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Esta es una traducción de fans para fans y en ningún momento intenta de-
meritar el trabajo original de la autora ni la editorial, por el contrario, intenta
exaltar el excelente trabajo de Laini, su traductora al español y su equipo puesto
que no podíamos aguantar más tiempo para leer la tercera parte de la trilogía en
nuestro idioma. Como no poseemos ningún tipo de copyright de este texto, ex-
hortamos a nuestros lectores a conseguir el libro original si les gustó este docu-
mento, pues pensamos que nunca está de más tener tesoros como este en la bi-
blioteca.
Con todo el cariño del mundo, las damas y caballeros siguientes se placen
en presentar humildemente su traducción fan de Sueños de Dioses y Monstruos:
Moderadora:
AleHerrera
Traductoras:
Sol Méndez
Karine Demon
Karina Paredes
Lety Moon
Marhana Rod Gon
Mell Kiryu
Kimi Nicole
Vane B.
Itzel Álvares – Hada Rabiosa
Laia Gaitán
Carolinne Santorinni
Ángeles Vásquez
Meli Montiel
AnnaMarAl
Ale Herrera
Brenda Arellano
Nathalia Tabares
Bárbara Agüero
Revisoras:
Ale Herrera
Akiva Seraph
Itzel Álvares – Hada Rabiosa
Brenda Arellano
Laia Gaitán
Vane B.
Arlenys Medina
Bárbara Agüero
Lety Moon
Mell Kiryu
Nathalia Tabares
Verónica Martin
Imágenes & Diseño:
Itzel Álvares – Hada Rabiosa
Nathalia Tabares
Ángel Retamoso
Brenda Arellano
Ale Herrera
Kimi Nicole
Para Jim, por el medio feliz.
Érase una vez,
Un ángel y un demonio que presionaron sus manos sobre sus corazones
Y comenzaron el apocalipsis.
1
HELADO PARA LAS PESADILLAS
Nervios vibrando y sangre que grita, salvaje y revolviéndose y persiguiendo y devorando y terrible
y terrible y terrible...
—Eliza. ¡Eliza!
Una voz. Luz brillante, y Eliza se despertó. Así es como se sentía: como caer y aterrizar con fuerza.
—Ha sido un sueño —se oyó decir a sí misma—. Sólo ha sido un sueño. Estoy bien.
¿Cuántas veces había dicho esas palabras en su vida? Más de las que podía contar. Pero ésta era la primera
vez que se las había dicho a un hombre que había irrumpido heroicamente en su habitación, con un martillo en la
mano, para salvarla de ser asesinada.
—Estabas... estabas gritando —dijo su compañero de piso, Gabriel, lanzando miradas a los rincones y sin
encontrar ningún rastro de asesinos. Tenía el pelo revuelto por el sueño y estaba maníacamente alerta, agarrando
el martillo en alto y preparado—. Quiero decir... gritando, gritando de verdad.
—Lo sé —dijo Eliza con la garganta en carne viva—. Hago eso a veces —se sentó derecha en la cama. El la-
tido de su corazón era como el disparo de un cañón —condenatorio y profundo y reverberando por todo su cuer-
po, y aunque tenía la boca seca y respiraba de manera superficial, intentó sonar despreocupada—. Siento haberte
despertado.
Parpadeando, Gabriel bajó el martillo.
—Eso no es a lo que me refería, Eliza. Nunca he oído a nadie sonar así en la vida real. Era un grito de pelícu-
la de terror.
Parecía un poco impresionado. Vete, quería decir Eliza. Por favor. Le empezaron a temblar las manos. Pron-
to no sería capaz de controlarlo, y no quería un testigo. La bajada de adrenalina podía ser bastante mala después
del sueño.
—Te prometo que estoy bien. ¿Vale? Yo sólo...
Maldición.
Temblores. La subida de la presión, el ardor detrás de los párpados, y todo fuera de su control.
Maldición, maldición, maldición.
Traducción: Dominio Publico
Corrección: Sol Mendez
Se dobló y escondió la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Tan malo como ha-
bía sido el sueño —y había sido malo— las secuelas eran peores, porque estaba consciente pero seguía estando
indefensa. El terror —el terror, el terror— permanecía, y había algo más. Llegaba con el sueño, cada vez, y no se
desvanecía con él sino que se quedaba como algo que hubiera traído la marea. Algo horrible —un cadáver de nivel
leviatán abandonado para que se pudra en la costa de su mente. Era el remordimiento. Pero Dios, ésa era una pa-
labra demasiado ordinaria para aquello. Este sentimiento que le dejaba el sueño, eran cuchillos de pánico y terror
descansando justo en lo alto de una herida supurante, roja y sustanciosa de culpa.
¿Culpa por qué? Eso era lo peor. Era... Dios santo, era innombrable, y era inmenso. Demasiado inmenso.
Nada peor se había hecho jamás, en todo el tiempo, y todo el espacio, y la culpa era de ella. Era imposible, y fuera
del sueño Eliza podía descartarla como ridícula.
Ella no había hecho, ni nunca haría... eso.
Pero cuando el sueño la enredaba, nada de eso importaba —ni la razón, ni el sentido, ni siquiera las leyes
de la física. El terror y la culpa lo ahogaban todo.
Apestaba.
Cuando los sollozos por fin se sosegaron y alzó la cabeza, Gabriel estaba sentado en el borde de la cama,
con aspecto compasivo y alarmado. Ahí estaba esa descarada urbanidad de Gabriel Edinger que sugería una posibi-
lidad más que justa de pajaritas en su futuro. Tal vez incluso un monóculo. Era neurocientífico, probablemente la
persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Los dos eran compañeros de investigación en
el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian —el MNHN— y había sido amistoso pero no amigos duran-
te el último año, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para su posdoctorado y el necesitó un com-
pañero de piso para cubrir el alquiler. Eliza había sabido que era un riesgo, cruzar horas privadas con horas de tra-
bajo, por esta razón exacta. Ésta.
Los gritos. Los sollozos.
No le haría falta escarbar mucho a una parte interesada para determinar las... profundidades de anormali-
dad... sobre las que había construido esta vida. Como poner tablas sobre arenas movedizas, parecía a veces. Pero
el sueño no la había molestado durante un tiempo, así que había cedido a la tentación de fingir que era normal,
con nada excepto las preocupaciones normales de cualquier estudiante de doctorado de veinticuatro años con un
presupuesto pequeño. La disertación de la presión, un compañero de laboratorio malvado, propuestas para becas,
el alquiler.
Monstruos.
—Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ya estoy bien.
—Bien. —Tras una pausa incómoda, preguntó animado—, ¿Una taza de té?
Té. Eso era un bonito destello de normalidad.
—Sí —dijo Eliza—. Por favor.
Y cuando él salió sin prisa para poner la tetera, ella se compuso. Se puso su bata, se lavó la cara, se sonó la
nariz, se contempló en el espejo. Tenía la cara hinchada y los ojos inyectados en sangre. Genial. Normalmente te-
nía unos ojos bonitos. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos de extraños. Eran grandes y con pestañas largas y
eran brillantes —al menos cuando el blanco no estaba rosa de llorar— y eran varios de marrón más claro que su
piel, lo que los hacía parecer que resplandecían. Ahora mismo, la dejó helada notar que parecían un poco... locos.
—No estás loca —le dijo a su reflejo, y la declaración tenía el timbre de una afirmación pronunciada a me-
nudo —una confirmación necesitada, y habitualmente dada. No estás loca, y no vas a estarlo.
En el fondo corría otro pensamiento, más desesperado.
A mí no me ocurrirá. Soy más fuerte que los otros.
Normalmente era capaz de creérselo.
Cuando Eliza se unió a Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té es-
taba en la mesa, junto con un cartón de helado, abierto, con una cuchara sobresaliendo. Él le hizo un gesto.
—Helado para las pesadillas. Una tradición familiar.
—¿En serio?
—Sí, de verdad.
Eliza intentó, durante un momento, imaginar el helado como una respuesta de su propia familia al sueño,
pero no pudo. El contraste era demasiado duro. Alcanzó el cartón.
—Gracias —dijo. Se comió un par de bocados en silencio, tomó un sorbo de té, todo mientras se preparaba
para las preguntas que llegarían, como seguro que harían.
¿Con qué sueñas, Eliza?
¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no hablas conmigo, Eliza?
¿Qué te pasa, Eliza?
Lo había oído todo antes.
—Estabas soñando con Morgan Toth, ¿verdad? —preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus suaves la-
bios?
De acuerdo, eso no lo había oído. A pesar de sí misma, Eliza se rió. Morgan Toth era su archienemigo, y sus
labios eran un buen tema para una pesadilla, pero no, eso ni siquiera se acercaba.
—La verdad es que no quiero hablar de ello —dijo.
—¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel, todo inocencia—. ¿Qué es este "ello" de lo que hablas?
—Que lindo. Pero lo digo en serio. Lo siento.
—Está bien.
Otro bocado de helado, otro silencio interrumpido por otra no—pregunta.
—Yo tenía pesadillas de niño —ofreció Gabriel—. Durante un año. Muy intensas. Oír a mis padres contarlo,
la vida como la conocíamos prácticamente se suspendía. Me daba miedo dormirme, y tenía todos estos rituales y
supersticiones. Incluso intenté hacer ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Supuestamente me oyeron ofrecer
a mi hermano mayor en mi lugar. No recuerdo eso, pero él jura que fue así.
—¿Ofrecerle a quién? —preguntó Eliza.
—A ellos. Los que salían en el sueño.
Ellos.
Una chispa de reconocimiento, esperanza. Esperanza idiota. Eliza también tenía un "ellos". Racionalmente
sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro lugar, pero en las secuelas del sueño, no
siempre era posible permanecer racional.
—¿Qué eran? —preguntó, antes de que considerara lo que estaba haciendo. Si no iba a hablar de su sueño,
no debería estar entrometiéndose en el de él. Era una regla para guardar secretos en la que estaba bien versada:
No preguntes, y no te preguntarán.
—Monstruos —dijo él, encogiéndose de hombros, y así, Eliza perdió el interés —no a la mención de mons-
truos, sino a su tono de por supuesto. Cualquiera que podía decir monstruos de esa despreocupada manera, defini-
tivamente nunca había conocidos a los suyos.
—¿Sabes?, ser perseguido es uno de los sueños más comunes —dijo Gabriel, y siguió hablándole de ello, y
Eliza siguió sorbiendo té y tomando el ocasional bocado de helado para las pesadillas, y asentía en los momentos
correctos, pero en realidad no estaba escuchando. Había investigado minuciosamente sobre análisis del sueño
hacía mucho tiempo. No había ayudado antes, ni ayudaba ahora, y cuando Gabriel lo resumió con "son una mani-
festación de los temores que tenemos despiertos", y "todo el mundo los tiene", su tono era apaciguador y pedan-
te, como si acabara de resolverle el problema.
Eliza quiso decirle, Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque "las
manifestaciones de los temores que tienen cuando están despiertos" no dejan de producirles arritmia cardíaca.
Pero no lo dijo, porque era el tipo exacto de trivialidad recordable que se menciona en fiestas de cóctel.
¿Sabías que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque sus pesadillas le produ-
cían arritmia cardíaca?
¿En serio? Qué locura.
—¿Y qué te paso? —le preguntó—. ¿Qué les paso a tus monstruos?
—Oh, se llevaron a mi hermano y me dejaron en paz. Tengo que sacrificar una cabra para ellos todos los
Michaelmas, pero es un pequeño precio por una buena noche de sueño.
Eliza se rió.
—¿De dónde sacas las cabras? —preguntó, siguiéndoles la corriente.
—De una pequeña granja en Maryland. Cabras certificadas para el sacrificio. Corderos también, si lo prefie-
res.
—¿Quién no? ¿Y qué demonios es Michaelmas?
—No lo sé. Me lo he inventado.
Y Eliza experimentó un momento de gratitud, porque Gabriel no se había entrometido, y el helado y el té e
incluso su irritación con su parloteo de erudito habían ayudado a aliviar las secuelas. Se estaba riendo de verdad, y
eso era algo.
Y entonces su teléfono vibró en la superficie de la mesa.
¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó...
... y cuando vio el número en la pantalla, lo soltó —o posiblemente lo lanzó. Con un crack golpeó un arma-
rio y rebotó en el suelo. Durante un segundo tuvo la esperanza de que lo había roto. Se quedó ahí, en silencio.
Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzz— ya no estaba muerto.
¿Cuándo se había sentido mal por no romper su teléfono?
Era el número. Sólo dígitos. Sin nombre. No aparecía ningún nombre porque Eliza no había guardado ese
número en su teléfono. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había memorizado hasta que lo vio, y fue como
si hubiera estado ahí todo el tiempo, cada momento de su vida desde... desde que había escapado. Estaba todo
ahí, estaba todo justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato y visceral y nada disminuido por los años.
—¿Todo bien? —le preguntó Gabriel, inclinándose para recoger el teléfono.
Casi le dijo ¡No lo toques! pero sabía que esto era irracional, y se detuvo a tiempo. En vez de eso, simple-
mente no lo cogió cuando él se lo tendió, así que tuvo que dejarlo en la mesa, aún vibrando.
Se quedó mirándolo. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Se había cambiado el nombre. Había desapa-
recido. ¿Habían sabido siempre dónde estaba, habían estado vigilándola todo este tiempo? La idea la horrorizó.
Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión...
El zumbido se detuvo. La llamada entró en el buzón de voz, y el latido de Eliza volvía a ser como disparos de
cañón: explosión tras explosión estremeciéndola. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus "tíos"?
¿Su madre?
Quién fuera, Eliza sólo tuvo un momento para preguntarse si habrían dejado un mensaje —y si ella se atre-
vería a escucharlo si lo hicieron— antes de que el teléfono emitiera otro zumbido. No un mensaje de voz. Un men-
saje de texto.
Decía: Enciende la televisión.
¿Enciende la...?
Eliza levantó la mirada del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué querían que viera en televi-
sión? Ni siquiera tenía televisión. Gabriel la miraba atentamente, y sus ojos se encontraron en el instante en que
oyeron el primer grito. Eliza casi saltó de su piel, levantándose de la silla. De algún lugar en el exterior llegó un lar-
go e ininteligible chillido. ¿O era dentro? Era alto. Estaba en el edificio. Espera. Esa era otra persona. ¿Qué demo-
nios estaba pasando? La gente estaba gritando de... ¿conmoción? ¿Alegría? ¿Terror? Y entonces el teléfono de
Gabriel también empezó a vibrar, y el de Eliza recibió una repentina cadena de mensajes —bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz.
De amigos esta vez, incluyendo a Taj en Londres, y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica.
Variaban las palabras, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: Enciende la televisión.
¿Estás viendo esto?
Despierta. Televisión. Ahora.
Hasta el último. El que hizo que Eliza quisiera enroscarse en posición fetal y dejar de existir.
Vuelve a casa, decía. Te perdonamos.
2
LA LLEGADA
Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo sobre Uzbekistán, y fueron vistos por primera vez
desde la vieja ciudad de Silk Road de Samarcanda, dónde un equipo de noticias salió corriendo para emitir imáge-
nes de los...
Visitantes.
Los ángeles.
En perfectos rangos de falanges, se contaban fácilmente. Veinte grupos de cincuenta: mil. Mil ángeles. Gi-
raron hacia el oeste, lo suficientemente cerca de la tierra que la gente que estaba en los tejados y los caminos po-
día percibir la ondeante seda blanca de sus estandartes y oír la emoción y el trémolo de las arpas.
Arpas.
Las imágenes se difundieron por todas partes. Alrededor del mundo, se sustituyeron programas de radio y
televisión; los presentadores de noticias corrieron hasta sus escritorios, sin aliento y sin guiones. Emoción, terror.
Ojos redondos como monedas, voces altas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego
se interrumpieron en un gran silencio global mientras las antenas se saturaban y dejaban de funcionar. La mitad
del planeta que dormía se despertó. Las conexiones de internet fallaban. Las personas se buscaban. Las calles se
llenaban. Las voces se unían y competían, escalaban y llegaban a la cresta. Hubo disputas. Canciones. Disturbios.
Muertes.
También hubo nacimientos. Un comentarista de radio apodó a los bebés nacidos durante la Llegada "que-
rubines", y también fue el responsable del rumor de que todos tenían marcas de nacimiento con forma de pluma
en algún lugar de sus diminutos cuerpos. No era cierto, pero los niños serían observados atentamente por cual-
quier indicio de beatitud o poderes mágicos.
En este día de la historia —el nueve de agosto— el tiempo se partió abruptamente en "antes" y "después",
y nadie olvidaría jamás dónde estaba cuando "eso" empezó.
***
Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro, e imbécil, durmió durante todo el asunto, pero más tarde ase-
guraría que se había desmayado leyendo a Nietzsche —en lo que más tarde determinó que fue el preciso momen-
to de la Llegada— y sufrió una visión del fin del mundo. Fue el principio de una grandiosa pero muy poco brillante
estratagema que se perdió pronto en un decepcionante final cuando descubrió cuanto trabajo había que invertir
en fundar un culto.
Traducción: Dominio Publico
Corrección: Sol Mendez
***
Zuzana Nováková y Mikolas Vavra estaban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik
acababa de regatear por un antiguo anillo de plata —tal vez antiguo, tal vez de plata, definitivamente un anillo—
cuando el repentino alboroto los alertó; se lo metió en el bolsillo, dónde permanecería, en secreto, durante algún
tiempo.
En una cocina del pueblo, se apiñaron detrás de los lugareños y vieron la cobertura de las noticias en árabe.
Aunque no podían entender ni los comentarios ni las exclamaciones jadeantes a su alrededor, sólo tenían el con-
texto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Eso no hacía menos
impactante ver el cielo lleno de ellos.
¡Demasiados!
Fue idea de Zuzana "liberar" la furgoneta parada en frente de un restaurante de turistas. El tejido de reali-
dad cotidiano había cedido ya tanto que el robo eventual de un vehículo parecía ser algo de esperar. Era sencillo:
sabía que Karou no tenía acceso a las noticias del mundo; tenía que advertirla. Habría robado un helicóptero si
hubiera tenido que hacerlo.
***
Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, socia de Brimstone durante mucho tiempo y abuela
sustituta de su protegida humana, estaba paseando a sus mastines cerca de su casa en Antwerp cuando las cam-
panas de Nuestra Señora comenzaron a repicar fuera de plazo. No era la hora, y aunque lo hubiera sido, el es-
truendo sin melodía era agitado, prácticamente histérico. Esther, que no tenía un hueso agitado o histérico en to-
do su cuerpo, había estado esperando que algo ocurriera desde que una huella de mano negra había sido quema-
da en una puerta en Bruselas y la abrasara eliminando su existencia. Concluyendo que esto era ese algo, volvió
rápidamente a su casa, sus perros enormes como leonesas, siguiéndola a los lados.
***
Eliza Jones vio los primeros minutos en una conexión en directo en el portátil de su compañero de piso, pe-
ro cuando su servidor colapsó, se vistieron apresuradamente, saltaron al coche de Gabriel, y condujeron hasta el
museo. Aunque era temprano, no fueron los primeros en llegar, no dejaban de llegar más colegas tras ellos para
apiñarse en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano.
Estaban estupefactos y aturdidos con incredulidad, y con una no pequeña cantidad de afrenta racional de
que tal evento se atreviera a desarrollarse en el cielo del mundo natural. Era un fraude, por supuesto. Si los ánge-
les fueran reales —lo que era ridículo— ¿no se parecerían un poco menos a las imágenes de los libros de texto de
las escuelas dominicales?
Era demasiado perfecto. Tenía que ser un montaje.
—Denme un respiro con las arpas —dijo un paleo biólogo—. Qué exageración.
Pero esta certeza exteriorizada estaba socavada por una verdadera tensión, porque ninguno de ellos era
estúpido, y había agujeros evidentes en la teoría del fraude que se hicieron más evidentes cuando helicópteros de
noticias se atrevieron a acercarse a la hueste aérea, y el metraje emitido fue más claro y menos equívoco.
Nadie quería admitirlo, pero parecía... real.
Sus alas, por ejemplo. Medían fácilmente tres metros de envergadura, y cada pluma era una llama de fue-
go. Su suave ascenso y descenso, la indescriptible gracia y poder de su vuelo —estaba más allá de cualquier tecno-
logía comprensible.
—Podría ser la emisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría ser todo CG. La guerra de los mundos del
siglo veintiuno.
Hubo algunos murmullos, pero nadie pareció tragárselo.
Eliza se quedó en silencio, mirando. Su propio terror era de una variedad diferente al de ellos, y estaba...
mucho más avanzado. Debería estarlo. Había estado creciendo toda su vida.
Ángeles.
Ángeles. Después del incidente en el puente de Carlos en Praga algunos meses antes, había sido capaz de
mantener un poco de escepticismo al menos, sólo lo suficiente para evitarle caer. Entonces podría haber sido fal-
so: tres ángeles, visto y no visto, sin dejar pruebas. Ahora parecía que el mundo había estado esperando con el
aliento contenido una demostración que estuviera más allá de toda posibilidad de duda. Y ella también. Y ahora la
tenían.
Pensó en su teléfono, dejado intencionadamente en su apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes
almacenaría su pantalla para ella. Y pensó en el extraordinario poder oscuro del que había huido por la noche, en
el sueño.
El estómago se le tensó como un puño mientras sentía, bajo sus pies, el movimiento de las tablas que había
puesto sobre las arenas movedizas de aquella otra vida. ¿Había pensado que podía escapar? Estaba ahí, siempre
había estado ahí, y esta vida que había construido encima parecía tan fuerte como un barrio de casuchas en la fal-
da de un volcán.
LLEGADA + 3 HORAS
3
ELECCION DE HABILIDADES PARA LA VIDA
—¡Ángeles! ¡Ángeles! ¡Ángeles!
Fue lo que Zuzana gritó, saltando de la camioneta mientras esta coleaba al estacionarse y parar en la sucia
ladera. El “Castillo de los Monstruos” se alzaba frente a ella: este lugar en el desierto marroquí donde un ejército
rebelde de otro mundo se escondía para resucitar a sus muertos. Esta fortaleza de lodo con sus serpientes y hedo-
res, sus grandes soldados bestias, su fosa de cadáveres. Esta ruina de la que ella y Mik habían escapado en la no-
che muerta. Invisibles. Ante la insistencia de Karou.
La muy asustada y persuasiva insistencia de Karou.
Porque... sus vidas estaban en peligro.
Y aquí estaban de regreso, ¿haciendo sonar el claxon y gritando? No eran exactamente acciones de instinto
de supervivencia.
Karou apareció, sobrevolando la kasbah a su manera: sin alas, grácil como una bailarina con gravedad cero.
Zuzana estaba moviéndose, saltando montaña arriba mientras su amiga descendía para interceptarla.
—Ángeles —exhaló Zuzana, exaltada con la noticia—. Santo dios, Karou. En el cielo. Cientos. Cientos. El
mundo. Está. Como loco— Las palabras brotaron, pero mientras se escuchaba a sí misma, Zuzana estaba viendo a
su amiga. Viéndola, y retrocediendo.
¿Qué demonios...?
Cerro la puerta del carro, pies corriendo, y Mik estaba a su lado, viendo a Karou, también. No habló. Nadie
lo hizo. El silencio se sintió como una burbuja de diálogo vacía: ocupaba espacio, pero no había palabras.
Karou... La mitad de su cara estaba hinchada y morada, con raspones en carne viva y llena de costras. Su la-
bio estaba roto e hinchado, el lóbulo de su oreja mutilado, cosido. En cuanto al resto de ella, Zuzana no podría
decirlo. Sus mangas estaban completamente bajadas sobrepasando sus manos, apretadas en sus puños de manera
rara e infantil. Se sostenía a sí misma con ternura.
Había sido brutalmente agredida. Eso estaba claro. Y sólo podía haber un culpable.
El lobo Blanco. Ese hijo de perra. La furia se ardió en Zuzana.
Y entonces lo vio. Descendía por la ladera de la colina hacia ellos, una de todas las quimeras alertadas por
su salvaje llegada, y las manos de Zuzana se apretaron en puños. Empezó a avanzar, preparada para plantarse en-
tre Thiago y Karou, pero Mik la tomó del brazo.
Traducción: Sol Mendez
Corrección: Akiva Seraph
—¿Qué estás haciendo? —siseó jalándola de vuelta a él—. ¿Estás loca? No tienes un aguijón de escorpión
como un verdadero neek-neek.
Neek-neek—su sobrenombre quimérico, cortesía del soldado Virko. Era una raza de escorpión musaraña en
Eretz que no le temía a nada, y por más que Zuzana odiara admitirlo, Mik tenía razón. Ella era más musaraña que
escorpión, medio-neek cuando mucho, y ni de cerca tan peligrosa como quería serlo.
Y voy a hacer algo respecto a eso, decidió en ese momento y lugar. Um. Inmediatamente después, si es que
no morimos aquí. Porque... demonios. Esas eran un montón de quimeras, cuando las veías a todas juntas de esa
manera, descendiendo por las faldas de una colina. El valor neek-neek de Zuzana se escondía en su pecho. Estaba
agradecida de que el brazo de Mik la rodeara—no es que tuviera la ilusión de que su dulce virtuoso del violín pu-
diera protegerla mejor de lo que ella se protegía a sí misma.
—Me estoy empezando a cuestionar nuestra elección de habilidades—le susurró.
—Lo sé. ¿Por qué no somos samuráis?
—Hay que ser Samurais —dijo ella.
—Está bien —dijo Karou, y entonces el Lobo llegó a ellos, flanqueado de cerca por su séquito de lugarte-
nientes. Zuzana lo miró a los ojos e intentó parecer desafiante. Vio costras de rasguños en sus mejillas y su furia se
reavivó. Prueba, como si hubiera habido duda de quién fue el atacante de Karou.
Espera. Acaso Karou acaba de decir “¿Está bien?”.
¿Cómo podía esto estar bien?
Pero Zuzana no tuvo tiempo de ahondar en el asunto. Estaba demasiado ocupada jadeando. Porque detrás
de Karou, tomando forma del aire y llenándolo con todo el esplendor que recordaba, estaba...
¿Akiva?
¿Bueno, qué estaba haciendo él aquí?
Otro serafín apareció a su lado. La que se veía realmente enfurecida en el puente de Praga. Se veía realmente en-
furecida ahora, también, de manera concentrada y en modo acércate sólo un poco más y te mataré. Su mano es-
taba en la empuñadura de su espada, su mirada fija en la aglomeración de quimeras.
Akiva, sin embargo, sólo miraba a Karou, quien... no parecía sorprendida de verlo.
Ninguno de los todos lo parecía. Zuzana trató de entender la escena. ¿Por qué no estaban atacándose los
unos a los otros? Creía que eso era lo que hacían las quimeras y los serafines—especialmente ésta quimera y éste
serafín.
¿Que había pasado en el castillo de los monstruos mientras ella y Mik no estaban?
Cada soldado quimérico estaba presente ahora, y a pesar de que la sorpresa estaba ausente, la hostilidad
no lo estaba. El parpadeo inexistente, la concentración de malicia en algunas de esas miradas bestiales. Zuzana se
había sentado en el piso riendo con estos mismos soldados; había hecho bailar marionetas de huesos de pollo para
ellos, les había bromeado y había sido bromeada de vuelta. Le agradaban. Bueno, algunos. Pero ahora, eran terro-
ríficos sin excepción, y se veían listos para desgarrar a los ángeles de extremidad a extremidad. Sus ojos se posa-
ban en Thiago y después no, mientras esperaban por la orden de matar que sabían que tenía que llegar.
No llegó.
Percatándose de que había estado conteniendo el aliento, Zuzana lo soltó, y su cuerpo entero se relajó len-
tamente de su respingo. Vislumbró a Issa en la multitud y le alzó la ceja en clara pregunta de qué demonios a la
mujer serpiente. La mirada de respuesta de Issa fue menos clara. Detrás de una breve sonrisa de intranquila tran-
quilidad, se veía tensa y muy alerta.
¿Qué está pasando?
Karou dijo algo suave y triste a Akiva—en lenguaje quimérico, por supuesto, maldición. ¿Qué dijo? Akiva le
respondió, también en quimérico, antes de voltearse para dirigir sus próximas palabras al Lobo Blanco.
Tal vez era porque ella no podía entender su idioma, por lo que estaba mirando sus rostros en busca de pis-
tas, y tal vez era porque ya los había visto juntos antes, y sabía el efecto que tenían en el otro, pero Zuzana enten-
dió todo esto: de alguna manera, en esta multitud de soldados bestia, con Thiago al frente y al centro, el momento
les pertenecía a Karou y a Akiva.
Los dos estaban imperturbables, con el rostro pétreo y separados por tres metros, en este momento ni si-
quiera se estaban mirando, pero Zuzana tenía la impresión de que eran un par de magnetos pretendiendo no ser-
lo.
Lo cual, ustedes saben, sólo funciona hasta que deja de hacerlo.
4
UN PRINCIPIO
Dos mundos, dos vidas. Ya no más.
Karou había hecho su elección. —Soy una quimera —le había dicho a Akiva. ¿Sólo habían pasado unas ho-
ras desde de que él y su hermana habían "escapado" de la kasbah para volar y quemar el portal de Samarkanda?
Habían tenido que regresar a quemar este portal también y de esa manera sellar el paso de la Tierra hacia Eretz
para siempre. ¿Le había preguntado qué mundo iba a elegir? Como si hubiera tenido elección—. Mi vida está allí
—había dicho ella.
Pero no era así. Rodeada por las criaturas que había creado ella misma y quienes, casi sin excepción, la
despreciaban por ser la amante de un ángel, Karou sabía que no era vida lo que le esperaba en Eretz, sino deber y
miseria, hambre y agotamiento. Miedo. Enajenación. Muerte, no era improbable.
Dolor, sin duda.
¿Y ahora?
—Podemos luchar juntos —dijo Akiva—. Yo también tengo un ejército.
Karou se quedó inmóvil, sin respirar apenas. Akiva había llegado muy tarde. Un ejército de serafines ya ha-
bía cruzado el portal—los Dominantes despiadados de Jael, la legión de élite del Imperio—por lo que esto fue una
oferta inimaginable que Akiva hizo a su enemigo, ante el asombro de todos, incluída su propia hermana. ¿Luchar
juntos? Karou vio cómo Liraz le lanzaba una mirada de incredulidad a su hermano. Hacia juego con su propia reac-
ción, porque una cosa era segura: la oferta de Akiva era inimaginable, pero Thiago aceptándola era insondable.
El Lobo Blanco moriría mil veces antes de hacer un trato con los ángeles. Él destruiría el mundo a su alrede-
dor. Vería el final de todo. Sería el fin de todo antes de que considerara una oferta como esa.
Karou estaba tan asombrada como los demás—solo que por un motivo diferente—cuando Thiago… asintió.
Un siseo de sorpresa salió de Nisk o Lisseth, sus lugartenientes Najas. Aparte de algunos guijarros vertidos
cuesta abajo por el azote de una cola, ese era el único sonido proveniente de sus soldados. En los oídos de Karou,
su sangre latía con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Ella esperaba que él lo supiera, porque ella realmente no tenía
idea.
Echó una mirada de reojo a Akiva. No mostraba pena o disgusto, consternación o el amor que había mos-
trado en su rostro la noche anterior se puso en evidencia ahora; su máscara estaba en su lugar, tal como lo estaba
la de ella. Toda su confusión tenía que permanecer oculta, y ahí había bastante que esconder.
Akiva había vuelto. ¿Acaso nadie escapaba de esta condenada kasbah? Era valiente; él siempre lo había si-
do y también imprudente. Pero no era solo él mismo a quien ponía en peligro. Sino a todo lo que ella había estado
tratando de lograr. La posición en la que estaba poniendo al Lobo: ¿proponerle todavía otra plausible excusa para
que no lo matara?
Traducción: Karine Demon
Corrección: Akiva Seraph
Y luego estaba su propia posición. Tal vez eso era lo que la ponía más nerviosa.
Y aquí estaba Akiva, el enemigo del cual se había enamorado dos veces, en dos vidas distintas, con un po-
der que sevsentía como el designio del universo y quizá lo era, y no importaba. Se permaneció al lado de Thiago.
Este era el lugar que había hecho para sí misma, por el bien de su pueblo: al lado de Thiago.
Por otra parte—aunque Akiva no supiera esto—este era el Thiago que había hecho para ella: uno con el que
pudiera estar. El Lobo Blanco era... no era el mismo en estos días. Había sellado una mejor alma en el cuerpo que
despreciaba—oh, Ziri—ella le rezó a todos los dioses en el infinito de los dos mundos para que nadie lo averiguara.
Era un secreto desgarrador, y sentía en todo momento una granada en sus manos. Sus latidos entraban y salían de
su ritmo. Sus palmas estaban frías y sudorosas.
La farsa era masiva, y frágil, y cayó fuertemente, con mucho, jalando a Ziri para llevarla a cabo. ¿Engañar a
todos estos soldados? La mayoría había servido durante décadas al general, algunos pocos durante siglos, a través
de múltiples reencarnaciones, y conocían cada uno de sus gestos, cada inflexión. Ziri tenía que ser el lobo, en com-
portamiento, cadencia y escalofriante, brutalidad contenida—ser él, pero, paradójicamente, un mejor él, uno que
pudiera guiar a su pueblo hacia la supervivencia en lugar de una venganza sin salida.
Eso sólo podía ocurrir gradualmente. El Lobo Blanco simplemente no se despertaba una mañana, bostezaba
se estiraba y decidía aliarse con su enemigo mortal.
Pero eso era exactamente lo que Ziri estaba haciendo en ese momento.
—Jael debe ser detenido —declaró como si esto fuera un hecho—. Si tiene éxito en la adquisición de armas
humanas y su apoyo, no habrá esperanza alguna para ninguno de nosotros. En esto al menos, tenemos una causa
en común—mantuvo su voz baja, trasmitiendo absoluta autoridad y no la preocupación de cómo sería recibida su
decisión. Era la manera del Lobo, y la suplantación de Ziri fue impecable. —¿Cuántos son?—
—Miles— contestó Akiva. —En este mundo. Habrá sin duda, una fuerte presencia militar en el otro lado del
portal.
—¿Este portal?— preguntó Thiago con un movimiento de la cabeza hacia las montañas del Atlas.
—Entraron por el otro,— dijo Akiva. —Pero este podría estar comprometido también. Ellos tienen los me-
dios para descubrirlo.
No miró a Karou cuando dijo esto, pero sintió un destello de culpa. Gracias a ella, la abominación de Razgut
era un agente libre, y él fácilmente podría haberles mostrado este portal, como se lo había enseñado a ella. La
quimera podría quedar atrapada aquí, separada de su propio mundo y sus enemigos los serafines se acercaban a
ellos desde ambos lados. Este refugio al que les había llevado podría llegar a ser fácilmente su tumba.
Thiago lo tomó con calma. –Bueno, Vamos a ver.
Miró a sus soldados, ellos le regresaron la mirada, cautelosos, analizando todos sus movimientos. ¿Qué es-
tará pensando? estarían preguntando, porque simplemente no podría ser lo que parecía. Pronto pediría la muerte
de los ángeles. Todo esto parecía parte de alguna estrategia. Seguramente.
—Oora, Sarsagon,— les ordenó, —Elijan equipos para velocidad y sigilo. Quiero saber si los dominantes es-
tán tras nuestras puertas. Si los hay, mantenerlos fuera. Sostengan el portal. Que ningún ángel quede con vida. —
Una sonrisa lobuna manifestó el beneplácito ante la idea de los ángeles muertos, y Karou vio algo de la descon-
fianza en los rostros de los soldados. Esto tenía sentido para ellos, todo lo demás no: el Lobo, disfrutando la posibi-
lidad de sangre angelical. —Enviar a un mensajero, una vez que estén seguros. Vayan —, dijo; Oora y Sarsagon
recogieron sus equipos con gestos rápidos y decisivos mientras se movían a través de la recolección. Bast, Keita—
Eiri, los grifos Vazra y Ashtra, Lilivett, Helget, Emylion.
—Todos los demás, de vuelta al patio. Prepárense para salir si el informe es favorable—. El general se detu-
vo. —Y listo para pelear si no lo es.— Una vez más se las arregló, con no más que la sombra de una sonrisa, para
insinuar que preferiría el resultado más sangriento.
Estaba bien hecho, y un poco de esperanza traviesa entro en la ansiedad de Karou. La acción era mejor, las
órdenes dadas y las siguieron. La respuesta fue inmediata e inquebrantable. El anfitrión dio la vuelta y regresó a la
colina. Si Ziri podría mantener esta actitud inexpugnable de mando, incluso el más rudo de las tropas confiaría en
él para contar con su aprobación.
Excepto, bueno, no todos estaban siendo engañados. Issa estaba moviéndose desafiantemente contra la
marea de soldados que venían colina abajo, y luego estaba el asunto de los lugartenientes de Thiago. A excepción
de Sarsagon, que había recibido una orden directa, la comitiva del Lobo se quedó agrupada en torno a él. Ten,
Nisk, Lisseth, Rark y Virko. Estas fueron las mismas quimeras que habían conspirado para conseguir que Karou se
quedara sola en el hoyo con Thiago—con la excepción de Ten, que había cometido el error de hablar con Issa y
ahora era Ten como Thiago es ahora Thiago—y ella los odiaba. No tenía ninguna duda de que hubieran bajado a
celebrar con él si se los hubiese pedido y sólo podía estar contenta de que él no lo hubiese creído necesario.
Ahora su persistencia era de mal agüero. No habían seguido las órdenes de Thiago porque se creían exen-
tos de ello. Debido a que esperaban que se les dieran otras órdenes. Y la forma en estaban sobre Akiva y Liraz no
dejó ninguna duda de lo que suponían seria.
—Karou,— susurró Zuzana, en el hombro de Karou. —¿Qué diablos está pasando?
¿Qué demonios no estaba pasando? Todas las colisiones que había evitado en los últimos días habían he-
cho un efecto boomerang en torno a Karou chocando contra unos y otros aquí. –Todo—, dijo ella, con los dientes
apretados. —Está pasando de todo.
Los monstruos Nisk y Lisseth con las manos medio altas, listas para estallar sus hamsas a Akiva y Liraz, debi-
litarlos y matarlos o tratar. Akiva y Liraz, con sus caras inquebrantables y Ziri en medio. Pobre y dulce Ziri, vestido
con la carne de Thiago y tratando de llevar a su salvajismo, también, pero sólo la en cara de él y no en su corazón.
Ese era su reto ahora. Era algo más que un desafío. Era su vida, y todo dependía de ello. La rebelión, el futuro—si
habría uno por toda la quimera que aún vive, y todas las almas enterradas en la catedral de Brimstone. Este enga-
ño era su única esperanza.
Los siguientes diez segundos se sintieron tan densos como el hierro doblando.
Issa llegó en el mismo momento que Lisseth habló. —¿Qué órdenes hay señor, para nosotros?
Issa abrazó a Mik y a Zuzana, le hecho una mirada de reojo a Karou que brillaba con un significado claro.
Parecía emocionada, Karou la miro. Se miraba reivindicada.
—Ya he dado mi orden—, dijo Thiago a Lisseth, fríamente. —¿Fui lo suficientemente claro?
¿Reivindicada? ¿Sobre qué? La mente de Karou saltó inmediatamente a la noche anterior. Después de que
ella había despedido a Akiva con una despedida fría que sin duda no sentía, mandándolo lejos por lo que ella había
imaginado sería la última vez, Issa le había dicho: —Tu corazón no está mal. No tienes por qué avergonzarte. –
De amar a Akiva, a eso se refería ella. Y ¿cuál había sido la respuesta de Karou? —No importa—. Había in-
tentado creer: que su corazón no importaba, que ella y Akiva no importaban, que había mundos en juego y eso era
lo que importaba.
—Señor—, argumentó Nisk, la compañera Naja de Lisseth. —No puede decir que dejara que estos ángeles
vivan
Dejar que estos ángeles vivan. Ni siquiera estaba en discusión: la vida de Akiva y de Liraz. Habían vuelto
aquí para advertirles. El verdadero Thiago no habría dudado en destriparlos por su problema. Akiva no sabía que
este no era el verdadero Thiago, y que volvería de todas maneras. Por su bien.
Karou lo miro, encontró sus ojos esperando los de ella, y se reunió con ellos con una picara claridad que era
la disolución final de la mentira.
Importaba. Ellos eran importantes, y lo que fuera que había hecho que no se mataran entre sí en la playa
de Bullfinch hace tantos años... que importaba.
Thiago no respondió a Nisk. No con palabras, de todos modos. La mirada que se volvió contra él segó el res-
to de las palabras de los soldados en el silencio. El lobo siempre había tenido ese poder; del cual Ziri se apropio
sorprendentemente.
—Al patio—, dijo suave y amenazadoramente. —Excepto Ten. Tendremos unas cuantas palabras sobre…
mis expectativas... cuando hayamos terminado aquí. Lárguense—
Y se fueron. Karou podría haber disfrutado de las caras retraídas llenas de vergüenza que había en sus ros-
tros, pero el Lobo volteo su mirada a Issa que estaba junto a ella y en ella. Y les dijo —Ustedes también
Como el Lobo lo haría. Nunca había confiado en Karou, sólo la había manipulado y mentido, y en ésta situa-
ción habría sido absolutamente descartada junto con el resto. Y así como Ziri tenía que desempeñar su parte, ella
tenía la suya. En secreto ella podría ser la nueva líder, consagrada por Brimstone y con la bendición del Lobo Blan-
co, pero a los ojos del ejército de las quimeras, ella seguía siendo —al menos por ahora — la chica que había tro-
pezado y estaba empapada de sangre — desde el abismo.
La muñeca rota de Thiago.
Sólo podían trabajar desde el punto de partida que tenían, y esa era la trampa —grava, sangre, muerte,
mentiras, y ella no tenía ninguna otra opción para mantener la farsa de momento. Asintió con obediencia al Lobo,
sintió ácido en la boca del estomago al ver los ojos de Akiva oscurecerse. Por su lado, Liraz era peor. Liraz era des-
pectiva.
Eso fue un poco difícil de tomar.
¡El Lobo esta muerto! Quería gritarlo. Yo lo mate. ¡No me miréis así! Pero por supuesto, no podía. En este
momento, tenía que ser lo suficientemente fuerte como para parecer débil.
—Vámonos—, dijo Karou, apurando a Issa, Zuzana y Mik a que la siguieran.
Pero Akiva no la dejaría ir tan fácilmente. –Espera—. Habló en Seráfico, para que nadie entendiera, solo
Karou. —No vine a hablar con él. Quiero hablar contigo si tuviera la oportunidad. Quiero saber qué es lo que quie-
res.
¿Lo que quiero? Karou sofocó una ola de histeria que se sentía peligrosamente como risa. ¡Como si esta vi-
da tuviera alguna semejanza a lo que quería! Pero, dadas las circunstancias, ¿era lo que quería? Apenas había con-
siderado lo que podría significar. Una alianza. Las quimeras rebeldes uniéndose con los hermanos bastardos de
Akiva ¿para tomar el Imperio?
En pocas palabras, era una locura. —Incluso unidos—, dijo ella, —estaríamos en inferioridad numérica ma-
sivamente.
—Una alianza significa algo más que el número de espadas—, dijo Akiva. Y su voz era como una sombra de
otra vida cuando añadió, en voz baja: —Algunos, y luego más.
Karou lo miró en un segundo de descuido, entonces lo recordó, forzándola a bajar la mirada. Algunos, y
luego más. Era la respuesta a la pregunta de si otros podían ser llevados en torno a su sueño de la paz. —Este es el
comienzo—, Akiva había dicho momentos antes, con su mano en su corazón, antes de pasar a Thiago. Nadie más
sabía lo que eso significaba, pero Karou si, haciéndola sentir el calor revoleteando de su sueño en su propio cora-
zón.
Somos el comienzo.
Ella se lo había dicho a él hace mucho tiempo; ahora él se lo estaba diciendo. Esto era lo que quiso decir
sobre la oferta de aliarse: el pasado, el futuro, la penitencia, el renacimiento. Esperanza.
Significaba todo.
Y Karou no podía reconocerlo. No aquí. Nisk y Lisseth se habían detenido en la colina para mirar hacia ellos:
Karou la "amante de un ángel", y el ángel Akiva, hablando en voz baja en seráfico mientras que Thiago se quedó
allí ¿dejando que ellos se fueran? Todo estaba mal. Sabían que el Lobo ya tendría sangre en sus garras en este
momento.
Cada momento era una prueba más del engaño; cada sílaba pronunciada hizo indulgencia del Lobo menos
sostenible. Así que Karou bajó la mirada, la tierra pedregosa redondeaba sus hombros como la muñeca rota que se
suponía que debía ser. —La elección es de Thiago,— dijo en quimérico, y trató de actuar su papel.
Ella lo intentó.
Pero no podía dejar las cosas así. Después de todo, Akiva seguía persiguiendo el fantasma de una esperan-
za. Había más sangre y cenizas de lo que habían imaginado alguna vez en sus días de amor, que estaba tratando de
evocar de nuevo a la vida. ¿Qué otro camino a seguir estaba allí? Era lo que ella quería.
Tenía que darle alguna señal.
Issa estaba sosteniendo su codo. Karou se inclinó hacia ella, girando para que el cuerpo de la mujer serpien-
te se interpusiera entre ella y la quimera, y luego, con tanta rapidez que ella temía Akiva podría perderse, levantó
la mano y tocó su corazón.
Se golpeó en el pecho mientras se alejaba. Estamos al principio, pensó, y fue superado por el recuerdo de la
creencia. Venía de Madrigal, su yo más profundo, que había muerto creyendo, y era aguda. Se inclinó hacia Issa,
ocultando su rostro para que nadie la viera así.
La voz de Issa era tan débil que casi parecía como su propio pensamiento. —¿Ya ves, hija? Tu corazón no se
equivoca.
Y por primera vez en el mucho, por mucho tiempo, Karou sintió la verdad de ello. Su corazón no estaba
equivocado.
Fuera de la traición y la desesperación, en medio de bestias hostiles y ángeles invasores y un engaño que se
sentía como una explosión a punto de ocurrir, de alguna manera, este era un comienzo.
5
CONSEGUIR—FAMILIARIZARSE
Akiva no se lo perdió. Él vio los dedos de Karou tocar su corazón mientras se alejaba, y en ese instante todo
valió la pena. El riesgo, el intestino—retorciéndose al obligarse a hablar con el lobo, incluso la incredulidad hir-
viente de Liraz a su lado.
—Estás loco—, dijo ella en voz baja. –¿También tengo un ejército? Tú no tienes un ejército, Akiva. Tú
eres parte de un ejército. Hay una gran diferencia-
—Lo sé,— dijo. La oferta no era suya para hacer. Sus hermanos Ilegítimos los esperaban en las cuevas Ki-
rin; esto era cierto. Nacieron para ser armas. No hijos e hijas, o incluso hombres y mujeres, solo armas. Bueno,
ahora eran ellos mismos empuñando las armas, y aunque se habían reunido detrás de Akiva para oponerse al Im-
perio, una alianza con su enemigo mortal no era parte del acuerdo.
—Voy a convencerlos—, dijo, y en su alegría— Karou había tocado su corazón, él lo creyó.
—Empieza conmigo—, susurró su hermana. —Vinimos aquí para advertirles, no para unirnos a ellos.
Akiva sabía que si podía convencer Liraz, el resto seguiría. Como se suponía que debía hacer eso, él no lo
sabía, y el enfoque del Lobo Blanco adelantándose le previno.
Con su loba teniente a su lado, él se adelantó, y el regocijo de Akiva marchitó. Él se remontó a la primera
vez que había visto al lobo. Había sido en Bath Kol, en el Shadow ofensivo, cuando él mismo era sólo un soldado
verde, recién salido del campo de entrenamiento. Había visto la lucha general quimera, y más que cualquier pro-
paganda con la que se había criado, la vista había forjado su odio a las bestias. Espada en una mano, hacha en la
otra, Thiago había surgido a través de filas de ángeles, arrancando las gargantas con sus dientes como si fuera el
instinto. Como si estuviera hambriento.
La memoria enfermó a Akiva. Todo sobre Thiago le enfermaba, sobre todo las marcas de cortes en la cara,
hechos sin duda por Karou en defensa propia. Cuando el general se detuvo delante de él, Akiva hiso todo lo que
pudo hacer para no llevar su palma a su cara y lanzarlo al suelo. Una espada en su corazón, como había sido el
destino de Joram, y entonces podrían tener su nuevo comienzo, todos los demás, libres de los señores de la muer-
te que habían dirigido a su pueblo contra el otro por tanto tiempo.
Pero eso no podía hacerlo.
Karou miró hacia atrás una vez desde la ladera, la preocupación intermitente a través de su hermoso rostro
—aún distorsionado por cualquier violencia que se había negado a revelar a él, y luego se alejó y fue simplemente
Thiago y Ten frente Akiva y Liraz, el calor del sol y alto, azul cielo, tierra gris.
—Entonces— dijo Thiago, —podemos hablar sin una audiencia.
—Creo recordar que te gusta el público—, dijo Akiva, sus recuerdos de la tortura eran tan reales como
nunca lo habían sido. Thiago abuso de sí mismo en su presentación: el lobo blanco, estrella de su espectáculo san-
griento.
Traducción: Ale Herrera
Corrección: Akiva Seraph
Un pliegue de confusión apareció y se desvaneció en la frente de Thiago. —Dejemos el pasado, ¿de acuerdo?
El presente nos da más que suficiente para hablar, y luego, por supuesto, está el futuro—.
El futuro no te tendrá en él, pensó Akiva. Era demasiado perverso pensar que esto de alguna manera acon-
teció, este sueño imposible, que el Lobo Blanco deba ir a través de su cumplimiento y todavía estar allí, todavía
blanco, todavía presumido, y todavía de pie en la puerta de Karou después de que todo fuera peleado y ganado.
Pero no. Eso estuvo mal. La mandíbula de Akiva se contraía y aflojaba. Karou no era un premio a ganar; eso
no era el por qué él estaba aquí. Ella era una mujer y elegiría su propia vida. Estaba allí para hacer lo que podía, lo
que pueda, para que ella pudiera tener una vida para elegir, un día. Quien y lo que sea que incluya era asunto su-
yo. Así que apretó los dientes. Él dijo: —Hablemos del presente.
—Tú me has puesto en una situación difícil, al venir aquí—, dijo el Lobo. —Mis soldados están esperando
que te mate. Lo que necesito es una razón para no hacerlo.
Esto irritó a Liraz. — ¿Crees que podrías matarnos?— Preguntó ella. —Inténtalo Lobo.
La atención de Thiago pasó a ella, su calma imperturbable. —No nos han presentado.
— Sabes quién soy, y sé quién eres, y con eso bastara.—
Típica brusquedad de Liraz.
—Como lo prefieras—, dijo Thiago.
—Todos se ven igual de todos modos, — Ten arrastró las palabras.
—Bueno, entonces, — dijo Liraz. —Esto podría hacer nuestro juego de conseguir—familiarizarse más difícil
para ustedes.
— ¿Qué juego es ese?— Preguntó Ten.
No, Lir, pensó Akiva. En vano.
—En el que tratamos de averiguar cuál de nosotros mató a cual de ustedes en sus cuerpos anteriores. Estoy
segura de que algunos de ustedes deben recordarme—. Ella levantó las manos para mostrar su recuento de muer-
tos, Akiva atrapo la más cercana a él, cerró su puño marcado sobre ella, y la empujó hacia abajo.
—No hagas alarde de eso aquí—, dijo. ¿Qué pasa con ella? ¿Ella realmente quiere que esto termine en un
baño de sangre? lo que sea que "esto" era, esta tenue y casi impensable pausa en las hostilidades.
Ten gruñó una risa cuando Akiva empujó la mano de su hermana de vuelta a su lado. —No te preocupes,
Bestia de Bane. No es exactamente un secreto. Recuerdo cada ángel que alguna vez me mató, y sin embargo, aquí
estoy, hablando con ustedes. ¿Puede decirse lo mismo de los muchos ángeles que he matado? ¿Dónde están to-
dos los serafines muertos ahora? ¿Dónde está tu hermano?—
Liraz se estremeció. Akiva sintió las palabras como un golpe a una herida—el fantasma de Hazael surgio ca-
sualmente, con saña, y cuando el calor alrededor de ellos surgió, él sabía que era no sólo el temperamento de su
hermana, sino el suyo propio.
Así fue, entonces, una restauración del orden natural: la hostilidad.
O... no.
—Pero no fue una quimera quien mató a tu hermano—, dijo Thiago. —Fue Jael. Lo que nos lleva al punto—
. Akiva encontró el foco de los ojos claros de su enemigo. No había ninguna burla en ellos, ningún gruñido sutil, y
nada de la diversión fría con la que se había regodeado con Akiva en la cámara de tortura, todos esos años
atrás. Había sólo una extraña intensidad. —No tengo la menor duda de que todos somos asesinos consumados—,
dijo en voz baja. —Yo tenía entendido que nos quedamos aquí por una razón diferente.
El primer sentimiento de Akiva fue vergüenza —de ser educados en sangre fría por Thiago?—Y lo siguiente
fue la ira. —Sí. Y no era para defender nuestras vidas. ¿Necesitas una razón para no matarnos? Qué tal esto: ¿Tie-
nes un lugar mejor a donde ir?
—No. No lo tenemos. —Simple. Honesto. —Y así que estoy escuchando. Esto fue, después de todo, tu
idea.
Sí, lo fue. Su loca idea de ofrecer la paz al Lobo Blanco. Ahora que se puso de pie cara a cara con él, y Karou
no estaba cerca, vio lo absurdo de la misma. Él había sido cegado por su desesperación por estar cerca de ella, pa-
ra no perderla por la inmensidad de Eretz, enemigos para siempre. Así que él había hecho esta oferta, y fue sólo
ahora, tardíamente, que vio cuan verdaderamente extraño era que el lobo estaba considerándolo.
¿Que el Lobo estaba buscando una razón para no matarlo?
Se había sentido como una agresión, esa declaración, como provocación. ¿Pero fue posiblemente, since-
ro? ¿Podría ser la verdad, que él quería esta paz pero necesitaba justificarse ante sus soldados?
—Los Ilegítimos se han retirado a un lugar seguro—, dijo Akiva. —A los ojos del Imperio, somos traido-
res. Yo soy el parricidio y el regicidio, y mi culpa nos mancha a todos—. Consideró sus siguientes palabras. —Si
realmente quieres decir que consideras esto
—Esto no es un truco de mi parte,— Thiago interrumpió: —Te doy mi palabra.
—Tu palabra.— Esto vino de Liraz, servido sobre una masa desnuda de una risa. —Vas a tener que hacerlo
mejor que eso, Lobo. No tenemos ninguna razón para confiar en ti.
—Yo no iría tan lejos. Están vivos, ¿no es así? No pido las gracias por ello, pero espero que sea perfecta-
mente claro que no es cuestión de suerte. Ustedes vinieron a nosotros medio muertos. Si hubiera querido termi-
nar el trabajo, lo hubiera hecho .
No podía haber ninguna discusión a eso. Indiscutiblemente, Thiago los había dejado vivir. El los había deja-
do escapar.
¿Por qué?
¿Por el amor de Karou? ¿Había ella abogado por sus vidas? Habría ... negociado por ellos?
Akiva miró hacia la pendiente por donde se había ido. Se puso de pie en el arco de entrada a la kasbah, ob-
servándolos, demasiado lejos para leer. Se volvió a Thiago, y vio que su expresión era aún carente de la crueldad o
la duplicidad o incluso de su frialdad habitual. Tenía los ojos abiertos, no pesadamente cerrados con arrogancia o
desdén. Había un marcado cambio en él. ¿Que podría explicar eso?
Una explicación se le ocurrió Akiva, y la odiaba. En la cámara de tortura, la rabia de Thiago había sido la
de un rival—un rival perdiendo. Bajo el odio ancestral de sus razas se había quemado la ira más personal de un
alfa por un retador. La humillación del no elegido. Venganza por el amor de Madrigal a Akiva.
Pero eso estaba ausente ahora—tan ausente como las razones para ello. Akiva ya no era su rival, ya no era
una amenaza. Debido a que Karou había hecho una elección diferente esta vez.
Tan pronto como esta idea vino a Akiva, la falta de malicia de Thiago parecía
una dura prueba de ello. El Lobo Blanco estaba lo suficientemente seguro de su elección que ya no tenía
que matar a Akiva. Karou, oh Dioses Estrella. Karou.
Si no fuera por su sangrienta historia, si Akiva no supiera lo que se esconde en el verdadero corazón de
Thiago, parecería una coincidencia obvia: el general y la resucitadora, señor y señora de la última esperanza de la
quimera. Pero él conocía el verdadero corazón de Thiago, y también Karou.
No era historia antigua tampoco, la violencia de Thiago. Los ojos abatidos de Karou, su incertidumbre tré-
mula. Moretones, cortes. Y sin embargo, la criatura de pie ante Akiva ahora parecía una mejor versión del Lobo
Blanco: inteligente, poderoso y cuerdo. Un aliado digno. Al mirarlo, Akiva ni siquiera sabía lo que debía esperar. Si
Thiago era todo esto, entonces la alianza tenía una oportunidad, y Akiva sería capaz de estar en la vida de Karou,
aunque sólo en los bordes de la misma. Él sería capaz de verla, por lo menos, y saber que ella estaba bien. Él sería
capaz de expiar sus pecados y ella lo sabría. Sin mencionar, que podrían tener una oportunidad de detener a Jael.
Por otro lado, si Thiago fuera esto —inteligente, poderoso, y en su sano juicio—y el estaba parado hom-
bro—con—hombro con Karou para dar forma al destino de su pueblo, ¿qué lugar había allí para Akiva en eso? Y
más al punto, ¿podría soportar la idea de esperar y verlo?
—Y hay algo más—, dijo Thiago. —Algo te debo. Entiendo que tengo que darte las gracias por las almas de
algunos de los míos.
Akiva entrecerró los ojos. —No sé lo que estás hablando—, dijo.
—En las Tierras Postreras. Interviniste en la tortura de un soldado quimera. Se escapó y regresó a nosotros
con las almas de su equipo.
Ah. El Kirin. Pero, ¿cómo puede alguien saber que Akiva había hecho eso? No no se había dejado ver. Había
convocado a las aves, cada ave en toda la zona. Él se limitó a sacudir la cabeza, dispuesto a negarlo.
Pero Liraz lo sorprendió. —¿Dónde está?— Le preguntó a Thiago. —No lo veo con los otros.
¿Lo había estado buscando? Akiva echó un vistazo a su manera. La mirada de Thiago fluctuaba. Se agudizó,
y se instaló en ella. —Está muerto—, dijo después de una pausa.
Muerto. El joven Kirin, último de la tribu de Madrigal. Liraz no respondió. —Siento mucho oír eso—, dijo
Akiva.
La mirada de Thiago desplazó de nuevo a él. —Pero gracias a ti, su equipo va a vivir de nuevo. Y para volver
a nuestro propósito, ¿no fue su verdugo el ángel al que ahora debemos oponernos?
Akiva asintió. —Jael. Capitán de los Dominantes. Ahora emperador. Estamos aquí de pie mientras él reúne
sus fuerzas, y mientras que tu palabra no significa nada para mí, voy a confiar en una cosa: que lo detendrás. Así
que si crees que tus soldados pueden distinguir un ángel del otro lo suficiente como para luchar contra los Domi-
nantes de lado de los Ilegítimos, ven con nosotros, y vamos a ver qué pasa .
Liraz dijo a Ten, añadiendo fríamente: —Llevamos negro, y ellos visten de blanco. Si eso ayuda .
—Todos tienen el mismo sabor—, fue la respuesta lacónica de la loba.
—Ten, por favor—, dijo Thiago en una voz de advertencia y, a continuación, a Akiva: —Sí, vamos a ver.—
Asintió una promesa, manteniendo los ojos en los de Akiva, y la cordura aún estaba allí, la crueldad todavía ausen-
te, sin embargo, Akiva no pudo evitar recordarlo destrozando gargantas, y se sintió en el precipicio de una muy
mala decisión.
Soldados renacidos e Ilegítimos, juntos. En el mejor de los casos, sería miserable. En el peor, devastador.
Pero a pesar de sus dudas, fue como si hubiera un brillo haciéndole señas—el futuro, rico en luz, llamándo-
le hacia él. No había promesas hechas, únicamente esperanza. Y no era sólo la esperanza encendida por el sutil
gesto de Karou. Al menos, él no lo creía. Pensó que esto era lo que tenía que hacer, y que no era estúpido, sino
audaz.
Sólo el tiempo lo diría.
6
ÉXODO DE BESTIAS
Karou ya había supervisado una transferencia de este pequeño ejército de un mundo al otro, y no había si-
do uno de los mejores momentos. Con una mayoría de soldados sin alas y ninguna forma para transportarlos des-
de Eretz, tuvieron que hacer múltiples viajes, aun cuando Thiago había optado por “liberar” a muchos de ellos,
recogiendo almas y llevándolas en turíbulos. Había considerado a los cuerpos “peso muerto” –exceptuando, claro,
el suyo y el de Ten, y algunos otros de sus lugartenientes, que habían cabalgado más grandes y voladores resucita-
dos.
Esta vez, Karou estaba aliviada de alinear a todos en el patio y determinar que lo que quedaba de “peso
muerto” podía ser manejado por el resto y no se requería de ninguna liberación.
El foso se había alimentado con su último cuerpo.
Ella lo vio desde el aire una última vez mientras la compañía tomaba el vuelo, y mantenía un cierto magne-
tismo en su mirada. Se veía tan pequeño desde aquí arriba, abajo en el sinuoso camino de la alcazaba. Sólo una
oscura hendidura en la rodante tierra color polvo, con algunos montículos de tierra escavada, palas encajadas en
ellos como estacas. Ella creyó que podría ver las marcas de arañazos donde Thiago la atacó, e incluso pequeñas
áreas que podrían ser sangre. Y en el lado lejano de los montículos, identificable para nadie más que para sí mis-
ma, estaba otra alteración en el polvo: la tumba de Ziri.
Era poco profunda y ella se había ampollado las manos haciendo incluso eso, pero nada podría haberla he-
cho tirar la última carne natural de Kirin en el foso, con sus moscas y putrefacción. Aunque, ella no pudo escapar
de las moscas y la putrefacción tan fácil. Tuvo que inclinarse en la orilla de esa espesa y escurridiza oscuridad con
el bastón recogedor de Ziri, para recoger las almas de Amzallag y Las Sombras Que Viven, asesinados por el Lobo y
sus secuaces por el crimen de escoger el lado de ella.
Desearía poder tenerlos a su lado de nuevo en lugar de en un turíbulo, escondidos lejos, pero ellos debían
permanecer en un turíbulo –por ahora. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Hasta un tiempo que era imposible aún
imaginar: un tiempo después de todo esto, y mejor que todo esto, cuando la mentira ya no importara más.
Cómo si ese tiempo fuera a suceder.
El tiempo sucederá si hacemos que pase, se dijo a sí misma.
Los exploradores de Thiago reportaron que no había presencia de serafines en varias millas de radio alre-
dedor del portal en Eretz, lo cual era un alivio, pero no uno en el que Karou pudiera confiar. Con Razgut en manos
de Jael, nada era seguro.
Aunque con los Ilegítimos de Akiva, al menos tenían una oportunidad.
Pero claro, estaba su propio problema: la alianza. Vendérsela a las quimeras. Pisando el filo de la navaja del
engaño para convencer al ejército rebelde en actuar en contra de sus más profundos instintos. Karou sabía que en
cada paso hacia adelante se encontraría resistencia de un gran número de personas en la compañía. Para darle
forma al futuro, ellos tenían que ganar a cada paso. ¿Y en quiénes consistían “ellos”? Además de ella y “Thiago”,
Traducción: Karina Paredes
Corrección: Akiva Seraph
solo Issa y Ten –que en realidad era Haxaya, una soldado menos malvada pero igual de impulsiva cómo había sido
la real Ten— conocían el secreto. Bueno, ahora Zuzana y Mik también.
—¿Qué pasa contigo?— Preguntó Zuzana incrédula, tan pronto como ellas dejaron a Thiago y Akiva en sus
negociaciones. —¿Siendo camarada con el Lobo Blanco?
—Tú sabes lo que ‘carnada’ es, ¿verdad?— Karou respondió, evasiva. —Es lanzar sangre al agua para atraer
tiburones
—Bueno, yo me refería a ‘ser camarada’, pero estoy segura que debe haber una metáfora de eso en algún
lado. ¿Qué fue lo que te hizo? ¿Estás bien?
—Lo estoy ahora— Dijo Karou, y a pesar de que había sido un alivio desengañar a sus amigos de su noción
de camaradería, no había sido agradable el decirles sobre la muerte de Ziri. Ambos habían llorado, lo que había
sido cómo un peso extra para sus propias lágrimas, sin duda aumentando su reputación de debilidad frente a la
compañía.
Y con eso ella podía vivir, pero por todos los dioses y polvo de estrellas, Akiva era otro asunto.
¿Dejarlo creer que ella estaba siendo ‘cariñosa’ con el Lobo Blanco? ¿Pero que se suponía que ella hiciera?
Ella estaba siendo vigilada de cerca por todos los integrantes de las quimeras. Algunos ojos eran solamente curio-
sos —¿Ella todavía lo ama?— Pero otros eran de sospecha, ansiosos de condenarla y levantar conspiraciones de
cada mirada que ella daba. No podía darles municiones, así que ella se mantuvo lejos de Akiva y Liraz en la alcaza-
ba, y tratando incluso ahora de ni si quiera voltear en su dirección, en el flanco más alejado de la formación.
Thiago montaba a la cabeza de la multitud cabalgando al soldado Uthem. Uthem era un Vispeng, de aspec-
to mitad dragón mitad caballo, largo y sinuoso. Era el más grande y sorprendente de las quimeras y en su espalda,
Thiago se veía majestuoso como un príncipe.
Más cerca de Karou, Issa montaba Rua, un soldado Dashnag, mientras que en la mitad de todo, incongruen-
tes cómo dos gorriones aferrándose a la espalda de raptores, estaban Zuzana y Mik.
Zuzana estaba sobre Virko, Mik sobre Emylion, y ambos tenían los ojos muy abiertos, aferrándose a las co-
rreas de cuero mientras los poderosos cuerpos de las quimeras se agitaban debajo de ellos, surcando el aire. Para
Kaoru, los cuernos de carnero en espiral de Virko le recordaban a Brimstone. Era de cuerpo felino pero inmenso:
cómo un gato agazapado musculoso, como un león con esteroides, y desde la espalda de su grueso cuello se eriza-
ba un collar de púas, que Zuzana había acolchado con una manta de lana de la cual se había quejado que olía a
pies. —¿Así que mis opciones son respirar olor a pies o sacarme los ojos con el collar de púas? Genial.
Ahora ella rugía, —¡Lo estás haciendo a propósito!— Mientras Virko giraba a la izquierda, haciéndola desli-
zarse ridículamente en su montura improvisada hasta que él giró hacia el otro lado y la enderezó.
Virko estaba riendo, pero Zuzana no. Ella volteó el cuello buscando a Karou, y gritó, —Necesito un nuevo
caballo. ¡Este de aquí piensa que es gracioso!
—¡Estas atrapada con el!— Karou le respondió a Zuzana. Voló más cerca de ella, teniendo que virar alrede-
dor de un par de grifos sobrecargados. Ella misma llevaba mucho peso por una pesada carga de equipo y una larga
cadena de turíbulos enlazados, varias docenas de almas contenidos en ellos. Ella tintineaba con cada movimiento y
nunca se había sentido tan torpe. —Él se ofreció.
Era verdad, si Zuzana no hubiera sido tan ligera, no habría sido posible traer a los humanos con ellos.
Virko la estaba cargando en adición a su completa carga que le asignaron, y en cuanto a Emylion, dos o tres
soldados habían aceptado sin palabras el tomar algo de su equipo para que el pudiera llevar a Mik, quien, aunque
no muy grande, no era el ligero pétalo que Zuzana era. No había habido ningún cuestionamiento para dejar el vio
lín de Mik atrás, tampoco. Los amigos de Karou se habían ganado un afecto de éste grupo que ni si quiera
Karou había logrado.
De la mayoría de ellos, de todas formas. Estaba Ziri. Él tal vez ya no luzca más como Ziri, pero era Ziri, y
Karou lo sabía…
Ella sabía que él estaba enamorado de ella.
—¿Por qué no tienes un pegaso en esta compañía?— Zuzana demandó, palideciendo mientras miraba la
cada—vez—más—distante tierra. —Un bueno y dócil caballo para montar, con una melena esponjada en lugar de
púas, cómo flotando en una nube.
—Porque nada infunde más terror en los enemigos que un pegaso.— Dijo Mik.
—Hey, hay más en la vida que aterrar a tus enemigos.— Dijo Zuzana. —Como no caerte miles de pies hacia
tu muerte ¡aahh!— Gritó cuando Virko de repente descendió para pasar debajo del herrero Aegir, que estaba ja-
deando con fuerza por llevar el saco con armamento aéreo. Karou tomó una esquina de la bolsa para ayudarlo y
juntos se levantaron un poco más mientras Virko salía adelante.
—¡Mas te vale ser bueno con ella!— le dijo a él en Quimera. —¡O la dejaré que te convierta en pegaso en
tu siguiente cuerpo!
—¡No!— Gritó el de regreso. —¡En eso no!
Él se enderezó y Karou se encontró a sí misma en medio de uno de esos momentos en los que su vida aún
podía sorprenderla. Pensó en ella misma y en Zuze, no muchos meses atrás, en sus caballetes en las clases de dibu-
jo de vida, o con los pies arriba en una de las mesas—ataúd en la Cocina Envenenada. Mik había sido sólo “el chico
del violín” en ese entonces, un enamoramiento, ¿y ahora él estaba aquí con el violín atado a la mochila, montando
con ellos hacia otro mundo mientras Karou amenazaba monstruos con una resurrección de venganza por portarse
mal?
Solo por un momento, a pesar del peso de la bolsa de armas y los turíbulos, y su mochila –sin mencionar el
gran peso de su deber y del engaño, y el futuro de dos mundos— Karou se sentía casi ligera.
Esperanzada.
Entonces escuchó una risa, alegre con una casual malicia, y desde el rabillo del ojo, alcanzó a ver el rápido
movimiento de una mano. Era Keita—Eiri, una guerrera Sab con la cabeza de chacal, y Karou notó a la primera de
que se trataba. Ella estaba apuntando sus hamsas –la pintura del “ojo del diablo” en su manos— hacia Akiva y Li-
raz. Rark, al lado de ella, estaba haciendo lo mismo, y se estaban riendo.
Esperando que los serafines estuvieran fuera del rango, Karou arriesgó una mirada en su dirección justo a
tiempo para notar a Liraz quedarse a medio aleteo y girar alrededor, con una notable furia en su postura a pesar
de la distancia.
No fuera del rango, entonces. Akiva la alcanzó y contuvo a su hermana se doblar hacia sus atacantes. Más
risas mientras las quimeras hacían un deporte de aquello, y Karou apretaba las manos en puños alrededor de sus
propias marcas. Ella no podría ser quien detuviera esto –solo haría las cosas peor. Apretando los dientes, ella vio
cómo Akiva y Liraz se alejaban incluso más lejos, y la creciente distancia entre ellos parecía un mal presagio de este
valiente inicio.
—¿Estás bien, Karou?— Dijo un susurro con acento siseante.
Karou volteó y vio a Lisseth acercándose detrás de ella. –Bien— Respondió.
—¿Oh? Pareces tensa.
Aunque de la misma raza Naja que Issa, Lisseth y su compañero Nisk pesaban el doble que Issa –gruesos
como pitones frente a una víbora, cuello grueso como toro y fuerte, pero aun así mortalmente rápidos y equipados
con colmillos venenosos al igual que la incongruencia de las alas. Todo ello realizado por la propia Karou.
Estúpida, estúpida.
—No te preocupes por mi— Le dijo a Lisseth.
—Bueno, eso va a ser difícil, ¿no crees? ¿Cómo es que no me voy a preocupar por un amante—de—
ángeles?
Hubo un tiempo, un tiempo muy cercano, en que este insulto se sentía cómo una punzada. Ya no más. —
Tenemos demasiados enemigos, Lisseth.— Le dijo Karou, manteniendo una voz tranquila. —Muchos de ellos son
nuestros enemigos por nacimiento, heredado como una obligación, pero aquellos que hacemos enemigos por no-
sotros mismos son especiales. Debemos escogerlos con cuidado.
La ceja de Lisseth se arqueó. —¿Me estas amenazando?— Preguntó.
—¿Amenazarte? Espera, ¿cómo es que entiendes eso de lo que acabo de decir? Yo estaba hablando acerca
de hacer enemigos, y no puedo imaginar a ningún soldado resucitado ser tan tonto como para hacerse enemigo de
la resurreccionista.
Así es, ella pensó mientras la cara de Lisseth se ponía tensa. Interpreta eso como quieras.
Se estaban moviendo juntos durante todo el camino, firmes en el aire en medio de la compañía, y ahora
que la densidad de cuerpos cuando ellos se fueron, revelando a Thiago montando a Uthem, se dobló de nuevo en
medio de ellos.
La compañía de volvió a formar alrededor de ellos, yendo más despacio.
—Mi señor,— Lisseth lo saludó, y Karou pudo ver prácticamente como se formaban los chismes en sus pen-
samientos.
Mi señor, la amante—de—ángeles me amenazó, debemos endurecer nuestro control sobre ella.
Buena suerte con eso, pensó, pero el Lobo no le dio tiempo a Lisseth –ni a nadie más— de hablar.
En un tono de voz solo lo suficientemente fuerte para ser escuchado, mientras que apenas parecía estar
subiendo en tono, él dijo, —¿Realmente crees que porque estoy cabalgando al frente no sé cómo se está desen-
volviendo mi ejército?— Se detuvo. —Son cómo la sangre en mi cuerpo. Siento cada vibración y suspiro, conozco
su dolor y su alegría, y ciertamente los escuché riéndose.
El barrió el semicírculo de soldados con una mirada y Keita—Eiri, la cabeza de chacal, no se estaba riendo
cuando su mirada llegó a posarse sobre ella.
—Si yo deseara que antagonizaras con nuestros…. aliados… yo mismo se los diría. Y si sospechan que yo he
olvidado darles alguna orden, por favor, ilumínenme. En respuesta los iluminaré a ustedes.— El mensaje era para
todos. Keita—Eiri era sólo el desafortunado foco del escalofriante sarcasmo del general. —¿Qué te parece ese
arreglo a ti, soldado? ¿Es suficiente para tu aprobación?
En una voz delgada con mortificación, Keita—Eiri contestó, —Si, señor.— Karou casi se sintió mal por ella.
—Me alegra mucho.— El Lobo levantó su voz esta vez. —Hemos peleado juntos, y juntos soportamos la
pérdida de nuestra gente. Hemos sangrado y hemos gritado. Ustedes me han seguido hacia el fuego y hacia la
muerte, y hacia un mundo diferente, pero tal vez nada haya sido tan extraño como esto. ¿Refugiarse con serafi-
nes? Puede ser extraño, pero me decepcionaría si su confianza fracasara. No hay espacio para discrepar. Cualquie-
ra que no pueda acatar nuestro actual curso puede dejarnos en el momento en el que crucemos el portal, y arries-
gar su suerte por cuenta propia.
Él escaneó sus caras. Su propia cara estaba endurecida pero iluminada por un brillo interno. —Y en cuanto
a los ángeles, no les pido a ustedes más que paciencia. No podemos combatir con ellos cómo una vez lo hacíamos,
confiando en nuestros números incluso aunque sangráramos. No estoy pidiéndoles permiso para encontrar un
nuevo camino. Si se mantienen conmigo, espero fe. El futuro es sombrío, y no puedo prometerles nada más que
esto: Pelearemos por nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas, y si somos lo bastante fuertes y con
bastante suerte y muy inteligentes, podríamos vivir para reconstruir algo de lo que hemos perdido.
Él hizo contacto visual con cada uno, haciéndolos sentir vistos y notados, valorados. Su mirada comunican-
do su fe en ellos. El prosiguió: —Sólo esto es el plan: Si fallamos en desarmar nuestra amenaza presente, será
nuestro fin. El fin de las Quimeras.— Se detuvo. Su mirada encerrando por completo a Keita—Eiri, dijo, con cuida-
dosa gentileza que de alguna manera hizo la reprimenda mucho más incriminatoria: —Este no es un asunto para
reírse, soldado.
Y entonces apresuró a Uthem hacia adelante y cortaron su camino entre las tropas para volver a su lugar en
el frente del ejército. Karou observó cómo los soldados se movían en silencio de nuevo hacia su formación, y ella
supo que ninguno de ellos lo dejaría, y que Akiva y Liraz estarían a salvo de golpes de errantes hamsas por el resto
del camino.
Eso era bueno. Ella sintió un sonrojo de orgullo por Ziri, y algo de admiración. En su piel natural, el joven
soldado había sido tranquilo, casi tímido –contrario a este elocuente megalómano cuya piel estaba ahora llevando.
Observándolo, ella se preguntó por primera vez –y tal vez era estúpido que no se lo haya preguntado antes— co-
mo el ser Thiago lo ha cambiado.
Pero el pensamiento se calmó tan pronto como llegó. Este era Ziri. De todas las cosas de las que Karou te-
nía que preocuparse, él siendo corrompido por el poder no era una de ellas.
Lisseth, sin embargo, lo era. Karou la miró, aun revoloteando cerca en el aire, y vio calculaciones en los ojos
de la Naja en cuanto vio a su general volver a su puesto.
¿En que estaba pensando? Karou sabía que no habría una oportunidad ni en un millón de que los lugarte-
nientes dejaran la compañía, pero dios, ella deseaba que lo hicieran. Ninguno lo conocía mejor, y ninguno lo ob-
servaría de más cerca que ellos. En cuanto a lo que le dijo a Lisseth de hacerse enemiga de la resurreccionista, no
había sido una broma o una amenaza en vano. Si algo era cierto entre los soldados resucitados, era que si iban a
batalla muy seguido, eventualmente ellos necesitarían de un cuerpo.
Bovino, pensó Karou. Una grande y lenta vaca para ti. Y la siguiente vez que Lisseth le lanzó una mirada,
ella pensó, casi alegre, “Muu”.
7
UN REGALO DE LA NATURALEZA
La quimera ya había llegado a la cima. Había dejado atrás la kasbah y tenía el portal justo delante, aunque
Karou apenas pudo notarlo. Incluso cerrado presentaba una ligera ondulación y había tenido que zambullirse a
través de ésta en la fe, sintiendo los bordes suaves abriéndose a su alrededor. Las criaturas más grandes hicieron
lo que pudieron para plegar sus alas y pasar con velocidad, y si ellos fueran solamente una fracción más rápidos o
más lentos ellos no sentirían resistencia alguna y permanecerían justo ahí en este cielo. Sin embargo, eso no fue lo
que sucedió. Este contingente sabía lo que estaba haciendo, y desaparecieron a través del pliegue de uno en uno.
Tomó algo de tiempo, cada forma inminente parpadeaba hacia el éter.
Cuando llegó el turno de Virko, Karou gritó, “¡Espera!” a Zuzana, y ella lo hizo, y salió del corte. Emylion y
Mik seguían, a Karou no le gustaba tener a sus amigos fuera de su vista, asintió con la cabeza al Lobo, que había
dado la vuelta para ver atravesar a todos, y con un último suspiro, atravesó.
En contra de su cara, el toque de una pluma de cualquier membrana incognoscible contenía dos mundos
distintos, y ella atravesó.
Estaba en Eretz.
Aquí no había un cielo azul, había un abovedado blanco sobre sus cabezas y un tono metálico oscuro en el
horizonte visible, pero el resto se perdía sobre la neblina. Debajo de ellos solamente había agua, y en ausencia del
color del día, se ondeaba el negro. La Bahía de las Bestias. Había algo aterrador sobre el agua negra. Algo despia-
dado.
El viento era fuerte, abofeteando a los huéspedes conforme volvían a la formación. Karou tiró de su suéter
hacia sí y se estremeció. El último atravesó el corte, Uthem y Thiago, el último de todos. Las partes equinas y dra-
conianas de Uthem eran indistintamente flexibles, verdes y ondulantes, aparentaban verter el mundo a la nada. La
raza Vispeng no era alada originalmente, Karou se puso creativa para conservarla lo más que pudo: dos pares de
alas, el par principal como velas y las más pequeñas ancladas cerca de sus patas traseras. Se veía genial, si ella se lo
dijera a sí misma.
El Lobo inclinó la cabeza a través del portal, y tan pronto como terminó de atravesar, se sentó para hacer
un inventario de su tropa circundante. Su mirada se posó rápidamente en Karou, y aunque solamente hizo una
pausa demasiado breve, ella sintió que era –sabía que lo era— su principal preocupación en el mundo, en este o
en cualquier otro. Solamente cuando él sabía dónde se encontraba ella, y estaba convencido que ella se encontra-
ba bien, regresaba a su tarea en cuestión, donde tenía que guiar a este ejército con seguridad en la Bahía de las
Bestias.
Karou encontró difícil apartarse del portal y dejarlo ahí, donde nadie podría encontrarlo y utilizarlo. Akiva
debía encargarse de cerrarlo y quemarlo detrás de ellos, pero Jael había cambiado su plan. Ahora lo necesitarían.
Para regresar y comenzar el apocalipsis.
Traducción: Lety Moon
Corrección: Akiva Seraph
El Lobo, tomó el frente una vez más, moviéndolos hacia el este, lejos del horizonte metalizado y hacia las
montañas Adelphas. En un día claro, las cimas podrían visualizarse desde allí. Pero no era un día claro, y ellos no
podían ver nada más que una gruesa niebla, que tenía tanto sus ventajas como sus desventajas.
Por la parte ventajosa, la niebla los cubría. Ellos no serían vistos desde la distancia por ninguna patrulla se-
rafín.
En el lado de las desventajas, la niebla le da cobertura a cualquier persona –o cosa— y no serían visibles
desde la distancia.
Karou estaba en una posición central en el contingente, acababa de llegar al lado de Rua, para comprobar a
Issa, cuando sucedió.
—Dulce niña, ¿lo estás soportando?— Preguntó Issa.
—Estoy bien— replicó Karou. —Pero necesitas más ropa
—No te discutiré eso— replicó Issa. Ella estaba de hecho, utilizando ropa –un suéter de Karou con una hen-
didura amplia en el cuello para acomodar su capucha de cobra –lo que era inusual en Issa, pero sus labios estaban
azules, y sus hombros prácticamente llegaban a sus orejas cuando se estremecía— La raza Naja procedía de un
clima caliente. Marruecos le había sentado a la perfección. Pero esta fría niebla no tanto, y su destino helado in-
cluso menos, aunque al menos estarían protegidos de los elementos, y Karou recordó las cámaras térmicas en el
laberinto de cuevas de más abajo, si todo estaba como lo había dejado años atrás.
Las cuevas Kirin. Ella nunca había regresado al lugar de su nacimiento, la casa de su antigua vida. Hubo un
tiempo en el que planeó volver. Fue donde ella y Akiva comenzaron a planear su rebelión, cuando el destino no
tenía otras ideas.
Pero no, Karou no creía en el destino. No fue el destino el que había aniquilado su plan, sino la traición. Y
no fue el destino el que lo estaba recreando ahora –o al menos esta retorcida versión del plan, llena de sospechas
y animosidad— sino que fue la voluntad.
—Te encontraré una manta o algo— le dijo a Issa –o comenzó a decírselo—. Pero en ese momento, algo
llegó sobre ella.
O se apoderó de ella.
De todos ellos.
Una presión en la niebla, y con un arrebato de certeza, Karou se encogió y echó atrás la cabeza para mirar
hacia arriba. Y no sólo fue ella. En todo a su alrededor en las filas, los soldados estaban reaccionando. Dejándose
caer, tomando sus armas, girando hacia… algo.
Sobre su cabeza, el cielo blanco parecía estar lo suficientemente cerca como para tocarlo. Era un espacio en
blanco, pero había una prisa en la sangre de Karou y un repiqueteo como de un sonido lo suficientemente bajo
para ser escuchado, y luego, repentina e inminente, rápida y masivamente, los empujó un viento que sacudió a los
soldados como si se tratara de juguetes en una marea, era algo.
Grande.
Sobre ellos y tapando el cielo, rápidos y pasando, rozando las cabezas del contingente. Tan pronto, tan cer-
ca, tan enorme que Karou no le encontró sentido, y cuando pasó, la tocó, y el rastro del peso del aire deformado la
hizo girar. Era como una contracorriente, y las cadenas de sus turíbulos, volaron salvajes, enredándola, y por ese
instantáneo giro ella pensó en la superficie negra del agua que estaba debajo, y los turíbulos salpicándola –almas
consumidas por la Bahía de las Bestias, y luchó por su control… y justo cuando lo logró, llegó una extraña calma de
secuelas. Las cadenas se apretaron y enredaron pero no se perdió nada, y todo lo que hizo fue mirar qué era lo
que pasó –que era lo que eran, oh. Oh— antes de que el denso día blanco se los tragara de nuevo, y ellos se fue-
ron.
Cazadores de tormentas.
Las criaturas más grandes de este mundo, excepto por los secretos que el mar esconde. Alas que podrían
refugiar o destrozar una casa pequeña. Eso fue lo que pudo ver, el ala de un cazador de tormenta. Una parvada de
esos grandes pájaros había pasado planeando justo sobre el contingente, y un simple aleteo suave fue suficiente
como para romper la formación de las quimeras. Antes de que hubiera espacio en la cabeza de Karou para maravi-
llarse, hizo un frenético recuento de su ejército.
Encontró a Issa colgándose del cuello de Rua, agitada, pero por demás se encontraba bien. El herrero Aegir
había soltado el paquete de armas –todas se perdieron en el mar—. Akiva y Liraz seguían en su lugar muy por de-
lante, y Zuzana y Mik estaban delante también, no muy lejos, pero claramente a salvo del aleteo. Ellos no se veían
tan agitados, pero estaban boquiabiertos con la maravilla que Karou seguía aplazando –y las filas se fueron cerran-
do de nuevo, ninguno de ellos la había abierto después de que estas enormes figuras se desvanecieran en la nie-
bla. Todos estaban bien.
Acababan de ser sacudidos por cazadores de tormentas.
En su vida pasada, Karou había sido una niña del alto mundo: Madrigal de los Kirin, la última tribu de los
Montes Adelphas. Entre las cimas se extendían esas enormes criaturas, aunque no eran Kirin, o alguna otra cosa
que Karou haya escuchado, jamás se había visto un cazador de tormentas tan de cerca. Ellos no podían ser caza-
dos, eran sumamente difíciles de alcanzar, demasiado rápidos para perseguir, demasiado astutos para asustar. Se
creía que podían sentir los cambios más pequeños en el aire y la atmósfera, y cuando era pequeña –como Madri-
gal— Karou había tenido razones para creerlo. Viéndolos de lejos, a la deriva como motas en un sol oblicuo, ella
iba tras ellos, deseosa de un vistazo más cercano, pero tan pronto sus alas batían con su intención las de ellos res-
ponderían y se iban lejos. Nunca había encontrado un nido, una cáscara de huevo, o incluso un cascarón; si los
cazadores de tormentas eclosionaban, si los cazadores de tormentas morían, nadie sabía dónde.
Ahora Karou había tenido su vistazo cercano, y fue emocionante.
La adrenalina corría a través de ella, y no podía evitarlo. Ella sonrió. La visión había sido demasiado breve,
pero había visto que un bello denso cubría los cuerpos de los cazadores de tormentas, que sus ojos eran negros,
grandes como discos y cubiertos por una membrana parpadeante, como las aves de la Tierra. Sus plumas resplan-
decían iridiscentes, no sólo de un color, sino de todos colores, cambiando con el juego de luces.
Ellos parecían un regalo de la naturaleza, y un recordatorio de que no todo en este mundo estaba definido
por la guerra eterna. Se elevó en el aire, desenredando la cadena del turíbulo de su cuello, y se deslizó junto a Zu-
zana y Mik.
Sonrió a sus amigos, todavía aturdidos, y dijo, —Bienvenidos a Eretz.
—Olvida a Pegaso,— declaró Zuzana, fervientemente y con los ojos abiertos. —¡Quiero uno de esos!.
8
MORETONES EN EL CIELO
—Más cazadores de tormentas—, dijo el soldado Stivan desde la ventana, alejándose de Melliel.
Era la única ventana de la celda. Llevaban cuatro días en prisión. Tres noches el sol se puso al atardecer y
tres amaneceres se alzaron para iluminar al mundo que cada vez tenía menos sentido. Abrazándose a sí misma,
Melliel miro afuera.
Amanecer. Intensa saturación de luz: nubes brillantes, un mar dorado, y al horizonte una línea radiante que
era demasiado pura para mirar. Las islas eran como siluetas dispersas de bestias de ensueño y el cielo… el cielo
estaba como ha estado, que es como decir, el cielo estaba mal.
Si hubiese sido piel, uno diría que tenía moretones. Este amanecer, como los otros, fue revelado para ex-
poner nuevos resplandores de color por la noche – o mejor dicho, de descolorido: violeta, índigo, amarillo pálido, y
el más delicado azul claro. Eran bastos, los florecimientos o sangrados. Melliel no sabía cómo llamarlos. Cubrían el
cielo y se esparcían a cada hora, más profundos y después más pálidos finalmente desvaneciéndose mientras otros
tomaban su lugar.
Era hermoso, y cuando Melliel y su compañía fueron traídos aquí por primera vez por sus captores, ellos
asumieron que era solo la naturaleza del cielo del sur. Esto no era el mundo como ellos lo conocían. Todo acerca
de las Islas Lejanas era hermoso y bizarro. El aire era tan rico que tenía cuerpo, fragancias parecían cargarse en él
como el sonido: perfumes, los cantos de las aves, cada briza tan viva con canciones rápidas y olores como el mar
tenía peces. En tanto el mar, era como de mil colores diferentes cada minuto y no todos eran azules y verdes. Los
arboles eran más como los dibujos fantasiosos de un niño, de lo que eran sus sombríos y rectos primos del hemis-
ferio norte. ¿Y el cielo?
Bueno, el cielo hizo esto.
Pero Melliel había descubierto para ese momento que no era normal, y tampoco lo era la reunión de tantos
cazadores de tormentas que crecía con el día.
Afuera sobre el mar, las criaturas se agrupaban en círculos incesables. Soldados de Sangre de Misbegotten,
Melliel, segunda portadora de ese nombre, no era tan joven y en el tiempo que había vivido ella vio muchos caza-
dores de tormentas, pero nunca más de media docena en un solo lugar y siempre en el rincón más alejado del cie-
lo, moviéndose en línea. Pero aquí había docenas. Docenas intercalándose con más docenas.
Era un espectáculo rarísimo, pero aun así, ella pudo haberlo tomado tranquilamente como un fenómeno
natural, si no hubiese sido por la cara de los guardias. Los Stelians estaban nerviosos.
Algo estaba pasando aquí, y nadie le decía nada a los prisioneros. No lo que estaba mal en el cielo, ni lo que
atrajo a los cazadores de tormentas y tampoco lo que les deparaba el destino.
Traducción: Marhana Rod Gon
Corrección: Akiva Seraph
Melliel agarro las barras de la ventana, inclinándose hacia adelante para poder tener una vista panorámica
del mar, del cielo y las islas. Stivan tenía razón. En la noche, los cazadores de tormentas, surgieron de nuevo, como
si cada uno de ellos en todo Eretz estuviera respondiendo a un llamado. Girando, girando, mientras el cielo san-
graba más y sanaba por si solo y se contusionaba de nuevo.
¿Qué poder podría lastimar al cielo?
Melliel soltó las barras y camino a través de la celda hacia la puerta. Golpeo y llamo, —¿Hola?, ¡Quiero ha-
blar con alguien!.
Su equipo lo noto y comenzó a reunirse. Aquellos que todavía dormían, despertaron en sus hamacas y se
levantaron. Eran doce en total, todos prisioneros sin heridas – aunque no sin un poco de confusión acerca de la
manera en que fueron capturados: Una estupefacción parpadeante tan entera que se sintió como una falla en el
funcionamiento del cerebro – y la celda no era un húmedo y frío calabozo, más bien era un largo y limpio cuarto
con las pesadas puertas cerradas.
Había un baño y agua para poder lavarse. Hamacas para dormir y cambios de ropa de tejido ligero por si
querían cambiarse los gambesones negros y las agobiantes armaduras —cosa que para ahora, todos ya habían
hecho. La comida era basta y mucho mejor de lo que estaban acostumbrados: pescado blanco, pan aireado, ¡y qué
fruta! Algunas sabían a miel y flores, de piel gruesa y delgada y con varios colores. Había unas bayas amarillas áci-
das y esferas moradas descascarilladas que no tenían idea de cómo abrir, habiendo sido removidos razonablemen-
te de sus espadas. Un tipo de fruta tenía espinas puntiagudas que tenían una natilla por dentro, ellos agarraron
por ello una primero, y había una que ninguno pudo soportar: un raro tipo de orbe rosa y carnoso, casi sin sabor y
tan turbio como la sangre. Esas las dejaron casi sin tocar en la canasta cerca de la puerta.
Melliel no pudo evitar preguntarse cual, si es que había, era la fruta que había enfurecido tanto a su padre,
el emperador, cuando apareció misteriosamente en la punta de su cama.
No hubo respuesta a su llamado, por lo que volvió a golpear. —¿Hola?, ¡Alguien!— Esta vez ella pensó en
añadir a su reclamo un “por favor” y estaba irritada cuando la llave giro al momento, como si Eidolon – por su-
puesto que era Eidolon – hubiese estado ahí esperado por su por favor.
La chica Stelian estaba, como de costumbre, sola y desarmada. Ella traía una simple cascada de tela blanca
amarrada sobre su hombro moreno, con su cabello negro amarrado con una rama y juntado sobre el otro hombro.
Bandas doradas gravadas estaban espaciadas igualmente por ambos delgados brazos. Y sus pies estaban desnu-
dos, lo cual impresiono a Melliel por ser algo embarazosamente íntimo. Vulnerable. Esa vulnerabilidad era una
ilusión por supuesto.
No había nada acerca de Eidolon para insinuar que ella era un soldado –que cualquiera de los Stelians lo
eran, o que ellos siquiera tenían un ejército– pero esta joven mujer estaba, sin lugar a dudas, en comando cuando
el grupo de Melliel fue… interceptado. Y por lo que había pasado –Melliel aún no podía envolver su mente alrede-
dor de ella– y a pesar de que ellos eran una docena de guerreros de Misbegotten contra una niña elegante, ningún
pensamiento de intento de escape entro en sus cabezas.
Había más de Eidolon – como más de las Islas Lejanas – que solo belleza.
—¿Te encuentras bien?— pregunto esa niña elegante en el acento de los Stelian que era suave y filoso de
palabras. Su sonrisa era cálida; sus ojos de fuego de Stelian bailaban mientras los saludaba con un gesto de ofrecer
y agarrar las manos, un barrido de su brazo con bandas doradas para mostrar la cantidad de ellas.
Los soldados murmuraron respuestas. Hombres y mujeres por igual, ellos estaban en un tipo de fascinación
por esta misteriosa Eidolon de ojos danzantes, pero Melliel observo ese gesto con sospecha. Ella había visto a los
Stelian… hacer cosas… con solo ese gesto agraciado, cosas incontables, y ella deseo que ella mantuviese sus brazos
en sus lados.
—Estamos bastante bien—, ella dijo. —Para ser prisioneros—. Su propio acento le sonó vulgar a ella mis-
ma, comparado con el de ellos, y su voz hosca y gimoteada. Ella se sintió vieja y desgarbada, como una espada de
acero. —¿Qué está pasando allá afuera?
—Cosas que no deberían,— Eidolon le respondió ligeramente.
Era más de lo que Melliel había logrado sacar de ella antes. —¿Qué cosas?— demando. —¿Qué está mal
con el cielo?
—Está cansado,— dijo la niña con un brillo en sus ojos que era como un resplandor de fuego agitado. Como
los ojos de Akiva, Melliel pensó. Cada Stelian que había visto hasta ahora los tenía. —Está sufriendo,— añadió Ei-
dolon. —Es muy viejo, tú sabes.
¿El cielo estaba cansado y viejo? Una respuesta sin sentido. Ella estaba jugando con ellos.
—¿Tiene algo que ver con el Viento?— Melliel preguntó, pensando la palabra como nombre propio, para
diferenciarlo de cada viento que haya venido antes.
Por supuesto, llamarlo “viento” era como llamar a un cazador de tormentas un pájaro. El equipo de Melliel
se estaba acercando a Caliphis cuando los golpeo, agarrándolos como si fuesen plumas esparcidas y succionándo-
los de vuelta de dónde venían, junto con cada cosa proveniente del cielo que estuviese en su camino –pájaros,
polillas, nubes y si, hasta cazadores de tormenta– también como muchas cosas de la superficie del mundo que no
estuviesen agarradas fuertemente como deberían, como las floraciones completas de los árboles, y casa espuma
hecha por el mar.
Sin poder, tambaleándose a millas de ello. Ellos fueron capturados y acarreados –primero hacia el este, ale-
teando sus alas para poder tener algún control de ellos mismos, y después… la calma. Corta y lejos de estar quieta,
solo les dio tiempo para poder jadear antes de que una fuerza completa viniera de nuevo y los mandara tamba-
leando hacia el este ahora, hacia Caliphis y más allá, donde finalmente los soltó. ¡Que fuerza! Se sintió como si el
éter por si mismo hubiese tomado una respiración profunda y la hubiese expulsado. El fenómeno tenía que estar
ligado, pensó Melliel. ¿El Viento, el cielo contusionado, el amontonamiento de cazadores de tormentas? Ninguno
estaba bien, o era natural.
La expresión de Eidolon de leve hermosura se volvió plana, sin brillo en sus ojos ahora.
—Eso no era viento,— dijo ella.
—¿Entonces que fue eso?— preguntó Melliel, esperando que este candor persistiera.
—Hurto.— dijo ella, y parecía a punto de retirarse. —Disculpen. ¿Necesitan alguna otra cosa?—
—Sí,— dijo Melliel. —¿Quiero saber que será de nosotros?
Con un movimiento repentino de su cabeza, Eidolon hizo que Melliel retrocediera. —¿Estas tan ansiosa por
que se haga algo contigo?
Melliel pestaño. —Yo solo quería saber
—No está decidido. Recibimos tan pocos extraños por aquí. Los niños deben de querer verlos, yo creo. Ojos
azules. Qué maravilla.— Ella dijo con admiración, mirando justo a Yav, el más joven de la compañía, que era dema-
siado rubio. Se sonrojo hasta sus raíces rubias.
Eidolon se voltio a Melliel con una mirada contemplativa. —Por otro lado, Wraith ha pedido que tú seas
dado a los novicios. Para práctica.
¿Practica? ¿En qué? Melliel no preguntaría; desde que entró en contacto con estas personas, ella había vis-
to tales cosas como insinuaciones de magia inimaginable. Esas artes estaban perdidas con el imperio, y la llenaban
de horror. Pero los ojos de Eidolon estaban alegres. ¿Estaba bromeando? Melliel no tenía consuelo. Tan pocos ex-
traños, la Stelian dijo. Melliel pregunto, —¿Dónde están los otros?
—¿Otros?— No del todo convencida de querer presionar, Melliel replico, “Sí,” y trato de sonar valiente.
Era su misión, después de todo, descubrirlo. Su equipo fue enviado para encontrar y rastrear a los emisa-
rios desvanecidos del emperador. La declaración de guerra de Joram con los Stelians había sido respondida –con la
canasta de frutas– por lo que claramente fue recibida, pero los embajadores nunca regresaron, y muchas tropas
de igual forma se perdieron en las misiones a las Islas Lejanas. En los días que llevaban ahí, Melliel y su equipo no
vieron u oyeron pista alguna de los otros prisioneros. —Los mensajeros del emperador,— dijo. —Ellos nunca re-
gresaron.
—¿Estás segura de eso?— pregunto la niña. Dulcemente. Demasiado dulce, como miel que enmascara la
hiel de veneno. Y después con deliberación, sus ojos nunca dejaron los de Melliel, ella se arrodillo para tomar una
fruta de la canasta junto a la puerta. Era una de las orbes rosas que los Ilegitimos no pudieron soportar. Fruta que
ellos pudieron haber comido, pero eran esencialmente sacos de carne de jugo rojo, excesivamente llenadores y
cálidos.
La chica lo mordió y en ese momento Melliel pudo jurar que sus dientes eran puntiagudos.
Era como un velo torcido y detrás de él, Eidolon de ojos danzantes, era una salvaje. Su delicadeza se fue;
ella era… repugnante. La fruta exploto y ella hecho su cabeza para atrás, succionando y lamiendo para agarrar el
espeso jugo en su boca. La columna de su garganta estaba expuesta mientras el rojo llenaba sus labios, bajando,
viscoso y opaco hacia la blanca cascada de su vestido donde floreció como flores de sangre, nada más que sangre,
y aun así ella succiono la fruta. Los soldados se alejaron de ella, y cuando Eidolon bajo su cabeza de nuevo y
vio a Melliel, su cara estaba manchada con un rojo vivo.
Como un depredador, Melliel pensó, alzando su cabeza de un cadáver caliente.
—Tú nos trajiste tu sangre y tu piel junto con tus intenciones,— dijo Eidolon con su boca goteando, y era
imposible recordar a la agraciada niña ella aparento hacía un momento.
—¿Que quiere decir que vengan aquí, si no es para que se entreguen a nosotros? ¿Ustedes pensaron que
los conservarían como están, de ojos azules y de manos blancas?— Ella alzo la piel de la fruta succionada y la dejo
caer. Golpeo el suelo de baldosas como una bofetada.
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3. sueños de dioses y monstrous

  • 1.
  • 2.
  • 3. Esta es una traducción de fans para fans y en ningún momento intenta de- meritar el trabajo original de la autora ni la editorial, por el contrario, intenta exaltar el excelente trabajo de Laini, su traductora al español y su equipo puesto que no podíamos aguantar más tiempo para leer la tercera parte de la trilogía en nuestro idioma. Como no poseemos ningún tipo de copyright de este texto, ex- hortamos a nuestros lectores a conseguir el libro original si les gustó este docu- mento, pues pensamos que nunca está de más tener tesoros como este en la bi- blioteca. Con todo el cariño del mundo, las damas y caballeros siguientes se placen en presentar humildemente su traducción fan de Sueños de Dioses y Monstruos: Moderadora: AleHerrera Traductoras: Sol Méndez Karine Demon Karina Paredes Lety Moon Marhana Rod Gon Mell Kiryu Kimi Nicole Vane B. Itzel Álvares – Hada Rabiosa Laia Gaitán Carolinne Santorinni Ángeles Vásquez Meli Montiel AnnaMarAl Ale Herrera Brenda Arellano Nathalia Tabares Bárbara Agüero Revisoras: Ale Herrera Akiva Seraph Itzel Álvares – Hada Rabiosa Brenda Arellano Laia Gaitán Vane B. Arlenys Medina Bárbara Agüero Lety Moon Mell Kiryu Nathalia Tabares Verónica Martin Imágenes & Diseño: Itzel Álvares – Hada Rabiosa Nathalia Tabares Ángel Retamoso Brenda Arellano Ale Herrera Kimi Nicole
  • 4. Para Jim, por el medio feliz.
  • 5. Érase una vez, Un ángel y un demonio que presionaron sus manos sobre sus corazones Y comenzaron el apocalipsis.
  • 6. 1 HELADO PARA LAS PESADILLAS Nervios vibrando y sangre que grita, salvaje y revolviéndose y persiguiendo y devorando y terrible y terrible y terrible... —Eliza. ¡Eliza! Una voz. Luz brillante, y Eliza se despertó. Así es como se sentía: como caer y aterrizar con fuerza. —Ha sido un sueño —se oyó decir a sí misma—. Sólo ha sido un sueño. Estoy bien. ¿Cuántas veces había dicho esas palabras en su vida? Más de las que podía contar. Pero ésta era la primera vez que se las había dicho a un hombre que había irrumpido heroicamente en su habitación, con un martillo en la mano, para salvarla de ser asesinada. —Estabas... estabas gritando —dijo su compañero de piso, Gabriel, lanzando miradas a los rincones y sin encontrar ningún rastro de asesinos. Tenía el pelo revuelto por el sueño y estaba maníacamente alerta, agarrando el martillo en alto y preparado—. Quiero decir... gritando, gritando de verdad. —Lo sé —dijo Eliza con la garganta en carne viva—. Hago eso a veces —se sentó derecha en la cama. El la- tido de su corazón era como el disparo de un cañón —condenatorio y profundo y reverberando por todo su cuer- po, y aunque tenía la boca seca y respiraba de manera superficial, intentó sonar despreocupada—. Siento haberte despertado. Parpadeando, Gabriel bajó el martillo. —Eso no es a lo que me refería, Eliza. Nunca he oído a nadie sonar así en la vida real. Era un grito de pelícu- la de terror. Parecía un poco impresionado. Vete, quería decir Eliza. Por favor. Le empezaron a temblar las manos. Pron- to no sería capaz de controlarlo, y no quería un testigo. La bajada de adrenalina podía ser bastante mala después del sueño. —Te prometo que estoy bien. ¿Vale? Yo sólo... Maldición. Temblores. La subida de la presión, el ardor detrás de los párpados, y todo fuera de su control. Maldición, maldición, maldición. Traducción: Dominio Publico Corrección: Sol Mendez
  • 7. Se dobló y escondió la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Tan malo como ha- bía sido el sueño —y había sido malo— las secuelas eran peores, porque estaba consciente pero seguía estando indefensa. El terror —el terror, el terror— permanecía, y había algo más. Llegaba con el sueño, cada vez, y no se desvanecía con él sino que se quedaba como algo que hubiera traído la marea. Algo horrible —un cadáver de nivel leviatán abandonado para que se pudra en la costa de su mente. Era el remordimiento. Pero Dios, ésa era una pa- labra demasiado ordinaria para aquello. Este sentimiento que le dejaba el sueño, eran cuchillos de pánico y terror descansando justo en lo alto de una herida supurante, roja y sustanciosa de culpa. ¿Culpa por qué? Eso era lo peor. Era... Dios santo, era innombrable, y era inmenso. Demasiado inmenso. Nada peor se había hecho jamás, en todo el tiempo, y todo el espacio, y la culpa era de ella. Era imposible, y fuera del sueño Eliza podía descartarla como ridícula. Ella no había hecho, ni nunca haría... eso. Pero cuando el sueño la enredaba, nada de eso importaba —ni la razón, ni el sentido, ni siquiera las leyes de la física. El terror y la culpa lo ahogaban todo. Apestaba. Cuando los sollozos por fin se sosegaron y alzó la cabeza, Gabriel estaba sentado en el borde de la cama, con aspecto compasivo y alarmado. Ahí estaba esa descarada urbanidad de Gabriel Edinger que sugería una posibi- lidad más que justa de pajaritas en su futuro. Tal vez incluso un monóculo. Era neurocientífico, probablemente la persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Los dos eran compañeros de investigación en el Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian —el MNHN— y había sido amistoso pero no amigos duran- te el último año, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para su posdoctorado y el necesitó un com- pañero de piso para cubrir el alquiler. Eliza había sabido que era un riesgo, cruzar horas privadas con horas de tra- bajo, por esta razón exacta. Ésta. Los gritos. Los sollozos. No le haría falta escarbar mucho a una parte interesada para determinar las... profundidades de anormali- dad... sobre las que había construido esta vida. Como poner tablas sobre arenas movedizas, parecía a veces. Pero el sueño no la había molestado durante un tiempo, así que había cedido a la tentación de fingir que era normal, con nada excepto las preocupaciones normales de cualquier estudiante de doctorado de veinticuatro años con un presupuesto pequeño. La disertación de la presión, un compañero de laboratorio malvado, propuestas para becas, el alquiler. Monstruos. —Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ya estoy bien. —Bien. —Tras una pausa incómoda, preguntó animado—, ¿Una taza de té? Té. Eso era un bonito destello de normalidad. —Sí —dijo Eliza—. Por favor.
  • 8. Y cuando él salió sin prisa para poner la tetera, ella se compuso. Se puso su bata, se lavó la cara, se sonó la nariz, se contempló en el espejo. Tenía la cara hinchada y los ojos inyectados en sangre. Genial. Normalmente te- nía unos ojos bonitos. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos de extraños. Eran grandes y con pestañas largas y eran brillantes —al menos cuando el blanco no estaba rosa de llorar— y eran varios de marrón más claro que su piel, lo que los hacía parecer que resplandecían. Ahora mismo, la dejó helada notar que parecían un poco... locos. —No estás loca —le dijo a su reflejo, y la declaración tenía el timbre de una afirmación pronunciada a me- nudo —una confirmación necesitada, y habitualmente dada. No estás loca, y no vas a estarlo. En el fondo corría otro pensamiento, más desesperado. A mí no me ocurrirá. Soy más fuerte que los otros. Normalmente era capaz de creérselo. Cuando Eliza se unió a Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té es- taba en la mesa, junto con un cartón de helado, abierto, con una cuchara sobresaliendo. Él le hizo un gesto. —Helado para las pesadillas. Una tradición familiar. —¿En serio? —Sí, de verdad. Eliza intentó, durante un momento, imaginar el helado como una respuesta de su propia familia al sueño, pero no pudo. El contraste era demasiado duro. Alcanzó el cartón. —Gracias —dijo. Se comió un par de bocados en silencio, tomó un sorbo de té, todo mientras se preparaba para las preguntas que llegarían, como seguro que harían. ¿Con qué sueñas, Eliza? ¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no hablas conmigo, Eliza? ¿Qué te pasa, Eliza? Lo había oído todo antes. —Estabas soñando con Morgan Toth, ¿verdad? —preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus suaves la- bios? De acuerdo, eso no lo había oído. A pesar de sí misma, Eliza se rió. Morgan Toth era su archienemigo, y sus labios eran un buen tema para una pesadilla, pero no, eso ni siquiera se acercaba. —La verdad es que no quiero hablar de ello —dijo. —¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel, todo inocencia—. ¿Qué es este "ello" de lo que hablas? —Que lindo. Pero lo digo en serio. Lo siento.
  • 9. —Está bien. Otro bocado de helado, otro silencio interrumpido por otra no—pregunta. —Yo tenía pesadillas de niño —ofreció Gabriel—. Durante un año. Muy intensas. Oír a mis padres contarlo, la vida como la conocíamos prácticamente se suspendía. Me daba miedo dormirme, y tenía todos estos rituales y supersticiones. Incluso intenté hacer ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Supuestamente me oyeron ofrecer a mi hermano mayor en mi lugar. No recuerdo eso, pero él jura que fue así. —¿Ofrecerle a quién? —preguntó Eliza. —A ellos. Los que salían en el sueño. Ellos. Una chispa de reconocimiento, esperanza. Esperanza idiota. Eliza también tenía un "ellos". Racionalmente sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro lugar, pero en las secuelas del sueño, no siempre era posible permanecer racional. —¿Qué eran? —preguntó, antes de que considerara lo que estaba haciendo. Si no iba a hablar de su sueño, no debería estar entrometiéndose en el de él. Era una regla para guardar secretos en la que estaba bien versada: No preguntes, y no te preguntarán. —Monstruos —dijo él, encogiéndose de hombros, y así, Eliza perdió el interés —no a la mención de mons- truos, sino a su tono de por supuesto. Cualquiera que podía decir monstruos de esa despreocupada manera, defini- tivamente nunca había conocidos a los suyos. —¿Sabes?, ser perseguido es uno de los sueños más comunes —dijo Gabriel, y siguió hablándole de ello, y Eliza siguió sorbiendo té y tomando el ocasional bocado de helado para las pesadillas, y asentía en los momentos correctos, pero en realidad no estaba escuchando. Había investigado minuciosamente sobre análisis del sueño hacía mucho tiempo. No había ayudado antes, ni ayudaba ahora, y cuando Gabriel lo resumió con "son una mani- festación de los temores que tenemos despiertos", y "todo el mundo los tiene", su tono era apaciguador y pedan- te, como si acabara de resolverle el problema. Eliza quiso decirle, Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque "las manifestaciones de los temores que tienen cuando están despiertos" no dejan de producirles arritmia cardíaca. Pero no lo dijo, porque era el tipo exacto de trivialidad recordable que se menciona en fiestas de cóctel. ¿Sabías que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque sus pesadillas le produ- cían arritmia cardíaca? ¿En serio? Qué locura. —¿Y qué te paso? —le preguntó—. ¿Qué les paso a tus monstruos? —Oh, se llevaron a mi hermano y me dejaron en paz. Tengo que sacrificar una cabra para ellos todos los Michaelmas, pero es un pequeño precio por una buena noche de sueño.
  • 10. Eliza se rió. —¿De dónde sacas las cabras? —preguntó, siguiéndoles la corriente. —De una pequeña granja en Maryland. Cabras certificadas para el sacrificio. Corderos también, si lo prefie- res. —¿Quién no? ¿Y qué demonios es Michaelmas? —No lo sé. Me lo he inventado. Y Eliza experimentó un momento de gratitud, porque Gabriel no se había entrometido, y el helado y el té e incluso su irritación con su parloteo de erudito habían ayudado a aliviar las secuelas. Se estaba riendo de verdad, y eso era algo. Y entonces su teléfono vibró en la superficie de la mesa. ¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó... ... y cuando vio el número en la pantalla, lo soltó —o posiblemente lo lanzó. Con un crack golpeó un arma- rio y rebotó en el suelo. Durante un segundo tuvo la esperanza de que lo había roto. Se quedó ahí, en silencio. Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzz— ya no estaba muerto. ¿Cuándo se había sentido mal por no romper su teléfono? Era el número. Sólo dígitos. Sin nombre. No aparecía ningún nombre porque Eliza no había guardado ese número en su teléfono. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había memorizado hasta que lo vio, y fue como si hubiera estado ahí todo el tiempo, cada momento de su vida desde... desde que había escapado. Estaba todo ahí, estaba todo justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato y visceral y nada disminuido por los años. —¿Todo bien? —le preguntó Gabriel, inclinándose para recoger el teléfono. Casi le dijo ¡No lo toques! pero sabía que esto era irracional, y se detuvo a tiempo. En vez de eso, simple- mente no lo cogió cuando él se lo tendió, así que tuvo que dejarlo en la mesa, aún vibrando. Se quedó mirándolo. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Se había cambiado el nombre. Había desapa- recido. ¿Habían sabido siempre dónde estaba, habían estado vigilándola todo este tiempo? La idea la horrorizó. Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión... El zumbido se detuvo. La llamada entró en el buzón de voz, y el latido de Eliza volvía a ser como disparos de cañón: explosión tras explosión estremeciéndola. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus "tíos"? ¿Su madre? Quién fuera, Eliza sólo tuvo un momento para preguntarse si habrían dejado un mensaje —y si ella se atre- vería a escucharlo si lo hicieron— antes de que el teléfono emitiera otro zumbido. No un mensaje de voz. Un men- saje de texto. Decía: Enciende la televisión.
  • 11. ¿Enciende la...? Eliza levantó la mirada del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué querían que viera en televi- sión? Ni siquiera tenía televisión. Gabriel la miraba atentamente, y sus ojos se encontraron en el instante en que oyeron el primer grito. Eliza casi saltó de su piel, levantándose de la silla. De algún lugar en el exterior llegó un lar- go e ininteligible chillido. ¿O era dentro? Era alto. Estaba en el edificio. Espera. Esa era otra persona. ¿Qué demo- nios estaba pasando? La gente estaba gritando de... ¿conmoción? ¿Alegría? ¿Terror? Y entonces el teléfono de Gabriel también empezó a vibrar, y el de Eliza recibió una repentina cadena de mensajes —bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz. De amigos esta vez, incluyendo a Taj en Londres, y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica. Variaban las palabras, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: Enciende la televisión. ¿Estás viendo esto? Despierta. Televisión. Ahora. Hasta el último. El que hizo que Eliza quisiera enroscarse en posición fetal y dejar de existir. Vuelve a casa, decía. Te perdonamos.
  • 12. 2 LA LLEGADA Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo sobre Uzbekistán, y fueron vistos por primera vez desde la vieja ciudad de Silk Road de Samarcanda, dónde un equipo de noticias salió corriendo para emitir imáge- nes de los... Visitantes. Los ángeles. En perfectos rangos de falanges, se contaban fácilmente. Veinte grupos de cincuenta: mil. Mil ángeles. Gi- raron hacia el oeste, lo suficientemente cerca de la tierra que la gente que estaba en los tejados y los caminos po- día percibir la ondeante seda blanca de sus estandartes y oír la emoción y el trémolo de las arpas. Arpas. Las imágenes se difundieron por todas partes. Alrededor del mundo, se sustituyeron programas de radio y televisión; los presentadores de noticias corrieron hasta sus escritorios, sin aliento y sin guiones. Emoción, terror. Ojos redondos como monedas, voces altas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se interrumpieron en un gran silencio global mientras las antenas se saturaban y dejaban de funcionar. La mitad del planeta que dormía se despertó. Las conexiones de internet fallaban. Las personas se buscaban. Las calles se llenaban. Las voces se unían y competían, escalaban y llegaban a la cresta. Hubo disputas. Canciones. Disturbios. Muertes. También hubo nacimientos. Un comentarista de radio apodó a los bebés nacidos durante la Llegada "que- rubines", y también fue el responsable del rumor de que todos tenían marcas de nacimiento con forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpos. No era cierto, pero los niños serían observados atentamente por cual- quier indicio de beatitud o poderes mágicos. En este día de la historia —el nueve de agosto— el tiempo se partió abruptamente en "antes" y "después", y nadie olvidaría jamás dónde estaba cuando "eso" empezó. *** Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro, e imbécil, durmió durante todo el asunto, pero más tarde ase- guraría que se había desmayado leyendo a Nietzsche —en lo que más tarde determinó que fue el preciso momen- to de la Llegada— y sufrió una visión del fin del mundo. Fue el principio de una grandiosa pero muy poco brillante estratagema que se perdió pronto en un decepcionante final cuando descubrió cuanto trabajo había que invertir en fundar un culto. Traducción: Dominio Publico Corrección: Sol Mendez
  • 13. *** Zuzana Nováková y Mikolas Vavra estaban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik acababa de regatear por un antiguo anillo de plata —tal vez antiguo, tal vez de plata, definitivamente un anillo— cuando el repentino alboroto los alertó; se lo metió en el bolsillo, dónde permanecería, en secreto, durante algún tiempo. En una cocina del pueblo, se apiñaron detrás de los lugareños y vieron la cobertura de las noticias en árabe. Aunque no podían entender ni los comentarios ni las exclamaciones jadeantes a su alrededor, sólo tenían el con- texto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Eso no hacía menos impactante ver el cielo lleno de ellos. ¡Demasiados! Fue idea de Zuzana "liberar" la furgoneta parada en frente de un restaurante de turistas. El tejido de reali- dad cotidiano había cedido ya tanto que el robo eventual de un vehículo parecía ser algo de esperar. Era sencillo: sabía que Karou no tenía acceso a las noticias del mundo; tenía que advertirla. Habría robado un helicóptero si hubiera tenido que hacerlo. *** Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, socia de Brimstone durante mucho tiempo y abuela sustituta de su protegida humana, estaba paseando a sus mastines cerca de su casa en Antwerp cuando las cam- panas de Nuestra Señora comenzaron a repicar fuera de plazo. No era la hora, y aunque lo hubiera sido, el es- truendo sin melodía era agitado, prácticamente histérico. Esther, que no tenía un hueso agitado o histérico en to- do su cuerpo, había estado esperando que algo ocurriera desde que una huella de mano negra había sido quema- da en una puerta en Bruselas y la abrasara eliminando su existencia. Concluyendo que esto era ese algo, volvió rápidamente a su casa, sus perros enormes como leonesas, siguiéndola a los lados. *** Eliza Jones vio los primeros minutos en una conexión en directo en el portátil de su compañero de piso, pe- ro cuando su servidor colapsó, se vistieron apresuradamente, saltaron al coche de Gabriel, y condujeron hasta el museo. Aunque era temprano, no fueron los primeros en llegar, no dejaban de llegar más colegas tras ellos para apiñarse en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano. Estaban estupefactos y aturdidos con incredulidad, y con una no pequeña cantidad de afrenta racional de que tal evento se atreviera a desarrollarse en el cielo del mundo natural. Era un fraude, por supuesto. Si los ánge- les fueran reales —lo que era ridículo— ¿no se parecerían un poco menos a las imágenes de los libros de texto de las escuelas dominicales? Era demasiado perfecto. Tenía que ser un montaje.
  • 14. —Denme un respiro con las arpas —dijo un paleo biólogo—. Qué exageración. Pero esta certeza exteriorizada estaba socavada por una verdadera tensión, porque ninguno de ellos era estúpido, y había agujeros evidentes en la teoría del fraude que se hicieron más evidentes cuando helicópteros de noticias se atrevieron a acercarse a la hueste aérea, y el metraje emitido fue más claro y menos equívoco. Nadie quería admitirlo, pero parecía... real. Sus alas, por ejemplo. Medían fácilmente tres metros de envergadura, y cada pluma era una llama de fue- go. Su suave ascenso y descenso, la indescriptible gracia y poder de su vuelo —estaba más allá de cualquier tecno- logía comprensible. —Podría ser la emisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría ser todo CG. La guerra de los mundos del siglo veintiuno. Hubo algunos murmullos, pero nadie pareció tragárselo. Eliza se quedó en silencio, mirando. Su propio terror era de una variedad diferente al de ellos, y estaba... mucho más avanzado. Debería estarlo. Había estado creciendo toda su vida. Ángeles. Ángeles. Después del incidente en el puente de Carlos en Praga algunos meses antes, había sido capaz de mantener un poco de escepticismo al menos, sólo lo suficiente para evitarle caer. Entonces podría haber sido fal- so: tres ángeles, visto y no visto, sin dejar pruebas. Ahora parecía que el mundo había estado esperando con el aliento contenido una demostración que estuviera más allá de toda posibilidad de duda. Y ella también. Y ahora la tenían. Pensó en su teléfono, dejado intencionadamente en su apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes almacenaría su pantalla para ella. Y pensó en el extraordinario poder oscuro del que había huido por la noche, en el sueño. El estómago se le tensó como un puño mientras sentía, bajo sus pies, el movimiento de las tablas que había puesto sobre las arenas movedizas de aquella otra vida. ¿Había pensado que podía escapar? Estaba ahí, siempre había estado ahí, y esta vida que había construido encima parecía tan fuerte como un barrio de casuchas en la fal- da de un volcán.
  • 15. LLEGADA + 3 HORAS
  • 16. 3 ELECCION DE HABILIDADES PARA LA VIDA —¡Ángeles! ¡Ángeles! ¡Ángeles! Fue lo que Zuzana gritó, saltando de la camioneta mientras esta coleaba al estacionarse y parar en la sucia ladera. El “Castillo de los Monstruos” se alzaba frente a ella: este lugar en el desierto marroquí donde un ejército rebelde de otro mundo se escondía para resucitar a sus muertos. Esta fortaleza de lodo con sus serpientes y hedo- res, sus grandes soldados bestias, su fosa de cadáveres. Esta ruina de la que ella y Mik habían escapado en la no- che muerta. Invisibles. Ante la insistencia de Karou. La muy asustada y persuasiva insistencia de Karou. Porque... sus vidas estaban en peligro. Y aquí estaban de regreso, ¿haciendo sonar el claxon y gritando? No eran exactamente acciones de instinto de supervivencia. Karou apareció, sobrevolando la kasbah a su manera: sin alas, grácil como una bailarina con gravedad cero. Zuzana estaba moviéndose, saltando montaña arriba mientras su amiga descendía para interceptarla. —Ángeles —exhaló Zuzana, exaltada con la noticia—. Santo dios, Karou. En el cielo. Cientos. Cientos. El mundo. Está. Como loco— Las palabras brotaron, pero mientras se escuchaba a sí misma, Zuzana estaba viendo a su amiga. Viéndola, y retrocediendo. ¿Qué demonios...? Cerro la puerta del carro, pies corriendo, y Mik estaba a su lado, viendo a Karou, también. No habló. Nadie lo hizo. El silencio se sintió como una burbuja de diálogo vacía: ocupaba espacio, pero no había palabras. Karou... La mitad de su cara estaba hinchada y morada, con raspones en carne viva y llena de costras. Su la- bio estaba roto e hinchado, el lóbulo de su oreja mutilado, cosido. En cuanto al resto de ella, Zuzana no podría decirlo. Sus mangas estaban completamente bajadas sobrepasando sus manos, apretadas en sus puños de manera rara e infantil. Se sostenía a sí misma con ternura. Había sido brutalmente agredida. Eso estaba claro. Y sólo podía haber un culpable. El lobo Blanco. Ese hijo de perra. La furia se ardió en Zuzana. Y entonces lo vio. Descendía por la ladera de la colina hacia ellos, una de todas las quimeras alertadas por su salvaje llegada, y las manos de Zuzana se apretaron en puños. Empezó a avanzar, preparada para plantarse en- tre Thiago y Karou, pero Mik la tomó del brazo. Traducción: Sol Mendez Corrección: Akiva Seraph
  • 17. —¿Qué estás haciendo? —siseó jalándola de vuelta a él—. ¿Estás loca? No tienes un aguijón de escorpión como un verdadero neek-neek. Neek-neek—su sobrenombre quimérico, cortesía del soldado Virko. Era una raza de escorpión musaraña en Eretz que no le temía a nada, y por más que Zuzana odiara admitirlo, Mik tenía razón. Ella era más musaraña que escorpión, medio-neek cuando mucho, y ni de cerca tan peligrosa como quería serlo. Y voy a hacer algo respecto a eso, decidió en ese momento y lugar. Um. Inmediatamente después, si es que no morimos aquí. Porque... demonios. Esas eran un montón de quimeras, cuando las veías a todas juntas de esa manera, descendiendo por las faldas de una colina. El valor neek-neek de Zuzana se escondía en su pecho. Estaba agradecida de que el brazo de Mik la rodeara—no es que tuviera la ilusión de que su dulce virtuoso del violín pu- diera protegerla mejor de lo que ella se protegía a sí misma. —Me estoy empezando a cuestionar nuestra elección de habilidades—le susurró. —Lo sé. ¿Por qué no somos samuráis? —Hay que ser Samurais —dijo ella. —Está bien —dijo Karou, y entonces el Lobo llegó a ellos, flanqueado de cerca por su séquito de lugarte- nientes. Zuzana lo miró a los ojos e intentó parecer desafiante. Vio costras de rasguños en sus mejillas y su furia se reavivó. Prueba, como si hubiera habido duda de quién fue el atacante de Karou. Espera. Acaso Karou acaba de decir “¿Está bien?”. ¿Cómo podía esto estar bien? Pero Zuzana no tuvo tiempo de ahondar en el asunto. Estaba demasiado ocupada jadeando. Porque detrás de Karou, tomando forma del aire y llenándolo con todo el esplendor que recordaba, estaba... ¿Akiva? ¿Bueno, qué estaba haciendo él aquí?
  • 18. Otro serafín apareció a su lado. La que se veía realmente enfurecida en el puente de Praga. Se veía realmente en- furecida ahora, también, de manera concentrada y en modo acércate sólo un poco más y te mataré. Su mano es- taba en la empuñadura de su espada, su mirada fija en la aglomeración de quimeras. Akiva, sin embargo, sólo miraba a Karou, quien... no parecía sorprendida de verlo. Ninguno de los todos lo parecía. Zuzana trató de entender la escena. ¿Por qué no estaban atacándose los unos a los otros? Creía que eso era lo que hacían las quimeras y los serafines—especialmente ésta quimera y éste serafín. ¿Que había pasado en el castillo de los monstruos mientras ella y Mik no estaban? Cada soldado quimérico estaba presente ahora, y a pesar de que la sorpresa estaba ausente, la hostilidad no lo estaba. El parpadeo inexistente, la concentración de malicia en algunas de esas miradas bestiales. Zuzana se había sentado en el piso riendo con estos mismos soldados; había hecho bailar marionetas de huesos de pollo para ellos, les había bromeado y había sido bromeada de vuelta. Le agradaban. Bueno, algunos. Pero ahora, eran terro- ríficos sin excepción, y se veían listos para desgarrar a los ángeles de extremidad a extremidad. Sus ojos se posa- ban en Thiago y después no, mientras esperaban por la orden de matar que sabían que tenía que llegar. No llegó. Percatándose de que había estado conteniendo el aliento, Zuzana lo soltó, y su cuerpo entero se relajó len- tamente de su respingo. Vislumbró a Issa en la multitud y le alzó la ceja en clara pregunta de qué demonios a la mujer serpiente. La mirada de respuesta de Issa fue menos clara. Detrás de una breve sonrisa de intranquila tran- quilidad, se veía tensa y muy alerta. ¿Qué está pasando? Karou dijo algo suave y triste a Akiva—en lenguaje quimérico, por supuesto, maldición. ¿Qué dijo? Akiva le respondió, también en quimérico, antes de voltearse para dirigir sus próximas palabras al Lobo Blanco. Tal vez era porque ella no podía entender su idioma, por lo que estaba mirando sus rostros en busca de pis- tas, y tal vez era porque ya los había visto juntos antes, y sabía el efecto que tenían en el otro, pero Zuzana enten- dió todo esto: de alguna manera, en esta multitud de soldados bestia, con Thiago al frente y al centro, el momento les pertenecía a Karou y a Akiva. Los dos estaban imperturbables, con el rostro pétreo y separados por tres metros, en este momento ni si- quiera se estaban mirando, pero Zuzana tenía la impresión de que eran un par de magnetos pretendiendo no ser- lo. Lo cual, ustedes saben, sólo funciona hasta que deja de hacerlo.
  • 19. 4 UN PRINCIPIO Dos mundos, dos vidas. Ya no más. Karou había hecho su elección. —Soy una quimera —le había dicho a Akiva. ¿Sólo habían pasado unas ho- ras desde de que él y su hermana habían "escapado" de la kasbah para volar y quemar el portal de Samarkanda? Habían tenido que regresar a quemar este portal también y de esa manera sellar el paso de la Tierra hacia Eretz para siempre. ¿Le había preguntado qué mundo iba a elegir? Como si hubiera tenido elección—. Mi vida está allí —había dicho ella. Pero no era así. Rodeada por las criaturas que había creado ella misma y quienes, casi sin excepción, la despreciaban por ser la amante de un ángel, Karou sabía que no era vida lo que le esperaba en Eretz, sino deber y miseria, hambre y agotamiento. Miedo. Enajenación. Muerte, no era improbable. Dolor, sin duda. ¿Y ahora? —Podemos luchar juntos —dijo Akiva—. Yo también tengo un ejército. Karou se quedó inmóvil, sin respirar apenas. Akiva había llegado muy tarde. Un ejército de serafines ya ha- bía cruzado el portal—los Dominantes despiadados de Jael, la legión de élite del Imperio—por lo que esto fue una oferta inimaginable que Akiva hizo a su enemigo, ante el asombro de todos, incluída su propia hermana. ¿Luchar juntos? Karou vio cómo Liraz le lanzaba una mirada de incredulidad a su hermano. Hacia juego con su propia reac- ción, porque una cosa era segura: la oferta de Akiva era inimaginable, pero Thiago aceptándola era insondable. El Lobo Blanco moriría mil veces antes de hacer un trato con los ángeles. Él destruiría el mundo a su alrede- dor. Vería el final de todo. Sería el fin de todo antes de que considerara una oferta como esa. Karou estaba tan asombrada como los demás—solo que por un motivo diferente—cuando Thiago… asintió. Un siseo de sorpresa salió de Nisk o Lisseth, sus lugartenientes Najas. Aparte de algunos guijarros vertidos cuesta abajo por el azote de una cola, ese era el único sonido proveniente de sus soldados. En los oídos de Karou, su sangre latía con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Ella esperaba que él lo supiera, porque ella realmente no tenía idea. Echó una mirada de reojo a Akiva. No mostraba pena o disgusto, consternación o el amor que había mos- trado en su rostro la noche anterior se puso en evidencia ahora; su máscara estaba en su lugar, tal como lo estaba la de ella. Toda su confusión tenía que permanecer oculta, y ahí había bastante que esconder. Akiva había vuelto. ¿Acaso nadie escapaba de esta condenada kasbah? Era valiente; él siempre lo había si- do y también imprudente. Pero no era solo él mismo a quien ponía en peligro. Sino a todo lo que ella había estado tratando de lograr. La posición en la que estaba poniendo al Lobo: ¿proponerle todavía otra plausible excusa para que no lo matara? Traducción: Karine Demon Corrección: Akiva Seraph
  • 20. Y luego estaba su propia posición. Tal vez eso era lo que la ponía más nerviosa. Y aquí estaba Akiva, el enemigo del cual se había enamorado dos veces, en dos vidas distintas, con un po- der que sevsentía como el designio del universo y quizá lo era, y no importaba. Se permaneció al lado de Thiago. Este era el lugar que había hecho para sí misma, por el bien de su pueblo: al lado de Thiago. Por otra parte—aunque Akiva no supiera esto—este era el Thiago que había hecho para ella: uno con el que pudiera estar. El Lobo Blanco era... no era el mismo en estos días. Había sellado una mejor alma en el cuerpo que despreciaba—oh, Ziri—ella le rezó a todos los dioses en el infinito de los dos mundos para que nadie lo averiguara. Era un secreto desgarrador, y sentía en todo momento una granada en sus manos. Sus latidos entraban y salían de su ritmo. Sus palmas estaban frías y sudorosas. La farsa era masiva, y frágil, y cayó fuertemente, con mucho, jalando a Ziri para llevarla a cabo. ¿Engañar a todos estos soldados? La mayoría había servido durante décadas al general, algunos pocos durante siglos, a través de múltiples reencarnaciones, y conocían cada uno de sus gestos, cada inflexión. Ziri tenía que ser el lobo, en com- portamiento, cadencia y escalofriante, brutalidad contenida—ser él, pero, paradójicamente, un mejor él, uno que pudiera guiar a su pueblo hacia la supervivencia en lugar de una venganza sin salida. Eso sólo podía ocurrir gradualmente. El Lobo Blanco simplemente no se despertaba una mañana, bostezaba se estiraba y decidía aliarse con su enemigo mortal. Pero eso era exactamente lo que Ziri estaba haciendo en ese momento. —Jael debe ser detenido —declaró como si esto fuera un hecho—. Si tiene éxito en la adquisición de armas humanas y su apoyo, no habrá esperanza alguna para ninguno de nosotros. En esto al menos, tenemos una causa en común—mantuvo su voz baja, trasmitiendo absoluta autoridad y no la preocupación de cómo sería recibida su decisión. Era la manera del Lobo, y la suplantación de Ziri fue impecable. —¿Cuántos son?— —Miles— contestó Akiva. —En este mundo. Habrá sin duda, una fuerte presencia militar en el otro lado del portal. —¿Este portal?— preguntó Thiago con un movimiento de la cabeza hacia las montañas del Atlas. —Entraron por el otro,— dijo Akiva. —Pero este podría estar comprometido también. Ellos tienen los me- dios para descubrirlo. No miró a Karou cuando dijo esto, pero sintió un destello de culpa. Gracias a ella, la abominación de Razgut era un agente libre, y él fácilmente podría haberles mostrado este portal, como se lo había enseñado a ella. La quimera podría quedar atrapada aquí, separada de su propio mundo y sus enemigos los serafines se acercaban a ellos desde ambos lados. Este refugio al que les había llevado podría llegar a ser fácilmente su tumba. Thiago lo tomó con calma. –Bueno, Vamos a ver. Miró a sus soldados, ellos le regresaron la mirada, cautelosos, analizando todos sus movimientos. ¿Qué es- tará pensando? estarían preguntando, porque simplemente no podría ser lo que parecía. Pronto pediría la muerte de los ángeles. Todo esto parecía parte de alguna estrategia. Seguramente.
  • 21. —Oora, Sarsagon,— les ordenó, —Elijan equipos para velocidad y sigilo. Quiero saber si los dominantes es- tán tras nuestras puertas. Si los hay, mantenerlos fuera. Sostengan el portal. Que ningún ángel quede con vida. — Una sonrisa lobuna manifestó el beneplácito ante la idea de los ángeles muertos, y Karou vio algo de la descon- fianza en los rostros de los soldados. Esto tenía sentido para ellos, todo lo demás no: el Lobo, disfrutando la posibi- lidad de sangre angelical. —Enviar a un mensajero, una vez que estén seguros. Vayan —, dijo; Oora y Sarsagon recogieron sus equipos con gestos rápidos y decisivos mientras se movían a través de la recolección. Bast, Keita— Eiri, los grifos Vazra y Ashtra, Lilivett, Helget, Emylion. —Todos los demás, de vuelta al patio. Prepárense para salir si el informe es favorable—. El general se detu- vo. —Y listo para pelear si no lo es.— Una vez más se las arregló, con no más que la sombra de una sonrisa, para insinuar que preferiría el resultado más sangriento. Estaba bien hecho, y un poco de esperanza traviesa entro en la ansiedad de Karou. La acción era mejor, las órdenes dadas y las siguieron. La respuesta fue inmediata e inquebrantable. El anfitrión dio la vuelta y regresó a la colina. Si Ziri podría mantener esta actitud inexpugnable de mando, incluso el más rudo de las tropas confiaría en él para contar con su aprobación. Excepto, bueno, no todos estaban siendo engañados. Issa estaba moviéndose desafiantemente contra la marea de soldados que venían colina abajo, y luego estaba el asunto de los lugartenientes de Thiago. A excepción de Sarsagon, que había recibido una orden directa, la comitiva del Lobo se quedó agrupada en torno a él. Ten, Nisk, Lisseth, Rark y Virko. Estas fueron las mismas quimeras que habían conspirado para conseguir que Karou se quedara sola en el hoyo con Thiago—con la excepción de Ten, que había cometido el error de hablar con Issa y ahora era Ten como Thiago es ahora Thiago—y ella los odiaba. No tenía ninguna duda de que hubieran bajado a celebrar con él si se los hubiese pedido y sólo podía estar contenta de que él no lo hubiese creído necesario. Ahora su persistencia era de mal agüero. No habían seguido las órdenes de Thiago porque se creían exen- tos de ello. Debido a que esperaban que se les dieran otras órdenes. Y la forma en estaban sobre Akiva y Liraz no dejó ninguna duda de lo que suponían seria. —Karou,— susurró Zuzana, en el hombro de Karou. —¿Qué diablos está pasando? ¿Qué demonios no estaba pasando? Todas las colisiones que había evitado en los últimos días habían he- cho un efecto boomerang en torno a Karou chocando contra unos y otros aquí. –Todo—, dijo ella, con los dientes apretados. —Está pasando de todo. Los monstruos Nisk y Lisseth con las manos medio altas, listas para estallar sus hamsas a Akiva y Liraz, debi- litarlos y matarlos o tratar. Akiva y Liraz, con sus caras inquebrantables y Ziri en medio. Pobre y dulce Ziri, vestido con la carne de Thiago y tratando de llevar a su salvajismo, también, pero sólo la en cara de él y no en su corazón. Ese era su reto ahora. Era algo más que un desafío. Era su vida, y todo dependía de ello. La rebelión, el futuro—si habría uno por toda la quimera que aún vive, y todas las almas enterradas en la catedral de Brimstone. Este enga- ño era su única esperanza. Los siguientes diez segundos se sintieron tan densos como el hierro doblando. Issa llegó en el mismo momento que Lisseth habló. —¿Qué órdenes hay señor, para nosotros? Issa abrazó a Mik y a Zuzana, le hecho una mirada de reojo a Karou que brillaba con un significado claro. Parecía emocionada, Karou la miro. Se miraba reivindicada.
  • 22. —Ya he dado mi orden—, dijo Thiago a Lisseth, fríamente. —¿Fui lo suficientemente claro? ¿Reivindicada? ¿Sobre qué? La mente de Karou saltó inmediatamente a la noche anterior. Después de que ella había despedido a Akiva con una despedida fría que sin duda no sentía, mandándolo lejos por lo que ella había imaginado sería la última vez, Issa le había dicho: —Tu corazón no está mal. No tienes por qué avergonzarte. – De amar a Akiva, a eso se refería ella. Y ¿cuál había sido la respuesta de Karou? —No importa—. Había in- tentado creer: que su corazón no importaba, que ella y Akiva no importaban, que había mundos en juego y eso era lo que importaba. —Señor—, argumentó Nisk, la compañera Naja de Lisseth. —No puede decir que dejara que estos ángeles vivan Dejar que estos ángeles vivan. Ni siquiera estaba en discusión: la vida de Akiva y de Liraz. Habían vuelto aquí para advertirles. El verdadero Thiago no habría dudado en destriparlos por su problema. Akiva no sabía que este no era el verdadero Thiago, y que volvería de todas maneras. Por su bien. Karou lo miro, encontró sus ojos esperando los de ella, y se reunió con ellos con una picara claridad que era la disolución final de la mentira. Importaba. Ellos eran importantes, y lo que fuera que había hecho que no se mataran entre sí en la playa de Bullfinch hace tantos años... que importaba. Thiago no respondió a Nisk. No con palabras, de todos modos. La mirada que se volvió contra él segó el res- to de las palabras de los soldados en el silencio. El lobo siempre había tenido ese poder; del cual Ziri se apropio sorprendentemente. —Al patio—, dijo suave y amenazadoramente. —Excepto Ten. Tendremos unas cuantas palabras sobre… mis expectativas... cuando hayamos terminado aquí. Lárguense— Y se fueron. Karou podría haber disfrutado de las caras retraídas llenas de vergüenza que había en sus ros- tros, pero el Lobo volteo su mirada a Issa que estaba junto a ella y en ella. Y les dijo —Ustedes también Como el Lobo lo haría. Nunca había confiado en Karou, sólo la había manipulado y mentido, y en ésta situa- ción habría sido absolutamente descartada junto con el resto. Y así como Ziri tenía que desempeñar su parte, ella tenía la suya. En secreto ella podría ser la nueva líder, consagrada por Brimstone y con la bendición del Lobo Blan- co, pero a los ojos del ejército de las quimeras, ella seguía siendo —al menos por ahora — la chica que había tro- pezado y estaba empapada de sangre — desde el abismo. La muñeca rota de Thiago. Sólo podían trabajar desde el punto de partida que tenían, y esa era la trampa —grava, sangre, muerte, mentiras, y ella no tenía ninguna otra opción para mantener la farsa de momento. Asintió con obediencia al Lobo, sintió ácido en la boca del estomago al ver los ojos de Akiva oscurecerse. Por su lado, Liraz era peor. Liraz era des- pectiva. Eso fue un poco difícil de tomar.
  • 23. ¡El Lobo esta muerto! Quería gritarlo. Yo lo mate. ¡No me miréis así! Pero por supuesto, no podía. En este momento, tenía que ser lo suficientemente fuerte como para parecer débil. —Vámonos—, dijo Karou, apurando a Issa, Zuzana y Mik a que la siguieran. Pero Akiva no la dejaría ir tan fácilmente. –Espera—. Habló en Seráfico, para que nadie entendiera, solo Karou. —No vine a hablar con él. Quiero hablar contigo si tuviera la oportunidad. Quiero saber qué es lo que quie- res. ¿Lo que quiero? Karou sofocó una ola de histeria que se sentía peligrosamente como risa. ¡Como si esta vi- da tuviera alguna semejanza a lo que quería! Pero, dadas las circunstancias, ¿era lo que quería? Apenas había con- siderado lo que podría significar. Una alianza. Las quimeras rebeldes uniéndose con los hermanos bastardos de Akiva ¿para tomar el Imperio? En pocas palabras, era una locura. —Incluso unidos—, dijo ella, —estaríamos en inferioridad numérica ma- sivamente. —Una alianza significa algo más que el número de espadas—, dijo Akiva. Y su voz era como una sombra de otra vida cuando añadió, en voz baja: —Algunos, y luego más. Karou lo miró en un segundo de descuido, entonces lo recordó, forzándola a bajar la mirada. Algunos, y luego más. Era la respuesta a la pregunta de si otros podían ser llevados en torno a su sueño de la paz. —Este es el comienzo—, Akiva había dicho momentos antes, con su mano en su corazón, antes de pasar a Thiago. Nadie más sabía lo que eso significaba, pero Karou si, haciéndola sentir el calor revoleteando de su sueño en su propio cora- zón. Somos el comienzo. Ella se lo había dicho a él hace mucho tiempo; ahora él se lo estaba diciendo. Esto era lo que quiso decir sobre la oferta de aliarse: el pasado, el futuro, la penitencia, el renacimiento. Esperanza. Significaba todo. Y Karou no podía reconocerlo. No aquí. Nisk y Lisseth se habían detenido en la colina para mirar hacia ellos: Karou la "amante de un ángel", y el ángel Akiva, hablando en voz baja en seráfico mientras que Thiago se quedó allí ¿dejando que ellos se fueran? Todo estaba mal. Sabían que el Lobo ya tendría sangre en sus garras en este momento. Cada momento era una prueba más del engaño; cada sílaba pronunciada hizo indulgencia del Lobo menos sostenible. Así que Karou bajó la mirada, la tierra pedregosa redondeaba sus hombros como la muñeca rota que se suponía que debía ser. —La elección es de Thiago,— dijo en quimérico, y trató de actuar su papel. Ella lo intentó. Pero no podía dejar las cosas así. Después de todo, Akiva seguía persiguiendo el fantasma de una esperan- za. Había más sangre y cenizas de lo que habían imaginado alguna vez en sus días de amor, que estaba tratando de evocar de nuevo a la vida. ¿Qué otro camino a seguir estaba allí? Era lo que ella quería.
  • 24. Tenía que darle alguna señal. Issa estaba sosteniendo su codo. Karou se inclinó hacia ella, girando para que el cuerpo de la mujer serpien- te se interpusiera entre ella y la quimera, y luego, con tanta rapidez que ella temía Akiva podría perderse, levantó la mano y tocó su corazón. Se golpeó en el pecho mientras se alejaba. Estamos al principio, pensó, y fue superado por el recuerdo de la creencia. Venía de Madrigal, su yo más profundo, que había muerto creyendo, y era aguda. Se inclinó hacia Issa, ocultando su rostro para que nadie la viera así. La voz de Issa era tan débil que casi parecía como su propio pensamiento. —¿Ya ves, hija? Tu corazón no se equivoca. Y por primera vez en el mucho, por mucho tiempo, Karou sintió la verdad de ello. Su corazón no estaba equivocado. Fuera de la traición y la desesperación, en medio de bestias hostiles y ángeles invasores y un engaño que se sentía como una explosión a punto de ocurrir, de alguna manera, este era un comienzo.
  • 25. 5 CONSEGUIR—FAMILIARIZARSE Akiva no se lo perdió. Él vio los dedos de Karou tocar su corazón mientras se alejaba, y en ese instante todo valió la pena. El riesgo, el intestino—retorciéndose al obligarse a hablar con el lobo, incluso la incredulidad hir- viente de Liraz a su lado. —Estás loco—, dijo ella en voz baja. –¿También tengo un ejército? Tú no tienes un ejército, Akiva. Tú eres parte de un ejército. Hay una gran diferencia- —Lo sé,— dijo. La oferta no era suya para hacer. Sus hermanos Ilegítimos los esperaban en las cuevas Ki- rin; esto era cierto. Nacieron para ser armas. No hijos e hijas, o incluso hombres y mujeres, solo armas. Bueno, ahora eran ellos mismos empuñando las armas, y aunque se habían reunido detrás de Akiva para oponerse al Im- perio, una alianza con su enemigo mortal no era parte del acuerdo. —Voy a convencerlos—, dijo, y en su alegría— Karou había tocado su corazón, él lo creyó. —Empieza conmigo—, susurró su hermana. —Vinimos aquí para advertirles, no para unirnos a ellos. Akiva sabía que si podía convencer Liraz, el resto seguiría. Como se suponía que debía hacer eso, él no lo sabía, y el enfoque del Lobo Blanco adelantándose le previno. Con su loba teniente a su lado, él se adelantó, y el regocijo de Akiva marchitó. Él se remontó a la primera vez que había visto al lobo. Había sido en Bath Kol, en el Shadow ofensivo, cuando él mismo era sólo un soldado verde, recién salido del campo de entrenamiento. Había visto la lucha general quimera, y más que cualquier pro- paganda con la que se había criado, la vista había forjado su odio a las bestias. Espada en una mano, hacha en la otra, Thiago había surgido a través de filas de ángeles, arrancando las gargantas con sus dientes como si fuera el instinto. Como si estuviera hambriento. La memoria enfermó a Akiva. Todo sobre Thiago le enfermaba, sobre todo las marcas de cortes en la cara, hechos sin duda por Karou en defensa propia. Cuando el general se detuvo delante de él, Akiva hiso todo lo que pudo hacer para no llevar su palma a su cara y lanzarlo al suelo. Una espada en su corazón, como había sido el destino de Joram, y entonces podrían tener su nuevo comienzo, todos los demás, libres de los señores de la muer- te que habían dirigido a su pueblo contra el otro por tanto tiempo. Pero eso no podía hacerlo. Karou miró hacia atrás una vez desde la ladera, la preocupación intermitente a través de su hermoso rostro —aún distorsionado por cualquier violencia que se había negado a revelar a él, y luego se alejó y fue simplemente Thiago y Ten frente Akiva y Liraz, el calor del sol y alto, azul cielo, tierra gris. —Entonces— dijo Thiago, —podemos hablar sin una audiencia. —Creo recordar que te gusta el público—, dijo Akiva, sus recuerdos de la tortura eran tan reales como nunca lo habían sido. Thiago abuso de sí mismo en su presentación: el lobo blanco, estrella de su espectáculo san- griento. Traducción: Ale Herrera Corrección: Akiva Seraph
  • 26. Un pliegue de confusión apareció y se desvaneció en la frente de Thiago. —Dejemos el pasado, ¿de acuerdo? El presente nos da más que suficiente para hablar, y luego, por supuesto, está el futuro—. El futuro no te tendrá en él, pensó Akiva. Era demasiado perverso pensar que esto de alguna manera acon- teció, este sueño imposible, que el Lobo Blanco deba ir a través de su cumplimiento y todavía estar allí, todavía blanco, todavía presumido, y todavía de pie en la puerta de Karou después de que todo fuera peleado y ganado. Pero no. Eso estuvo mal. La mandíbula de Akiva se contraía y aflojaba. Karou no era un premio a ganar; eso no era el por qué él estaba aquí. Ella era una mujer y elegiría su propia vida. Estaba allí para hacer lo que podía, lo que pueda, para que ella pudiera tener una vida para elegir, un día. Quien y lo que sea que incluya era asunto su- yo. Así que apretó los dientes. Él dijo: —Hablemos del presente. —Tú me has puesto en una situación difícil, al venir aquí—, dijo el Lobo. —Mis soldados están esperando que te mate. Lo que necesito es una razón para no hacerlo. Esto irritó a Liraz. — ¿Crees que podrías matarnos?— Preguntó ella. —Inténtalo Lobo. La atención de Thiago pasó a ella, su calma imperturbable. —No nos han presentado. — Sabes quién soy, y sé quién eres, y con eso bastara.— Típica brusquedad de Liraz. —Como lo prefieras—, dijo Thiago. —Todos se ven igual de todos modos, — Ten arrastró las palabras. —Bueno, entonces, — dijo Liraz. —Esto podría hacer nuestro juego de conseguir—familiarizarse más difícil para ustedes. — ¿Qué juego es ese?— Preguntó Ten. No, Lir, pensó Akiva. En vano. —En el que tratamos de averiguar cuál de nosotros mató a cual de ustedes en sus cuerpos anteriores. Estoy segura de que algunos de ustedes deben recordarme—. Ella levantó las manos para mostrar su recuento de muer- tos, Akiva atrapo la más cercana a él, cerró su puño marcado sobre ella, y la empujó hacia abajo. —No hagas alarde de eso aquí—, dijo. ¿Qué pasa con ella? ¿Ella realmente quiere que esto termine en un baño de sangre? lo que sea que "esto" era, esta tenue y casi impensable pausa en las hostilidades. Ten gruñó una risa cuando Akiva empujó la mano de su hermana de vuelta a su lado. —No te preocupes, Bestia de Bane. No es exactamente un secreto. Recuerdo cada ángel que alguna vez me mató, y sin embargo, aquí estoy, hablando con ustedes. ¿Puede decirse lo mismo de los muchos ángeles que he matado? ¿Dónde están to- dos los serafines muertos ahora? ¿Dónde está tu hermano?— Liraz se estremeció. Akiva sintió las palabras como un golpe a una herida—el fantasma de Hazael surgio ca- sualmente, con saña, y cuando el calor alrededor de ellos surgió, él sabía que era no sólo el temperamento de su hermana, sino el suyo propio.
  • 27. Así fue, entonces, una restauración del orden natural: la hostilidad. O... no. —Pero no fue una quimera quien mató a tu hermano—, dijo Thiago. —Fue Jael. Lo que nos lleva al punto— . Akiva encontró el foco de los ojos claros de su enemigo. No había ninguna burla en ellos, ningún gruñido sutil, y nada de la diversión fría con la que se había regodeado con Akiva en la cámara de tortura, todos esos años atrás. Había sólo una extraña intensidad. —No tengo la menor duda de que todos somos asesinos consumados—, dijo en voz baja. —Yo tenía entendido que nos quedamos aquí por una razón diferente. El primer sentimiento de Akiva fue vergüenza —de ser educados en sangre fría por Thiago?—Y lo siguiente fue la ira. —Sí. Y no era para defender nuestras vidas. ¿Necesitas una razón para no matarnos? Qué tal esto: ¿Tie- nes un lugar mejor a donde ir? —No. No lo tenemos. —Simple. Honesto. —Y así que estoy escuchando. Esto fue, después de todo, tu idea. Sí, lo fue. Su loca idea de ofrecer la paz al Lobo Blanco. Ahora que se puso de pie cara a cara con él, y Karou no estaba cerca, vio lo absurdo de la misma. Él había sido cegado por su desesperación por estar cerca de ella, pa- ra no perderla por la inmensidad de Eretz, enemigos para siempre. Así que él había hecho esta oferta, y fue sólo ahora, tardíamente, que vio cuan verdaderamente extraño era que el lobo estaba considerándolo. ¿Que el Lobo estaba buscando una razón para no matarlo? Se había sentido como una agresión, esa declaración, como provocación. ¿Pero fue posiblemente, since- ro? ¿Podría ser la verdad, que él quería esta paz pero necesitaba justificarse ante sus soldados? —Los Ilegítimos se han retirado a un lugar seguro—, dijo Akiva. —A los ojos del Imperio, somos traido- res. Yo soy el parricidio y el regicidio, y mi culpa nos mancha a todos—. Consideró sus siguientes palabras. —Si realmente quieres decir que consideras esto —Esto no es un truco de mi parte,— Thiago interrumpió: —Te doy mi palabra. —Tu palabra.— Esto vino de Liraz, servido sobre una masa desnuda de una risa. —Vas a tener que hacerlo mejor que eso, Lobo. No tenemos ninguna razón para confiar en ti. —Yo no iría tan lejos. Están vivos, ¿no es así? No pido las gracias por ello, pero espero que sea perfecta- mente claro que no es cuestión de suerte. Ustedes vinieron a nosotros medio muertos. Si hubiera querido termi- nar el trabajo, lo hubiera hecho . No podía haber ninguna discusión a eso. Indiscutiblemente, Thiago los había dejado vivir. El los había deja- do escapar. ¿Por qué? ¿Por el amor de Karou? ¿Había ella abogado por sus vidas? Habría ... negociado por ellos? Akiva miró hacia la pendiente por donde se había ido. Se puso de pie en el arco de entrada a la kasbah, ob- servándolos, demasiado lejos para leer. Se volvió a Thiago, y vio que su expresión era aún carente de la crueldad o la duplicidad o incluso de su frialdad habitual. Tenía los ojos abiertos, no pesadamente cerrados con arrogancia o desdén. Había un marcado cambio en él. ¿Que podría explicar eso?
  • 28. Una explicación se le ocurrió Akiva, y la odiaba. En la cámara de tortura, la rabia de Thiago había sido la de un rival—un rival perdiendo. Bajo el odio ancestral de sus razas se había quemado la ira más personal de un alfa por un retador. La humillación del no elegido. Venganza por el amor de Madrigal a Akiva. Pero eso estaba ausente ahora—tan ausente como las razones para ello. Akiva ya no era su rival, ya no era una amenaza. Debido a que Karou había hecho una elección diferente esta vez. Tan pronto como esta idea vino a Akiva, la falta de malicia de Thiago parecía una dura prueba de ello. El Lobo Blanco estaba lo suficientemente seguro de su elección que ya no tenía que matar a Akiva. Karou, oh Dioses Estrella. Karou. Si no fuera por su sangrienta historia, si Akiva no supiera lo que se esconde en el verdadero corazón de Thiago, parecería una coincidencia obvia: el general y la resucitadora, señor y señora de la última esperanza de la quimera. Pero él conocía el verdadero corazón de Thiago, y también Karou. No era historia antigua tampoco, la violencia de Thiago. Los ojos abatidos de Karou, su incertidumbre tré- mula. Moretones, cortes. Y sin embargo, la criatura de pie ante Akiva ahora parecía una mejor versión del Lobo Blanco: inteligente, poderoso y cuerdo. Un aliado digno. Al mirarlo, Akiva ni siquiera sabía lo que debía esperar. Si Thiago era todo esto, entonces la alianza tenía una oportunidad, y Akiva sería capaz de estar en la vida de Karou, aunque sólo en los bordes de la misma. Él sería capaz de verla, por lo menos, y saber que ella estaba bien. Él sería capaz de expiar sus pecados y ella lo sabría. Sin mencionar, que podrían tener una oportunidad de detener a Jael. Por otro lado, si Thiago fuera esto —inteligente, poderoso, y en su sano juicio—y el estaba parado hom- bro—con—hombro con Karou para dar forma al destino de su pueblo, ¿qué lugar había allí para Akiva en eso? Y más al punto, ¿podría soportar la idea de esperar y verlo? —Y hay algo más—, dijo Thiago. —Algo te debo. Entiendo que tengo que darte las gracias por las almas de algunos de los míos. Akiva entrecerró los ojos. —No sé lo que estás hablando—, dijo. —En las Tierras Postreras. Interviniste en la tortura de un soldado quimera. Se escapó y regresó a nosotros con las almas de su equipo. Ah. El Kirin. Pero, ¿cómo puede alguien saber que Akiva había hecho eso? No no se había dejado ver. Había convocado a las aves, cada ave en toda la zona. Él se limitó a sacudir la cabeza, dispuesto a negarlo. Pero Liraz lo sorprendió. —¿Dónde está?— Le preguntó a Thiago. —No lo veo con los otros. ¿Lo había estado buscando? Akiva echó un vistazo a su manera. La mirada de Thiago fluctuaba. Se agudizó, y se instaló en ella. —Está muerto—, dijo después de una pausa. Muerto. El joven Kirin, último de la tribu de Madrigal. Liraz no respondió. —Siento mucho oír eso—, dijo Akiva. La mirada de Thiago desplazó de nuevo a él. —Pero gracias a ti, su equipo va a vivir de nuevo. Y para volver a nuestro propósito, ¿no fue su verdugo el ángel al que ahora debemos oponernos?
  • 29. Akiva asintió. —Jael. Capitán de los Dominantes. Ahora emperador. Estamos aquí de pie mientras él reúne sus fuerzas, y mientras que tu palabra no significa nada para mí, voy a confiar en una cosa: que lo detendrás. Así que si crees que tus soldados pueden distinguir un ángel del otro lo suficiente como para luchar contra los Domi- nantes de lado de los Ilegítimos, ven con nosotros, y vamos a ver qué pasa . Liraz dijo a Ten, añadiendo fríamente: —Llevamos negro, y ellos visten de blanco. Si eso ayuda . —Todos tienen el mismo sabor—, fue la respuesta lacónica de la loba. —Ten, por favor—, dijo Thiago en una voz de advertencia y, a continuación, a Akiva: —Sí, vamos a ver.— Asintió una promesa, manteniendo los ojos en los de Akiva, y la cordura aún estaba allí, la crueldad todavía ausen- te, sin embargo, Akiva no pudo evitar recordarlo destrozando gargantas, y se sintió en el precipicio de una muy mala decisión. Soldados renacidos e Ilegítimos, juntos. En el mejor de los casos, sería miserable. En el peor, devastador. Pero a pesar de sus dudas, fue como si hubiera un brillo haciéndole señas—el futuro, rico en luz, llamándo- le hacia él. No había promesas hechas, únicamente esperanza. Y no era sólo la esperanza encendida por el sutil gesto de Karou. Al menos, él no lo creía. Pensó que esto era lo que tenía que hacer, y que no era estúpido, sino audaz. Sólo el tiempo lo diría.
  • 30. 6 ÉXODO DE BESTIAS Karou ya había supervisado una transferencia de este pequeño ejército de un mundo al otro, y no había si- do uno de los mejores momentos. Con una mayoría de soldados sin alas y ninguna forma para transportarlos des- de Eretz, tuvieron que hacer múltiples viajes, aun cuando Thiago había optado por “liberar” a muchos de ellos, recogiendo almas y llevándolas en turíbulos. Había considerado a los cuerpos “peso muerto” –exceptuando, claro, el suyo y el de Ten, y algunos otros de sus lugartenientes, que habían cabalgado más grandes y voladores resucita- dos. Esta vez, Karou estaba aliviada de alinear a todos en el patio y determinar que lo que quedaba de “peso muerto” podía ser manejado por el resto y no se requería de ninguna liberación. El foso se había alimentado con su último cuerpo. Ella lo vio desde el aire una última vez mientras la compañía tomaba el vuelo, y mantenía un cierto magne- tismo en su mirada. Se veía tan pequeño desde aquí arriba, abajo en el sinuoso camino de la alcazaba. Sólo una oscura hendidura en la rodante tierra color polvo, con algunos montículos de tierra escavada, palas encajadas en ellos como estacas. Ella creyó que podría ver las marcas de arañazos donde Thiago la atacó, e incluso pequeñas áreas que podrían ser sangre. Y en el lado lejano de los montículos, identificable para nadie más que para sí mis- ma, estaba otra alteración en el polvo: la tumba de Ziri. Era poco profunda y ella se había ampollado las manos haciendo incluso eso, pero nada podría haberla he- cho tirar la última carne natural de Kirin en el foso, con sus moscas y putrefacción. Aunque, ella no pudo escapar de las moscas y la putrefacción tan fácil. Tuvo que inclinarse en la orilla de esa espesa y escurridiza oscuridad con el bastón recogedor de Ziri, para recoger las almas de Amzallag y Las Sombras Que Viven, asesinados por el Lobo y sus secuaces por el crimen de escoger el lado de ella. Desearía poder tenerlos a su lado de nuevo en lugar de en un turíbulo, escondidos lejos, pero ellos debían permanecer en un turíbulo –por ahora. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Hasta un tiempo que era imposible aún imaginar: un tiempo después de todo esto, y mejor que todo esto, cuando la mentira ya no importara más. Cómo si ese tiempo fuera a suceder. El tiempo sucederá si hacemos que pase, se dijo a sí misma. Los exploradores de Thiago reportaron que no había presencia de serafines en varias millas de radio alre- dedor del portal en Eretz, lo cual era un alivio, pero no uno en el que Karou pudiera confiar. Con Razgut en manos de Jael, nada era seguro. Aunque con los Ilegítimos de Akiva, al menos tenían una oportunidad. Pero claro, estaba su propio problema: la alianza. Vendérsela a las quimeras. Pisando el filo de la navaja del engaño para convencer al ejército rebelde en actuar en contra de sus más profundos instintos. Karou sabía que en cada paso hacia adelante se encontraría resistencia de un gran número de personas en la compañía. Para darle forma al futuro, ellos tenían que ganar a cada paso. ¿Y en quiénes consistían “ellos”? Además de ella y “Thiago”, Traducción: Karina Paredes Corrección: Akiva Seraph
  • 31. solo Issa y Ten –que en realidad era Haxaya, una soldado menos malvada pero igual de impulsiva cómo había sido la real Ten— conocían el secreto. Bueno, ahora Zuzana y Mik también. —¿Qué pasa contigo?— Preguntó Zuzana incrédula, tan pronto como ellas dejaron a Thiago y Akiva en sus negociaciones. —¿Siendo camarada con el Lobo Blanco? —Tú sabes lo que ‘carnada’ es, ¿verdad?— Karou respondió, evasiva. —Es lanzar sangre al agua para atraer tiburones —Bueno, yo me refería a ‘ser camarada’, pero estoy segura que debe haber una metáfora de eso en algún lado. ¿Qué fue lo que te hizo? ¿Estás bien? —Lo estoy ahora— Dijo Karou, y a pesar de que había sido un alivio desengañar a sus amigos de su noción de camaradería, no había sido agradable el decirles sobre la muerte de Ziri. Ambos habían llorado, lo que había sido cómo un peso extra para sus propias lágrimas, sin duda aumentando su reputación de debilidad frente a la compañía. Y con eso ella podía vivir, pero por todos los dioses y polvo de estrellas, Akiva era otro asunto. ¿Dejarlo creer que ella estaba siendo ‘cariñosa’ con el Lobo Blanco? ¿Pero que se suponía que ella hiciera? Ella estaba siendo vigilada de cerca por todos los integrantes de las quimeras. Algunos ojos eran solamente curio- sos —¿Ella todavía lo ama?— Pero otros eran de sospecha, ansiosos de condenarla y levantar conspiraciones de cada mirada que ella daba. No podía darles municiones, así que ella se mantuvo lejos de Akiva y Liraz en la alcaza- ba, y tratando incluso ahora de ni si quiera voltear en su dirección, en el flanco más alejado de la formación. Thiago montaba a la cabeza de la multitud cabalgando al soldado Uthem. Uthem era un Vispeng, de aspec- to mitad dragón mitad caballo, largo y sinuoso. Era el más grande y sorprendente de las quimeras y en su espalda, Thiago se veía majestuoso como un príncipe. Más cerca de Karou, Issa montaba Rua, un soldado Dashnag, mientras que en la mitad de todo, incongruen- tes cómo dos gorriones aferrándose a la espalda de raptores, estaban Zuzana y Mik. Zuzana estaba sobre Virko, Mik sobre Emylion, y ambos tenían los ojos muy abiertos, aferrándose a las co- rreas de cuero mientras los poderosos cuerpos de las quimeras se agitaban debajo de ellos, surcando el aire. Para Kaoru, los cuernos de carnero en espiral de Virko le recordaban a Brimstone. Era de cuerpo felino pero inmenso: cómo un gato agazapado musculoso, como un león con esteroides, y desde la espalda de su grueso cuello se eriza- ba un collar de púas, que Zuzana había acolchado con una manta de lana de la cual se había quejado que olía a pies. —¿Así que mis opciones son respirar olor a pies o sacarme los ojos con el collar de púas? Genial. Ahora ella rugía, —¡Lo estás haciendo a propósito!— Mientras Virko giraba a la izquierda, haciéndola desli- zarse ridículamente en su montura improvisada hasta que él giró hacia el otro lado y la enderezó. Virko estaba riendo, pero Zuzana no. Ella volteó el cuello buscando a Karou, y gritó, —Necesito un nuevo caballo. ¡Este de aquí piensa que es gracioso! —¡Estas atrapada con el!— Karou le respondió a Zuzana. Voló más cerca de ella, teniendo que virar alrede- dor de un par de grifos sobrecargados. Ella misma llevaba mucho peso por una pesada carga de equipo y una larga cadena de turíbulos enlazados, varias docenas de almas contenidos en ellos. Ella tintineaba con cada movimiento y nunca se había sentido tan torpe. —Él se ofreció.
  • 32. Era verdad, si Zuzana no hubiera sido tan ligera, no habría sido posible traer a los humanos con ellos. Virko la estaba cargando en adición a su completa carga que le asignaron, y en cuanto a Emylion, dos o tres soldados habían aceptado sin palabras el tomar algo de su equipo para que el pudiera llevar a Mik, quien, aunque no muy grande, no era el ligero pétalo que Zuzana era. No había habido ningún cuestionamiento para dejar el vio lín de Mik atrás, tampoco. Los amigos de Karou se habían ganado un afecto de éste grupo que ni si quiera Karou había logrado. De la mayoría de ellos, de todas formas. Estaba Ziri. Él tal vez ya no luzca más como Ziri, pero era Ziri, y Karou lo sabía… Ella sabía que él estaba enamorado de ella. —¿Por qué no tienes un pegaso en esta compañía?— Zuzana demandó, palideciendo mientras miraba la cada—vez—más—distante tierra. —Un bueno y dócil caballo para montar, con una melena esponjada en lugar de púas, cómo flotando en una nube. —Porque nada infunde más terror en los enemigos que un pegaso.— Dijo Mik. —Hey, hay más en la vida que aterrar a tus enemigos.— Dijo Zuzana. —Como no caerte miles de pies hacia tu muerte ¡aahh!— Gritó cuando Virko de repente descendió para pasar debajo del herrero Aegir, que estaba ja- deando con fuerza por llevar el saco con armamento aéreo. Karou tomó una esquina de la bolsa para ayudarlo y juntos se levantaron un poco más mientras Virko salía adelante. —¡Mas te vale ser bueno con ella!— le dijo a él en Quimera. —¡O la dejaré que te convierta en pegaso en tu siguiente cuerpo! —¡No!— Gritó el de regreso. —¡En eso no! Él se enderezó y Karou se encontró a sí misma en medio de uno de esos momentos en los que su vida aún podía sorprenderla. Pensó en ella misma y en Zuze, no muchos meses atrás, en sus caballetes en las clases de dibu- jo de vida, o con los pies arriba en una de las mesas—ataúd en la Cocina Envenenada. Mik había sido sólo “el chico del violín” en ese entonces, un enamoramiento, ¿y ahora él estaba aquí con el violín atado a la mochila, montando con ellos hacia otro mundo mientras Karou amenazaba monstruos con una resurrección de venganza por portarse mal? Solo por un momento, a pesar del peso de la bolsa de armas y los turíbulos, y su mochila –sin mencionar el gran peso de su deber y del engaño, y el futuro de dos mundos— Karou se sentía casi ligera. Esperanzada. Entonces escuchó una risa, alegre con una casual malicia, y desde el rabillo del ojo, alcanzó a ver el rápido movimiento de una mano. Era Keita—Eiri, una guerrera Sab con la cabeza de chacal, y Karou notó a la primera de que se trataba. Ella estaba apuntando sus hamsas –la pintura del “ojo del diablo” en su manos— hacia Akiva y Li- raz. Rark, al lado de ella, estaba haciendo lo mismo, y se estaban riendo. Esperando que los serafines estuvieran fuera del rango, Karou arriesgó una mirada en su dirección justo a tiempo para notar a Liraz quedarse a medio aleteo y girar alrededor, con una notable furia en su postura a pesar de la distancia.
  • 33. No fuera del rango, entonces. Akiva la alcanzó y contuvo a su hermana se doblar hacia sus atacantes. Más risas mientras las quimeras hacían un deporte de aquello, y Karou apretaba las manos en puños alrededor de sus propias marcas. Ella no podría ser quien detuviera esto –solo haría las cosas peor. Apretando los dientes, ella vio cómo Akiva y Liraz se alejaban incluso más lejos, y la creciente distancia entre ellos parecía un mal presagio de este valiente inicio. —¿Estás bien, Karou?— Dijo un susurro con acento siseante. Karou volteó y vio a Lisseth acercándose detrás de ella. –Bien— Respondió. —¿Oh? Pareces tensa. Aunque de la misma raza Naja que Issa, Lisseth y su compañero Nisk pesaban el doble que Issa –gruesos como pitones frente a una víbora, cuello grueso como toro y fuerte, pero aun así mortalmente rápidos y equipados con colmillos venenosos al igual que la incongruencia de las alas. Todo ello realizado por la propia Karou. Estúpida, estúpida. —No te preocupes por mi— Le dijo a Lisseth. —Bueno, eso va a ser difícil, ¿no crees? ¿Cómo es que no me voy a preocupar por un amante—de— ángeles? Hubo un tiempo, un tiempo muy cercano, en que este insulto se sentía cómo una punzada. Ya no más. — Tenemos demasiados enemigos, Lisseth.— Le dijo Karou, manteniendo una voz tranquila. —Muchos de ellos son nuestros enemigos por nacimiento, heredado como una obligación, pero aquellos que hacemos enemigos por no- sotros mismos son especiales. Debemos escogerlos con cuidado. La ceja de Lisseth se arqueó. —¿Me estas amenazando?— Preguntó. —¿Amenazarte? Espera, ¿cómo es que entiendes eso de lo que acabo de decir? Yo estaba hablando acerca de hacer enemigos, y no puedo imaginar a ningún soldado resucitado ser tan tonto como para hacerse enemigo de la resurreccionista. Así es, ella pensó mientras la cara de Lisseth se ponía tensa. Interpreta eso como quieras. Se estaban moviendo juntos durante todo el camino, firmes en el aire en medio de la compañía, y ahora que la densidad de cuerpos cuando ellos se fueron, revelando a Thiago montando a Uthem, se dobló de nuevo en medio de ellos. La compañía de volvió a formar alrededor de ellos, yendo más despacio. —Mi señor,— Lisseth lo saludó, y Karou pudo ver prácticamente como se formaban los chismes en sus pen- samientos. Mi señor, la amante—de—ángeles me amenazó, debemos endurecer nuestro control sobre ella. Buena suerte con eso, pensó, pero el Lobo no le dio tiempo a Lisseth –ni a nadie más— de hablar.
  • 34. En un tono de voz solo lo suficientemente fuerte para ser escuchado, mientras que apenas parecía estar subiendo en tono, él dijo, —¿Realmente crees que porque estoy cabalgando al frente no sé cómo se está desen- volviendo mi ejército?— Se detuvo. —Son cómo la sangre en mi cuerpo. Siento cada vibración y suspiro, conozco su dolor y su alegría, y ciertamente los escuché riéndose. El barrió el semicírculo de soldados con una mirada y Keita—Eiri, la cabeza de chacal, no se estaba riendo cuando su mirada llegó a posarse sobre ella. —Si yo deseara que antagonizaras con nuestros…. aliados… yo mismo se los diría. Y si sospechan que yo he olvidado darles alguna orden, por favor, ilumínenme. En respuesta los iluminaré a ustedes.— El mensaje era para todos. Keita—Eiri era sólo el desafortunado foco del escalofriante sarcasmo del general. —¿Qué te parece ese arreglo a ti, soldado? ¿Es suficiente para tu aprobación? En una voz delgada con mortificación, Keita—Eiri contestó, —Si, señor.— Karou casi se sintió mal por ella. —Me alegra mucho.— El Lobo levantó su voz esta vez. —Hemos peleado juntos, y juntos soportamos la pérdida de nuestra gente. Hemos sangrado y hemos gritado. Ustedes me han seguido hacia el fuego y hacia la muerte, y hacia un mundo diferente, pero tal vez nada haya sido tan extraño como esto. ¿Refugiarse con serafi- nes? Puede ser extraño, pero me decepcionaría si su confianza fracasara. No hay espacio para discrepar. Cualquie- ra que no pueda acatar nuestro actual curso puede dejarnos en el momento en el que crucemos el portal, y arries- gar su suerte por cuenta propia. Él escaneó sus caras. Su propia cara estaba endurecida pero iluminada por un brillo interno. —Y en cuanto a los ángeles, no les pido a ustedes más que paciencia. No podemos combatir con ellos cómo una vez lo hacíamos, confiando en nuestros números incluso aunque sangráramos. No estoy pidiéndoles permiso para encontrar un nuevo camino. Si se mantienen conmigo, espero fe. El futuro es sombrío, y no puedo prometerles nada más que esto: Pelearemos por nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas, y si somos lo bastante fuertes y con bastante suerte y muy inteligentes, podríamos vivir para reconstruir algo de lo que hemos perdido. Él hizo contacto visual con cada uno, haciéndolos sentir vistos y notados, valorados. Su mirada comunican- do su fe en ellos. El prosiguió: —Sólo esto es el plan: Si fallamos en desarmar nuestra amenaza presente, será nuestro fin. El fin de las Quimeras.— Se detuvo. Su mirada encerrando por completo a Keita—Eiri, dijo, con cuida- dosa gentileza que de alguna manera hizo la reprimenda mucho más incriminatoria: —Este no es un asunto para reírse, soldado. Y entonces apresuró a Uthem hacia adelante y cortaron su camino entre las tropas para volver a su lugar en el frente del ejército. Karou observó cómo los soldados se movían en silencio de nuevo hacia su formación, y ella supo que ninguno de ellos lo dejaría, y que Akiva y Liraz estarían a salvo de golpes de errantes hamsas por el resto del camino. Eso era bueno. Ella sintió un sonrojo de orgullo por Ziri, y algo de admiración. En su piel natural, el joven soldado había sido tranquilo, casi tímido –contrario a este elocuente megalómano cuya piel estaba ahora llevando. Observándolo, ella se preguntó por primera vez –y tal vez era estúpido que no se lo haya preguntado antes— co- mo el ser Thiago lo ha cambiado. Pero el pensamiento se calmó tan pronto como llegó. Este era Ziri. De todas las cosas de las que Karou te- nía que preocuparse, él siendo corrompido por el poder no era una de ellas.
  • 35. Lisseth, sin embargo, lo era. Karou la miró, aun revoloteando cerca en el aire, y vio calculaciones en los ojos de la Naja en cuanto vio a su general volver a su puesto. ¿En que estaba pensando? Karou sabía que no habría una oportunidad ni en un millón de que los lugarte- nientes dejaran la compañía, pero dios, ella deseaba que lo hicieran. Ninguno lo conocía mejor, y ninguno lo ob- servaría de más cerca que ellos. En cuanto a lo que le dijo a Lisseth de hacerse enemiga de la resurreccionista, no había sido una broma o una amenaza en vano. Si algo era cierto entre los soldados resucitados, era que si iban a batalla muy seguido, eventualmente ellos necesitarían de un cuerpo. Bovino, pensó Karou. Una grande y lenta vaca para ti. Y la siguiente vez que Lisseth le lanzó una mirada, ella pensó, casi alegre, “Muu”.
  • 36. 7 UN REGALO DE LA NATURALEZA La quimera ya había llegado a la cima. Había dejado atrás la kasbah y tenía el portal justo delante, aunque Karou apenas pudo notarlo. Incluso cerrado presentaba una ligera ondulación y había tenido que zambullirse a través de ésta en la fe, sintiendo los bordes suaves abriéndose a su alrededor. Las criaturas más grandes hicieron lo que pudieron para plegar sus alas y pasar con velocidad, y si ellos fueran solamente una fracción más rápidos o más lentos ellos no sentirían resistencia alguna y permanecerían justo ahí en este cielo. Sin embargo, eso no fue lo que sucedió. Este contingente sabía lo que estaba haciendo, y desaparecieron a través del pliegue de uno en uno. Tomó algo de tiempo, cada forma inminente parpadeaba hacia el éter. Cuando llegó el turno de Virko, Karou gritó, “¡Espera!” a Zuzana, y ella lo hizo, y salió del corte. Emylion y Mik seguían, a Karou no le gustaba tener a sus amigos fuera de su vista, asintió con la cabeza al Lobo, que había dado la vuelta para ver atravesar a todos, y con un último suspiro, atravesó. En contra de su cara, el toque de una pluma de cualquier membrana incognoscible contenía dos mundos distintos, y ella atravesó. Estaba en Eretz. Aquí no había un cielo azul, había un abovedado blanco sobre sus cabezas y un tono metálico oscuro en el horizonte visible, pero el resto se perdía sobre la neblina. Debajo de ellos solamente había agua, y en ausencia del color del día, se ondeaba el negro. La Bahía de las Bestias. Había algo aterrador sobre el agua negra. Algo despia- dado. El viento era fuerte, abofeteando a los huéspedes conforme volvían a la formación. Karou tiró de su suéter hacia sí y se estremeció. El último atravesó el corte, Uthem y Thiago, el último de todos. Las partes equinas y dra- conianas de Uthem eran indistintamente flexibles, verdes y ondulantes, aparentaban verter el mundo a la nada. La raza Vispeng no era alada originalmente, Karou se puso creativa para conservarla lo más que pudo: dos pares de alas, el par principal como velas y las más pequeñas ancladas cerca de sus patas traseras. Se veía genial, si ella se lo dijera a sí misma. El Lobo inclinó la cabeza a través del portal, y tan pronto como terminó de atravesar, se sentó para hacer un inventario de su tropa circundante. Su mirada se posó rápidamente en Karou, y aunque solamente hizo una pausa demasiado breve, ella sintió que era –sabía que lo era— su principal preocupación en el mundo, en este o en cualquier otro. Solamente cuando él sabía dónde se encontraba ella, y estaba convencido que ella se encontra- ba bien, regresaba a su tarea en cuestión, donde tenía que guiar a este ejército con seguridad en la Bahía de las Bestias. Karou encontró difícil apartarse del portal y dejarlo ahí, donde nadie podría encontrarlo y utilizarlo. Akiva debía encargarse de cerrarlo y quemarlo detrás de ellos, pero Jael había cambiado su plan. Ahora lo necesitarían. Para regresar y comenzar el apocalipsis. Traducción: Lety Moon Corrección: Akiva Seraph
  • 37. El Lobo, tomó el frente una vez más, moviéndolos hacia el este, lejos del horizonte metalizado y hacia las montañas Adelphas. En un día claro, las cimas podrían visualizarse desde allí. Pero no era un día claro, y ellos no podían ver nada más que una gruesa niebla, que tenía tanto sus ventajas como sus desventajas. Por la parte ventajosa, la niebla los cubría. Ellos no serían vistos desde la distancia por ninguna patrulla se- rafín. En el lado de las desventajas, la niebla le da cobertura a cualquier persona –o cosa— y no serían visibles desde la distancia. Karou estaba en una posición central en el contingente, acababa de llegar al lado de Rua, para comprobar a Issa, cuando sucedió. —Dulce niña, ¿lo estás soportando?— Preguntó Issa. —Estoy bien— replicó Karou. —Pero necesitas más ropa —No te discutiré eso— replicó Issa. Ella estaba de hecho, utilizando ropa –un suéter de Karou con una hen- didura amplia en el cuello para acomodar su capucha de cobra –lo que era inusual en Issa, pero sus labios estaban azules, y sus hombros prácticamente llegaban a sus orejas cuando se estremecía— La raza Naja procedía de un clima caliente. Marruecos le había sentado a la perfección. Pero esta fría niebla no tanto, y su destino helado in- cluso menos, aunque al menos estarían protegidos de los elementos, y Karou recordó las cámaras térmicas en el laberinto de cuevas de más abajo, si todo estaba como lo había dejado años atrás. Las cuevas Kirin. Ella nunca había regresado al lugar de su nacimiento, la casa de su antigua vida. Hubo un tiempo en el que planeó volver. Fue donde ella y Akiva comenzaron a planear su rebelión, cuando el destino no tenía otras ideas. Pero no, Karou no creía en el destino. No fue el destino el que había aniquilado su plan, sino la traición. Y no fue el destino el que lo estaba recreando ahora –o al menos esta retorcida versión del plan, llena de sospechas y animosidad— sino que fue la voluntad. —Te encontraré una manta o algo— le dijo a Issa –o comenzó a decírselo—. Pero en ese momento, algo llegó sobre ella. O se apoderó de ella. De todos ellos. Una presión en la niebla, y con un arrebato de certeza, Karou se encogió y echó atrás la cabeza para mirar hacia arriba. Y no sólo fue ella. En todo a su alrededor en las filas, los soldados estaban reaccionando. Dejándose caer, tomando sus armas, girando hacia… algo. Sobre su cabeza, el cielo blanco parecía estar lo suficientemente cerca como para tocarlo. Era un espacio en blanco, pero había una prisa en la sangre de Karou y un repiqueteo como de un sonido lo suficientemente bajo para ser escuchado, y luego, repentina e inminente, rápida y masivamente, los empujó un viento que sacudió a los soldados como si se tratara de juguetes en una marea, era algo. Grande.
  • 38. Sobre ellos y tapando el cielo, rápidos y pasando, rozando las cabezas del contingente. Tan pronto, tan cer- ca, tan enorme que Karou no le encontró sentido, y cuando pasó, la tocó, y el rastro del peso del aire deformado la hizo girar. Era como una contracorriente, y las cadenas de sus turíbulos, volaron salvajes, enredándola, y por ese instantáneo giro ella pensó en la superficie negra del agua que estaba debajo, y los turíbulos salpicándola –almas consumidas por la Bahía de las Bestias, y luchó por su control… y justo cuando lo logró, llegó una extraña calma de secuelas. Las cadenas se apretaron y enredaron pero no se perdió nada, y todo lo que hizo fue mirar qué era lo que pasó –que era lo que eran, oh. Oh— antes de que el denso día blanco se los tragara de nuevo, y ellos se fue- ron. Cazadores de tormentas. Las criaturas más grandes de este mundo, excepto por los secretos que el mar esconde. Alas que podrían refugiar o destrozar una casa pequeña. Eso fue lo que pudo ver, el ala de un cazador de tormenta. Una parvada de esos grandes pájaros había pasado planeando justo sobre el contingente, y un simple aleteo suave fue suficiente como para romper la formación de las quimeras. Antes de que hubiera espacio en la cabeza de Karou para maravi- llarse, hizo un frenético recuento de su ejército. Encontró a Issa colgándose del cuello de Rua, agitada, pero por demás se encontraba bien. El herrero Aegir había soltado el paquete de armas –todas se perdieron en el mar—. Akiva y Liraz seguían en su lugar muy por de- lante, y Zuzana y Mik estaban delante también, no muy lejos, pero claramente a salvo del aleteo. Ellos no se veían tan agitados, pero estaban boquiabiertos con la maravilla que Karou seguía aplazando –y las filas se fueron cerran- do de nuevo, ninguno de ellos la había abierto después de que estas enormes figuras se desvanecieran en la nie- bla. Todos estaban bien. Acababan de ser sacudidos por cazadores de tormentas. En su vida pasada, Karou había sido una niña del alto mundo: Madrigal de los Kirin, la última tribu de los Montes Adelphas. Entre las cimas se extendían esas enormes criaturas, aunque no eran Kirin, o alguna otra cosa que Karou haya escuchado, jamás se había visto un cazador de tormentas tan de cerca. Ellos no podían ser caza- dos, eran sumamente difíciles de alcanzar, demasiado rápidos para perseguir, demasiado astutos para asustar. Se creía que podían sentir los cambios más pequeños en el aire y la atmósfera, y cuando era pequeña –como Madri- gal— Karou había tenido razones para creerlo. Viéndolos de lejos, a la deriva como motas en un sol oblicuo, ella iba tras ellos, deseosa de un vistazo más cercano, pero tan pronto sus alas batían con su intención las de ellos res- ponderían y se iban lejos. Nunca había encontrado un nido, una cáscara de huevo, o incluso un cascarón; si los cazadores de tormentas eclosionaban, si los cazadores de tormentas morían, nadie sabía dónde. Ahora Karou había tenido su vistazo cercano, y fue emocionante. La adrenalina corría a través de ella, y no podía evitarlo. Ella sonrió. La visión había sido demasiado breve, pero había visto que un bello denso cubría los cuerpos de los cazadores de tormentas, que sus ojos eran negros, grandes como discos y cubiertos por una membrana parpadeante, como las aves de la Tierra. Sus plumas resplan- decían iridiscentes, no sólo de un color, sino de todos colores, cambiando con el juego de luces. Ellos parecían un regalo de la naturaleza, y un recordatorio de que no todo en este mundo estaba definido por la guerra eterna. Se elevó en el aire, desenredando la cadena del turíbulo de su cuello, y se deslizó junto a Zu- zana y Mik. Sonrió a sus amigos, todavía aturdidos, y dijo, —Bienvenidos a Eretz. —Olvida a Pegaso,— declaró Zuzana, fervientemente y con los ojos abiertos. —¡Quiero uno de esos!.
  • 39. 8 MORETONES EN EL CIELO —Más cazadores de tormentas—, dijo el soldado Stivan desde la ventana, alejándose de Melliel. Era la única ventana de la celda. Llevaban cuatro días en prisión. Tres noches el sol se puso al atardecer y tres amaneceres se alzaron para iluminar al mundo que cada vez tenía menos sentido. Abrazándose a sí misma, Melliel miro afuera. Amanecer. Intensa saturación de luz: nubes brillantes, un mar dorado, y al horizonte una línea radiante que era demasiado pura para mirar. Las islas eran como siluetas dispersas de bestias de ensueño y el cielo… el cielo estaba como ha estado, que es como decir, el cielo estaba mal. Si hubiese sido piel, uno diría que tenía moretones. Este amanecer, como los otros, fue revelado para ex- poner nuevos resplandores de color por la noche – o mejor dicho, de descolorido: violeta, índigo, amarillo pálido, y el más delicado azul claro. Eran bastos, los florecimientos o sangrados. Melliel no sabía cómo llamarlos. Cubrían el cielo y se esparcían a cada hora, más profundos y después más pálidos finalmente desvaneciéndose mientras otros tomaban su lugar. Era hermoso, y cuando Melliel y su compañía fueron traídos aquí por primera vez por sus captores, ellos asumieron que era solo la naturaleza del cielo del sur. Esto no era el mundo como ellos lo conocían. Todo acerca de las Islas Lejanas era hermoso y bizarro. El aire era tan rico que tenía cuerpo, fragancias parecían cargarse en él como el sonido: perfumes, los cantos de las aves, cada briza tan viva con canciones rápidas y olores como el mar tenía peces. En tanto el mar, era como de mil colores diferentes cada minuto y no todos eran azules y verdes. Los arboles eran más como los dibujos fantasiosos de un niño, de lo que eran sus sombríos y rectos primos del hemis- ferio norte. ¿Y el cielo? Bueno, el cielo hizo esto. Pero Melliel había descubierto para ese momento que no era normal, y tampoco lo era la reunión de tantos cazadores de tormentas que crecía con el día. Afuera sobre el mar, las criaturas se agrupaban en círculos incesables. Soldados de Sangre de Misbegotten, Melliel, segunda portadora de ese nombre, no era tan joven y en el tiempo que había vivido ella vio muchos caza- dores de tormentas, pero nunca más de media docena en un solo lugar y siempre en el rincón más alejado del cie- lo, moviéndose en línea. Pero aquí había docenas. Docenas intercalándose con más docenas. Era un espectáculo rarísimo, pero aun así, ella pudo haberlo tomado tranquilamente como un fenómeno natural, si no hubiese sido por la cara de los guardias. Los Stelians estaban nerviosos. Algo estaba pasando aquí, y nadie le decía nada a los prisioneros. No lo que estaba mal en el cielo, ni lo que atrajo a los cazadores de tormentas y tampoco lo que les deparaba el destino. Traducción: Marhana Rod Gon Corrección: Akiva Seraph
  • 40. Melliel agarro las barras de la ventana, inclinándose hacia adelante para poder tener una vista panorámica del mar, del cielo y las islas. Stivan tenía razón. En la noche, los cazadores de tormentas, surgieron de nuevo, como si cada uno de ellos en todo Eretz estuviera respondiendo a un llamado. Girando, girando, mientras el cielo san- graba más y sanaba por si solo y se contusionaba de nuevo. ¿Qué poder podría lastimar al cielo? Melliel soltó las barras y camino a través de la celda hacia la puerta. Golpeo y llamo, —¿Hola?, ¡Quiero ha- blar con alguien!. Su equipo lo noto y comenzó a reunirse. Aquellos que todavía dormían, despertaron en sus hamacas y se levantaron. Eran doce en total, todos prisioneros sin heridas – aunque no sin un poco de confusión acerca de la manera en que fueron capturados: Una estupefacción parpadeante tan entera que se sintió como una falla en el funcionamiento del cerebro – y la celda no era un húmedo y frío calabozo, más bien era un largo y limpio cuarto con las pesadas puertas cerradas. Había un baño y agua para poder lavarse. Hamacas para dormir y cambios de ropa de tejido ligero por si querían cambiarse los gambesones negros y las agobiantes armaduras —cosa que para ahora, todos ya habían hecho. La comida era basta y mucho mejor de lo que estaban acostumbrados: pescado blanco, pan aireado, ¡y qué fruta! Algunas sabían a miel y flores, de piel gruesa y delgada y con varios colores. Había unas bayas amarillas áci- das y esferas moradas descascarilladas que no tenían idea de cómo abrir, habiendo sido removidos razonablemen- te de sus espadas. Un tipo de fruta tenía espinas puntiagudas que tenían una natilla por dentro, ellos agarraron por ello una primero, y había una que ninguno pudo soportar: un raro tipo de orbe rosa y carnoso, casi sin sabor y tan turbio como la sangre. Esas las dejaron casi sin tocar en la canasta cerca de la puerta. Melliel no pudo evitar preguntarse cual, si es que había, era la fruta que había enfurecido tanto a su padre, el emperador, cuando apareció misteriosamente en la punta de su cama. No hubo respuesta a su llamado, por lo que volvió a golpear. —¿Hola?, ¡Alguien!— Esta vez ella pensó en añadir a su reclamo un “por favor” y estaba irritada cuando la llave giro al momento, como si Eidolon – por su- puesto que era Eidolon – hubiese estado ahí esperado por su por favor. La chica Stelian estaba, como de costumbre, sola y desarmada. Ella traía una simple cascada de tela blanca amarrada sobre su hombro moreno, con su cabello negro amarrado con una rama y juntado sobre el otro hombro. Bandas doradas gravadas estaban espaciadas igualmente por ambos delgados brazos. Y sus pies estaban desnu- dos, lo cual impresiono a Melliel por ser algo embarazosamente íntimo. Vulnerable. Esa vulnerabilidad era una ilusión por supuesto. No había nada acerca de Eidolon para insinuar que ella era un soldado –que cualquiera de los Stelians lo eran, o que ellos siquiera tenían un ejército– pero esta joven mujer estaba, sin lugar a dudas, en comando cuando el grupo de Melliel fue… interceptado. Y por lo que había pasado –Melliel aún no podía envolver su mente alrede- dor de ella– y a pesar de que ellos eran una docena de guerreros de Misbegotten contra una niña elegante, ningún pensamiento de intento de escape entro en sus cabezas. Había más de Eidolon – como más de las Islas Lejanas – que solo belleza. —¿Te encuentras bien?— pregunto esa niña elegante en el acento de los Stelian que era suave y filoso de palabras. Su sonrisa era cálida; sus ojos de fuego de Stelian bailaban mientras los saludaba con un gesto de ofrecer y agarrar las manos, un barrido de su brazo con bandas doradas para mostrar la cantidad de ellas.
  • 41. Los soldados murmuraron respuestas. Hombres y mujeres por igual, ellos estaban en un tipo de fascinación por esta misteriosa Eidolon de ojos danzantes, pero Melliel observo ese gesto con sospecha. Ella había visto a los Stelian… hacer cosas… con solo ese gesto agraciado, cosas incontables, y ella deseo que ella mantuviese sus brazos en sus lados. —Estamos bastante bien—, ella dijo. —Para ser prisioneros—. Su propio acento le sonó vulgar a ella mis- ma, comparado con el de ellos, y su voz hosca y gimoteada. Ella se sintió vieja y desgarbada, como una espada de acero. —¿Qué está pasando allá afuera? —Cosas que no deberían,— Eidolon le respondió ligeramente. Era más de lo que Melliel había logrado sacar de ella antes. —¿Qué cosas?— demando. —¿Qué está mal con el cielo? —Está cansado,— dijo la niña con un brillo en sus ojos que era como un resplandor de fuego agitado. Como los ojos de Akiva, Melliel pensó. Cada Stelian que había visto hasta ahora los tenía. —Está sufriendo,— añadió Ei- dolon. —Es muy viejo, tú sabes. ¿El cielo estaba cansado y viejo? Una respuesta sin sentido. Ella estaba jugando con ellos. —¿Tiene algo que ver con el Viento?— Melliel preguntó, pensando la palabra como nombre propio, para diferenciarlo de cada viento que haya venido antes. Por supuesto, llamarlo “viento” era como llamar a un cazador de tormentas un pájaro. El equipo de Melliel se estaba acercando a Caliphis cuando los golpeo, agarrándolos como si fuesen plumas esparcidas y succionándo- los de vuelta de dónde venían, junto con cada cosa proveniente del cielo que estuviese en su camino –pájaros, polillas, nubes y si, hasta cazadores de tormenta– también como muchas cosas de la superficie del mundo que no estuviesen agarradas fuertemente como deberían, como las floraciones completas de los árboles, y casa espuma hecha por el mar. Sin poder, tambaleándose a millas de ello. Ellos fueron capturados y acarreados –primero hacia el este, ale- teando sus alas para poder tener algún control de ellos mismos, y después… la calma. Corta y lejos de estar quieta, solo les dio tiempo para poder jadear antes de que una fuerza completa viniera de nuevo y los mandara tamba- leando hacia el este ahora, hacia Caliphis y más allá, donde finalmente los soltó. ¡Que fuerza! Se sintió como si el éter por si mismo hubiese tomado una respiración profunda y la hubiese expulsado. El fenómeno tenía que estar ligado, pensó Melliel. ¿El Viento, el cielo contusionado, el amontonamiento de cazadores de tormentas? Ninguno estaba bien, o era natural. La expresión de Eidolon de leve hermosura se volvió plana, sin brillo en sus ojos ahora. —Eso no era viento,— dijo ella. —¿Entonces que fue eso?— preguntó Melliel, esperando que este candor persistiera. —Hurto.— dijo ella, y parecía a punto de retirarse. —Disculpen. ¿Necesitan alguna otra cosa?— —Sí,— dijo Melliel. —¿Quiero saber que será de nosotros? Con un movimiento repentino de su cabeza, Eidolon hizo que Melliel retrocediera. —¿Estas tan ansiosa por que se haga algo contigo?
  • 42. Melliel pestaño. —Yo solo quería saber —No está decidido. Recibimos tan pocos extraños por aquí. Los niños deben de querer verlos, yo creo. Ojos azules. Qué maravilla.— Ella dijo con admiración, mirando justo a Yav, el más joven de la compañía, que era dema- siado rubio. Se sonrojo hasta sus raíces rubias. Eidolon se voltio a Melliel con una mirada contemplativa. —Por otro lado, Wraith ha pedido que tú seas dado a los novicios. Para práctica. ¿Practica? ¿En qué? Melliel no preguntaría; desde que entró en contacto con estas personas, ella había vis- to tales cosas como insinuaciones de magia inimaginable. Esas artes estaban perdidas con el imperio, y la llenaban de horror. Pero los ojos de Eidolon estaban alegres. ¿Estaba bromeando? Melliel no tenía consuelo. Tan pocos ex- traños, la Stelian dijo. Melliel pregunto, —¿Dónde están los otros? —¿Otros?— No del todo convencida de querer presionar, Melliel replico, “Sí,” y trato de sonar valiente. Era su misión, después de todo, descubrirlo. Su equipo fue enviado para encontrar y rastrear a los emisa- rios desvanecidos del emperador. La declaración de guerra de Joram con los Stelians había sido respondida –con la canasta de frutas– por lo que claramente fue recibida, pero los embajadores nunca regresaron, y muchas tropas de igual forma se perdieron en las misiones a las Islas Lejanas. En los días que llevaban ahí, Melliel y su equipo no vieron u oyeron pista alguna de los otros prisioneros. —Los mensajeros del emperador,— dijo. —Ellos nunca re- gresaron. —¿Estás segura de eso?— pregunto la niña. Dulcemente. Demasiado dulce, como miel que enmascara la hiel de veneno. Y después con deliberación, sus ojos nunca dejaron los de Melliel, ella se arrodillo para tomar una fruta de la canasta junto a la puerta. Era una de las orbes rosas que los Ilegitimos no pudieron soportar. Fruta que ellos pudieron haber comido, pero eran esencialmente sacos de carne de jugo rojo, excesivamente llenadores y cálidos. La chica lo mordió y en ese momento Melliel pudo jurar que sus dientes eran puntiagudos. Era como un velo torcido y detrás de él, Eidolon de ojos danzantes, era una salvaje. Su delicadeza se fue; ella era… repugnante. La fruta exploto y ella hecho su cabeza para atrás, succionando y lamiendo para agarrar el espeso jugo en su boca. La columna de su garganta estaba expuesta mientras el rojo llenaba sus labios, bajando, viscoso y opaco hacia la blanca cascada de su vestido donde floreció como flores de sangre, nada más que sangre, y aun así ella succiono la fruta. Los soldados se alejaron de ella, y cuando Eidolon bajo su cabeza de nuevo y vio a Melliel, su cara estaba manchada con un rojo vivo. Como un depredador, Melliel pensó, alzando su cabeza de un cadáver caliente. —Tú nos trajiste tu sangre y tu piel junto con tus intenciones,— dijo Eidolon con su boca goteando, y era imposible recordar a la agraciada niña ella aparento hacía un momento. —¿Que quiere decir que vengan aquí, si no es para que se entreguen a nosotros? ¿Ustedes pensaron que los conservarían como están, de ojos azules y de manos blancas?— Ella alzo la piel de la fruta succionada y la dejo caer. Golpeo el suelo de baldosas como una bofetada.