1. VIÑETAS ARGENTINAS-LANCHA Y BALSA A VICTORIA
Vivíamos cerca de la estación fluvial. Al lado del río y de alguna manera cerca de Victoria. Tan solo
cuatro horas en lancha y con una pequeña aventura inolvidable cada vez. En balsa se tardaba un poco
más, también era especial, más amplia, se podía andar por el piso superior con baranda y el
espectáculo era maravilloso. La balsa también servía para transportar autos particulares, se
desplazaba lentamente por el río y salía de Puerto San Martín. Dentro de los horarios de visita al
Monumento, en verano a veces solíamos esperar los últimos ascensores para ir arriba de todo a ver
Victoria ya iluminada en la temprana noche. ¡Que cerca se la veía! Teníamos una chorrera de
parientes del lado entrerriano a los que solíamos visitar, sobre todo en vacaciones. Una vuelta, la tía
Paula tuvo que ser trasladada de urgencia para una operación. Consiguieron una avioneta sanitaria
que la trajo de Victoria en ¡diez minutos de reloj!, ya en aquellos entonces. El viaje en lancha, que
partía y arribaba a la estación fluvial, duraba toda la mañana y llegaba después del mediodía. Tenía
buffet, con unos enormes y ansiados familiares de mortadela o salame con queso. Se podía tomar
naranja Crush, la vieja botella dentada para que no patinara en la mano, y que se fabricaba y
envasaba acá en Rosario en la planta de Abanderado Grandoli a pocas cuadras de Ayolas hacia el
sur, y también cerveza tres cuartos Schlau, también rosarina, de la fábrica, tan grande y bien
montada que parecía una pequeña ciudad, de Brown, Francia y la vía. Siempre repleta, de ida o
vuelta, la lancha iba serpenteando el laberinto de las islas con un interminable y somnífero ronroneo.
Algunas de estas embarcaciones son como las que solemos ver ahora y que salen de Costa Alta para
la isla. En el techo y debidamente acomodados iban innumerables bultos: la clásica valija de cuero
marrón rígido, repleta y atada con piola, mercadería de los almacenes mayoristas del puerto,
compras de talabartería, de bazar, pollitos y gallinas, pájaros y plantas. Gauchos entrerrianos era lo
que más se veía y eran pobladores laboriosos de ambas márgenes. Con todo el sol en la piel,
bombachas amplias, cómodas y frescas, alpargatas de yute, faja, camisas celestes o blancas de
“Robel y siempre Robel” (motivo de otra viñeta), sombrero oscuro, de ala muy ancha y sujetado a la
pera con un tiento fino y, por lo general, un cigarrillo Colmena o Clifton en los labios. Algunos se
bajaban, con familia numerosa, en algún paraje perdido en las inmensidades de tanta isla y agua. El
olor remanente y penetrado de pescado, barro y río, en las personas y las cosas, está siempre ahí, no
se va. Intuimos que tiene miles y miles de años. Su permanente vigencia aromática nos transporta al
pasado. Su evocación, quizás nos esté invitando a reconocer, identificar la “patria chica” que todo
hombre posee, y a “…sentir, experimentar, que somos eternos.” Victoria siempre fue tierra de
aventuras. Siempre tan linda y cada vez más cerca. Antepasados “ilustres” figuran en los anales de la
Ciudad de las Siete Colinas, como Roma. Un oficial de Urquiza y alguno que otro “lomo negro”,
como se les decía a los conservadores de fines del siglo diecinueve, pueblan la pequeña historia
familiar, siempre con algún Pedro entre sus filas, igual que ahora. Importantes y esforzados
carnavales en el pueblo y la rigurosa visita al campo con un poderoso asado criollo de por medio,
formaban parte de los largos y placenteros veranos. Éxitos para todos y adelante con los faroles.