1. CARTAGENA DE INDIAS
Las callecitas angostas del casco antiguo
tiene balcones añosos y esconden leyendas en cada portal Foto: Cecilia Malachowski4
CARTAGENA DE INDIAS, Colombia.- Las murallas que cercan a la vieja Cartagena, secas, amarillentas,
impregnadas de olor a coloniaje y leyendas mágicas, impiden que la ciudad vea el paso del tiempo. Quizá sea
por eso que en sus antiguas callejuelas todavía se escuchan cuentos de corsarios cojos con cara de malos,
negros esclavos, brujos herejes, inquisidores de hoguera.
Algo anacrónico y fantástico se advierte entre sus plazas, antiguos conventos y casas señoriales. Es la historia
que habla a gritos, y sugiere vestirse con traje de buzo para conocer a fondo las aventuras que, desde 1533, se
sucedieron en este atractivo escenario.
Desde entonces, Cartagena de Indias se convirtió en una costa clave del imperio español en América, segura y
necesaria para el intercambio comercial. Consolidado el tráfico de especias y costosas mercancías, de su puerto
zarpaban galeones colmados de oro rumbo a Europa. Esta intensa actividad no tardó en despertar el apetito de
insaciables piratas que, a pesar del parche en el ojo, vieron la tierra prometida de sus nuevos saqueos.
Por eso Felipe II ordenó que se levantaran paredes de defensa, una obra que demoró 194 años y sirvió varias
veces para defender a la ciudad de ataques tan estruendosos como el de los ingleses, en 1741.
De la impenetrable, la heroica -como con justa razón apodaron a Cartagena- todavía se conservan 16 de los 23
baluartes originales, fortines en sitios estratégicos; y quedan 8 kilómetros de los 11 que formaban el cinturón de
muros, el resto fue derribado en 1916.
Recorridos al paso
2. La Torre del Reloj es la entrada principal al casco antiguo; recorrerlo a pie y perderse conscientemente en el
espectáculo de sus calles angostas es la premisa para descubrir esta ciudad, declarada Patrimonio Histórico y
Cultural de la Humanidad por la Unesco.
Al paso, entre la marea humana que se mece de día y de noche, desfilan vendedores de todo. Más aún en las
veredas de la vía Badillo y del Tablón, un mercado donde conviven traperíos, puestos de fruta, calzado y hierbas
que llevan el rótulo de milagrosas. O en las bóvedas, que antes sirvieron para abrigarse de las bombas
enemigas y ahora funcionan como almacenes de esmeraldas engarzadas en piezas de oro.
La caminata sigue su curso y es imposible obviar el colorido de los balcones cubiertos de geranios y santa ritas.
En otros tiempos, por su tamaño, estas galerías a la calle representaban títulos de nobleza, marcaban
diferencias de clase.
"Existe una suntuosa e imponente casa colonial, una de las pocas reliquias que la picota demoledora respetó.
Su alto y pesado portón, con sus balcones y tribunas antiguas y el macizo aldabón, trae a la mente la época de
esplendor de la ciudad." El historiador Raúl Porto de Portillo se refiere así a la vivienda del marqués de
Valdehoyos, el mayor comerciante de harina y esclavos del siglo XVII. Justamente por ser conocido como un
traficante de negros infelices, a la calle que ocupa le pusieron el nombre de La Factoría.
Si bien el lugar no está abierto al público para las visitas, es posible echarle un vistazo al mobiliario francés,
subir por la escalera de caracol hasta el mirador y obtener desde allí una vista del Caribe. Porque para entrar en
la mansión, donde se alojó por una noche Simón Bolívar, basta con llevar encima un puñado de monedas. "Si el
turista colabora, yo colaboro", sugiere, por lo bajo, el guardia apostado en el acceso.
Un cuento en cada esquina
Las páginas de Gabriel García Márquez no desperdiciaron rincón de esta casa y sacaron provecho de la mala
fama de la familia. El escritor colombiano tampoco ignoró las leyendas que todavía se dejan oír en los pasillos
del magnífico hotel Santa Clara, ex convento y hospital de caridad. Cartagena de Indias está saturada de
realismo mágico (ver recuadro), en cada esquina nace un cuento.
La fábula de la Calle de las Damas dice que el rey de España y los suyos caminaron por allí de incógnito,
vestidos con trajes de mujer, para ver las murallas de cerca. Como éste, varios caminos empedrados deben su
nombre a las habladurías. Uno más.
La Calle de la Mantilla cobija una historia romántica y sangrienta, la de María Encarnación, una muchacha
locamente enamorada que se ahorcó con un velo de seda cuando su prometido se fugó sin dar aviso.
Sin embargo, los chismes de los cartageneros no siempre fueron inocentes. Cuando en 1610 la sede del Santo
Oficio se instaló en la ciudad para combatir la herejía, varios denunciaron en el buzón de la ignominia a
bígamos, homosexuales y ladrones. Algunos métodos de tortura frecuentes quedaron documentados en el
interior del Palacio de la Inquisición, en la morbosa Cámara de los Tormentos y el Pabellón de la Brujería.
La ruta turística se toma una tregua en repetidas ocasiones. El calor agobia y la proximidad del mar no es
suficiente paliativo para los más de 30ºC que se sienten a sol y a sombra.
A la vera del Muelle de los Pegasos (allí se toman las lanchas que van a las Islas del Rosario) varios puestos se
distinguen como un oasis.
Enfrente, la Plaza Santo Domingo se lleva la gracia de la más visitada. Los barcitos mantienen sus mesas bajo
el cielo hasta entrada la madrugada y despachan cada noche infinitos vasos de ron y tintos, café negro. Sin
mañas que valgan, el extranjero caerá en las garras de niños emboladores (como llaman a los lustrabotas),
intérpretes de cumbias sabrosonas, vendedores hasta de ilusiones. Así y todo, con su plaga de turistas y
buscavidas, la armonía de este delicioso lugar no se altera. Algunos colombianos se instalan junto a las farolas
con guitarras y maracas. Otros deciden salir de rumba, mientras sus vecinos ordenan la segunda ronda de cuba
libre. Los que se acercan a la plaza contemplan la calle que se pierde entre luces amarillas hasta chocar con la
muralla. Mientras tanto, el reloj marca vaya a saber qué hora. En esta ciudad con aroma a café no hay síntomas
de tiempo nuevo.