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DIEGO
DA SILVA
VELÁZQUEZ
1599-1660
INTRODUCCIÓN
Cuando nació Velázquez España era la potencia mayor y temida, tras la muerte de Felipe II. Durante su vida ocurrieron en Europa toda clase de conflictos: guerras, rebeliones,
enfrentamientos entre las viejas monarquías unificadas (España, Francia e Inglaterra) por el predominio sobre los pequeños estados italianos y alemanes. Fueron numerosas también las
rivalidades religiosas entre protestantes y católicos (Guerra de los Treinta Años).
Dos características sociopolíticas influyeron en la pintura de Velázquez: la Contrarreforma a la que él esquiva integrándose en el círculo nobiliario de la Corte (aún así influye en alguno de
sus cuadros) y la campaña publicitaria que promueve el Conde de Olivares para convertir el fracaso de los ejércitos españoles en la guerra, en victorias ante los ojos del pueblo español.
Es un pintor solidario con su época. Como miembro de la generación de 1600, su pesquisa inicial es la del naturalismo tenebrista. Pero su pintura evoluciona desde todos los puntos de
vista: tema, composición, pincelada, concepto del color. Es difícil imaginar un artista que haya llevado su arte a puntos de vista tan distintos de los de su primera época. Por otro lado es
un hombre relacionado con las figuras destacadas de la literatura de la época (Calderón, Lope de Vega, Góngora), de suerte que su arte ofrece este carácter de ilustrado, puente hacia la
literatura. Asimila cuantos elementos le facilita su cultura artística y emplea para la composición los gravados, pero salva siempre el problema de la originalidad. Se plantea las cuestiones
que apasionan en el barroco, y como fundamental la del espacio. Velázquez llega a logros espléndidos en materia de perspectiva aérea; pocas veces se han percibido ambientes tan
saturados de atmósfera.
Fue el pintor del Barroco español más completo, puesto que, además de su absoluta genialidad y maestría con los pinceles, cultivó todos los géneros pictóricos de la época: el retrato, los
temas históricos y religiosos, la escena costumbrista mezclada con el bodegón, el paisaje de manera independiente o como protagonista especial de sus otros cuadros... Y, por supuesto,
el desnudo y el tema mitológico, dos géneros poco practicados en España por su comprometida carga moral y religiosa, pero que, a mi juicio, son los que le elevan como gran artista de la
tradición clásica occidental.
Su reconocimiento como gran maestro de la pintura occidental fue relativamente tardío. Hasta principios del siglo xix raramente su nombre aparece fuera de España entre los artistas
considerados mayores. Las causas son varias: la mayor parte de su carrera la consagró al servicio de Felipe IV, por lo que casi toda su producción permaneció en los palacios reales,
lugares poco accesibles al público. Al contrario que Murillo o Zurbarán, no dependió de la clientela eclesiástica y realizó pocas obras para iglesias y demás edificios religiosos, por lo que
no fue un artista popular. La revalorización definitiva del maestro la realizaron los pintores impresionistas, que comprendieron perfectamente sus enseñanzas, sobre todo Manet y Renoir,
que viajaron al Prado para descubrirlo y comprenderlo. El capítulo esencial que constituye Velázquez en la historia del arte es perceptible en nuestros días por el modo como los pintores
del siglo XX han juzgado su obra. Fue Pablo Picasso quien rindió a su compatriota el homenaje más visible, con la serie de lienzos que dedicó a Las meninas (1957) reinterpretadas en
estilo cubista, pero conservando con precisión la posición original de los personajes. Otra serie famosa es la que dedicó Francis Bacon en 1953 al Estudio según el retrato del papa
Inocencio X por Velázquez. Salvador Dalí, entre otras muestras de admiración al pintor, realizó en 1958 una obra titulada Velázquez pintando a la infanta Margarita con las luces y las
sombras de su propia gloria, seguida en el año del tercer centenario de su muerte de un Retrato de Juan de Pareja reparando una cuerda de su mandolina y de su propia versión de Las
meninas (1960), evocadas también en La apoteosis del dólar (1965), en la que Dalí se reivindicaba a sí mismo.
TÉCNICA DE VELÁZQUEZ
Las características más peculiares y representativas de la pintura de Velázquez son:Gran genio del arte español fue un supremo retratista que abarcó todos los géneros pictóricos, cuadro
religioso, fábula, bodegón y paisaje.
• Naturalismo: Su arte se apoya en una realidad más sentida que observada (no sólo refleja las cualidades táctiles sino su entidad visual).
• Contrarresta figuras y acciones: Armoniza las contraposiciones mediante nexos ideológicos. Con un concepto que funde dos escenas y las relaciona íntimamente.
• Retratista: Individualización de las figuras. Captación psicológica de los personajes.
• Perspectiva Aérea: Gran sentido de la profundidad.
• Preocupación por la luz: Inicialmente tenebrista pero más tarde le interesan los espacios más iluminados. A medida que avanza su estilo conjuga luz y color haciendo surgir la
mancha que va sustituyendo a los perfiles nítidos.
• Libertad creadora: Precisión rigurosa, pero desarrolla su profesión con plena libertad frente a la mayoría de los artistas que estaban sometidos a múltiples limitaciones.
• Profundidad.
• Pintura "alla prima", es decir, sin realización de bocetos. Por ello, las correcciones las hacía sobre la marcha y se nota en los numerosos "arrepentimientos" en sus cuadros.
• Colores: Sobre la preparación Velázquez traza las líneas esenciales de las figuras, pocas y muy esquemáticas. Sobre estas líneas esenciales aplica el color en una paleta poco
variada en pigmentos básicos, pero muy rica en resultados gracias a la variedad de mezclas. Utiliza sobre todo azurita, laca orgánica roja, bermellón de mercurio, blanco de plomo,
amarillo de plomo, negro orgánico, esmalte y óxido de hierro marrón.
La técnica de Velázquez se va deshaciendo con los años. Desde las pinceladas empastadas y bien trabadas unas con otras de los primeros años sevillanos, va pasando, sobre todo a
partir de la mitad de los años treinta, a pinceladas cada vez más ligeras y transparentes, menos cargadas de pintura y con más aglutinante.
EL RETRATO Y LA PINTURA RELIGIOSA
No basta a Velázquez el parecido físico a la hora de efectuar un retrato; procura adentrarse en las profundidades de su alma y nos refleja su condición moral. A ello ha de añadirse el
papel social. Ante él comparecen reyes, funcionarios, bufones. Su misión consistirá en acreditar la existencia humana, en sus particulares resortes. Es el suyo por esencia un retrato
individual. Su gama es variadísima (busto, cuerpo entero, de interior, en paisaje, y ecuestre). Su oficio fundamental será retratar a la familia real. De Felipe IV poseemos una importante
serie, desde la juventud a la incipiente ancianidad. En todos resplandece una sobria elegancia. Esta sencilla campechanía es todo un don de la monarquía española, frente al orgullo
enfático de la corte francesa. Los últimos, de busto, nos ofrecen la imagen conmovedora de un rey vencido: toda una radiografía histórica. De la primera esposa de Felipe IV, Isabel de
Borbón, reflejó su esmerada elegancia. Pero no pudo escatimar a la segunda esposa, Mariana de Austria, todo su semblante adusto. Los retratos de los niños están llenos de ternura; pero
no puede haber falta de compromiso: son príncipes e infantes; de ahí los atributos que hablan de su futuro político; irradian simpatía y constituyen un prodigo de suntuosidad en la paleta.
El encargo oficial es ya menos importante que el personal concepto de la pintura del maestro. También ejecutó retratos de eclesiásticos. Retratista también de nobles, literatos,
funcionarios, artistas… Menor ocupación en el campo femenino, de algunas damas desearíamos conocer su identidad
En los cuadros de este admirable pintor no solo quedan trazadas la crónica, la indumentaria o las costumbres de un período histórico, también quedan plasmados los motivos religiosos
demandados por la sociedad creyente de la época. Entre sus obras aparecen personajes bíblicos, santos y escenas propias de una historia de piedad, de una historia sagrada.
Velázquez realizó pocos lienzos de tema religioso, si se considera que es la ocupación habitual de los pintores de la época; pero pártase del hecho de que la corte le dedicaba a otros
menesteres. Lejos de Velázquez todo énfasis oratorio. Eso es lo que ha hecho pensar a algún crítico en frialdad religiosa. Hay impasibilidad, un deliberado apartarse del objeto. Pero es el
mismo criterio que el pintor mantiene respecto del retrato. Una responsable ortodoxia preside estas creaciones de tema religioso. Una moderación vigilada, donde la composición y los
colores aparecen sopesados con escrupulosidad de teólogo. Esta aparente falta de calor, es precisamente consecuencia de producir arte religioso para una minoría intelectual que no
necesita aspavientos para elevar su pensamiento. Una vez más el cliente ha de ser tenido en cuenta. Por la misma razón otros lienzos de tipo mitológico serían inasequibles para un
público ordinario. Velázquez es en todo momento el pintor de una clase muy escogida.
Algunos autores han planteado dudas sobre la propia religiosidad del maestro sevillano o sobre su interés por la pintura religiosa, dando de él una imagen de laica modernidad que poco
tendría de real en una España donde la Iglesia seguía celebrando autos de fe. La razón habría que buscarla en factores circunstanciales, como el hecho de que fuese pintor de corte,
ocupado principalmente en hacer retratos de la familia real, e historias o mitologías para decorar los palacios. Se podría pensar que si no pintó más cuadros religiosos es porque en la
Corte no se los pidieron. De hecho fueron otros sus clientes. Pero ello no quiere decir que Velázquez no se tomara interés por esas obras, que están entre las más complejas y
conmovedoras de su producción, o que fuera refractario a la observancia católica. Se sabe que mantenía buenas relaciones con legos devotos, que seguía las celebraciones religiosas y
que en Italia prefirió visitar el santuario de la Virgen en Loreto a pasar por Bolonia, importante foco artístico. En el inventario de sus bienes se citan cuadros religiosos (entre ellos quizá
estuviera este) y hasta relicarios, si bien solo poseía dos libros de teología. Así pues, aunque no podemos saber cuál era su grado de sinceridad religiosa, tampoco hay que suponerle una
excepción en su tiempo.
PINTURA ECUESTRE, MITOLÓGICA Y EL
PAISAJE
La serie ecuestre se reserva para la realeza y el primer ministro: el Conde Duque de Olivares. Es que este tipo de retrato esta hecho para la clase gobernante. Los cuadros de historia
habrían de estar acompañados de los héroes triunfadores: los reyes.
Para Velázquez también los animales también son materia que hay que individualizar.
Un capítulo esencial de la obra de Velázquez los constituye la pintura de paisaje: los fondos de sus retratos ecuestres o de otras escenas de historia.
Capta como nadie el paisaje con todo su detalle, los árboles y las yerbas, tan cercanos que podríamos tocarlos con nuestras manos, o el azul de las lejanas montañas con nieves en sus
cimas que nos permiten soñar con un día alegre y puro de primavera.
Llegará incluso a hacer del paisaje el protagonista de Los Jardines de la Villa Medici. Se trata de una visión completamente moderna del paisaje, vista del natural, y en el caso de estos
dos cuadros, pintados en Roma, tomados directamente, algo que todavía no era frecuente entre sus contemporáneos, al menos en cuadros al óleo, solamente en dibujos.
Si la mitología fue recurso habitual de los literatos, en la pintura se emplea excepcionalmente. No había clientela. Quizá el predominio del arte religioso ofrezca una explicación. Más tal
vez el afán de evitar un riesgo: el desnudo, nada bien visto por las autoridades eclesiásticas ni por el mismo pueblo. Pero en palacio y con una clientela aristocrática este peligro carecía
de importancia. También es, por tanto, notable la pintura mitológica de Velázquez, si bien corta en número de lienzos. El conocimiento del tema resulta fundamental. El pintor desarrolla
una acción, pero a él le corresponde la elección del momento. Porque en el fondo hay mucho de ética, de comportamiento, de lección moral, en estas pinturas. Son cuadros no tanto para
gozar, como para pensar. El rey también encargó a pintores contemporáneos importantísimos proyectos decorativos para sus palacios donde la mitología tenía un protagonismo especial
al ser utilizada como símbolo político. Velázquez a partir de los años 30 será el encargado de planificar y dirigir su decoración interior. Es el caso de la decoración del Salón de Reinos del
nuevo palacio del Buen Retiro para el que encargó a Zurbarán, amigo de la estancia sevillana de nuestro pintor, una serie sobre los trabajos de Hércules mientras él se encargaba de los
retratos y algún cuadro histórico de la sala. Velázquez participó pintando retratos de la familia real de cacería y, con seguridad, en la colocación del conjunto del pabellón de caza en el
monte de El Pardo, conocido como la Torre de la Parada. Para aquel edificio, Rúbens y su taller realizaron más de sesenta pinturas de carácter mitológico sobre la Metamorfosis de
Ovidio. A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría
haberse enfrentado. Ser un cortesano le permitió entablar relación con mecenas de las artes que visitaron Madrid durante este periodo y que eran apasionados coleccionistas de obras
mitológicas. A través de los temas mitológicos Velázquez nos va mostrando como se enfrentó a la representación del cuerpo desnudo masculino a lo largo de su carrera, pero no ocurre lo
mismo respecto al femenino. El asunto se complicaba en la España de la época porque, aunque existían muchos cuadros con mujeres desnudas en las Colecciones Reales, lo cierto es
que estaba considerado pecado mortal pintarlos o exponerlos públicamente.
También correspondió a Velázquez la misión de ordenar el mobiliario y la decoración de los palacios reales. Su papel en este orden sería similar al Superintendente en Francia. Idea suya
sería entonces la colocación de espejos y pintura decorativa de techos, que fuera ya realizada por otros artífices.
ETAPAS
 En la etapa sevillana o de formación (hasta 1623) Velázquez tuvo como primer maestro a Herrera el Viejo y como más influyente a Francisco Pacheco, de quien tomó el gusto por
el color mate. Su técnica se caracterizó por una plasticidad dura, el tenebrismo caravaggiano, los tonos madera, un dibujo preciso y la factura lisa de la pincelada. Pintó bodegones,
cuadros de género, retratos y cuadros religiosos. En ocasiones en un mismo cuadro reunió más de una de estas temáticas. El 14 de marzo1617 consigue su título de pintor tras
pasar el examen del gremio de pintores y siete años en casa de Pacheco. Ya puede abrir taller propio y contratar por si mismo las obras.
 En la primera etapa madrileña (1623-1628) Velázquez apuesta por el retrato aislado y los cuadros de temática histórica y mitológica. Los retratos responden a un tipo semejante al
de Tiziano, pero tienen la particularidad de que la figura se destaca sobre un fondo más claro y se limita a lo accesorio. Aunque se mantiene la dureza del contorno de la etapa
sevillana, la pincelada se hace más suelta y ligera, desaparece el tenebrismo y el tono madera, se aclara la paleta, aparecen pigmentaciones rosadas y blanquecinas, y predomina la
luz.
 Realizó su primer viaje a Italia (1629-1631) influido por Rubens, que visitó España en 1628. Visitó entre otras ciudades Roma, Génova, Venecia, estudió las obras de Cortona,
Miguel Ángel y Rafael, tuvo contacto con Ribera, estudió las obras de San Pedro de Roma y residió en Villa Medici. Su paleta se transformó. Desaparecieron los betunes negruzcos,
su pincelada se hizo más fluida, se interesó por el desnudo y el paisaje, y utilizó la perspectiva aérea; . El dibujo sigue siendo muy preciso y no se olvidan las calidades de las cosas,
sean armas, telas o cacharros. De este período son sus obras más innovadoras y académicas.
 La segunda etapa madrileña (1631-1649) es la central de su biografía y la del afianzamiento cortesano. Siguiendo a Lafuente Ferrari se divide en tres periodos: de 1631 a 1635, de
1636 a 1643, y de 1643 a 1649. De 1631 a 1635, Velázquez manifiesta una actitud discreta en los temas religiosos; durante estos años decoró el Salón de Reinos del Palacio del
Buen Retiro de Madrid, el conjunto de pinturas de Velázquez, Zurbarán, Pereda, Maino, Carducho, Cajés y Castelo exaltan las glorias de la monarquía española a través de sus
éxitos militares. De Velázquez son los retratos ecuestres. De 1636 a 1643 la pincelada gana fluidez. De 1643 a 1649 la paleta gana en profundidad y efectos pictóricos. Velázquez
pintó a los bufones de la corte con verdadera piedad pues disimula el enanismo de los personajes pintándolos sentados.
 Velázquez realiza su segundo viaje a Italia (1649-1651) con el encargo de comprar cuadros para las galerías reales españolas. Realiza un recorrido por los principales centros
artísticos italianos. En Venecia adquiere obras de Veronés y Tintoretto para el rey. Además realiza algunas obras maestras en la que se vislumbra la plenitud creativa de las de la
época posterior; va a suponer para el pintor la última etapa de su período formativo.
 La tercera etapa madrileña (1651-1660) cierra la biografía de Velázquez. Desde 1651 se encuentra en Madrid. Velázquez ha cambiado su estilo en Italia y desde su regreso al final
de su vida, lo que hace es intensificar sus logros y desarrollar las maneras que ha iniciado. La paleta se hace líquida, esfumándose la forma y logrando calidades insuperables; la
pasta se acumula a veces en pinceladas rápidas y gruesas, de mucho efecto. Prosigue su tarea de retratista, pero acomete cuadros religiosos, fechándose en este último período
dos de sus obras maestras: Las Meninas y Las Hilanderas. Percibe en palacio diversas nóminas, una de ellas como aposentador mayor, cargo que le obliga a viajar para preparar el
alojamiento de los monarcas. En 1660 se celebra en la frontera franco-española, en la isla de los Faisanes, una importantísima conferencia, siendo en ella concertado el matrimonio
de Luis XIV con la infanta española María Teresa. A poco de regresar a Madrid de este acontecimiento, Velázquez fallecía.
LOS TRES MUSICOS,
1616-1621
Óleo sobre lienzo, 87X110 cms.
Las escenas de carácter costumbrista no son muy
habituales en el Barroco español. Sevilla era el puerto más
importante de la España del siglo XVII entraba un buen
número de obras de arte encargadas por la numerosa
colonia flamenca e italiana. Gracias a este comercio, los
pintores sevillanos recibieron un buen número de
influencias extranjeras que provocaron el cambio en su
concepción pictórica, abandonando el Manierismo e
interesándose por las nuevas tendencias. De alguna
manera se puede decir que Velázquez une en esta imagen
el costumbrismo flamenco con el Naturalismo italiano.
Contemplamos a tres personajes populares, totalmente
realistas y alejados de la idealización, apiñados alrededor
de una mesa sobre la que hay pan, vino y queso. Dos de
los tres músico tocan instrumentos y cantan, mientras el
tercero, el más joven, sonríe al espectador y sostiene un
vaso de vino en su mano izquierda. Las expresiones de los
rostros están tan bien captadas que anticipa su faceta
retratística con la que triunfara en Madrid. Un fuerte haz
de luz procedente de la izquierda ilumina la escena,
creando unos efectos de luz y sombra muy comunes a
otras imágenes de esta etapa sevillana. en las que se
aprecia un marcado influjo de Caravaggio. El realismo de
los personajes es otra nota característica así como el uso
de ocres, sienas, pardos, negros y blancos. El bodegón de
primer término vuelve a llamarnos la atención en un primer
golpe de vista, casi más que las propias figuras. De los
instrumentos salen espaciados sones, que se acompañan
por la voz. Instrumentación y canto, música en rigor
callejera, arrancada de la vida sevillana.

LA MULATA,1617
EL ALMUERZO, h.1617-
1618
Oleo sobre lienzo, 96 × 112 cms,
El primer plano del lienzo está ocupado, con gran naturalidad, por una mesa cubierta por un
mantel de lino blanco arrugado y almidonado , sobre el que apreciamos algunas viandas,
pan, varias granadas, un vaso de vino y un plato con algo parecido a mejillones.
Tres hombres se reúnen alrededor de ella, un anciano a la izquierda y un joven a la
derecha, mientras que en el fondo un muchacho vierte vino de un frasco de cristal, en
actitud alegre y despreocupada. En último término aparecen un gran cuello blanco de tela
fina, una bolsa de cuero y, a la derecha, una espada, que la sombra sobre la pared y los
reflejos metálicos hacen más visible. Los modelos utilizados para los personajes de la
izquierda y de la derecha parecen ser los mismo que Velázquez utilizó en sus obras San
Pablo y Santo Tomás.
Las figuras se recortan sobre un fondo neutro en el que destaca la golilla de uno de los
personajes y un sombrero colgados en la pared. Las expresiones de los dos modelos de la
derecha son de alegría mientras el anciano parece más atento a la comida que al
espectador. Algunos especialistas consideran que estamos ante una referencia a las
edades del hombre, al mostrarnos al adolescente, el adulto y el anciano. Las características
de esta composición son las habituales en la etapa sevillana: colores oscuros; realismo en
las figuras y los elementos que aparecen en el lienzo; iluminación procedente de la
izquierda; y expresividad en los personajes, características tomadas del naturalismo
tenebrista que Velázquez conocía gracias a las estampas y cuadros procedentes de Italia
que llegaban a Sevilla. Este tipo de obras debieron ser muy demandadas. La escena
pretende tal vez comunicar un significado moralizante. La idea de un anciano en compañía
de dos jóvenes tiene una larga tradición que se remonta a la pintura europea del
Renacimiento. Ha habido ya notables ejemplos en Roma, en una célebre obra de Rafael, y
en la pintura veneciana del siglo XVI, en obras de Giorgione y Tiziano, todas ellas referidas
a tema de las "tres edades del hombre".
Velázquez interpreta acaso un argumento de ascendencia clásica en sentido naturalista,
sobre todo teniendo en cuenta al círculo de amistades literarias y humanistas en cuyo
ámbito se movía, y seguramente a su maestro Pacheco.
VIEJA FRIENDO
HUEVOS, 1618
Óleo sobre lienzo, 99X169 cms.
Técnica tenebrista, dirigiendo un foco de luz fuerte que
individualiza y destaca las personas y los objetos con un valor
inédito, por humildes o poco importantes que sean. Las figuras se
recortan sobre un fondo negro, de acuerdo con los canónes
tenebristas. Pero permite que apreciemos mejor los detalles: esos
huevos que flotan brillantes y cuajados sobre el aceite hirviendo;
junto a la vieja el niño, con rostro preocupado, pensante.
El retrato se une al bodegón: Naturalismo
La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco
profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La
luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer
plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el
fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de mimbre
y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca
cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse
en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una
cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la
composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y
un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela
en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la
cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón
de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. n de gran
equilibrio, empleando una gama de tonos cálidos: los marrones de
la sombra, el amarillo del melón, el rojo anaranjado de la cazuela,
el ocre de la mesa, todos en una armonía graduada por la luz.
INMACULADA
CONCEPCIÓN, H. 1618
Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 101,6 cm
Parece una escultura de devoción, y el modelo ofrece el aspecto de una moza sevillana.
Aunque Francisco Pacheco en El arte de la pintura aconsejaba pintar a la Inmaculada Concepción con
túnica blanca y manto azul, Velázquez empleó la túnica rojo-púrpura del mismo modo que acostumbraba a
hacerlo el propio Pacheco en sus diversas aproximaciones al tema (Catedral de Sevilla; Inmaculada
concepción con la Trinidad, Sevilla, iglesia de San Lorenzo, etc.). Este era también el modo más extendido
en Sevilla en las primeras décadas del siglo XVII.
Velázquez sigue los esquemas compositivos empleados por Pacheco igualmente en la silueta en
contrapposto de la Virgen, la luna traslúcida a los pies y la integración de los símbolos de las Letanías
lauretanas en el paisaje (nave, torre, fuente, cedro), Otras sugerencias expuestas por Pacheco en las
Adiciones a su tratado, pero recogiendo indudablemente su práctica artística y los conocimientos adquiridos
a lo largo de un largo periodo, han sido respetadas
Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las
indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por
convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la
figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un
creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la
serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del
asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la
Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella.
La apariencia de retrato, bien distinto de los idealizados rostros de Pacheco, ha llevado a diversas
especulaciones acerca de la identidad de la retratada, buscándose a menudo al modelo dentro del entorno
familiar, aunque la figura de María deriva del modelo de la Inmaculada de El Pedroso, obra de Juan Martínez
Montañés.
La cuestión inmaculista era en Sevilla objeto de vivo debate, con amplia participación popular volcada en general en
defensa de la definición dogmática. La controversia estalló en 1613 cuando el dominico fray Domingo de Molina,
prior del convento de Regina Angelorum negó la concepción inmaculada desde el púlpito, afirmando que María «fue
concebida como vos y como yo y como Martín Lutero». Entre los fervorosos defensores de la Inmaculada estuvo
Francisco Pacheco, bien relacionado con los jesuitas Luis del Alcázar y Juan de Pineda, implicados en su defensa.
SAN JUAN EN PATMOS,
H.1618
Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 102,2 cm
Velázquez representa a Juan el Evangelista en la isla de Patmos. Aparece sentado, con el libro en el que
escribe el contenido de la revelación sobre las rodillas. Al pie otros dos libros cerrados aluden probablemente al
evangelio y a las tres epístolas que escribió. Arriba y a la izquierda aparece el contenido de la visión que tiene
suspendido al santo, tomado del Apocalipsis (12, 1-4) e interpretado como figura de la Inmaculada Concepción,
cuya controvertida definición dogmática tenía en Sevilla ardientes defensores.
En la cabeza del santo se observa un estudio del natural, tratándose probablemente del mismo modelo que
utilizó en el estudio de una cabeza de perfil del Museo del Hermitage. La luz es también la propia de las
corrientes naturalistas. Procedente de un punto focal situado fuera del cuadro se refleja intensamente en las
ropas blancas y destaca con fuertes sombras las facciones duras del joven apóstol. El efecto volumétrico
creado de ese modo, y el interés manifestado por las texturas de los materiales, como ha señalado Fernando
Marías, alejan a Velázquez de su maestro ya en estas obras primerizas.
En semipenumbra queda el águila, cuya presencia apenas se llega a advertir gracias a la mayor iluminación de
una pezuña y a algunas pinceladas blancas que reflejan la luz en la cabeza y el pico, mimetizado el plumaje
con el fondo terroso del paisaje. A la derecha del tronco del árbol, el celaje se enturbia con pinceladas
casuales, como acostumbró a hacer Velázquez, destinadas a limpiar el pincel. El controlado estudio de la luz
en la figura de San Juan, y el rudo aspecto de su figura, hace por otra parte que resalte más el carácter
sobrenatural de la visión, envuelta en un aura de luz difusa. Lo reducido de la visión, a diferencia de lo que se
encuentra en los grabados que le sirvieron de modelo, se explica por su colocación al lado del cuadro de la
Inmaculada Concepción, en el que la visión de la mujer apocalíptica cobra forma como la Virgen madre de Dios
concebida sin pecado, subrayando así el origen literario de esta iconografía mariana, como la materialización
de una visión conocida a través de las palabras escritas por san Juan.
Velázquez usa el formato tradicional para el tema, pero, en lugar de mostrarnos a San Juan como un hombre
anciano, tal como era cuando escribió el Apocalipsis, pinta al santo como un hombre joven. El rostro está
particularizado; no muestra idealización, y con el bigote resulta típicamente español.
En 1800 Ceán Bermúdez mencionó este cuadro junto con la Inmaculada Concepción, de idénticas
dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla, para el que probablemente se
pintó. Ambos fueron vendidos en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran
Bretaña, Bartholomew Frere. En 1956 fue adquirido por el museo donde ya se encontraba depositado en
calidad de préstamo desde 1946. La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
CRISTO EN CASA DE MARTA Y
Óleo sobre lienzo, 60x103,5 cms.
Velázquez nos muestra en este cuadro
una escena cotidiana en primer plano, a
la vez que en un segundo plano un
pasaje religioso visto a través de una
ventana o reflejado en un espejo. Dicha
escena religiosa explica la primera. El
personaje de la mujer de mayor edad
parece ser la misma modelo que utilizó
en La vieja friendo huevos.
La escena del fondo representa a Jesús
cuando fie recibido en casa de Marta y
mientras ésta se dedicaba a las tareas
de la casa, su hermana María centraba
su atención en Jesús.
Se nota ya un juego en diversos niveles
de la realidad, "cuadros dentro del
cuadro" que se comentan
recíprocamente preguntándose sus
significados relativos, con
independencia de la interpretación. Se
trata de un concepto artístico que
Velázquez extenderá con mayor
rebuscamiento en la la obra maestra
tardía Las Meninas. Como precedente
del recurso velazqueño a la duplicidad
espacial y la composición invertida —
que empleará también en La cena de
Emaús y muchos años después en La
fábula de Aracne—, relegando la
escena principal al segundo plano
ADORACIÓN DE LOS REYES
MAGOS, 1619
Oleo sobre lienzo (203x125 cms)
Técnica tenebrista. Tonos ocres quizás de la tierra de Sevilla.
El cuadro representa la Adoración de los Reyes Magos según la tradición cristiana que concreta su número en tres y, a partir
del siglo XV, imagina a Baltasar de raza negra, ofreciendo tres regalos al Niño Jesús: oro como rey, incienso como Dios y
mirra como hombre, tras haber tenido noticia de su nacimiento gracias a la estrella de oriente. Con los tres magos, la Virgen y
el Niño, Velázquez pinta a San José y a un paje, con los que llena prácticamente toda la superficie del lienzo y deja solo una
pequeña abertura a un paisaje crepuscular en el ángulo superior izquierdo. La zarza al pie de María alude al contenido de su
meditación, expresada en el rostro reconcentrado y sereno.
El resultado de las mezcla de color produce gran variedad de matices. Se hace a base de cinco pigmentos básicos y se lleva a
la pintura hasta extremos de virtuosismo. Velázquez restriega con el pincel casi seco para obtener otros efectos. Velázquez va
superponiendo mientras pinta: las manos se pintan sobre los trajes, los cuellos de encaje; unas figuras se superponen a otras,
unos objetos tapan a otros pintados antes.
Pintado en plena juventud del autor, traduciendo muy bien las inquietudes luminosas y el realismo prieto y casi escultórico en
el modelado de sus años primeros.
La gama de color, de tonos pardos, con sombras espesas y golpes luminosos de gran intensidad; el crepuscular paisaje, de
tonos graves con cierto recuerdo bassanesco, y el aspecto tan individual y concreto de los rostros, retratos sin duda, definen
maravillosamente su primer estilo.
En el delicado, pero real e inmediato rostro de la Virgen, y en el delicioso niño Jesús, tan verdaderamente infantil, habrá que
ver, como repetidamente se ha dicho, un tributo amoroso a su mujer y a su hijo, nacido ese mismo año.
Composición sencilla y original. Recurre a un efecto luminoso frecuente para conseguir la ilusión de profundidad: un primer
plano en semioscuridad, un segundo plano muy luminoso y un tercer plano en semioscuridad. Esta estratificación de planos
luminosos la perfeccionará con las perspectiva aérea.
Con arreglo a los estudios técnicos que indican que el cuadro conserva sus medidas originales, si acaso ligeramente
recortadas por abajo, la sensación un poco agobiante que produce la recargada composición debió de ser deliberademente
buscada por el pintor, quien habría querido crear con la proximidad de los cuerpos una impresión de intimidad acentuada por
la iluminación nocturna que baña la escena, que parece invitar al recogimiento.
En su ejecución es fácil advertir torpezas, propias del pintor principiante que era Velázquez en ese momento: la floja cabeza
de San José, el cuerpo sin piernas del niño, embutido en pañales conforme a las indicaciones iconográficas de Pacheco,
según indica Jonathan Brown, o las manos de la Virgen sobre las que ensayó su ingenio Carl Justi aseverando que «son lo
bastante fuertes para manejar un arado y, en caso necesario, para coger al toro por los cuernos». Pero nada de ello
empequeñece el sentido profundamente devoto de la composición en su aparente cotidianidad, conforme a los consejos
ignacianos, y en la forma como la luz, despejando las sombras, se dirige al Niño, que ha de ser el centro de toda meditación,
dándole volumen y forma.
FRANCISCO PACHECO,
1619
Óleo sobre lienzo; 40x36 cms.
El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco, fue pintado en fecha incierta por
Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el
exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el
vestuario masculino.
Pacheco, suegro de Velázquez, nacido en 1564, era un hombre culto y aunque su pintura no llegó
a ser relevante, sí supo orientar bien a sus alumnos.
También fue tratadista y escribió El arte de la pintura, obra importante dentro de la teoría artística
de España, publicada póstumamente en 1649.
El cuadro responde a convenciones propias del retrato, representando un busto de caballero
mirando de frente sobre un fondo neutro, vestido de negro y con cuello grande de encaje. Algunos
toques de luz, con los que repasa el retrato una vez acabado, por ejemplo en la punta de la nariz,
es un rasgo característico del modo de hacer de Velázquez, que repetirá en obras posteriores. La
preparación del lienzo no se corresponde con la técnica empleada por Velázquez en sus obras
sevillanas y tampoco es exactamente la empleada en las obras realizadas ya en Madrid, por lo que
la fecha más probable de ejecución puede ser 1622, entre el primero y el segundo de los viajes a
la corte, relacionándose estilísticamentre con el Retrato de Luis de Góngora también de ese
momento.
Allende-Salazar propuso en 1625 identificar al personaje representado como Francisco Pacheco,
maestro y suegro de Velázquez, siendo seguido en esa interpretación por otros especialistas, si
bien Jonathan Brown, entre otros, la descarta alegando la falta de pruebas. Javier Portús recuperó
en 1999 aquella identificación, admitida en el Museo del Prado, al apreciar semejanzas con el
autorretrato de Pacheco en el reaparecido Juicio Final del Museo de Castres, del que el maestro
de Velázquez hizo una extensa descripción en el Arte de la Pintura, pero también cabe advertir
que en aquel escrito Pacheco no hizo alusión en ningún momento a retratos suyos pintados por su
yerno, en tanto hablaba con cierto detalle del retrato de Góngora y del autorretrato de Velázquez
que él tenía.
Velázquez lo presenta con una expresión vivaz, casi dispuesto a un diálogo. En la gorguera
plegada, prohibida después por el programa de austeridad de Felipe IV, el artista manifiesta una
extraordinaria capacidad de observación, y el desorden de los pliegues parece transparentarse la
vitalidad del que la lleva.
SANTO TOMAS, H.1619-
1620
Óleo sobre lienzo, 95 cm × 73 cm
El santo aparece de riguroso perfil, lo que dificulta la posibilidad apuntada de que hubiese formado serie con el
San Pablo de Barcelona en posición casi frontal, envuelto en un pesado manto castaño anaranjado surcado
por profundos pliegues. Julián Gállego destacó la calidad de las manos, estudiadas del natural, con las que
sujeta en la derecha un libro abierto encuadernado en pergamino y en la izquierda una pica o lanza que lleva
al hombro. El modelo es el mismo del San Juan en Patmos y quizá el del estudio de Cabeza de perfil del
Museo del Hermitage: joven, con barba incipiente y pómulos marcados, si acaso más consumido aquí para
subrayar el carácter ascético. La iluminación intensa, dirigida desde la izquierda, ha llevado a que se recuerde
con frecuencia a propósito de este cuadro el naturalismo caravaggista y su sistema de iluminación tenebrista.
Su identificación como el apóstol santo Tomás, habitualmente representado con una escuadra, es posible
además de por la inscripción que lleva en la parte superior («S. TOMAS.»), por la pica, atributo no infrecuente
y del que se vale también El Greco en alguno de sus apostolados, ya sea la lanza de Longinos, evocando de
este modo sus dudas sobre la Resurrección de Jesús resueltas al meter su mano en el costado de Cristo,3 o el
atributo de su martirio, pues según san Isidoro murió alanceado.
En el Museo de Orleans al menos desde 1843, donde se atribuía a Murillo, en 1925 Manuel Gómez-Moreno lo
publicó como obra de Velázquez y en relación con el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, con
una inscripción semejante en la parte superior, como restos de un posible apostolado al que también podría
haber pertenecido la Cabeza de apóstol del Museo del Prado. Aunque no haya sido posible establecer una
relación directa con este cuadro, del que se ignora la procedencia hasta su incorporación al museo, se han
recordado a este respecto una serie de apóstoles mencionados por Antonio Ponz en su Viaje de España de
1772, localizados en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se
atribuían al pintor
SAN PABLO, H.1619-1620
Óleo sobre lienzo, 99 cm × 78 cm
El santo aparece representado casi de frente al espectador, sentado y de tres cuartos, envuelto en un
amplio manto de tonos verdosos que cubre una túnica roja y en el que destacan los profundos pliegues con
los que se capta la pesada textura de la tela. El tratamiento de la materia, el tono terroso y la iluminación
dirigida junto con la fuerte caracterización del rostro dan prueba del grado de naturalismo alcanzado por el
pintor en esta época temprana, lo que ha llevado a ponerlo en relación con otras series de apóstoles y de
filósofos de José de Ribera. Sin embargo su ejecución es muy desigual e insegura en la representación
corporal, de forma que la cabeza del natural y el pesado paño se asientan sobre unas piernas sin volumen.
Para el rostro, estudiado del natural, se han señalado semejanzas con personajes representados en otros
cuadros del pintor, como El almuerzo o la citada Cabeza de apóstol, pero también fuentes grabadas, como
una estampa de Werner van den Valckert que representa a Platón y un grabado de San Pablo de Gerrit
Gauw sobre una composición de Jacob Matham para la disposición general.
La identificación del personaje solo es posible por la inscripción «S.PAVLVS» que aparece en la parte
superior, con una grafía semejante a la inscripción del Santo Tomás, lo que hace creíble que ambos
cuadros formasen alguna vez serie, aunque pudieran ser inscripciones añadidas en fecha posterior.
Velázquez se ha apartado de la tradicional iconografía de san Pablo, una de las más codificadas del arte
cristiano, prescindiendo de la espada que lo distingue, sustituida por el libro semioculto bajo la capa, en
alusión a sus Epístolas, pero que en tanto que atributo es común a otros apóstoles. También se apartó de la
iconografía tradicional en lo que se refiere a la fisonomía del santo, que lo imaginaba calvo y con barba
negra y puntiaguda, para acercarse a las indicaciones de su maestro Francisco Pacheco, tal como las
recogía en El arte de la pintura.
EL AGUADOR DE
SEVILLA, 1619-1620
Óleo sobre lienzo, 106x82 cms.
Vemos en esta obra a un hombre de edad, vestido de manera pobre y sencilla, que tiende a un niño una
copa, cuya transparencia revela la presencia de un higo para perfumar el agua con "virtudes salutíferas". El
muchacho, con la cabeza ligeramente inclinada, se apresta repetuosamente para recibir la copa. Entre las
cabezas de ambos se entrevé, en penumbra, la de un joven más alto que bebe con avidez de una jarrilla de
cerámica. Vender agua por las calles de Sevilla era un acontecimiento habitual, Velázquez lo ha
inmortalizado en el Aguador. El protagonista aparece erguido, con altivez de quien realiza algo importante.
Su raido vestido no puede ocultar la verdad de su bajo oficio. Pero con todo ofrece lo mejor: el agua fresca
en recipiente de barro; pero luego el detalle exquisito, de servirla en una fina copa de vidrio, en cuyo interior
hay un higo, que con su sabor hacía mas refrescante el efecto. El mundo del tacto, el de los sabores aparece
aquí representado, y al lado de él, la gran lección de que no hay menester pequeño. Trata los objetos con la
misma precisión que dedica a los personajes. Estas partes constituyen por si mismas un verdadero bodegón.
Se utilizan tonos cálidos: marrones. Ocres, rojos…
Algunos autores ven representado una alegoría a las tres edades del hombre maduro que accede al
conocimiento. Bajo la manga descosida de la túnica oscura del viejo se asoma el brazo, que apoya en el
cántaro y sale del espacio del cuadro para invadir el del observador. Con esta nota innovadora, Velázquez
parece anticipar las naturalezas muertas de Cézanne y de Juan Gris. Una imaginaria luz en espiral parece
salir del ánfora del primer plano, pasar después por la alcarraza más pequeña, colocada sobre un banco o
una mesa, y concluir en las tres cabezas por orden de edad, acabando en el viejo aguador. A los ojos de los
contemporáneos, la escena solemne del cuadro tiene también, sin embargo, una característica burlesca: en
una de las novelas picarescas tan difundidas entonces, expresión de la sociedad española al igual que las
obras de Miguel de Cervantes, aparece precisamente un aguador de Sevilla que recuerda el cuadro de
Velázquez. Reina en la composición una cierta inmovilidad, análoga a la de la Vieja friendo huevos, mientras
que es evidente el extremo dominio de la materia y el dibujo.
Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, el cuadro
tendría como tema, sencillamente, el retrato de «un aguador», oficio común en Sevilla. Estebanillo González
en su Vida y hechos, que pretende ser novela autobiográfica, cuenta que llegando a Sevilla, por no ser
perseguido como vagabundo, adoptó este oficio dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me
pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato».
LA VENERABLE
MADRE JERÓNIMA
DE LA
FUENTE,1620
Existen dos versiones con ligeras variantes,
ambas procedentes del convento de Santa
Isabel la Real de Toledo de donde salieron en
1931, una conservada en el Museo del Prado
de Madrid (España) desde 1944 y la restante
en colección particular madrileña.
El cuadro representa a Jerónima de la
Asunción, fundadora y primera abadesa del
convento de Santa Clara de la Concepción de
Manila en las Islas Filipinas, como indica la
inscripción de la parte inferior.
La monja aparece en pie, llenando con su sola
presencia un espacio desnudo, sin más notas
de color que la carnación de los labios y el rojo
del filo de las hojas del breviario cerrado que
recoge bajo el brazo izquierdo; viste el hábito
marrón propio de las clarisas apenas
diferenciado del fondo, sequedad que obliga a
dirigir la vista al rostro duro de la monja, con
su fija mirada escrutadora, en la que se
evidencia la fortaleza de carácter de quien a
edad avanzada iba a emprender con ánimo
misionero un viaje a tierras remotas de las que
nunca regresaría. La luz dirigida, con técnica
que es todavía la propia del tenebrismo,
resalta la dureza y las arrugas de manos y
rostro
DON CRISTOBAL SUAREZ DE
RIBERA, 1620
Óleo sobre lienzo, 207 cm × 148 cm
Suárez de Ribera fue padrino de bautizo de Juana Pacheco, casada con Velázquez en abril de 1618, y falleció el
mismo año, el 13 de octubre, con sesenta y ocho años de edad. Se trata, pues, de un retrato póstumo, en el que el
rostro del retratado no refleja la edad que podía tener en el momento de conocerlo Velázquez.
El sacerdote retratado, devoto de san Hermenegildo, aparece de rodillas en un salón desnudo. Al fondo un amplio
vano deja ver las copas de unos árboles frondosos y unas nubes interpuestas al sol. En alto las armas de la
hermandad: una cruz con guirnalda de rosas entre un hacha (instrumento del martirio del santo) y una palma
enlazadas por una corona sobre fondo rojo.
El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda
concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se desarrolla la escena
sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta
elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del efigiado e idealmente integrado en un conjunto
decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato
velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar mayor.
El retratado fundó en Sevilla la capilla o ermita de San Hermenegildo, construida entre 1607 y 1616, donde siempre
estuvo el lienzo, asignado a Francisco de Herrera el Viejo en un inventario de 1795, hasta su depósito en el Museo
de Bellas Artes tras ser restaurado en 1910. Al ser limpiado el cuadro -cuando se atribuía a la escuela sevillana-
apareció en el muro bajo la ventana la fecha, 1620, y un monograma, diversamente leído «DOVZ» o «DLZ» (D,V y Z
entrelazadas, la O como círculo reducido sobre el trazo vertical de la d, podría ser también el punto de una i),
interpretado como el monograma de Velázquez, aunque de él se han ofrecido otras lecturas, siendo a partir de
entonces admitido de forma unánime por la crítica como obra de Velázquez, no obstante advertirse el mal estado de
conservación, con pérdidas de pintura y abrasiones. Sólo el hecho de tratarse de un retrato póstumo justificaría la
falta de verdad que hay en el blando rostro reducido, por otra parte, a una pequeña mancha en un lienzo demasiado
grande y vacío, muy lejos del coetáneo retrato de La venerable madre Jerónima de la Fuente.
La sobriedad del personaje se debe probablemente al hecho de ser un retrato póstumo. �ste ha sido representado
de rodillas señalando hacia el retablo mayor que poseía una obra del santo titular de la iglesia que había sido
realizado por Juan Martínez Montañés. Tras el caballero, recurriendo de nuevo al uso de una ventana en el fondo, se
observa el jardín de cipreses que permanecieron en el lugar hasta casi nuestros días.
Durante sus años en Sevilla, Velázquez trabajó el claroscuro en las escenas de género o bodegones con figuras,
temas que ya tenían precedentes en la pintura flamenca e italiana. Con su excepcional dominio del dibujo y una
gama cromática oscura, alcanzó extraordinarias impresiones de verismo. También ensayó otros dos géneros en los
que impera el tono de verosimilitud: el religioso y el retrato.
LA IMPOSICIÓN DE LA CASULLA A
SAN ILDEFONSO, 1621
Óleo sobre lienzo, 166 x 120 cm
San Ildefonso, discípulo de San Isidoro de Sevilla, fue un destacado clérigo en la época de Recaredo y Recesvinto.
Sucedió a san Eugenio II como obispo de Toledo. Prelado ilustrísimo realizó muchos escritos en defensa de la
virginidad perpetua de María. La tradición dice que, en agradecimiento, la Virgen descendió del cielo para
imponerle una preciosísima casulla.
La influencia del Greco es patente en este lienzo, tanto en la espiritualidad que desprende la figura del santo como
en la composición extrañamente triangular, de la obra, con la casulla, sujeta por la Virgen sobre la cabeza del
santo y que cae por ambos lados, con un ímpetu luminoso que arranca hilos del luz al púrpura un poco frío de la
tela y se conjunta con los pliegues violáceos del manto de María.
Esto es uno de los elementos que permite fechar la obra, ya que cuando fue a la Corte en 1622 pudo conocer la
obra del Greco en Toledo, sin embargo, Velázquez reelabora siempre con asombrosa seguridad para llegar a un
inimitable estilo propio, caracterizado por un dominio absoluto en la manera de sondear la profundidad del tema,
de una creciente delicadeza pictórica y un estudiado arte compositivo que indican al genio en la apariencia del
aprendiz. Se piensa que el cuadro es de 1623, en el intervalo sevillano entre el primer y el segundo viaje a Madrid.
Es probable que Velázquez se parara en Illescas, entre Sevilla y Madrid, y viera las obras de El Greco. No
obstante, podría haber admirado otras obras del cretense en Madrid o en El Escorial, acaso en la propia Toledo.
No se sabe para qué cliente realizó el joven Velázquez este gran lienzo, de culto típicamente español,
especialmente de Toledo.
La figura de la Virgen y de las ocho mujeres del fondo son típicamente velazqueñas, con rasgos andaluces, y
ajenas a la escena central.
A finales del siglo XVIII el conde de Águila ya señaló que la obra se encontraba muy deteriorada.
DOS JOVENES A LA MESA, H.1622
Óleo sobre lienzo, 64,5 cm × 105 cm,
Se trata probablemente de uno de los «bodegones»
descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas
pintadas por Velázquez
Dado que, de los cuadros pintados en Sevilla, Palomino
sólo pudo conocer los llevados por Velázquez a Madrid,
otra versión de este mismo cuadro o una copia pudiera ser
la descrita en el inventario de los bienes del duque de
Alcalá, realizado en 1637, donde se menciona más
sucintamente un lienzo atribuido a Velázquez «de dos
hombres de medio cuerpo con un Jarrito vidriado».
El cuadro fue adquirido por Carlos III al marqués de la
Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en
el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro
años después fue visto todavía en el mismo lugar por
Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del
estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los
posteriores inventarios de 1794 y 1814.
Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el
cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez,
entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación
con El aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años
antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de
sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa. Del
mismo modo Jonathan Brown consideró esta obra como
un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El
aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de
atrevimiento» al presentar, en una composición de
apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros
medio ocultos reducidos a la escala de los objetos que los
rodean Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una
obra pintada «para hacer manos» poco antes de su
partida hacia Madrid y más independiente de modelos
grabados que en los bodegones anteriores
.
CABEZA DE APOSTOL,
H.1622
Óleo sobre lienzo, 38 cm × 29 cm (recortado en sus cuatro lados).
El pintor se valió de una preparación de color pardo oscuro, típica de la producción sevillana del joven
Velázquez, y el modelado seco del rostro, con algunos toques de luz sobre la piel, en contraste con el
tratamiento fluido de la barba blanca, es semejante al empleado en algunas otras pinturas de la misma época.
Esa semejanza es particularmente estrecha con el San Pablo de Barcelona, cuyo modelo parece repetir
aunque en posición invertida. Tras ser adquirido por el Museo del Prado figuró en la exposición Fábulas de
Velázquez (2007, nº 5), reafirmándose la autoría velazqueña por la calidad de la pintura, «de ejecución muy
segura, en la que con una gran economía de tonos cromáticos su autor ha conseguido transmitir muy
eficazmente una sensación de vida y energía».6 Para el modelo de la cabeza se apuntan ciertas semejanzas
con un grabado de Werner van den Valckert –según Benito Navarrete- en el que se representa a Platón.
Antonio Ponz (Viaje de España, 1772) mencionó en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las
Cuevas en Sevilla «varias pinturas que representan apóstoles que, si son de Velázquez, como allí quieren,
puede ser que las hiciera en sus principios». Aunque Ponz no llegase a afirmar la autoría velazqueña se han
hecho intentos de relacionar aquellas pinturas con los tres apóstoles conservados y con un San Simón
desaparecido desde 1951, asignado por López-Rey a la escuela de Velázquez. En contra de ese posible origen
debe tenerse en cuenta, además, el silencio de Francisco Pacheco, que nada dice de esas pinturas en su visita
a la Cartuja de las Cuevas en 1632.2 También se citaban como de Velázquez dos cuadros «que representa
cada uno un apóstol» en un inventario hecho en 1786 de las pinturas del convento de San Hermenegildo de
Madrid con destino a su venta, cuya relación con cualquiera de las obras conservadas tampoco ha sido posible
establecer.
Apesar de esa ausencia de noticias anteriores a su presentación en 1914, «la consideración como obra de
Velázquez de este lienzo ha sido mayoritariamente aceptada», según Alfonso E. Pérez Sánchez, para quien no
cabían dudas en su atribución aunque algunos críticos «la considerasen con un punto de interrogación». Entre
estos se encuentra José López-Rey, quien tras haberla aceptado la recogió con reservas, a causa de su mal
estado de conservación, al tiempo que observaba cierta semejanza entre esta cabeza (para él, con
interrogante, San Pablo) y una de las cabezas pintadas por Vicente Carducho, con algo más de dibujo, en San
Bruno rehusando la mitra que le ofrece el papa Urbano II (Museo del Prado)
La limpieza que se hizo al salir a la venta en 2003 permitió comprobar, no obstante, que su estado de
conservación, salvado el problema del recorte sufrido en fecha indeterminada, es bueno, con sólo alguna leve
pérdida en las veladuras. El pintor se valió de una preparación de color pardo oscuro, típica de la producción
sevillana del joven Velázquez, y el modelado seco del rostro, con algunos toques de luz sobre la piel, en
contraste con el tratamiento fluido de la barba blanca, es semejante al empleado en algunas otras pinturas de
la misma época.
EL POETA LUIS DE GONGORA
Y ARGOTE, 1622
Óleo sobre lienzo, 51x41 cms. Museo de Bellas Artes, Boston,
Este cuadro lo pintó Velázquez a sus 23 años en el viaje que realizó a Madrid con el propósito de abrirse
camino en la Corte, y en el que conocería al famoso escritor andaluz y cordobés.
El retrato representa a Luis de Góngora, poeta culterano y rival de Quevedo, en posición de tres cuartos
y recortado sobre un fondo neutro. La iluminación rasante hace resaltar intensamente el rostro traído a
primer plano y observado con una profunda penetración psicológica. Velázquez lo pintó por encargo de
su maestro y suegro Francisco Pacheco, quien preparaba un Libro de descripción de verdaderos retratos
de ilustres y memorables varones, que quedó sin completar y del que se conservan sesenta dibujos
realizados por el maestro sevillano, aunque el dibujo de Góngora no se encuentra entre ellos. El propio
Pacheco alude a él en El arte de la pintura, anotando que se pintó por encargo suyo y fue muy
celebrado.
Antonio Palomino también afirmaba que el retrato había sido «muy celebrado de todos los cortesanos»,
aunque advertía que estaba pintado «de aquella manera suya, que degenera de la última». Juan de
Courbes lo tomó como modelo para la estampa que figura en el frontispicio de la obra de José Pellicer,
Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, Madrid, 1630. Un retrato de Góngora
figuraba entre las posesiones de Velázquez a su muerte (nº 179 de su inventario) y el mismo o una copia
se encontraba en 1677 en la colección de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, adquirido con
otras obras de Velázquez de la misma colección por Nicolás Nepata en 1692.
Esta obra se muestra algo más que un mero retrato, Velázquez nos pone al descubierto la auténtica
personalidad del poeta.
Además del óleo de Boston se conservan otras dos versiones. Las tres versiones fueron admitidas como
autógrafas por José Gudiol (números 32 a 34 de su catálogo), aunque la mayor parte de la crítica estima
únicamente como tal la versión de Boston. José Camón Aznar, director del Museo Lázaro Galdiano, al
explicar su preferencia por la versión conservada en este último, criticaba en el lienzo de Boston el
tratamiento de la cabeza «con planos autónomos, como facetada» y que parece el resultado de la
insistencia en los toques de pincel de igual tonalidad; pero es precisamente a esto a lo que parece aludir
Palomino al hablar de aquella manera suya, alejada del tratamiento a base de pinceladas sueltas del
Velázquez adulto que se puede observar en la versión conservada en el Lázaro Galdiano. La corona de
laurel, visible en la versión de Boston a los rayos X, es otra prueba a favor de la primacía de ésta,
vinculándose con otros retratos del mencionado libro de Pacheco. El estudio técnico de la versión del
Museo del Prado destaca en él técnicas propias del taller de Velázquez en una fecha avanzada, hacia
1628, pero sin que en las pinceladas se advierta la abreviación que ya entonces era característica del
pintor.
AUTORETRATO, 1623
Oleo sobre lienzo, 56x39 cms.
Se trata de un busto de joven en posición de tres cuartos con traje negro y golilla blanca sobre la que destaca el
rostro de cutis moreno. El cabello es negro y espeso, las cejas y el bigote negros. Los ojos oscuros miran de frente y
serenamente, la nariz es aguileña, el mentón pronunciado y los labios carnosos y bien dibujados: todo en él indica
honradez, calma y naturalidad, que subraya el fondo gris neutro, vestido de negro con cuello blanco liso. Es una
pintura donde el dibujo está muy cuidado, mostrando el autor gran destreza en el modelado de la figura.
El cuadro responde a convenciones propias del retrato. La pincelada es prieta, aunque la radiografía muestra mayor
soltura de la que se aprecia en superficie, y la gama de color restringida al negro del vestido, el pardo oscuro del
fondo y los rosas y tostados de las carnaciones, con el blanco grisáceo del cuello.
Al igual que ocurre respecto al Retrato de caballero, se ha especulado mucho acerca de la identidad del personaje
aquí representado, considerado autorretrato del pintor, según sugirió Jacinto Octavio Picón, por críticos como Allende
Salazar, August L. Mayer y José Camón Aznar, quien sin embargo lo tenía por copia: han sido varios los autores que
han querido buscarla entre el entorno familiar del pintor López-Rey y Jonathan Brown creen que pudiera ser retrato
de un hermano del artista de nombre Juan, igualmente pintor y establecido en Madrid, por la edad que representa el
modelo, el giro de su cabeza hacia el espectador, su mirada fija y por hallarse cierta semejanza entre el modelo de
este retrato y el del San Juan en Patmos. Sin embargo, no existe ninguna prueba realmente fiable que avale
cualquiera de estas hipótesis. Para Fernando Marías, es posible que este y otros retratos de personas de menor
importancia realizados en estos mismos años sirviesen al pintor para ensayar nuevos recursos estilísticos antes de
aplicarlos a los retratos oficiales del rey.
La pragmática de enero de 1623 sobre reforma de los trajes, que sirve para fechar el supuesto retrato de Pacheco,
también se puede utilizar como guía para éste, por cuanto el modelo viste el tipo de cuello que se haría habitual a
partir de entonces. Su estilo, con una pincelada todavía prieta y detallista, un modelado algo duro, y una luz muy
dirigida, también concuerda con el que practicaba Velázquez en torno a esa fecha, en el momento de transición entre
sus últimos años sevillanos y su asentamiento definitivo en la Corte. También muy habitual de los retratos que hizo
durante los años veinte fue la utilización de una gama de color muy restringida, apoyada en los negros que integraban
mayoritariamente la indumentaria masculina. Sobre la autenticidad de este cuadro, si bien casi siempre se ha
reconocido como obra velazqueña, ha habido opiniones discordantes. Beruete lo consideraba una copia. Este juicio
influyó en el catálogo del Prado, que en la edición de 1903 lo describe como "atribuido" a Velázquez, mientras que en
las ediciones anteriores lo declaraba auténtico. Pantorba sostiene que esta obra se realizó en Sevilla en 1622-1623;
en el catálogo del Museo viene fechada 1623. Desde 1933, los catálogos consideraron la obra como auténtica de
Velázquez
FELIPE IV, 1623-1624
Óleo sobre lienzo 61,6 x 48,2 cm, Museo Meadows, Dallas (Texas).
Brown cree que podría tratarse del primer retrato del rey, según Francisco Pacheco tomado del
natural el 30 de agosto de 1623, hipótesis rechazada por López-Rey.
Según cuenta Francisco Pacheco, a los pocos días de llegar Velázquez a Madrid, en agosto de 1623,
hizo un retrato de su protector, Juan de Fonseca y Figueroa, sumiller de cortina de su majestad, que
fue llevado a palacio por un hijo del conde de Peñaranda. Visto este retrato por el rey y la corte, de
inmediato se le ordenó retratar al rey. Pacheco, maestro y suegro del pintor, anotó con precisión la
fecha de ese primer retrato de Felipe IV: el 30 de agosto de 1623. Ese retrato pintado en un solo día
debió de servir de modelo para otro ulterior, de mayor aparato y a caballo, así como para copias
privadas como la encargada por doña Antonia Ipeñarrieta, que en diciembre de 1624 hizo un pago a
Velázquez de 800 ducados por tres retratos, del rey, del Conde-Duque de Olivares y de su difunto
esposo.
Al decir Pacheco algo más adelante que «después desto, habiendo acabado el retrato de Su
Majestad a caballo, imitado todo del natural, hasta el país, con su licencia y gusto [del rey] se puso
en la calle Mayor, enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte e invidia de los de l'arte,
de que soy testigo», Antonio Palomino entendió que aludía todavía al primer retrato, que imaginó a
caballo y armado «todo hecho con el estudio, y cuidado, que requería tan gran asunto, en cuadro
grande, de la proporción del natural, y por él imitado, hasta el país». En realidad Pacheco parece
aludir a un simple busto ejecutado con presteza, pues no es probable que en esta primera ocasión el
rey posara muchas horas; el propio Pacheco se maravillaba y tenía como muestra extrema del favor
en que el rey tenía a su yerno el hecho de que posase ante él sentado durante tres horas continuas,
«cuando le retrató a caballo» tras el viaje a Italia, después de 1630.
Las afirmaciones de Pacheco han suscitado diversas interpretaciones e intentos de identificar ese
primer retrato hecho del natural. El más firme candidato, no del bosquejo hecho en un día sino de su
versión acabada en el taller, sería según August L. Mayer y Jonathan Brown este mal conservado
Felipe IV en busto de Dallas, empleado en un amplio número de copias y versiones de cuerpo entero,
incluida la primera versión del retrato de Felipe IV del Museo del Prado. López-Rey, quien señala al
contrario diferencias en el arranque del cabello y la frente, la nariz y el cuello respecto del retrato
subyacente mostrado por las radiografías bajo el Felipe IV del Prado, piensa que este busto, que fue
propiedad en Roma de los cardenales Ferrari y Gaspari, es posterior al retrato del natural, pero
anterior al pintado para doña Antonia Ipeñarrieta (actualmente en Nueva York, Metropolitan Museum
of Art), siendo el tomado del natural el 30 de agosto de 1623 el del Museo del Prado, reelaborado por
el mismo Velázquez años después, hacia 1628, con una técnica de pincelada suelta más elaborada.
RETRATO DE
DAMA, H. 1625
Óleo sobre lienzo 32 x 24 cm
Antes en Palacio Real, Madrid, robado en 1989. Paradero actual
desconocido. Es un fragmento de un retrato de mayores dimensiones
probablemente dañado en el incendio del Alcázar.
CABEZA DE VENADO, H.
1626-1628
Óleo sobre lienzo, 66 cm × 52 cm.
Aunque no consta que se hiciera para la Torre de la Parada, su tema nos invita a relacionar esta obra con
los cuadros destinados a ese pabellón de caza. A diferencia de lo que ocurrió con otros pintores, el estilo de
Velázquez no puede describirse en términos de progresión lineal, pues muchos de los caracteres de su
pintura aparecen a lo largo de gran parte de su carrera. Por ello, las obras que no se encuentran
mínimamente documentadas ofrecen serios problemas de datación a los historiadores. Un ejemplo de ello
es esta cabeza de venado, que ha sido fechada entre 1626 y 1636. Su calidad, su tema y su autoría han
hecho pensar que fue obra destinada a alguno de los Sitios Reales, y los historiadores llaman la atención
sobre la posibilidad de que sea la misma que aparece descrita en el inventario del Alcázar de Madrid de
1637, donde se escribe un rótulo que decía: Le mató el rey nuestro señor Felipe quarto el año de 1626.
Esta misma obra apareció descrita en diferentes inventarios hasta 1747; y se ha supuesto que a causa del
mal estado en que quedó tras el incendio del Alcázar de 1734 acabó saliendo de las Colecciones Reales. La
referencia al año 26 ha servido a quienes identifican el cuadro con el inventario para fechar la obra, aunque
no faltan quienes creen que pudo haber una errata, y tratarse realmente de 1636. Otros afirman que la obra
citada en este año corresponde con la Cuerna de venado que guarda Patrimonio Nacional.
Independientemente de su fecha y de su origen, se trata de una pintura de gran calidad, que por su
frescura, inmediatez y naturalismo alguna vez ha sido calificada como retrato de un animal; y cuyo tema era
muy habitual en la Corte española, por cuanto casi todos nuestros reyes desarrollaron una auténtica pasión
por la caza. En este sentido, hay que llamar la atención sobre la abundancia de temas cinegéticos
relacionados con el arte y aún la poesía cortesanos, de lo que son testigos las obras que decoraban la Torre
de la Parada o libros enteros como el Anfiteatro de Felipe el Grande, que su autor -José de Pellicer- dedicó
a alabar a un rey capaz de matar de un certero arcabuzazo un toro en la Plaza Mayor de Madrid
CRISTO CONTEMPLADO
POR EL ALMA CRISTIANA,
1626-1628
Óleo sobre lienzo, 165,1 cm × 206,4 cm
En la figura de Cristo atado la columna, para la que se han
sugerido modelos tomados de la estatuaria clásica —Galo
moribundo– y una anatomía cercana a la del Cristo de la
Minerva de Miguel Ángel, Velázquez siguió las indicaciones
iconográficas de su suegro Francisco Pacheco para el tema del
Cristo recogiendo sus vestiduras, iconografía muy repetida en
la pintura española del siglo XVII, combinándolas en una
creación original.
En el Cristo y el alma cristiana, los azotes que Velázquez
dispuso junto al cuerpo derrumbado de Jesús son, excepto el
flagelo de zarzas, los mismos que menciona Pacheco: un
manojo de varas -y desparramados por el suelo,
minuciosamente descritos los fragmentos que de él se han ido
quebrando con los golpes-, la correa y un látigo de colas que
puede recordar el de la visión de Santa Brígida. La columna de
Velázquez es de fuste alto y, como explica también Pacheco de
la que él pintó, no se dibuja mostrando toda su altura.
Y siguiendo a Pacheco, se explican también la mirada del
Cristo de Velázquez, dirigida al que contempla el cuadro (que
no ha de situarse de frente sino a un lado, «porque el
encuentro della causa grandes efectos»); la contención en las
señales dejadas por los azotes («cosa que escusan mucho los
grandes pintores, por no encubrir la perfección que tanto les
cuesta, a diferencia de los indoctos, que sin piedad arrojan
azotes y sangre, con que se borra la pintura o cubren sus
defectos»).
Velázquez presenta a las tres figuras recortadas sobre un
fondo neutro, fuertemente contrastado por una iluminación
intensa que dibuja sombras oscuras en la superficie del suelo y
FELIPE IV, 1623
Óleo sobre lienzo (201x103 cms).
Retrato oficial del rey Felipe IV cuando todavía era muy joven. Va de negro y se observan las normas de la pragmática
austeridad que él mismo había dictado para la Corte donde prohibía trajes ostentosos y joyas excesivas.
Este retrato del joven rey Felipe IV, pintado hacia 1626, es un soberbio ejemplar del estilo de Velázquez en sus primeros años
madrileños y, a la vez, una prueba de cómo el artista volvía una y otra vez sobre sus lienzos, que tuvo siempre ante sus ojos,
en las paredes del Alcázar.
El retrato se compuso primero en la tradición de los del siglo XVI creada por Antonio Moro, con las piernas abiertas a compás,
la actitud de tres cuartos y la mano apoyada en un bufete. Pero algunos años más tarde decidió cambiar la silueta, juntando las
piernas, con lo cual la figura ganó notablemente en esbeltez. Aún es visible a simple vista (y la radiografía lo evidencia todavía
más) la disposición originaria.
Velázquez utilizó aquí la iluminación violenta y dirigida del tenebrismo de sus años sevillanos, haciendo así más evidente la
intensa expresión melancólica y el gesto displicente de la mano que sujeta el memorial. Los tonos son aún los castaño terrosos
de la primera etapa, pero en el fondo y en las sombras sobre el suelo aparecen ya algunos grises que serán luego su gran
recurso y su suprema magia, y que seguramente se subrayaron todavía más al retocar el cuadro quizás hacia 1629.
La obra representa al rey cuando tenía poco más de veinte años, en una imagen austera, plagada de referencias a su estatus y
sus obligaciones y a la voluntad reformista con la que había comenzado el reinado. La espada, en cuyo pomo apoya la mano
izquierda, y el bufete sobre el que descansa el sombrero de copa aluden a la administración de justicia y a la defensa de sus
reinos; el Toisón de oro que cuelga a la altura de la cintura es símbolo de su linaje; y el papel que sostiene en la mano derecha
hace referencia a sus responsabilidades administrativas. Pero el traje en sí mismo está cargado también de significados. Es
una indumentaria mucho más sobria de la habitual hasta entonces en los retratos reales, carente de joyas y otro tipo de
adornos y que culmina en una valona, que es el tipo de cuello que sustituyó en 1623 a las llamativas y costosas lechuguillas.
En la época en que se realizó este retrato, constituía el símbolo más importante de la voluntad de austeridad, reformismo,
trabajo y atención al bien público que había caracterizado el comienzo del reinado de Felipe IV, que quería distanciarse de la
imagen de favoritismo, capricho y despilfarro que se asociaba con su predecesor.
Aunque durante esos años Felipe IV se presentó frecuentemente en público con otros trajes más costosos y adornados, la
imagen oficial que elaboró Velázquez prescinde de esos adornos y subraya una de las facetas más importantes de la acción de
gobierno del rey: la del monarca dando audiencia. Por testimonios contemporáneos sabemos que es esas ocasiones aparecía,
como en este caso, de pie, arrimado a un bufete y llevando el Toisón. Ese juego de referencias, cargado de intencionalidad
política, se subraya a través de la composición y la escritura pictórica. Velázquez ha situado al rey en un espacio muy austero,
modelado a base de una sutilísima gradación de luz y color, y carente de accesorios habituales como las cortinas.
EL INFANTE DON CARLOS,
1626
Óleo sobre lienzo, 209x125 cms. Museo del Prado
Retrato del hermano de, rey Felipe IV, muerto a los 21 años de edad.
El infante se sitúa en una habitación definida por las líneas que marcan el nivel del suelo, sobre el que se ve la sombra
arrojada por el modelo.
Está representado con traje negro, llama la atención los efectos de la luz sobre el negro, creando diferentes tonos y texturas
descritas por la manera de incidir esta luz sobre la tela.
El retratado había nacido en Madrid en 1607 y era hermano menor del rey Felipe IV, con quien guarda suficiente aire de familia
como para que durante mucho tiempo se pensara que representaba a éste. Las noticias que se conservan sobre su carácter, sus
ambiciones o incluso sobre los hechos más relevantes de su corta vida (murió en 1632) son ambiguas y dispares, y se prestan
mucho a confusión. A lo que parece, siempre estuvo a la sombra de su hermano y no destacó especialmente por nada. Pero ha
pasado a la posteridad gracias fundamentalmente a este retrato, uno de los mejores de la primera etapa cortesana de Velázquez, y
que se suele fechar en torno a 1626 o 1627, aunque hay alguna disparidad al respecto. En él su autor demuestra cómo se puede
alcanzar la mayor elegancia utilizando sabiamente unos pocos medios pictóricos y rehuyendo los alardes y las estridencias. En este
caso planta la sobria figura del infante en un espacio neutro, modulado únicamente por las gradaciones de los grises y por la
sombra que proyecta el cuerpo sobre el suelo, y juega con detalles aparentemente insignificantes pero que otorgan al retrato una
distinción sin par, como la mano derecha que sostiene el amplio sombrero o, sobre todo, la mano izquierda que apenas sujeta un
prodigioso guante.
Según López-Rey podría tratarse de uno de los cuadros salvados del incendio del Alcázar de Madrid de 1734, inventariado con el
número 352 como de mano de Velázquez, habiéndose confundido al modelo con su hermano el rey. Antes de su ingreso en el
Museo estuvo depositado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En cuanto a la fecha de su ejecución Hernández
Perera sugirió el año 1628, por la joya que luce el infante que podría ser la cadena de oro que con ocasión de su veintiún
aniversario le regaló su hermana la infanta María. El estudio técnico realizado en el Museo del Prado apunta en cambio a una fecha
más cercana a 1626, aproximándolo al retrato subyacente del Felipe IV conservado en el mismo museo, tal como ya había
propuesto Enriqueta Harris.
El cuadro constituye uno de los retratos más atractivos y elegantes de los realizados por el sevillano en sus primeros años de
estancia en Madrid. En él Carlos de Austria,adopta una postura relajada y elegante apareciendo de pie, vestido con traje negro con
realces de trencilla gris sobre el que cruza en bandolara un enorme cadena de oro de la que cuelga el Toisón de Oro. Destacan las
manos del infante, la derecha sosteniendo displicentemente un guante por un dedil mientras que la izquierda, enguantada, sostiene
el sombrero de fieltro negro.
Personaje oscuro, enfrentado a Olivares, Velázquez hace del infante un galán pulcro aunque quizá algo indolente, elegante en el
vestido negro trenzado en plata y en la pose, aparentemente espontánea —en el detalle del guante que coge distraídamente con la
mano diestra— pero plena de majestad, capaz de sostener su elevada posición con su sola presencia sin necesidad de rodearlo del
aparato emblemático del poder para ensalzarlo
FELIPE IV CON CORAZA,
(1626-1628)
Óleo sobre lienzo, 57 x 44 cm
Cuando Velázquez fue nombrado pintor de corte en Madrid en 1623, uno de sus primeros encargos fue el de
retratar a Felipe IV, tarea que llevó a término con gran éxito. El condeduque de Olivares declaró que nadie
había pintado todavía un "verdadero" retrato del rey, es decir, que tuviera una expresividad tan excepcional y
al mismo tiempo fuese igualmente real.
Los Habsburgo españoles, pintado en apretada sucesión por Velázquez, pertenecen si duda a la retratística
de corte más excelsa de la historia del arte europeo. El artista, que en la corte de Madrid no puede
expresarse en una actividad amplia como la de los colegas que trabajan en París o en Roma, logra con todo
infundir vitalidad al rígido esquema convencional del retrato a través de un nuevo modo de concebir la pintura
que afina durante su primera estancia en Italia.
Representa al rey Felipe IV (1605-1665) a mitad de la década de 1620, cuando tenía poco más de veinte
años. Lo vemos de busto, en una imagen en la que se subrayan sus responsabilidades militares, pues se
cubre con una armadura, y una banda carmesí de general le cruza el pecho. La composición resulta algo
anómala en su mitad inferior, con el tronco del personaje excesivamente constreñido por su marco, lo que
crea problemas de lectura se subrayan sus responsabilidades militares.
Basándose en ese dato y en la pose del modelo, en ocasiones se ha pensado que podría ser un fragmento
de un famoso retrato ecuestre de Felipe IV que realizó Velázquez en los primeros años de su estancia en la
corte y del que sólo nos queda mención literaria.
Desde el punto de vista de su escritura pictórica llaman la atención las grandes diferencias que existen entre
la cabeza y la zona inferior. Aquélla está realizada con una técnica más precisa, y sus volúmenes y
accidentes se encuentran minuciosamente modelados por la luz.
Para Allende-Salazar se trataría de un fragmento de un retrato ecuestre, lo que parece desmentir el hecho
de que el rey haya sido retratado con la cabeza descubierta y que su figura se recorte sobre un fondo gris
neutro, localizándose por tanto en un espacio interior, pero la indumentaria militar que viste hace pensar que
pudo concebirse como modelo para otros retratos y, en su caso, retratos ecuestres, como pudo ocurrir
también con el primer retrato del rey hecho por Velázquez, ejecutado según Francisco Pacheco en un día, el
30 de agosto de 1623, y convertido luego en retrato ecuestre, «imitado todo del natural, hasta el país»
La radiografía revela bajo el aspecto actual una primera versión sobre la que Velázquez introdujo algunas
rectificaciones en la posición de los hombros y en el vestido; el más significativo de ellos fue la incorporación
de la banda que cruza el pecho, añadiendo una nota de color rojo vivo al retrato, pero respetando en la
remodelación el dibujo original del rostro. Las fechas de su realización, de todos modos, deberían situarse
entre la ejecución del retrato subyacente bajo el Felipe IV de cuerpo entero del Museo del Prado y su versión
última, tanto para su primer estado como para las modificaciones en él introducidas, habiendo servido como
referencia para las transformaciones últimas hechas en la cabeza del Felipe IV de cuerpo entero
LOS
BORRACHOS,
1628
Oleo sobre lienzo, 165X225 cms.
Situado ya al aire libre y con una paleta
más clara que la sevillana, mantiene
todavía una iluminación de carácter
tenebrista, por lo intensa, el pintor afronta
el tema de una manera directa
Interpreta el mito desde la más rigurosa
cotidianeidad. En esta obra aun perduran
las gamas de color de la época sevillana,
pero ya se impone la luz exterior, el aire
libre.
Los personajes del cuadro son los mismos
tipos populares de los bodegones
sevillanos. Gentes pobres que encuentran
en el vino el remedio para olvidar sus
angustias y preocupaciones. La alegría del
vino se expresa con inmediata fuerza
comunicativa por lo intensa. El pintor
afronta el tema de una manera directa,
elemental y casi ruda. Hay alegría en los
rostros, mucha moderación en Baco, que
ofrece su cuerpo semidesnudo para
acreditar su condición divina.
En este cuadro se representa al dios del
vino, Baco, rodeado de personajes
variopintos. Pero no hay nada de orgía; se
bebe, más con llaneza.
Velázquez hace una interpretación del mito
con un toque de ironía, Baco aparece
sentado sobre un tonel coronando a un
muchacho, mientras él mismo es coronado
por otro muchacho semidesnudo.
DEMÓCRITO, EL
GEÓGRAFO, 1628-1629
Óleo sobre lienzo, 98 x 81 cm.
En la obra se representa a una figura de algo más de medio cuerpo y de perfil, girado el rostro hacia el
espectador al que sonríe a la vez que con la mano izquierda señala al globo terráqueo que tiene delante,
sobre una mesa en la que también reposan dos libros cerrados encuadernados en pergamino. Viste un
jubón negro sobre el que destaca una valona de encaje blanco y una capa rojiza que recogida en los
antebrazos le envuelve la espalda. En cuanto a la técnica de su ejecución se advierten dos maneras muy
distintas: el vestido y los restantes elementos de naturaleza muerta se resuelven con una pincelada muy
prieta, especialmente en el tratamiento de la capa, en tanto la cabeza y la mano aparecen tratadas con
pincelada muy ligera y factura líquida, circunstancia que la crítica explica suponiendo que el cuadro habría
sido pintado hacia 1628, por semejanzas técnicas con El triunfo de Baco pintado en esa fecha, siendo
retocado por el propio Velázquez en fecha posterior, que podría retrasarse a 1640, cuando habría procedido
a repintar cabeza y mano con una técnica más evolucionada
Se ha pensado que este hombre delgado de rostro ordinario y expresión bromista, jubón negro y cuello de
encaje blanco, pudiera ser el retrato de Galileo Galilei o de Cristóbal Colón. Recientemente, algunos críticos
han avanzado la hipótesis de que se tratara, por el contrario, del filósofo griego Demócrito, que se burla del
mundo en forma de globo terráqueo colocado sobre la mesa.
Las modificaciones introducidas después para suavizar las manos y el rostro del hombre evidencian cuánto
interesaba a Velázquez la obra de Rubens en aquella época. La influencia del genial maestro flamenco del
Barroco resultaría tan evidente sólo en pocas obras posteriores del pintor español, entre ellas su figuración
de Marte, dios de la guerra.
Parece tratarse del cuadro mencionado como «Un Philosopho con Un globo Esttandose Riyendo original de
Diego Velázquez» en el inventario de los bienes de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, tasado
en 1689 por Claudio Coello y José Jiménez Donoso en 1000 reales. El mismo cuadro fue entregado en 1692
al jardinero de los marqueses, Pedro Rodríguez, por los salarios que se le debían, describiéndose de nuevo
en un documento publicado por Pita Andrade como «Un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo
con un globo, original de Diego Belázquez», En 1789 se hallaba en el Bureau de finanzas de Ruan, sede de
la prefectura de la Seine-Inférieure y de allí pasó al museo en 1886.
El cuadro, antes de la aparición de los documentos mencionados, ya había sido relacionado con Velázquez
(y antes con José de Ribera), tratando de identificar en el personaje representado a alguno de los bufones
de la corte. Weisbach, sin embargo, avanzó también la caracterización como Demócrito, «el filósofo que
ríe», tradicionalmente confrontado con Heráclito, «el filósofo que llora», a los que era habitual representar
con el globo terráqueo, objeto de su llanto y de su hilaridad.
• Óleo sobre lienzo, 98 x 81 cmÓleo sobre
lienzo, 98 x 81 cmSe ha pensado que este
hombre delgado de rostro ordinario y
expresión bromista, jubón negro y cuello de
encaje blanco, pudiera ser el retrato de
Galileo Galilei o de Cristóbal Colón.
Recientemente, algunos críticos han
avanzado la hipótesis de que se tratara, por el
contrario, del filósofo griego Demócrito, que
se burla del mundo en forma de globo
terráqueo colocado sobre la mesa.
• Las modificaciones introducidas después para
suavizar las manos y el rostro del hombre
evidencian cuánto interesaba a Velázquez la
obra de Rubens en aquella época. La
influencia del genial maestro flamenco del
Barroco resultaría tan evidente sólo en pocas
obras posteriores del pintor español, entre
ellas su figuración de Marte, dios de la
guerra.
LA CENA DE EMAÚS,
1628-1629
Oleo sobre lienzo, 123 x 132´6 cm.,
Cuando Velázquez fue nombrado pintor del rey en 1623 tuvo la oportunidad de
contemplar la excelente colección de pintura que se guardaba en el Alcázar,
entre la que destacaban las obras de Tiziano así como diversos pintores
italianos contemporáneos. El estudio de estas obras permitió avanzar al
sevillano en su aprendizaje, superando el naturalismo tenebrista que
caracteriza su etapa sevillana. Gracias a estas nuevas influencias realiza esta
Cena en Emaús, la única obra de asunto religioso que se conserva de esta
primera etapa madrileña. A pesar de los deseos del joven maestro por
superarse, encontramos algunos errores de bulto como el apelotonamiento de
las figuras alrededor de la mesa, la ubicación de los dos discípulos en el
mismo plano - para poder mostrar al del fondo lo ha elevado y ha desplazado
al del primer plano - o la ausencia de espacio en la mesa. Satisfactorio resulta
el realismo de los personajes y las calidades de las telas, cuyos pliegues
recuerdan a Zurbarán, así como el colorido empleado al apreciarse una
ampliación en la paleta. La figura ausente de Cristo contrasta con la
expresividad de los dos apóstoles, interpretados como dos hombres del Madrid
del siglo XVII. Cuando Rubens llegó a Madrid en 1628 y contempló estas
obras que Velázquez estaba realizando animó al sevillano para que
completara su formación en Italia, la cuna de la pintura, adquiriendo Velázquez
la maestría que apuntaba años atrás.
MARÍA DE AUSTRIA, REINA
DE HUNGRIA, H.1630
Óleo sobre lienzo 59,5 × 45,5 .
María de Austria (1606 a 1646) era hija del rey Felipe III de España y de su esposa Margarita de Austria,
hermana, pues, del siguiente rey, Felipe IV de España. Durante el reinado de este último, en 1631, María
contrajo matrimonio con Fernando III de Habsburgo que era rey de Hungría y de Bohemia y que sería más
tarde emperador de Alemania. Se casó por poderes en Madrid en 1630, y cuatro años después hizo su propia
contribución a esa larga historia de matrimonios entre familiares cuando dio a luz a una niña que acabaría
casándose con su tío Felipe IV.
Se trata de una obra muy lograda en que el autor capta perfectamente la psicología de la futura emperatriz. Tal
y como venía haciendo en retratos anteriores, Velázquez pinta sobre un fondo neutro para resaltar la figura.
Todo está tratado con gran calidad: el traje verdoso, la lechuguilla (indumentaria) gris y sobre todo el cabello,
realizado con gran esmero y detalle minucioso.
En 1630 el pintor Diego Velázquez se encontraba de viaje por Italia. Ya de regreso para España pasó los
últimos tres meses de ese año en la ciudad italiana de Nápoles y fue durante esa estancia cuando realizó el
retrato de María Ana de Austria, todavía infanta pues aún no había tenido lugar su casamiento con Fernando
III. El objeto de hacer este retrato era el de traérselo consigo para España y entregárselo a Felipe IV como
recuerdo de su hermana, a la que no volvería a ver. Desde la época del emperador Carlos I hubo la costumbre
de pintar retratos de parentela entre los reyes y sus allegados, en la mayoría de los casos como presentación
del personaje a otras personalidades, con motivo de futuras bodas o simplemente para recuerdo de familia.
Durante mucho tiempo se ha creído que este cuadro es el que cita Pacheco cuando, al tratar sobre el viaje de
su yerno a Italia, escribió que en Nápoles pintó un lindo retrato de la reina de Hungría, para traerlo a su
Majestad, lo que lo fecharía entre el 13 de agosto y el 18 de diciembre de 1630. Estaríamos, pues, ante una
obra fruto del deseo del rey de conservar recuerdo visual de la hermana a la que sabía no volvería a ver, y en
este sentido podría relacionarse con la multitud de retratos que se hicieron en las cortes europeas con objeto
de que los familiares alejados supieran de la evolución física de las personas queridas. Sin embargo, el
hallazgo de un documento fechado a finales de octubre de 1628 relacionado con el encargo a Velázquez de
retratos de varios miembros de la familia real (entre ellos el de la infanta María) ha arrojado dudas sobre la
datación de esta obra, y aunque esa noticia no aclara si realmente llegó a pintar los cuadros, lo cierto es que
los historiadores manejan ambas fechas y acuden a análisis estilísticos para decidirse por una o por otra. Esas
mismas dudas se mantienen respecto a la historia de este cuadro en las Colecciones Reales. Se ha pensado
que es el que se cita en el aposento de Velázquez a su muerte en 1660, pero la inexistencia de rastros
seguros en los inventarios hasta su ingreso en el Museo del Prado impide precisar nada que no sea
simplemente constatar que procede de la Colección Real.
LA TÚNICA DE
JOSE, 1630
Óleo sobre lienzo, 223x250 cms.
El tema del cuadro hace referencia a una escena
bíblica en la que se narra como los hermanos de
José le venden a una caravana de ismaelitas, por
envidia. Para engañar a su padre matan un
carnero y con su sangre manchan la túnica de
José para hacerle creer que había muerto
despedazado por una fiera.
Pinceladas más ligeras, grupos mejor compuestos
de figuras semidesnudas, con magníficos
estudios anatómicos y expresando distintos
sentimientos, con colores claros.
El artista ha limitado el número de los hermanos
de José de diez a cinco. Dos de ellos muestran al
anciano padre la túnica manchada de sangre de
cabra para convencerlo de la muerte de su hijo
predilecto. Jacob, en un pequeño asiento
colocado sobre una alfombra, extiende los brazos
hacia delante, mostrando el dolor en su rostro. En
el lado opuesto, otro hermano de José, de
espaldas, parece hacer ademán de llorar,
llevándose las manos al rostro. Otros dos, apenas
indicados, destacan sobre un fondo liso, que
probablemente el pintor destinaba a ampliar el
paisaje vecino.
La representación de las reacciones de los
participantes en la cruel puesta en escena se
lleva a cabo con excepcional eficacia. La acción
se desarrolla en una amplia sala con pavimento
ajedrezado, un elemento frecuente en las obras
de Tintoretto y de Tizano, pero raro y en lo
esencial único en Velázquez.
LA FRAGUA DE
VULCANO, 1630
Óleo sobre lienzo, 223x250 cms.
El tema del cuadro hace referencia a una escena
bíblica en la que se narra como los hermanos de José
le venden a una caravana de ismaelitas, por envidia.
Para engañar a su padre matan un carnero y con su
sangre manchan la túnica de José para hacerle creer
que había muerto despedazado por una fiera.
Pinceladas más ligeras, grupos mejor compuestos de
figuras semidesnudas, con magníficos estudios
anatómicos y expresando distintos sentimientos, con
colores claros.
Los elementos cálidos y luminosos están
representados por un trozo de metal al rojo que
Vulcano sujeta sobre el yunque y por la llama de la
chimenea, que pone de manifiesto los cuerpos de los
dos herreros, que contemplan con estupor al visitante
y, al igual que el jefe y los compañeros, escuchan sus
palabras, acompañadas de gestos levemente
arrogantes.
El artista representa a este galante jovenzuelo
comunicando al cojo Vulcano que su esposa, Venus,
lo engaña con Marte, dios de la guerra, al cual están
quizá destinadas las piezas de armadura que se están
forjando en la fragua. En el boceto preparatorio para
la figura de Apolo (Nueva York, colección particular), el
perfil es aparentemente más dulce, la expresión más
lánguida y sentimental.
CABEZA DE APOLO, 1630
Oleo sobre lienzo, 36x25cm. Colección Wildenstein, New Jork
Nos encontramos ante uno de los escasos estudios previos que tenemos de Velázquez ya que pintaba "alla
prima", es decir, directamente sobre el lienzo, sin apenas realizar bocetos. Esta obra es un estudio
preparatorio para la figura de Apolo que aparece en La fragua de Vulcano (Museo del Prado) aunque con
ciertas diferencias. Así el perfil del dios mitológico aparece más autoritario en la obra definitiva que en este
boceto, y además los cabellos no presentan el aspecto suelto y serpenteante que se aprecia en este
estudio preparatorio.
La autoría de la obra fue motivo de discusión, ya que difería mucho de la figura visible en el citado cuadro
del Prado. Luego, mediante radiografías, se comprobó que el personaje del Prado era inicialmente muy
similar a este boceto, siendo luego corregido por el pintor. También el tipo de lienzo apoya la autenticidad.
La obra perteneció a la saga Wildenstein de marchantes de arte, y luego pasó a otra colección particular de
Nueva York.
Las pinceladas son rápidas y casi imprecisas, poniendo Velázquez de manifiesto su genio a la hora de
dibujar. Realizó este boceto en Italia, un claro homenaje a la pintura del Renacimiento que tanto estimaba
el maestro sevillano.
Muchos pintores quisieran al final de su producción poder realizar un boceto como este; el término
«abocetado», que designa un estudio rápido, realizado con ligereza para un posterior trabajo más
complejo, alcanza una dimensión diferente cuando los bocetos están realizados como este, como los de
Leonardo, Miguel Ángel o Rembrand, y valen por sí mismos lo que una «obra» terminada; su calidad así lo
manifiesta con la impronta de lo genial, es un boceto donde se ve la impresión que le causara la visión de
los pintores venecianos, quizás más que en su obra terminada. La factura de esta cabeza revoluciona el
concepto pictórico y la técnica que se refleja en la libertad de la pincelada, la ligereza, el aire que la
envuelve; el menos es más aquí se ejemplariza. Bellísimo boceto resuelto con cuatro pinceladas
MANO DE
HOMBRE, H. 1630
Óleo sobre lienzo, 27 × 24 cm.
Escrito en el papel: «Illmo Señor /
Diego Velazquez». Fragmento de un
retrato del arzobispo Fernando de
Valdés cuya composición se conoce
por una copia anónima conservada en
la colección del conde de Toreno.
UNA SIBILA (¿JUANA
PACHECO?) 1630-1631
Óleo sobre lienzo 62 x 50 cm
En 1746, tras ser adquirido por Isabel de Farnesio, se describió como «la mujer de Velázquez», afirmación
discutida por López-Rey y otros, que no encuentran base documental para dicha identificación, por lo que
no esta comprobada en esta obra la personalidad de su mujer Juana Pacheco.
La primera referencia conocida a este retrato data de ese año, cuando se levantó el inventario de las
pinturas del palacio de La Granja. Allí se atribuyó a Velázquez, y se identificó con su misma mujer. Se
especifica también que lleva una tabla en la mano. El interés por vincular retratos anónimos con la
biografía de sus autores fue frecuente durante los siglos XVIII y XIX, y del mismo no se salvó Velázquez,
cuyo rostro, el de su mujer y el de sus hijas se quiso reconocer en varias de sus obras. El único retrato
uno de cuyos personajes se ha identificado sin duda con su padre Francisco. La comparación entre ambos
cuadros sugiere que, para realizar éste, utilizó un modelo diferente. En cualquier caso,
independientemente de que pueda estar basada en un personaje real, la pintura tiene un contenido que
trasciende el campo del retrato y apunta al género histórico. Los datos para la identificación de su tema
son la condición femenina del personaje, su colocación de perfil, su mirada fija al frente y el objeto que
porta. Se trata de una superficie plana de forma cuadrangular que generalmente se considera una tabla y
a veces se ha creído un lienzo. Lo sujeta con la izquierda, lo que le permite mantener libre la mano
derecha con objeto de escribir o pintar sobre él.
A falta de conocer el contexto originario para el que se hizo la obra, los elementos que aparecen en ella
sugieren que se trata de una de las sibilas, personajes de la mitología grecorromana a los que se
adjudicaban poderes adivinatorios, y que fueron adoptados por el pensamiento cristiano, que consideraba
que habían anticipado la llegada de Cristo. El objeto que porta estaría destinado a representar sus
premoniciones. Aunque a veces se ha identificado con una alegoría de la historia o de la pintura, éstas
suelen ser más explícitas, mientras que los elementos que contiene eran suficientes como para que
cualquiera pudiera relacionarla con una sibila. Aunque por lo general se representan con un soporte donde
escribir, hay casos en los que aparecen con un soporte pictórico, como una de las sibilas que se
representan en la Anunciación de Claudio Coello (Madrid, Convento de San Plácido), que aparece sin
turbante y sostiene un lienzo o tabla en el que está pintada una alegoría mariana. Las representaciones
de estos personajes habían sido relativamente frecuentes en el arte europeo desde el Renacimiento, y
formaban parte de uno de los ciclos pictóricos más famosos de Europa, la Capilla Sixtina. Fue un tema
común entre los pintores clasicistas italianos del siglo XVII, y existen magníficos ejemplares de mano de
Guido Reni, Guercino o Domenichino, que generalmente tienen en común la presencia de un turbante,
que ha de explicarse más como una suerte de tradición endógena que como una exigencia del tema. Por
su factura y su gama cromática, esta obra se relaciona con cuadros de Velázquez de principios de los
treinta, como La túnica de José
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  • 2. INTRODUCCIÓN Cuando nació Velázquez España era la potencia mayor y temida, tras la muerte de Felipe II. Durante su vida ocurrieron en Europa toda clase de conflictos: guerras, rebeliones, enfrentamientos entre las viejas monarquías unificadas (España, Francia e Inglaterra) por el predominio sobre los pequeños estados italianos y alemanes. Fueron numerosas también las rivalidades religiosas entre protestantes y católicos (Guerra de los Treinta Años). Dos características sociopolíticas influyeron en la pintura de Velázquez: la Contrarreforma a la que él esquiva integrándose en el círculo nobiliario de la Corte (aún así influye en alguno de sus cuadros) y la campaña publicitaria que promueve el Conde de Olivares para convertir el fracaso de los ejércitos españoles en la guerra, en victorias ante los ojos del pueblo español. Es un pintor solidario con su época. Como miembro de la generación de 1600, su pesquisa inicial es la del naturalismo tenebrista. Pero su pintura evoluciona desde todos los puntos de vista: tema, composición, pincelada, concepto del color. Es difícil imaginar un artista que haya llevado su arte a puntos de vista tan distintos de los de su primera época. Por otro lado es un hombre relacionado con las figuras destacadas de la literatura de la época (Calderón, Lope de Vega, Góngora), de suerte que su arte ofrece este carácter de ilustrado, puente hacia la literatura. Asimila cuantos elementos le facilita su cultura artística y emplea para la composición los gravados, pero salva siempre el problema de la originalidad. Se plantea las cuestiones que apasionan en el barroco, y como fundamental la del espacio. Velázquez llega a logros espléndidos en materia de perspectiva aérea; pocas veces se han percibido ambientes tan saturados de atmósfera. Fue el pintor del Barroco español más completo, puesto que, además de su absoluta genialidad y maestría con los pinceles, cultivó todos los géneros pictóricos de la época: el retrato, los temas históricos y religiosos, la escena costumbrista mezclada con el bodegón, el paisaje de manera independiente o como protagonista especial de sus otros cuadros... Y, por supuesto, el desnudo y el tema mitológico, dos géneros poco practicados en España por su comprometida carga moral y religiosa, pero que, a mi juicio, son los que le elevan como gran artista de la tradición clásica occidental. Su reconocimiento como gran maestro de la pintura occidental fue relativamente tardío. Hasta principios del siglo xix raramente su nombre aparece fuera de España entre los artistas considerados mayores. Las causas son varias: la mayor parte de su carrera la consagró al servicio de Felipe IV, por lo que casi toda su producción permaneció en los palacios reales, lugares poco accesibles al público. Al contrario que Murillo o Zurbarán, no dependió de la clientela eclesiástica y realizó pocas obras para iglesias y demás edificios religiosos, por lo que no fue un artista popular. La revalorización definitiva del maestro la realizaron los pintores impresionistas, que comprendieron perfectamente sus enseñanzas, sobre todo Manet y Renoir, que viajaron al Prado para descubrirlo y comprenderlo. El capítulo esencial que constituye Velázquez en la historia del arte es perceptible en nuestros días por el modo como los pintores del siglo XX han juzgado su obra. Fue Pablo Picasso quien rindió a su compatriota el homenaje más visible, con la serie de lienzos que dedicó a Las meninas (1957) reinterpretadas en estilo cubista, pero conservando con precisión la posición original de los personajes. Otra serie famosa es la que dedicó Francis Bacon en 1953 al Estudio según el retrato del papa Inocencio X por Velázquez. Salvador Dalí, entre otras muestras de admiración al pintor, realizó en 1958 una obra titulada Velázquez pintando a la infanta Margarita con las luces y las sombras de su propia gloria, seguida en el año del tercer centenario de su muerte de un Retrato de Juan de Pareja reparando una cuerda de su mandolina y de su propia versión de Las meninas (1960), evocadas también en La apoteosis del dólar (1965), en la que Dalí se reivindicaba a sí mismo.
  • 3. TÉCNICA DE VELÁZQUEZ Las características más peculiares y representativas de la pintura de Velázquez son:Gran genio del arte español fue un supremo retratista que abarcó todos los géneros pictóricos, cuadro religioso, fábula, bodegón y paisaje. • Naturalismo: Su arte se apoya en una realidad más sentida que observada (no sólo refleja las cualidades táctiles sino su entidad visual). • Contrarresta figuras y acciones: Armoniza las contraposiciones mediante nexos ideológicos. Con un concepto que funde dos escenas y las relaciona íntimamente. • Retratista: Individualización de las figuras. Captación psicológica de los personajes. • Perspectiva Aérea: Gran sentido de la profundidad. • Preocupación por la luz: Inicialmente tenebrista pero más tarde le interesan los espacios más iluminados. A medida que avanza su estilo conjuga luz y color haciendo surgir la mancha que va sustituyendo a los perfiles nítidos. • Libertad creadora: Precisión rigurosa, pero desarrolla su profesión con plena libertad frente a la mayoría de los artistas que estaban sometidos a múltiples limitaciones. • Profundidad. • Pintura "alla prima", es decir, sin realización de bocetos. Por ello, las correcciones las hacía sobre la marcha y se nota en los numerosos "arrepentimientos" en sus cuadros. • Colores: Sobre la preparación Velázquez traza las líneas esenciales de las figuras, pocas y muy esquemáticas. Sobre estas líneas esenciales aplica el color en una paleta poco variada en pigmentos básicos, pero muy rica en resultados gracias a la variedad de mezclas. Utiliza sobre todo azurita, laca orgánica roja, bermellón de mercurio, blanco de plomo, amarillo de plomo, negro orgánico, esmalte y óxido de hierro marrón. La técnica de Velázquez se va deshaciendo con los años. Desde las pinceladas empastadas y bien trabadas unas con otras de los primeros años sevillanos, va pasando, sobre todo a partir de la mitad de los años treinta, a pinceladas cada vez más ligeras y transparentes, menos cargadas de pintura y con más aglutinante.
  • 4. EL RETRATO Y LA PINTURA RELIGIOSA No basta a Velázquez el parecido físico a la hora de efectuar un retrato; procura adentrarse en las profundidades de su alma y nos refleja su condición moral. A ello ha de añadirse el papel social. Ante él comparecen reyes, funcionarios, bufones. Su misión consistirá en acreditar la existencia humana, en sus particulares resortes. Es el suyo por esencia un retrato individual. Su gama es variadísima (busto, cuerpo entero, de interior, en paisaje, y ecuestre). Su oficio fundamental será retratar a la familia real. De Felipe IV poseemos una importante serie, desde la juventud a la incipiente ancianidad. En todos resplandece una sobria elegancia. Esta sencilla campechanía es todo un don de la monarquía española, frente al orgullo enfático de la corte francesa. Los últimos, de busto, nos ofrecen la imagen conmovedora de un rey vencido: toda una radiografía histórica. De la primera esposa de Felipe IV, Isabel de Borbón, reflejó su esmerada elegancia. Pero no pudo escatimar a la segunda esposa, Mariana de Austria, todo su semblante adusto. Los retratos de los niños están llenos de ternura; pero no puede haber falta de compromiso: son príncipes e infantes; de ahí los atributos que hablan de su futuro político; irradian simpatía y constituyen un prodigo de suntuosidad en la paleta. El encargo oficial es ya menos importante que el personal concepto de la pintura del maestro. También ejecutó retratos de eclesiásticos. Retratista también de nobles, literatos, funcionarios, artistas… Menor ocupación en el campo femenino, de algunas damas desearíamos conocer su identidad En los cuadros de este admirable pintor no solo quedan trazadas la crónica, la indumentaria o las costumbres de un período histórico, también quedan plasmados los motivos religiosos demandados por la sociedad creyente de la época. Entre sus obras aparecen personajes bíblicos, santos y escenas propias de una historia de piedad, de una historia sagrada. Velázquez realizó pocos lienzos de tema religioso, si se considera que es la ocupación habitual de los pintores de la época; pero pártase del hecho de que la corte le dedicaba a otros menesteres. Lejos de Velázquez todo énfasis oratorio. Eso es lo que ha hecho pensar a algún crítico en frialdad religiosa. Hay impasibilidad, un deliberado apartarse del objeto. Pero es el mismo criterio que el pintor mantiene respecto del retrato. Una responsable ortodoxia preside estas creaciones de tema religioso. Una moderación vigilada, donde la composición y los colores aparecen sopesados con escrupulosidad de teólogo. Esta aparente falta de calor, es precisamente consecuencia de producir arte religioso para una minoría intelectual que no necesita aspavientos para elevar su pensamiento. Una vez más el cliente ha de ser tenido en cuenta. Por la misma razón otros lienzos de tipo mitológico serían inasequibles para un público ordinario. Velázquez es en todo momento el pintor de una clase muy escogida. Algunos autores han planteado dudas sobre la propia religiosidad del maestro sevillano o sobre su interés por la pintura religiosa, dando de él una imagen de laica modernidad que poco tendría de real en una España donde la Iglesia seguía celebrando autos de fe. La razón habría que buscarla en factores circunstanciales, como el hecho de que fuese pintor de corte, ocupado principalmente en hacer retratos de la familia real, e historias o mitologías para decorar los palacios. Se podría pensar que si no pintó más cuadros religiosos es porque en la Corte no se los pidieron. De hecho fueron otros sus clientes. Pero ello no quiere decir que Velázquez no se tomara interés por esas obras, que están entre las más complejas y conmovedoras de su producción, o que fuera refractario a la observancia católica. Se sabe que mantenía buenas relaciones con legos devotos, que seguía las celebraciones religiosas y que en Italia prefirió visitar el santuario de la Virgen en Loreto a pasar por Bolonia, importante foco artístico. En el inventario de sus bienes se citan cuadros religiosos (entre ellos quizá estuviera este) y hasta relicarios, si bien solo poseía dos libros de teología. Así pues, aunque no podemos saber cuál era su grado de sinceridad religiosa, tampoco hay que suponerle una excepción en su tiempo.
  • 5. PINTURA ECUESTRE, MITOLÓGICA Y EL PAISAJE La serie ecuestre se reserva para la realeza y el primer ministro: el Conde Duque de Olivares. Es que este tipo de retrato esta hecho para la clase gobernante. Los cuadros de historia habrían de estar acompañados de los héroes triunfadores: los reyes. Para Velázquez también los animales también son materia que hay que individualizar. Un capítulo esencial de la obra de Velázquez los constituye la pintura de paisaje: los fondos de sus retratos ecuestres o de otras escenas de historia. Capta como nadie el paisaje con todo su detalle, los árboles y las yerbas, tan cercanos que podríamos tocarlos con nuestras manos, o el azul de las lejanas montañas con nieves en sus cimas que nos permiten soñar con un día alegre y puro de primavera. Llegará incluso a hacer del paisaje el protagonista de Los Jardines de la Villa Medici. Se trata de una visión completamente moderna del paisaje, vista del natural, y en el caso de estos dos cuadros, pintados en Roma, tomados directamente, algo que todavía no era frecuente entre sus contemporáneos, al menos en cuadros al óleo, solamente en dibujos. Si la mitología fue recurso habitual de los literatos, en la pintura se emplea excepcionalmente. No había clientela. Quizá el predominio del arte religioso ofrezca una explicación. Más tal vez el afán de evitar un riesgo: el desnudo, nada bien visto por las autoridades eclesiásticas ni por el mismo pueblo. Pero en palacio y con una clientela aristocrática este peligro carecía de importancia. También es, por tanto, notable la pintura mitológica de Velázquez, si bien corta en número de lienzos. El conocimiento del tema resulta fundamental. El pintor desarrolla una acción, pero a él le corresponde la elección del momento. Porque en el fondo hay mucho de ética, de comportamiento, de lección moral, en estas pinturas. Son cuadros no tanto para gozar, como para pensar. El rey también encargó a pintores contemporáneos importantísimos proyectos decorativos para sus palacios donde la mitología tenía un protagonismo especial al ser utilizada como símbolo político. Velázquez a partir de los años 30 será el encargado de planificar y dirigir su decoración interior. Es el caso de la decoración del Salón de Reinos del nuevo palacio del Buen Retiro para el que encargó a Zurbarán, amigo de la estancia sevillana de nuestro pintor, una serie sobre los trabajos de Hércules mientras él se encargaba de los retratos y algún cuadro histórico de la sala. Velázquez participó pintando retratos de la familia real de cacería y, con seguridad, en la colocación del conjunto del pabellón de caza en el monte de El Pardo, conocido como la Torre de la Parada. Para aquel edificio, Rúbens y su taller realizaron más de sesenta pinturas de carácter mitológico sobre la Metamorfosis de Ovidio. A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría haberse enfrentado. Ser un cortesano le permitió entablar relación con mecenas de las artes que visitaron Madrid durante este periodo y que eran apasionados coleccionistas de obras mitológicas. A través de los temas mitológicos Velázquez nos va mostrando como se enfrentó a la representación del cuerpo desnudo masculino a lo largo de su carrera, pero no ocurre lo mismo respecto al femenino. El asunto se complicaba en la España de la época porque, aunque existían muchos cuadros con mujeres desnudas en las Colecciones Reales, lo cierto es que estaba considerado pecado mortal pintarlos o exponerlos públicamente. También correspondió a Velázquez la misión de ordenar el mobiliario y la decoración de los palacios reales. Su papel en este orden sería similar al Superintendente en Francia. Idea suya sería entonces la colocación de espejos y pintura decorativa de techos, que fuera ya realizada por otros artífices.
  • 6. ETAPAS  En la etapa sevillana o de formación (hasta 1623) Velázquez tuvo como primer maestro a Herrera el Viejo y como más influyente a Francisco Pacheco, de quien tomó el gusto por el color mate. Su técnica se caracterizó por una plasticidad dura, el tenebrismo caravaggiano, los tonos madera, un dibujo preciso y la factura lisa de la pincelada. Pintó bodegones, cuadros de género, retratos y cuadros religiosos. En ocasiones en un mismo cuadro reunió más de una de estas temáticas. El 14 de marzo1617 consigue su título de pintor tras pasar el examen del gremio de pintores y siete años en casa de Pacheco. Ya puede abrir taller propio y contratar por si mismo las obras.  En la primera etapa madrileña (1623-1628) Velázquez apuesta por el retrato aislado y los cuadros de temática histórica y mitológica. Los retratos responden a un tipo semejante al de Tiziano, pero tienen la particularidad de que la figura se destaca sobre un fondo más claro y se limita a lo accesorio. Aunque se mantiene la dureza del contorno de la etapa sevillana, la pincelada se hace más suelta y ligera, desaparece el tenebrismo y el tono madera, se aclara la paleta, aparecen pigmentaciones rosadas y blanquecinas, y predomina la luz.  Realizó su primer viaje a Italia (1629-1631) influido por Rubens, que visitó España en 1628. Visitó entre otras ciudades Roma, Génova, Venecia, estudió las obras de Cortona, Miguel Ángel y Rafael, tuvo contacto con Ribera, estudió las obras de San Pedro de Roma y residió en Villa Medici. Su paleta se transformó. Desaparecieron los betunes negruzcos, su pincelada se hizo más fluida, se interesó por el desnudo y el paisaje, y utilizó la perspectiva aérea; . El dibujo sigue siendo muy preciso y no se olvidan las calidades de las cosas, sean armas, telas o cacharros. De este período son sus obras más innovadoras y académicas.  La segunda etapa madrileña (1631-1649) es la central de su biografía y la del afianzamiento cortesano. Siguiendo a Lafuente Ferrari se divide en tres periodos: de 1631 a 1635, de 1636 a 1643, y de 1643 a 1649. De 1631 a 1635, Velázquez manifiesta una actitud discreta en los temas religiosos; durante estos años decoró el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid, el conjunto de pinturas de Velázquez, Zurbarán, Pereda, Maino, Carducho, Cajés y Castelo exaltan las glorias de la monarquía española a través de sus éxitos militares. De Velázquez son los retratos ecuestres. De 1636 a 1643 la pincelada gana fluidez. De 1643 a 1649 la paleta gana en profundidad y efectos pictóricos. Velázquez pintó a los bufones de la corte con verdadera piedad pues disimula el enanismo de los personajes pintándolos sentados.  Velázquez realiza su segundo viaje a Italia (1649-1651) con el encargo de comprar cuadros para las galerías reales españolas. Realiza un recorrido por los principales centros artísticos italianos. En Venecia adquiere obras de Veronés y Tintoretto para el rey. Además realiza algunas obras maestras en la que se vislumbra la plenitud creativa de las de la época posterior; va a suponer para el pintor la última etapa de su período formativo.  La tercera etapa madrileña (1651-1660) cierra la biografía de Velázquez. Desde 1651 se encuentra en Madrid. Velázquez ha cambiado su estilo en Italia y desde su regreso al final de su vida, lo que hace es intensificar sus logros y desarrollar las maneras que ha iniciado. La paleta se hace líquida, esfumándose la forma y logrando calidades insuperables; la pasta se acumula a veces en pinceladas rápidas y gruesas, de mucho efecto. Prosigue su tarea de retratista, pero acomete cuadros religiosos, fechándose en este último período dos de sus obras maestras: Las Meninas y Las Hilanderas. Percibe en palacio diversas nóminas, una de ellas como aposentador mayor, cargo que le obliga a viajar para preparar el alojamiento de los monarcas. En 1660 se celebra en la frontera franco-española, en la isla de los Faisanes, una importantísima conferencia, siendo en ella concertado el matrimonio de Luis XIV con la infanta española María Teresa. A poco de regresar a Madrid de este acontecimiento, Velázquez fallecía.
  • 7. LOS TRES MUSICOS, 1616-1621 Óleo sobre lienzo, 87X110 cms. Las escenas de carácter costumbrista no son muy habituales en el Barroco español. Sevilla era el puerto más importante de la España del siglo XVII entraba un buen número de obras de arte encargadas por la numerosa colonia flamenca e italiana. Gracias a este comercio, los pintores sevillanos recibieron un buen número de influencias extranjeras que provocaron el cambio en su concepción pictórica, abandonando el Manierismo e interesándose por las nuevas tendencias. De alguna manera se puede decir que Velázquez une en esta imagen el costumbrismo flamenco con el Naturalismo italiano. Contemplamos a tres personajes populares, totalmente realistas y alejados de la idealización, apiñados alrededor de una mesa sobre la que hay pan, vino y queso. Dos de los tres músico tocan instrumentos y cantan, mientras el tercero, el más joven, sonríe al espectador y sostiene un vaso de vino en su mano izquierda. Las expresiones de los rostros están tan bien captadas que anticipa su faceta retratística con la que triunfara en Madrid. Un fuerte haz de luz procedente de la izquierda ilumina la escena, creando unos efectos de luz y sombra muy comunes a otras imágenes de esta etapa sevillana. en las que se aprecia un marcado influjo de Caravaggio. El realismo de los personajes es otra nota característica así como el uso de ocres, sienas, pardos, negros y blancos. El bodegón de primer término vuelve a llamarnos la atención en un primer golpe de vista, casi más que las propias figuras. De los instrumentos salen espaciados sones, que se acompañan por la voz. Instrumentación y canto, música en rigor callejera, arrancada de la vida sevillana.
  • 9. EL ALMUERZO, h.1617- 1618 Oleo sobre lienzo, 96 × 112 cms, El primer plano del lienzo está ocupado, con gran naturalidad, por una mesa cubierta por un mantel de lino blanco arrugado y almidonado , sobre el que apreciamos algunas viandas, pan, varias granadas, un vaso de vino y un plato con algo parecido a mejillones. Tres hombres se reúnen alrededor de ella, un anciano a la izquierda y un joven a la derecha, mientras que en el fondo un muchacho vierte vino de un frasco de cristal, en actitud alegre y despreocupada. En último término aparecen un gran cuello blanco de tela fina, una bolsa de cuero y, a la derecha, una espada, que la sombra sobre la pared y los reflejos metálicos hacen más visible. Los modelos utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismo que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás. Las figuras se recortan sobre un fondo neutro en el que destaca la golilla de uno de los personajes y un sombrero colgados en la pared. Las expresiones de los dos modelos de la derecha son de alegría mientras el anciano parece más atento a la comida que al espectador. Algunos especialistas consideran que estamos ante una referencia a las edades del hombre, al mostrarnos al adolescente, el adulto y el anciano. Las características de esta composición son las habituales en la etapa sevillana: colores oscuros; realismo en las figuras y los elementos que aparecen en el lienzo; iluminación procedente de la izquierda; y expresividad en los personajes, características tomadas del naturalismo tenebrista que Velázquez conocía gracias a las estampas y cuadros procedentes de Italia que llegaban a Sevilla. Este tipo de obras debieron ser muy demandadas. La escena pretende tal vez comunicar un significado moralizante. La idea de un anciano en compañía de dos jóvenes tiene una larga tradición que se remonta a la pintura europea del Renacimiento. Ha habido ya notables ejemplos en Roma, en una célebre obra de Rafael, y en la pintura veneciana del siglo XVI, en obras de Giorgione y Tiziano, todas ellas referidas a tema de las "tres edades del hombre". Velázquez interpreta acaso un argumento de ascendencia clásica en sentido naturalista, sobre todo teniendo en cuenta al círculo de amistades literarias y humanistas en cuyo ámbito se movía, y seguramente a su maestro Pacheco.
  • 10. VIEJA FRIENDO HUEVOS, 1618 Óleo sobre lienzo, 99X169 cms. Técnica tenebrista, dirigiendo un foco de luz fuerte que individualiza y destaca las personas y los objetos con un valor inédito, por humildes o poco importantes que sean. Las figuras se recortan sobre un fondo negro, de acuerdo con los canónes tenebristas. Pero permite que apreciemos mejor los detalles: esos huevos que flotan brillantes y cuajados sobre el aceite hirviendo; junto a la vieja el niño, con rostro preocupado, pensante. El retrato se une al bodegón: Naturalismo La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de mimbre y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. n de gran equilibrio, empleando una gama de tonos cálidos: los marrones de la sombra, el amarillo del melón, el rojo anaranjado de la cazuela, el ocre de la mesa, todos en una armonía graduada por la luz.
  • 11. INMACULADA CONCEPCIÓN, H. 1618 Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 101,6 cm Parece una escultura de devoción, y el modelo ofrece el aspecto de una moza sevillana. Aunque Francisco Pacheco en El arte de la pintura aconsejaba pintar a la Inmaculada Concepción con túnica blanca y manto azul, Velázquez empleó la túnica rojo-púrpura del mismo modo que acostumbraba a hacerlo el propio Pacheco en sus diversas aproximaciones al tema (Catedral de Sevilla; Inmaculada concepción con la Trinidad, Sevilla, iglesia de San Lorenzo, etc.). Este era también el modo más extendido en Sevilla en las primeras décadas del siglo XVII. Velázquez sigue los esquemas compositivos empleados por Pacheco igualmente en la silueta en contrapposto de la Virgen, la luna traslúcida a los pies y la integración de los símbolos de las Letanías lauretanas en el paisaje (nave, torre, fuente, cedro), Otras sugerencias expuestas por Pacheco en las Adiciones a su tratado, pero recogiendo indudablemente su práctica artística y los conocimientos adquiridos a lo largo de un largo periodo, han sido respetadas Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella. La apariencia de retrato, bien distinto de los idealizados rostros de Pacheco, ha llevado a diversas especulaciones acerca de la identidad de la retratada, buscándose a menudo al modelo dentro del entorno familiar, aunque la figura de María deriva del modelo de la Inmaculada de El Pedroso, obra de Juan Martínez Montañés. La cuestión inmaculista era en Sevilla objeto de vivo debate, con amplia participación popular volcada en general en defensa de la definición dogmática. La controversia estalló en 1613 cuando el dominico fray Domingo de Molina, prior del convento de Regina Angelorum negó la concepción inmaculada desde el púlpito, afirmando que María «fue concebida como vos y como yo y como Martín Lutero». Entre los fervorosos defensores de la Inmaculada estuvo Francisco Pacheco, bien relacionado con los jesuitas Luis del Alcázar y Juan de Pineda, implicados en su defensa.
  • 12. SAN JUAN EN PATMOS, H.1618 Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 102,2 cm Velázquez representa a Juan el Evangelista en la isla de Patmos. Aparece sentado, con el libro en el que escribe el contenido de la revelación sobre las rodillas. Al pie otros dos libros cerrados aluden probablemente al evangelio y a las tres epístolas que escribió. Arriba y a la izquierda aparece el contenido de la visión que tiene suspendido al santo, tomado del Apocalipsis (12, 1-4) e interpretado como figura de la Inmaculada Concepción, cuya controvertida definición dogmática tenía en Sevilla ardientes defensores. En la cabeza del santo se observa un estudio del natural, tratándose probablemente del mismo modelo que utilizó en el estudio de una cabeza de perfil del Museo del Hermitage. La luz es también la propia de las corrientes naturalistas. Procedente de un punto focal situado fuera del cuadro se refleja intensamente en las ropas blancas y destaca con fuertes sombras las facciones duras del joven apóstol. El efecto volumétrico creado de ese modo, y el interés manifestado por las texturas de los materiales, como ha señalado Fernando Marías, alejan a Velázquez de su maestro ya en estas obras primerizas. En semipenumbra queda el águila, cuya presencia apenas se llega a advertir gracias a la mayor iluminación de una pezuña y a algunas pinceladas blancas que reflejan la luz en la cabeza y el pico, mimetizado el plumaje con el fondo terroso del paisaje. A la derecha del tronco del árbol, el celaje se enturbia con pinceladas casuales, como acostumbró a hacer Velázquez, destinadas a limpiar el pincel. El controlado estudio de la luz en la figura de San Juan, y el rudo aspecto de su figura, hace por otra parte que resalte más el carácter sobrenatural de la visión, envuelta en un aura de luz difusa. Lo reducido de la visión, a diferencia de lo que se encuentra en los grabados que le sirvieron de modelo, se explica por su colocación al lado del cuadro de la Inmaculada Concepción, en el que la visión de la mujer apocalíptica cobra forma como la Virgen madre de Dios concebida sin pecado, subrayando así el origen literario de esta iconografía mariana, como la materialización de una visión conocida a través de las palabras escritas por san Juan. Velázquez usa el formato tradicional para el tema, pero, en lugar de mostrarnos a San Juan como un hombre anciano, tal como era cuando escribió el Apocalipsis, pinta al santo como un hombre joven. El rostro está particularizado; no muestra idealización, y con el bigote resulta típicamente español. En 1800 Ceán Bermúdez mencionó este cuadro junto con la Inmaculada Concepción, de idénticas dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla, para el que probablemente se pintó. Ambos fueron vendidos en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran Bretaña, Bartholomew Frere. En 1956 fue adquirido por el museo donde ya se encontraba depositado en calidad de préstamo desde 1946. La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
  • 13. CRISTO EN CASA DE MARTA Y Óleo sobre lienzo, 60x103,5 cms. Velázquez nos muestra en este cuadro una escena cotidiana en primer plano, a la vez que en un segundo plano un pasaje religioso visto a través de una ventana o reflejado en un espejo. Dicha escena religiosa explica la primera. El personaje de la mujer de mayor edad parece ser la misma modelo que utilizó en La vieja friendo huevos. La escena del fondo representa a Jesús cuando fie recibido en casa de Marta y mientras ésta se dedicaba a las tareas de la casa, su hermana María centraba su atención en Jesús. Se nota ya un juego en diversos niveles de la realidad, "cuadros dentro del cuadro" que se comentan recíprocamente preguntándose sus significados relativos, con independencia de la interpretación. Se trata de un concepto artístico que Velázquez extenderá con mayor rebuscamiento en la la obra maestra tardía Las Meninas. Como precedente del recurso velazqueño a la duplicidad espacial y la composición invertida — que empleará también en La cena de Emaús y muchos años después en La fábula de Aracne—, relegando la escena principal al segundo plano
  • 14. ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS, 1619 Oleo sobre lienzo (203x125 cms) Técnica tenebrista. Tonos ocres quizás de la tierra de Sevilla. El cuadro representa la Adoración de los Reyes Magos según la tradición cristiana que concreta su número en tres y, a partir del siglo XV, imagina a Baltasar de raza negra, ofreciendo tres regalos al Niño Jesús: oro como rey, incienso como Dios y mirra como hombre, tras haber tenido noticia de su nacimiento gracias a la estrella de oriente. Con los tres magos, la Virgen y el Niño, Velázquez pinta a San José y a un paje, con los que llena prácticamente toda la superficie del lienzo y deja solo una pequeña abertura a un paisaje crepuscular en el ángulo superior izquierdo. La zarza al pie de María alude al contenido de su meditación, expresada en el rostro reconcentrado y sereno. El resultado de las mezcla de color produce gran variedad de matices. Se hace a base de cinco pigmentos básicos y se lleva a la pintura hasta extremos de virtuosismo. Velázquez restriega con el pincel casi seco para obtener otros efectos. Velázquez va superponiendo mientras pinta: las manos se pintan sobre los trajes, los cuellos de encaje; unas figuras se superponen a otras, unos objetos tapan a otros pintados antes. Pintado en plena juventud del autor, traduciendo muy bien las inquietudes luminosas y el realismo prieto y casi escultórico en el modelado de sus años primeros. La gama de color, de tonos pardos, con sombras espesas y golpes luminosos de gran intensidad; el crepuscular paisaje, de tonos graves con cierto recuerdo bassanesco, y el aspecto tan individual y concreto de los rostros, retratos sin duda, definen maravillosamente su primer estilo. En el delicado, pero real e inmediato rostro de la Virgen, y en el delicioso niño Jesús, tan verdaderamente infantil, habrá que ver, como repetidamente se ha dicho, un tributo amoroso a su mujer y a su hijo, nacido ese mismo año. Composición sencilla y original. Recurre a un efecto luminoso frecuente para conseguir la ilusión de profundidad: un primer plano en semioscuridad, un segundo plano muy luminoso y un tercer plano en semioscuridad. Esta estratificación de planos luminosos la perfeccionará con las perspectiva aérea. Con arreglo a los estudios técnicos que indican que el cuadro conserva sus medidas originales, si acaso ligeramente recortadas por abajo, la sensación un poco agobiante que produce la recargada composición debió de ser deliberademente buscada por el pintor, quien habría querido crear con la proximidad de los cuerpos una impresión de intimidad acentuada por la iluminación nocturna que baña la escena, que parece invitar al recogimiento. En su ejecución es fácil advertir torpezas, propias del pintor principiante que era Velázquez en ese momento: la floja cabeza de San José, el cuerpo sin piernas del niño, embutido en pañales conforme a las indicaciones iconográficas de Pacheco, según indica Jonathan Brown, o las manos de la Virgen sobre las que ensayó su ingenio Carl Justi aseverando que «son lo bastante fuertes para manejar un arado y, en caso necesario, para coger al toro por los cuernos». Pero nada de ello empequeñece el sentido profundamente devoto de la composición en su aparente cotidianidad, conforme a los consejos ignacianos, y en la forma como la luz, despejando las sombras, se dirige al Niño, que ha de ser el centro de toda meditación, dándole volumen y forma.
  • 15. FRANCISCO PACHECO, 1619 Óleo sobre lienzo; 40x36 cms. El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco, fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. Pacheco, suegro de Velázquez, nacido en 1564, era un hombre culto y aunque su pintura no llegó a ser relevante, sí supo orientar bien a sus alumnos. También fue tratadista y escribió El arte de la pintura, obra importante dentro de la teoría artística de España, publicada póstumamente en 1649. El cuadro responde a convenciones propias del retrato, representando un busto de caballero mirando de frente sobre un fondo neutro, vestido de negro y con cuello grande de encaje. Algunos toques de luz, con los que repasa el retrato una vez acabado, por ejemplo en la punta de la nariz, es un rasgo característico del modo de hacer de Velázquez, que repetirá en obras posteriores. La preparación del lienzo no se corresponde con la técnica empleada por Velázquez en sus obras sevillanas y tampoco es exactamente la empleada en las obras realizadas ya en Madrid, por lo que la fecha más probable de ejecución puede ser 1622, entre el primero y el segundo de los viajes a la corte, relacionándose estilísticamentre con el Retrato de Luis de Góngora también de ese momento. Allende-Salazar propuso en 1625 identificar al personaje representado como Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, siendo seguido en esa interpretación por otros especialistas, si bien Jonathan Brown, entre otros, la descarta alegando la falta de pruebas. Javier Portús recuperó en 1999 aquella identificación, admitida en el Museo del Prado, al apreciar semejanzas con el autorretrato de Pacheco en el reaparecido Juicio Final del Museo de Castres, del que el maestro de Velázquez hizo una extensa descripción en el Arte de la Pintura, pero también cabe advertir que en aquel escrito Pacheco no hizo alusión en ningún momento a retratos suyos pintados por su yerno, en tanto hablaba con cierto detalle del retrato de Góngora y del autorretrato de Velázquez que él tenía. Velázquez lo presenta con una expresión vivaz, casi dispuesto a un diálogo. En la gorguera plegada, prohibida después por el programa de austeridad de Felipe IV, el artista manifiesta una extraordinaria capacidad de observación, y el desorden de los pliegues parece transparentarse la vitalidad del que la lleva.
  • 16. SANTO TOMAS, H.1619- 1620 Óleo sobre lienzo, 95 cm × 73 cm El santo aparece de riguroso perfil, lo que dificulta la posibilidad apuntada de que hubiese formado serie con el San Pablo de Barcelona en posición casi frontal, envuelto en un pesado manto castaño anaranjado surcado por profundos pliegues. Julián Gállego destacó la calidad de las manos, estudiadas del natural, con las que sujeta en la derecha un libro abierto encuadernado en pergamino y en la izquierda una pica o lanza que lleva al hombro. El modelo es el mismo del San Juan en Patmos y quizá el del estudio de Cabeza de perfil del Museo del Hermitage: joven, con barba incipiente y pómulos marcados, si acaso más consumido aquí para subrayar el carácter ascético. La iluminación intensa, dirigida desde la izquierda, ha llevado a que se recuerde con frecuencia a propósito de este cuadro el naturalismo caravaggista y su sistema de iluminación tenebrista. Su identificación como el apóstol santo Tomás, habitualmente representado con una escuadra, es posible además de por la inscripción que lleva en la parte superior («S. TOMAS.»), por la pica, atributo no infrecuente y del que se vale también El Greco en alguno de sus apostolados, ya sea la lanza de Longinos, evocando de este modo sus dudas sobre la Resurrección de Jesús resueltas al meter su mano en el costado de Cristo,3 o el atributo de su martirio, pues según san Isidoro murió alanceado. En el Museo de Orleans al menos desde 1843, donde se atribuía a Murillo, en 1925 Manuel Gómez-Moreno lo publicó como obra de Velázquez y en relación con el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, con una inscripción semejante en la parte superior, como restos de un posible apostolado al que también podría haber pertenecido la Cabeza de apóstol del Museo del Prado. Aunque no haya sido posible establecer una relación directa con este cuadro, del que se ignora la procedencia hasta su incorporación al museo, se han recordado a este respecto una serie de apóstoles mencionados por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizados en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se atribuían al pintor
  • 17. SAN PABLO, H.1619-1620 Óleo sobre lienzo, 99 cm × 78 cm El santo aparece representado casi de frente al espectador, sentado y de tres cuartos, envuelto en un amplio manto de tonos verdosos que cubre una túnica roja y en el que destacan los profundos pliegues con los que se capta la pesada textura de la tela. El tratamiento de la materia, el tono terroso y la iluminación dirigida junto con la fuerte caracterización del rostro dan prueba del grado de naturalismo alcanzado por el pintor en esta época temprana, lo que ha llevado a ponerlo en relación con otras series de apóstoles y de filósofos de José de Ribera. Sin embargo su ejecución es muy desigual e insegura en la representación corporal, de forma que la cabeza del natural y el pesado paño se asientan sobre unas piernas sin volumen. Para el rostro, estudiado del natural, se han señalado semejanzas con personajes representados en otros cuadros del pintor, como El almuerzo o la citada Cabeza de apóstol, pero también fuentes grabadas, como una estampa de Werner van den Valckert que representa a Platón y un grabado de San Pablo de Gerrit Gauw sobre una composición de Jacob Matham para la disposición general. La identificación del personaje solo es posible por la inscripción «S.PAVLVS» que aparece en la parte superior, con una grafía semejante a la inscripción del Santo Tomás, lo que hace creíble que ambos cuadros formasen alguna vez serie, aunque pudieran ser inscripciones añadidas en fecha posterior. Velázquez se ha apartado de la tradicional iconografía de san Pablo, una de las más codificadas del arte cristiano, prescindiendo de la espada que lo distingue, sustituida por el libro semioculto bajo la capa, en alusión a sus Epístolas, pero que en tanto que atributo es común a otros apóstoles. También se apartó de la iconografía tradicional en lo que se refiere a la fisonomía del santo, que lo imaginaba calvo y con barba negra y puntiaguda, para acercarse a las indicaciones de su maestro Francisco Pacheco, tal como las recogía en El arte de la pintura.
  • 18. EL AGUADOR DE SEVILLA, 1619-1620 Óleo sobre lienzo, 106x82 cms. Vemos en esta obra a un hombre de edad, vestido de manera pobre y sencilla, que tiende a un niño una copa, cuya transparencia revela la presencia de un higo para perfumar el agua con "virtudes salutíferas". El muchacho, con la cabeza ligeramente inclinada, se apresta repetuosamente para recibir la copa. Entre las cabezas de ambos se entrevé, en penumbra, la de un joven más alto que bebe con avidez de una jarrilla de cerámica. Vender agua por las calles de Sevilla era un acontecimiento habitual, Velázquez lo ha inmortalizado en el Aguador. El protagonista aparece erguido, con altivez de quien realiza algo importante. Su raido vestido no puede ocultar la verdad de su bajo oficio. Pero con todo ofrece lo mejor: el agua fresca en recipiente de barro; pero luego el detalle exquisito, de servirla en una fina copa de vidrio, en cuyo interior hay un higo, que con su sabor hacía mas refrescante el efecto. El mundo del tacto, el de los sabores aparece aquí representado, y al lado de él, la gran lección de que no hay menester pequeño. Trata los objetos con la misma precisión que dedica a los personajes. Estas partes constituyen por si mismas un verdadero bodegón. Se utilizan tonos cálidos: marrones. Ocres, rojos… Algunos autores ven representado una alegoría a las tres edades del hombre maduro que accede al conocimiento. Bajo la manga descosida de la túnica oscura del viejo se asoma el brazo, que apoya en el cántaro y sale del espacio del cuadro para invadir el del observador. Con esta nota innovadora, Velázquez parece anticipar las naturalezas muertas de Cézanne y de Juan Gris. Una imaginaria luz en espiral parece salir del ánfora del primer plano, pasar después por la alcarraza más pequeña, colocada sobre un banco o una mesa, y concluir en las tres cabezas por orden de edad, acabando en el viejo aguador. A los ojos de los contemporáneos, la escena solemne del cuadro tiene también, sin embargo, una característica burlesca: en una de las novelas picarescas tan difundidas entonces, expresión de la sociedad española al igual que las obras de Miguel de Cervantes, aparece precisamente un aguador de Sevilla que recuerda el cuadro de Velázquez. Reina en la composición una cierta inmovilidad, análoga a la de la Vieja friendo huevos, mientras que es evidente el extremo dominio de la materia y el dibujo. Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, el cuadro tendría como tema, sencillamente, el retrato de «un aguador», oficio común en Sevilla. Estebanillo González en su Vida y hechos, que pretende ser novela autobiográfica, cuenta que llegando a Sevilla, por no ser perseguido como vagabundo, adoptó este oficio dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato».
  • 19. LA VENERABLE MADRE JERÓNIMA DE LA FUENTE,1620 Existen dos versiones con ligeras variantes, ambas procedentes del convento de Santa Isabel la Real de Toledo de donde salieron en 1931, una conservada en el Museo del Prado de Madrid (España) desde 1944 y la restante en colección particular madrileña. El cuadro representa a Jerónima de la Asunción, fundadora y primera abadesa del convento de Santa Clara de la Concepción de Manila en las Islas Filipinas, como indica la inscripción de la parte inferior. La monja aparece en pie, llenando con su sola presencia un espacio desnudo, sin más notas de color que la carnación de los labios y el rojo del filo de las hojas del breviario cerrado que recoge bajo el brazo izquierdo; viste el hábito marrón propio de las clarisas apenas diferenciado del fondo, sequedad que obliga a dirigir la vista al rostro duro de la monja, con su fija mirada escrutadora, en la que se evidencia la fortaleza de carácter de quien a edad avanzada iba a emprender con ánimo misionero un viaje a tierras remotas de las que nunca regresaría. La luz dirigida, con técnica que es todavía la propia del tenebrismo, resalta la dureza y las arrugas de manos y rostro
  • 20. DON CRISTOBAL SUAREZ DE RIBERA, 1620 Óleo sobre lienzo, 207 cm × 148 cm Suárez de Ribera fue padrino de bautizo de Juana Pacheco, casada con Velázquez en abril de 1618, y falleció el mismo año, el 13 de octubre, con sesenta y ocho años de edad. Se trata, pues, de un retrato póstumo, en el que el rostro del retratado no refleja la edad que podía tener en el momento de conocerlo Velázquez. El sacerdote retratado, devoto de san Hermenegildo, aparece de rodillas en un salón desnudo. Al fondo un amplio vano deja ver las copas de unos árboles frondosos y unas nubes interpuestas al sol. En alto las armas de la hermandad: una cruz con guirnalda de rosas entre un hacha (instrumento del martirio del santo) y una palma enlazadas por una corona sobre fondo rojo. El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se desarrolla la escena sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del efigiado e idealmente integrado en un conjunto decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar mayor. El retratado fundó en Sevilla la capilla o ermita de San Hermenegildo, construida entre 1607 y 1616, donde siempre estuvo el lienzo, asignado a Francisco de Herrera el Viejo en un inventario de 1795, hasta su depósito en el Museo de Bellas Artes tras ser restaurado en 1910. Al ser limpiado el cuadro -cuando se atribuía a la escuela sevillana- apareció en el muro bajo la ventana la fecha, 1620, y un monograma, diversamente leído «DOVZ» o «DLZ» (D,V y Z entrelazadas, la O como círculo reducido sobre el trazo vertical de la d, podría ser también el punto de una i), interpretado como el monograma de Velázquez, aunque de él se han ofrecido otras lecturas, siendo a partir de entonces admitido de forma unánime por la crítica como obra de Velázquez, no obstante advertirse el mal estado de conservación, con pérdidas de pintura y abrasiones. Sólo el hecho de tratarse de un retrato póstumo justificaría la falta de verdad que hay en el blando rostro reducido, por otra parte, a una pequeña mancha en un lienzo demasiado grande y vacío, muy lejos del coetáneo retrato de La venerable madre Jerónima de la Fuente. La sobriedad del personaje se debe probablemente al hecho de ser un retrato póstumo. �ste ha sido representado de rodillas señalando hacia el retablo mayor que poseía una obra del santo titular de la iglesia que había sido realizado por Juan Martínez Montañés. Tras el caballero, recurriendo de nuevo al uso de una ventana en el fondo, se observa el jardín de cipreses que permanecieron en el lugar hasta casi nuestros días. Durante sus años en Sevilla, Velázquez trabajó el claroscuro en las escenas de género o bodegones con figuras, temas que ya tenían precedentes en la pintura flamenca e italiana. Con su excepcional dominio del dibujo y una gama cromática oscura, alcanzó extraordinarias impresiones de verismo. También ensayó otros dos géneros en los que impera el tono de verosimilitud: el religioso y el retrato.
  • 21. LA IMPOSICIÓN DE LA CASULLA A SAN ILDEFONSO, 1621 Óleo sobre lienzo, 166 x 120 cm San Ildefonso, discípulo de San Isidoro de Sevilla, fue un destacado clérigo en la época de Recaredo y Recesvinto. Sucedió a san Eugenio II como obispo de Toledo. Prelado ilustrísimo realizó muchos escritos en defensa de la virginidad perpetua de María. La tradición dice que, en agradecimiento, la Virgen descendió del cielo para imponerle una preciosísima casulla. La influencia del Greco es patente en este lienzo, tanto en la espiritualidad que desprende la figura del santo como en la composición extrañamente triangular, de la obra, con la casulla, sujeta por la Virgen sobre la cabeza del santo y que cae por ambos lados, con un ímpetu luminoso que arranca hilos del luz al púrpura un poco frío de la tela y se conjunta con los pliegues violáceos del manto de María. Esto es uno de los elementos que permite fechar la obra, ya que cuando fue a la Corte en 1622 pudo conocer la obra del Greco en Toledo, sin embargo, Velázquez reelabora siempre con asombrosa seguridad para llegar a un inimitable estilo propio, caracterizado por un dominio absoluto en la manera de sondear la profundidad del tema, de una creciente delicadeza pictórica y un estudiado arte compositivo que indican al genio en la apariencia del aprendiz. Se piensa que el cuadro es de 1623, en el intervalo sevillano entre el primer y el segundo viaje a Madrid. Es probable que Velázquez se parara en Illescas, entre Sevilla y Madrid, y viera las obras de El Greco. No obstante, podría haber admirado otras obras del cretense en Madrid o en El Escorial, acaso en la propia Toledo. No se sabe para qué cliente realizó el joven Velázquez este gran lienzo, de culto típicamente español, especialmente de Toledo. La figura de la Virgen y de las ocho mujeres del fondo son típicamente velazqueñas, con rasgos andaluces, y ajenas a la escena central. A finales del siglo XVIII el conde de Águila ya señaló que la obra se encontraba muy deteriorada.
  • 22. DOS JOVENES A LA MESA, H.1622 Óleo sobre lienzo, 64,5 cm × 105 cm, Se trata probablemente de uno de los «bodegones» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas pintadas por Velázquez Dado que, de los cuadros pintados en Sevilla, Palomino sólo pudo conocer los llevados por Velázquez a Madrid, otra versión de este mismo cuadro o una copia pudiera ser la descrita en el inventario de los bienes del duque de Alcalá, realizado en 1637, donde se menciona más sucintamente un lienzo atribuido a Velázquez «de dos hombres de medio cuerpo con un Jarrito vidriado». El cuadro fue adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro años después fue visto todavía en el mismo lugar por Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los posteriores inventarios de 1794 y 1814. Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez, entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación con El aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa. Del mismo modo Jonathan Brown consideró esta obra como un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros medio ocultos reducidos a la escala de los objetos que los rodean Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una obra pintada «para hacer manos» poco antes de su partida hacia Madrid y más independiente de modelos grabados que en los bodegones anteriores .
  • 23. CABEZA DE APOSTOL, H.1622 Óleo sobre lienzo, 38 cm × 29 cm (recortado en sus cuatro lados). El pintor se valió de una preparación de color pardo oscuro, típica de la producción sevillana del joven Velázquez, y el modelado seco del rostro, con algunos toques de luz sobre la piel, en contraste con el tratamiento fluido de la barba blanca, es semejante al empleado en algunas otras pinturas de la misma época. Esa semejanza es particularmente estrecha con el San Pablo de Barcelona, cuyo modelo parece repetir aunque en posición invertida. Tras ser adquirido por el Museo del Prado figuró en la exposición Fábulas de Velázquez (2007, nº 5), reafirmándose la autoría velazqueña por la calidad de la pintura, «de ejecución muy segura, en la que con una gran economía de tonos cromáticos su autor ha conseguido transmitir muy eficazmente una sensación de vida y energía».6 Para el modelo de la cabeza se apuntan ciertas semejanzas con un grabado de Werner van den Valckert –según Benito Navarrete- en el que se representa a Platón. Antonio Ponz (Viaje de España, 1772) mencionó en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla «varias pinturas que representan apóstoles que, si son de Velázquez, como allí quieren, puede ser que las hiciera en sus principios». Aunque Ponz no llegase a afirmar la autoría velazqueña se han hecho intentos de relacionar aquellas pinturas con los tres apóstoles conservados y con un San Simón desaparecido desde 1951, asignado por López-Rey a la escuela de Velázquez. En contra de ese posible origen debe tenerse en cuenta, además, el silencio de Francisco Pacheco, que nada dice de esas pinturas en su visita a la Cartuja de las Cuevas en 1632.2 También se citaban como de Velázquez dos cuadros «que representa cada uno un apóstol» en un inventario hecho en 1786 de las pinturas del convento de San Hermenegildo de Madrid con destino a su venta, cuya relación con cualquiera de las obras conservadas tampoco ha sido posible establecer. Apesar de esa ausencia de noticias anteriores a su presentación en 1914, «la consideración como obra de Velázquez de este lienzo ha sido mayoritariamente aceptada», según Alfonso E. Pérez Sánchez, para quien no cabían dudas en su atribución aunque algunos críticos «la considerasen con un punto de interrogación». Entre estos se encuentra José López-Rey, quien tras haberla aceptado la recogió con reservas, a causa de su mal estado de conservación, al tiempo que observaba cierta semejanza entre esta cabeza (para él, con interrogante, San Pablo) y una de las cabezas pintadas por Vicente Carducho, con algo más de dibujo, en San Bruno rehusando la mitra que le ofrece el papa Urbano II (Museo del Prado) La limpieza que se hizo al salir a la venta en 2003 permitió comprobar, no obstante, que su estado de conservación, salvado el problema del recorte sufrido en fecha indeterminada, es bueno, con sólo alguna leve pérdida en las veladuras. El pintor se valió de una preparación de color pardo oscuro, típica de la producción sevillana del joven Velázquez, y el modelado seco del rostro, con algunos toques de luz sobre la piel, en contraste con el tratamiento fluido de la barba blanca, es semejante al empleado en algunas otras pinturas de la misma época.
  • 24. EL POETA LUIS DE GONGORA Y ARGOTE, 1622 Óleo sobre lienzo, 51x41 cms. Museo de Bellas Artes, Boston, Este cuadro lo pintó Velázquez a sus 23 años en el viaje que realizó a Madrid con el propósito de abrirse camino en la Corte, y en el que conocería al famoso escritor andaluz y cordobés. El retrato representa a Luis de Góngora, poeta culterano y rival de Quevedo, en posición de tres cuartos y recortado sobre un fondo neutro. La iluminación rasante hace resaltar intensamente el rostro traído a primer plano y observado con una profunda penetración psicológica. Velázquez lo pintó por encargo de su maestro y suegro Francisco Pacheco, quien preparaba un Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, que quedó sin completar y del que se conservan sesenta dibujos realizados por el maestro sevillano, aunque el dibujo de Góngora no se encuentra entre ellos. El propio Pacheco alude a él en El arte de la pintura, anotando que se pintó por encargo suyo y fue muy celebrado. Antonio Palomino también afirmaba que el retrato había sido «muy celebrado de todos los cortesanos», aunque advertía que estaba pintado «de aquella manera suya, que degenera de la última». Juan de Courbes lo tomó como modelo para la estampa que figura en el frontispicio de la obra de José Pellicer, Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, Madrid, 1630. Un retrato de Góngora figuraba entre las posesiones de Velázquez a su muerte (nº 179 de su inventario) y el mismo o una copia se encontraba en 1677 en la colección de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, adquirido con otras obras de Velázquez de la misma colección por Nicolás Nepata en 1692. Esta obra se muestra algo más que un mero retrato, Velázquez nos pone al descubierto la auténtica personalidad del poeta. Además del óleo de Boston se conservan otras dos versiones. Las tres versiones fueron admitidas como autógrafas por José Gudiol (números 32 a 34 de su catálogo), aunque la mayor parte de la crítica estima únicamente como tal la versión de Boston. José Camón Aznar, director del Museo Lázaro Galdiano, al explicar su preferencia por la versión conservada en este último, criticaba en el lienzo de Boston el tratamiento de la cabeza «con planos autónomos, como facetada» y que parece el resultado de la insistencia en los toques de pincel de igual tonalidad; pero es precisamente a esto a lo que parece aludir Palomino al hablar de aquella manera suya, alejada del tratamiento a base de pinceladas sueltas del Velázquez adulto que se puede observar en la versión conservada en el Lázaro Galdiano. La corona de laurel, visible en la versión de Boston a los rayos X, es otra prueba a favor de la primacía de ésta, vinculándose con otros retratos del mencionado libro de Pacheco. El estudio técnico de la versión del Museo del Prado destaca en él técnicas propias del taller de Velázquez en una fecha avanzada, hacia 1628, pero sin que en las pinceladas se advierta la abreviación que ya entonces era característica del pintor.
  • 25. AUTORETRATO, 1623 Oleo sobre lienzo, 56x39 cms. Se trata de un busto de joven en posición de tres cuartos con traje negro y golilla blanca sobre la que destaca el rostro de cutis moreno. El cabello es negro y espeso, las cejas y el bigote negros. Los ojos oscuros miran de frente y serenamente, la nariz es aguileña, el mentón pronunciado y los labios carnosos y bien dibujados: todo en él indica honradez, calma y naturalidad, que subraya el fondo gris neutro, vestido de negro con cuello blanco liso. Es una pintura donde el dibujo está muy cuidado, mostrando el autor gran destreza en el modelado de la figura. El cuadro responde a convenciones propias del retrato. La pincelada es prieta, aunque la radiografía muestra mayor soltura de la que se aprecia en superficie, y la gama de color restringida al negro del vestido, el pardo oscuro del fondo y los rosas y tostados de las carnaciones, con el blanco grisáceo del cuello. Al igual que ocurre respecto al Retrato de caballero, se ha especulado mucho acerca de la identidad del personaje aquí representado, considerado autorretrato del pintor, según sugirió Jacinto Octavio Picón, por críticos como Allende Salazar, August L. Mayer y José Camón Aznar, quien sin embargo lo tenía por copia: han sido varios los autores que han querido buscarla entre el entorno familiar del pintor López-Rey y Jonathan Brown creen que pudiera ser retrato de un hermano del artista de nombre Juan, igualmente pintor y establecido en Madrid, por la edad que representa el modelo, el giro de su cabeza hacia el espectador, su mirada fija y por hallarse cierta semejanza entre el modelo de este retrato y el del San Juan en Patmos. Sin embargo, no existe ninguna prueba realmente fiable que avale cualquiera de estas hipótesis. Para Fernando Marías, es posible que este y otros retratos de personas de menor importancia realizados en estos mismos años sirviesen al pintor para ensayar nuevos recursos estilísticos antes de aplicarlos a los retratos oficiales del rey. La pragmática de enero de 1623 sobre reforma de los trajes, que sirve para fechar el supuesto retrato de Pacheco, también se puede utilizar como guía para éste, por cuanto el modelo viste el tipo de cuello que se haría habitual a partir de entonces. Su estilo, con una pincelada todavía prieta y detallista, un modelado algo duro, y una luz muy dirigida, también concuerda con el que practicaba Velázquez en torno a esa fecha, en el momento de transición entre sus últimos años sevillanos y su asentamiento definitivo en la Corte. También muy habitual de los retratos que hizo durante los años veinte fue la utilización de una gama de color muy restringida, apoyada en los negros que integraban mayoritariamente la indumentaria masculina. Sobre la autenticidad de este cuadro, si bien casi siempre se ha reconocido como obra velazqueña, ha habido opiniones discordantes. Beruete lo consideraba una copia. Este juicio influyó en el catálogo del Prado, que en la edición de 1903 lo describe como "atribuido" a Velázquez, mientras que en las ediciones anteriores lo declaraba auténtico. Pantorba sostiene que esta obra se realizó en Sevilla en 1622-1623; en el catálogo del Museo viene fechada 1623. Desde 1933, los catálogos consideraron la obra como auténtica de Velázquez
  • 26. FELIPE IV, 1623-1624 Óleo sobre lienzo 61,6 x 48,2 cm, Museo Meadows, Dallas (Texas). Brown cree que podría tratarse del primer retrato del rey, según Francisco Pacheco tomado del natural el 30 de agosto de 1623, hipótesis rechazada por López-Rey. Según cuenta Francisco Pacheco, a los pocos días de llegar Velázquez a Madrid, en agosto de 1623, hizo un retrato de su protector, Juan de Fonseca y Figueroa, sumiller de cortina de su majestad, que fue llevado a palacio por un hijo del conde de Peñaranda. Visto este retrato por el rey y la corte, de inmediato se le ordenó retratar al rey. Pacheco, maestro y suegro del pintor, anotó con precisión la fecha de ese primer retrato de Felipe IV: el 30 de agosto de 1623. Ese retrato pintado en un solo día debió de servir de modelo para otro ulterior, de mayor aparato y a caballo, así como para copias privadas como la encargada por doña Antonia Ipeñarrieta, que en diciembre de 1624 hizo un pago a Velázquez de 800 ducados por tres retratos, del rey, del Conde-Duque de Olivares y de su difunto esposo. Al decir Pacheco algo más adelante que «después desto, habiendo acabado el retrato de Su Majestad a caballo, imitado todo del natural, hasta el país, con su licencia y gusto [del rey] se puso en la calle Mayor, enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte e invidia de los de l'arte, de que soy testigo», Antonio Palomino entendió que aludía todavía al primer retrato, que imaginó a caballo y armado «todo hecho con el estudio, y cuidado, que requería tan gran asunto, en cuadro grande, de la proporción del natural, y por él imitado, hasta el país». En realidad Pacheco parece aludir a un simple busto ejecutado con presteza, pues no es probable que en esta primera ocasión el rey posara muchas horas; el propio Pacheco se maravillaba y tenía como muestra extrema del favor en que el rey tenía a su yerno el hecho de que posase ante él sentado durante tres horas continuas, «cuando le retrató a caballo» tras el viaje a Italia, después de 1630. Las afirmaciones de Pacheco han suscitado diversas interpretaciones e intentos de identificar ese primer retrato hecho del natural. El más firme candidato, no del bosquejo hecho en un día sino de su versión acabada en el taller, sería según August L. Mayer y Jonathan Brown este mal conservado Felipe IV en busto de Dallas, empleado en un amplio número de copias y versiones de cuerpo entero, incluida la primera versión del retrato de Felipe IV del Museo del Prado. López-Rey, quien señala al contrario diferencias en el arranque del cabello y la frente, la nariz y el cuello respecto del retrato subyacente mostrado por las radiografías bajo el Felipe IV del Prado, piensa que este busto, que fue propiedad en Roma de los cardenales Ferrari y Gaspari, es posterior al retrato del natural, pero anterior al pintado para doña Antonia Ipeñarrieta (actualmente en Nueva York, Metropolitan Museum of Art), siendo el tomado del natural el 30 de agosto de 1623 el del Museo del Prado, reelaborado por el mismo Velázquez años después, hacia 1628, con una técnica de pincelada suelta más elaborada.
  • 27. RETRATO DE DAMA, H. 1625 Óleo sobre lienzo 32 x 24 cm Antes en Palacio Real, Madrid, robado en 1989. Paradero actual desconocido. Es un fragmento de un retrato de mayores dimensiones probablemente dañado en el incendio del Alcázar.
  • 28. CABEZA DE VENADO, H. 1626-1628 Óleo sobre lienzo, 66 cm × 52 cm. Aunque no consta que se hiciera para la Torre de la Parada, su tema nos invita a relacionar esta obra con los cuadros destinados a ese pabellón de caza. A diferencia de lo que ocurrió con otros pintores, el estilo de Velázquez no puede describirse en términos de progresión lineal, pues muchos de los caracteres de su pintura aparecen a lo largo de gran parte de su carrera. Por ello, las obras que no se encuentran mínimamente documentadas ofrecen serios problemas de datación a los historiadores. Un ejemplo de ello es esta cabeza de venado, que ha sido fechada entre 1626 y 1636. Su calidad, su tema y su autoría han hecho pensar que fue obra destinada a alguno de los Sitios Reales, y los historiadores llaman la atención sobre la posibilidad de que sea la misma que aparece descrita en el inventario del Alcázar de Madrid de 1637, donde se escribe un rótulo que decía: Le mató el rey nuestro señor Felipe quarto el año de 1626. Esta misma obra apareció descrita en diferentes inventarios hasta 1747; y se ha supuesto que a causa del mal estado en que quedó tras el incendio del Alcázar de 1734 acabó saliendo de las Colecciones Reales. La referencia al año 26 ha servido a quienes identifican el cuadro con el inventario para fechar la obra, aunque no faltan quienes creen que pudo haber una errata, y tratarse realmente de 1636. Otros afirman que la obra citada en este año corresponde con la Cuerna de venado que guarda Patrimonio Nacional. Independientemente de su fecha y de su origen, se trata de una pintura de gran calidad, que por su frescura, inmediatez y naturalismo alguna vez ha sido calificada como retrato de un animal; y cuyo tema era muy habitual en la Corte española, por cuanto casi todos nuestros reyes desarrollaron una auténtica pasión por la caza. En este sentido, hay que llamar la atención sobre la abundancia de temas cinegéticos relacionados con el arte y aún la poesía cortesanos, de lo que son testigos las obras que decoraban la Torre de la Parada o libros enteros como el Anfiteatro de Felipe el Grande, que su autor -José de Pellicer- dedicó a alabar a un rey capaz de matar de un certero arcabuzazo un toro en la Plaza Mayor de Madrid
  • 29. CRISTO CONTEMPLADO POR EL ALMA CRISTIANA, 1626-1628 Óleo sobre lienzo, 165,1 cm × 206,4 cm En la figura de Cristo atado la columna, para la que se han sugerido modelos tomados de la estatuaria clásica —Galo moribundo– y una anatomía cercana a la del Cristo de la Minerva de Miguel Ángel, Velázquez siguió las indicaciones iconográficas de su suegro Francisco Pacheco para el tema del Cristo recogiendo sus vestiduras, iconografía muy repetida en la pintura española del siglo XVII, combinándolas en una creación original. En el Cristo y el alma cristiana, los azotes que Velázquez dispuso junto al cuerpo derrumbado de Jesús son, excepto el flagelo de zarzas, los mismos que menciona Pacheco: un manojo de varas -y desparramados por el suelo, minuciosamente descritos los fragmentos que de él se han ido quebrando con los golpes-, la correa y un látigo de colas que puede recordar el de la visión de Santa Brígida. La columna de Velázquez es de fuste alto y, como explica también Pacheco de la que él pintó, no se dibuja mostrando toda su altura. Y siguiendo a Pacheco, se explican también la mirada del Cristo de Velázquez, dirigida al que contempla el cuadro (que no ha de situarse de frente sino a un lado, «porque el encuentro della causa grandes efectos»); la contención en las señales dejadas por los azotes («cosa que escusan mucho los grandes pintores, por no encubrir la perfección que tanto les cuesta, a diferencia de los indoctos, que sin piedad arrojan azotes y sangre, con que se borra la pintura o cubren sus defectos»). Velázquez presenta a las tres figuras recortadas sobre un fondo neutro, fuertemente contrastado por una iluminación intensa que dibuja sombras oscuras en la superficie del suelo y
  • 30. FELIPE IV, 1623 Óleo sobre lienzo (201x103 cms). Retrato oficial del rey Felipe IV cuando todavía era muy joven. Va de negro y se observan las normas de la pragmática austeridad que él mismo había dictado para la Corte donde prohibía trajes ostentosos y joyas excesivas. Este retrato del joven rey Felipe IV, pintado hacia 1626, es un soberbio ejemplar del estilo de Velázquez en sus primeros años madrileños y, a la vez, una prueba de cómo el artista volvía una y otra vez sobre sus lienzos, que tuvo siempre ante sus ojos, en las paredes del Alcázar. El retrato se compuso primero en la tradición de los del siglo XVI creada por Antonio Moro, con las piernas abiertas a compás, la actitud de tres cuartos y la mano apoyada en un bufete. Pero algunos años más tarde decidió cambiar la silueta, juntando las piernas, con lo cual la figura ganó notablemente en esbeltez. Aún es visible a simple vista (y la radiografía lo evidencia todavía más) la disposición originaria. Velázquez utilizó aquí la iluminación violenta y dirigida del tenebrismo de sus años sevillanos, haciendo así más evidente la intensa expresión melancólica y el gesto displicente de la mano que sujeta el memorial. Los tonos son aún los castaño terrosos de la primera etapa, pero en el fondo y en las sombras sobre el suelo aparecen ya algunos grises que serán luego su gran recurso y su suprema magia, y que seguramente se subrayaron todavía más al retocar el cuadro quizás hacia 1629. La obra representa al rey cuando tenía poco más de veinte años, en una imagen austera, plagada de referencias a su estatus y sus obligaciones y a la voluntad reformista con la que había comenzado el reinado. La espada, en cuyo pomo apoya la mano izquierda, y el bufete sobre el que descansa el sombrero de copa aluden a la administración de justicia y a la defensa de sus reinos; el Toisón de oro que cuelga a la altura de la cintura es símbolo de su linaje; y el papel que sostiene en la mano derecha hace referencia a sus responsabilidades administrativas. Pero el traje en sí mismo está cargado también de significados. Es una indumentaria mucho más sobria de la habitual hasta entonces en los retratos reales, carente de joyas y otro tipo de adornos y que culmina en una valona, que es el tipo de cuello que sustituyó en 1623 a las llamativas y costosas lechuguillas. En la época en que se realizó este retrato, constituía el símbolo más importante de la voluntad de austeridad, reformismo, trabajo y atención al bien público que había caracterizado el comienzo del reinado de Felipe IV, que quería distanciarse de la imagen de favoritismo, capricho y despilfarro que se asociaba con su predecesor. Aunque durante esos años Felipe IV se presentó frecuentemente en público con otros trajes más costosos y adornados, la imagen oficial que elaboró Velázquez prescinde de esos adornos y subraya una de las facetas más importantes de la acción de gobierno del rey: la del monarca dando audiencia. Por testimonios contemporáneos sabemos que es esas ocasiones aparecía, como en este caso, de pie, arrimado a un bufete y llevando el Toisón. Ese juego de referencias, cargado de intencionalidad política, se subraya a través de la composición y la escritura pictórica. Velázquez ha situado al rey en un espacio muy austero, modelado a base de una sutilísima gradación de luz y color, y carente de accesorios habituales como las cortinas.
  • 31. EL INFANTE DON CARLOS, 1626 Óleo sobre lienzo, 209x125 cms. Museo del Prado Retrato del hermano de, rey Felipe IV, muerto a los 21 años de edad. El infante se sitúa en una habitación definida por las líneas que marcan el nivel del suelo, sobre el que se ve la sombra arrojada por el modelo. Está representado con traje negro, llama la atención los efectos de la luz sobre el negro, creando diferentes tonos y texturas descritas por la manera de incidir esta luz sobre la tela. El retratado había nacido en Madrid en 1607 y era hermano menor del rey Felipe IV, con quien guarda suficiente aire de familia como para que durante mucho tiempo se pensara que representaba a éste. Las noticias que se conservan sobre su carácter, sus ambiciones o incluso sobre los hechos más relevantes de su corta vida (murió en 1632) son ambiguas y dispares, y se prestan mucho a confusión. A lo que parece, siempre estuvo a la sombra de su hermano y no destacó especialmente por nada. Pero ha pasado a la posteridad gracias fundamentalmente a este retrato, uno de los mejores de la primera etapa cortesana de Velázquez, y que se suele fechar en torno a 1626 o 1627, aunque hay alguna disparidad al respecto. En él su autor demuestra cómo se puede alcanzar la mayor elegancia utilizando sabiamente unos pocos medios pictóricos y rehuyendo los alardes y las estridencias. En este caso planta la sobria figura del infante en un espacio neutro, modulado únicamente por las gradaciones de los grises y por la sombra que proyecta el cuerpo sobre el suelo, y juega con detalles aparentemente insignificantes pero que otorgan al retrato una distinción sin par, como la mano derecha que sostiene el amplio sombrero o, sobre todo, la mano izquierda que apenas sujeta un prodigioso guante. Según López-Rey podría tratarse de uno de los cuadros salvados del incendio del Alcázar de Madrid de 1734, inventariado con el número 352 como de mano de Velázquez, habiéndose confundido al modelo con su hermano el rey. Antes de su ingreso en el Museo estuvo depositado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En cuanto a la fecha de su ejecución Hernández Perera sugirió el año 1628, por la joya que luce el infante que podría ser la cadena de oro que con ocasión de su veintiún aniversario le regaló su hermana la infanta María. El estudio técnico realizado en el Museo del Prado apunta en cambio a una fecha más cercana a 1626, aproximándolo al retrato subyacente del Felipe IV conservado en el mismo museo, tal como ya había propuesto Enriqueta Harris. El cuadro constituye uno de los retratos más atractivos y elegantes de los realizados por el sevillano en sus primeros años de estancia en Madrid. En él Carlos de Austria,adopta una postura relajada y elegante apareciendo de pie, vestido con traje negro con realces de trencilla gris sobre el que cruza en bandolara un enorme cadena de oro de la que cuelga el Toisón de Oro. Destacan las manos del infante, la derecha sosteniendo displicentemente un guante por un dedil mientras que la izquierda, enguantada, sostiene el sombrero de fieltro negro. Personaje oscuro, enfrentado a Olivares, Velázquez hace del infante un galán pulcro aunque quizá algo indolente, elegante en el vestido negro trenzado en plata y en la pose, aparentemente espontánea —en el detalle del guante que coge distraídamente con la mano diestra— pero plena de majestad, capaz de sostener su elevada posición con su sola presencia sin necesidad de rodearlo del aparato emblemático del poder para ensalzarlo
  • 32. FELIPE IV CON CORAZA, (1626-1628) Óleo sobre lienzo, 57 x 44 cm Cuando Velázquez fue nombrado pintor de corte en Madrid en 1623, uno de sus primeros encargos fue el de retratar a Felipe IV, tarea que llevó a término con gran éxito. El condeduque de Olivares declaró que nadie había pintado todavía un "verdadero" retrato del rey, es decir, que tuviera una expresividad tan excepcional y al mismo tiempo fuese igualmente real. Los Habsburgo españoles, pintado en apretada sucesión por Velázquez, pertenecen si duda a la retratística de corte más excelsa de la historia del arte europeo. El artista, que en la corte de Madrid no puede expresarse en una actividad amplia como la de los colegas que trabajan en París o en Roma, logra con todo infundir vitalidad al rígido esquema convencional del retrato a través de un nuevo modo de concebir la pintura que afina durante su primera estancia en Italia. Representa al rey Felipe IV (1605-1665) a mitad de la década de 1620, cuando tenía poco más de veinte años. Lo vemos de busto, en una imagen en la que se subrayan sus responsabilidades militares, pues se cubre con una armadura, y una banda carmesí de general le cruza el pecho. La composición resulta algo anómala en su mitad inferior, con el tronco del personaje excesivamente constreñido por su marco, lo que crea problemas de lectura se subrayan sus responsabilidades militares. Basándose en ese dato y en la pose del modelo, en ocasiones se ha pensado que podría ser un fragmento de un famoso retrato ecuestre de Felipe IV que realizó Velázquez en los primeros años de su estancia en la corte y del que sólo nos queda mención literaria. Desde el punto de vista de su escritura pictórica llaman la atención las grandes diferencias que existen entre la cabeza y la zona inferior. Aquélla está realizada con una técnica más precisa, y sus volúmenes y accidentes se encuentran minuciosamente modelados por la luz. Para Allende-Salazar se trataría de un fragmento de un retrato ecuestre, lo que parece desmentir el hecho de que el rey haya sido retratado con la cabeza descubierta y que su figura se recorte sobre un fondo gris neutro, localizándose por tanto en un espacio interior, pero la indumentaria militar que viste hace pensar que pudo concebirse como modelo para otros retratos y, en su caso, retratos ecuestres, como pudo ocurrir también con el primer retrato del rey hecho por Velázquez, ejecutado según Francisco Pacheco en un día, el 30 de agosto de 1623, y convertido luego en retrato ecuestre, «imitado todo del natural, hasta el país» La radiografía revela bajo el aspecto actual una primera versión sobre la que Velázquez introdujo algunas rectificaciones en la posición de los hombros y en el vestido; el más significativo de ellos fue la incorporación de la banda que cruza el pecho, añadiendo una nota de color rojo vivo al retrato, pero respetando en la remodelación el dibujo original del rostro. Las fechas de su realización, de todos modos, deberían situarse entre la ejecución del retrato subyacente bajo el Felipe IV de cuerpo entero del Museo del Prado y su versión última, tanto para su primer estado como para las modificaciones en él introducidas, habiendo servido como referencia para las transformaciones últimas hechas en la cabeza del Felipe IV de cuerpo entero
  • 33. LOS BORRACHOS, 1628 Oleo sobre lienzo, 165X225 cms. Situado ya al aire libre y con una paleta más clara que la sevillana, mantiene todavía una iluminación de carácter tenebrista, por lo intensa, el pintor afronta el tema de una manera directa Interpreta el mito desde la más rigurosa cotidianeidad. En esta obra aun perduran las gamas de color de la época sevillana, pero ya se impone la luz exterior, el aire libre. Los personajes del cuadro son los mismos tipos populares de los bodegones sevillanos. Gentes pobres que encuentran en el vino el remedio para olvidar sus angustias y preocupaciones. La alegría del vino se expresa con inmediata fuerza comunicativa por lo intensa. El pintor afronta el tema de una manera directa, elemental y casi ruda. Hay alegría en los rostros, mucha moderación en Baco, que ofrece su cuerpo semidesnudo para acreditar su condición divina. En este cuadro se representa al dios del vino, Baco, rodeado de personajes variopintos. Pero no hay nada de orgía; se bebe, más con llaneza. Velázquez hace una interpretación del mito con un toque de ironía, Baco aparece sentado sobre un tonel coronando a un muchacho, mientras él mismo es coronado por otro muchacho semidesnudo.
  • 34. DEMÓCRITO, EL GEÓGRAFO, 1628-1629 Óleo sobre lienzo, 98 x 81 cm. En la obra se representa a una figura de algo más de medio cuerpo y de perfil, girado el rostro hacia el espectador al que sonríe a la vez que con la mano izquierda señala al globo terráqueo que tiene delante, sobre una mesa en la que también reposan dos libros cerrados encuadernados en pergamino. Viste un jubón negro sobre el que destaca una valona de encaje blanco y una capa rojiza que recogida en los antebrazos le envuelve la espalda. En cuanto a la técnica de su ejecución se advierten dos maneras muy distintas: el vestido y los restantes elementos de naturaleza muerta se resuelven con una pincelada muy prieta, especialmente en el tratamiento de la capa, en tanto la cabeza y la mano aparecen tratadas con pincelada muy ligera y factura líquida, circunstancia que la crítica explica suponiendo que el cuadro habría sido pintado hacia 1628, por semejanzas técnicas con El triunfo de Baco pintado en esa fecha, siendo retocado por el propio Velázquez en fecha posterior, que podría retrasarse a 1640, cuando habría procedido a repintar cabeza y mano con una técnica más evolucionada Se ha pensado que este hombre delgado de rostro ordinario y expresión bromista, jubón negro y cuello de encaje blanco, pudiera ser el retrato de Galileo Galilei o de Cristóbal Colón. Recientemente, algunos críticos han avanzado la hipótesis de que se tratara, por el contrario, del filósofo griego Demócrito, que se burla del mundo en forma de globo terráqueo colocado sobre la mesa. Las modificaciones introducidas después para suavizar las manos y el rostro del hombre evidencian cuánto interesaba a Velázquez la obra de Rubens en aquella época. La influencia del genial maestro flamenco del Barroco resultaría tan evidente sólo en pocas obras posteriores del pintor español, entre ellas su figuración de Marte, dios de la guerra. Parece tratarse del cuadro mencionado como «Un Philosopho con Un globo Esttandose Riyendo original de Diego Velázquez» en el inventario de los bienes de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, tasado en 1689 por Claudio Coello y José Jiménez Donoso en 1000 reales. El mismo cuadro fue entregado en 1692 al jardinero de los marqueses, Pedro Rodríguez, por los salarios que se le debían, describiéndose de nuevo en un documento publicado por Pita Andrade como «Un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo con un globo, original de Diego Belázquez», En 1789 se hallaba en el Bureau de finanzas de Ruan, sede de la prefectura de la Seine-Inférieure y de allí pasó al museo en 1886. El cuadro, antes de la aparición de los documentos mencionados, ya había sido relacionado con Velázquez (y antes con José de Ribera), tratando de identificar en el personaje representado a alguno de los bufones de la corte. Weisbach, sin embargo, avanzó también la caracterización como Demócrito, «el filósofo que ríe», tradicionalmente confrontado con Heráclito, «el filósofo que llora», a los que era habitual representar con el globo terráqueo, objeto de su llanto y de su hilaridad. • Óleo sobre lienzo, 98 x 81 cmÓleo sobre lienzo, 98 x 81 cmSe ha pensado que este hombre delgado de rostro ordinario y expresión bromista, jubón negro y cuello de encaje blanco, pudiera ser el retrato de Galileo Galilei o de Cristóbal Colón. Recientemente, algunos críticos han avanzado la hipótesis de que se tratara, por el contrario, del filósofo griego Demócrito, que se burla del mundo en forma de globo terráqueo colocado sobre la mesa. • Las modificaciones introducidas después para suavizar las manos y el rostro del hombre evidencian cuánto interesaba a Velázquez la obra de Rubens en aquella época. La influencia del genial maestro flamenco del Barroco resultaría tan evidente sólo en pocas obras posteriores del pintor español, entre ellas su figuración de Marte, dios de la guerra.
  • 35. LA CENA DE EMAÚS, 1628-1629 Oleo sobre lienzo, 123 x 132´6 cm., Cuando Velázquez fue nombrado pintor del rey en 1623 tuvo la oportunidad de contemplar la excelente colección de pintura que se guardaba en el Alcázar, entre la que destacaban las obras de Tiziano así como diversos pintores italianos contemporáneos. El estudio de estas obras permitió avanzar al sevillano en su aprendizaje, superando el naturalismo tenebrista que caracteriza su etapa sevillana. Gracias a estas nuevas influencias realiza esta Cena en Emaús, la única obra de asunto religioso que se conserva de esta primera etapa madrileña. A pesar de los deseos del joven maestro por superarse, encontramos algunos errores de bulto como el apelotonamiento de las figuras alrededor de la mesa, la ubicación de los dos discípulos en el mismo plano - para poder mostrar al del fondo lo ha elevado y ha desplazado al del primer plano - o la ausencia de espacio en la mesa. Satisfactorio resulta el realismo de los personajes y las calidades de las telas, cuyos pliegues recuerdan a Zurbarán, así como el colorido empleado al apreciarse una ampliación en la paleta. La figura ausente de Cristo contrasta con la expresividad de los dos apóstoles, interpretados como dos hombres del Madrid del siglo XVII. Cuando Rubens llegó a Madrid en 1628 y contempló estas obras que Velázquez estaba realizando animó al sevillano para que completara su formación en Italia, la cuna de la pintura, adquiriendo Velázquez la maestría que apuntaba años atrás.
  • 36. MARÍA DE AUSTRIA, REINA DE HUNGRIA, H.1630 Óleo sobre lienzo 59,5 × 45,5 . María de Austria (1606 a 1646) era hija del rey Felipe III de España y de su esposa Margarita de Austria, hermana, pues, del siguiente rey, Felipe IV de España. Durante el reinado de este último, en 1631, María contrajo matrimonio con Fernando III de Habsburgo que era rey de Hungría y de Bohemia y que sería más tarde emperador de Alemania. Se casó por poderes en Madrid en 1630, y cuatro años después hizo su propia contribución a esa larga historia de matrimonios entre familiares cuando dio a luz a una niña que acabaría casándose con su tío Felipe IV. Se trata de una obra muy lograda en que el autor capta perfectamente la psicología de la futura emperatriz. Tal y como venía haciendo en retratos anteriores, Velázquez pinta sobre un fondo neutro para resaltar la figura. Todo está tratado con gran calidad: el traje verdoso, la lechuguilla (indumentaria) gris y sobre todo el cabello, realizado con gran esmero y detalle minucioso. En 1630 el pintor Diego Velázquez se encontraba de viaje por Italia. Ya de regreso para España pasó los últimos tres meses de ese año en la ciudad italiana de Nápoles y fue durante esa estancia cuando realizó el retrato de María Ana de Austria, todavía infanta pues aún no había tenido lugar su casamiento con Fernando III. El objeto de hacer este retrato era el de traérselo consigo para España y entregárselo a Felipe IV como recuerdo de su hermana, a la que no volvería a ver. Desde la época del emperador Carlos I hubo la costumbre de pintar retratos de parentela entre los reyes y sus allegados, en la mayoría de los casos como presentación del personaje a otras personalidades, con motivo de futuras bodas o simplemente para recuerdo de familia. Durante mucho tiempo se ha creído que este cuadro es el que cita Pacheco cuando, al tratar sobre el viaje de su yerno a Italia, escribió que en Nápoles pintó un lindo retrato de la reina de Hungría, para traerlo a su Majestad, lo que lo fecharía entre el 13 de agosto y el 18 de diciembre de 1630. Estaríamos, pues, ante una obra fruto del deseo del rey de conservar recuerdo visual de la hermana a la que sabía no volvería a ver, y en este sentido podría relacionarse con la multitud de retratos que se hicieron en las cortes europeas con objeto de que los familiares alejados supieran de la evolución física de las personas queridas. Sin embargo, el hallazgo de un documento fechado a finales de octubre de 1628 relacionado con el encargo a Velázquez de retratos de varios miembros de la familia real (entre ellos el de la infanta María) ha arrojado dudas sobre la datación de esta obra, y aunque esa noticia no aclara si realmente llegó a pintar los cuadros, lo cierto es que los historiadores manejan ambas fechas y acuden a análisis estilísticos para decidirse por una o por otra. Esas mismas dudas se mantienen respecto a la historia de este cuadro en las Colecciones Reales. Se ha pensado que es el que se cita en el aposento de Velázquez a su muerte en 1660, pero la inexistencia de rastros seguros en los inventarios hasta su ingreso en el Museo del Prado impide precisar nada que no sea simplemente constatar que procede de la Colección Real.
  • 37. LA TÚNICA DE JOSE, 1630 Óleo sobre lienzo, 223x250 cms. El tema del cuadro hace referencia a una escena bíblica en la que se narra como los hermanos de José le venden a una caravana de ismaelitas, por envidia. Para engañar a su padre matan un carnero y con su sangre manchan la túnica de José para hacerle creer que había muerto despedazado por una fiera. Pinceladas más ligeras, grupos mejor compuestos de figuras semidesnudas, con magníficos estudios anatómicos y expresando distintos sentimientos, con colores claros. El artista ha limitado el número de los hermanos de José de diez a cinco. Dos de ellos muestran al anciano padre la túnica manchada de sangre de cabra para convencerlo de la muerte de su hijo predilecto. Jacob, en un pequeño asiento colocado sobre una alfombra, extiende los brazos hacia delante, mostrando el dolor en su rostro. En el lado opuesto, otro hermano de José, de espaldas, parece hacer ademán de llorar, llevándose las manos al rostro. Otros dos, apenas indicados, destacan sobre un fondo liso, que probablemente el pintor destinaba a ampliar el paisaje vecino. La representación de las reacciones de los participantes en la cruel puesta en escena se lleva a cabo con excepcional eficacia. La acción se desarrolla en una amplia sala con pavimento ajedrezado, un elemento frecuente en las obras de Tintoretto y de Tizano, pero raro y en lo esencial único en Velázquez.
  • 38. LA FRAGUA DE VULCANO, 1630 Óleo sobre lienzo, 223x250 cms. El tema del cuadro hace referencia a una escena bíblica en la que se narra como los hermanos de José le venden a una caravana de ismaelitas, por envidia. Para engañar a su padre matan un carnero y con su sangre manchan la túnica de José para hacerle creer que había muerto despedazado por una fiera. Pinceladas más ligeras, grupos mejor compuestos de figuras semidesnudas, con magníficos estudios anatómicos y expresando distintos sentimientos, con colores claros. Los elementos cálidos y luminosos están representados por un trozo de metal al rojo que Vulcano sujeta sobre el yunque y por la llama de la chimenea, que pone de manifiesto los cuerpos de los dos herreros, que contemplan con estupor al visitante y, al igual que el jefe y los compañeros, escuchan sus palabras, acompañadas de gestos levemente arrogantes. El artista representa a este galante jovenzuelo comunicando al cojo Vulcano que su esposa, Venus, lo engaña con Marte, dios de la guerra, al cual están quizá destinadas las piezas de armadura que se están forjando en la fragua. En el boceto preparatorio para la figura de Apolo (Nueva York, colección particular), el perfil es aparentemente más dulce, la expresión más lánguida y sentimental.
  • 39. CABEZA DE APOLO, 1630 Oleo sobre lienzo, 36x25cm. Colección Wildenstein, New Jork Nos encontramos ante uno de los escasos estudios previos que tenemos de Velázquez ya que pintaba "alla prima", es decir, directamente sobre el lienzo, sin apenas realizar bocetos. Esta obra es un estudio preparatorio para la figura de Apolo que aparece en La fragua de Vulcano (Museo del Prado) aunque con ciertas diferencias. Así el perfil del dios mitológico aparece más autoritario en la obra definitiva que en este boceto, y además los cabellos no presentan el aspecto suelto y serpenteante que se aprecia en este estudio preparatorio. La autoría de la obra fue motivo de discusión, ya que difería mucho de la figura visible en el citado cuadro del Prado. Luego, mediante radiografías, se comprobó que el personaje del Prado era inicialmente muy similar a este boceto, siendo luego corregido por el pintor. También el tipo de lienzo apoya la autenticidad. La obra perteneció a la saga Wildenstein de marchantes de arte, y luego pasó a otra colección particular de Nueva York. Las pinceladas son rápidas y casi imprecisas, poniendo Velázquez de manifiesto su genio a la hora de dibujar. Realizó este boceto en Italia, un claro homenaje a la pintura del Renacimiento que tanto estimaba el maestro sevillano. Muchos pintores quisieran al final de su producción poder realizar un boceto como este; el término «abocetado», que designa un estudio rápido, realizado con ligereza para un posterior trabajo más complejo, alcanza una dimensión diferente cuando los bocetos están realizados como este, como los de Leonardo, Miguel Ángel o Rembrand, y valen por sí mismos lo que una «obra» terminada; su calidad así lo manifiesta con la impronta de lo genial, es un boceto donde se ve la impresión que le causara la visión de los pintores venecianos, quizás más que en su obra terminada. La factura de esta cabeza revoluciona el concepto pictórico y la técnica que se refleja en la libertad de la pincelada, la ligereza, el aire que la envuelve; el menos es más aquí se ejemplariza. Bellísimo boceto resuelto con cuatro pinceladas
  • 40. MANO DE HOMBRE, H. 1630 Óleo sobre lienzo, 27 × 24 cm. Escrito en el papel: «Illmo Señor / Diego Velazquez». Fragmento de un retrato del arzobispo Fernando de Valdés cuya composición se conoce por una copia anónima conservada en la colección del conde de Toreno.
  • 41. UNA SIBILA (¿JUANA PACHECO?) 1630-1631 Óleo sobre lienzo 62 x 50 cm En 1746, tras ser adquirido por Isabel de Farnesio, se describió como «la mujer de Velázquez», afirmación discutida por López-Rey y otros, que no encuentran base documental para dicha identificación, por lo que no esta comprobada en esta obra la personalidad de su mujer Juana Pacheco. La primera referencia conocida a este retrato data de ese año, cuando se levantó el inventario de las pinturas del palacio de La Granja. Allí se atribuyó a Velázquez, y se identificó con su misma mujer. Se especifica también que lleva una tabla en la mano. El interés por vincular retratos anónimos con la biografía de sus autores fue frecuente durante los siglos XVIII y XIX, y del mismo no se salvó Velázquez, cuyo rostro, el de su mujer y el de sus hijas se quiso reconocer en varias de sus obras. El único retrato uno de cuyos personajes se ha identificado sin duda con su padre Francisco. La comparación entre ambos cuadros sugiere que, para realizar éste, utilizó un modelo diferente. En cualquier caso, independientemente de que pueda estar basada en un personaje real, la pintura tiene un contenido que trasciende el campo del retrato y apunta al género histórico. Los datos para la identificación de su tema son la condición femenina del personaje, su colocación de perfil, su mirada fija al frente y el objeto que porta. Se trata de una superficie plana de forma cuadrangular que generalmente se considera una tabla y a veces se ha creído un lienzo. Lo sujeta con la izquierda, lo que le permite mantener libre la mano derecha con objeto de escribir o pintar sobre él. A falta de conocer el contexto originario para el que se hizo la obra, los elementos que aparecen en ella sugieren que se trata de una de las sibilas, personajes de la mitología grecorromana a los que se adjudicaban poderes adivinatorios, y que fueron adoptados por el pensamiento cristiano, que consideraba que habían anticipado la llegada de Cristo. El objeto que porta estaría destinado a representar sus premoniciones. Aunque a veces se ha identificado con una alegoría de la historia o de la pintura, éstas suelen ser más explícitas, mientras que los elementos que contiene eran suficientes como para que cualquiera pudiera relacionarla con una sibila. Aunque por lo general se representan con un soporte donde escribir, hay casos en los que aparecen con un soporte pictórico, como una de las sibilas que se representan en la Anunciación de Claudio Coello (Madrid, Convento de San Plácido), que aparece sin turbante y sostiene un lienzo o tabla en el que está pintada una alegoría mariana. Las representaciones de estos personajes habían sido relativamente frecuentes en el arte europeo desde el Renacimiento, y formaban parte de uno de los ciclos pictóricos más famosos de Europa, la Capilla Sixtina. Fue un tema común entre los pintores clasicistas italianos del siglo XVII, y existen magníficos ejemplares de mano de Guido Reni, Guercino o Domenichino, que generalmente tienen en común la presencia de un turbante, que ha de explicarse más como una suerte de tradición endógena que como una exigencia del tema. Por su factura y su gama cromática, esta obra se relaciona con cuadros de Velázquez de principios de los treinta, como La túnica de José