ciclos biogeoquimicas y flujo de materia ecosistemas
El tesoro de rocamontes
1. El tesoro de Rocamontes
Reza un viejo refrán, en lo que a minería se refiere: “Para
abrir una mina es necesario tener otra”, sentencia que
siempre se cumple. Este fue el caso de un minero, oriundo de
España, avecinado en Guanajuato, donde explotaba con éxito
una mina de plata. Don Juan, que así se llamaba nuestro
personaje, frisaba los treinta y tantos años, de complexión
robusta, conocía su oficio y para su buen entender, las sierras
de Rocamontes le parecieron ser dueñas del buscando metal
amarillo, haciendo caso de sus conocimientos o de una
corazonada, dirigió sus pasos hacia aquella gran sierra,
encontrando luego una pequeña veta del áureo metal.
Comenzó solo su tarea y con el paso de los meses se vio en la
necesidad de contratar peones para la explotación de la mina.
Por largos meses los trabajadores sacaron mineral con un
rendimiento de ocho gramos por tonelada. Don Juan se
encargaba de moler convenientemente el material, hacer las
tentaduras y pasarlo por los molinos y amalgamarlo con
mercurio para después quemarlo. Los pocos gramos que
diariamente le arrancaba a la tierra eran suficientes para
pagar los peones y que algo le quedara para tener su
guardadito. Pero la fortuna, se dice, es muy veleidosa y así, un
mal día se “escondió” la veta. Fueron largos días de búsqueda
para encontrar un nuevo yacimiento, por fin, a dos meses de
haber perdido la veta de su primera mina, Don Juan encontró
otra nueva, ésta, con más caudal.
Al hacer sus primeros ensayos se percato que su quilataje era
elevado y el rendimiento podía llegar a los veinte o más
gramos por tonelada, apresurando los trabajos, la cuadrilla
de mineros pronto recibió una compensación por sus afanes, a
mayor cantidad de oro, mayor sueldo semanal.
2. Mientras sus fieles mineros trabajaban en el interior de la
mina, el señor se dedicaba a buscar nuevas ventas, previendo
se acabara repentinamente la actual y así, en el amanecer de
un domingo, que era el día de guardar y no se trabajaba, el
minero recorría un paraje cercano a un arroyo, en busca de
algún venado para tener carne en los días de invierno en que
se escaseaba y las jornadas eran más cortas por el inclemente
tiempo. A poco de caminar se encontró un bello filón de oro
nativo, lo marcó convenientemente y regreso a su
campamento. Al día siguiente, armado con barras, palas y
picos se dio a la tarea de calar la veta, cuál sería su sorpresa,
que al cavar unos cuantos centímetros, se encontró con una
gran pepita. Aquello era algo que ni en sus más aventurados
sueños hubiera imaginado, pesaba algo así como doce kilos.
Hizo números y se dio cuenta que con esta cantidad de oro se
ahorraría varios años de trabajo. Súbitamente tomo una
decisión, dejar las minas a sus mineros como compensación y
retirarse a su lejano terruño a gozar de su riqueza. Sin
pensarlo más cargo unas mulas con suficiente comida y en los
alforjas metió todo su oro. Antes de despedirse, dejo un
documento firmado cediendo las minas a sus trabajadores en
partes iguales. Quedando satisfecho se retiro, despidiéndose
amigablemente de su esforzado grupo.
Le pidió a su minero mayor y hombre de sus confianzas que lo
acompañara en su camino y así iniciaron su viaje. La mina se
encontraba en el lado norte de la cordillera, por lo que
necesario trastumbar la sierra, subieron a la Mesa de las
Gallinas, por el Cañón del Enebro, cruzando por Pino Real y
bajando a lo que hoy conocemos como Guadalupe Garzeròn,
en el estado de Zacatecas, ya para salir al llano, una fuerte
ventisca los hizo refugiarse en una saliente que se formaba en
lo profundo de un arroyo. Pronto cayó la noche y encendieron
3. una fogata un poco cansados y friolentos, el sueño les llegó y
durmieron profundamente y sin sobresaltos. Al amanecer un
manto blanco cubrió todo el valle, el camino apenas era
visible, siendo peligroso por lo suave del terreno, ya que en
épocas pasadas había sido una ciénaga, tenían provisiones
suficientes, por lo que optaron por pasar el día en espera de
mejor tiempo.
El sol calentó un poco y los dos mineros se vieron con ánimos
de seguir su viaje. Sin importarles mucho el clima salieron a
campo raso y siguiendo el camino, en trechos y desviándose
continuamente, caminaban penosamente entre la nieve. Por
fin llegaron a otra sierra, tomando el camino que marcaba el
arroyo lo siguieron sin pensarlo, a poco de caminar vieron un
par de venados que refugiándose también del frio se habían
metido al fondo del arroyo. Don Juan que hacía gala de su
buena puntería cargó su arma y disparó a los venados, el
ruido de la explosión fue secundado por el eco, pero de
pronto, se dieron cuenta de que el ruido también había
provocado una avalancha. Metieron sus espuelas a sus mulas
pero no lograron salvarse, enterrados en una montaña de lodo
y piedras quedarían enterrados para siempre.
Muchos años han pasado desde aquel terrible suceso. Los que
cuentan esta leyenda son originarios de esos lugares y cuando
ven a un buscador de tesoros, que con su detector recorre las
serranías, lo abordan y sin medir muchas palabras, lo invitan
a buscar el tesoro de Rocamontes.