1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
Renuncias: Gracias. Xena, Gabrielle, Argo y todos los demás personajes que aparecen en la
serie Xena: Princesa guerrera, junto con los nombres, títulos e historia previa son propiedad
exclusiva de MCA/Universal y Renaissance Pictures. No se ha pretendido infringir ningún
copyright al escribir este relato. Por lo demás, el relato en sí es mío y solo mío. La ambientación
corresponde a los primeros episodios de la serie.
Advertencia: Este relato contiene escenas de sexo (o lo que puede parecerlo) no del todo
consensual entre mujeres adultas, junto a una cierta dosis de violencia asociada. No es tan
tremendo como suena, aunque no debería ser leído por menores ni por adultos tiquismiquis.
Dicho queda.
Dedicatoria: No me atrevo a dedicar esto nadie, no sea que haya algún malentendido. Bueno,
tal vez... no, mejor no...
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Clasificación:
Autora: Iggy
L A
O B S E S I Ó N
Y
E L
C A S T I G O .
Gabrielle caminaba delante de Xena, que llevaba a Argo de las riendas. El sendero era algo escabroso, y Gabrielle se
sujetaba su larga falda campesina para no tropezar con ella. Sus caderas se bamboleaban al caminar, mientras sus
pies buscaban el mejor lugar sobre el que posarse.
Xena suspiró, incapaz de apartar su mirada del espectáculo que se desarrollaba ante ella. Apenas conocía a aquella
chica, no llevaban juntas ni un par de meses, y sin embargo... Acostarse a su lado como una hermana no era algo
que facilitase el sueño, precisamente. La inocencia desbordaba de sus rubicundas mejillas, de sus sonrisas
despistadas. Xena no sabía qué hacer con aquella muchacha que se obstinaba en seguirla a todas partes, atacando
sus nervios de múltiples maneras.
Ya se acercaban, al fin, a la cumbre de la vertiente. El camino las llevaría desde ese punto cuesta abajo, abriéndose
su vista a un nuevo valle. Mientras daba los últimos pasos cuesta arriba, Xena notó cómo una súbita ráfaga de
viento movía su flequillo. Maldición, pensó, al otro lado de la vertiente nos espera una buena vent...
Sus pensamientos se detuvieron de repente. Ante ella, Gabrielle había alcanzado la cima de la vertiente. En efecto,
sobre ella soplaba un fuerte viento, racheado en ráfagas intensas. Aquel viento, al alcanzar a Gabrielle, había
hinchado su acampanada falda, levantándola en el aire de manera repentina. Al hacerlo, y por un breve instante,
dejó al descubierto todo su trasero, ante los ojos estupefactos de Xena. Esta quedó paralizada mientras Gabrielle,
completamente inocente y ajena al espectáculo que acababa de dar, se sujetaba la falda hacia abajo con un gesto
de fastidio. En cuanto reemprendió la marcha, Xena quedó rezagada.
Bien, debía haberlo supuesto. Las mujeres campesinas nos solían llevar bragas, tan sólo las usaban para sujetarse
los paños cuando tenían la regla. Sin embargo, aquel conocimiento no había preparado a Xena para aquella visión.
Gabrielle llevaba una medias de lana, eso sí, de lana blanca, hasta justo por encima de las rodillas, sujetas allí por
sendas cintas rojas. Por encima de ese punto... Nada más, salvo un hermoso y rosado trasero, firme y redondo,
tierno y suave, que...
–¿Pasa algo, Xena? Vamos, que aún tenemos que acampar... Xena carraspeó, obligada a volver a la realidad por las
palabras de Gabrielle, que había vuelto sobre sus pasos al no ver a Xena tras ella. Musitó un ahogado "sí, ya voy", y
reemprendió la marcha, sintiéndose algo mareada.
*
El fuego chisporroteaba en la oscuridad. Xena se hallaba sentada ante él, la mirada perdida en el cambiante fulgor.
Gabrielle, a su lado, le estaba contando alguna de sus historias, aunque Xena no lograba prestar demasiada
atención a sus palabras. Aquello no parecía reducir el entusiasmo de la muchacha en lo más mínimo. Sin embargo,
al fin se dio por vencida y le dio las buenas noches; acto seguido las dos se echaron sobre sus respectivas mantas,
dispuestas a dormir.
Algo que iba a resultar difícil, se dijo Xena, escuchando el acompasado respirar de Gabrielle a su lado, tan cerca y
2. tan lejos... Gabrielle le daba la espalda, acurrucada, la forma de su trasero bien evidente pues la noche era cálida y
no se tapaban para dormir. Xena reflexionó, tratando de centrar sus pensamientos. La muchacha parecía tan
inocente, tan infantil incluso. Xena sabía que era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones.
Decisiones tan absurdas e infantiles como empeñarse en acompañarla a todas partes, por cierto. Xena sacudió la
cabeza, incapaz de apartar la imagen del desnudo trasero de Gabrielle de su febril mente. Tenía que hacer algo; la
tensión la iba a matar. Pero aquella mirada inocente en sus verdes ojos, aquella confianza y adoración absurda...
Tras dar muchas vueltas y no alcanzar conclusión alguna, ya bien pasada la medianoche, Xena logró al fin sumirse
en un sueño intranquilo.
*
A la mañana siguiente, casi
desayunado; no les quedaban
de algún conejo o perdiz que
encontró con que Gabrielle ya
que encargaba a Gabrielle una
a mediodía, hicieron un alto. Las dos estaban hambrientas, pues apenas habían
muchos víveres. Encargándole a Gabrielle la recogida de leña, Xena partió a la caza
les sirviera de almuerzo. Al regresar, sujetando una liebre muerta por las orejas, se
había apilado la leña y le sonreía. Xena se agachó para encender el fuego, al tiempo
nueva tarea.
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–Coge la cacerola y ve a buscar un poco de agua. Hay un arroyo por allí. –le señaló, feliz de alejar la tentación por
un rato. Encender la hoguera no fue fácil, pues la leña no era buena sino verde y húmeda. Mientras peleaba con el
pedernal, Xena sintió hervir una creciente irritación en su interior. Aquella chica era maravillosa, pero
tremendamente torpe e inexperta. Sus encantos eran evidentes, y su buena voluntad también, pero...
Después de muchos intentos, logró no sólo encender el fuego sino despellejar la liebre, ensartarla en un palo y
ponerla al fuego. La grasa ya se derretía y chisporroteaba, enviando un satisfactorio aroma a los hambrientos
sentidos de Xena. Sin embargo, tenía las manos sucias por haber despellejado al animal, y sentía la imperiosa
necesidad de lavárselas. ¿Dónde se había metido aquella muchacha? Al fin, Gabrielle reapareció ante ella,
arrastrando con dificultad la cazuela llena hasta el borde. Sonriendo con algo de timidez, Gabrielle se acercó más al
fuego, bamboleándose junto a su carga. En aquel preciso instante, mientras miraba a Xena con una expresión de
tonta felicidad, tropezó de alguna forma con una piedra. Se inclinó hacia delante, soltando la cazuela para poder
poner las manos ante ella en su caída. La cazuela fue a dar de lleno sobre la hoguera. En un instante, la hermosa
hoguera y el apetitoso almuerzo se habían transformado en un montón de humeantes y apestosas cenizas.
Xena se puso en pie, como movida por un resorte. ¡Aquello ya era demasiado! Gabrielle, extendida sobre el suelo,
levantó la vista, con expresión avergonzada. Apoyándose en sus manos, sonriendo con timidez, dijo:
–Oh, lo siento tanto... No sé qué me ha pasado...
Xena sintió hervir la rabia en su interior. ¡Ya estaba bien! Por otra parte... Se lamió los labios. Había una manera en
que podría meter a aquella torpe mocosa en cintura y dar rienda suelta a su obsesión... Debía hacerlo, o se volvería
loca. Se frotó las manos contra sus costados, limpiándoselas como pudo.
Sonriendo de repente, miró a Gabrielle con severidad. La sonrisa de la joven se hizo dubitativa, extrañada. Puesta
sobre sus manos y rodillas, miró hacia la severa princesa guerrera con duda y algo de temor.
–¿Qué te ocurre, Xena? ¿Por qué me miras así? ¿No te habrás enfadado, verdad...?
Xena sonrió aún más, enseñando los dientes. Tomó aire y exclamó:
–Eres increíblemente torpe, Gabrielle. Creo que necesitas algo que te enseñe a fijarte más en lo que haces.
Gabrielle, extrañada, sólo acertó a levantarse, sujetando su larga falda para colocarla en su sitio. Parecía no
comprender nada de lo que Xena le decía.
Xena, cada vez más excitada, se sentó sobre un tronco caído. Con su mirada más seria y severa, ya sin sonreír,
dijo:
–Ven aquí Gabrielle. Voy a meter algo de sentido común en tu torpe culo...
Gabrielle abrió mucho los ojos, como empezando a saber lo que iba a ocurrir pero sin dar crédito a ello. Su
respiración se hizo evidentemente pesada; su pecho se alzaba y caía de forma notable. Su mirada expresó
incredulidad a medida que comprendía lo que Xena tenía en mente. Con dificultad, musitó:
–Pe... per... pero, yo... yo no...
Sentada sobre el tronco, Xena se señaló sus propias piernas, exclamando:
–Arrodíllate aquí al lado y échate encima de mis rodillas. ¡Ahora!
Con sus ojos como platos, Gabrielle dudó por un instante. Sin embargo, con aspecto realmente acobardado, al fin
obedeció. Con una última mirada de súplica que se transformó en sumisión ante el azul fulgor de los ojos deXena,
Gabrielle se arrodilló al lado de la princesa guerrera y pasó sus brazos por encima de sus muslos, colocando sus
manos sobre tierra al otro lado.
Allí estaba, se dijo Xena, relamiéndose los labios, donde quería tenerla. Despacio, con deliberada lentitud, cogió el
borde de la larga falda y empezó a alzarla. Allí estaban las medias de lana, blanquísimas, y allí estaban las ligas
rojas, por encima de las rodillas, sujetando los flojos bordes de las medias. Más arriba... los tersos muslos de
3. Gabrielle, temblando ligeramente, quien sabía si de miedo, anticipación o ansia... o todo ello junto. Al fin, Xena se
obligó a terminar de alzar la falda, dejándola descansar sobre la espalda de Gabrielle.
Era como lo recordaba, no se había engañado. Aquel trasero, blanco y rosado a la vez, redondo, firme, terso al tacto
pero tierno, sí, seguro que muy tierno en cuanto...
Xena se aclaró la garganta, tratando de recuperar una respiración normal; estaba brutalmente excitada. Gabrielle,
ante ella como un plato delicioso para un hambriento, parecía pasiva: miraba al suelo, no protestaba ni se movía
apenas. De hecho, parecía estar conteniendo la respiración. Relamiéndose los labios de nuevo, Xena acarició aquel
magnífico trasero, sintiéndolo tan aterciopelado y suave como le había parecido. No tenía sentido demorarse más. La
pobre Gabrielle estaba sin duda asustada, ansiosa tal vez de que el castigo empezase para acabar con aquella tensa
incertidumbre.
Xena se demoró todavía un poco más en la caricia, apartó su mano, cogió algo de distancia, y...
¡¡PLAF!!
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–¡¡Au!! –exclamó Gabrielle casi de inmediato. Xena, poco habituada a aquella clase de cosas, sintió también un
punzante dolor en la punta de sus dedos. Sin embargo, lo disimuló como pudo, observando en cambio cómo el tono
rosado de la piel del trasero de Gabrielle ganaba lentamente viveza en el punto en que había sido golpeado. Xena
sonrió, y tomando de nuevo impulso, cuidando esta vez de darle con la palma y no con los dedos, volvió a
descargar un golpe.
¡¡¡¡PLAFFF!!!!
–¡Auuuu! –volvió a aullar Gabrielle, menos fuerte pero más largamente. Pese al castigo, no daba muestras de
rebeldía ni siquiera de un instintivo impulso de huida. Continuaba con la cabeza gacha, sus rubios rizos cayendo
sobre sus mejillas. Entonces, al mirarla, Xena notó que ya no apoyaba sus palmas sobre el suelo; ahora aferraba
sus botas con fuerza, como para dar alivio al castigo que sufría.
Definitivamente, Gabrielle tenía un trasero perfecto, que se agitaba ante los golpes pero se mantenía firme bajo la
mano. El tono rosado se extendía de manera difusa, sin marcas de manos, dándole un aspecto delicioso. Con
decisión, Xena se lanzó a dar tres palmetazos en rápida sucesión, haciendo temblar el objeto de su obsesión bajo el
rápido castigo.
En aquella ocasión, Gabrielle no aulló. Era claro que los dos primeros golpes no se los había esperado realmente, y
por tanto había gritado no tanto de dolor como de sorpresa. Ahora, en cambio, parecía dispuesta a aguantar el
castigo sin dar muestras de debilidad. Tan sólo unos débiles suspiros indicaban el momento en que su cerebro
percibía el dolor de cada uno de los palmetazos. Xena sonrió. Aquella era su Gabrielle, valiente y obstinada.
Para cuando Xena quiso darse cuanta, lo que en realidad estaba haciendo era acariciar el ya bien rosado trasero de
Gabrielle, inmersa en la cálida y suave sensación que se transmitía de sus sensibilizados dedos hasta su cerebro.
Gabrielle, algo extrañada, levantó la vista del suelo al fin, mirando de reojo a Xena, y preguntó con voz ahogada:
–¿Ya está?
Aquello sacó a Xena de su ensueño de sensualidad, lo que no hizo sino enfadarla. Repentinamente, respondió con un
grito severo:
–¡No! –y descargó una nueva sucesión de tres rápidos palmetazos. En esta ocasión, y tal vez de nuevo por la
sorpresa, Gabrielle dejó escapar tres acompasados gemidos desde lo más profundo de su tensa garganta:
–¡Oh!... ¡Ohhh!... ¡¡Ooohhhh!!
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, Xena se detuvo entonces. Trató de articular palabra; sólo le salió
un gruñido ahogado. Se aclaró la voz, diciendo como pudo, con lentitud:
–Está bien, Gabrielle, ya está, levántate.
Gabrielle así lo hizo, llevando ambas manos atrás, a frotarse con cuidado sus posaderas. Dio un respingo al tocarlas,
pero las mantuvo allí, suspirando.
Aunque de pie frente a Xena, Gabrielle todavía tenía la falda enrollada en torno a sus caderas, caída por delante
pero arremangada por detrás. Gabrielle la sujetaba ahí con sus manos, sus palmas sobre sus doloridas posaderas,
acariciando en círculos con cuidado. Su boca estaba entreabierta, sus labios húmedos. Sus ojos brillaban gracias a
dos lágrimas que pendían, sin caer todavía, de sus verdes ojos. Al fin, como de acuerdo, rodaron paralelas sobre
sus mejillas, tan acaloradas y enrojecidas como su pobre trasero.
Xena, algo avergonzada, extendió la mano para recoger una de las lágrimas con un pulgar, acariciando de paso la
sonrosada mejilla de Gabrielle con la palma de su mano.
–Perdona, yo... no pretendía... –dijo entonces Xena, sin saber realmente qué decir.
–No... está bien, Xena. Supongo que tenías razón. Me lo merecía, soy muy torpe... –respondió Gabrielle, sorbiendo y
dándole entonces la espalda. La falda cayó como un telón, ocultando de la vista de Xena unas nalgas ya de un vivo
color carmesí.
4. *
Durante el resto del día, Gabrielle se mantuvo en silencio. No parecía, sin embargo, resentida: contestaba a las
preguntas de Xena, obedecía sus instrucciones e incluso llegó a sonreírle en un par de ocasiones.
Xena, por su parte, no pudo evitar sentirse absolutamente miserable. ¿Cómo había podido dejarse llevar así por sus
inmundas pasiones? Cuanto más lo pensaba, más concluía en un mismo pensamiento: era una mala persona,
peligrosa y poco adecuada para estar al lado de alguien tan inocente como Gabrielle.
Por la noche, Gabrielle se sentó con cuidado junto al fuego, dando un ligero respingo al hacerlo. Sin embargo, al fin
se sentó del todo, dando un profundo suspiro. Con un suave y casi dulce "buenas noches, Xena", se acurrucó y se
dispuso a dormir.
Xena, en cambio, volvió a verse en dificultades para hacer lo mismo. No sólo había hecho lo que nunca debió hacer;
además, aquello no la había aliviado en absoluto. Al contrario, su tensión era máxima, su deseo no se había apagado
sino avivado. La forma de Gabrielle a su lado la perturbaba más que nunca. Deseaba acariciarla, no golpearla...
Xena frunció el ceño, resignada a una noche de interminable insomnio.
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El día siguiente fue más animoso. Gabrielle ya no parecía dolorida; nada más despertar se sentó sin dar la menor
muestra de incomodidad. Durante toda la mañana estuvo sonriente, comentando lo hermoso que era el paisaje y
otras cosas igualmente irrelevantes.
La tarde fue más alegre todavía. Pese a su hosco y tenso silencio, Xena no pudo evitar sonreír. Gabrielle parecía
haber olvidado todo aquel incidente, y miraba a Xena con franco interés, un interés que Xena no había percibido
hasta entonces en ella. Al final del día, la sorprendió mirándola de reojo con los ojos brillantes, sus mejillas algo
arreboladas. Xena se reanimó, pensando que tal vez todo aquello había pasado sin dejar rastro y podría por fin, al
menos, dormir tranquila.
Las dos contemplaron un hermoso ocaso, marfil, rosado y carmesí. Luego, ya de noche y como siempre, Xena
encendió una hoguera, mientras Gabrielle desaparecía en la oscuridad, asegurando de forma algo misteriosa que
volvería en un momento. Xena sonrió, aliviada por la viveza de la muchacha, y se acuclilló junto al naciente fuego.
Al poco, en efecto, Gabrielle reapareció, cargando la cazuela, aparentemente llena.
Mientras se acercaba a la hoguera con el agua, de alguna extraña manera, Gabrielle tropezó, lanzando la cazuela
sobre el fuego, apagándolo de repente. Quedó tendida sobre el suelo, y a la media luz de las brasas que se
apagaban con un chisporroteo, Xena pudo ver, con nitidez pese a todo, aquella sonrisa, aquella típica sonrisa de
Gabrielle, pequeña, contenida y, como ella bien sabía, sobre todo pícara y provocativa. – Oh dioses del Olimpo, –
masculló Xena entonces, alzando sus azules ojos al negro cielo. – ¿¿qué es lo que he hecho??
FIN
TU OPINIÓN EN EL FORO