3. 3
INTROITO
Un libro contemplativo, ataráxico, impresionista, de una sensualidad zen,
distanciada, de un misticismo extático, gozoso, digno de la calenturienta pluma
de Santa Teresa de Jesús, o del paseante Thoreau. Un canto a la naturaleza, a las
pequeñas alegrías cotidianas, al placer de los sentidos, como algo sagrado,
epifánico. Se comprende que dos mentes delicadas, profundas, como Ortega y
Gasset y Marcel Proust, se enamoraran perdidamente del libro, uno de los pocos,
junto a “Musarañas” de José Antonio Muñoz Rojas, al que la etiqueta prosa
poética no le viene grande, todo él es sensibilidad, observación, a flor de piel, de
mirada. El género diarios alcanza su cénit, su cualidad de breviario, de
devocionario. Una oda al amor, más bien a la belleza, como única felicidad en la
tierra, repleta de soberbia, de arrogancia, de orgullo, de sensualidad naturista.
Julio Pollino Tamayo
“Ante esta sensación de perfección absoluta de estas páginas, he tenido durante
un momento un sentimiento triste. He tenido la impresión que vuestra vida
literaria estaba sino acabada, al menos cumplida, en el sentido de que podréis
renovar indefinidamente la materia de vuestros libros, pero que vuestro talento
no será jamás más maravilloso ni más fuerte y que habéis llegado a un hito que
no podréis sobrepasar.” Marcel Proust
“Después de leerlo nos queda la impresión de que hemos bebido una copa de
leche blanquísima y burbujeante. Las frases se yerguen de sobre las páginas
grácilmente, con la sencillez de las visiones primitivas, como las imágenes de
Homero y de la Biblia, como espigas, como palomas, como columnitas de humo,
como chorros de fuente.” José Ortega y Gasset
7. 7
20 de mayo.
Lo que más place al Señor, es la pureza.
He comulgado esta mañana cómo le quería, sin deseo; me he
aplicado; he hecho un gran vacío en mi cabeza, en mi corazón, un
vacío blanco y dulce, y repetía: «Señor, no tengo boca, ni manos, ni
mirada, ni calor; vea, estoy ante vos como un humo ligero que sube,
como una llama transparente y derecha.»
Esto es la pureza. Os doy las gracias, Señor.
La hermana Catherine tenía un tierno perfil oblicuo, acostado sobre
la ropa blanca, sobre la tela y el encaje de la santa mesa. Ella moría;
Señor, os esperaba tanto, que estaría muerta, que habría gritado si no
hubierais venido.
La punta de sus dedos, su boca, el lienzo delicioso y vuestro cuerpo
divino hacían un grupo admirable, pequeño y apretado.
¿Acaso no es esto, la pureza, Señor?…
22 de mayo.
Hace tan suave fuera que toda la naturaleza es clara como el
locutorio a las once.
El jardín juega con el sol.
El sol por las vidrieras de la capilla inundaba de rayos mi mejilla y
mi manga. Se veían volar pequeñas moscas en la iglesia; y el silencio
a nuestro alrededor gritaba: ¡Alegría! ¡Alegría!
Me alegré de ser joven, de ser muy joven; no sé por qué eso me
causa tanto placer. De repente hizo tan buen tiempo en la iglesia que
creo que me reí.
En el momento de la elevación de todas las religiosas, como cada
día, bajaron la cabeza. Pero yo, no he bajado la cabeza. Dije: «Señor,
mirad mi rostro...»
Sentía que mi rostro era ovalado y claro como un pequeño espejo
rodeado de plata que tenía con quince años, y en el cual venía el sol.
8. 8
23 de mayo.
La hermana Catherine es bella cuando reza. La respeto, no la miro
cuando reza así; pero esta mañana no he podido evitar verla. Tenía los
ojos profundamente cerrados; sus manos juntas comprimían su
corazón, se apoyaban en su corazón, y después en su rosario, en su
cintura.
He tenido ganas de gritarle, con mucha ternura, mucho miedo:
—¡Hermana Catherine, está mal!...
Como está mala cuando reza tan fuerte.
24 de mayo.
Por la mañana, por la noche, escucho desde mi habitación, pasar el
tren que va de Laruns a Bayona; cada vez que ese tren silba, mi alma
se lanza. Ese ruido del tren es bello como un perfume arrastrado
rápidamente por un montón de espacio, el perfume de la tuberosa y
del jacinto rojo.
Tiendo los brazos.
¿Qué hay al cabo de los trenes que corren, que huyen? ¿De los
países? ¿Qué países? Qué rostros en esos países…
Señor, no tomamos los trenes que pasan; su humo, su vapor, sus
gritos sacuden hasta la vida de la vida, por eso me elevo hacia ti, por
encima de mi cabeza, de los brazos que se tienden, que se alargan.
Señor, qué alta soy, qué estrecha, cómo remonto hacia vos...
27 de mayo.
Miro por mi ventana. La primavera, no se puede decir lo que es: ¡tan
ligera, tan fina, tan verde! Es una alegría y un olor. Todo el pequeño
jardín florece. La tierra de los arriates está fresca y alterada. Hay una
fila de tulipanes, una fila de margaritas triples, frondosas, hinchadas,
como camomilas, y una fila de pensamientos cuyas cabezas giran por
lados diferentes. Sobre los pétalos de terciopelo violeta una mancha de
un bello amarillo liso está viva y reluciente, como si, caído del árbol,
un huevo de carrizo se hubiera roto allí.
El tren pasa.
Los trenes hacen pensar en villas rosas, en otros jardines, en
naranjos...
9. 9
30 de mayo.
Hoy hace dos años que entré en el convento. El pequeño jardín, la
madre abadesa, la iglesia, los bellos cantos, lo han convertido para mí
en un lugar dulce y real.
Vine aquí porque amaba a Dios, a la madre abadesa, al silencio.
La sequedad de la vida, en casa de mis padres me enfermaba. Mi
padre, aunque era rico, se preocupaba por su fábrica de encaje.
Intentaba interesar a mi madre, que, como hoy, prefería los cuidados
que le da a su casa. Una de mis hermanas está casada con un abogado,
otra con un oficial de la marina. Nadie hablaba de la paz, de la
meditación, de los jardines, del amor; solamente mis libros, y la madre
abadesa cuando iba a verla.
Aquí llevo una vida dulce y real. Tengo un vestido blanco y azul.
Soy delicada, es bueno para mí, me sana. Vivo en la primera planta del
convento, al margen de las demás religiosas, una habitación más
ancha, que está al sur. No hago nada más que soñar y rezar. Mis dedos
unidos, puntiagudos, están inactivos y suaves como pequeños cirios
que arden.
Amo el jardín y la casa. Ayer, acariciaba bellos gladiolos, frescos y
apurados en su alta vaina reluciente. Hacía bueno. El aire olía a
guisantes verdes.
La hermana Catherine me dijo:
—¡Hermana, cómo le gustan las cosas de nuestro jardín! obtiene
demasiado placer de las flores; yo no veo nada más que mi corazón
que es tórrido, que es como un carbón perfumado...
Añadió suspirando:
—¿Sufre muchos escrúpulos, hermana?
¡Ah! ¡he visto que sufría por ellos!
Respondí:
—No, no soy muy escrupulosa; vea, hermana Catherine, tengo en
mí, —no sé cómo decirlo— una especie de dulzura. Acepto lo que soy.
Mi madre, cuando era pequeña, aceptaba como era el carácter de mi
padre, que tan pronto era muy tierno con ella como violento. Tenemos
dulzura. Me tolero, como toleraría sus defectos si los tuviera, hermana
Catherine. Tengo cambios de humor, caprichos, exaltaciones; me gusta
reír, llorar, aplastar los botones de las fucsias y, cuando hace mucho
calor, beber a pequeños sorbos el agua de la fuente a la sombra, que es
como plata helada. Me soporto, hermana, y por momentos, miro hacia
el cielo azul, e imagino que el Señor me dice:
» —Pequeña, os amo como sois…
10. 10
2 de junio.
Había un joven en la capilla esta mañana.
No había venido para la misa; reía dulcemente todo el tiempo; había
venido a ver un cuadro que está en nuestra capilla y que tiene mucho
valor para los pintores...
La hermana Marthe, verdaderamente, tiene alma de sirvienta. Hace
un rato, cuando me enojé por una observación que hizo sobre mi
bordado, me dijo:
—No tiene humildad, hermana.
Habla siempre de la humildad, ella es humilde, tiene un cuerpo
inquieto, una mirada que se retira, manos que se excusan de ser
manos.
Tengo orgullo.
Cuando hace bueno y porque soy joven, tengo orgullo.
Si me dirijo a las comidas con todas las religiosas, o a la iglesia, o al
paseo, me digo: «Yo, soy yo, y las otras hermanas son las otras
hermanas.»
Cuando la hermana Marthe, que sopla fuerte cuando se recoge, se
recoge a mi lado en el banco, pienso: «Hermana, no sople tan fuerte;
la veo y me hace despreciarla.»
Amo a la madre abadesa porque es orgullosa. Retira su abrigo
suavemente cuando una de nosotras camina demasiado cerca de ella.
Tengo orgullo.
Pero para ti, Señor, soy como la planta de fresas que está en el suelo;
soy la hiedra que se arrastra por las losas de vuestra iglesia, soy el
suspiro de vuestro suspiro, la sed de vuestro costado abierto, y sobre
vuestros pies el cabello de la santa Magdalena...
4 de junio.
Escribo en el jardín, sentada en un banco a la sombra, sosteniendo
mi cuaderno sobre las rodillas.
Todo el aire está tapizado de pequeños olores. El terciopelo de la
hierba y de las hojas plumosas del alhelí se evapora en el azur.
Hay dos pequeños abetos en macetas, que expanden un olor vivo y
chispeante cuando el sol del mediodía hace bullir su resina.
¡Ah! ¡El aire está ardiendo!
Creo que me adormezco, sofocada por los copos azules del calor...
11. 11
5 de junio.
El joven que asistió a nuestra misa la otra mañana ha vuelto esta
mañana.
Me ha mirado y le he mirado. Tiene el rostro dulce, amable, como el
rostro de un hermano que reconoces. No me ha extrañado.
Y después he pensado en Dios, en Santa Valérie cuya fiesta
celebramos hoy. El joven me miró de nuevo durante el último
Evangelio; vi que tenía ojos claros y tristes, y una barba rubia, cabello
rubio. Me miraba como si me hablara, pero he desviado la cabeza.
—¡Eres más bello que él, Señor!…
6 de junio.
La madre abadesa ha hablado conmigo hoy.
No habla mucho de Dios ni de las cosas de la Iglesia o del convento;
habla de la energía, de la voluntad.
Mira por encima de los momentos y los seres, no se sabe dónde
mira; sin duda a los bellos países adonde van todos los trenes del
mundo, el tren que pasa por la ruta de Bayona...
La respeto y la adoro.
7 de junio.
Pienso en la madre abadesa.
Es bella, es joven todavía, es lo más respetable del mundo.
Se estima mucho, pero no se ama.
Ese es el más bello carácter...
¿Qué perfume entra aquí por mi ventana abierta?
¡Ah! Es el olor de la magnolia que florece en el jardín.
El crepúsculo, violeta y suave, desciende como una lluvia de
anémonas derramadas.
Son las seis y media, hay en el aire algo como inmóvil; parece que
sea una hora que se detiene. La luna comienza a lucir y tiene a su
alrededor dos estrellas.
Un sendero del jardín parece rosa; un poco de viento pasa, agita un
pequeño árbol marrón que está bajo mi ventana y se pone a remover
todas sus ligeras hojas color tabaco.
12. 12
8 de junio.
Todo le divierte a la hermana Marthe que tiene humildad.
Hoy hace compotas. Siento que la madre abadesa la desprecia. Le
dijo con una gran risa:
—Está bien, hermana Marthe, haznos compotas.
Pero dice eso como diría: «Mi asno, lleva toda esa madera al
mercado, tú que no sueñas...»
11 de junio.
El joven ha vuelto a la capilla esta mañana.
Le he mirado, me ha mirado. Ha dejado caer un pequeño papel
doblado, y su mirada decía como una voz fuerte: «Es para usted,
hermana, este papel.»
Pensé: «No cogeré la nota de este joven», y después pensé: «Debo
coger esta nota para que las otras hermanas no la encuentren, no hay
que hacer daño a este joven.»
Después de la misa recogí la nota, contenía estas palabras:
«Quisiera hacer un sacrificio por usted.»
Pienso mucho en todo esto esta noche.
Escucho, en este momento, desde mi habitación, a través de mi
ventana abierta, el ligero ruido del viento que se embarca,
aparentemente, en cada hoja, y, viniendo de la cocina, el tintineo de
los platos al colocarse.
La noche, con sus estrellas que están en medio del calor como
pequeños pozos de agua fría, centellea...
Todo centellea. La porcelana de los platos golpeados en la cocina
hace también un ruido suave que centellea.
Quiero dormir.
13. 13
12 de junio.
No he pensado en nada, era feliz.
13 de junio.
Ser feliz es tener el corazón, la mente, las manos vacías.
14 de junio.
No he vuelto a ver al joven, no ha vuelto a la capilla…
Hoy, todo es demasiado bello en el aire, y ligero, joven, gozoso,
tintineante, ebrio, como una campana de plata coronada de rosas y
reluciente de rocío.
A veces el dulce olor de la mañana del verano y del jardín me ponen
triste, porque me encanta, y está flotando por todas partes y no puedo
respirarlo hasta el fondo de mi vida.
Cuando paseo sobre la grava me parece que me rodean, que me
susurran alrededor de la cabeza, me giro, y es el verano que está por
todos lados…
La hermana Marthe ha dejado sobre el banco un bol de porcelana.
En el jardín, ese bol blanco, olvidado, es simple, tranquilo, como un
corazón inocente.
15 de junio.
La hermana Catherine tiene un cuaderno donde escribe plegarias,
que inventa, creo. Esta mañana, he abierto ese cuaderno, he leído en
una página:
«Jesús divino al que adoro, me dais lástima porque estáis magro,
ensangrentado y rubio...»
14. 14
16 de junio.
El joven no ha vuelto...
Hay días en los que la madre abadesa no tiene dulzura. Dirige el
convento como mi padre dirigía la fábrica de encaje, con mucha
dureza.
No se interesa por lo que decimos, lo que queremos, ni por nuestra
vida; se interesa por la máquina misma, que es el orden, la regla, la
economía de este convento.
Es de una bondad augusta, pero hay días en los que pisaría nuestras
lágrimas. En la capilla no se tiende como las otras religiosas. Se
mantiene de pie, derecha; es una superiora que habla con su superior,
y no se ve intimidada. Ambos hacen su trabajo como deben.
Diez de la noche.
Esta noche he visto llorar a la madre abadesa; no lloraba del todo,
pero sus ojos estaban magníficamente mojados, el resto de su dolor lo
retenía.
Había entrado en su celda para hablarle de mí, quería decirle: «Estoy
contrariada, madre, vea lo que tengo dentro de mí, soy feliz...»
Pero la he visto, y he dicho en voz muy baja:
—¡Madre!
Y me agarré el pelo y ya no sabía por dónde salir.
Me dijo:
—Quédate.
Cerró sin prisa, claramente, una cinta que llevaba en su regazo, y
después me miró con bondad. Fue como si sus lágrimas se fundieran
en mi boca. Y mis ojos estaban sobre ella como manos apoyadas, y mi
silencio decía solamente como para consolar, para adormecer: «Sí,
madre, sí, madre...»
15. 15
17 de junio.
El joven estaba en la capilla esta mañana.
He sonreído al verle porque estábamos contentos de volver a vernos.
La capilla es como un barco blanco, cerrado. Las vidrieras son azules,
amarillas y violetas. Sé que, cuando este joven está aquí, olvida la
ciudad que está fuera, y la gente de la ciudad; ve el universo como yo
lo veo, azul, amarillo y violeta.
No ha dejado caer como la otra vez una nota.
Lo prefiero así...
Tengo dos rosas sobre mi mesa en un vaso de cristal; las rosas del
rosal rojo parecen cubiertas de la más deliciosa pomada. Me hacen
suspirar.
Una rosa en la que cada pétalo está impregnado de una dulce
confitura de olor, el silencio de una célula blanca, y, en la lejanía, el
verano pesado e hinchado que respira como una paloma, todo eso
provoca una infinita languidez, que aturde...
¿Por qué, cuando no podemos asir nada de lo que nos embriaga en el
espacio, llevamos nuestra mano al corazón?
Quizás porque todo nuestro deseo está en nosotros mismos.
La hermana Marthe y la hermana Colette se han reído esta mañana
cuando me han encontrado parada ante este rosal y absorta como si
escuchara voces.
—Pareces inspirada, hermana, ha dicho la hermana Marthe con una
voz alegre y ligera.
Y la hermana Colette se reía tontamente.
Es de una fealdad campestre.
Tiene la cara un poco torcida, flaca, sombría, furtiva, recuerda a esas
aves de la temporada pasada que huelen a agracejo y enebro.
La hermana Catherine adelgaza terriblemente. Es muy bella. Cuando
comulga se apaga, y, cuando nuestro capellán comulga, se agarra el
corazón como si fuera a romperse. Parece que ayuda al párroco, le
asiste, le socorre, le dice: «¿Padre, padre, usted y yo tendremos la
fuerza, entre los dos al menos, de portar semejante felicidad?...»
Le he dicho a la madre abadesa que el joven ocupaba mi mente, que
a mi pesar veía sin cesar su rostro; también me he confesado.
La madre abadesa y el capellán se han reído, me han dicho que no
piense en ello.
16. 16
18 de junio.
El joven regresa, me deja notas; le he respondido en secreto por el
jardinero...
Cómo se turba mi vida. Tengo miedo de comulgar.
Jesús dijo: «Comed, bebed, he aquí mi carne y mi sangre.»
¡Vuestra carne y vuestra sangre, Señor!
Por qué hay hombres que se te parecen... tengo miedo.
19 de junio.
Sin revelar nada de mis secretos, le he dicho a la madre abadesa que
estaba inquieta, que sentía escrúpulos.
Lo comprende, me dice que no me asuste y espere.
No hago nada malo. Sé quien es este joven, es un pintor; ha venido a
esta ciudad a reposar; se llama Julien Viollette. Le veo en la capilla.
Pienso en él, me escribe; no pienso en nada malo; puedo comulgar. No
le digo al capellán que recibo estas cartas. Pero al aproximarme a la
santa mesa, pienso: «Señor, os abro mi conciencia, ved, y venid a mi
boca que no tiene fuerza...»
20 de junio.
He caminado por la orilla de los arbustos con la hermana Catherine,
le he preguntado qué sentía pensando en Dios, cuando no dormía por
la noche. Me dijo:
—Un gran dolor, por su crucifixión.
Y le he preguntado también:
—¿Escucháis que os habla, que pone la mano sobre vuestra frente,
que os prefiere?
Me respondió:
—Escucho que sufre por los pecados de los hombres...
Y suspiró profundamente.
La hermana Catherine no ama a Dios tanto como pensaba.
17. 17
21 de junio.
El jardín es bello, la gravilla es tan alegre como el agua de la cuenca
o de la fuente. Hay un macizo de geranios tan liso, que parece haber
sido acariciado con la mano. El silencio habla con las flores, y las
flores silenciosas responden.
La hermana Marthe camina por el jardín, dice que no habrá muchas
ciruelas este año.
—Pero hay, hermana, la dulce puesta de sol esta noche, sobre las
praderas de Gélos. ¿Veis esa línea amarilla? Es un pequeño cuchillo de
oro contra mi corazón…
30 de junio.
Nadie, ni la madre abadesa, ni el Sr. capellán, duda de mis acciones,
soy la única que sabe lo que hago. Le he escrito a Julien Viollette que
me asomaré a mi ventana como quiere que haga esta noche a
medianoche. Todavía tengo tiempo de no hacerlo... No tengo ganas de
no hacerlo... Dios mío, tengo algo dentro de mí que acepta lo que
quieren los hombres, los hombres, que no son párrocos. Cuando el
médico que viene aquí me dice que haga algo, lo hago. Dios mío,
consigue que deje más tarde la ventana cerrada...
¡Ah! ¿es más de medianoche? todavía no he abierto mi ventana...
18. 18
Dos de la mañana.
He abierto mi ventana para ver si había venido. Estaba allí, me he
sentido ofendida por su presencia. Dije rápido, con cólera:
—Señor, no sé qué queréis.
Pero habló, y cuando le respondí suplicándole que se fuera, la dulce
noche entró en mi garganta, lloré, dije:
—Váyase, váyase, está mal que estéis aquí...
Me dijo:
—No está mal, le juro que no está mal.
Le creo.
He dicho:
—No me digáis nada, tengo tanto miedo.
Ha dicho:
—No tengáis miedo.
Tengo una gran confianza en él. Era bello sobre los guijarros del
jardín, en la noche clara. Él, el pequeño muro, la camelia que sube
contra mi ventana estaban plateados por la luna.
Me quedé mucho tiempo; me incliné un momento para escucharle
mejor; me dijo con terror:
—¡No seáis imprudente, hermana!
¡Ah! Toda mi vida descendía, como un cabello deshecho, como un
arroyo ladera abajo...
Estaba lejos de él, pero cuando hablaba, mi rostro estaba frente a su
rostro.
Soy feliz, me siento bien, estoy tranquila.
Lo que he hecho no está mal.
2 de julio.
Ayer, no pensé en él, estaba demasiado llena de él, no tenía espacio
en mí para pensar. Tenía ganas de reírme, de hacer compotas con la
hermana Marthe, de ayudar, si quisieran, en la lavandería. Era como
cuando era una niña pequeña.
Besé a la madre abadesa y ella me besó.
Hoy estoy cansada, trastornada. Me acuerdo, vuelvo a pensar; estaba
ahí, cerca de ese muro, sobre los guijarros del jardín...
Volverá dentro de tres días.
No quiero pensar más en ello…
19. 19
No me gusta el Sr. capellán. Está dentro de su sotana de una vez
para siempre, ya no le inspira ni dignidad, ni gratitud, ni reserva. Se
suena con fuerza. El bajo de su sotana, cuando camina, golpea contra
sus botas. Incluso el bajo de una sotana debería ser algo dulce,
piadoso.
No le confieso haber hablado con mi amigo; me confieso solamente
de haber tenido curiosidad, del arrebato; es lo mismo; y digo en mi
alma, a Dios: «Veis...»
¡Ah! ¡qué inquieta y trastornada estaría si tuviera, para reflexionar,
las largas veladas del invierno! Pero el verano es una ruta de oro que
camina y nos arrastra; es una voz fuera de ella que grita: «¡Venid!
¡Venid!...»
El sol está en mis manos. ¡Oh sol! que entras en los ojos de los
pájaros, en el corazón confitado de la vinca, en las mil pequeñas
ventanas de la felicidad…
3 de julio.
Sé que soy bonita, que soy joven, lo siento. Siento mi vida y mi
juventud a cada minuto; sé que tengo, bajo mi recio vestido, mi cuerpo
que es suave, mis piernas que tienen movimientos. Jamás había
pensado en ello. Creía que las religiosas no eran más que religiosas;
pero ahora sé que, cuando ya no tienen su ropa, ni su lencería, están
desnudas.
El Sr. capellán no lo sabe; si lo supiera no nos trataría duramente, no
nos impondría largas penitencias, no se sonaría tan fuerte al pasar
cerca de nosotras, nos miraría a veces sonriendo, y sería bueno.
La hermana Marthe es la más feliz aquí, se sienta por la noche en el
jardín, y sopla. Es como un tren que se detiene. Echa fuera de ella lo
que le queda de vapor, de fuerza, y después está contenta.
El suspiro del lirio, del lirio que es similar a una pequeña campana
hendida en cuatro lados y volcada, no entra en ella, ni el canto del
ruiseñor; si la fantasía de la noche viniera, la cazaría como una mosca
que diera vueltas alrededor de su nariz…
20. 20
4 de julio.
Ha vuelto esta noche.
Toda la dulce noche, toda la luna deliciosa, y mi corazón, nos
dirigíamos hacia él...
No sé nada más, ya no sé lo que nos hemos dicho. Estaba inclinada
en la ventana. Creo que le pregunté en un momento:
—¿No os aleja que sea una religiosa?
No sé por qué pregunté eso. Me ama, quiere verme y escucharme a
menudo. Es mi amigo, me ama como a una hermana, como a su
verdadera hermana.
5 de julio.
Señor, con qué confusión levanto los ojos hacia vos, ved lo enferma
que estoy. Cuando os recibo en mi corazón ya no tengo la alegría de
otras veces, ni el respeto grave, sagrado; solo tengo indiferencia; y
cuando el Sr. capellán comulga, le miro con curiosidad y nitidez,
pienso: «¡Qué torpe es!»
Esta frialdad de mi corazón por vos es el demonio; estoy enferma,
tengo miedo.
Mi amigo que viene por la noche al jardín ha tomado toda mi llama;
es bueno, y le creo, porque habla.
Habla también, Señor.
¡Ah! sé que está mal todo lo que hago, estas cartas, estos encuentros,
pero no puedo no tener esta felicidad. Pienso que el tiempo es corto,
que el tiempo pasará, que seré algún día como la hermana Jean, que es
vieja y de la que jamás hablo porque es vieja.
Incluso una religiosa, cuando es vieja, ya no cuenta, ya no tiene ni
pecados, se la dispensa de conciencia; si se acusara, se reirían, se le
diría: «¡Hermana, miraos, sois pura, sois pura como un niño!»
No quiero ser pura, Señor; no soy pura, siento todo el tiempo el alma
de mi cuerpo y todas las paredes ardientes de mi alma.
Eso es el deseo.
Por la noche, incluso durmiendo, tengo un corazón atenuado que se
abandona, tengo las manos abiertas.
Estoy tendida como vos, Señor, en vuestra cruz.
Soy un valle estrecho donde un inmenso suspiro ha entrado…
21. 21
8 de julio.
No sé cómo esto se ha producido, me ha arrojado una cuerda, la he
cogido y la he atado a la rejilla baja que está delante de mi ventana.
Ha subido, ha entrado en mi habitación, he reculado hasta la
muralla. Quería meterme en el muro; he dicho que iba a llamar, a
matarme, que le odiaba, que me estaba volviendo loca; ha dicho
tristemente:
—No os comprendo, tenéis miedo de mí.
Me ha mirado con reproche. Le he dicho:
—Os pido perdón.
No sé por qué tenía miedo. Permanecimos sentados el uno cerca del
otro. Es muy bueno, no me ha besado la mano al partir, tenía miedo de
que besara mi mano.
Lo sé todo sobre su familia, sobre él, me ama, querría sacrificarse
por mí.
10 de julio.
Ha vuelto esta noche, ha sido como la otra vez, pero me ha pedido
tomar mi mano antes de irse. No he dicho «sí», era lo mejor; pero le
he dado mi mano. No hemos hablado, nuestras manos estaban
calientes y encajaban perfectamente la una en la otra.
¿Está mal?
Tuve miedo después, metí mis manos en el agua.
... Él estaba allí, sostenía su mano, estaba contenta, y ahora mi
conciencia se inquieta.
La conciencia es una tristeza que se experimenta después de un acto
que se acaba de hacer y que se volvería a hacer de nuevo...
11 de julio.
No estoy contenta.
Ayer, volvió, me agarró y me apretó contra él de repente; no me
alegré, esto me causó un gran disgusto.
Después, tuve ahogos; no dormí el resto de la noche.
Me atormento.
Tengo que hablar con alguien. Tengo miedo de morir a causa de
estos sofocos. Iré a ver a la superiora.
22. 22
12 de julio.
He hablado con la madre abadesa, he dicho:
—Tengo miedo, madre, he tenido sofocos esta noche, ¿voy a morir?
Me ha preguntado:
—¿Cómo habéis terminado así, mi niña?
Le he respondido:
—Esta noche colocaba mis libros; y un libro, el más pesado, cayó
sobre mi garganta, me sentí oprimida; tengo miedo de morir.
Me respondió riendo:
—No se muere de nada a vuestra edad, pequeña...
15 de julio.
Vuelve, no me besa, estoy tranquila.
Me ha dicho, en un momento de nuestro encuentro:
—¡Qué gentil sois, creéis en Dios!
Él no cree en Dios.
No comprendo.
17 de julio, cuatro de la mañana.
No cree en Dios. Todavía no puedo comprenderlo; le dije:
—¿Pero entonces todo el universo que Dios ha creado, y el sacrificio
de Nuestro Señor, y los Evangelios, y todos los milagros, y los santos,
y nuestra capilla, y nuestra regla, y los párrocos, y la madre abadesa, y
nosotros?
Se rió de nuevo, pero gentilmente. No comprendo; sin embargo esto
no me ha molestado, siento que los hombres pueden ser así. El doctor
que viene a curarnos cuando una de nosotras está enferma tampoco
tiene temor de Dios; y es más inteligente y mejor que el Sr. capellán.
Julien no cree en Dios, pero cree en otras cosas incomprensibles: dice
que es panteísta, que hay pequeños dioses por todas partes.
La noche era ardiente, tuvimos mucho calor, y entonces una dulce
brisa vino por la ventana, y, como también teníamos sed, bebimos un
poco de agua fría en mi jarra de loza.
Julien bebía con gran placer, con gran placer, y dijo:
—Verás, hermanita mía, la frescura también es una pequeña
divinidad…
23. 23
20 de julio.
Me atormento; mi amigo me ha besado de nuevo. Es peor que la
última vez, me ha besado en el rostro, en el rostro, su boca en mi boca.
Aunque mi madre, en nuestra casa, cuando era pequeña, besaba así a
mi hermano Pierre, el mayor, que era de nosotros al que prefería. Está
muerto. Estaba lisiado, tenía una pierna atrofiada y cojeaba un poco al
caminar.
Este beso de Julien, demuestra un gran afecto, una gran amistad, no
es malo.
Creo que la hermana Marthe está loca.
La humildad le ha trastornado la mente. Esta mañana la he
encontrado, atravesaba el jardín, en el brazo, una cesta llena de granos
de maíz, me dijo:
—Hermana, realmente también podríais cuidar alguna vez de
nuestras gallinas.
Está loca; ¿por qué me habla así? Es una pobre religiosa a la que
nadie ama. ¿Qué sabe ella? ¿Viene un joven por la noche a verla?
¿Alguien querría sacrificarse por ella, es bonita? ¿La besan?...
Recuerdo que aquella noche Julien me llamó «Amor mío.»
Eso me asustó.
Aunque buscaré el libro donde la hermana Catherine escribe las
plegarias que inventa. Creo recordar que al final de una de estas
plegarias a Nuestro Señor, había: «Amor, amor, sois mi amor».
Esta frase de Julien para mí, significa mucho respeto, mucha pureza,
mucha obediencia.
Ha prometido no volver a besarme. Y después le he pedido que no
venga antes de la noche del jueves. Estoy fatigada, no puedo hablar
siempre, incluso cuando soy tan feliz. Quiero dormir.
25 de julio.
Mi amigo es curioso.
Dice las palabras más simples con miradas extrañas.
Esta noche me ha dicho:
—¡Ah! ¡Mi querida hermanita, qué húmeda está vuestra mano!
Y jadeaba mucho.
24. 24
26 de julio.
Nuestro jardín es bello, en el momento de la aurora, hace frío y calor
al mismo tiempo. El Sr. capellán habla siempre de lo que es virtuoso y
de lo que no es virtuoso.
Siento bien las diferencias.
Un tren que pasa muy rápido, que silba, que se apresura, que
desaparece, no es virtuoso; es ardiente, hace volver la cabeza, mirar
con tristeza por encima de las laderas violetas, esto recuerda a una
poesía que recita Julien:
Mi niña, mi hermana,
Piensa en la dulzura
De ir allí y vivir juntos...
Pero nuestro jardín, al alba, es virtuoso, el pequeño corazón de cada
flor es fresco, todo está contento de estar allí, en su lugar, inmóvil,
floreciendo, sirviendo.
Los claveles de la India piensan: «¡Ah! ¡Qué sorpresa! el sol es cada
mañana más hermoso de lo que pensaba; de un día a otro olvidas lo
bello que es, ¡oh qué bello es!...»
Y los grandes repollos verdes llenos de rocío me dicen: «Hermana,
seremos dulces y tiernos para vuestro hermoso almuerzo, a las once,
en la sala blanca donde entra toda la luz del aire, y donde reís con
todas nuestras hermanas...»
27 de julio.
Reflexiono sobre un sermón del Sr. capellán. Dice que las faltas y
los pecados son horribles. Yo encuentro que es difícil imaginarse con
ira los pecados, las culpas; todo esto tiene un rostro humano que no
nos asusta, que provoca una tremenda piedad. Cuando era pequeña,
una noche, volvía en coche con mi padre, y nos encontramos con un
hombre que pasaba entre dos gendarmes. Mi padre me dijo: «Mira, es
sin duda un ladrón.» ¡Ah! ¡La palabra ladrón, cómo me asustó, qué
temible es!, y miré. Estaba, entre dos gendarmes, un pobre hombre
que parecía fatigado.
25. 25
28 de julio.
Amo mi convento. Es fresco, es bello, como de porcelana, solo la
capilla es muy pesada, por el altar, los jarrones, los candelabros, por la
alfombra, el incienso, los cantos, las plegarias. Amo nuestra capilla, la
adoro, pero a veces pesa en mi corazón, mientras que en nuestro
convento el sol entra a través de claras vidrieras blancas, y por tantos
lados, que se podría pensar que en el aire hay quince pequeños soles,
los unos y los otros, puestos en cada ventana…
29 de julio.
Mi amigo me ha besado como ya me había besado una vez, de la
manera que me asustó. Pero no es tan malo esta vez como no lo fue
tampoco la otra, es lo mismo. No me atormentaré.
Observo que la madre abadesa jamás reza más de lo necesario. Fuera
de lo que la regla nos ordena no la encontramos nunca arrodillada en
la capilla o en su oratorio.
No siente una exaltación por Dios como la hermana Catherine, como
yo he sentido a veces. Reza de la misma manera que sostiene nuestro
convento, con plenitud y mesura. Me figuro, desde hace algún tiempo,
que ha debido tener en su corazón algo más fuerte que todo esto, algo
que está muerto.
Creo que la conozco mucho.
Sé lo que diría si le expusiera mi alma en este momento. La veo; si
dijera: «Madre, por la noche cuando dormís todas, un joven que es
muy bueno, que es mi amigo, viene a hablar conmigo, se queda en mi
habitación unas horas, me ama.» Ella, con su mirada que a veces he
visto, una mirada que es dura como dos puños tensos, me rechazaría,
me mantendría lejos de ella. Esa mirada expresaría esto: «Hermana,
ved mi desprecio, sois una mala religiosa, como se es un mal soldado,
un mal pastor, un mal intendente, un mal sirviente. Nuestro honor es
mantener nuestro compromiso. Si nos hubiéramos comprometido a no
odiar a Judas cuando vendió a Nuestro Señor, tendríamos que ceñirnos
a eso... Para mí, ya no tenéis vuestro honor.»
Pero siento que la madre abadesa, enseguida, pensaría en su
corazón.
«Hija mía, hijita mía, la vida es desesperante; yo también estoy
desesperada bajo mi fachada de gran coraje; id en paz, os amo todavía,
tenéis un alma que hace falta que se acaricie, sois lo que sois,
naturalmente, como la hermana Catherine es seca y ardiente, como la
hermana Marthe es humilde, como yo soy fuerte, ecuánime.»
26. 26
30 de julio.
He llorado toda la noche, es justamente esto lo que me tortura, la
certeza de que la madre abadesa me perdonaría.
Madre, le agradezco que oculte casi siempre su corazón, no dejarme
saber lo profunda y buena que es.
La he visto esta mañana en la iglesia; tenía una expresión dura,
distraída, parecía indiferente a todas nosotras. No osamos
aproximarnos, la respetamos, la adoramos, no siempre sabemos lo
buena que es. La tememos, a veces la queremos. Por eso puedo hacer
lo que hago…
31 de julio.
¡Ah! ¡Dios mío! ¡cómo he llorado otra vez esta noche! cómo sufro
todavía. Mi amigo no me ama tanto como dice, si realmente me amara
no habría hecho lo que ha hecho.
No es mi culpa, pero soy muy desgraciada, ¿cómo decir lo que ha
hecho?
Qué cólera he sentido, con qué fuerza le he rechazado; ya no le amo.
Esto es lo que ha hecho:
Me tomó entre sus brazos, puso su mano sobre mi hombro, dijo con
voz de loco, pero muy baja:
—Mi hermana bien amada, dejad que os acaricie...
Le detesto, no le volveré a ver. ¡Qué desgraciada soy!
27. 27
4 de agosto.
Le he dejado venir ayer para decirle lo que pensaba de él; pero es
más desgraciado que yo, está más desolado, somos los dos muy
desgraciados.
He sentido piedad por él. Le sostuve durante mucho tiempo las dos
manos para consolarle. Me sentía muy fuerte y él estaba muy débil.
Decía las cosas muy bien, muy razonables, estaba orgullosa. Me sentía
generosa, buena. Le he perdonado. Comprendía que se había
equivocado, equivocado muy gravemente, estaba confuso, abrumado,
pero repetía:
—No sabéis lo difícil que es, cuando se ama como os amo, ser
razonable...
No comprendo, pero estoy contenta de este encuentro. Es muy
bueno sentirse como me he sentido, calmada, dominadora, superior.
Le influenciaba.
5 de agosto.
Hace calor. ¿Son las moscas o el silencio quien zumba?
Pienso en otros tiempos.
Cuando era pequeña, en casa, nos parábamos, en verano, después
del almuerzo, en una terraza. Mi madre se abanicaba con un gran
abanico de papel coloreado donde se veían jugadores de mandolina,
barcas, el agua azul y la orilla. En la madera de ébano de este abanico
había escrito, en letras doradas: Ricordo del lago di Como [Recuerdo
del lago de Como].
Me acuerdo; hacía mucho calor, el aire pesado asfixiaba la terraza, el
polvo danzaba por encima de los cojines de lana, nos callábamos y
este abanico sacudía...
¡Ricordo del lago di Como! Estas palabras llenaron de sorpresas mis
oídos.
Imaginaba un espacio azul, un ablandamiento, una larga infancia, un
agua en calma y resbaladiza, en fin todo un país que es como una
almohada donde se llora de noche, donde se susurra misteriosamente.
Trato de acordarme... Era una tristeza, —no sé cómo decirlo—
melodiosa.
28. 28
7 de agosto.
Dios mío, vos que nos ves, por qué no somos parecidos un día tras
otro. En este momento, me siento confundida, torturada, miserable.
El apretón que rechacé, Señor, que había detestado, lo reencuentro
en mi mente, lo espero, lo deseo.
Cerca de mi escrupuloso amigo, que ya no me toca, me siento
inquieta, irritada y plena de una gran languidez. Ya no veo qué sentido
tienen sus visitas sin este apretón que espero. ¡No hay vuelta atrás,
Señor!
¡Ah! las rosas suspirantes de julio y de agosto que se abren por la
noche en los jardines, ¿qué esperan?
Mi corazón florece como una de esas rosas...
8 de agosto.
Sé muy bien, que debería reflexionar, meditar por la noche en mi
cama, tomar una sabia resolución, inquietarme; no puedo pensar. La
alegría me mantiene desvelada; pero cuando me atormento, me
duermo...
El crepúsculo es dulce, abro mi ventana. En un paseo del jardín, tres
ocas blancas van una delante de la otra, como en un jarrón de
porcelana danesa.
Ninguna brisa fuera; ¡qué silencio! Debilidad de las noches de
verano, deliciosa consunción del aire…
29. 29
9 de agosto.
Dije que no podía comulgar en este momento, que el pensamiento
de la comunión me inquietaba, me turbaba.
Anteriormente, una religiosa a la que no atendimos tuvo una
verdadera enfermedad nerviosa.
Se ve que caigo enferma, se me dispensa; es el médico quien lo ha
pedido.
El sol cae; un pájaro canta, canta en una mata de bambús. El sol de
las seis de la tarde se parece a una luna que fuera cálida y radiante. Es
tan bello que le miro sonriendo, y me parece que él, ahora, me
apercibe y me dice:
—Vos también, sois encantadora y luminosa...
¡Cómo me rodea y me abruma la belleza del aire! No puedo captar
nada.
No hay en alguna parte, del universo, una pequeña gigante, para
quien están hechas todas estas cosas, para quien el sol es una bola
ligera de oro; que, respirando, pone en sus pulmones todo el azur, y en
verano, cuando hace calor, apoya sus manos contra las bellas nubes
plenas de lluvia…
10 de agosto.
La superiora me ha interrogado esta mañana:
—Mi niña, ¿no estaréis ocupada con el joven?...
La he interrumpido con vivacidad:
—¡Oh! madre, ¡qué idea! si ya veis que ni siquiera viene ya a la
capilla...
No lo he dicho para disimular, sino porque me he sentido ofendida
en algo que es, —no sé—, la pureza, el pudor.
Y toda la jornada he rechazado a Julien en el pensamiento, sentía
que lo que me aporta, es el deshonor.
30. 30
11 de agosto.
Hay historias en nuestro convento.
La hermana Catherine se dio cuenta esta mañana, durante sus
plegarias, de que tenía en cada mano una mancha roja y un poco de
sangre; son los estigmas, como Nuestro Señor. La hermana Catherine
lloraba de reconocimiento, de emoción; repetía:
—¡Os lo he pedido tanto, Dios mío!
La madre abadesa no parecía muy tocada por este acontecimiento;
pero la hermana Marthe miraba a la hermana Catherine con
veneración, le besaba el bajo de su vestido, decía:
—Hermana, sois como una santa.
¿Lo diré, Dios mío? los estigmas de la hermana Catherine me han
resultado penosos, desagradables, no me han santificado en nada el
corazón; he mirado a mi hermana con sorpresa, con un poco de
alejamiento: esos signos dolorosos, esa sangre en sus manos me han
entristecido, me han humillado por ella, me parecía una marca
demasiado fuerte, como una servidumbre de amor. El Sr. capellán está
muy orgulloso, le ha dicho al médico que viene a menudo a verme:
—¡Bueno, Doctor, nuestro convento tiene su pequeña santa!
He escuchado que el doctor respondía:
—Tenemos en el asilo de Orthez a una joven un poco exaltada, que
tiene esto también, como vuestra santa. Si se la cuida, sanará.
12 de agosto.
Le he hablado de la hermana Catherine a Julien. No se rió. Ya no ríe
desde la otra vez. Es muy bueno conmigo, como un hermano. Le he
dicho que la hermana Catherine escribía bellas plegarias, eso le ha
interesado. Pinta, pero quiere escribir libros también.
Me ha dicho que mañana me enviará una plegaria que ha
compuesto; el jardinero, a quien da un poco de dinero, la pondrá para
mí en el jardín, como las cartas.
Julien ha viajado mucho. Ha visitado Italia, España, Egipto,
Constantinopla. Cuando hace mucho calor, nos ponemos en la
ventana, y me dice:
31. 31
—Mirad, por este lado se puede respirar España.
Me describe todos estos países: es muy bonito.
Debe ser como un jardín que una de mis tías tiene cerca de Bayona,
pero más dulce, más misterioso, con rincones que nadie conoce, con
un cielo más azul, y música de tambores y flautas, como las que
escuché un día de fiesta, cuando era pequeña, aquí, en la plaza grande.
Julien me ha dicho:
—Me gustaría llevaros a la ciudad de Italia que prefiero, donde hay
pinturas tan divinas que lloraremos todos los días, y alrededor de la
ciudad, la naturaleza es un tierno jardín lleno de naranjos, de olivos...
Me alegraba escucharle hablar, pero, ¡ah! Señor, ¡qué confusión!
¡qué dolor! ¡no habéis conocido un jardín lleno de olivas!...
13 de agosto.
Julien me ha dejado acuarelas que trajo de Italia; ¡un vértigo me
hace tambalear cuando las miro!
¡Villas azules, jardines colgantes, terrazas que avanzan en mi
corazón! Iglesias y conventos de allí, donde caen palomas que acechan
el alba, imagino, ángeles cursis y largos, que tienen una sonrisa afilada
como el silencio del verano, y que escuchan la dulzura del aire con un
dedo levantado...
Aquí está la plegaria que Julien me había prometido.
Es pagana, no la comprendo entera.
Plegaria al amor
«¡No sé ver nada en el vasto universo que no os sea siempre
consagrado, antiguo Eros, joven Amor!
» Pero, en esta mañana de verano, de pie en el corazón del jardín del
mundo, quiero tomar en mis manos, para devolvértelas, todas las
dulzuras de la Naturaleza.
32. 32
» Primero os consagro el Tiempo, inmortal, y las épocas más bellas
de la vida, desde la infancia, que bajo, su sombrero inclinado,
flotando, como un ligero techo de paja, ensaya en los jardines, en las
tiernas frambuesas, el futuro beso.
» Os consagro también los bellos mediodías del verano, el aire azul
compacto y dulce, el azur atravesado por el azur.
» Os doy el mundo, y los lugares del mundo tan bellos, que
imaginarlos te vuelve ocioso para siempre.
» Os doy también, antiguo Amor, joven Eros, todas las ciudades de
la tierra y todas las casas de estas ciudades, desde el templo
formidable que Sansón sacudió por amor a vos, Amor.
» Os doy el fuego y toda el agua, en donde murió Leandro, donde se
deslizaron las lágrimas de Ariadna, de Calipso, y la sangre de Tristán
que murió al borde del mar.
» Os doy también todos los arroyos de plata viva, por los cuales la
tierra en verano parece reír y moverse.
» Os consagro los ojos de todos los rostros, todas las miradas, —las
miradas oblicuas, convexas, posadas, huidizas—, las que descienden
detrás de los párpados como el sol de la tarde en las olas cantantes;
ojos vencidos como un héroe cuyos hombros de plata tocan tierra, y
ojos triunfantes como dos antorchas llevadas al final de dos brazos
poderosos.
» Os doy también todas las violencias, los crímenes y las cóleras: las
dagas teñidas de sangre, el frasco de beleño, el guante y la rosa
envenenadas, el pañuelo que perdió Desdémona, la espada que
Hipólita dejó en la mano de Fedro, y, como testimonio del tiempo de
la caballería, este corazón caliente del amante que se hizo comer por la
amante.
» Y os ofrezco, Amor, como rosa última y más bella, y para que
estén eternamente encantados vuestros sensibles oídos, el sonido más
ardiente, el más voluptuoso, que no es la voz de Juliette en su balcón,
ni la tierna queja de Ifigenia, sino el divino resplandor de oro que
hizo, al romperse, la estrecha cadena de los pies de Salambó...»
33. 33
15 de agosto.
La Asunción. El incienso, las luces, los cantos... Durante la
ceremonia, mi alma embriagada se arranca de mí.
Tengo la mano en el corazón, creo que me voy a desvanecer y le
digo a Dios:
—El aire y la vida, mi amor, ¿pueden todavía pasar entre dientes tan
apretados?...
16 de agosto.
La hermana Saint-Louis, que vive muy retirada, siempre silenciosa,
solo habla para decir que ha estado mucho en el mundo en otros
tiempos, que ha bailado mucho.
Yo también, he estado en el mundo... Fueron las mañanas en la casa
de mi tía, en Bayona. El salón de mi tía olía a parqué y a algodón; un
piano mecánico difundía, no la música, sino notas cortas y largas que
se precipitaban con un ruido de palillos de madera.
Jóvenes que tenían mucho calor bailaban con chicas jóvenes; mis
hermanas, mayores que yo, estaban rodeadas, parecían aturdidas y
muy interesadas. Tenía 14 años, no se ocupaban de mí, me aburría. Un
día un señor mayor me dijo:
—¡Qué bonitos son, alrededor de su cabeza, los pequeños ramos de
rizos de su cabello!
Y me llevó a merendar.
Cuando terminamos de bailar y todo el mundo se había ido, trozos
de vestidos, baratijas de papel, flores rasgadas estaban por el suelo. Mi
tía se sentaba en una esquina de su salón y se abanicaba suspirando.
Estábamos fatigados. Abríamos las ventanas. Escuchaba los cencerros
de las vacas que pastaban en el prado. Cenábamos como todas las
noches; había aún luz. Estaba triste, tenía ganas de llorar. Ya no quería
estar en el mundo.
34. 34
17 de agosto.
Julien ha venido. Hay cosas que no se pueden escribir, pero sé que el
pecado terrible, lo evitaré siempre; lo adivino, me aterroriza, no es
posible, la muerte me parece más fácil...
19 de agosto.
Rezo al pie de vuestra cruz, Dios mío. Por qué no me protegéis; ved
cómo me postro, espero; hablad.
No me habláis.
Él me habla. Le creo, como os creía, cuando me hablabais otras
veces, en mi corazón.
Él, sois vos, vivo. Le escucho.
¿Por qué le escucho?
¡Ah! debí cerrar mis oídos, sujetar mis manos contra mis oídos, para
que este río de delicias no bajara justo hasta mi corazón.
21 de agosto.
Me trae libros que no debería leer, pero los leo cuando los he
comenzado, porque cuando hace calor, y bebes, cuando tienes la boca
en el vaso lleno de agua, y te mueres de sed, no paras, bebes, un sorbo
más, un sorbo más...
24 de agosto.
No quería esto, esos abrazos en los que pierdo la cabeza, pero ya
veis, Dios mío, que es más fuerte que yo…
35. 35
25 de agosto.
Dios mío, si no fuera más fuerte que yo, si no quisiera esos abrazos,
esos besos más que yo, ¿no sería yo quien los quisiera, quien los
esperara, quien estuviera plena de deseos, de angustias, de sofocos?
29 de agosto.
No se sabe cómo pasa esto.
30 de agosto.
Pienso en las mujeres, en todas las mujeres, en las reinas, en las
esposas que ya tienen muchos niños pequeños, en las jóvenes, en
nosotras que somos vuestras prometidas, Señor.
Viene un hombre que les sostiene el pelo, la cabeza, la boca
derramada.
Pienso en todas que eran libres, orgullosas, que caminaban por los
caminos o por un pequeño jardín.
Viene un hombre que las respeta, y después las ama y las desea.
Eran libres.
Las había altaneras que decían:
—Yo, jamás le he pedido nada a nadie.
Un hombre está ahí con su boca muy pegada a sus oídos; les
interroga:
—¿Os importa que os ame, que me tumbe junto a vos, que me
incline sobre vuestro corazón?...
Y dicen: «sí», dulcemente, pero es más fuerte que ellas, dicen «sí»…
36. 36
31 de agosto.
El Sr. capellán lo ha repetido esta mañana, el mayor pecado, el que
hay que execrar, temer, es el orgullo.
¡Dios mío! soy menos orgullosa.
2 de septiembre.
No es un tormento demasiado grande, una preocupación que
desgarra, que devora. Es sobre mi corazón una capa de tristeza, de
silencio y de fatiga; ya no soy, aquí, parecida a las otras, soy diferente
de mis hermanas. Es esto lo que me provoca este agobio, esta lenta y
calmada locura. Me aproximo a la hermana Jean, vieja, desgastada,
sorda; pero antes de entrar aquí estuvo casada en el mundo, hace más
de cuarenta años; la despreciamos un poco porque la sentimos
diferente. Sólo puedo aproximarme a la hermana Jean.
Oh hermana Catherine, intacta, solitaria como un jarrón cerrado,
como el cáliz, cuando el párroco lo recubre de seda blanca y oro, ya
no soy digna de caminar cerca de vuestro corazón, de aproximarme a
vuestras manos que he despreciado, que me han humillado por vos,
cuando derramaban, por amor, la sangre de vuestras venas adorables,
puras...
4 de septiembre.
El Sr. capellán también dijo: «La contrición es una flor agradable,
donde las miradas de Dios penetran como abejas.»
37. 37
7 de septiembre.
Julien ha vuelto; soy feliz, ¡ah! ¡qué importa todo el universo, todo
el pecado! ¡Hay esta llama, esta ebriedad, este embriagamiento!
¡En el fondo del ser una perla divina se conmueve! y la sensación
misma es esta perla, límpida, nacarada, y de un deslumbrante
resplandor.
Julien dice: la voluptuosidad...
10 de septiembre.
¡La voluptuosidad! todo es voluptuosidad.
Viene, le conozco, no le conozco. ¡Siempre una timidez, una
sorpresa del uno por el otro!
Quiere, no quiero, quiero.
Tiene miedo de mí, tengo miedo de él, ya no tenemos miedo el uno
del otro.
Conocemos nuestro corazón.
Es mi hermano, ¡pero, ah! ¡qué voluptuosidad! mi hermano es un
extraño...
18 de septiembre.
Es la fiesta de Santa Sophie, es mi fiesta, me llamo hermana
Santa-Sophie.
Julien, esta noche, me ha traído un pequeño anillo con una piedra
roja, para mi fiesta; había atado a este anillo una hoja de papel donde
había escrito estas palabras: «Oh mi querida pequeña Santa-Sophie,
eres como la bella iglesia de Constantinopla, eres un dulce mosaico
dorado, una querida iglesia infiel, un templo lleno de almizcle y de
pastillas de rosas, eres como una monja acariciada por un sultán, como
mi querida santa Sophie, voluptuosa, bajo el sol, cerca del Bósforo...»
38. 38
19 de septiembre.
Mi convento, me rompes el corazón de amor; eres, esta mañana,
como una bella turquesa dulce. Septiembre es aún más tierno que
agosto.
El jardín, cuando bajé antes de la aurora, porque ya no puedo
dormir, era un alma de pequeños guijarros, de bojs verdes, de pétalos,
que habla consigo misma.
Es un poco más largo que ancho y bordeado en tres lados por los
arcos blancos del convento. Me quedé allí, caminé, subían pequeñas
frescuras de cada mata de begonias, y después vino el sol. He visto
llegar al jardinero, que es un chico de 14 años, me ha saludado y se ha
puesto enseguida a cuidar las flores, las rodillas en tierra, al borde de
un macizo. Una de nuestras hermanas, la hermana Colette, de la que
no suelo hablar pues está desvanecida, ha cruzado el jardín.
Estaba cubierta, por encima de su bonete y su velo de religiosa, con
un sombrero de paja en forma de embudo al revés, y trenzado
groseramente como una campana, como un tapiz de juncos. Teme al
sol.
Me quedé allí, todo era delicioso; el silencio es un velo fino que se
balancea. Y después sonó la campana de la capilla para la misa, en el
ligero campanario. Los sonidos suaves, transparentes, se expandían
por el jardín. No parecía que una de nuestras hermanas estuviera
ocupada en tirar de esta campana por una cuerda, sino que esta
campana se había puesto a sonar por sí misma, como un pájaro que
canta, como una flor florece, por las dulces condiciones del aire...
20 de septiembre.
He cogido frío, estoy un poco enferma. Me habéis enviado esta
fatiga para santificarme, Señor. Os lo agradezco, me salváis. Mi alma
ya no tiene su profano arrebatamiento, me curo de mi violencia, de mi
locura; he sufrido mucho y tosido toda la noche, pero me sentía
purificada, libre, inocente.
Si me hubieran traído juguetes a la cama, como cuando era niña,
habría jugado.
39. 39
23 de septiembre.
Todavía estoy enferma.
Julien ha venido a verme, viene ahora por la puerta del convento,
tiene una llave; su presencia me ha causado mucha pena, me sentía
avergonzada, confusa. Una religiosa enferma sólo puede tener junto a
su cama a su capellán, a su médico, a sus hermanas.
Le he dicho que ya no hacía falta que estuviéramos juntos como
habíamos estado.
Se rió, como alguien que dice: «Hay que esperar.»
Pero enseguida sintió que era sincero, que era verdad todo lo que le
confesaba, mi gusto por la dulzura, por la paz que experimentaba.
Este arrebato, esta locura de la última semana, no está en mi
carácter…
No se sabe cómo las cosas más santas se vuelven rápidamente
ordinarias en el convento. De las heridas de la hermana Catherine, ya
no nos ocupamos mucho.
Le decimos los viernes, por curiosidad, porque las sufre
principalmente los viernes, y queremos saber si duran todavía: «¿Y
bien, hermana?»
Pero parece que la madre abadesa, con un poco de humor, piensa
mirando a la hermana Catherine: «¡Si os dominarais, hermana!»
Julien me ha mostrado pequeños dibujos que ha hecho de mí, me he
sentido ofendida. No se hacen retratos de una religiosa.
40. 40
24 septiembre.
Era verdad, os juro que era verdad, Dios mío, el arrepentimiento, la
gran fatiga, el gran disgusto que tenía, cuando estaba enferma estos
días, de mi vida pasada. Estaba débil, sin comida, vos me sosteníais,
oraba con fuerza, era feliz; estoy curada, pero os habéis ido, y aquí
estoy totalmente entregada todavía a este deseo que habéis puesto en
nosotros, ¡Dios mío!
Somos sabios, razonables, tenemos la cara vuelta hacia vos,
gustamos de la blancura que es una querida voluptuosidad que nos has
permitido, y después toda nuestra alma nos lleva hacia un pecado que
no parece un pecado.
Os diré, Dios mío, que no es nuestra culpa. Así es como nos has
hecho.
El amor, es un dulce, involuntario mecanismo del corazón, como la
fe más viva, como el éxtasis que las santas nos desean. Hay cosas ante
las que no podemos hacer nada. Ved, Dios mío, cuando el Sr. capellán,
para conmovernos, nos recuerda nuestra pequeña infancia, nuestros
juegos, nuestro padre muerto, y lloramos; y si la madre abadesa nos
dice: «Estoy satisfecha de vos, hija mía», nos mantenemos más
derechas, somos más valientes; y si una de nuestras hermanas nos da
un ramo para aspirar, aspiramos fuerte primero, y suspiramos después;
y si nuestro amigo pone su corazón cerca de nuestro corazón, ya no
sabemos nada más que su deseo, y nuestro deseo más tierno todavía
que el suyo.
Todas estas cosas, Dios mío, son una sola cosa, la misma cosa…
41. 41
25 de septiembre.
Hay una santa en el Paraíso que se me parece, es santa Teresa, así
como la ha representado un escultor napolitano que se llamaba
Bernini, y tal como la veo en una fotografía que Julien me ha dado.
Su ropa está alterada como un gran velero en un naufragio, y la
pequeña cabeza dura, neta, paralizada, desfallece como un pájaro que
muriera de su propio canto.
Boca de santa Teresa, abierta y llena de gracia, ¡qué bebéis para que
tengáis así la figura perfecta, muerta y ahogada! ¡Qué silenciosa
estáis! tu grito, no lo arrojáis, lo aspiráis y os perfora los pulmones y
el corazón.
Vuestro cuerpo, oh santa, es ligero, no se sostiene a sí mismo, la
invisible fuerza de vuestro amigo celestial os lleva, y vos, reina
inflamada, ya no tenéis miedo de fatigarlo, os deslizáis y entráis en sus
brazos.
¡Ah! lo sentís bien, sois ligera y elevada y parece que todo el peso
de la vida desciende en vuestro pie que cuelga, tan abandonado, tan
confiado en Dios, tan pesado y verdadero, y más parecido a vuestra
alma que vuestra alma...
Os veo, me aproximo cerca de esta imagen y os veo: ya no hay nada
en vos donde la satisfacción no habite y se adhiera.
Oh santa mía, colmada de éxtasis tanto como una muerta está
colmada de paz, como el hambre puede estar pleno de dulce alimento,
en el cual los siete castillos del alma que vos meditáis, ¿habéis
degustado esta colación y este sueño?...
43. 43
26 de septiembre.
Hay ciertas palabras que podrían causarme grandes angustias,
volverme penosa, susceptible.
Julien las evita, no habla jamás de la víspera, lo olvidamos siempre.
Y cada día, por unas horas, mi corazón vuelve a ser puro.
Trato de imaginar lo que pasaría si la madre abadesa sospechara de
mi vida actual, si me dijera bruscamente:
—Sé que recibís a un joven por la noche, en vuestra habitación.
Toda mi fuerza saltaría, se embalaría en mí como una bestia que va a
arañar. Odiaría a la madre abadesa, desearía su muerte; si pudiera,
intentaría repelerla hasta no sé qué rincón oscuro, perdido, de la casa.
Tal vez le diría:
—¿Y vos, es que sé, madre, en qué pensáis?
¡Ah! ¡Dios mío! ¡hasta aquí nos llevan nuestros crímenes!
Sin embargo, madre, os amo tanto, amo tanto vuestras manos que no
tienen ardor, vuestros pies que tocan firmemente el suelo, y lo que
queda todavía de vos en un cuarto en el que acabáis de pasar, he
vivido dos años siguiéndoos, jugando, riendo, cantando en las
habitaciones, en los locutorios, en los pasillos donde se había visto
vuestra ropa remover. Si me hubierais dado una de vuestras lágrimas
para beber, si me hubierais invitado a vuestro corazón, si me hubierais,
un día de pena, presionado contra vos de tal manera que hubiera sido
en adelante vuestra hija secreta, mi vida estaría todavía deslumbrada
de pureza, y la puerta de vuestra habitación me confundiría como si
fuera toda ella de sándalo, tan olorosa, que, cuando era pequeña me
hacía desvanecer...
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27 de septiembre.
Oh hermana Catherine, que tenéis en las manos heridas queridas,
comprendedme, hay placeres del corazón que no se pueden decir;
placeres del corazón que se asemejan justamente a vuestras manos: a
vuestras queridas manos de esclavo de Dios...
28 de septiembre.
Lo que tiene de curioso el amor es el orgullo. Mi corazón estalla de
orgullo...
Estoy sola. Son las once. Todo duerme en el convento.
Abro mi ventana para soñar. ¡Noche de otoño tan aireada! Mil
pequeñas fuentes de aire saltan en la sombra agitada, mil vientos
ligeros soplan, todas las hojas se mueven. Se respira bien este aire
romántico, negro y límpido.
Pienso. ¿Por qué Julien me ama? Porque mi alma tiene más
ceremonias y movimientos que un lirio de la mañana bajo el viento
azul, porque soy fuerte y débil y todo mezclado; porque, cuando
Julien dice: «Sé lo que pensáis», respondo: «¡Oh! no, ya no es eso, ya
es otra cosa», y porque mi voz, la noche, es misteriosa como las
estrellas de la noche…
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29 de septiembre.
Julien me trae libros, los hay bonitos y otros que me disgustan, que
le devuelvo enseguida sin terminar de hojearlos. Le he devuelto uno
que se titulaba Las Flores del Mal.
Me dio miedo. Los soles, los bellos países, la ternura, los perfumes,
todos los deseos se asemejan, en este libro, a grandes heridas, y el
amor es la tortura, el suplicio, en habitaciones más pesadas y más
calientes que la capilla.
No se puede sentir todo cuando se vive en un convento; no siento
como Baudelaire que es el autor de este libro. Julien lo adora, pero se
expresa más dulcemente que él; ayer me dijo abrazándome:
¡Estrella de mis ojos, sol de mi naturaleza,
Sois mi ángel y mi pasión!
Las que me gustan mucho, son las obras poéticas de un escritor del
siglo XVI, creo, nacido en Limousin, un alumno de Ronsard. Estos
poemas son tan encantadores que los aprendo de memoria.
Nuestros santos, me acuerdo de sus oraciones y sus meditaciones,
han hablado algunas veces una lengua tan dulce, una lengua de
peregrino, que tiene morriña, un sombrero adornado con conchas, y
antiguas maneras corteses con la naturaleza, el sol, el agua, los
pájaros.
Julien dice:
—Hay que creer en los poetas, saben todas las cosas mejor que
nosotros: la poesía, es la verdad del mundo.
Estas son algunas de las estrofas que me gustan mucho:
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ESTANCIAS
¿De qué tenéis miedo? ¿Qué os retiene?
La perfecta amistad a los otros entretiene,
Y el miedo jamás puede nacer en ella,
Rechazad este error en que el alma vive.
Es soberano volverse vivo
En el Paraíso de Amor que llamamos goce.
¿Huís de esta felicidad? ¿Dónde tenéis los ojos?
No imagináis el placer grato,
Que los efectos del amor enseñan la excelencia.
Sois de Roca y perdéis el juicio,
Si no deseáis vivir eternamente
En el Paraíso de Amor que llamamos goce.
Damas que con rigor pagáis la humildad
De los amantes que languidecen llenos de fidelidad,
Y dais como pago de su perseverancia
Mil muertes de repente y mil crueldades,
No entraréis jamás por vuestra deslealtad
En el Paraíso de Amor que llamamos goce.
El infierno será para vosotros, y la pena y el fuego
Castigarán justamente vuestros desprecios, vuestros rechazos,
El Cielo os dará el tratamiento de su venganza,
Pecáis contra un Dios que podría sin tormento
Daros placer y contentamiento
En el Paraíso de Amor que llamamos goce.
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30 de septiembre.
Quisiera decir a todas las religiosas, a la hermana Catherine mi
preferida:
—¡Hermana, os juro que es la única felicidad del mundo! ¡Qué
hacéis! ¡Qué hacéis, hermana! ¡Vuestro tiempo pasa! y es la única
felicidad del mundo; enseguida está la muerte que debe ser algo tan
bello como el amor, un placer que justamente tiene la forma de todo
nuestro ser.
» Hermanas mías, no sabéis lo que hacéis, hagáis lo que hagáis, no
hacéis nada de la mañana a la noche.
» Beber, comer, ser apacible, respirar el aire, rezar, extender hojas de
verbena entre los manteles del altar, turbarse un poco con los soplos
de la noche y deslizar por melancolía tus manos sobre tu frente
inclinada, no es vivir.
» Oh mi hermana Catherine, debéis conocer esta tierna tempestad,
os lo suplico. Por qué no vais una noche a mi habitación, en mi lugar,
cuando venga mi amigo. Soy más guapa que vos, no estaré celosa. Yo
me quedaré en vuestra celda, al pie de vuestra cruz, y vos, hermana
mía, seréis una reina bella y escalofriante, seréis un milagro ardiente,
una cálida noche de Pascua en septiembre, habréis resucitado... No
tendréis miedos, ni objeciones. Veréis, no se piensa en nada, no te
atormentas por nada; tendréis tantas pequeñas llamas rojas en vuestra
cabeza, que será más bello que el sol sobre vidrieras rojas, y sonreiréis
con vuestra mano ante vuestros ojos; y después, hermana mía,
tampoco te atormentas, porque se ha acabado, y se ve bien que todo, a
nuestro alrededor, se ha quedado parecido...»
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2 de octubre.
He paseado por el jardín con todas las otras religiosas. Nos hemos
reído. Como la ración de peras para nuestra merienda ha faltado hoy,
he propuesto a mis hermanas hablar, cada una por turno, comiendo
nuestro pan, de las frutas que preferíamos, para que fuera ante
nosotros como un vergel que daría sed, y que, también, saciaría.
Hemos disputado. Las hay que aman sobre todo la manzana, olorosa y
helada, o las peras que se devoran tan rápido por la mañana en el
árbol, que no se sabe si ellas se precipitan en nosotros o nosotros en
ellas; y la hermana Catherine que no ama más que el melocotón
amarillo y la pequeña fresa del bosque que ya parece aplastada de
miedo.
Pero yo, los amo a todos, a todos ellos, incluso a las uvas, que tienen
el gusto del almizcle y de la grosella, el albaricoque, que imaginas
completamente antes de morder, y que comes con tanta dulzura y tanta
perfección, que son, tan pronto como mis labios lo tocan, hermosos
besos y hermosos suspiros en un fruto; la ciruela verde, agrietada,
desprendida, reventada, que es tan pequeña que no saboreas ni la
primera ni la segunda; las cerezas, siempre tramposas, que no son
jamás como las crees —ni azucaradas, ni tiernas, ni hinchadas, ni
jugosas, ni llenas— pero que se adoran porque ellas son el mes de
mayo, el pobre, el claro, el querido mes de mayo en las ramas...
Y os amo, a vos también, pequeño níspero ya muerto, pedazo de
otoño que cabe en el hueco de la mano, pequeño cadáver de fruta que
se ha compuesto moliendo las hojas mohosas de la tierra, y que tiene
cinco hermosos núcleos, redondos, lisos, barnizados, luminosos,
alegres, como bellas luciérnagas vivientes, que tienen alas...
3 de octubre.
Es curioso, hay países lejanos, que para nosotros, cuando somos
niñas y aprendemos geografía no tienen realidad, solo parecen
manchas verdes o rojas en los mapas; los consideramos como
mezquinas tierras salvajes, abandonadas por Dios, castigadas,
rechazadas demasiado cerca del sol.
Y ahora, tengo una gran tristeza dulce, feliz, y bellas imágenes
vagas, y una visión de pequeños pájaros, de follajes enormes y
perfumados, cuando Julien habla de la Plata, de la Cordillera de los
Andes...
49. 49
4 de octubre.
Julien piensa curiosamente.
Algunas veces tiene una imaginación que no es pura y que me
asusta. Decía:
—Escuchad, pienso indefinidamente en esto: estáis encerrada, estáis
escondida, estáis prisionera, la esclava, la reina, la odalisca del Dios
eterno. Sois una cosa sagrada, privilegiada, reservada: sois, entre
todos vuestros muros blancos, una gota de rocío encerrada en una gota
de rocío; solo yo os veo, os hablo, os disfruto, os conozco; os estrecho
contra mí y acaricio vuestra querida tibieza, mis manos están siempre
calientes de vos; y os dejo, vuelvo a mi casa; no duermo, trabajo;
viene la mañana, llegan amigos, beso a mi pequeña hermana
Marguerite y a una joven prima que también vive con nosotros;
aprieto las manos que me tienden con mis manos que os han
sostenido, y así expando, en el mundo que ignoráis, que no debéis
conocer, oh mi hermana divina, la esencia de vuestra dulce dulzura...
5 de octubre.
Nada me asusta, ni la idea del castigo, de la muerte y de la muerte
eterna.
La voluptuosidad, es un momento silencioso y alto como una
bóveda infinita. Es un momento en que, transido, el ser es una
voluntad parecida a la guerra, parecida al corredor de Lacedemon que
solo se detuvo muriendo.
Toda el alma se lleva de un lado a otro lado del placer como un
viento sedoso que se balancea entre dos filas de claveles.
¡Oh dulce indignidad!
¡Qué paz! Ya no se teme a la muerte, y si el convento, el mundo
entero, todo el techo de la habitación se derrumbara, pensaríamos:
¡Qué importa! cómo lo sabría, mi alma solo puede percibir lo que
viene de sí misma...
50. 50
6 de octubre.
Es increíble y todavía estoy completamente aturdida. La hermana
Colette, en la que jamás pienso, y a la que no amo por su rostro de
tordo, un rostro de viñas o de arbustos, la pobre hermana Colette ha
experimentado hoy ternura por mí, y no sé por qué se ha puesto a
hacerme confidencias. Hablaba de sí misma con rencor, pero en el
fondo su corazón está resignado. Necesitaba expandirse y hablar, eso
es. Ahora sé la aventura de su vida y por qué vino aquí. Me ha contado
esta historia mientras caminaba cerca de mí bajo las arcadas blancas.
Sólo se oía el ruido de nuestros pasos, el balanceo de nuestros largos
rosarios y la voz de la hermana Colette, de la hermana Colette joven y
fea, toda rosada, toda acalorada, que sentía que disfrutaba uno de los
únicos momentos importantes de su vida, pues hablaba de ella y se la
escuchaba.
Por momentos, el gato de angora de nuestro convento pasaba, se
acercaba a mí, y la pobre hermana se moría de miedo de que estuviera
interesada por él y distraída.
Esta es la historia. Durante algunos momentos de su existencia, la
hermana Colette fue amada. Su hermana mayor que era muy guapa,
muy mimada, muy malvada, asegura, se había casado con un joven de
Tarbes, bello y rico, el hijo de un diputado, y la hermana Colette que
ya era devota, no pensaba en nada, ni en su hermana, ni en su cuñado,
ni en la niña que había nacido de este matrimonio; pensaba en Dios. Y
después fue a pasar un verano con ellos, a su casa. Su hermana la
tomaba el pelo, su cuñado era gentil con ella, amaba a la niña, a la que
cantaba canciones, porque, es verdad, la hermana Colette tiene una
bonita voz.
—Entonces, me contó la hermana Colette, entonces, un día que me
paseaba al caer el sol en su bello jardín, mi cuñado, que se llama Jean,
me hizo señas por la ventana de su habitación; me dijo: «Louise, —era
mi nombre antes de ser religiosa—, Louise, ven, tengo algo que
contarte.» Subí; no tenía nada que decir, dijo: «Porque te fatigas;
caminas siempre callada, soñando en no sé qué; quédate tranquila,
siéntate aquí...» Estaba sorprendida; me senté, hacía frío en la
habitación de Jean, que está al norte, y todo parecía triste. Le
pregunté: «¿Qué quieres?» Respondió con dulzura: «Nada, estoy
contento de que estés aquí. Quédate tranquila. Siempre te sacrificas
por tu hermana. Reposa; ¿estás contenta?»
51. 51
Estaba sorprendida y respondí: «Sí». Dijo: «Crees todavía que nadie
te ama; que debes ser prudente, educada con todo el mundo; pero,
sabes, yo te quiero mucho.» Dije: «Sí, Jean.» Continuó: «Te encuentro
muy gentil. El otro día, cuando cantabas en el piano esta barcarola,
tuve ganas de besarte.» Dije: «¡Oh! ¡Jean! » Reanudó: «Sé muy bien,
que no me crees, que no crees en mi amistad, pero mira, aquí hay una
cinta que llevabas en el pelo una noche que corrías alrededor de la
mesa para entretener a la niña, se cayó de tu pelo y la he guardado.»
Entonces, me sentí contenta y segura, jamás había sentido esta
satisfacción, y solamente pensaba, no sé por qué: «María va a volver;
María va a volver...»
» Jean encendió una vela porque estaba oscureciendo en la
habitación. Esta habitación que conocía bien me parecía nueva, y bella
como un día de fiesta, como la fecha de una felicidad que comienza, y
me decía: «Siempre tendré que acordarme de este instante, de esta
habitación.» Jean parecía avergonzado y muy bueno, y pensaba: «Qué
razón hay para que María sea más bonita que yo, más mimada, más
rica. Soy yo quien puede mofarse de ella, y ella, no sabe nada, nada.
Está charlando con amigos en este momento, y yo tengo la amistad de
Jean.» Pero estaba atormentada porque esta habitación me intimidaba;
veía un armario abierto con la ropa de Jean, y la cama de cobre que
me molestaba, y tenía ganas de llorar, de irme, de decir a Juan: «Mira,
Jean, te burlas de mí y eres malo», y tenías ganas de decirle: «Confío
en ti; adiós, Jean; jamás volveré a sentir dolor, pues sientes amistad
por mí; me voy a ir, pero primero, primero acércame lo más cerca
posible de ti, Jean, lo más cerca posible...»
» Y no sé más; Juan me besó, y yo le besé. Lo detestaba por hacer
esto, quería huir, pero me apreté contra él diciendo: «Jean, sálvame,
sálvame.» Y después sentí que no era bonita, y que, cuando no eres
bonita, no puedes defenderte bien, porque quieres sobre todo esconder
tu rostro y besar las manos de quien nos ama; y después Jean se volvió
loco, me dijo: «Me gustas más que tu hermana, eres tímida, eres
silenciosa, no tienes alegría...» Y me apretó contra él, me dijo cosas
que me dieron miedo; grité, grité como si me mataran, y me fui. Quise
entrar aquí. Desde entonces he estado bien aquí; no puedo
quejarme...»
52. 52
La hermana Colette se calma, parece reflexionar, se recupera. Dice
con calma e indiferencia:
—No es eso, comprended, hay palabras de ternura que se pueden
escuchar, y luego palabras que repugnan...
Y dije aturdida:
—Sí, palabras que repugnan, que provocan un profundo y doloroso
placer, palabras contra las que no se puede hacer nada, que separan
nuestros dos brazos y entran con toda su fuerza en nuestro corazón...
Afortunadamente, la hermana Colette no prestaba atención a mis
palabras; pensaba en sí misma. Entonces me preguntó:
—¿Y vos, jamás habéis tenido nada en vuestra vida?
Y respondí tranquilamente:
—No, hermana, yo, nada.
Y ahora, pienso en la aventura de la hermana Colette. Me siento
incómoda y celosa, celosa de su pobre historia, mi hermana que no es
bella y que fue amada. Celosa, porque todo el amor es mío, es para
mí...
Porque no quiero saber que a cualquier hora, en todo el universo,
hay hombres desesperados de deseo, y mujeres tan apasionadas como
yo. No quiero saberlo.
Hermana, no eras bonita; escondida en las sombras y la paz de este
claustro eres feliz. Quizás en el mundo también hubieras sido feliz.
Eres fea; el hombre que hubieras amado lo habrías amado con pasión
y humildad, como una sierva; no le habrías pedido otra cosa que ser
él. Lo habrías mirado, deseado, esperado.
Cuando eres bonita, jamás estás tranquila porque piensas: «Amo a
mi amigo; pero como soy bonita, también podría ser amada por un
poeta que canta hasta a las nubes, por un músico, por un guerrero, por
un joven rey que tiene una corona de oro y esmeraldas...»
53. 53
7 de octubre.
Abro mi ventana a un viento impetuoso. Ya estás acabado, verano
que viste nacer y crecer mi felicidad.
Ha llovido, pero el azur lentamente vuelve. La colina que adoro, el
querido collado de Gélos es húmedo, luminoso, bien definido, bien
adormecido, como un pájaro con sus plumas mojadas.
Miro mi colina, fina, verde, violeta.
¡Unas pocas líneas sobre el horizonte, cómo enternecéis el corazón!
Oh cielo del verano, que fuisteis sobre mi convento la carne
deliciosa de una fruta inimaginable, blanca y azul, juro miraros sólo
por las ventanas inocentes de esta morada, por encima del muro
tranquilo del jardín.
No podría, convento mío, vivir sin vos.
¡La felicidad, la pasión tierna y venenosa, las bellas
voluptuosidades, sois vos quien las creasteis para mí tan preciosas y
tan abundantes, soledad!
Las caricias relucientes como la plata y el oro y más melodiosas que
todas las arpas, sois vos quien las pulisteis para mí, quien las afinasteis
para mí en la sombra, ¡oh restricción! ¡Oh pureza del aire de mi casa!
Yo sola soy la reina aquí, soy ociosa y lánguida y los otros son
esclavos que trabajan. Cuando Julien me preguntó si no le seguiría
algún día, si no iría a vivir con él para toda la vida al más dulce país
de la tierra, le he odiado por ello; ¿cómo ha supuesto que se podía
acometer un sacrificio tan grande, tan imposible?
¡Oh mi convento! revestido de cal y de sol...
54. 54
8 de octubre.
La hermana Marthe ha perdido a su madre. Tenía la carta en la mano
y lloraba mirando ante sí con ojos dulces y desiertos.
La hermana Marthe, que es una joven ordinaria y robusta, adquiere,
cuando llora así, un encanto delicado.
La he mirado bien.
Ahora sé por qué la expresión del dolor, en un rostro, es tan
conmovedora y perturbadora; porque revela que el ser ya no tiene
ninguna defensa personal.
Un alma desgraciada está lista para la muerte y para la
voluptuosidad.
9 de octubre.
Me despierto entumecida por un sueño que tuve esta noche. No era
nada, pero era más joven que la juventud. En el sueño estaba Julien, y
era un verano pequeño, rosa e infantil...
El despertar me oprime y me decepciona.
... Y era mejor que la vida, más pequeña, más estrecha, más clara. En
el sueño estaba Julien, en un rincón del jardín de Bayona que se
deformaba, mi infancia, y una felicidad inaudita creaban la atmósfera.
La vida real es demasiado grande, tiene demasiados grados. Este
pequeño sueño era lo esencial.
12 de octubre.
Es extraño, para la cólera, para el honor, la sorpresa, el disgusto,
tenemos un alma que se irrita o se lanza, pero en la voluptuosidad,
¿cuántas almas tenemos que mueren en nosotros?...
55. 55
13 de octubre.
¡Qué emoción! He encontrado en el jardín, sobre la pequeña mesa
escondida por los carros, un libro pesado, con cierres dorados, que he
abierto, y es el libro donde la madre abadesa escribe sus recuerdos, sus
meditaciones.
He leído las últimas páginas; con un lápiz las he copiado; me
enternecen, me conmueven, como el rostro de la madre abadesa; aquí
están:
« Eran mis pequeñas primas, —más jóvenes que yo—, y me amaban.
Jugábamos juntas en mi casa. Ya resuelta a entrar en religión, les
parecía fuerte, apacible.
» Tenían quince años, dieciséis años, diecisiete años; me amaban.
» Me acuerdo de Madeleine, cuya amistad era semejante a una flor
orante, y cuya mirada ferviente me decía con dulzura: «¡Sois vos, vos,
vos!» Veo a Suzanne, que tenía la cabeza un poco inclinada hacia atrás
por la masa enorme de su cabello rojo, —y siempre caminaba sola,
pero tan plena, tan contenta, que parecía que disfrutaba del amor sin el
amor—; vuelvo a ver a Élisabeth que siempre tenía miedo y fingía
tener miedo, porque amaba su debilidad; Simonne, que era bonita, y
tan feliz, tan preocupada por ser bonita que no reía, ni lloraba, y vivía
en verano bajo una gran sombrilla, pero a veces tenía una pasión
amorosa que descomponía todo su bello rostro y lo volvía parecido al
hambre y a la muerte. Me acuerdo de María, que acababa de casarse y
que tenía un bebé que dormía en su regazo, y se contenía de respirar y
ya no pensaba jamás en ella.
» Y todas se apoyaban en mí, ponían su pena, su placer, su alma en
mí, porque yo era fuerte y tranquila.
» Hoy, al volver a ver en mi corazón sus tiernas figuras, pienso en lo
que será su muerte, si mueren jóvenes.
» Jóvenes de veinticinco y veintiséis años, siempre niñas, pienso en
vuestra agonía aún desconocida.
» Desde el fondo de vuestra cama, despertadas en medio de la noche
por un ahogamiento desesperado, y sintiendo que es vuestro fin,
aferradas, a los que os rodean, con las manos espantadas, miradas que
se agachan, ojos espantosamente apresurados y rápidos que claman:
56. 56
«Representad otra cosa, os lo suplico, os lo suplico.»
» ¿O bien, agotadas por la enfermedad, os acostaréis en el brazo de
vuestro marido que habla en voz baja, tan resignadas como la primera
noche de vuestro matrimonio, cuándo después de la larga ceremonia
teníais los pies torcidos por la fatiga y el alma ya totalmente
decepcionada?
» ¿Desearéis ver a vuestro niño pequeño, a quien harán venir y que,
mientras posáis sobre él miradas que el amor rompe, se pondrá a jugar
activamente con la pequeña caja que contiene un ligero sello de
farmacia, o bien, con los dedos adormecidos sobre la muñeca de su
hermana preferida, pensareis con reproche: «Me voy, y tú te quedas, tú
que has nacido conmigo, que has jugado, crecido, trabajado, dormido
conmigo»?
» ¿O bien, con la boca cerrada y los ojos llenos de locura, lanzaréis
vuestros brazos más patéticos que clamorosos, hacia el que no debéis
nombrar, que está en la misma ciudad que vos, pero a quien no podéis
llamar, que es la fuerza y la vergüenza de vuestro corazón, el amigo, el
hermano y verdadero esposo?
» A la sombra de las cortinas silenciosas, y con el olor de la lámpara
de noche, del polvo de lino y de la tisana, imaginaréis el bello junio
pasado, desbordado de sol, cuando ebrias, ebrias de verano, vuestras
venas cantaban en vosotras como los arroyos en la pradera.
» Y si es una noche en el campo y a través de la cálida ventana veis
respirar todo el dulce jardín y una golondrina pasar, quizás pensaréis,
ya que la agonía habrá disminuido vuestra rebeldía: «Esta noche,
pajarito, estaré contigo en los cielos...»
» Engañadas por el vértigo y los zumbidos de oídos, ¿creeréis
escuchar las campanas del pequeño pueblo de verano, las campanas de
la tarde que hacen llorar al corazón de la colina y de la llanura...?
» ¿Oh pequeñas que he amado, conoceréis, al minuto de morir, la
melancolía, una melancolía más agotadora que será, por una herida
espantosa, la pérdida de toda vuestra sangre?...»
57. 57
14 de octubre.
Respiro el otoño con tanta ternura que no tengo nada que decir.
¡Otoño! ¡oh dulzura! ¡oh gota de miel rosa!
16 de octubre.
Mi madre y mi hermana, instaladas en Dax ahora, vienen como de
costumbre a visitarme el 15 de cada mes.
Sus sombreros son lo primero que me sorprende. Curiosos
sombreros que varían. Esto les cambia el rostro, el alma; mi hermana
Jeanne es tan pronto un paje, tan pronto una nizarda, tan pronto un
marino, tan pronto una pastora. No la conoces jamás, y miro su
vestimenta antes de ver su figura.
Mi madre y ella siempre parecen llegar al locutorio con el tiempo
solamente de sentarse, de reposar, de volver a partir; ya no estoy en
sus vidas, ellas tampoco en la mía. Juzgamos nuestros trajes
recíprocos y no los encontramos bellos, cada una está orgullosa del
suyo. Mi hermana Jeanne siempre está distraída y apurada, pero a
veces mi madre se ríe, y eso, entonces, me enternece infinitamente.
Ella ha sido pequeña y joven, yo he sido su niña...
Es divertido hablar de uno mismo, pero Julien, creo, no está atento.
A veces le explico todo lo que tengo en el corazón, en el
pensamiento, después, cuando he acabado, embriagada de un placer
tan grande, le miro para ver lo que piensa, lo que va a responder; pero
toma mi mano, y la besa dulcemente, y dice:
—No sé lo que contáis, he escuchado el sonido de vuestra voz…
58. 58
17 de octubre.
Una muchacha negra de Haití ha llegado al convento. Está
recomendada por las religiosas de allí; permanecerá aquí hoy y luego
se dirigirá a un pensionado en Nîmes. Nos apresuramos alrededor de
ella. Es completamente negra. Tiene trece años y está vestida con un
vestido oscuro, una pequeña esclavina, un sombrero de fieltro ornado
con nudos lilas. Una medalla de plata cuelga alrededor de su cuello,
con una cinta de lana azul cielo. Su nombre es Bénédicta. Habla muy
dulcemente el francés; el sonido de cada palabra es una especie de
súplica lenta, de abjuración. Es como si hablara de rodillas con la
cabeza levantada.
Es muy dulce y parece entumecida; parece que nuestra religión tan
viva haya paralizado toda su fuerza. Es como si la hubiéramos
golpeado para enseñarle a Dios, y ahora es más sabia que todas
nosotras. Me da pena; habla de su país y de antaño; dice: «el amo, el
esclavo, los negros».
Está muy conmovida, muy honrada de ser una joven católica.
Es dulce, paciente, y tiene un rostro de malvado mono feroz; eso
jamás se arreglará. Su cabello es una madeja de lana espesa, los
espacios anchos de sus mejillas son tierras relucientes y sus dos ojos
son buenos y sin embargo semejantes a la lengua del tigre.
Es sumisa y extremadamente atenta a serlo perfectamente.
¡Qué concienzuda sois, Bénédicta! Os vigiláis todo el tiempo, no
protestáis, —pero es una vergüenza creo—, y me he ruborizado al
veros esta mañana comiendo como nosotras unas pequeñas judías
cocidas en el agua, con vuestros enormes labios que han comido
mangos, el mango que prefiere, del que me habéis hablado, el mango
moscatel que es verde, que, lo dijisteis, se extiende hasta el núcleo en
la boca.
¡Oh bello país negro! ¡país veinte veces más caliente que yo misma;
país de la fuerza ardiente, que tiene dos torrentes, el sol y el amor!
Espantosa pequeña Bénédicta, no podéis ser una beata, porque para
ello hacen falta ojos azules como la suave bufanda de santa Marie de
Lourdes; todavía seríais bella si fueseis salvaje, si nos causases miedo,
si fueseis, en los muros lechosos de este convento, una pequeña figura
de Satanás hembra, que ríe, que se agita, que ya no puede sentir
temblar los granos de pimienta bajo su piel, y que, por la noche, llora
por ser como la tierra de la negra Haití, llena de un perfume animal
que asciende…
59. 59
19 de octubre.
¡Qué viento! en el tejado la veleta se lamenta como un pequeño
búho.
El capellán está resfriado. Encuentro repugnantes los resfriados de
nuestro capellán. Está contrariado por su malestar y se trata con prisa
y furor; se le escucha toser y sonarse fuerte, sin autocomplacencia. Es
un ruido cómico y encolerizado como cuando la hermana Tourière
para estar libre más pronto hace la limpieza rápidamente y sin orden
en la cocina.
Enseguida, tiene que comenzar todo de nuevo.
El otoño es la estación deliciosa de los conventos.
La madera que se acaba de traer a la bodega para el invierno esparce
un olor a resina. Nos reímos sin razón. El cielo es azul, hace fresco y
calor. Hay momentos en los que tanta alegría reposa por todas partes,
en todas las cosas, que me detengo y las escucho.
Los armarios en el convento dicen: «Estoy lleno de ropa blanca y de
tomillo, y también estoy aquí para que se apile el silencio y la
felicidad... »
El pozo del jardín dice: «Aquí estoy, redondo y cavado, para acoger
la felicidad.»
Las pequeñas puertas que chirrían y que están todas barnizadas, y la
escalera blanca, y las ventanas de color rocío, y la clematis piensan:
«Estamos aquí para que la paz circule, vaya y venga, suba y
descienda.»
Y parece que el más mínimo clavo de la casa reluce de sol y dice:
«Es para colgar la felicidad, la felicidad... »
60. 60
20 de octubre.
La madre abadesa me ha interrogado:
—Hija mía, ¿no podríais ahora, con el corazón puro, aproximaros a
la santa mesa? No os he hablado, quería dejar a vuestra conciencia y a
vuestra imaginación el tiempo de reposo, pero ahora que parecéis estar
bien…
He dicho:
—Sí, madre.
¿Qué otra cosa podía decir?
Aquí es donde nos llevan nuestras faltas... Oh Dios mío, me acuso
de todo ante vos, si no le digo a nuestro capellán mis pecados, es
porque tendría al decirlos mucho impudor, pero me acuso ante vos
humildemente, como hacen las religiosas protestantes que también son
cristianas, que también son vuestras hijas.
Dios mío, pecar es tener el sentimiento del pecado. ¿Pero yo, peco?
Me siento infantil y débil, y por la noche cierro los ojos entre los
brazos de mi amigo que me protege.
Es curioso, se nos habla de meditación, de un método para dirigir
nuestros pensamientos, y el menor soplo de aire se los lleva.
Hoy, las hojas de eucalipto que el Sr. capellán hace hervir en el
fondo de una pequeña cacerola en la sacristía, para curar su resfriado,
embalsamando el convento me llenan de sueño, me hacen imaginar el
viento arrugado de las colinas de la Provenza del que habla la hermana
Marthe, o los jardines orientales que tienen fuentes aromáticas...
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22 de octubre.
Ya no hay, por la noche, a través de los muros y las ventanas, la
suave penetración de las noches de verano. Hace frío; afuera hiela;
pero con qué fuerza se lanza el alma ante el placer.
Mi amigo me sostiene entre sus brazos.
¡Oh placer, dolor resplandeciente y susceptible!
Mi habitación resplandece como una perla y la lámpara es suave y
apacible como un sol doméstico.
¡Vivir! ¡Despertar de la voluptuosidad! No mover los pies, las
manos, la mirada, no tener aliento, voz, ni sonrisas como una flor que
derrama un perfume.
Totalmente viva, sobre cojines, estar adormecida y dorada como una
momia deliciosa, que presiona, que enrolla, que fatiga el deseo, el
querido deseo...
Perdono a Julien por estar desde hace algunos días irritable y celoso;
odia mi convento, me reprocha mi ocio, mi paz, la iglesia, los
párrocos, Dios mismo. Es una singular cólera, pero que nos embriaga
con una maravillosa vanidad. ¡Ah! saber que nuestro corazón
profundo, que las nubes de nuestros pensamientos, nuestra indolencia
y los sueños de nuestros descansos, los quieren conquistar.
Su impaciencia los vuelve crueles, insensibles.
Creen ofendernos, sólo pueden conmovernos, nuestro orgullo es
terrible en nosotros, pero en los instantes de voluptuosidad, sólo
tenemos voluptuosidad...
Ayer, Julien, en un movimiento de cólera, rompió el rosario que
llevo cada día en mi cintura.
–Odio, decía, estos collares que vuestro Dios ata alrededor de vos...
Luego tuvimos que buscar y recoger todas las pequeñas bolas de
madera rodando por el suelo, y he tenido que, pacientemente, hasta
esta mañana, deslizar sobre un hilo estos granos redondos y pulidos
que huelen a violeta e incienso, y que me han dejado los dedos
perfumados...
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24 de octubre.
Julien enfurruñado, parece triste, es fastidioso.
Si río porque río, y eso le molesta.
25 de octubre.
Hay momentos en los que Julien ya no sabe lo que dice. No quiere
que me quede en mi convento. Me habla con agitación, con esfuerzo y
una inventiva dolorosa. Me suplica. Me dice:
—Venid, no os quedéis aquí; no podéis quedaros aquí; sois orgullosa
y ebria, venid; y ya que mi vida un día no os bastará, lo que mi pasión
os ha enseñado, este maravilloso jardín del amor mental, ¿otros
espíritus no lo respirarán en vuestra alma? Y más tarde, cuando ya no
seáis tan joven, cuando la gracia y el placer ya no sean esta debilidad
infantil que exageráis, ni esa mirada que se funde como una tibia
nieve estrellada, ¿verás jóvenes, de los que seréis ídolo y dolorosa
ciencia, arrastrarse hacia vuestro corazón más robusto, apasionarse
con vuestro rostro, embeberse de imaginar todo lo que habréis
conocido antes que ellos?
Habrás, en efecto, conocido antes que ellos muchas cosas.
» Las puestas de sol han penetrado en vuestros ojos dejando para
siempre a vuestro corazón irradiando. Se quemarán en estas profundas
luces.
» Cuando hayan visitado los lugares más dulces de la tierra, bebido
la amargura de las naranjas, de la soledad exaltada y de las
malagueñas bajo los cielos lánguidos, volverán, siempre insatisfechos,
a inclinarse sobre vuestros ojos donde la mirada es atrayente y sorda
como una sala baja en el fondo de un palacio resplandeciente...
» Tenéis en vuestra imaginación lo que nadie más tiene, mensajeros
estremecidos, con arnés de oro, siempre dispuestos a saltar en el brezo
matutino y el divino sol.
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» Sin que lo sepáis nos atormentarás porque mentís, es lo que hace
vuestro infinito.
» Una noche, podremos creer estar saciados de vos, porque otras
mujeres también tienen los cabellos finos y cálidos y las manos
pequeñas, pero volveremos aunque no sea más que para saber en qué
momento de la vida podréis decir la verdad.
» Volveremos, porque más que todas las otras sabéis hasta qué grado
la voluptuosidad es grave y gloriosa, y es toda la vida.
» ¡E incluso tanto amor no os bastará!
» ¡Ah! que no podáis, en el pasado divino, llegar a Esparta en el
momento en que Helena turbaba el corazón de Paris, y rechazando de
vuestras dos manos cerradas a esta joven orgullosa, poner entre ella y
su chispeante pastor la risa de vuestra singular victoria.
» ¡Oh Paris, la pequeña Troya no habría tenido, en su cinturón de
fuego, tanto resplandor como la palidez de mi amiga! Durante una
noche cálida, sobre la hierba corta y perfumada, cerca de la cabra
burlona, y cuando un vaho ligero baña las madreselvas amarillas,
habríais probado su corazón delicioso... »
27 de octubre.
No piensas en el porvenir, llega. Ya no comprendes nada, y es como
si todo el universo hubiera sido diferente de lo que es ahora.
Primero te retienes para no volverte loco, y después viene la fatiga,
tienes una cabeza y un alma que se adormecen, que aceptan la
desgracia dulcemente.
28 de octubre.
Entre sus besos y sus lágrimas Julien me dijo el otro día lo que me
dijo, que tenía que irse, que tenía a su familia de la que es el único
protector. Tiene que trabajar. Me habló de una Academia, de un
concurso, y después me dijo que no podía soportar más mi vida
apacible en este convento, mi vida que no es toda suya.
Dijo que partiré con él.
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29 de octubre.
Quiero pensar, no puedo; estoy fatigada y llena de sombra; el dolor
es un gran cansancio... No sé nada. Quisiera que alguien indiferente
viniera y dijese: «Esto es, haced esto, y haced esto...»
30 de octubre.
No, Julien, no partiré con vos. Estaría muerta, mi felicidad, mi vida;
estaría muerto, vuestro amor.
Bajo el sol, errante, libre, alojada en vuestra casa, una religiosa es un
fantasma que desaparece. Una religiosa, amigo mío, se pone en una
celda, una noche de mayo, al pie de un crucifijo, bajo una rama de boj,
cerca del rosario, cerca del pequeño catecismo abierto.
Sucede por la noche, en una celda blanca, embaldosada, apacible,
cuando la campana inmóvil sueña, cuando la paz de la capilla, a través
de las hendiduras de las puertas, sube hasta los pasillos...
Una religiosa, lo desea, porque, siempre, dice: «No podemos
habituarnos, es demasiado malo.»
Pero sabéis que no se la escucha.
Una religiosa que ya no tiene un rostro ovalado, estrecho, parecido a
un espejo rodeado de plata, y que tendría, como Jeanne, un sombrero
de pastora, un pequeño zorro del bosque alrededor de su cuello; una
religiosa que se pasea por Pau, en Tarbes, en Bayona, que va a
vuestros teatros, que dice: «Cuando era religiosa», se la desprecia, no
se la presta atención, no es plato de gusto, es algo muerto.
¿Partir? ¿Partir?
¿Cómo partiría? ¡Oh tren negro que os apresuráis tanto, qué bello
eras cuando pasabais por la colina! qué bello sois para los corazones
inmóviles, para el seto, para el pequeño talud, para el girasol que está
en el jardín del guardabarrera...
Julien no vendrá a verme hasta dentro de ocho días. He conseguido
esto de él.
Hay momentos en los que quieres estar sola, en los que tienes un
disgusto que está por debajo de la muerte.
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1º de noviembre.
No quiero nada. Quiero silencio y nada.
Me gustaría decir tanto a la felicidad como a la desgracia:
«Dejadme, esperad, no vengáis todavía...»
Noviembre.
No podía seguir mintiendo. Esta mañana, cuando la madre abadesa
reprochaba a la hermana Catherine, añadió, señalándome: «Sed como
vuestra hermana», sentí que moría, y con rápida violencia dije:
—Madre, querría hablaros, ¿puedo ir a veros más tarde?
Respondió:
—Venid a las diez.
Eran las diez, llamé a la puerta de la madre abadesa, entré, se
levantó con bondad y satisfacción.
Su mirada expresaba: «Sois, mi niña pequeña, mi niña pequeña
buena e incomprensible.»
Me apoyé en ella y empecé a llorar.
Mientras lloraba así, junto a su hombro, pensaba:
«Soy joven y débil, os amo, madre, llevo en mí el deseo, que es
también la poesía infinita, ¡oh Dios mío! ¿no soy la criatura más
interesante de vuestras criaturas?...»
No podía comprender lo que tenía.
Me presionaba contra ella con tranquilidad como si este abrazo
fuerte y dulce asegurara secar toda mi pena.
Y tuve piedad de nosotras, piedad de este momento de confianza y
de paz, suspiré:
—No tenía nada que deciros, solamente quería veros, ¿sabéis cuánto
os amo?
Y sonrió; entonces sentí que ya no tenía valor para engañarla de
nuevo, sentí confusamente que quien sabe, quien tiene un secreto, un
misterio, aunque sea un crimen, es siempre más fuerte que quien no
sabe, que está pleno de confianza y que sonríe.
Engañar a un ser, mentir, es tener sobre él una superioridad, es
burlarse; no quería tener sobre ella, a la que adoro, Dios mío, esta
superioridad insidiosa y cobarde.
Con una fuerza desesperada, y no sé qué silencios, qué palabras, qué
suspiros, le he contado, explicado, confesado, todo. Y he visto que
lentamente, lentamente, con dificultad, esfuerzo, una pena espantosa,
llegaba, llegaba a saber.
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Madre, ya lo sabe.
Hace una hora no lo sabía, no sabía nada. Ahora vuestro rostro está
descompuesto.
Caminó por la habitación, me levanté; debía estar muy pálida; dijo
duramente:
–No permanezcáis de pie.
Empujó cerca de mí una silla. Ella también se sentó, reflexionó.
Madre, he visto el mal que os he hecho, os he quitado un poco de
vuestra vida.
Hizo amago de hablar y después se calló, con expresión muy
desolada. Ella y yo ya no teníamos fuerza. He dicho no sé qué más, y
finalmente he afirmado:
—Se acabó, sólo lo veré una vez más, para decirle adiós, si me lo
permitís, en el locutorio, cerca de vos…
Pero, entonces, dijo: «No», claramente, y cada vez que suplicaba,
que repetía la misma frase, decía no, era una conversación que
titubeaba, que golpeaba, que arrojaba lágrimas. Enseguida se puso a
hablar violentamente; tenía en los ojos cólera y desprecio, y yo
también cólera y desprecio, y me dijo cosas vivas, agudas, hirientes, y
me pareció que su cara se volvía fea, y la odiaba, y nos separamos
bruscamente, como arrancadas, con asco…
Pero pienso en ella esta noche; está allí en su habitación: está en el
silencio y la soledad, nadie la toca, nadie la lleva consigo.
Está bajo su lámpara. Si su trabajo ordinario la repugna, si se asusta
de estar tan desalentada, nadie lo sabe. Quizás le duela la cabeza. Si
llora, si tiene la mano contra su frente, y dice en voz baja: «No puedo
más...», nadie la ve. Está bajo su lámpara, su ropa merodea por el
parqué encerado; está ahí como si se hubiera olvidado del mundo
entero. Debe tener el rostro un poco rojo, debido a esta discusión que
la ha agitado. Cuando está agitada, su figura tiene algo de confuso y
débil.
Quizás por una vez piense en sí misma. Se diga: «¿He sido feliz?...»
La expresión de su mirada se volverá dulce, amarga, asombrada, tal
como la debió tener cuando era niña. Está sola en su habitación; si
camina, escuchará el suelo crujir y su corazón latir, y después nada.
Puede que esté desesperada. Si un amigo que ella amó entrara ahora
y dijese: «Os adoro», quizás se apoyaría en él muriendo de lágrimas.
¡Oh, madre! ¡madre!…
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Medianoche.
Cuando comenzaba a dormirme, la superiora entró, se sentó junto a
mi cama, me miraba; ¡por desgracia! ¡qué buena es! Me desperté.
Entonces, con una voz lenta, rota y encorvada, me ha dicho:
—Me agota pensar en vos, ¿qué hacer? no hay nada que hacer... yo,
desde vuestra edad, he tenido fuerza, pero soy ruda. Cuando me ven
moverme por la casa, actuar, ordenar, hacer de amo, de tapicero y de
albañil, ya no soy infeliz, soy dura. Los seres que he querido mucho
los he mezclado tanto en mí misma que he sido dura tanto con ellos
como conmigo misma; hoy, lo que puedo contener de emociones
terribles solo me hace bien y mal a mí misma. Ahora que camino hacia
la tumba, me asombra que una flecha nueva pueda atravesar un
corazón que está totalmente roto...
Estaba tan conmovida que no podía responder; mantenía abrazadas
las manos de la superiora y pensaba que en efecto era augusta y
disimulada como las santas imágenes españolas que tienen una corona
de piedras, vestidos de seda, un pañuelo de encaje, un aire de gala, y
las bocas más desoladas.
No podía responderle nada, sentía mis labios sellados por un cerrojo
de oro y de amor.
Continuó hablando:
—¿Debería, decía, reteneros aquí o alejaros? El Dios al que sirvo no
da verdadera alegría más que a mí que ya estoy muerta, y a nuestra
hermana Catherine. Sólo podríais languidecer cerca de nosotros; no
quiero que muráis. Váyase. Si os quedáis, no os escatimaré ni mi
vigilancia, ni mi desconfianza, ni mi severidad. Váyase...
La veía. Se hacía daño a sí misma.
Su boca parecía saborear la cicuta.
Ella, a quien conocí tan fuerte, era como un rey que piensa: «No
puedo más... ¿Qué he hecho para que me quiten todo mi reino?...»
Estaba estrangulada de emoción. Su rostro, sus manos, un círculo de
plata dura que tiene alrededor de la muñeca izquierda y el lugar de su
corazón que veía rojo y consumido, me embriagaban como el más
augusto incienso.