseñarle el mar. Después, se puede volver a su país y sentarse en su casa. —Recogió la cesta y se ajustó el paño sobre la boca. Luego preguntó—: ¿Te gustaría ir a una boda? Ella dijo que le encantaría ir de boda, y echaron a andar por la calle azul llena de recovecos, de cara al viento. Al pasar delante de una tiendecita, Zodelia se detuvo. —Quédate aquí —dijo—. Quiero comprar algo. Tras estudiar el escaparate durante un par de minutos, Zodelia le dio un codazo y señaló unas pastas que estaban dentro de una caja cuadrada con paneles de cristal. —¿Son buenas? —le preguntó—. ¿O no lo son? Las pastas estaban sucias y cubiertas de una tenue capa de huevo y azúcar de feo color. Se llamaban Galletas Ortiz [En español en el original. (N. d.el T.)]. —Son muy buenas —contestó, y le compró una docena. Zodelia le dio las gracias brevemente y siguieron andando. Finalmente se desviaron por un callejón estrecho y empezaron a bajar la colina. Pronto, Zodelia se detuvo frente a una puerta a la derecha y alzó el pesado llamador de bronce en forma de puño. —¿Es aquí la boda? —preguntó ella. Zodelia meneó la cabeza con expresión solemne. —Aquí no hay boda. Abrió la puerta una niña que se ocultó rápidamente tras ella tapándose la cara. Jeanie siguió a Zodelia por el patio cerrado, de baldosas negras y blancas. Las paredes estaban pintadas de azul, y una luz fresca se filtraba por los cristales rotos muy por encima de sus cabezas. A cada lado del patio había una puerta. Frente a una de ellas, bloqueando el umbral, aparecía una fila de zapatillas puntiagudas. Zodelia se quitó los zapatos y los dejó al lado de los otros.
  • 20. 20 Detrás de Zodelia, ella empezó a quitarse los suyos. Tardó mucho tiempo, porque se había hecho un nudo en una de las lazadas. Cuando estuvo dispuesta, Zodelia la tomó de la mano y la llevó con ella a una habitación débilmente iluminada, conduciéndola a un colchón arrimado a la pared. —Siéntate —le dijo, y ella obedeció. Luego, sin más comentarios, echó a andar hacia el otro extremo de la estancia. Como sus ojos no se habían habituado a la penumbra, tuvo la impresión de una figura que desapareciera por un largo pasillo. Luego empezó a distinguir los barrotes de bronce de una cama, qué lanzaban destellos débiles en la oscuridad. Sólo a unos metros de distancia, en medio de la alfombra, se sentaba una anciana que llevaba un vestido hecho con el tejido verde y púrpura de unas cortinas. A través de los muchos desgarrones de la tela vio la túnica de algodón estampado y el jersey de color canela que llevaba debajo. Al otro lado de la habitación había más mujeres sentadas en colchones, donde dormían en fila tres niños pequeños, pegados a la pared y con la cabeza apoyada en almohadas extravagantes. —¿Te gusta? —dijo Zodelia, que había vuelto sin el haik. Llevaba un vestido europeo de crepé negro sin cinturón que le caía hasta los tobillos, casi rozando sus pies descalzos. El dobladillo era asimétrico. —¿Te gusta? —volvió a preguntar y, poniéndose en cuclillas frente a ella y señalando a la anciana, añadió—: Esa es Tetum. La anciana introdujo ambas manos en un tazón lleno de carne picada y empezó a amasar albóndigas —Tetum —repitieron las mujeres sentadas en el colchón. —Esta nazarena —dijo Zodelia, haciendo gestos en su dirección— pasa la mitad del tiempo en una casa árabe con amigos árabes, y la otra mitad en un hotel nazareno con otros nazarenos. —Eso es bonito —comentaron las mujeres de enfrente—. La mitad con amigos musulmanes y la mitad con cristianos. La anciana tenía una expresión muy severa. Observó que sus mejillas huesudas estaban tatuadas con diminutas cruces de color azul. —¿Por qué? —preguntó bruscamente la anciana con voz grave—. ¿Por qué pasa la mitad del tiempo con musulmanes y la otra mitad con cristianos?
  • 21. 21 Clavó los ojos en Zodelia sin dejar de moldear la carne con dedos hábiles. Ella vio entonces que también tenía los nudillos tatuados con cruces azules. Zodelia le devolvió la mirada con expresión estúpida. —No sé por qué —dijo, alzando un hombro grueso. Era evidente que el cuadro que les había pintado había perdido de pronto todo su encanto. —¿Está loca? —preguntó la anciana. —No —respondió con desgana Zodelia—. No está loca. Desde el colchón llegaron risotadas chillonas. La anciana fijó sus ojos penetrantes en la visita, y ella vio que estaban profundamente perfilados en negro. —¿Dónde está tu marido? —preguntó la anciana. —De viaje por el desierto. —Vendiendo cosas —terció Zodelia. Esa era la explicación popular para los viajes de su marido; ella no trató de negarlo. —¿Dónde está tu madre? —preguntó la anciana. —Mi madre está en su país, en su casa. —¿Por qué no vas a sentarte con tu madre en su casa? —la reprendió—. El hotel cuesta mucho dinero. —En la ciudad donde nací —empezó a decir—, hay muchos, muchos automóviles, y muchos, muchos camiones. Las mujeres sentadas en el colchón sonreían complacidas. —¿Es cierto eso? —preguntó la que estaba en el medio con una curiosidad cortés. —Yo detesto los camiones —dijo ella a la mujer. La anciana alzó del regazo el tazón de carne y lo dejó en la alfombra. —Los camiones son bonitos —afirmó con aire severo. —Es cierto —convinieron las mujeres, tras sólo un momento de vacilación—. Los camiones son muy bonitos. —¿A ti te gustan los camiones? —le preguntó a Zodelia, pensando que, debido a su intimidad, relativamente mayor, tal vez estaría de acuerdo con ella.
  • 22. 22 —Sí —contestó Zodelia—. Son bonitos. Los camiones son muy bonitos. —Parecía abstraída pensando; pero sólo por un momento, al cabo del cual anunció con una mirada de triunfo—: Todo es bonito. —Es cierto —corroboraron las mujeres desde el colchón—. Todo es bonito. Todas parecían contentas, pero la anciana seguía con el ceño fruncido. —¡Aicha! —gritó, torciendo el cuello para que su voz se oyera en el patio—. ¡Trae el té! Entraron en la habitación varias niñas que traían las cosas del té y una mesa baja y redonda. —Pasa las pastas a la nazarena —dijo la anciana a la niña más pequeña, que llevaba una fuente de cristal tallado llena de pastas. Jeanie vio que eran las que le había comprado a Zodelia; no le apetecía ninguna; quería irse a casa. —¡Come! —gritaron las mujeres desde el colchón—. Come pastas. La niña le puso delante la fuente de cristal. —La cena está preparada en el hotel —dijo, poniéndose en pie. —Bebe té —dijo la anciana en tono despectivo—. Más tarde te sentarás a cenar con los otros nazarenos. —Los nazarenos se enfadarán si llego tarde. —Comprendió que estaba mintiendo estúpidamente, pero no podía detenerse—. ¡Me pegarán! Trató de parecer frenética y asustada. —Bebe té. No te pegarán —dijo la anciana—. Siéntate y bebe té. Mientras retrocedía hacia la puerta, la niña siguió ofreciéndole la fuente de cristal. Fuera, se sentó en las baldosas negras y blancas para atarse los zapatos. Sólo Zodelia la siguió al patio. —Vuelve —gritaban las otras—. Vuelve a la habitación. Entonces observó que la cesta del puercoespín estaba al lado, junto a la pared. —¿Es tu tía, la anciana de la habitación? ¿Es a ella a quien traías el puercoespín? —le preguntó. —No. No es mi tía. —¿Dónde está tu tía? —Mi tía está en su casa. —¿Cuándo vas a llevarle el puercoespín?
  • 23. 23 Quería seguir hablando para que Zodelia se distrajese y olvidara molestarla a propósito de su despedida. —El puercoespín se queda aquí —anunció con firmeza—. En mi casa. Decidió no volver a preguntarle acerca de la boda. Cuando llegaron a la puerta, Zodelia la abrió lo justo para dejarla pasar. —Adiós —dijo detrás de ella—. Te veré mañana, si Alá quiere. —¿Cuándo? —A las cuatro. Era evidente que había elegido el primer número que se le había ocurrido. Antes de cerrar la puerta alargó el brazo y le puso en la mano dos secas galletas españolas. —Cómetelas —dijo amablemente—. Tómalas en el hotel con los otros nazarenos. Echó a andar por el callejón empinado, dirigiéndose de nuevo hacia el paseo por la colina. A ambos lados de la calle las casas estaban tan juntas, que podía oler la humedad de las paredes y sentirla en las mejillas como un aire más denso. Cuando llegó al sitio donde se había encontrado con Zodelia, se acercó al muro y se inclinó sobre él. Aunque el sol se había ocultado tras de las casas, el cielo seguía luminoso y el azul del muro se había oscurecido. Frotó los dedos por el parapeto: estaba recién pintado y se desprendió un poco de la pintura quebradiza. Recordó que una vez alargó el brazo para tocar la cara de un payaso porque le había despertado cierto deseo. Aquello había sido en un circo pequeño, pero no cuando era niña.
  • 24. 24
  • 25. 25 Idilio en Guatemala Cuando el viajante llegó a la pensión, el viento soplaba fuerte. Antes de entrar a tomar la sopa caliente en la que había estado pensando, dejó el equipaje nada más pasar la puerta y caminó unas cuantas manzanas para hacerse una idea de la ciudad. Llegó a un arco muy ancho a través del cual vio una llanura en la distancia. Creyó distinguir unas figuras sentadas en torno a una hoguera lejana, pero no estaba seguro porque el viento le hacía saltar las lágrimas. —Qué deprimente —pensó, dejando caer la mandíbula—. Pero no importa. Anímate. Probablemente será un grupo de chicos y chicas sentados alrededor de una fogata y pasándoselo bien. El mundo es el mundo; al fin y al cabo no hay nada nuevo, y un trozo de césped es igual de verde en un sitio que en otro. Dio la vuelta y anduvo de prisa, bordeando los muros de piedra de las casas bajas. Le preocupaba un poco el que no pudiera reconocer la puerta de la pensión. —Se supone que en los Estados Unidos no existe variación alguna —dijo para sí—. Pero esta arquitectura española lo supera todo; es tan monótona. Llamó a una puerta y en seguida apareció una niña con la cabeza pelada. Con fuerte acento norteamericano, le preguntó: —¿Es ésta la Pensión Espinoza? —¡Sí! La niña le hizo pasar, conduciéndolo hacia una fuente en el centro de un patio cuadrado. Miró al estanque y la niña también. —Hay cuatro peces dentro —le dijo ella en español—. ¿Quiere que trate de cogerle uno?
  • 26. 26 El viajante no la entendió. Permaneció allí, incómodo, deseando ir a su habitación. La niña seguía intentando atrapar un pez cuando su madre, la dueña de la pensión, salió y fue hacia ellos. Era una mujer bastante gruesa, pero tenía un rostro pequeño y afilado y llevaba gafas sujetas al vestido por una cadena de oro. Le estrechó la mano y, en un inglés bastante bueno, le preguntó si había tenido un viaje agradable. —Quiere ver los peces —explicó la niña. —No faltaba más —dijo la señora Espinoza, removiendo con destreza las manos en el agua. —Casi, casi —dijo riendo cuando uno de los peces se le escurrió entre los dedos. El viajante asintió con la cabeza. —Me gustaría ir a mi habitación —dijo. El norteamericano quedó un poco decepcionado de su cuarto. Había cuatro camas de bronce puestas en fila, todas ellas muy viejas y un poco torcidas. —¡Dios mío! —exclamó para sí—. Tendrán que quitar algunas camas. Me dan escalofríos. Del techo colgaba un cordón. En el extremo, a la altura de su nariz, había una bombilla diminuta. La encendió y se miró las manos a la luz. Las tenía sucias y agrietadas. Entró una criada descalza con una palangana y una jarra. Calendarios decoraban las paredes del comedor, y en cada mesa había una jarra de cristal esmeradamente tallado. Varias personas habían empezado a comer en silencio. Una niña hablaba en voz alta. —Esta noche no iré al concierto de la banda, mamá —decía. —¿Por qué no? —preguntó su madre con la boca llena. Miró seriamente a su hija. —Porque no me gusta oír música. ¡Lo detesto! —¿Por qué? —inquirió su madre con aire ausente, tomando otro bocado grande. Hablaba con voz grave, como de hombre. Su cabeza, que sobresalía poco entre los hombros, estaba cubierta de rizos negros.
  • 27. 27 Tenía una barbilla fuerte y la piel oscura y áspera; sin embargo, poseía unos ojos azules muy bellos. Se sentaba con las piernas separadas y un brazo descansando sobre la mesa. La niña no mostraba parecido con la madre. Era delicada, de cabellos tiesos, de ese extraño color claro que a menudo se da en los mulatos. Tenía los ojos tan pálidos, que casi parecían blancos. Cuando entró el viajante, la niña se volvió a mirarlo. —Ya hay nueve personas que comen en esta pensión —dijo de inmediato. —Nueve —repitió su madre—. Muchas bocas. Dejó el plato a un lado con aire de cansancio y alzó la vista hacia el calendario de la pared que tenía al lado. Por fin se dio la vuelta y vio al extranjero. Como ya había terminado de comer, siguió con interés la comida del recién llegado. Por un momento se encontró con su mirada. —Que aproveche —le dijo, cabeceando suavemente, y luego miró la sopa hasta que el viajero la terminó. —Mis pastillas —le dijo a Lilina, extendiendo la mano sin volver la cabeza. Para divertirse, Lilina vació el frasco entero en la mano de su madre. —Ahí tienes las pastillas —dijo. Cuando la señora Ramírez se dio cuenta de lo que había pasado, le dio a Lilina una tremenda bofetada en la cara con la mano que sostenía las pastillas, dejándolas pegadas por la piel húmeda y la cabeza de la niña. El viajante se volvió. Se sintió tan molesto y al mismo tiempo tan disgustado por lo que acababa de ver, que decidió buscar otra pensión aquella misma noche. —El músico vendrá en seguida —dijo la camarera, poniéndole delante la carne—, por cincuenta centavos le tocará todas las canciones que quiera oír. En una noche no habrá tiempo suficiente. —Miró hacia Lilina, que chillaba como un cerdo apuñalado—. Para entonces ella no estará en el comedor. —Esas pastillas me cuestan a tres quetzales el frasco —se quejó la señora Ramírez. Un joven se acercó desde una mesa vecina y examinó el frasco vacío. Meneó la cabeza y comentó:
  • 28. 28 —Qué barbaridad. —¡Qué niña tan mala eres, Lilina! —dijo una señora inglesa que estaba sentada a bastante distancia de los demás. Todos los comensales levantaron la cabeza. La inglesa tenía el rostro y el cuello completamente rojos de irritación. Hablaba en inglés. —¿Es que no pueden comportarse como personas civilizadas? —preguntó —¡Usted cállese! —replicó el joven, que había dejado de observar el frasco de pastillas vacío. Sus compañeros se rieron a carcajadas. —Muy bien, niña —siguió en inglés—. ¿Quieres un chicle? Ante su última salida, sus compañeros no podían tenerse de risa, y los tres se levantaron y salieron del comedor. Se oyeron sus carcajadas desde el patio, donde se reunieron en torno a la fuente, con el cuerpo doblado. —Es una vergüenza para los adultos —manifestó la señora inglesa. Lilina había empezado a sangrar por la nariz, y salió precipitadamente. —¡Y dile a Consuelo que se dé prisa en venir a cenar! —gritó su madre cuando ella salía. En aquel momento llegó el músico. Era un hombre de corta estatura vestido con un traje negro y una camisa sucia. —Bueno —dijo la madre de Lilina—. Al fin ha venido. —Estaba cenando con mi tío. ¡El tiempo pasa, señora Ramírez! ¡Gracias a Dios! —¡Nada de gracias a Dios! ¿Cuándo se ha visto que se cene sin música? El violinista se dejó caer en una silla y, agachándose mucho, empezó a tocar con todas sus fuerzas. —¡Valses! —gritó la señora Ramírez por encima de la música. Parecía petulante y, al mismo tiempo, como si estuviera a punto de llorar. En realidad, el extranjero estaba seguro de haber visto rodar una lágrima por sus mejillas. —¿Va usted esta noche al concierto de la banda? —le preguntó ella; hablaba muy bien inglés. —No sé. ¿Y usted?
  • 29. 29 —Sí, con mi hija Consuelo. Si es que la infortunada muchacha se presenta alguna vez a cenar. No le gusta comer. Sólo bailar. Baila como una verdadera mariposa. Tiene mi sangre francesa. Es mucho mejor persona que la pequeña, Lilina, que siempre está haciendo daño; a mi, a su hermana, a sus amigas. Espero que Dios tenga piedad de ella. —Al decir eso derramó un par de lágrimas que enjugó con la servilleta. —Bueno, es joven todavía —comentó el extranjero. —Sí, es joven —convino la señora Ramírez de todo corazón. Le sonrió con dulzura y pareció muy contenta. Entretanto, Lilina estaba en su habitación, inclinada sobre la palangana blanca en la que se lavaban las manos, dejando que la sangre goteara en ella. Respiraba fuerte, como alguien que tratara de fingir cólera. —¡Deja de respirar así! Pareces un viejo —le dijo su hermana Consuelo, que estaba echada en la cama con un ladrillo caliente sobre el estómago. Consuelo era morena y menuda, de cara ancha y lisa y cráneo sumamente estrecho. Tenía un carácter desabrido, lo que es un caso frecuente entre las adolescentes que apenas hacen sino soñar con un enamorado. Lilina, que era pendenciera y no sentía curiosidad hacia el mundo de los adultos, odiaba a su hermana más que a nadie que conociera. —Dice mamá que si no bajas pronto a cenar, te pegará. —¿Por eso es por lo que te sangra la nariz? —No —dijo Lilina. Se apartó de la palangana y su mirada cayó sobre el corsé de su madre, que estaba encima de la cama. Lo cogió con un movimiento rápido, y lo llevó al patio, donde lo arrojó al estanque. Consuelo, asustada por la apropiación del corsé, se levantó apresuradamente y se arregló el pelo. —Demasiadas molestias para una chica de mi edad —dijo para sí, dándose palmaditas en el vientre. Al cruzar el patio vio pasar a la señorita Córdoba, que llevaba la cabeza muy alta mientras se colocaba unas horquillas en el moño de la nuca. Al caminar detrás de ella, Consuelo se sintió como un sapo o un escarabajo. Entraron juntas en el comedor.
  • 30. 30 —¿Por qué no esperas a media noche para causar impresión? —dijo la señora Ramírez a Consuelo. La señorita Córdoba, al creer que aquel sarcasmo iba dirigido a su persona, se detuvo y se puso rígida. Entornó los ojos y permaneció inmóvil. La señora Ramírez, que era muy cobarde, le dedicó una extraña y estúpida sonrisa. —¿Cómo va de salud, señorita Córdoba? —le preguntó con voz queda, y luego, sintiéndose confusa, señaló al extranjero y le preguntó si conocía a la señorita Córdoba. —No, no; no me conoce —afirmó ésta, tendiendo ceremoniosamente la mano; el extranjero la estrechó. No se mencionaron nombres. Consuelo se sentó junto a su madre y comió vorazmente, con ojos tristes. La señorita Córdoba sólo pidió fruta. Se sentó mirando a la oscuridad del patio, dejando a los demás comensales una vista de su nuca. Al cabo del rato, abrió una carta y empezó a leer. Los demás la observaron con atención. Los tres jóvenes que antes habían reído de tan buena gana, ahora sonreían como idiotas, esperando que volviera a presentarse una ocasión semejante. El músico tocaba un vals a petición de la señora Ramírez, que hacía lo posible por atraer de nuevo la atención del extranjero. «Tra la la la», cantaba, y con el fin de expresar mejor la belleza del vals, juntó los brazos frente al pecho y empezó a mecerse de un lado para otro. —¡Ay, Consuelo! A ella es a quien le toca bailar el vals —le dijo al extranjero—. Esta noche habrá mucha gente en la plaza, y hace tanto viento. Creo que deberías traerme el chal, Consuelo. Está refrescando mucho. Mientras esperaba la vuelta de Consuelo, se puso a tiritar y a escarbarse los dientes. El viajante pensó que estaba loca y que era un poco molesta. Había venido como comprador de una importante empresa textil. Una vez terminado su trabajo, por alguna razón decidió quedarse otra semana, tal vez porque siempre había oído que unas vacaciones en un país extranjero era algo deseable. Ya había lamentado su decisión, pero no tenía barco hasta el lunes siguiente. Al final de la cena sentía tal desesperación, que su rostro mostraba una expresión extrañamente joven y sensible. Para animarse un poco, empezó a pensar lo que comería dentro de tres semanas, sentado a la mesa de su madre el día de acción de gracias. Se alegrarían mucho de oír que no se había divertido en el viaje, porque siempre habían considerado como una especie de traición el que alguien de la familia expresara deseos de viajar. Pensaban que llevaban buena vida, y él se sentía inclinado a estar de acuerdo con ellos.
  • 31. 31 Consuelo había vuelto con el chal de su madre. Volvió a perderse en sus ensoñaciones cuando su madre le dio un pellizco en el brazo. —Bueno, Consuelo, ¿vas a ir al concierto de la banda, o te vas a quedar aquí sentada como una momia? Supongo que el señor no vendrá con nosotros, pero a nosotras nos gusta la música, de manera que levántate, vamos a despedirnos de este caballero y a ponernos en camino. El viajante no había entendido el discurso. Por tanto, quedó muy sorprendido cuando la señora Ramírez le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo severamente, en inglés: —Buenas noches, señor. Consuelo y yo vamos al concierto. Le veremos mañana, en el desayuno. —Pero si yo también voy al concierto —dijo, presa del pánico por si le dejaban solo con toda una velada por delante. La señora Ramírez enrojeció de placer. Caminaron los tres juntos por la calle mal iluminada, acompañados por un grupo de famélicos perros callejeros. —Esas ventanas de rejas antiguas son verdaderamente muy bonitas —dijo el viajante a la señora Ramírez—. Son tan viejas como las mismas montañas, ¿verdad? —Si quiere ver edificios bonitos, debe ir a la capital —le aconsejó la señora Ramírez—. Son muy nuevos y limpios. —Creía que esos edificios viejos constituían lo más interesante de este país, aparte de los indios y de las costumbres locales. Durante un rato siguieron andando en silencio. Un niño se acercó a ellos con intención de venderles caramelos. —Cinco centavos —dijo. —De ninguna manera —contestó el viajante. Le habían advertido de que los nativos tratarían de estafarle, y se encolerizaba cada vez que se le acercaban con sus mercancías. —Cuatro centavos..., tres centavos... —¡No, no, no! ¡márchate! —el niño echó a correr delante de ellos. —Me apetece un caramelo —le dijo Consuelo. —¿Y por qué no lo has dicho, entonces? —inquirió él. —No —dijo Consuelo. —No lo dice en serio —explicó su madre—. No logra aprender inglés. Tiene pájaros en la cabeza.
  • 32. 32 —Ya veo —dijo el viajante. Consuelo parecía ofendida. Cuando llegaron al final de la calle, la señora Ramírez se detuvo e inclinó la cabeza como un toro. —Atiende —le dijo a Consuelo—. Escucha, desde aquí se oye la música. —Sí, mamá. Es verdad. Permanecieron inmóviles, escuchando el débil eco de la marimba que llegaba hasta ellos. El viajante suspiró. —Por favor; si vamos a ir, acerquémonos —dijo—. Si no, no tiene sentido. Cuando llegaron, la plaza ya estaba llena de gente. Los viejos se sentaban en bancos bajo los árboles, y los jóvenes daban vueltas de un lado para otro: las chicas en una dirección y los chicos en otra. Los músicos tocaban en el interior de un quiosco que se alzaba en medio de la plaza. La señora Ramírez llevó a Consuelo y al extranjero a la línea de las muchachas, y no habían andado más de un minuto cuando adoptó un paso cómodo con expresión muy parecida a la de alguien que descansara en un sofá. —Tenemos tres horas —le dijo a Consuelo. El extranjero miró alrededor. Muchas chicas iban descalzas y eran indias puras. Seguían la fila fuertemente agarradas entre sí, y a menudo se retorcían de risa. Los músicos tocaban una melodía informe pero de aire agresivo que alcanzaba muchos puntos culminantes sin fin. El percusionista era el hombre que acababa de tocar el violín en la pensión de la señora Espinoza. —¡Mire! —dijo animadamente el viajante—. ¿No es ese el hombre que acaba de tocar para nosotros en la cena? Apuesto a que debe estar un poco cansado. —Sí, el mismo —dijo la señora Ramírez—. La rata asquerosa. Me gustaría sacarle a rastras del quiosco. ¿Te acuerdas del que había en el Gran Hotel, Consuelo? Se paraba en todas las mesas, señor, y jamás en la vida he visto unos dientes tan bonitos. No dejó de sonreír desde el momento en que entró en el salón hasta que salió. Ese tiene la vista fija en los zapatos mientras toca, y parece que le gustaría matarnos a todos.
  • 33. 33 Unos muchachos corpulentos arrojaron confeti al rostro del viajante. «Me pregunto —dijo para sí—. Me pregunto qué clase de diversión sacan con dar vueltas y vueltas a este pequeño parque y tirarse confeti unos a otros.» En la fila de los chicos se producía un tumulto constante sobre alguna cosa. Cuanto más anchas se hacían sus sonrisas, más sospechaba el extranjero que tramaban algo, probablemente contra él, porque al parecer era el único turista que allí había aquella noche. Finalmente se sintió tan inquieto, que echó a andar mirando a las estrellas e incluso cerrando los ojos durante tramos cortos, porque le parecía que en cierto modo eso le hacía menos visible. De pronto vio a la señorita córdoba. Estaba al otro lado de la calle, comprando caramelos a un niño. —¡Señorita! Agitó la mano desde su sitio y luego salió alegremente de la fila y cruzó la calle. Se quedó a su lado, jadeando, y ella se ruborizó bastante sin saber qué decirle. La señora Ramírez y Consuelo se detuvieron y permanecieron inmóviles como dos estatuas, siguiéndole con la mirada, mientras las filas pasaban a cada lado de ellas. Lilina miraba por la ventana a unos niños que jugaban en la esquina de la calle, a la luz de un farol. Uno de ellos sacaba una culebra del bolsillo y luego volvía a guardarla. Lilina ansiaba tener la culebra. Eligió los juguetes que, según su criterio, la revestirían de mayor poder o responsabilidad a ojos de los niños. Pensaba que si podía conseguir la culebra, tal vez daría una pequeña representación llamada «Lilina y la Víbora», cobrando la entrada. Se imaginó llevando ropa de fantasía y dejando que la culebra se retorciera bajo el cuello de su vestido. Salió de su cuarto y se dirigió a la calle. El viento era más fuerte que antes e incluso desde donde se encontraba, la música llegaba a sus oídos. Sintió frío y se apresuró hacia los niños. —¿Por cuánto venderías la culebra? —preguntó al niño de más edad, Ramón. —¿Te refieres a Victoria? —dijo Ramón. Su voz empezaba a cambiar y tenía una sombra encima del labio superior.
  • 34. 34 —Victoria es demasiado reina para que la tengas tú —dijo uno de los niños más pequeños—. Es una belleza, y tú no lo eres. Todos rieron estrepitosamente, incluso Ramón, que en seguida dio la impresión de ser muy estúpido. Lanzaba risitas tontas, como una niña. A Lilina se le encogió el corazón. Estaba decidida a conseguir la culebra. —¿Vais a dejar de reíros alguna vez para empezar a tratar conmigo? Si no lo hacéis, volveré a casa, porque mi madre y mi hermana vendrán pronto y no me dejarían quedarme aquí, hablando con vosotros. Soy de buena familia. Eso calmó a Ramón, que ordenó a los chicos que se callaran. Sacó a Victoria del bolsillo y jugó con ella en silencio. Lilina miró fijamente a la culebra. —Ven a mi casa —dijo Ramón—. Mi madre querrá saber por cuánto la vendo. —De acuerdo. Pero rápido, y no quiero que éstos vengan con nosotros —repuso Lilina, señalando a los demás chicos. Ramón les ordenó volver a su casa y reunirse con él más tarde en el jardín que había cerca de la catedral. —¿Dónde vives? —le preguntó Lilina. —En la calle de las Delicias número seis. —¿Es tuya la casa? —La casa es de mi tía Gudelia. —¿Es más rica que tu madre? —Pues sí. No volvieron a dirigirse la palabra. En casa de Ramón había ocho habitaciones que daban al patio, pero sólo una estaba amueblada. En ese cuarto guisaba y dormía la familia. Su madre y su tía estaban sentadas una enfrente de otra, en sillas pintadas de colores vivos. Ambas eran gruesas e iban vestidas de negro. La única luz la desprendía un brasero de carbón de leña que ardía en el suelo. Habían comprado las sillas aquella misma mañana, y en consecuencia se sentían animadas y alegres. Cuando llegaron los niños, estaban cantando a coro una cancioncilla. —¿Por qué no compramos algo para beber? —sugirió Gudelia cuando dejaron de cantar.
  • 35. 35 —Ya veo que te estás volviendo loca —dijo la madre de Ramón—. Te pones muy desagradable cuándo bebes. —No, no me pongo desagradable —protestó Gudelia. —Madre —terció Ramón—. Esta niña viene a comprar a Victoria. —No te he visto nunca —le dijo la madre de Ramón a Lilina. —Ni yo —dijo Gudelia—. Yo soy Gudelia, la tía de Ramón. Esta es mi casa. —Yo me llamo Lilina Ramírez. Quiero comprar a Victoria, que es de Ramón. —A Victoria —repitieron en tono grave. —Ramón le tiene mucho cariño a Victoria, lo mismo que Gudelia y yo —dijo la madre—. Es una pena que vendiéramos a Alfredo, el loro. Lo vendimos por muy poco. Cantaba y bailaba. Cuidamos a Victoria desde hace mucho, y nos ha salido muy cara. Come mucha carne. Era evidente que se trataba de una mentira. Todos miraban a Lilina. —¿Dónde vives, cariño? —preguntó Gudelia a Lilina. —En la capital, pero ahora estoy en la pensión de la señora Espinoza. —Todos los días me la encuentro en el mercado —comentó Gudelia—. María de la Luz Espinoza. Hace mucha compra. ¿Cuánta gente tiene en su casa? ¿Cinco, seis? —Nueve. —¡Nueve! ¡Santo Dios! ¿Tiene muchos animales? —Desde luego —confirmó Lilina. —Vamos —dijo Ramón a Lilina—. Salgamos fuera a tratar el asunto. —Quiero mucho a esa culebra —recordó la madre de Ramón, mirando fijamente a Lilina. —Victoria..., Victoria —suspiró la tía. Lilina y Ramón treparon por un agujero que había en la pared y se sentaron juntos en medio de unos arbustos. —Escucha —comenzó Ramón—. Si me das un beso, te regalaré a Victoria. Tienes los ojos azules. Me he fijado cuando estábamos en la calle. —¡Oigo lo que estás diciendo! —gritó su madre desde la cocina. —¡Qué lástima, qué lástima! —dijo Gudelia—. Dar a Victoria a cambio de nada. Tu madre se quedará sin comida. Yo puedo comprar la mía, pero ¿qué hará tu madre?
  • 36. 36 Lilina, impaciente, se puso en pie de un salto. Vio que no iban a parte alguna, y a diferencia de la mayoría de sus compatriotas siempre estaba deseosa de terminar las cosas cuanto antes. Volvió a toda prisa a la cocina, abrió mucho los ojos para asustar a las dos señoras y gritó tan fuerte como fue capaz: —¡Véndanme esa culebra ahora mismo o nunca volveré a poner los pies en esta casa! Las dos mujeres no estaban acostumbradas a tales manifestaciones de ira por el solo hecho de acordar un precio. Se levantaron de las sillas y empezaron a deambular por la habitación, recogiendo cosas, y volviéndolas a dejar en el suelo. No estaban muy seguras de lo que debían hacer. Gudelia estaba tremendamente inquieta. Iba de acá para allá con la mano debajo del pecho, atisbando con cautela a todas partes. Finalmente, se escabulló al patio y desapareció. Ramón sacó a Victoria del bolsillo. Acordaron un precio y Lilina se marchó, llevándola en una cajita. Mientras, la señora Ramírez y su hija volvían del concierto a casa. Las dos estaban de mal humor. Consuelo no estaba dispuesta a decir una palabra. Parecía enfadada con las casas ante las que pasaban y suspiraba a cada cosa que decía su madre. —No tienes alegría en el corazón —decía la señora Ramírez—. Sólo venganza. —Como Consuelo se negó a responder, continuó—: A veces me parece que voy con una asesina. Se paró en medio de la calle y miró al cielo. —¡Jesús María! —exclamó—. No permitáis que diga esas cosas de mi propia hija. Tomó del brazo a Consuelo. —Venga, vamos. Apresurémonos. Me duelen los pies. ¡Qué ciudad tan fea! Consuelo empezó a lloriquear. La palabra asesina la había herido profundamente. Aunque en su imaginación no tenía una idea muy clara de lo que era una asesina, sabía que constituía un insulto grave, contrario a todos los usos si se aplicaba a una joven educada. Le asustaba de tal manera el hecho de que su madre hubiera utilizado semejante palabra refiriéndose a ella, que llegó a sentir náuseas en el estómago.
  • 37. 37 —¡No, mamá, no! —gritó—. ¡No digas que soy una asesina! ¡No lo digas! Le empezaron a temblar las manos y sus ojos ya estaban llenos de lágrimas. Su madre la abrazó y por un momento permanecieron estrechamente unidas. Cuando Consuelo y su madre llegaron a la pensión, María, la criada, estaba de pie junto a la fuente, mirando al agua. El viajero y la señorita Córdoba estaban charlando, sentados uno al lado del otro. —¿Es que no le interesa el amor? —preguntaba el extranjero. —No..., no —respondió la señorita Córdoba—. La vida de la ciudad, los negocios, el teatro... Parecía un tanto displicente respecto al teatro. —Pues es curioso —dijo el viajante—. En mi país, a la mayoría de las muchachas les atrae el amor. Claro que hay algunas interesadas en tener una carrera, o en los negocios o en el teatro. Pero he oído decir que, en lo más recóndito de su corazón, esas mujeres ansían un hogar y todo lo que ello lleva aparejado. —¿Y qué? —dijo la señorita Córdoba. —Pues si —dijo el viajero—. ¿No espera usted siempre, en lo más hondo de su alma, que algún día aparezca el hombre adecuado? —No..., no..., no.... ¿Y usted? —dijo con indiferencia. —¿Quién, yo? No. —¿No? Era la mujer más abstraída con que había hablado jamás. —Miren, señoras —dijo María a Consuelo y a su madre—. ¡Miren lo que flota en el estanque! ¿Qué es eso? Consuelo se inclinó sobre el estanque y agitó un poco el agua con la mano. Al fin sacó el corsé rosa de su madre. —¡Pero mamá! —exclamó sorprendida—. Es tu corsé. La señora Ramírez examinó el corsé empapado. Estaba cubierto de fango del fondo del estanque. Se acercó a una silla y se sentó, ocultando la cara entre las manos. Empezó a mecerse hacia atrás y hacia delante, sollozando blandamente. La señora Espinoza salió de su habitación. —Mi hermana Lilina lo tiró al estanque —anunció Consuelo a todos los presentes.
  • 38. 38 La señora Espinoza miró el corsé. —Tiene arreglo. Puede arreglarse —afirmó, acercándose a la señora Ramírez y rodeándola con los brazos. —Mire, amiga mía. Mi querida amiga, ¿por qué no se va a la cama a dormir un poco? Ya pensará mañana en que lo limpien. —¿Cómo podemos soportarlo? ¡Oh!, ¿cómo podemos soportarlo? —preguntó implorante la señora Ramírez, con los bellos ojos rebosantes de pena; y con voz temblorosa, añadió—: A veces apenas tengo más fuerza que un gorrión. Me gustaría enviar a mis hijas a los cuatro vientos, y dormir, dormir, dormir. Al oír tales palabras, Consuelo dijo con voz suave: —¿Y por qué no lo haces, mamá? —¿Lo ven? —continuó su madre—. Son como dos puñales clavados en mi corazón. —No, no lo son —afirmó la señora Espinoza—. Son flores que dan color a su vida. Se quitó las gafas y las limpió en la blusa. —Puñales en mi corazón —repitió la señora Ramírez. —Tome un poco de sopa caliente —recomendó la señora Espinoza—. Maria se la hará, yo la invito, y luego podrá irse a la cama y olvidar todo esto. —No, creo que me quedaré aquí sentada, gracias. —Mamá va a tener uno de sus ataques —previno Consuelo a la criada—. Le dan de cuando en cuándo. En vez de enfadarse se pone como un niño, y no se preocupa de comer ni de dormir, sino que se queda sentada en una silla o le da por pasear y su cara tiene una expresión muy diferente a la habitual. La criada asintió con la cabeza y Consuelo se fue a dormir. —Tengo sangre francesa —decía la señora Ramírez a la señora Espinoza—. Por esa razón soy muy delicada; demasiado delicada para mi marido. La señora Espinoza pareció preocupada por la confesión de su amiga. No le interesaba el cotilleo ni lo que la gente contara de su vida. Para la señora Ramírez, la dueña era como un hombre, y a veces tenía sueños en los que aparecía convertida en hombre. El viajante se divertía mucho.
  • 39. 39 —¡Que me aspen! —exclamó—. Todo esto por un corsé viejo. Hay personas que no tienen nada que pensar en este mundo. Pero es divertido; tan divertido como un barril lleno de monos. A la señorita Córdoba no le resultaba tan divertido. —Es una pena —afirmó—. Es una verdadera lástima que se haya estropeado el corsé. ¿Qué hace usted en este país? —Compro tejidos. Bueno, los compraba; ahora paso aquí unas vacaciones cortas hasta que salga el próximo barco para los Estados Unidos. Echo de menos a la familia y estoy deseando volver. No entiendo lo que la gente pretende sacar de los viajes. —Ah, sí, sí. Seguro que sí —dijo cortésmente la señorita Córdoba—. Y ahora, si me disculpa, me voy dentro a dibujar un poco. No vaya a olvidárseme en esta tierra de campesinos. —¿Acaso es usted artista? —preguntó e1 extranjero. —Dibujo vestidos —contestó mientras salía. —¡Vaya por Dios! —pensó el viajante cuando ella se hubo marchado—. Me han dejado aquí solo, y todavía no tengo sueño. Este patio vacío es tan aburrido y tan poco interesante...; y por lo que se refiere a la señorita Córdoba, es un iceberg. Pero me gusta su cuello. Tiene un cuello de cisne, tan largo, blanco y delgado..., la clase de cuello que tienen las chicas soñadas. Aunque más parece una virgen que un cisne. Se volvió y observó que la señora Ramírez seguía sentada en la silla. Cogió la suya y se acercó a ella. —¿Me permite? —preguntó—. Veo que ha decidido tomar un poco el aire de la noche. No es mala idea. A mí tampoco me apetece mucho acostarme. —No —convino ella—. No quiero irme a la cama. Me quedaré aquí sentada. Me gusta sentarme fuera de noche, si estoy bien abrigada, y mirar a las estrellas. —Sí, es una gran fuente de paz —asintió el viajero—. Hoy día la gente no lo hace a menudo. —¿No le gustaría mucho ir a Italia? —le preguntó la señora Ramírez—. Los árboles frutales y las flores deben ser maravillosos por la noche. —Bueno, yo diría que aquí tiene bastantes flores y frutales. ¿Para qué quiere ir a Italia? Apuesto a que allí no hay tanta variedad de fruta como aquí.
  • 40. 40 —¿No? ¿Hay muchas flores en su país? El viajante fue incapaz de decidirse. —En realidad —continuó la señora Ramírez— me gustaría estar en cualquier otro sitio; en su país o en Italia. Me apetecería vivir en alguna parte donde la vida fuera hermosa. Me importa muchísimo el que la vida sea hermosa o fea. A la gente que vive aquí le importa poco. Porque no piensan. —Se llevó un dedo a la frente—. Me encanta todo lo bonito: casas bonitas, jardines bonitos, canciones bonitas. De muchacha estaba verdaderamente loca de felicidad: haciendo cosas, pensando, saliendo y entrando. Era tan feliz que mi madre tenía miedo de que me cayera y me rompiera una pierna o tuviera un accidente de alguna clase. Era una mujer muy religiosa, pero no recuerdo que de niña me diera cuenta de esas cosas. Siempre me levantaba antes que nadie, aparte de los indios, y todas las mañanas me iba con ellos al mercado a hacer la compra para todas las casas. Eso lo hice durante muchos años. Incluso cuando era muy pequeña. Me resultaba muy fácil hacer cualquier cosa. Me encantaba aprender inglés. Tenía un profesor, y solía arrodillarme ante mi padre para que el profesor se quedara más tiempo conmigo todos los días. Me paseaba por los parques cuando mis hermanas estaban durmiendo. Tenía unos ojos muy grandes —hizo un círculo con dos dedos—, y relucientes como dos diamantes. Estaba siempre tan arrebatada... —Agitó el aire con el puño cerrado y explicó—: Así. Como una tormenta. Mis hermanas me llamaban Sofía la impetuosa. Al tiempo que me llamaban Sofía la impetuosa, yo estaba enamorada de mi tío, Aldo Torres. Antes no venía mucho a casa, pero oí decir a mi madre que se había quedado sin dinero y que teníamos que darle de comer. Éramos muy ricos, y cada año nos hacíamos más. Yo le tenía mucha lástima y pensaba en él todo el tiempo. Nos enamoramos el uno del otro y cuando no había nadie que pudiera vernos, nos besábamos y abrazábamos. Habría vivido con él en una cabaña de hojas. Se casó con una mujer que tenía algo de dinero y que también lo quería mucho. Cuando se casó, engordó y empezó a gastarle muchas bromas a mi padre. Yo estaba contenta de que fuera más rico, pero lo sentía mucho por mí. Entonces, mi hermana Juanita, la mayor, se casó con un hombre muy acaudalado. Todos nos alegramos mucho por ella y celebramos una boda por todo lo alto.
  • 41. 41 —Debió quedarse con el corazón destrozado cuando su tío, Aldo Torres, se marchó con otra, después de haberlo querido tanto cuando era pobre. —Sí, me gustaba mucho —dijo ella. Su memoria pareció abandonarla de pronto, y ya no parecía interesada en hablar más del pasado. El viajante se sintió incómodo. —Me gustaría viajar —continuó la señora Ramírez—, mucho, mucho; y creo que sería estupendo llevar la vida de una actriz, sin hijos. ¿Sabe una cosa?, me siento inclinada por naturaleza a querer y besar a los hombres. —Bueno —dijo el viajante—, nadie besa tanto como quisiera. La mayoría de las personas está frustrada. Se sorprendería usted de la cantidad de gente que hay en mi país, frustrada y al mismo tiempo bien parecida. La señora Ramírez volvió el rostro hacia él. La única bombillita iluminada apenas arrojaba la luz suficiente para permitirle mirar en sus bellos ojos. Aún había lágrimas húmedas en sus pestañas, que agrandaban sus ojos hasta tal extremo que parecían tener el doble de su tamaño normal. Al mirarle, ella contuvo el aliento. —¡Oh, mi hombre querido! —le dijo de pronto—. No quiero separarme de usted. Vamos a donde le pueda tener en mis brazos. El viajante se sentía excitado. Ella le había cogido la mano y se la apretaba muy fuerte. —¿A dónde quiere ir? —preguntó estúpidamente. —A su cama. Cerró los ojos y esperó a que respondiera. —Muy bien. ¿Está segura? Asintió vigorosamente con la cabeza. «No hay duda —se dijo el viajante— de que ésta es una de esas cosas que uno no quiere recordar a la mañana siguiente. Querré quitármela de encima como un perro que se sacude el agua del lomo. Pero ¿qué puedo hacer? Ya hemos ido demasiado lejos. Pronto volveré a casa y todo el asunto no será más que una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón.» Empezaba a sentirse inspirado y no lo entendía, porque no había bebido.
  • 42. 42 «Una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón», se repitió a sí mismo. Su vida interior no era muy definida, pero por lo general estaba bien controlada. Fueron juntos a su habitación. —¡Ah! —dijo la señora Ramírez después de que hubieron cerrado la puerta—, esto me hace feliz. Se dejó caer a través de la cama, como si estuviera agotada. Sus pies quedaron en el aire y su respiración jadeante llenó la habitación. El viajante pensó que jamás había visto a una persona comportarse de aquella manera a menos que estuviera saturada de alcohol, y no sabía qué hacer. Según todas sus normas y las de sus amigos, la mujer no era muy atractiva para acostarse con ella. Ella se estaba desabrochando el cuello del vestido. Debajo de la almohada guardó el broche con el que se sujetaba el escote. —Estoy muy gorda —dijo—. Muy gorda. Le sonreía con mucha ternura. Por alguna razón, eso le excitó; se quitó la ropa a su vez y se acostó a su lado. Era muy huesudo y estaba tan frío como una almeja, pero ella era una mujer verdaderamente apasionada, no se dio cuenta de nada. —¿De veras quiere que sigamos con esto? —dijo él, pues era incapaz de encontrar palabras nuevas para una situación que desde luego era diferente a cualquier otra que hubiera experimentado jamás. La mujer se abalanzó sobre él y le tocó la cara y el cuello con excitación febril. —¡Santo Dios! —exclamó. Estaban en pleno acto sexual—. ¡Santo Dios! He esperado este momento durante veinte años, y creo que ni el cielo mismo puede ser más maravilloso. El viajante apenas escuchó esa observación. Tenía el rostro oculto entre la almohada y sentía punzadas de culpabilidad en medio del placer. Cuando todo terminó, ella le dijo: —Esto es lo único que quiero hacer siempre. Le dio unas palmaditas en las manos y le sonrió. —¿También tú eres feliz? —le preguntó. —Sí, claro —dijo él. Se levantó de la cama y salió al patio. «Desde luego, esta mujer estaba en malas condiciones —pensó—. Ha sido casi como la muerte misma.»
  • 43. 43 No quería pensar más. Se quedé junto al estanque tanto tiempo como le fue posible. Cuando volvió, ella estaba de pie frente a la cómoda, arreglándose el pelo. —Me avergüenzo del aspecto que tengo —dijo—. No refleja mi estado de ánimo. Se echó a reír y él le dijo que tenía un aspecto perfecto. Ella le arrastró de nuevo a la cama. —No me mandes a mi habitación —le dijo—. Me encanta estar aquí contigo, cielo mío. Rompía el alba cuando el viajante despertó. La señora Ramírez seguía a su lado, durmiendo a pierna suelta. Tenía el brazo doblado sobre la nuca, encima de la almohada. «¡Dios mío! —dijo para sí el viajante—. Mejor será que salga de aquí.» La zarandeó tan fuerte como pudo. —Señora Ramírez. Señora Ramírez, despierte. ¡Despierte! Cuando finalmente despertó, pareció llevarse un susto de muerte. Se volvió y lo miró con los ojos en blanco durante un rato. Antes de que él observara cambio alguno en su expresión, sintió que la mano de ella se movía por su cuerpo. —Señora Ramírez —dijo—. Me preocupa que se levanten sus hijas y organicen un alboroto. Ya sabe, empiecen a lamentarse por su falta o algo parecido. Me parece que su sitio está allí. —¿Qué? —preguntó ella. Él se había retirado al otro extremo de la cama. —Digo que, en mi opinión, debería irse a su habitación, pues ya ha amanecido. —Sí, cariño, me iré a mi habitación. Tienes razón. Con un movimiento furtivo, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. —Luego te veré en el comedor, y no dejaré de mirarte porque te quiero mucho. —No sea loca —replicó él—. No querrá que se le note nada en la cara. No querrá que la gente adivine lo que pasa. Debemos mostrarnos indiferentes el uno con el otro. Ella se llevó la mano al corazón. —¡Ay! —exclamó—. Eso es imposible.
  • 44. 44 —Venga, señora Ramírez. Sea sensata, por favor. Mire, váyase a su habitación y ya hablaremos de esto por la mañana..., o mejor dicho, dentro de un poco. —Yo no puedo mostrarme indiferente. Para ilustrar sus palabras, le miró fijamente a los ojos. —Lo sé, lo sé —convino él—. Es usted una mujer muy apasionada. Pero ¡por Dios!, estamos en un absurdo país hispánico. Saltó de la cama y ella le siguió. Cuando la señora Ramírez se puso los zapatos, la acompañó a la puerta. —Adiós —dijo. Ella apoyó la mejilla en las manos juntas y levantó la vista hacia él. El viajante cerró la puerta. La señora Ramírez se sentía demasiado feliz para irse a la cama de inmediato, de manera que se acercó a la cómoda y sacó de ella una virgencita de azúcar rancio que rompió en tres pedazos. Se acercó a Consuelo y la zarandeó con fuerza. Consuelo abrió los ojos y al cabo de algún tiempo, con irritación, le preguntó a su madre qué quería. La señora Ramírez metió la golosina en la boca de su hija. —Come, cariño —dijo—. Es la virgencita de la cómoda. —¡Ay, mamá! —suspiró Consuelo—. ¿Quién sabe lo que harás a continuación? Ya es de día y todavía estás vestida. Estoy segura de que en estos momentos no hay en todo el mundo ninguna otra madre vestida. Por favor, no me hagas comer ahora más virgen. Mañana comeré otro poco. Pero ya es mañana, ¿verdad? Vaya lío. No me gusta. Cerró los ojos y trató de dormir. En su rostro había una expresión de hondo disgusto. Esta vez el ataque de su madre era un poco alarmante. La señora Ramírez se acercó entonces a la cama de Lilina y la despertó. La niña abrió los ojos de par en par y en seguida se puso en tensión, porque creyó que iba a reñirle por lo del corsé y también por haber salido sola después de oscurecer. —Hola, pequeñina —dijo su madre—. Come un poco de virgen. Lilina estaba encantada. Comió la golosina rancia y se dio palmaditas en el estómago para mostrar lo contenta que estaba. La culebra dormía en una caja, junto a su cama.
  • 45. 45 —Y ahora dime, ¿qué has hecho hoy? —preguntó su madre. Había olvidado completamente lo del corsé. Lilina estaba rebosante de alegría. Pasó los dedos por los labios de su madre, metiéndoselos luego en la boca. La señora Ramírez trató de hacer presa en los dedos, como un perro. Entonces se rió a carcajadas. —Mamá, cállate, por favor —rogó Consuelo—. Quiero dormir. —Me he comprado una culebra, mamá —anunció Lilina. —¡Bien hecho! —exclamó la señora Ramírez. Y tras meditar un poco con la mano de su hija entre las suyas, se fue a la cama. La señora Ramírez se estaba vistiendo en su habitación mientras hablaba con sus hijas. —Quiero que os pongáis los vestidos de fiesta —dijo—, porque voy a invitar al viajante a comer con nosotras. Consuelo ya estaba enamorada del viajante y sentía muchos celos de la señorita Córdoba que, según la conclusión a la que había llegado, era su novia. —Me figuro que ya habrá invitado a almorzar a la señorita Córdoba —manifestó. Han estado hablando cerca del estanque casi desde el amanecer. —¡Santa Catarina! —gritó airadamente su madre—. Tienes los ojos del loco que ve flores donde sólo hay boñigas de vaca. Se cubrió la cara con una profusión de polvos que tenían un tinte violeta claro y se echó sobre los hombros un pañuelo de gasa verde, prendiéndolo con un broche en forma de palo de golf. Luego, ella y las niñas, que llevaban vestidos de satén rosa, salieron al patio y se sentaron juntas, un poco retiradas del sol. El loro estaba cantando y columpiándose en su percha hacia delante y hacia atrás. La señora Ramírez empezó a cantar con él; su voz era un poco más baja que la del loro. «Pastores, Pastores, vamos a Belén a ver a María y al Niño también.»
  • 46. 46 Dirigía al loro con la mano. Una señora anciana, la madre de la señora Espinoza, daba vueltas alrededor del patio. Se detuvo un momento a jugar con la pulsera de conchas marinas que llevaba la señora Ramírez. —¿Quieres un dulce? —le preguntó. —No puedo. Tengo muy mal el estómago. —¿Quieres un dulce? —repitió. La señora Ramírez sonrió y levantó la vista al cielo. La anciana le dio unas palmaditas en la mejilla. —Guapa —dijo—. Eres guapa. —¡Mamá! —gritó la señora Espinoza, que salía a la carrera de su habitación. ¡Ven a la cama! La anciana se aferró a los travesaños de la silla de la señora Ramírez como un pájaro testarudo, y su hija se vio obligada a abrirle las manos para poder llevársela. —Lo siento, señora Ramírez —se disculpó—. Pero ya sabe lo que pasa cuando una se hace vieja. —Mala cosa —comentó la señora Ramírez. Miraba al viajante y a la señorita Córdoba. Ambos le daban la espalda. —Lilina —dijo—. Ve a invitarle a comer con nosotras..., vamos. No, por escrito. Tráeme papel y pluma. «Cariño —escribió cuando volvió Lilina—. ¿Querrás comer luego en mi mesa? Las niñas también estarán conmigo. Las tres te enviamos nuestro afecto sincero. Le he dicho a Consuelo que ordene a la criada colocar todos los platos a la misma mesa. Sinceramente tuya, Sofía Piega de Ramírez.» El viajante leyó la nota, aceptó, y poco después estaban todos sentados a la mesa del comedor. «Pero todo esto es más raro que una novela —dijo para sí—. Aquí estoy, sentado a la mesa de esta gente con la sensación de haber pasado aquí toda la vida, y la verdad del asunto es que sólo he estado en esta pensión unas catorce o quince horas en total. Ni siquiera un día entero. Ayer me sentía tan deprimido que creía estar en una isla de zulúes. El ser humano es el animal más extraño de todos.» La señora Ramírez había dispuesto la mesa para sentarse junto al extranjero, y apretó el muslo contra él durante el tiempo que tardó en comer la sopa. El viajante no tenía buen apetito. Se sentía animado y con ganas de hablar.
  • 47. 47 Después de comer, la señora Ramírez decidió salir a dar un paseo en vez de echarse la siesta. Se puso los guantes y cogió una sombrilla para protegerse del sol. Tras caminar un rato, llegó a un camino largo, completamente desolado menos por unas pocas ruinas y algunos árboles altos y hermosos que lo bordeaban. Miró alrededor y meneó la cabeza al imaginarse el terrible terremoto que había destruido la ciudad, famosa por haber sido en otro tiempo la más bella de todo el hemisferio occidental. Frente a ella, hacia el final del camino, podía ver el volcán llamado Fuego. Se santiguó y se mordió los labios. Había salido a pasear con la idea de pensar en su amante, pero la vista del volcán que había hecho erupción muchos siglos atrás alejó de su mente toda ensoñación amorosa. Con la imaginación vio derrumbarse los muros de las casas, y los techos cayendo sobre las cabezas de los niños pequeños..., y a las madres, con las faldas cubiertas de barro, corriendo desesperadas por las calles. «Los inocentes —dijo para sí—. Estoy segura de que Dios tenía una razón perfecta para ello, pero ¿cuál podría ser? ¡Santa María, pero cuál podría ser! Si semejante desorden ocurriese otra vez en esta tierra, me convertiría en una absoluta gelatina, en una idiota impotente.» Volvió a mirar al volcán que tenía frente a ella, y aunque nada había cambiado, le pareció que había pasado una nube por delante del sol. «Estás loca —prosiguió— si piensas que un terremoto volverá a derribar esta ciudad. Tú no pasarás por la desgracia que sufrieron esas madres, porque ahora todo es diferente. Dios ya no manda esas grandes pruebas, como las plagas y el diluvio por todo el mundo.» Agradeció a su estrella el que viviera en aquella época, y no antes. Se sentía desfallecer ante la idea de las mujeres que se habían visto obligadas a vivir antes de que ella naciera. Había oído decir que el futuro también iba a ser muy turbulento a causa de las guerras. «¡Ay! —exclamó para sí—. ¡Estoy rodeada de precipicios!» Salir a pasear no había sido buena idea, después de todo. Volvió a pensar en el viajante y cerró los ojos durante un momento.
  • 48. 48 —¡Mi amante! ¡Amante querido! —musitó; y recordó los libritos con letras doradas en la portada, libros de amor, que había leído de muchacha, cuando no soportaba la carga de una familia. Tales libritos le habían hecho pensar que el saber leer constituía la habilidad más meritoria y placentera. Por supuesto, nunca rozaban los aspectos más vulgares del amor, pero años después no encontraba raro que fuera por aquellos objetivos físicos por los que suspiraban los héroes y heroínas. Jamás encontró dificultades para asociar dichos y cancioncillas con las manifestaciones más groseras del amor. Se desvió por otro camino para no mirar de frente al volcán, que se le aparecía de manera constante. Pensó en el viajante sin acordarse realmente de él. Le brillaban los ojos con el placer de estar enamorada y decidió que había sido muy estúpida al pensar en un terremoto justo en el día en que Dios le había preparado un lecho de rosas. —Gracias, gracias —susurró hacia Él—, desde lo más profundo de mi corazón. ¡Ah! Se alisó el vestido por el pecho. Todo la complacía de repente. Observó que más adelante había un convento muy grande, en estado bastante ruinoso, frente al cual jugaban unos niños. Y no muy lejos, también se veía un pabellón pequeño. Resultaba difícil entender por qué estaba situado en aquella parte, donde no había ningún jardín propiamente dicho, ni árboles, ni césped; sólo basura y algunos arbustos. Ofrecía el extraño y estático aspecto de un barco encallado. La señora Ramírez lo miró con disgusto; de todos modos, era un quiosco pequeño y le hacía mucha falta una mano de pintura. Pese a estar cansada, pronto se vio subiendo los endebles escalones, con la cara encendida de miedo por si cedían y caía al suelo. Dentro del quiosco extendió un periódico sobre el banco y se sentó. En seguida desaparecieron de su mente todos los sueños acerca de su amante y se sintió incómoda por el calor. Impaciente, movió los pies por el suelo ante la idea de tener que volver andando. Se levantó polvo y tuvo que taparse la boca con el pañuelo. «¡Ojalá viniera a sacarme en brazos de este quiosco!», dijo para sí. Se quedó inmóvil, viendo jugar a los niños en el polvo frente al convento. Uno de ellos era bastante más alto que los demás. Mientras contemplaba sus juegos, inclinó la cabeza hacia delante y se durmió.
  • 49. 49 No llegaban turistas, de modo que los niños más pequeños decidieron acercarse a la plaza principal al encuentro de los autobuses para vender sus caramelos y postales. El de más edad anunció que se quedaría. —Estás chalado —le dijeron los otros—. Completamente loco. Los miró con altivez y no contestó. Los demás echaron a correr por el camino, gritando que iban a ganar mil quetzales. El muchacho se quedó porque hacía un rato había observado que había alguien en el quiosco. Incluso desde donde estaba, sabía que era una mujer, porque veía que su vestido era de colores brillantes como un jardín de flores. Llevaba largo rato allí sentada, y se preguntó si no estaría muerta. «Si está muerta —pensó—, llevaré su cuerpo a cuestas hasta la ciudad.» La idea le entusiasmó y se acercó al pabellón conteniendo el aliento. Entró y se inclinó sobre la señora Ramírez, pero al ver que era gorda y bastante mayor, y sin duda madre de una buena y rica familia, se asustó y su fantasía se desvaneció. Pensó en marcharse, pero luego cambió de idea y le movió un pie. No hubo respuesta alguna. Continuó durmiendo con la boca abierta. El muchacho le cogió un buen trozo de carne del antebrazo entre el pulgar y el índice, y lo retorció con fuerza. Ella se despertó con un estremecimiento y miró perpleja al muchacho. El chico tenía ojos tiernos. —La he despertado —dijo— porque tengo que marcharme a casa, y aquí no está usted segura. Antes, había aquí un hombre, en el estrado de los músicos, tratando de mirar bajo sus faldas. Ya sabe que cuando uno está dormido, la gente hace cosas raras. También había unos borrachos cantando una canción obscena ahí abajo, justo a sus pies. Si la hubiera oído, se le habrían puesto coloradas las orejas. Se lo puedo asegurar. Se encogió de hombros y escupió en el suelo. Parecía realmente disgustado —¿Qué te pasa? —le preguntó la señora Ramírez. —¡Bah! Esta ciudad me da asco. Quiero ser carpintero en la capital, pero no puedo. Mi madre está sola. Todos mis hermanos y hermanas han muerto.
  • 50. 50 —¡Ay! —exclamó la señora Ramírez—. ¡Qué triste debe ser para ti! Yo tengo una casa muy bonita en la capital. Si no tuvieras que quedarte con tu madre, mi marido a lo mejor te colocaba de carpintero. Los ojos del muchacho centellearon. —Me voy con usted —dijo—. Mi tío está con mi madre. —Sí —dijo la señora Ramírez—. Quizá podamos hacerlo. —Mi novia está allí, en la ciudad —continuó el muchacho—. Antes vivía aquí. La señora Ramírez cogió la larga mano del muchacho entre las suyas. La palabra novia le había evocado muchas cosas. —Siéntate, siéntate —le dijo—. Siéntate aquí, a mi lado. Yo también tengo novio. Ahora está en su habitación. —¿Dónde trabaja? —En los Estados Unidos. —¡Qué suerte tiene usted! Pero mi novia no le querría a él más que a mí. Me quiere hasta la muerte. Me lo dice siempre que se lo pregunto. Y si usted se lo preguntara, le diría lo mismo. Es la verdad. La señora Ramírez tiró de él hasta que se sentó junto a ella en el banco. El muchacho estaba confuso y miraba hacia la carretera por encima del hombro. Ella le hacía cosquillas en el dorso de la mano y le sonreía con coquetería. El muchacho la miró y su rostro pareció ablandarse. —Tiene los ojos azules —dijo. La señora Ramírez no podía esperar un momento más. Le tomó la cabeza con las dos manos y le besó varias veces en los labios. —¡Oh, Dios mío! —exclamó. Al muchacho le encantaban su elegante vestido, sus ojos azules y sus modales femeninos. Tomó en sus brazos a la señora Ramírez con verdadera ternura. —Te quiero —dijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y como sé sentía rebosante de amabilidad y gratitud, añadió—. Quiero a mi novia y te quiero a ti también. La ayudó a bajar los escalones del quiosco y, con el brazo alrededor de su cintura, la condujo a un lugar recóndito en los terrenos del convento.
  • 51. 51 El viajante estaba tumbado en la cama, consumido por un sentimiento de culpa. Había vuelto a pasar la noche con la señora Ramírez, y se preguntaba si su madre leería aquel asunto en sus ojos cuando volviera. Nunca había hecho antes nada parecido. Hasta ahora, jamás había tenido un comportamiento sin precedentes y se sentía como un monstruo de dos cabezas; como si en cierto modo hubiese pasado del universo real a otro distinto, al mundo que de pequeño siempre había imaginado lleno de asesinos, de huérfanos y de niños cuyas madres salían a trabajar. Metió la cabeza entre las manos y se preguntó si alguna vez podría olvidar a la señora Ramírez. Recordó haber leído que las carreras de muchos hombres habían quedado truncadas por mujeres que tenían cierto dominio físico sobre ellos, del cual les resultaba imposible escapar. Sabía que tales mujeres siempre eran malas y que jamás eran norteamericanas. Aunque también estaba seguro de que no se parecían a la señora Ramírez. Era horrible haber hecho algo que sus amigos no habían hecho antes que él, y que tampoco harían después. Estaba convencido de que aquella experiencia debía permanecer en secreto, y nada le sentaba peor que tener un secreto. Le gustaba imaginar que él y el grupo a quienes consideraba amigos suyos hablaban libremente de todo lo que había en su alma y en su corazón. Él también empezaba a hablar a las mujeres de esa manera liberada; les hablaba mucho, e instaba a sus amigos a que hicieran lo mismo. Se dio cuenta de que él y la señora Ramírez jamás hablaban, y aquello le horrorizó. «Somos como dos gorilas», dijo para sí, encogiéndose de hombros. Cierto era que había estado con una o dos prostitutas, pero no se las había llevado a su cama, ni tampoco había permanecido con ellas más de una hora. Además, habían sido chicas norteamericanas, de cabellos rubios y rizados, que le habían recomendado sus amigos. «Bueno —pensó—, es inútil que me destroce los nervios. Lo hecho, hecho está, y de todos modos creo que podría disculpárseme por las razones siguientes; primera, que estoy en un país extraño que casi me ha sacado de quicio; segunda, que he comido guisos raros, a los que no estoy acostumbrado, y que vivo a una altitud considerablemente grande para mí; y tercera, que hace tres semanas enteras que no hablo con ningún compatriota.»
  • 52. 52 Se sintió mucho más contento después de haber enumerado las circunstancias atenuantes, y añadió: «Cuando suba al barco me despediré del muelle con un gesto y al fin me libraré de estos disparates; y si alguna vez trata el jefe de enviarme fuera del país, le diré: "¡Ni por un millón de dólares!"» Deseó cambiar de pensión si fuera posible, pero ya había pagado por lo que quedaba de semana. Era muy ahorrativo, exactamente como le correspondía. Se tumbó de nuevo en la cama, muy satisfecho de sí mismo, pero pronto volvió a sentirse culpable, y como un viejo caballo de tiro pasó otra vez por el laborioso proceso de tranquilizarse a sí mismo. Lilina había metido a Victoria en una caja y paseaba con ella por la ciudad. No lejos de la plaza principal había una mercería cuya dueña era judía. Lilina había ido varias veces con su madre a comprar lana. Conocía al hijo de la propietaria, con quien se paraba a hablar a menudo. Era muy callado, pero a Lilina le gustaba. Decidió ir a la tienda con Victoria. Cuando entró, la madre del niño estaba detrás del mostrador, estampando unos viejos rollos de tela con tinta púrpura. Vio a Lilina y sonrió alegremente. —Enrique está en el patio. Eres muy amable de venir a verlo. ¿Por qué no nos visitas más a menudo? Estaba muy deseosa de complacer a Lilina porque conocía el alcance de la fortuna de la señora Ramírez y se sentía orgullosa de tenerla de cliente. Lilina se dirigió a la puertecita que conducía al patio, detrás de la tienda, y la abrió. Enrique estaba agachado sobre el polvo, junto a la pila de lavar. Lilina se sorprendió al ver que el niño tenía la cabeza vendada. Desde lejos, las vendas sucias daban la impresión de ser un turbante blanco. Se acercó un poco más y vio que estaba colocando unas canicas en fila. —Buenos días, Enrique —le saludó. Enrique reconoció su voz y, sin volver la cabeza, empezó a recoger despacio las canicas y a guardárselas una a una en el bolsillo.
  • 53. 53 Su madre había seguido a Lilina al patio. Cuando vio que Enrique, en vez de ponerse en pie y saludar a la niña, continuaba absorto en las canicas, se acercó a él y le dio un fuerte empujón en el brazo. —Deja en paz las dichosas canicas y habla con Lilina —ordenó. Enrique se levantó y se acercó a Lilina, mientras su madre, inclinándose con dificultad, terminaba de recoger las canicas que había dejado en el suelo Lilina miró la gran mancha de color rojo oscuro que había en el vendaje de Enrique. Los dos volvieron a la tienda. A Enrique no le gustaba estar con Lilina. Siempre que ella aparecía en la tienda, apenas podía esperar a que se marchara. Se acercó a un rollo de tela estampada y empezó a desenvolverlo. Cuando hubo extendido varios metros, empezó a seguir con el dedo índice las evoluciones del dibujo. Lilina, sin comprender que aquel gesto era un insulto cuidadosamente disimulado, le observó con cierto interés. —Tengo algo dentro de esta caja —dijo al cabo de un rato. Enrique, al oír que se acercaban los pasos de su madre, se volvió y sonrió con tristeza a la niña. —Enséñamelo, por favor —dijo. Lilina alzó la tapa y tendió a Enrique la caja de la culebra. —Esta es Victoria —dijo. Enrique pensó que era preciosa. La sacó de la caja sosteniéndola con mucha firmeza por debajo de la cabeza. Luego alzó el brazo hasta que los ojos de la culebra quedaron a la altura de los suyos. —Buenos días, Victoria —le dijo—. ¿Te gusta estar en la tienda? Esas palabras molestaron a su madre. Se había escabullido por el otro lado del mostrador porque la culebra la aterrorizaba. —Hablas como si estuvieras borracho —dijo a Enrique—. Esa culebra no entiende una palabra de lo que dices. —Es muy bonita —manifestó Enrique. —Volvamos a meterla en la caja y llevémosla a la plaza —dijo Lilina. Pero Enrique no la oyó, tan encantado estaba con la sensación de tener a Victoria en la mano. Su madre volvió a hablar.