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V E L Á Z Q U E Z
P R I M E R A S E T A P A S , S U
A S C E N S O ,
( 1 6 1 7 - 1 6 3 1 )
INTRODUCCIÓN
Cuando nació Velázquez España era la potencia mayor y temida, tras la muerte de Felipe II. Durante su vida ocurrieron en Europa toda clase de conflictos: guerras, rebeliones,
enfrentamientos entre las viejas monarquías unificadas (España, Francia e Inglaterra) por el predominio sobre los pequeños estados italianos y alemanes. Fueron numerosas también las
rivalidades religiosas entre protestantes y católicos (Guerra de los Treinta Años).
Dos características sociopolíticas influyeron en la pintura de Velázquez: la Contrarreforma a la que él esquiva integrándose en el círculo nobiliario de la Corte (aún así influye en alguno de
sus cuadros) y la campaña publicitaria que promueve el Conde de Olivares para convertir el fracaso de los ejércitos españoles en la guerra, en victorias ante los ojos del pueblo español.
Es un pintor solidario con su época. Como miembro de la generación de 1600, su pesquisa inicial es la del naturalismo tenebrista. Pero su pintura evoluciona desde todos los puntos de
vista: tema, composición, pincelada, concepto del color. Es difícil imaginar un artista que haya llevado su arte a puntos de vista tan distintos de los de su primera época. Por otro lado es
un hombre relacionado con las figuras destacadas de la literatura de la época (Calderón, Lope de Vega, Góngora), de suerte que su arte ofrece este carácter de ilustrado, puente hacia la
literatura. Asimila cuantos elementos le facilita su cultura artística y emplea para la composición los gravados, pero salva siempre el problema de la originalidad. Se plantea las cuestiones
que apasion an en el barroco, y como fundamental la del espacio. Velázquez llega a logros espléndidos en materia de perspectiva aérea; pocas veces se han percibido ambientes tan
saturados de atmósfera.
Fue el pintor del Barroco español más completo, puesto que, además de su absoluta genialidad y maestría con los pinceles, cultivó todos los géneros pictóricos de la época: el retrato, los
temas históricos y religiosos, la escena costumbrista mezclada con el bodegón, el paisaje de manera independiente o como protagonista especial de sus otros cuadros... Y, por supuesto,
el desnudo y el tema mitológico, dos géneros poco practicados en España por su comprometida carga moral y religiosa, pero que, a mi juicio, son los que le elevan como gran artista de la
tradición clásica occidental. Su ingente producción artística, ha dejado una huella indeleble en la historia universal de la pintura.
Existe una práctica unanimidad entre los expertos acerca de Diego Velázquez. El artista sevillano es, actualmente, reconocido a nivel mundial como uno de los mejores pintores del
barroco español. La obra del genial pintor destaca por su amplia variedad de pinceladas y por sus sutiles equilibrios de color, que dotaron a sus pinturas de unas formas, texturas,
atmósferas y luces que han marcado con una huella indeleble la historia del arte universal.
Su reconocimiento como gran maestro de la pintura occidental fue relativamente tardío. Hasta principios del siglo xix raramente su nombre aparece fuera de España entre los artistas
considerados mayores. Las causas son varias: la mayor parte de su carrera la consagró al servicio de Felipe IV, por lo que casi toda su producción permaneció en los palacios reales,
lugares poco accesibles al público. Al contrario que Murillo o Zurbarán, no dependió de la clientela eclesiástica y realizó pocas obras para iglesias y demás edificios religiosos, por lo que
no fue un artista popular. La revalorización definitiva del maestro la realizaron los pintores impresionistas, que comprendieron perfectamente sus enseñanzas, sobre todo Manet y Renoir,
que viajaron al Prado para descubrirlo y comprenderlo. El capítulo esencial que constituye Velázquez en la historia del arte es perceptible en nuestros días por el modo como los pintores
del siglo XX han juzgado su obra. Fue Pablo Picasso quien rindió a su compatriota el homenaje más visible, con la serie de lienzos. Salvador Dalí, entre otras muestras de admiración al
pintor.
TÉCNICA DE VELÁZQUEZ
Las características más peculiares y representativas de la pintura de Velázquez son:Gran genio del arte español fue un supremo retratista que abarcó todos los géneros pictóricos, cuadro
religioso, fábula, bodegón y paisaje.
• Naturalismo: Su arte se apoya en una realidad más sentida que observada (no sólo refleja las cualidades táctiles sino su entidad visual).
• Contrarresta figuras y acciones: Armoniza las contraposiciones mediante nexos ideológicos. Con un concepto que funde dos escenas y las relaciona íntimamente.
• Retratista: Individualización de las figuras. Captación psicológica de los personajes.
• Perspectiva Aérea: Gran sentido de la profundidad.
• Preocupación por la luz: Inicialmente tenebrista pero más tarde le interesan los espacios más iluminados. A medida que avanza su estilo conjuga luz y color haciendo surgir la
mancha que va sustituyendo a los perfiles nítidos.
• Libertad creadora: Precisión rigurosa, pero desarrolla su profesión con plena libertad frente a la mayoría de los artistas que estaban sometidos a múltiples limitaciones.
• Profundidad.
• Pintura "alla prima", es decir, sin realización de bocetos. Por ello, las correcciones las hacía sobre la marcha y se nota en los numerosos "arrepentimientos" en sus cuadros.
• Colores: Sobre la preparación Velázquez traza las líneas esenciales de las figuras, pocas y muy esquemáticas. Sobre estas líneas esenciales aplica el color en una paleta poco
variada en pigmentos básicos, pero muy rica en resultados gracias a la variedad de mezclas. Utiliza sobre todo azurita, laca orgánica roja, bermellón de mercurio, blanco de plomo,
amarillo de plomo, negro orgánico, esmalte y óxido de hierro marrón.
La técnica de Velázquez se va deshaciendo con los años. Desde las pinceladas empastadas y bien trabadas unas con otras de los primeros años sevillanos, va pasando, sobre todo a
partir de la mitad de los años treinta, a pinceladas cada vez más ligeras y transparentes, menos cargadas de pintura y con más aglutinante.
EL RETRATO
De las pinturas de Velázquez sus contemporáneos aseguraban que eran "la verdadera imitación de la naturaleza". No basta a Velázquez el parecido físico a la hora de efectuar un retrato;
procura adentrarse en las profundidades de su alma y nos refleja su condición moral. A ello ha de añadirse el papel social. Ante él comparecen reyes, funcionarios, bufones. Su misión
consistirá en acreditar la existencia humana, en sus particulares resortes. Es el suyo por esencia un retrato individual. Su gama es variadísima (busto, cuerpo entero, de interior, en
paisaje, y ecuestre). Su oficio fundamental será retratar a la familia real. Una buena muestra de este realismo son los retratos que realizó de Felipe IV y su familia y los personajes más
importantes de la corte en los casi 40 años que trabajó al servicio del monarca. De Felipe IV poseemos una importante serie, desde la juventud. Bajo la protección real, Velázquez produjo
gran parte de su obra. Dadas las condiciones de ese momento, su producción se circunscribía mayormente a retratos de la familia real, retratos cortesanos y personalidades destacadas.
En todos resplandece una sobria elegancia. Esta sencilla campechanía es todo un don de la monarquía española, frente al orgullo enfático de la corte francesa. Retratista también de
nobles, literatos, funcionarios, artistas… Menor ocupación en el campo femenino, de algunas damas desearíamos conocer su identidad
El retrato es casi omnipresente en la obra de Velázquez y muchos de los estudios, variaciones, adaptaciones e incluso perversiones que otros artistas han hecho de sus lienzos son en
realidad retratos de otro retrato, donde en ocasiones se respeta su veracidad psicológica, aunque muchas otras veces no.
En esta galería de fotos recopilamos algunos de estos óleos repartidos por museos de todo el mundo y que dan cuenta de su talento como maestro del retrato cortesano.
Lo primero que hace Velázquez con nosotros, con los observadores de los retratos que pintó, es centrar nuestra propia vista en los ojos del individuo retratado, tal y como haríamos en
nuestra vida cotidiana cuando empezamos a conversar con alguien. Por muy fastuoso y espléndido que pueda resultar el resto del cuadro, son esas dos pequeñas esferas oculares las
que Velázquez hace destacar por encima de todo. Iris y pupila son remarcados con intensidad sobre el lienzo, con feroz definición y un propósito flagrante de atraer la atención del
contemplador. Es entonces, al mirar al retratado a los ojos, cuando creemos captar su interior. Los ojos destacan tanto en el retrato que, por necesidad, o así lo creemos, la verdad del
personaje ha de residir en ellos.
La facilidad de Velázquez para revestir al personaje de sensaciones tan complejas como la dignidad o la severidad también es producto de su cuidadosa observación de la musculatura del
rostro.
La querencia de Velázquez por la veracidad y su rico, aunque abrupto realismo psicológico lo diferenciaron de otros retratistas de su tiempo, más apreciados por los gustos burgueses de
la época. si Velázquez confería algo a sus cuadros era precisamente gravedad. Eso lo alejaba de las preferencias burguesas convencionales, pero atraía la atención de personajes
dotados de una autoridad patriarcal más propia del sur de Europa. El verismo caracterológico que tanto chocaba en su época y que está ciertamente relacionado con el florecer del
realismo psicológico que también podemos observar en Cervantes, dan a la pintura del sevillano un inesperado carácter moderno.
Velázquez tenía un joven aldeano que posaba para élen su época sevillana, al parecer, y aunque no se ha conservado ningún dibujo de los que sacara de este modelo, llama la atención
la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras juveniles.
PINTURA MITOLÓGICA
La pintura mitológica fue una temática utilizada por muchos artistas del Barroco, como El Greco, Zurbarán, Ribera, Caravaggio, Rubens o Tiziano. Este tipo de mitología está ambientada
en estampas de la vida cotidiana, con retratos familiares o escenarios callejeros, donde se une lo real y lo religioso. La Contrarreforma y diferentes órdenes cristianas, como los jesuitas,
promocionaban este tipo de arte.
A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría haberse
enfrentado. Para mostrar esta faceta de su producción e invitar a reflexionar sobre su importancia, se ha organizado esta exposición, que describe la originalidad que el pintor procuró y
alcanzó en el tratamiento de estos temas, y las variaciones que experimentó su arte a lo largo de su carrera. El estudio de la pintura religiosa y mitológica de Velázquez no puede llevarse
a cabo sin tener en cuenta los intereses creativos de sus colegas contemporáneos, o los modelos en los que buscó inspiración.
Si la mitología fue recurso habitual de los literatos, en la pintura se emplea excepcionalmente. No había clientela. Quizá el predominio del arte religioso ofrezca una explicación. Más tal
vez el afán de evitar un riesgo: el desnudo, nada bien visto por las autoridades eclesiásticas ni por el mismo pueblo. Pero en palacio y con una clientela aristocrática este peligro carecía
de importancia. También es, por tanto, notable la pintura mitológica de Velázquez, si bien corta en número de lienzos. El conocimiento del tema resulta fundamental. El pintor desarrolla
una acción, pero a él le corresponde la elección del momento. Porque en el fondo hay mucho de ética, de comportamiento, de lección moral, en estas pinturas. Son cuadros no tanto para
gozar, como para pensar. El rey también encargó a pintores contemporáneos importantísimos proyectos decorativos para sus palacios donde la mitología tenía un protagonismo especial
al ser utilizada como símbolo político. Velázquez a partir de los años 30 será el encargado de planificar y dirigir su decoración interior. Es el caso de la decoración del Salón de Reinos del
nuevo palacio del Buen Retiro para el que encargó a Zurbarán, amigo de la estancia sevillana de nuestro pintor, una serie sobre los trabajos de Hércules mientras él se encargaba de los
retratos y algún cuadro histórico de la sala. Velázquez participó pintando retratos de la familia real de cacería y, con seguridad, en la colocación del conjunto del pabellón de caza en el
monte de El Pardo, conocido como la Torre de la Parada. Para aquel edificio, Rúbens y su taller realizaron más de sesenta pinturas de carácter mitológico sobre la Metamorfosis de
Ovidio. A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría
haberse enfrentado. Ser un cortesano le permitió entablar relación con mecenas de las artes que visitaron Madrid durante este periodo y que eran apasionados coleccionistas de obras
mitológicas. A través de los temas mitológicos Velázquez nos va mostrando como se enfrentó a la representación del cuerpo desnudo masculino a lo largo de su carrera, pero no ocurre lo
mismo respecto al femenino. El asunto se complicaba en la España de la época porque, aunque existían muchos cuadros con mujeres desnudas en las Colecciones Reales, lo cierto es
que estaba considerado pecado mortal pintarlos o exponerlos públicamente.
La singularidad de la obra mitológica velazqueña es un aspecto tratado con frecuencia en la historiografía. Gracias a numerosos factores, que han sido expuestos en este trabajo, el
género mitológico le permitió a Velázquez trabajar en unas condiciones y con unos parámetros distintos, que con otras obras de su producción. Consecuentemente, se pueden apreciar
varios elementos que aportan una originalidad única a cada una de las mitologías, estos son diversos. En primer lugar se trata la independencia del sevillano respecto a las fuentes de
inspiración y de formación. A continuación, el significativo el tratamiento verosímil del espacio en sus obras. Y finalmente, se hace especial mención en el tratamiento de los temas y de los
personajes.
PINTURA RELIGIOSA Y BODEGÓN
Velázquez, a tenor de las últimas investigaciones documentales sobre su vida, fue un pintor que, por sus origenes familiares y circunstancias personales, fue un pintor que sintió con
sinceridad y profundidad los asuntos religiosos que le fueron confiados.Velázquez realizó pocos lienzos de tema religioso, si se considera que es la ocupación habitual de los pintores de la
época; pero pártase del hecho de que la corte le dedicaba a otros menesteres. Lejos de Velázquez todo énfasis oratorio. Eso es lo que ha hecho pensar a algún crítico en frialdad
religiosa. Hay impasibilidad, un deliberado apartarse del objeto. Pero es el mismo criterio que el pintor mantiene respecto del retrato. Una responsable ortodoxia preside estas creaciones
de tema religioso. Una moderación vigilada, donde la composición y los colores aparecen sopesados con escrupulosidad de teólogo. Esta aparente falta de calor es precisamente
consecuencia de producir arte religioso para una minoría intelectual que no necesita aspavientos para elevar su pensamiento. Una vez más el cliente ha de ser tenido en cuenta. Por la
misma razón otros lienzos de tipo mitológico serían inasequibles para un público ordinario. Velázquez es en todo momento el pintor de una clase muy escogida.
Algunos autores han planteado dudas sobre la propia religiosidad del maestro sevillano o sobre su interés por la pintura religiosa, dando de él una imagen de laica modernidad que poco
tendría de real en una España donde la Iglesia seguía celebrando autos de fe. La razón habría que buscarla en factores circunstanciales, como el hecho de que fuese pintor de corte,
ocupado principalmente en hacer retratos de la familia real, e historias o mitologías para decorar los palacios. Se podría pensar que si no pintó más cuadros religiosos es porque en la
Corte no se los pidieron. De hecho, fueron otros sus clientes. Pero ello no quiere decir que Velázquez no se tomara interés por esas obras, que están entre las más complejas y
conmovedoras de su producción, o que fuera refractario a la observancia católica. Se sabe que mantenía buenas relaciones con legos devotos, que seguía las celebraciones religiosas y
que en Italia prefirió visitar el santuario de la Virgen en Loreto a pasar por Bolonia, importante foco artístico. En el inventario de sus bienes se citan cuadros religiosos (entre ellos quizá
estuviera este) y hasta relicarios, si bien solo poseía dos libros de teología. Así pues, aunque no podemos saber cuál era su grado de sinceridad religiosa, tampoco hay que suponerle una
excepción en su tiempo.
Por último, debemos poner el acento en las piezas que representan bodegones de cocina y escenas religiosas, temática conocida como bodegones “a lo divino”. Este tipo de obras eran
habituales en la pintura flamenca de finales del siglo XVI, y como hemos visto las composiciones de Beuckelaer tuvieron gran acogida en la Sevilla de entonces, solo que en el caso de
Velázquez, estos modelos son replanteados a su propio estilo ya a la religiosidad castellana. A diferencia de los nórdicos, reduce a la mínima expresión los alimentos sobre la mesa,
representando humildes alimentos como pescados, huevos y ajos, de acuerdo con la abstinencia carnal que se puede relacionar con la escena que representa al fondo, así como
cacharros de cocina desportillados y gastados por el uso, como los que podríamos encontrar en cualquier cocina sevillana. Llama la atención como además se recrea mucho más con los
detalles del bodegón que con los de la escena religiosa, esta última mucho más ligera de factura, reclamando nuestra atención hacia el primer plano e invirtiendo la narrativa clásica.
Desde sus primeros trabajos en los que aún no se termina de configurar su estilo naturalista, y en los que todavía se detectan evidentes defectos técnicos y compositivos, observamos
cómo se vio influido por las corrientes caravaggistas que llegaban desde Italia y por la tradición flamenca de las escenas moralizantes de tiendas y bodegas. Aunque inspirado en los
ejemplos flamencos en los que abundan los alimentos, en estas escenas apenas hay comida sobre la mesa. Los manteles están limpios, los recipientes relucen, pero las viandas escasean
como si de escenas picarescas se tratara. Por ello cabe la interpretación de querer ver los pequeños placeres que se pueden permitir las gentes de las clases bajas, con un mendrugo de
pan, una escasa ración de pescado y el omnipresente vino que aleja las penas.
PRIMERA ETAPA: SEVILLA (1617-1622)
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, mejor conocido como Diego Velázquez, nació en Sevilla en el año 1599. De abuelos portugueses, fue hijo de Juan Rodríguez de Silva, y de la
sevillana Jerónima Velázquez. Fue el primogénito de ocho hermanos,
Su formación se debe en primer momento al pintor Francisco de Herrera el Viejo, como indica el biógrafo y artista Antonio Palomino, quien además señala que el joven aprendiz tenía diez
años cuando entró en su taller. Sin embargo, esta primera enseñanza, que aún no se ha podido constatar documentalmente, debió de durar tan sólo un año, pues en octubre de 1611 Juan
Rodríguez firmó un contrato de aprendizaje, que permitió al joven Velázquez entrar en el taller de unos de los artistas más importante del momento en la capital hispalense. Francisco
Pacheco, quien fue una figura fundamental en su vida y posterior desempeño. Más conocido por sus escritos que por sus dotes como artista (que algunos comentaban que dejaban mucho
que desear), Pacheco, a diferencia de Herrera, era un hombre de carácter apacible y también un excelente maestro, y enseguida supo ver el gran talento que atesoraba su joven aprendiz.
Con él aprendió a ser un gran dibujante y a organizar las composiciones. Las primeras obras que realizó pertenecen al tenebrismo (tendencia italiana que procede de Caravaggio) .
Velázquez vivió con Francisco Pacheco durante los seis años que duró su etapa de aprendizaje, tal y como se estableció en el contrato mencionado anteriormente. En este periodo, no
sólo pudo instruirse en todo lo relativo a la técnica pictórica, sino que además se relacionaría con los círculos intelectuales a los que pertenecía su maestro. Pacheco pudo disfrutar en vida
de un reconocimiento en Sevilla como pintor culto, al haber sido protegido por su tío de quien tomaría su nombre. Éste religioso fue un animador de la cultura literaria de la ciudad gracias
a la supuesta fundación de una academia que sería heredada por su sobrino, en donde escritores, artistas y nobles se reunirían para discutir asuntos de carácter erudito.
Al final de este periodo de formación, Diego Velázquez se examinó ante Juan de Uceda y Francisco Pacheco pasando una prueba que le permitía ejercer como maestro pintor, adquiriendo
además con ello los derechos de poder tener su propio taller y contratar aprendices. A pesar de los pocos datos que se conservan de estos años, se conoce que vivió de manera holgada y
que tuvo bajo su tutela a un joven aprendiz llamado Diego Melgar.
En 1618 se casa en la iglesia de San Miguel con Juana Pacheco hija de su maestro Con ella tuvo dos hijas, Francisca e Ignacia, también nacidas en la ciudad de Sevilla. Se integró en el
seno de un pequeño círculo intelectual y así entró en contacto con la aristocracia y con la Corte.
En 1621 muere Felipe III y el nuevo monarca Felipe IV favorece a un noble de familia sevillana, D. Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, que se convertirá en valido del rey, este
favoreció a los artistas de Sevilla, y atrajo a gran cantidad de andaluces a la Corte, además al decaer la prosperidad de la ciudad a comienzos del s. XVII, varios artistas emigraron a
Madrid que crecía en importancia cada vez más y se convirtió en centro del mecenazgo artístico. Pacheco procuró a Velázquez los contactos oportunos para que fuese presentado en la
Corte y este realiza su primer viaje a Madrid buscando, además de poder contemplar y aprender de las colecciones de pintura reales, establecerse como pintor de la corte. No lo consigue
y regresa a Sevilla. De este viaje se lleva la influencia de la pintura flamenca.
CARACTERÍSTICAS DE ESTA ETAPA
El ambiente de la pintura sevillana había evolucionado desde posturas idealistas emparentadas con el mundo renacentista hasta formas más emparentadas con el estudio de la
naturaleza. En esa especial forma de sentir la pintura hay que inscribir las primeras obras del joven Velázquez. En este primer momento se observa una clara influencia de su maestro y
suegro Francisco Pacheco en lo que al dibujo se refiere, así como las influencias de otro gran pintor sevillano Juan de Roelas, quien era un claro defensor de la pintura veneciana con su
intenso colorido..
La mayoría de los cuadros pintados en Sevilla han ido a parar a colecciones extranjeras, sobre todo a partir del siglo XIX.
Naturalismo, colorido y fuerte influencia del dibujo serán las bases sobre las que se asiente esta primera fase. A ello se adecuaba excelentemente el uso de los tipos populares y de los
objetos cotidianos, que se verán abundantemente en estas primeras obras. En estos primeros años realizó estudios y desarrolló un extraordinario dominio del natural, naturalismo
tenebrista caravaggiesco, en cuanto a la representación de volúmenes y de las texturas de los objetos, aplicando los nuevos métodos del claroscuro desarrollados por Caravaggio. Utiliza
tonos terrosos. Y sus formas tienen la rotundidad de la escultura policromada que recuerdan por su plasticidad las imágenes de Martínez Montañés.
Velázquez procura dominar el natural, lograr la representación del relieve y de las calidades valiéndose de la fuete de luz dirigida que acentúa los volúmenes y singulariza casi
mágicamente las cosas más vulgares al atraerlas a un primer plano de luz y significación. Da la misma importancia a los rostros que a los objetos que integran el cuadro, cada figura
es un retrato.
Tradicionalmente la obra sevillana del genial pintor se suele clasificar en tres secciones básicas, retratos, pintura religiosa y pintura de género.:
 El cuadro de género o bodegón, de procedencia flamenca, el siglo XVII ha valorado el significado de la vida real: las acciones ordinarias y los objetos mismos: Esta fue la
primera ocupación de Velázquez en su época sevillana. Por desgracia este aspecto ha tardado en ser descubierto por la crítica, y cuando España ha querido apreciar su valor ,
los lienzos habían cruzado la frontera. Dos cosas cabe apreciar en esta pintura. Por un lado, la valoración del objeto, la calidad de la materia; de otro, la exaltación de la
función. Nadie ha sabido sublimar las acciones normales, hasta vulgares. Con interiores de cocinas, almuerzos y conciertos musicales, en el que representa objetos cotidianos y
tipos populares; algunos tienen connotaciones religiosas recibiendo el nombre de bodegones a lo divino. Este género será para Velázquez un excelente banco de prueb as,
un ejercicio de virtuosismo.
 Pintura religiosa. Los cuadros religiosos de esta etapa respiran un ambiente de bodegón., lo que corresponde a una visión popular.
 Muestra asimismo una gran capacidad para el retrato, transmitiendo la fuerza interior y el temperamento de los retratados. Los modelos son personajes del pueblo, palpables,
reales.
LOS TRES
MUSICOS, 1616-
1621
LOS TRES MUSICOS
87X110 cms. Óleo sobre lienzo.
Las escenas de carácter costumbrista no son muy habituales en el Barroco español. Sevilla era el puerto más importante de la España del siglo XVII y por allí entraba un buen número de
obras de arte encargadas por la numerosa colonia flamenca e italiana. Gracias a este comercio, los pintores sevillanos recibieron un buen número de influencias extranjeras que
provocaron el cambio en su concepción pictórica, abandonando el Manierismo e interesándose por las nuevas tendencias. De alguna manera se puede decir que Velázquez une en esta
imagen el costumbrismo flamenco con el Naturalismo italiano. Contemplamos a tres personajes populares, totalmente realistas y alejados de la idealización, apiñados alrededor de una
mesa sobre la que hay pan, vino y queso.. Las expresiones de los rostros están tan bien captadas que anticipa su faceta retratística con la que triunfara en Madrid. Un fuerte haz de luz
procedente de la izquierda ilumina la escena, creando unos efectos de luz y sombra muy comunes a otras imágenes de esta etapa sevillana. en las que se aprecia un marcado influjo de
Caravaggio. El realismo de los personajes es otra nota característica, así como el uso de ocres, sienas, pardos, negros y blancos. El bodegón de primer término vuelve a llamarnos la
atención en un primer golpe de vista, casi más que las propias figuras.
De los instrumentos salen espaciados sones, que se acompañan por la voz. Instrumentación y canto, música en rigor callejera, El cuadro se inscribe en el género que Pacheco denominó
de «figuras ridículas con sugetos varios y feos para provocar a risa» Dos hombres con instrumentos musicales cantan en tanto el tercero, el más joven de ellos, con la vihuela bajo el
brazo y un vaso de vino en la mano, llama la atención del espectador con su sonrisa burlesca haciendo ver que es el vino el que inspira a los músicos. A su espalda un mono, con una
pera en la mano, subraya el carácter grotesco de la escena. El propio nombre de bodegón dado por Pacheco a este tipo de pinturas de género se asocia con la denominación de las
tabernas o mesones sevillanos, probable marco de actuación para estos músicos como indicaría la presencia ante ellos de una mesa con una hogaza de pan sobre una servilleta, una
copa de vino y un queso con un cuchillo, que sirven además a Velázquez para realizar un estudio de las distintas texturas. La luz intensa y dirigida, proyectada desde la izquierda, provoca
efectos de claroscuro.
El conocimiento por Velázquez de la obra de Caravaggio, al menos indirecto y a través de pinturas de este género o de sus copistas, se ha subrayado especialmente en el caso de los
Tres músicos, en el que se ha señalado la influencia de Los jugadores de cartas (Kimbell Art Museum), una obra de Caravaggio pintada hacia 1594En la forma de modelar y en las telas
del músico situado a la derecha pueden reconocerse también influencias de Luis Tristán, quien había viajado a Italia y practicaba un personal claroscurismo
Tampoco se hacen evidentes las intenciones morales atendiendo a Francisco Pacheco, quien aludía a este género de pinturas como puros objetos de entretenimiento, únicamente
destinados a provocar la risa. Pero la posición de Pacheco ante el bodegón, como han observado Peter Cherry y Benito Navarrete Prieto entre otros, queda matizada al tratar de los
bodegones de su yerno, concebidos como medios a través de los cuales obtenía «la verdadera imitación del natural». En tanto ejercicios de estilo, sin sometimiento a las limitaciones que
imponían los géneros tradicionales, la búsqueda de la verdadera imitación del natural llevaba aparejada en Velázquez una profunda investigación pictórica sobre los modos de
representación visual. Su carácter intelectual radicaría entonces no en las interpretaciones alegóricas o los contenidos narrativos, sino en el modo de abordar de forma empírica los
problemas ópticos y perspectivos, las calidades táctiles de la materia y la expresión psicológica del carácter y las emociones..
LA EDUCACIÓN DE LA VIRGEN
H. 1617 (ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo
Recortado por los cuatro lados y en mal estado de conservación tras
haber sufrido restauraciones agresivas. Dado a conocer en julio de 2010
como obra de Velázquez por John Marciari, quien lo descubrió en un
sótano de la Universidad de Yale, y tras su restauración presentado en
Sevilla en octubre de 2014 en el simposio internacional sobre El joven
Velázquez dirigido por Benito Navarrete Prieto. Autoría rechazada por
Jonathan Brown que tacha la pintura de pastiche. Expuesto en París 2015
como atribuido a Velázquez, con dudas sobre su procedencia y fechas de
ejecución
La restauración, también discutida, fue realizada por Ian MacClure y
Carmen Albendea, junto con el departamento de restauración de la Yale
University Art Gallery, y el laboratorio de restauración del Institute for the
Preservation of Cultural Heritage de Yale. Los resultados científicos del
proyecto fueron publicados por la Universidad de Yale.
Distintos especialistas estuvieron trabajando durante más de dos años
para dar a conocer una pintura para nada retocada, y en la que se trabajó
con un exquisito respeto por el original. El criterio de intervención se ha
afinado realmente al máximo, haciendo suya la expresión de menos es
más. Se evitó, en la medida de lo posible, las reintegraciones,
descubriendo las partes y pigmentos originales de la obra, que coinciden
con la técnica del joven Velázquez en sus años sevillanos..

LA MULATA,1617
LA MULATA
1617, Óleo sobre lienzo, 56x118 cms.
Este cuadro parece ser uno de los más antiguos atribuidos a Velázquez, pintado cuando contaba con tan solo 18 años de edad. La crítica no se muestra de acuerdo en la fecha de su
ejecución, que algunos llevan a 1617-1618, siendo en ese caso una de las primeras obras conocidas del pintor, en tanto otros prefieren retrasarla a 1620-1622. Se encuentra desde 1987
en la Galería Nacional de Irlanda en Dublín, donde ingresó por legado de Alfred Beit junto con otras 16 importantes obras, procedentes de su mansión Russborough House.
Velázquez convierte esta escena en algo más que un bodegón, representando en un segundo plano parte de la historia sagrada, El cuadro presenta a una muchacha de tez oscura y cofia
blanca situada tras una mesa de cocina que corta la figura de medio cuerpo. Con su mano izquierda coge un jarro de cerámica vidriada, quedando sobre la mesa otros cacharros de loza y
bronce, entre ellos un almirez con su mano y un ajo. En la pared del fondo un cesto de mimbre cuelga de una escarpia con una servilleta blanca. Estos elementos propios de la pintura de
bodegón han llevado a relacionar este cuadro con uno de los «bodegoncillos» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas de Velázquez que utilizaría también en el cuadro
de Cristo en casa de Marta y María, que se trata de una abertura en el muro que comunica la cocina con una estancia situada tras ella.
En 1933 al procederse a una limpieza se descubrió bajo un amplio repinte del fondo una ventana a través de la cual se ve a Cristo bendiciendo el pan y a un hombre barbado a su
izquierda, faltando un segundo discípulo del que sólo queda una mano, dado el recorte sufrido por el lienzo en esta parte. La escena así representada, la Cena de Emaús según el relato
de Lucas, 24, 13-35, transforma el bodegón de cocina en «bodegón a lo divino», haciendo de un género despreciado por los teóricos a causa de la bajeza de sus asuntos una obra digna
de mayor respeto, a la vez que dignifica a la propia sirvienta, al entenderse la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús como una muestra de su presencia entre la gente
común. Lo más destacable de la composición sería la altísima calidad de los detalles del cesto, los jarrones o los platos, en los que apreciamos una minuciosa pincelada. Los efectos de
claroscuro están tomados del Naturalismo, al igual que las tonalidades oscuras empleadas, abundando los sienas, ocres, marrones y blancos para contrastar. El realismo de la muchacha
es sensacional, dando la impresión de ser observada desde una ventana.
Desconocemos quién fue el cliente que las encargó, aunque sería alguien interesado por la novedad del estilo de Velázquez frente al Manierismo anterior. Algunos historiadores
consideran que ese anónimo cliente sería Don Juan de Fonseca, uno de los artífices del éxito del maestro en Madrid. La representación de la población negra de Sevilla no debe
sorprender Después de Lisboa , la capital andaluza era la primera concentración europea en número de esclavos. Esta realidad formaba parte de la vida cotidiana del pintor . Su padre
poseía algunos a su servicio , al igual que Juan Martínez Montañés y Francisco Pacheco - su maestro . Parece ser que Velázquez pudo disponer de esclavos. Sin embargo, cuando realizó
su segundo viaje a Italia con un tal Juan de Pareja , un colaborador mulato al que el pintor liberó en 1650.. Aureliano Beruete, que pudo ver el cuadro en la exposición de maestros
españoles de Grafton Galleries en 1913, donde se exhibía prestado por Otto Beit como «atribuido» a Velázquez, fue el primero en publicarlo como original del pintor, por comparación con
los Dos jóvenes a la mesa del Museo Wellington. Algo más tarde August L. Mayer presentó como la versión original pintada por Velázquez otro ejemplar de La mulata, entonces en la
Galería Goudstikker de Ámsterdam (actualmente en el Instituto de Arte de Chicago), relegando la versión de Beit a la condición de copia o réplica, siendo seguido en esta apreciación por
algunos otros críticos que juzgaban aquella obra como de mejor calidad. Tras la limpieza de 1933, que sacó a la luz la ventana del fondo, el propio Mayer rectificó su anterior opinión,
admitiendo también la autografía de esta versión, criterio compartido de forma casi unánime por la crítica posterior

ESCENA DE COCINA, H. 1620,
Óleo sobre
lienzo, 55 x
104,5 cm
López-Rey
deja en
suspenso la
atribución a
causa de su
mal estado de
conservación.
Obra atribuida
para Jonathan
Brown, quien
no descarta
que pueda
tratarse del
trabajo de un
copista.
CABEZA DE JOVEN DE PERFIL
H. 1618-1619 (ATRIBUIDA)
Óleo sobre lienzo 39,5 x 35,8 cm
La radiografía muestra la pintura subyacente de una cabeza muy
semejante a la del personaje central de los Tres músicos. López-Rey,
que la tiene por excelente, defiende su autografía. Brown la considera
únicamente como posible obra de Velázquez
En realidad, este retrato de perfil fue un estudio para otro de los
cuadros que hemos visto aquí: el Almuerzo de campesinos,
concretamente el correspondiente al personaje de la derecha. El
retrato constituye un estudio psicológico del muchacho que escucha
a alguien que se encuentra fuera del cuadro, que bien puede ser el
anciano que se encuentra a la izquierda del cuadro antes referido. La
técnica que Velázquez utiliza en este cuadro es similar a la empleada
en otros retratos caracterizados por el fondo oscuro que sirve para
realzar la figura del retratado.
EL ALMUERZO,
h.1617-1618
EL ALMUERZO, H.1617-1618
Óleo sobre lienzo, 96 × 112 cms,
El primer plano del lienzo está ocupado, con gran naturalidad, por una mesa cubierta por un mantel de lino blanco arrugado y almidonado ,
sobre el que apreciamos algunas viandas, pan, varias granadas, un vaso de vino y un plato con algo parecido a mejillones.
Tres hombres se reúnen alrededor de ella, un anciano a la izquierda y un joven a la derecha, mientras que en el fondo un muchacho vierte vino
de un frasco de cristal, en actitud alegre y despreocupada. En último término aparecen un gran cuello blanco de tela fina, una bolsa de cuero y,
a la derecha, una espada, que la sombra sobre la pared y los reflejos metálicos hacen más visible. Los modelos utilizados para los personajes
de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismo que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás.
Las figuras se recortan sobre un fondo neutro en el que destaca la golilla de uno de los personajes y un sombrero colgados en la pared. Las
expresiones de los dos modelos de la derecha son de alegría mientras el anciano parece más atento a la comida que al espectador. Algunos
especialistas consideran que estamos ante una referencia a las edades del hombre, al mostrarnos al adolescente, el adulto y el anciano. Las
características de esta composición son las habituales en la etapa sevillana: colores oscuros; realismo en las figuras y los elementos que
aparecen en el lienzo; iluminación procedente de la izquierda; y expresividad en los personajes, características tomadas del naturalismo
tenebrista que Velázquez conocía gracias a las estampas y cuadros procedentes de Italia que llegaban a Sevilla. Este tipo de obras debieron
ser muy demandadas. La escena pretende tal vez comunicar un significado moralizante. La idea de un anciano en compañía de dos jóvenes
tiene una larga tradición que se remonta a la pintura europea del Renacimiento. Ha habido ya notables ejemplos en Roma, en una célebre obra
de Rafael, y en la pintura veneciana del siglo XVI, en obras de Giorgione y Tiziano, todas ellas referidas a tema de las "tres edades del
hombre".
Velázquez interpreta acaso un argumento de ascendencia clásica en sentido naturalista, sobre todo teniendo en cuenta al círculo de amistades
literarias y humanistas en cuyo ámbito se movía, y seguramente a su maestro Pacheco.
LAS LÁGRIMAS DE SAN
PEDRO, 1617-1619
(ATRIBUIDO)
Inédito hasta su presentación por Manuela Mena en 1999 como el original de una composición
conocida por diversas copias de calidad desigual, una de ellas en el Museo de Bellas Artes de
Sevilla atribuida a Francisco de Herrera el Viejo. Admitido como original de Velázquez por Alfonso
E. Pérez Sánchez y Guillaume Kientz (París, 2015)
La composición, en la que el Príncipe de los Apóstoles llora su negación de Jesucristo, debió ser un
modelo de prototipo muy apreciado en la Sevilla del primer tercio del XVII, a tenor de las
numerosas versiones existentes como la del Museo de Bellas Artes de Sevilla, atribuida a Herrera
el Viejo; el San Pedro de la antigua colección de Beruete; el de la colección del Marqués de Villar
de Tajo, así como el que conserva la Hermandad de Panaderos.
En este cuadro, el Apóstol, de cuerpo entero, aparece sentado en una roca, con las piernas
cruzadas y las manos unidas sobre la rodilla, mientras levanta la cabeza al cielo con los ojos
arrasados en lágrimas. Viste túnica azul y manto ocre que descansa sobre la roca. Las llaves
aparecen caídas en el suelo, y en el ángulo superior izquierdo se muestra un desolado paisaje
envuelto en una luz plateada de madrugada.
Se trata de una obra de altísima calidad, que enlaza con el modo de hacer de Velázquez en su
período juvenil, muy cercana a los Músicos de Berlín, la Vieja friendo huevos o el Aguador, cuya
técnica y características revelan que es pintura absolutamente original, y no copia o réplica de otra,
y con una gran seguridad la primera versión del tema, por detalles de técnica pictórica que así lo
ponen de manifiesto, como en los arrepentimientos o en el modo de resolver la espalda del santo
en escorzo.
El tema, por la ternura religiosa que expresaba, fue muy popular en la Sevilla de principios del
XVII, lo que sería una confirmación más de la respuesta dada por Velázquez a una iconografía muy
solicitada como la que le requerían aquellas escenas de taberna e interior tan de moda por los años
en que Velázquez vivía en Sevilla. De hecho, el recurso a temas de tan profundo realismo, como el
de las llaves del primer término, símbolo del apóstol, muestra una más el valor concedido a la
realidad de las cosas, rasgo velazqueño similar al cerco luminoso que envuelve la figura del santo.
La visión de la realidad expresada por Velázquez encuentra una vez más en la utilización de un
modelo concreto, cotidiano, a un prototipo consagrado en su primera pintura y a una representación
que acaso conviniera a la rudeza originaria del apóstol, pero no a una iconografía apta, como dice
Gudiol, para sugerir la piedad.
RETRATO DE NIÑA O
INMACULADA JOVEN, H. 1617-
1620 (ATRIBUIDO)
Inédito hasta su presentación en abril de 2017 en la casa de subastas
Abalarte de Madrid, donde se informaba de su procedencia de una
colección nobiliaria en la que habría permanecido por más de 150 años.
Para su atribución se destacan las similitudes con la Inmaculada
Concepción de la National Gallery de Londres en tanto la niña utilizada
como modelo pudiera ser la misma de La educación de la Virgen. Las
radiografías permiten ver una orla de puntos luminosos o estrellas en
torno a la cabeza de la niña y un pendiente en forma de perla que se
ocultaron en alguna restauración pasada con objeto de transformar la
pequeña Inmaculada en retrato de niña.
Este es uno de los cuadros con niño más brillantes del genio sevillano. A
mí, desde luego, me conmueve, porque pocas cosas hieren tanto como
la contemplación de un niño triste. Y la tristeza plasmada es una cosa
interior, que bordea el llanto, que se come las lágrimas, que se filtra en el
cuerpo de la pobre menor.
VIEJA FRIENDO
HUEVOS, 1618
VIEJA FRIENDO HUEVOS
Óleo sobre lienzo, 99X169 cms.
Técnica tenebrista, dirigiendo un foco de luz fuerte que individualiza y destaca las personas y los objetos con un valor inédito, por humildes o poco importantes que sean. Las figuras se
recortan sobre un fondo negro, de acuerdo con los canónes tenebristas. Pero permite que apreciemos mejor los detalles: esos huevos que flotan brillantes y cuajados sobre el aceite
hirviendo; junto a la vieja el niño,con rostro preocupado, pensante.
El retrato se une al bodegón: Naturalismo La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la
izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de palma y unas alcuzas
o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una
cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela
en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Delante de
la mujer y en primer término se disponen una serie de objetos vistos con el mismo punto de vista elevado: una jarra de loza vidriada blanca junto a otra vidriada de verde, un almirez con
su mano, un plato de loza hondo con un cuchillo, una cebolla y unas guindillas. Apoyado en el anafe brilla un caldero de bronce
Captación de las calidades de los objetos (texturas, brillos). Especie de inventario de los utensilios de cocina, retratando en cada uno de ellos hasta el más mínimo detalle.
Muy bien Ciertos problemas de perspectiva y alguna incongruencia en las sombras que proyectan no impiden, sin embargo, apreciar la sutileza en el tratamiento de sus texturas por el
sabio manejo de la luz, que es parcialmente absorbida por los cacharros cerámicos y se refleja en los metálicos, casi alternadamente dispuestos. El interés de Velázquez por los efectos
ópticos y su tratamiento pictórico se pone de manifiesto en los huevos flotando en el líquido, aceite o agua, en los que «logra mostrar el proceso de cambio por el cual la transparente
clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse», detalle que indica el interés del pintor en captar lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento concreto dibujado, es
una composición de gran equilibrio, empleando una gama de tonos cálidos: los marrones de la sombra, el amarillo del melón, el rojo anaranjado de la cazuela, el ocre de la mesa, todos en
una armonía graduada por la luz. Pero más allá de la atención prestada a estos objetos y a su percepción visual, Velázquez ha ensayado una composición de cierta complejidad, en la que
la luz juega un papel determinante, conectando figuras y objetos en planos entrecruzados. La relación entre los dos protagonistas del lienzo resulta, sin embargo, ambigua. Sus miradas
no se cruzan: el muchacho dirige la suya hacia el espectador mientras la mirada de la anciana parece perderse en el infinito, creando con ello cierto aire de misterio que ha hecho pensar
que lo representado en el lienzo no sea una simple escena de género. Lejos de ser «figuras ridículas» para provocar risa, como decía Pacheco a propósito de los protagonistas de los
bodegones más convencionales, anciana y joven están tratados con severa dignidad. El escorzo de la cabeza del muchacho coincide con el del adolescente que recibe la copa en El
aguador de Sevilla, adoptando un gesto reconcentrado, como transido por la importante responsabilidad que desempeña en la cocina. El mismo muchacho no deja de recordar al más
joven de los Tres músicos, pero la incidencia de la luz, más matizada, y la expresión seria le dotan de una dignidad y atractivo que no tenía aquel. .
BUSTO DE MUCHACHA, H. 1618
(ATRIBUIDO)
Carboncillo sobre papel 20 x 13,5 cm
Para Brown, este y el siguiente son «posiblemente de Velázquez».
Por testimonios como los de Pacheco y Palomino sabemos que Velázquez se
ejercitó en el dibujo, tanto en su período juvenil como durante sus viajes a Italia.
Sin embargo, son escasos los dibujos que actualmente se consideran de su
mano.
Ambos están ejecutados con una técnica muy semejante y pertenecen a un
mismo momento creativo. En las dos obras, la figura femenina aparece
modelada muy levemente a lápiz negro e iluminada por un foco de luz tenue.
El estudio psicológico de estas dos muchachas, ese aire melancólico que
desprende su mirada, los convierte en algo inédito en la pintura española del
siglo XVII. A pesar de que los dibujos no se han podido relacionar con ninguna
de las pinturas de Velázquez, se acepta que pueden situarse en su período
juvenil sevillano, cercanos, por tanto, a las enseñanzas de su suegro, el pintor y
tratadista Francisco Pacheco, quien consideraba el dibujo como disciplina
fundamental en el aprendizaje del artista. Se ha querido ver retratadas a
familiares muy próximas a Velázquez, incluso a Juana, su mujer, aunque
actualmente parece descartado.
CABEZA DE
MUCHACHA H. 1618
(ATRIBUIDO)
Carboncillo sobre papel 15 x 11,7 cm
López-Rey dice que este dibujo de Velázquez fue retocado
groseramente a lo largo de la mandíbula por otro dibujante.
INMACULADA
CONCEPCIÓN, H. 1618
INMACULADA CONCEPCIÓN, H. 1618
Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 101,6 cm
Parece una escultura de devoción, y el modelo ofrece el aspecto de una moza sevillana.
Aunque Francisco Pacheco en El arte de la pintura aconsejaba pintar a la Inmaculada Concepción con túnica blanca y manto azul, Velázquez empleó la túnica rojo-púrpura del mismo
modo que acostumbraba a hacerlo el propio Pacheco en sus diversas aproximaciones al tema (Catedral de Sevilla; Inmaculada concepción con la Trinidad, Sevilla, iglesia de San Lorenzo,
etc.). Este era también el modo más extendido en Sevilla en las primeras décadas del siglo XVII.
Velázquez sigue los esquemas compositivos empleados por Pacheco igualmente en la silueta en contrapposto de la Virgen, la luna traslúcida a los pies y la integración de los símbolos de
las Letanías lauretanas en el paisaje (nave, torre, fuente, cedro), Otras sugerencias expuestas por Pacheco en las Adiciones a su tratado, pero recogiendo indudablemente su práctica
artística y los conocimientos adquiridos a lo largo de un largo periodo, han sido respetadas
Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica,
dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera.
La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que
Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que
toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella.
La apariencia de retrato, bien distinto de los idealizados rostros de Pacheco, ha llevado a diversas especulaciones acerca de la identidad de la retratada, buscándose a menudo al modelo
dentro del entorno familiar, aunque la figura de María deriva del modelo de la Inmaculada de El Pedroso, obra de Juan Martínez Montañés.
La cuestión inmaculista era en Sevilla objeto de vivo debate, con amplia participación popular volcada en general en defensa de la definición dogmática. La controversia estalló en 1613
cuando el dominico fray Domingo de Molina, prior del convento de Regina Angelorum negó la concepción inmaculada desde el púlpito, afirmando que María «fue concebida como vos y
como yo y como Martín Lutero». Entre los fervorosos defensores de la Inmaculada estuvo Francisco Pacheco, bien relacionado con los jesuitas Luis del Alcázar y Juan de Pineda,
implicados en su defensa. Al calor de la controversia los pintores recibieron Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las
indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque,
siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del
que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con
su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella.numerosos
encargos, siendo por tal motivo la pintura de la Inmaculada uno de los asuntos más repetidos
SAN JUAN EN
PATMOS, H.1618
SAN JUAN EN PATMOS, H.1618
Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 102,2 cm
Velázquez representa a Juan el Evangelista en la isla de Patmos. Aparece sentado, con el libro en el que escribe el contenido de la revelación sobre las rodillas. Al pie otros dos libros
cerrados aluden probablemente al evangelio y a las tres epístolas que escribió. Arriba y a la izquierda aparece el contenido de la visión que tiene suspendido al santo, tomado del
Apocalipsis (12, 1-4) e interpretado como figura de la Inmaculada Concepción, cuya controvertida definición dogmática tenía en Sevilla ardientes defensores. «Una gran señal apareció en
el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza (...) Otra señal apareció en el cielo: un dragón color de fuego, con siete
cabezas y diez cuernos (...) se puso delante de la mujer en trance de dar a luz». En su dibujo Velázquez sigue modelos iconográficos conocidos: un grabado de Jan Sadeler, a partir de un
cuadro de Martín de Vos para el esquema general y la figura del dragón, y otro de Juan de Jáuregui publicado en el libro de Luis del Alcázar Vestigatio arcani sensu Apocalypsi (Amberes,
1614), para la imagen de la Virgen
En la cabeza del santo se observa un estudio del natural, tratándose probablemente del mismo modelo que utilizó en el estudio de una cabeza de perfil del Museo del Hermitage. La luz es
también la propia de las corrientes naturalistas. Procedente de un punto focal situado fuera del cuadro se refleja intensamente en las ropas blancas y destaca con fuertes sombras las
facciones duras del joven apóstol. El efecto volumétrico creado de ese modo, y el interés manifestado por las texturas de los materiales, como ha señalado Fernando Marías, alejan a
Velázquez de su maestro ya en estas obras primerizas.
En semipenumbra queda el águila, cuya presencia apenas se llega a advertir gracias a la mayor iluminación de una pezuña y a algunas pinceladas blancas que reflejan la luz en la cabeza
y el pico, mimetizado el plumaje con el fondo terroso del paisaje. A la derecha del tronco del árbol, el celaje se enturbia con pinceladas casuales, como acostumbró a hacer Velázquez,
destinadas a limpiar el pincel. El controlado estudio de la luz en la figura de San Juan, y el rudo aspecto de su figura, hace por otra parte que resalte más el carácter sobrenatural de la
visión, envuelta en un aura de luz difusa. Lo reducido de la visión, a diferencia de lo que se encuentra en los grabados que le sirvieron de modelo, se explica por su colocación al lado del
cuadro de la Inmaculada Concepción, en el que la visión de la mujer apocalíptica cobra forma como la Virgen madre de Dios concebida sin pecado, subrayando así el origen literario de
esta iconografía mariana, como la materialización de una visión conocida a través de las palabras escritas por san Juan.
Velázquez usa el formato tradicional para el tema, pero, en lugar de mostrarnos a San Juan como un hombre anciano, tal como era cuando escribió el Apocalipsis, pinta al santo como un
hombre joven. El rostro está particularizado; no muestra idealización, y con el bigote resulta típicamente español.
En 1800 Ceán Bermúdez mencionó este cuadro junto con la Inmaculada Concepción, de idénticas dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla, para el
que probablemente se pintó. Ambos fueron vendidos en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran Bretaña, Bartholomew Frere. En 1956 fue adquirido
por el museo donde ya se encontraba depositado en calidad de préstamo desde 1946. La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
CRISTO EN CASA DE MARTA Y MARÍA, 1618-
CRISTO EN CASA DE MARTA Y MARÍA
Óleo sobre lienzo, 60x103,5 cms.
Velázquez nos muestra en este cuadro una escena cotidiana en primer plano, a la vez que en un segundo plano un pasaje religioso visto a través de una ventana o reflejado en un
espejo. Dicha escena religiosa explica la primera. El personaje de la mujer de mayor edad parece ser la misma modelo que utilizó en La vieja friendo huevos. El cuadro reúne elementos
propios del género del bodegón con figuras practicado asiduamente por el joven Velázquez y defendido por su maestro y suegro Francisco Pacheco, pues con ellos «halló la verdadera
imitación del natural» En primer término presenta a una doncella trabajando en la cocina con un almirez; en la mesa se encuentran dos platos de barro con huevos y cuatro pescados por
cocinar, un jarro también de barro vidriado en su mitad superior, una guindilla y algunos ajos, habiendo puesto el pintor el acento en el tratamiento diferenciado de sus texturas y brillos. A
la espalda de la doncella, una anciana, en la que se ha visto el mismo modelo de la Vieja friendo huevos, parece amonestar a la joven, gesticulando con el dedo índice de su mano
derecha. El naturalismo con que Velázquez trata esta parte del cuadro sitúa al espectador ante una escena cotidiana, en la que el pintor pudiera haber retratado cualquier cocina sevillana
de su tiempo. Sin embargo, el dedo de la anciana dirige la mirada del espectador hacia un recuadro situado a la derecha en el que se divisa la que sería la escena principal, situada en
segundo plano: en una estancia posterior Jesús dialoga con las hermanas María, sentada como en el estrado a sus pies según la costumbre femenina de la época, y Marta, en pie,
recriminando la actitud de su hermana.
La escena del fondo representa a Jesús cuando fie recibido en casa de Marta y mientras ésta se dedicaba a las tareas de la casa, su hermana María centraba su atención en Jesús. Se
nota ya un juego en diversos niveles de la realidad, "cuadros dentro del cuadro" que se comentan recíprocamente preguntándose sus significados relativos, con independencia de la
interpretación. Se trata de un concepto artístico que Velázquez extenderá con mayor rebuscamiento en la la obra maestra tardía Las Meninas. Como precedente del recurso velazqueño a
la duplicidad espacial y la composición invertida, que empleará también en La cena de Emaús y muchos años después en La fábula de Aracne, relegando la escena principal al segundo
planoLa imagen ilustra un pasaje del Evangelio de Lucas (10, 38-42), donde el evangelista cuenta como llegando Jesús a una aldea fue recibido en su casa por Marta, quien se iba a
ocupar afanosamente en su servicio, en tanto María solo se ocupaba de escuchar con atención las palabras del Señor. Marta se quejó a Jesús, porque su hermana la dejaba sola en los
quehaceres de la casa, pero Jesús le replicó: «Marta, Marta, tú te preocupas y te apuras por muchas cosas y solo es necesaria una. María ha escogido la parte mejor, que no se le
quitará».
Como precedente del recurso velazqueño a la duplicidad espacial y la composición invertida, que empleará también en La cena de Emaús y muchos años después en La fábula de Aracne,
relegando la escena principal al segundo plano e introduciéndola en un contexto narrativo diverso, de modo que el hecho religioso aparezca inmerso en el mundo cotidiano, se ha
señalado el ejemplo de los pintores flamencos Pieter Aertsen y su discípulo Joachim Beuckelaer (Cristo en casa de Marta y María, 1568, Museo del Prado), cuyas obras pudo conocer
Velázquez a través de las estampas de Jacob Matham. Pero estas cocinas de la gula, según las definió Vicente Carducho, se apartan de las sobrias cocinas de Velázquez, localizadas en
el ámbito de una pequeña estancia en penumbra, tratada con recogimiento casi conventual, en la que se respira la afirmación teresiana según la cual Dios anda también entre los
pucheros. Un precedente más inmediato y cercano al modo de componer de Velázquez se encuentra en su maestro Francisco Pacheco, quien había empleado este recurso en su San
Sebastián atendido por santa Irene (1616, antes en el Hospital de la Caridad de Alcalá de Guadaira, destruido) construido en dos planos, con el santo en cama hospitalaria en el primero,
atendido por la santa que le lleva la sopa en una escudilla a la vez que con la ramita de olivo, que es su atributo, ahuyenta las moscas, y la escena cronológicamente precedente de su
martirio, imitado de una estampa de Pieter Aertsen, en segundo plano y ocurriendo de forma simultánea, pues se ve al mártir sujeto a un árbol a través de una ventana como indica el
batiente.. .
LA INMACULADA, H.
1618-1620 (ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo 142 x 98,5 cm
Presentada en París en 1990 como obra del círculo de Velázquez. Subastada
en Sotheby's de Londres (1994) con atribución a Velázquez contando con el
parecer favorable de José López-Rey y Jonathan Brown. Atribución
rechazada por Alfonso E. Pérez Sánchez, quien la asigna a Alonso Cano.
Expuesto en París 2015 como original de Velázquez
Aunque en esta obra Velázquez sigue las directrices iconográficas del
maestro Pacheco, su concepción artística es novedosa en la configuración
volumétrica con unos perfiles muy definidos y un modelado firme en rostro y
manos.
ALMUERZO DE
CAMPESINOS, C. 1618 –
1619, (ATRIBUIDA)
Óleo sobre lienzo, 96 × 112 CMS.
El cuadro pertenece al género de los bodegones que
según Francisco Pacheco pintaba Velázquez para adquirir
por esa vía «la verdadera imitación del natural». Para
Jonathan Brown, que considera sólo probable la autoría
velazqueña, se inscribiría en el género de «pitture
ridicole» extendida en los Países Bajos y el norte de Italia,​
aunque Velázquez, al contrario que algunos de sus
copistas, no insiste en el carácter ridículo de sus
protagonistas. A diferencia del Almuerzo del Ermitage, que
ha de tenerse como cabeza de esta serie, y de las varias
otras copias y derivaciones conocidas, el muchacho más
joven que aparecía brindando en el centro de la
composición ha sido sustituido aquí por una joven rubia
llenando una copa de vino, de la que sólo la cabeza
conserva su calidad original. El hombre sentado a la
derecha, sin duda lo mejor del lienzo, varía respecto del
que ocupaba igual posición en la versión del Ermitage
únicamente en la posición de la cabeza, que ahora no se
dirige hacia el espectador, buscando su complicidad, sino
hacia el anciano que tiene situado enfrente, repitiendo
como en la copia de lord Moyne, Andover, el estudio de
cabeza de perfil del Ermitage. También hay alguna
variación en los objetos de bodegón -igualmente
repintados​- situados sobre la mesa vestida con un mantel
blanco de tonos azulados, siendo especialmente
significativa la introducción de un salero metálico de fino
trabajo, que con la copa de cristal veneciano en que la
moza sirve el vino, indica cierta calidad en los personajes
retratados, más propia de hidalgos que de humildes
campesinos
ADORACIÓN DE LOS
REYES MAGOS, 1619
ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS, 1619
Oleo sobre lienzo (203x125 cms)
Técnica tenebrista. Tonos ocres quizás de la tierra de Sevilla.
El cuadro representa la Adoración de los Reyes Magos según la tradición cristiana que concreta su número en tres y, a partir del siglo XV, imagina a Baltasar de raza negra, ofreciendo
tres regalos al Niño Jesús: oro como rey, incienso como Dios y mirra como hombre, tras haber tenido noticia de su nacimiento gracias a la estrella de oriente. Con los tres magos, la Virgen
y el Niño, Velázquez pinta a San José y a un paje, con los que llena prácticamente toda la superficie del lienzo y deja solo una pequeña abertura a un paisaje crepuscular en el ángulo
superior izquierdo. La zarza al pie de María alude al contenido de su meditación, expresada en el rostro reconcentrado y sereno.
El resultado de las mezcla de color produce gran variedad de matices. Se hace a base de cinco pigmentos básicos y se lleva a la pintura hasta extremos de virtuosismo. Velázquez
restriega con el pincel casi seco para obtener otros efectos. Velázquez va superponiendo mientras pinta: las manos se pintan sobre los trajes, los cuellos de encaje; unas figuras se
superponen a otras, unos objetos tapan a otros pintados antes. Pintado en plena juventud del autor, traduciendo muy bien las inquietudes luminosas y el realismo prieto y casi escultórico
en el modelado de sus años primeros.
La gama de color, de tonos pardos, con sombras espesas y golpes luminosos de gran intensidad; el crepuscular paisaje, de tonos graves con cierto recuerdo bassanesco, y el aspecto tan
individual y concreto de los rostros, retratos sin duda, definen maravillosamente su primer estilo.
En el delicado, pero real e inmediato rostro de la Virgen, y en el delicioso niño Jesús, tan verdaderamente infantil, habrá que ver, como repetidamente se ha dicho, un tributo amoroso a su
mujer y a su hijo, nacido ese mismo año.
Composición sencilla y original. Recurre a un efecto luminoso frecuente para conseguir la ilusión de profundidad: un primer plano en semioscuridad, un segundo plano muy luminoso y un
tercer plano en semioscuridad. Esta estratificación de planos luminosos la perfeccionará con las perspectiva aérea.
Con arreglo a los estudios técnicos que indican que el cuadro conserva sus medidas originales, si acaso ligeramente recortadas por abajo, la sensación un poco agobiante que produce la
recargada composición debió de ser deliberademente buscada por el pintor, quien habría querido crear con la proximidad de los cuerpos una impresión de intimidad acentuada por la
iluminación nocturna que baña la escena, que parece invitar al recogimiento.
En su ejecución es fácil advertir torpezas, propias del pintor principiante que era Velázquez en ese momento: la floja cabeza de San José, el cuerpo sin piernas del niño, embutido en
pañales conforme a las indicaciones iconográficas de Pacheco, según indica Jonathan Brown, o las manos de la Virgen sobre las que ensayó su ingenio Carl Justi aseverando que «son lo
bastante fuertes para manejar un arado y, en caso necesario, para coger al toro por los cuernos». Pero nada de ello empequeñece el sentido profundamente devoto de la composición en
su aparente cotidianidad, conforme a los consejos ignacianos, y en la forma como la luz, despejando las sombras, se dirige al Niño, que ha de ser el centro de toda meditación, dándole
volumen y forma.
FRANCISCO
PACHECO, 1619
FRANCISCO PACHECO, 1619
Óleo sobre lienzo; 40x36 cms.
El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas
contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino.
Pacheco, suegro de Velázquez, nacido en 1564, era un hombre culto y aunque su pintura no llegó a ser relevante, sí supo orientar bien a sus alumnos.
También fue tratadista y escribió El arte de la pintura, obra importante dentro de la teoría artística de España, publicada póstumamente en 1649.
El cuadro responde a convenciones propias del retrato, representando un busto de caballero mirando de frente sobre un fondo neutro, vestido de negro y con cuello grande de encaje.
Algunos toques de luz, con los que repasa el retrato una vez acabado, por ejemplo, en la punta de la nariz, es un rasgo característico del modo de hacer de Velázquez, que repetirá en
obras posteriores. La preparación del lienzo no se corresponde con la técnica empleada por Velázquez en sus obras sevillanas y tampoco es exactamente la empleada en las obras
realizadas ya en Madrid, por lo que la fecha más probable de ejecución puede ser 1622, entre el primero y el segundo de los viajes a la corte, relacionándose estilísticamente con el
Retrato de Luis de Góngora también de ese momento.
Allende-Salazar propuso en 1625 identificar al personaje representado como Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, siendo seguido en esa interpretación por otros
especialistas, si bien Jonathan Brown, entre otros, la descarta alegando la falta de pruebas. Javier Portús recuperó en 1999 aquella identificación, admitida en el Museo del Prado, al
apreciar semejanzas con el autorretrato de Pacheco en el reaparecido Juicio Final del Museo de Castres, del que el maestro de Velázquez hizo una extensa descripción en el Arte de la
Pintura, pero también cabe advertir que en aquel escrito Pacheco no hizo alusión en ningún momento a retratos suyos pintados por su yerno, en tanto hablaba con cierto detalle del retrato
de Góngora y del autorretrato de Velázquez que él tenía.
Velázquez lo presenta con una expresión vivaz, casi dispuesto a un diálogo. En la gorguera plegada, prohibida después por el programa de austeridad de Felipe IV, el artista manifiesta
una extraordinaria capacidad de observación, y el desorden de los pliegues parece transparentarse la vitalidad del que la lleva.
El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas
contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. El cuadro procede del Palacio de la Granja de San
Ildefonso donde en 1746 se inventarió como obra de Tintoretto, ingresando ya con atribución a Velázquez en el Museo del Prado de Madrid al crearse la pinacoteca en 1819. El Retrato de
caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el
exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. El cuadro procede del Palacio de la Granja de San Ildefonso donde
en 1746 se inventarió como obra de Tintoretto, ingresando ya con atribución a Velázquez en el Museo del Prado de Madrid al crearse la pinacoteca en 1819.
SANTO TOMAS,
H.1619-1620
SANTO TOMAS, H.1619-1620
Óleo sobre lienzo, 95 cm × 73 cm
El santo aparece de riguroso perfil, lo que dificulta la posibilidad apuntada de que hubiese formado serie con el San Pablo de Barcelona en
posición casi frontal, envuelto en un pesado manto castaño anaranjado surcado por profundos pliegues. Julián Gállego destacó la calidad de
las manos, estudiadas del natural, con las que sujeta en la derecha un libro abierto encuadernado en pergamino y en la izquierda una pica o
lanza que lleva al hombro. El modelo es el mismo del San Juan en Patmos y quizá el del estudio de Cabeza de perfil del Museo del Hermitage:
joven, con barba incipiente y pómulos marcados, si acaso más consumido aquí para subrayar el carácter ascético. La iluminación intensa,
dirigida desde la izquierda, ha llevado a que se recuerde con frecuencia a propósito de este cuadro el naturalismo caravaggista y su sistema
de iluminación tenebrista.
Su identificación como el apóstol santo Tomás, habitualmente representado con una escuadra, es posible además de por la inscripción que
lleva en la parte superior («S. TOMAS.»), por la pica, atributo no infrecuente y del que se vale también El Greco en alguno de sus apostolados,
ya sea la lanza de Longinos, evocando de este modo sus dudas sobre la Resurrección de Jesús resueltas al meter su mano en el costado de
Cristo, o el atributo de su martirio, pues según san Isidoro murió alanceado.
En el Museo de Orleans al menos desde 1843, donde se atribuía a Murillo, en 1925 Manuel Gómez-Moreno lo publicó como obra de Velázquez
y en relación con el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, con una inscripción semejante en la parte superior, como restos de un
posible apostolado al que también podría haber pertenecido la Cabeza de apóstol del Museo del Prado. Aunque no haya sido posible
establecer una relación directa con este cuadro, del que se ignora la procedencia hasta su incorporación al museo, se han recordado a este
respecto una serie de apóstoles mencionados por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizados en una pieza contigua a la celda
prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se atribuían al pintor
SAN PABLO,
H.1619-1620
SAN PABLO, H.1619-1620
Óleo sobre lienzo, 99 cm × 78 cm
El santo aparece representado casi de frente al espectador, sentado y de tres cuartos, envuelto en un amplio manto de tonos verdosos que cubre una túnica roja y en el que destacan los
profundos pliegues con los que se capta la pesada textura de la tela. El tratamiento de la materia, el tono terroso y la iluminación dirigida junto con la fuerte caracterización del rostro dan
prueba del grado de naturalismo alcanzado por el pintor en esta época temprana, lo que ha llevado a ponerlo en relación con otras series de apóstoles y de filósofos de José de Ribera.
Sin embargo su ejecución es muy desigual e insegura en la representación corporal, de forma que la cabeza del natural y el pesado paño se asientan sobre unas piernas sin volumen.
Para el rostro, estudiado del natural, se han señalado semejanzas con personajes representados en otros cuadros del pintor, como El almuerzo o la citada Cabeza de apóstol, pero
también fuentes grabadas, como una estampa de Werner van den Valckert que representa a Platón y un grabado de San Pablo de Gerrit Gauw sobre una composición de Jacob Matham
para la disposición general.
La identificación del personaje solo es posible por la inscripción «S.PAVLVS» que aparece en la parte superior, con una grafía semejante a la inscripción del Santo Tomás, lo que hace
creíble que ambos cuadros formasen alguna vez serie, aunque pudieran ser inscripciones añadidas en fecha posterior. Velázquez se ha apartado de la tradicional iconografía de san
Pablo, una de las más codificadas del arte cristiano, prescindiendo de la espada que lo distingue, sustituida por el libro semioculto bajo la capa, en alusión a sus Epístolas, pero que en
tanto que atributo es común a otros apóstoles. También se apartó de la iconografía tradicional en lo que se refiere a la fisonomía del santo, que lo imaginaba calvo y con barba negra y
puntiaguda, para acercarse a las indicaciones de su maestro Francisco Pacheco, tal como las recogía en El arte de la pintura.
Se cree que pudo haber formado parte de un apostolado, al que pertenecerían también el Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y la Cabeza de apóstol ingresada en 2006 en
el Museo del Prado y luego cedida en depósito al Museo de Bellas Artes de Sevilla. En este sentido Julián Gállego recordó un conjunto de pinturas mencionado por Antonio Ponz en su
Viaje de España de 1772, localizado en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se guardaban «varias pinturas que representan apóstoles que,
si son de Velázquez, como allí quieren, puede ser que las hiciera en sus principios» Otros dos cuadros con apóstoles atribuidos a Velázquez se citaban en un inventario hecho en 1786 de
las pinturas del convento de San Hermenegildo de MadridLa relación entre estas obras y las conservadas, sin embargo, no se ha podido documentar, y el hecho de que el apóstol Tomás
se retrate de riguroso perfil mientras que el san Pablo está casi de frente, parece romper con el concepto de repetición que exigen estas series, y así José López-Rey los catalogó por
separado
El santo, sentado, lleva túnica y se cubre con un manto grueso. Su cabellera es oscura, la barba canosa y el rostro con profundas arrugas, mientras una aureola de luz alrededor de la
cabeza declara su santidad. Muestra un libro que indica su condición de apóstol, y quizá también la de intelectual o filósofo, aunque, arriba a la izquierda, aparece una inscripción que lo
identifica claramente: «S. PAVLVS». Se trata de una pintura de juventud hecha cuando Velázquez todavía vivía en Sevilla, poco antes de entrar al servicio del monarca español Felipe IV
en Madrid. Esta obra se considera fundamental para el estudio de la influencia del realismo pictórico de Caravaggio en España.. El apóstol vestido con manto verde y túnica roja aparece
sentado sosteniendo con su mano izquierda un libro que pudiera hacer referencia a sus epístolas. En el ángulo superior izquierdo una inscripción "S. PAULUS", lo identifica como tal ya
que no aparece representado con sus atributos tradicionales.
El cuadro fue publicado por August L. Mayer como obra de Velázquez en 1921, atribución admitida de forma general por la crítica.
EL AGUADOR DE
SEVILLA, 1619-1620
EL AGUADOR DE SEVILLA, 1619-1620
Óleo sobre lienzo, 106x82 cms.
Vemos en esta obra a un hombre de edad, vestido de manera pobre y sencilla, que tiende a un niño una copa, cuya transparencia revela la presencia de un higo para perfumar el agua
con "virtudes salutíferas". El muchacho, con la cabeza ligeramente inclinada, se apresta respetuosamente para recibir la copa. Entre las cabezas de ambos se entrevé, en penumbra, la de
un joven más alto que bebe con avidez de una jarrilla de cerámica. Vender agua por las calles de Sevilla era un acontecimiento habitual, Velázquez lo ha inmortalizado en el Aguador. El
protagonista aparece erguido, con altivez de quien realiza algo importante. Su raído vestido no puede ocultar la verdad de su bajo oficio. Pero con todo ofrece lo mejor: el agua fresca en
recipiente de barro; pero luego el detalle exquisito, de servirla en una fina copa de vidrio, en cuyo interior hay un higo, que con su sabor hacía más refrescante el efecto. El mundo del
tacto, el de los sabores aparece aquí representado, y al lado de él, la gran lección de que no hay menester pequeño. Trata los objetos con la misma precisión que dedica a los personajes.
Estas partes constituyen por sí mismas un verdadero bodegón. Se utilizan tonos cálidos: marrones. Ocres, rojos…
Algunos autores ven representado una alegoría a las tres edades del hombre maduro que accede al conocimiento. Bajo la manga descosida de la túnica oscura del viejo se asoma el
brazo, que apoya en el cántaro y sale del espacio del cuadro para invadir el del observador. Con esta nota innovadora, Velázquez parece anticipar las naturalezas muertas de Cézanne y
de Juan Gris. Una imaginaria luz en espiral parece salir del ánfora del primer plano, pasar después por la alcarraza más pequeña, colocada sobre un banco o una mesa, y concluir en las
tres cabezas por orden de edad, acabando en el viejo aguador. A los ojos de los contemporáneos, la escena solemne del cuadro tiene también, sin embargo, una característica burlesca:
en una de las novelas picarescas tan difundidas entonces, expresión de la sociedad española al igual que las obras de Miguel de Cervantes, aparece precisamente un aguador de Sevilla
que recuerda el cuadro de Velázquez. Reina en la composición una cierta inmovilidad, análoga a la de la Vieja friendo huevos, mientras que es evidente el extremo dominio de la materia y
el dibujo.
Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, el cuadro tendría como tema, sencillamente, el retrato de «un aguador», oficio común en
Sevilla. Estebanillo González en su Vida y hechos, que pretende ser novela autobiográfica, cuenta que llegando a Sevilla, por no ser perseguido como vagabundo, adoptó este oficio
dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato». Estebanillo elegirá este trabajo, que siendo Sevilla una ciudad calurosa y
muy poblada dejaba a sus oficiales un digno beneficio, porque siendo oficio «necesario en la república» no requería examen ni caudal para establecerse, bastándole para practicarlo con
adquirir «un cántaro y dos cristalinos vidrios». Pagaba dos maravedíes por cada cántaro que llenaba en un pozo de agua fría de un portugués y la vendía luego como agua de la Alameda,
poniendo sobre el tapador un ramito para acreditar tal origen, obteniendo con su venta dos reales más lo que le dejaba la venta de falsos jabones de Bolonia y mondadientes de Moscovia,
a lo que dedicaba las mañanas por no ser esas horas buenas para la venta de agua
Leo Steinberg primero y Julián Gállego han explicado El aguador como una representación de las tres edades en «una suerte de ceremonia iniciática», en la que el anciano, la Vejez,
tiende la copa del conocimiento al muchacho más joven y de noble aspecto. El propio Gállego apuntaba en 1990 que ese rito de iniciación pudiera hacer referencia también al amor,
encontrando un símbolo sexual en el higo dibujado en el interior de la copa en la que bebe el adolescente, destinado a perfumar el agua según los comentaristas.
EL AGUADOR DE
SEVILLA, H. 1620
(ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo 103 x 77 cm
Copia con variaciones del ejemplar de Apsley House de Londres.167
Gudiol pensó podría tratarse de la primera versión, distinta del ejemplar de
Londres no sólo en su ejecución, más seca, sino en detalles como el
bonete que cubre la cabeza del aguador, además de por hacer más nítido
el dibujo del hombre de mediana edad y del vaso de loza vidriada del que
bebe, surgiendo de la penumbra en que los dejó Velázquez, alteraciones
impropias de un copista y que abonarían una ejecución anterior
LA
VENERABLE
MADRE
JERÓNIMA DE
LA
FUENTE,1620
LA VENERABLE MADRE JERÓNIMA DE LA
FUENTE,1620
Existen dos versiones con ligeras variantes, ambas procedentes del convento de Santa Isabel la Real de Toledo de donde salieron en 1931, una conservada en el Museo del Prado de
Madrid (España) desde 1944 y la restante en colección particular madrileña.
El cuadro representa a Jerónima de la Asunción, fundadora y primera abadesa del convento de Santa Clara de la Concepción de Manila en las Islas Filipinas, como indica la inscripción de
la parte inferior.
La monja aparece en pie, llenando con su sola presencia un espacio desnudo, sin más notas de color que la carnación de los labios y el rojo del filo de las hojas del breviario cerrado que
recoge bajo el brazo izquierdo; viste el hábito marrón propio de las clarisas apenas diferenciado del fondo, sequedad que obliga a dirigir la vista al rostro duro de la monja, con su fija
mirada escrutadora, en la que se evidencia la fortaleza de carácter de quien a edad avanzada iba a emprender con ánimo misionero un viaje a tierras remotas de las que nunca regresaría.
La luz dirigida, con técnica que es todavía la propia del tenebrismo, resalta la dureza y las arrugas de manos y rostro. La visión elevada del suelo parece indicar que Velázquez desconoce
el modo de resolver la perspectiva linealo que conociéndola ha decidido no usarla Sin embargo muestra ya sus maneras en los pequeños detalles, como las arrugas de la blanca toca y la
cinta que sobre el pecho sujeta el manto, resuelta con algunos trazos escurridos que terminan antes de alcanzar la hebilla, demostrando como el joven pintor había ya entendido que la
verdadera aprehensión de la realidad en la pintura no está en la meticulosa imitación de la naturaleza de las cosas, sino en su realidad óptica, donde la vista se engaña.
Tanto la versión del Prado como la de colección han sido estudiadas en el laboratorio del museo, confirmando la segura atribución de los dos ejemplares. El de colección Araoz muestra
una técnica más rápida, con el pincel menos cargado de pintura, pero con pinceladas muy similares en ambos. El crucifijo se pintó inmediatamente en su actual estado, sin haber sufrido
retoques, al contrario que en el óleo del Prado en el que Velázquez hizo ligeros reajustes posicionales en la mano que lo agarra. La firma en el de colección Araoz , que no se indicó en la
primera limpieza, se demuestra apócrifa. La filacteria del Prado no debió eliminarse pues se comprueba su presencia desde el origen
El ejemplar propiedad del Museo del Prado estuvo atribuido a Luis Tristán hasta que en 1926, al procederse a una limpieza con destino a una exposición, apareció la firma «diego
Velazquez.f.1620». El segundo, solo diferente en la posición del crucifijo que sostiene la monja, de cara a la monja en el Prado y ladeado en el de colección privada, fue descubierto poco
después en el mismo convento por el restaurador del Museo del Prado, Jerónimo Seisdedos. En una limpieza posterior de este ejemplar apareció una firma idéntica a la del primer
ejemplar, apócrifa según el estudio técnico efectuado en el Museo del Prado. Ambos cuadros llevaban una filacteria que salía de cerca de la boca de la monja y que fue borrada en el
ejemplar del Prado poco después de su ingreso en el museo, por haberse considerado un añadido posterior, lo que se ha demostrado falso, pero no se ha podido recuperar tras la última
restauración. En el ejemplar de la colección Fernández de Araoz, que aún la conserva, se puede leer la inscripción: «SATIABOR DVM GLORI...FICATVS FVERIT» (En su gloria está mi
verdadera satisfacción, aludiendo a la del Crucificado que era una de las devociones particulares de la monja). En la parte superior otra inscripción dice: «BONVM EST PRESTOLARI CVM
SILENTIO SALVTARE DEI» (Es bueno esperar en el silencio la salvación de Dios). Y al pie, a los lados de la monja, una tercera inscripción, indudablemente posterior, pues alude a la
fundación que se disponía a emprender en el momento en que fue retratada, aclara la personalidad de la religiosa y las circunstancias por las que llegó a Sevilla en junio de 1620, donde
permaneció por espacio de tres semanas —en las que hubo de ser retratada por Velázquez, camino de las Filipinas, a donde llegó en agosto de 1621
DON CRISTOBAL SUAREZ DE
RIBERA, 1620
DON CRISTOBAL SUAREZ DE RIBERA, 1620
Óleo sobre lienzo, 207 cm × 148 cm
Suárez de Ribera fue padrino de bautizo de Juana Pacheco, casada con Velázquez en abril de 1618, y falleció el mismo año, el 13 de octubre, con sesenta y ocho años de edad. Se trata, pues, de un
retrato póstumo, en el que el rostro del retratado no refleja la edad que podía tener en el momento de conocerlo Velázquez.
El sacerdote retratado, devoto de san Hermenegildo, aparece de rodillas en un salón desnudo. Al fondo un amplio vano deja ver las copas de unos árboles frondosos y unas nubes interpuestas al sol. En
alto las armas de la hermandad: una cruz con guirnalda de rosas entre un hacha (instrumento del martirio del santo) y una palma enlazadas por una corona sobre fondo rojo.
El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se
desarrolla la escena sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del
efigiado e idealmente integrado en un conjunto decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar
mayor.
El retratado fundó en Sevilla la capilla o ermita de San Hermenegildo, construida entre 1607 y 1616, donde siempre estuvo el lienzo, asignado a Francisco de Herrera el Viejo en un inventario de 1795,
hasta su depósito en el Museo de Bellas Artes tras ser restaurado en 1910. Al ser limpiado el cuadro -cuando se atribuía a la escuela sevillana- apareció en el muro bajo la ventana la fecha, 1620, y un
monograma, diversamente leído «DOVZ» o «DLZ» (D,V y Z entrelazadas, la O como círculo reducido sobre el trazo vertical de la d, podría ser también el punto de una i), interpretado como el monograma
de Velázquez, aunque de él se han ofrecido otras lecturas, siendo a partir de entonces admitido de forma unánime por la crítica como obra de Velázquez, no obstante advertirse el mal estado de
conservación, con pérdidas de pintura y abrasiones. Sólo el hecho de tratarse de un retrato póstumo justificaría la falta de verdad que hay en el blando rostro reducido, por otra parte, a una pequeña
mancha en un lienzo demasiado grande y vacío, muy lejos del coetáneo retrato de La venerable madre Jerónima de la Fuente.
La sobriedad del personaje se debe probablemente al hecho de ser un retrato póstumo. �ste ha sido representado de rodillas señalando hacia el retablo mayor que poseía una obra del santo titular de la
iglesia que había sido realizado por Juan Martínez Montañés. Tras el caballero, recurriendo de nuevo al uso de una ventana en el fondo, se observa el jardín de cipreses que permanecieron en el lugar
hasta casi nuestros días.
Durante sus años en Sevilla, Velázquez trabajó el claroscuro en las escenas de género o bodegones con figuras, temas que ya tenían precedentes en la pintura flamenca e italiana. Con su excepcional
dominio del dibujo y una gama cromática oscura, alcanzó extraordinarias impresiones de verismo. También ensayó otros dos géneros en los que impera el tono de verosimilitud: el religioso y el retrato.
El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se
desarrolla la escena sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del
efigiado e idealmente integrado en un conjunto decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar
mayor.
SAN JUAN BAUTISTA EN EL
DESIERTO, H. 1620
(ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo 175,3 x 152,5 cm
El rechazo de la crítica a una antigua atribución a Velázquez
propuesta por Mayer (1936) determinó su catalogación en el
museo como anónimo sevillano. Expuesto en 2005-2006 a
nombre de Alonso Cano. Maurizio Marini​ y Javier Portús
(2007) han defendido de nuevo la atribución a Velázquez,
destacando el último las afinidades con los cuadros de su
etapa sevillana demostradas en el estudio técnico realizado en
el Art Institute.
CABEZA DE MUCHACHA, H. 1620
(ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo 25 x 18 cm
Creído en el pasado retrato de Juana Pacheco, esposa del artista, para
López-Rey se trataría de una obra basada en la manera inicial de
Velázquez y no de un estudio autógrafo como sostenía August L. Mayer
entre otros
CABEZA DE UN MUCHACHO
RIENDO, H. 1620
(ATRIBUIDO)
Óleo sobre lienzo 27 x 22 cm
Mayer lo tiene por un trabajo genuino de la primera época.164 Para
López-Rey el deficiente estado de conservación hace difícil
pronunciarse acerca de si se trata de un trabajo del propio Velázquez o
de algunos de sus tempranos seguidores sevillanos.
LA IMPOSICIÓN DE LA
CASULLA A SAN ILDEFONSO,
1621
LA IMPOSICIÓN DE LA CASULLA A SAN
ILDEFONSO, 1621
Óleo sobre lienzo, 166 x 120 cm
San Ildefonso, discípulo de San Isidoro de Sevilla, fue un destacado clérigo en la época de Recaredo y Recesvinto. Sucedió a san Eugenio II como obispo de Toledo. Prelado ilustrísimo
realizó muchos escritos en defensa de la virginidad perpetua de María. La tradición dice que, en agradecimiento, la Virgen descendió del cielo para imponerle una preciosísima casulla.
La influencia del Greco es patente en este lienzo, tanto en la espiritualidad que desprende la figura del santo como en la composición extrañamente triangular, de la obra, con la casulla,
sujeta por la Virgen sobre la cabeza del santo y que cae por ambos lados, con un ímpetu luminoso que arranca hilos de luz al púrpura un poco fría de la tela y se conjunta con los pliegues
violáceos del manto de María.
Esto es uno de los elementos que permite fechar la obra, ya que cuando fue a la Corte en 1622 pudo conocer la obra del Greco en Toledo, sin embargo, Velázquez reelabora siempre con
asombrosa seguridad para llegar a un inimitable estilo propio, caracterizado por un dominio absoluto en la manera de sondear la profundidad del tema, de una creciente delicadeza
pictórica y un estudiado arte compositivo que indican al genio en la apariencia del aprendiz. Se piensa que el cuadro es de 1623, en el intervalo sevillano entre el primer y el segundo viaje
a Madrid. Es probable que Velázquez se parara en Illescas, entre Sevilla y Madrid, y viera las obras de El Greco. No obstante, podría haber admirado otras obras del cretense en Madrid o
en El Escorial, acaso en la propia Toledo. No se sabe para qué cliente realizó el joven Velázquez este gran lienzo, de culto típicamente español, especialmente de Toledo.
La figura de la Virgen y de las ocho mujeres del fondo son típicamente velazqueñas, con rasgos andaluces, y ajenas a la escena central.
A finales del siglo XVIII el conde de Águila ya señaló que la obra se encontraba muy deteriorada. Así, las manos del santo, que aparecían unidas en actitud orante, son ahora casi
imperceptibles por el desgaste causado por daños y restauraciones fallidas. También varias de las figuras femeninas han perdido matices y son producto de repintes posteriores.
En 1622 Velázquez visitó Toledo, donde san Ildefonso tiene una gran devoción, y conoció la obra del Greco, del cual este cuadro tiene influencias Pudo ser realizado entre enero y agosto
de 1623
Se encontraba en el patio delantero del convento de San Antonio de Padua, en Sevilla. En el siglo xix pasó al palacio arzobispal. En el siglo xx el arzobispo José María Bueno Monreal lo
depositó en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. El 18 de octubre de 1969 el arzobispo lo donó al Ayuntamiento de Sevilla.
Se conserva en el Centro Velázquez de la Fundación Focus, que tiene su sede en el Hospital de los Venerables Sacerdotes, en Sevilla. Es propiedad del Ayuntamiento de Sevilla
DOS JOVENES A LA MESA, H.1622
DOS JÓVENES A LA MESA
64,5 cm × 105 cm
Se trata probablemente de uno de los «bodegones» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas pintadas por Velázquez unánimente juzgada por la crítica como
autógrafa. Se encuentra en el Museo Wellington de Apsley House, a donde debió de llegar junto con El aguador de Sevilla tras la Guerra de la Independencia. Se trata
probablemente de uno de los «bodegones» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas pintadas por Velázquez en Sevilla: “Otra pintura hizo de dos pobres
comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña”.
Dado que, de los cuadros pintados en Sevilla, Palomino sólo pudo conocer los llevados por Velázquez a Madrid, otra versión de este mismo cuadro o una copia pudiera ser la
descrita en el inventario de los bienes del duque de Alcalá, realizado en 1637, donde se menciona más sucintamente un lienzo atribuido a Velázquez «de dos hombres de
medio cuerpo con un Jarrito vidriado».
El cuadro fue adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro
años después fue visto todavía en el mismo lugar por Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los posteriores
inventarios de 1794 y 1814.
Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez, entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación con El
aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa Del mismo
modo Jonathan Brown consideró esta obra como un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de
atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros medio ocultos, reducidos a la escala de los objetos que los
rodean. Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una obra pintada «para hacer manos» poco antes de su partida hacia Madrid y más independiente de modelos grabados
que en los bodegones anteriores
Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez, entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación con El
aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa. Del mismo
modo Jonathan Brown consideró esta obra como un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de
atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros medio ocultos, reducidos a la escala de los objetos que los
rodean. Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una obra pintada «para hacer manos» poco antes de su partida hacia Madrid y El cuadro fue adquirido por Carlos III al
marqués de la Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro años después fue visto todavía en el
mismo lugar por Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los posteriores inventarios de 1794 y 1814.
CABEZA DE
APOSTOL, H.1622
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  • 1. V E L Á Z Q U E Z P R I M E R A S E T A P A S , S U A S C E N S O , ( 1 6 1 7 - 1 6 3 1 )
  • 2. INTRODUCCIÓN Cuando nació Velázquez España era la potencia mayor y temida, tras la muerte de Felipe II. Durante su vida ocurrieron en Europa toda clase de conflictos: guerras, rebeliones, enfrentamientos entre las viejas monarquías unificadas (España, Francia e Inglaterra) por el predominio sobre los pequeños estados italianos y alemanes. Fueron numerosas también las rivalidades religiosas entre protestantes y católicos (Guerra de los Treinta Años). Dos características sociopolíticas influyeron en la pintura de Velázquez: la Contrarreforma a la que él esquiva integrándose en el círculo nobiliario de la Corte (aún así influye en alguno de sus cuadros) y la campaña publicitaria que promueve el Conde de Olivares para convertir el fracaso de los ejércitos españoles en la guerra, en victorias ante los ojos del pueblo español. Es un pintor solidario con su época. Como miembro de la generación de 1600, su pesquisa inicial es la del naturalismo tenebrista. Pero su pintura evoluciona desde todos los puntos de vista: tema, composición, pincelada, concepto del color. Es difícil imaginar un artista que haya llevado su arte a puntos de vista tan distintos de los de su primera época. Por otro lado es un hombre relacionado con las figuras destacadas de la literatura de la época (Calderón, Lope de Vega, Góngora), de suerte que su arte ofrece este carácter de ilustrado, puente hacia la literatura. Asimila cuantos elementos le facilita su cultura artística y emplea para la composición los gravados, pero salva siempre el problema de la originalidad. Se plantea las cuestiones que apasion an en el barroco, y como fundamental la del espacio. Velázquez llega a logros espléndidos en materia de perspectiva aérea; pocas veces se han percibido ambientes tan saturados de atmósfera. Fue el pintor del Barroco español más completo, puesto que, además de su absoluta genialidad y maestría con los pinceles, cultivó todos los géneros pictóricos de la época: el retrato, los temas históricos y religiosos, la escena costumbrista mezclada con el bodegón, el paisaje de manera independiente o como protagonista especial de sus otros cuadros... Y, por supuesto, el desnudo y el tema mitológico, dos géneros poco practicados en España por su comprometida carga moral y religiosa, pero que, a mi juicio, son los que le elevan como gran artista de la tradición clásica occidental. Su ingente producción artística, ha dejado una huella indeleble en la historia universal de la pintura. Existe una práctica unanimidad entre los expertos acerca de Diego Velázquez. El artista sevillano es, actualmente, reconocido a nivel mundial como uno de los mejores pintores del barroco español. La obra del genial pintor destaca por su amplia variedad de pinceladas y por sus sutiles equilibrios de color, que dotaron a sus pinturas de unas formas, texturas, atmósferas y luces que han marcado con una huella indeleble la historia del arte universal. Su reconocimiento como gran maestro de la pintura occidental fue relativamente tardío. Hasta principios del siglo xix raramente su nombre aparece fuera de España entre los artistas considerados mayores. Las causas son varias: la mayor parte de su carrera la consagró al servicio de Felipe IV, por lo que casi toda su producción permaneció en los palacios reales, lugares poco accesibles al público. Al contrario que Murillo o Zurbarán, no dependió de la clientela eclesiástica y realizó pocas obras para iglesias y demás edificios religiosos, por lo que no fue un artista popular. La revalorización definitiva del maestro la realizaron los pintores impresionistas, que comprendieron perfectamente sus enseñanzas, sobre todo Manet y Renoir, que viajaron al Prado para descubrirlo y comprenderlo. El capítulo esencial que constituye Velázquez en la historia del arte es perceptible en nuestros días por el modo como los pintores del siglo XX han juzgado su obra. Fue Pablo Picasso quien rindió a su compatriota el homenaje más visible, con la serie de lienzos. Salvador Dalí, entre otras muestras de admiración al pintor.
  • 3. TÉCNICA DE VELÁZQUEZ Las características más peculiares y representativas de la pintura de Velázquez son:Gran genio del arte español fue un supremo retratista que abarcó todos los géneros pictóricos, cuadro religioso, fábula, bodegón y paisaje. • Naturalismo: Su arte se apoya en una realidad más sentida que observada (no sólo refleja las cualidades táctiles sino su entidad visual). • Contrarresta figuras y acciones: Armoniza las contraposiciones mediante nexos ideológicos. Con un concepto que funde dos escenas y las relaciona íntimamente. • Retratista: Individualización de las figuras. Captación psicológica de los personajes. • Perspectiva Aérea: Gran sentido de la profundidad. • Preocupación por la luz: Inicialmente tenebrista pero más tarde le interesan los espacios más iluminados. A medida que avanza su estilo conjuga luz y color haciendo surgir la mancha que va sustituyendo a los perfiles nítidos. • Libertad creadora: Precisión rigurosa, pero desarrolla su profesión con plena libertad frente a la mayoría de los artistas que estaban sometidos a múltiples limitaciones. • Profundidad. • Pintura "alla prima", es decir, sin realización de bocetos. Por ello, las correcciones las hacía sobre la marcha y se nota en los numerosos "arrepentimientos" en sus cuadros. • Colores: Sobre la preparación Velázquez traza las líneas esenciales de las figuras, pocas y muy esquemáticas. Sobre estas líneas esenciales aplica el color en una paleta poco variada en pigmentos básicos, pero muy rica en resultados gracias a la variedad de mezclas. Utiliza sobre todo azurita, laca orgánica roja, bermellón de mercurio, blanco de plomo, amarillo de plomo, negro orgánico, esmalte y óxido de hierro marrón. La técnica de Velázquez se va deshaciendo con los años. Desde las pinceladas empastadas y bien trabadas unas con otras de los primeros años sevillanos, va pasando, sobre todo a partir de la mitad de los años treinta, a pinceladas cada vez más ligeras y transparentes, menos cargadas de pintura y con más aglutinante.
  • 4. EL RETRATO De las pinturas de Velázquez sus contemporáneos aseguraban que eran "la verdadera imitación de la naturaleza". No basta a Velázquez el parecido físico a la hora de efectuar un retrato; procura adentrarse en las profundidades de su alma y nos refleja su condición moral. A ello ha de añadirse el papel social. Ante él comparecen reyes, funcionarios, bufones. Su misión consistirá en acreditar la existencia humana, en sus particulares resortes. Es el suyo por esencia un retrato individual. Su gama es variadísima (busto, cuerpo entero, de interior, en paisaje, y ecuestre). Su oficio fundamental será retratar a la familia real. Una buena muestra de este realismo son los retratos que realizó de Felipe IV y su familia y los personajes más importantes de la corte en los casi 40 años que trabajó al servicio del monarca. De Felipe IV poseemos una importante serie, desde la juventud. Bajo la protección real, Velázquez produjo gran parte de su obra. Dadas las condiciones de ese momento, su producción se circunscribía mayormente a retratos de la familia real, retratos cortesanos y personalidades destacadas. En todos resplandece una sobria elegancia. Esta sencilla campechanía es todo un don de la monarquía española, frente al orgullo enfático de la corte francesa. Retratista también de nobles, literatos, funcionarios, artistas… Menor ocupación en el campo femenino, de algunas damas desearíamos conocer su identidad El retrato es casi omnipresente en la obra de Velázquez y muchos de los estudios, variaciones, adaptaciones e incluso perversiones que otros artistas han hecho de sus lienzos son en realidad retratos de otro retrato, donde en ocasiones se respeta su veracidad psicológica, aunque muchas otras veces no. En esta galería de fotos recopilamos algunos de estos óleos repartidos por museos de todo el mundo y que dan cuenta de su talento como maestro del retrato cortesano. Lo primero que hace Velázquez con nosotros, con los observadores de los retratos que pintó, es centrar nuestra propia vista en los ojos del individuo retratado, tal y como haríamos en nuestra vida cotidiana cuando empezamos a conversar con alguien. Por muy fastuoso y espléndido que pueda resultar el resto del cuadro, son esas dos pequeñas esferas oculares las que Velázquez hace destacar por encima de todo. Iris y pupila son remarcados con intensidad sobre el lienzo, con feroz definición y un propósito flagrante de atraer la atención del contemplador. Es entonces, al mirar al retratado a los ojos, cuando creemos captar su interior. Los ojos destacan tanto en el retrato que, por necesidad, o así lo creemos, la verdad del personaje ha de residir en ellos. La facilidad de Velázquez para revestir al personaje de sensaciones tan complejas como la dignidad o la severidad también es producto de su cuidadosa observación de la musculatura del rostro. La querencia de Velázquez por la veracidad y su rico, aunque abrupto realismo psicológico lo diferenciaron de otros retratistas de su tiempo, más apreciados por los gustos burgueses de la época. si Velázquez confería algo a sus cuadros era precisamente gravedad. Eso lo alejaba de las preferencias burguesas convencionales, pero atraía la atención de personajes dotados de una autoridad patriarcal más propia del sur de Europa. El verismo caracterológico que tanto chocaba en su época y que está ciertamente relacionado con el florecer del realismo psicológico que también podemos observar en Cervantes, dan a la pintura del sevillano un inesperado carácter moderno. Velázquez tenía un joven aldeano que posaba para élen su época sevillana, al parecer, y aunque no se ha conservado ningún dibujo de los que sacara de este modelo, llama la atención la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras juveniles.
  • 5. PINTURA MITOLÓGICA La pintura mitológica fue una temática utilizada por muchos artistas del Barroco, como El Greco, Zurbarán, Ribera, Caravaggio, Rubens o Tiziano. Este tipo de mitología está ambientada en estampas de la vida cotidiana, con retratos familiares o escenarios callejeros, donde se une lo real y lo religioso. La Contrarreforma y diferentes órdenes cristianas, como los jesuitas, promocionaban este tipo de arte. A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría haberse enfrentado. Para mostrar esta faceta de su producción e invitar a reflexionar sobre su importancia, se ha organizado esta exposición, que describe la originalidad que el pintor procuró y alcanzó en el tratamiento de estos temas, y las variaciones que experimentó su arte a lo largo de su carrera. El estudio de la pintura religiosa y mitológica de Velázquez no puede llevarse a cabo sin tener en cuenta los intereses creativos de sus colegas contemporáneos, o los modelos en los que buscó inspiración. Si la mitología fue recurso habitual de los literatos, en la pintura se emplea excepcionalmente. No había clientela. Quizá el predominio del arte religioso ofrezca una explicación. Más tal vez el afán de evitar un riesgo: el desnudo, nada bien visto por las autoridades eclesiásticas ni por el mismo pueblo. Pero en palacio y con una clientela aristocrática este peligro carecía de importancia. También es, por tanto, notable la pintura mitológica de Velázquez, si bien corta en número de lienzos. El conocimiento del tema resulta fundamental. El pintor desarrolla una acción, pero a él le corresponde la elección del momento. Porque en el fondo hay mucho de ética, de comportamiento, de lección moral, en estas pinturas. Son cuadros no tanto para gozar, como para pensar. El rey también encargó a pintores contemporáneos importantísimos proyectos decorativos para sus palacios donde la mitología tenía un protagonismo especial al ser utilizada como símbolo político. Velázquez a partir de los años 30 será el encargado de planificar y dirigir su decoración interior. Es el caso de la decoración del Salón de Reinos del nuevo palacio del Buen Retiro para el que encargó a Zurbarán, amigo de la estancia sevillana de nuestro pintor, una serie sobre los trabajos de Hércules mientras él se encargaba de los retratos y algún cuadro histórico de la sala. Velázquez participó pintando retratos de la familia real de cacería y, con seguridad, en la colocación del conjunto del pabellón de caza en el monte de El Pardo, conocido como la Torre de la Parada. Para aquel edificio, Rúbens y su taller realizaron más de sesenta pinturas de carácter mitológico sobre la Metamorfosis de Ovidio. A través de la mitología y la historia sagrada Velázquez abordó una amplia gama de problemas expresivos, formales y conceptuales a los que de otra manera difícilmente podría haberse enfrentado. Ser un cortesano le permitió entablar relación con mecenas de las artes que visitaron Madrid durante este periodo y que eran apasionados coleccionistas de obras mitológicas. A través de los temas mitológicos Velázquez nos va mostrando como se enfrentó a la representación del cuerpo desnudo masculino a lo largo de su carrera, pero no ocurre lo mismo respecto al femenino. El asunto se complicaba en la España de la época porque, aunque existían muchos cuadros con mujeres desnudas en las Colecciones Reales, lo cierto es que estaba considerado pecado mortal pintarlos o exponerlos públicamente. La singularidad de la obra mitológica velazqueña es un aspecto tratado con frecuencia en la historiografía. Gracias a numerosos factores, que han sido expuestos en este trabajo, el género mitológico le permitió a Velázquez trabajar en unas condiciones y con unos parámetros distintos, que con otras obras de su producción. Consecuentemente, se pueden apreciar varios elementos que aportan una originalidad única a cada una de las mitologías, estos son diversos. En primer lugar se trata la independencia del sevillano respecto a las fuentes de inspiración y de formación. A continuación, el significativo el tratamiento verosímil del espacio en sus obras. Y finalmente, se hace especial mención en el tratamiento de los temas y de los personajes.
  • 6. PINTURA RELIGIOSA Y BODEGÓN Velázquez, a tenor de las últimas investigaciones documentales sobre su vida, fue un pintor que, por sus origenes familiares y circunstancias personales, fue un pintor que sintió con sinceridad y profundidad los asuntos religiosos que le fueron confiados.Velázquez realizó pocos lienzos de tema religioso, si se considera que es la ocupación habitual de los pintores de la época; pero pártase del hecho de que la corte le dedicaba a otros menesteres. Lejos de Velázquez todo énfasis oratorio. Eso es lo que ha hecho pensar a algún crítico en frialdad religiosa. Hay impasibilidad, un deliberado apartarse del objeto. Pero es el mismo criterio que el pintor mantiene respecto del retrato. Una responsable ortodoxia preside estas creaciones de tema religioso. Una moderación vigilada, donde la composición y los colores aparecen sopesados con escrupulosidad de teólogo. Esta aparente falta de calor es precisamente consecuencia de producir arte religioso para una minoría intelectual que no necesita aspavientos para elevar su pensamiento. Una vez más el cliente ha de ser tenido en cuenta. Por la misma razón otros lienzos de tipo mitológico serían inasequibles para un público ordinario. Velázquez es en todo momento el pintor de una clase muy escogida. Algunos autores han planteado dudas sobre la propia religiosidad del maestro sevillano o sobre su interés por la pintura religiosa, dando de él una imagen de laica modernidad que poco tendría de real en una España donde la Iglesia seguía celebrando autos de fe. La razón habría que buscarla en factores circunstanciales, como el hecho de que fuese pintor de corte, ocupado principalmente en hacer retratos de la familia real, e historias o mitologías para decorar los palacios. Se podría pensar que si no pintó más cuadros religiosos es porque en la Corte no se los pidieron. De hecho, fueron otros sus clientes. Pero ello no quiere decir que Velázquez no se tomara interés por esas obras, que están entre las más complejas y conmovedoras de su producción, o que fuera refractario a la observancia católica. Se sabe que mantenía buenas relaciones con legos devotos, que seguía las celebraciones religiosas y que en Italia prefirió visitar el santuario de la Virgen en Loreto a pasar por Bolonia, importante foco artístico. En el inventario de sus bienes se citan cuadros religiosos (entre ellos quizá estuviera este) y hasta relicarios, si bien solo poseía dos libros de teología. Así pues, aunque no podemos saber cuál era su grado de sinceridad religiosa, tampoco hay que suponerle una excepción en su tiempo. Por último, debemos poner el acento en las piezas que representan bodegones de cocina y escenas religiosas, temática conocida como bodegones “a lo divino”. Este tipo de obras eran habituales en la pintura flamenca de finales del siglo XVI, y como hemos visto las composiciones de Beuckelaer tuvieron gran acogida en la Sevilla de entonces, solo que en el caso de Velázquez, estos modelos son replanteados a su propio estilo ya a la religiosidad castellana. A diferencia de los nórdicos, reduce a la mínima expresión los alimentos sobre la mesa, representando humildes alimentos como pescados, huevos y ajos, de acuerdo con la abstinencia carnal que se puede relacionar con la escena que representa al fondo, así como cacharros de cocina desportillados y gastados por el uso, como los que podríamos encontrar en cualquier cocina sevillana. Llama la atención como además se recrea mucho más con los detalles del bodegón que con los de la escena religiosa, esta última mucho más ligera de factura, reclamando nuestra atención hacia el primer plano e invirtiendo la narrativa clásica. Desde sus primeros trabajos en los que aún no se termina de configurar su estilo naturalista, y en los que todavía se detectan evidentes defectos técnicos y compositivos, observamos cómo se vio influido por las corrientes caravaggistas que llegaban desde Italia y por la tradición flamenca de las escenas moralizantes de tiendas y bodegas. Aunque inspirado en los ejemplos flamencos en los que abundan los alimentos, en estas escenas apenas hay comida sobre la mesa. Los manteles están limpios, los recipientes relucen, pero las viandas escasean como si de escenas picarescas se tratara. Por ello cabe la interpretación de querer ver los pequeños placeres que se pueden permitir las gentes de las clases bajas, con un mendrugo de pan, una escasa ración de pescado y el omnipresente vino que aleja las penas.
  • 7. PRIMERA ETAPA: SEVILLA (1617-1622) Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, mejor conocido como Diego Velázquez, nació en Sevilla en el año 1599. De abuelos portugueses, fue hijo de Juan Rodríguez de Silva, y de la sevillana Jerónima Velázquez. Fue el primogénito de ocho hermanos, Su formación se debe en primer momento al pintor Francisco de Herrera el Viejo, como indica el biógrafo y artista Antonio Palomino, quien además señala que el joven aprendiz tenía diez años cuando entró en su taller. Sin embargo, esta primera enseñanza, que aún no se ha podido constatar documentalmente, debió de durar tan sólo un año, pues en octubre de 1611 Juan Rodríguez firmó un contrato de aprendizaje, que permitió al joven Velázquez entrar en el taller de unos de los artistas más importante del momento en la capital hispalense. Francisco Pacheco, quien fue una figura fundamental en su vida y posterior desempeño. Más conocido por sus escritos que por sus dotes como artista (que algunos comentaban que dejaban mucho que desear), Pacheco, a diferencia de Herrera, era un hombre de carácter apacible y también un excelente maestro, y enseguida supo ver el gran talento que atesoraba su joven aprendiz. Con él aprendió a ser un gran dibujante y a organizar las composiciones. Las primeras obras que realizó pertenecen al tenebrismo (tendencia italiana que procede de Caravaggio) . Velázquez vivió con Francisco Pacheco durante los seis años que duró su etapa de aprendizaje, tal y como se estableció en el contrato mencionado anteriormente. En este periodo, no sólo pudo instruirse en todo lo relativo a la técnica pictórica, sino que además se relacionaría con los círculos intelectuales a los que pertenecía su maestro. Pacheco pudo disfrutar en vida de un reconocimiento en Sevilla como pintor culto, al haber sido protegido por su tío de quien tomaría su nombre. Éste religioso fue un animador de la cultura literaria de la ciudad gracias a la supuesta fundación de una academia que sería heredada por su sobrino, en donde escritores, artistas y nobles se reunirían para discutir asuntos de carácter erudito. Al final de este periodo de formación, Diego Velázquez se examinó ante Juan de Uceda y Francisco Pacheco pasando una prueba que le permitía ejercer como maestro pintor, adquiriendo además con ello los derechos de poder tener su propio taller y contratar aprendices. A pesar de los pocos datos que se conservan de estos años, se conoce que vivió de manera holgada y que tuvo bajo su tutela a un joven aprendiz llamado Diego Melgar. En 1618 se casa en la iglesia de San Miguel con Juana Pacheco hija de su maestro Con ella tuvo dos hijas, Francisca e Ignacia, también nacidas en la ciudad de Sevilla. Se integró en el seno de un pequeño círculo intelectual y así entró en contacto con la aristocracia y con la Corte. En 1621 muere Felipe III y el nuevo monarca Felipe IV favorece a un noble de familia sevillana, D. Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, que se convertirá en valido del rey, este favoreció a los artistas de Sevilla, y atrajo a gran cantidad de andaluces a la Corte, además al decaer la prosperidad de la ciudad a comienzos del s. XVII, varios artistas emigraron a Madrid que crecía en importancia cada vez más y se convirtió en centro del mecenazgo artístico. Pacheco procuró a Velázquez los contactos oportunos para que fuese presentado en la Corte y este realiza su primer viaje a Madrid buscando, además de poder contemplar y aprender de las colecciones de pintura reales, establecerse como pintor de la corte. No lo consigue y regresa a Sevilla. De este viaje se lleva la influencia de la pintura flamenca.
  • 8. CARACTERÍSTICAS DE ESTA ETAPA El ambiente de la pintura sevillana había evolucionado desde posturas idealistas emparentadas con el mundo renacentista hasta formas más emparentadas con el estudio de la naturaleza. En esa especial forma de sentir la pintura hay que inscribir las primeras obras del joven Velázquez. En este primer momento se observa una clara influencia de su maestro y suegro Francisco Pacheco en lo que al dibujo se refiere, así como las influencias de otro gran pintor sevillano Juan de Roelas, quien era un claro defensor de la pintura veneciana con su intenso colorido.. La mayoría de los cuadros pintados en Sevilla han ido a parar a colecciones extranjeras, sobre todo a partir del siglo XIX. Naturalismo, colorido y fuerte influencia del dibujo serán las bases sobre las que se asiente esta primera fase. A ello se adecuaba excelentemente el uso de los tipos populares y de los objetos cotidianos, que se verán abundantemente en estas primeras obras. En estos primeros años realizó estudios y desarrolló un extraordinario dominio del natural, naturalismo tenebrista caravaggiesco, en cuanto a la representación de volúmenes y de las texturas de los objetos, aplicando los nuevos métodos del claroscuro desarrollados por Caravaggio. Utiliza tonos terrosos. Y sus formas tienen la rotundidad de la escultura policromada que recuerdan por su plasticidad las imágenes de Martínez Montañés. Velázquez procura dominar el natural, lograr la representación del relieve y de las calidades valiéndose de la fuete de luz dirigida que acentúa los volúmenes y singulariza casi mágicamente las cosas más vulgares al atraerlas a un primer plano de luz y significación. Da la misma importancia a los rostros que a los objetos que integran el cuadro, cada figura es un retrato. Tradicionalmente la obra sevillana del genial pintor se suele clasificar en tres secciones básicas, retratos, pintura religiosa y pintura de género.:  El cuadro de género o bodegón, de procedencia flamenca, el siglo XVII ha valorado el significado de la vida real: las acciones ordinarias y los objetos mismos: Esta fue la primera ocupación de Velázquez en su época sevillana. Por desgracia este aspecto ha tardado en ser descubierto por la crítica, y cuando España ha querido apreciar su valor , los lienzos habían cruzado la frontera. Dos cosas cabe apreciar en esta pintura. Por un lado, la valoración del objeto, la calidad de la materia; de otro, la exaltación de la función. Nadie ha sabido sublimar las acciones normales, hasta vulgares. Con interiores de cocinas, almuerzos y conciertos musicales, en el que representa objetos cotidianos y tipos populares; algunos tienen connotaciones religiosas recibiendo el nombre de bodegones a lo divino. Este género será para Velázquez un excelente banco de prueb as, un ejercicio de virtuosismo.  Pintura religiosa. Los cuadros religiosos de esta etapa respiran un ambiente de bodegón., lo que corresponde a una visión popular.  Muestra asimismo una gran capacidad para el retrato, transmitiendo la fuerza interior y el temperamento de los retratados. Los modelos son personajes del pueblo, palpables, reales.
  • 10. LOS TRES MUSICOS 87X110 cms. Óleo sobre lienzo. Las escenas de carácter costumbrista no son muy habituales en el Barroco español. Sevilla era el puerto más importante de la España del siglo XVII y por allí entraba un buen número de obras de arte encargadas por la numerosa colonia flamenca e italiana. Gracias a este comercio, los pintores sevillanos recibieron un buen número de influencias extranjeras que provocaron el cambio en su concepción pictórica, abandonando el Manierismo e interesándose por las nuevas tendencias. De alguna manera se puede decir que Velázquez une en esta imagen el costumbrismo flamenco con el Naturalismo italiano. Contemplamos a tres personajes populares, totalmente realistas y alejados de la idealización, apiñados alrededor de una mesa sobre la que hay pan, vino y queso.. Las expresiones de los rostros están tan bien captadas que anticipa su faceta retratística con la que triunfara en Madrid. Un fuerte haz de luz procedente de la izquierda ilumina la escena, creando unos efectos de luz y sombra muy comunes a otras imágenes de esta etapa sevillana. en las que se aprecia un marcado influjo de Caravaggio. El realismo de los personajes es otra nota característica, así como el uso de ocres, sienas, pardos, negros y blancos. El bodegón de primer término vuelve a llamarnos la atención en un primer golpe de vista, casi más que las propias figuras. De los instrumentos salen espaciados sones, que se acompañan por la voz. Instrumentación y canto, música en rigor callejera, El cuadro se inscribe en el género que Pacheco denominó de «figuras ridículas con sugetos varios y feos para provocar a risa» Dos hombres con instrumentos musicales cantan en tanto el tercero, el más joven de ellos, con la vihuela bajo el brazo y un vaso de vino en la mano, llama la atención del espectador con su sonrisa burlesca haciendo ver que es el vino el que inspira a los músicos. A su espalda un mono, con una pera en la mano, subraya el carácter grotesco de la escena. El propio nombre de bodegón dado por Pacheco a este tipo de pinturas de género se asocia con la denominación de las tabernas o mesones sevillanos, probable marco de actuación para estos músicos como indicaría la presencia ante ellos de una mesa con una hogaza de pan sobre una servilleta, una copa de vino y un queso con un cuchillo, que sirven además a Velázquez para realizar un estudio de las distintas texturas. La luz intensa y dirigida, proyectada desde la izquierda, provoca efectos de claroscuro. El conocimiento por Velázquez de la obra de Caravaggio, al menos indirecto y a través de pinturas de este género o de sus copistas, se ha subrayado especialmente en el caso de los Tres músicos, en el que se ha señalado la influencia de Los jugadores de cartas (Kimbell Art Museum), una obra de Caravaggio pintada hacia 1594En la forma de modelar y en las telas del músico situado a la derecha pueden reconocerse también influencias de Luis Tristán, quien había viajado a Italia y practicaba un personal claroscurismo Tampoco se hacen evidentes las intenciones morales atendiendo a Francisco Pacheco, quien aludía a este género de pinturas como puros objetos de entretenimiento, únicamente destinados a provocar la risa. Pero la posición de Pacheco ante el bodegón, como han observado Peter Cherry y Benito Navarrete Prieto entre otros, queda matizada al tratar de los bodegones de su yerno, concebidos como medios a través de los cuales obtenía «la verdadera imitación del natural». En tanto ejercicios de estilo, sin sometimiento a las limitaciones que imponían los géneros tradicionales, la búsqueda de la verdadera imitación del natural llevaba aparejada en Velázquez una profunda investigación pictórica sobre los modos de representación visual. Su carácter intelectual radicaría entonces no en las interpretaciones alegóricas o los contenidos narrativos, sino en el modo de abordar de forma empírica los problemas ópticos y perspectivos, las calidades táctiles de la materia y la expresión psicológica del carácter y las emociones..
  • 11. LA EDUCACIÓN DE LA VIRGEN H. 1617 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo Recortado por los cuatro lados y en mal estado de conservación tras haber sufrido restauraciones agresivas. Dado a conocer en julio de 2010 como obra de Velázquez por John Marciari, quien lo descubrió en un sótano de la Universidad de Yale, y tras su restauración presentado en Sevilla en octubre de 2014 en el simposio internacional sobre El joven Velázquez dirigido por Benito Navarrete Prieto. Autoría rechazada por Jonathan Brown que tacha la pintura de pastiche. Expuesto en París 2015 como atribuido a Velázquez, con dudas sobre su procedencia y fechas de ejecución La restauración, también discutida, fue realizada por Ian MacClure y Carmen Albendea, junto con el departamento de restauración de la Yale University Art Gallery, y el laboratorio de restauración del Institute for the Preservation of Cultural Heritage de Yale. Los resultados científicos del proyecto fueron publicados por la Universidad de Yale. Distintos especialistas estuvieron trabajando durante más de dos años para dar a conocer una pintura para nada retocada, y en la que se trabajó con un exquisito respeto por el original. El criterio de intervención se ha afinado realmente al máximo, haciendo suya la expresión de menos es más. Se evitó, en la medida de lo posible, las reintegraciones, descubriendo las partes y pigmentos originales de la obra, que coinciden con la técnica del joven Velázquez en sus años sevillanos..
  • 13. LA MULATA 1617, Óleo sobre lienzo, 56x118 cms. Este cuadro parece ser uno de los más antiguos atribuidos a Velázquez, pintado cuando contaba con tan solo 18 años de edad. La crítica no se muestra de acuerdo en la fecha de su ejecución, que algunos llevan a 1617-1618, siendo en ese caso una de las primeras obras conocidas del pintor, en tanto otros prefieren retrasarla a 1620-1622. Se encuentra desde 1987 en la Galería Nacional de Irlanda en Dublín, donde ingresó por legado de Alfred Beit junto con otras 16 importantes obras, procedentes de su mansión Russborough House. Velázquez convierte esta escena en algo más que un bodegón, representando en un segundo plano parte de la historia sagrada, El cuadro presenta a una muchacha de tez oscura y cofia blanca situada tras una mesa de cocina que corta la figura de medio cuerpo. Con su mano izquierda coge un jarro de cerámica vidriada, quedando sobre la mesa otros cacharros de loza y bronce, entre ellos un almirez con su mano y un ajo. En la pared del fondo un cesto de mimbre cuelga de una escarpia con una servilleta blanca. Estos elementos propios de la pintura de bodegón han llevado a relacionar este cuadro con uno de los «bodegoncillos» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas de Velázquez que utilizaría también en el cuadro de Cristo en casa de Marta y María, que se trata de una abertura en el muro que comunica la cocina con una estancia situada tras ella. En 1933 al procederse a una limpieza se descubrió bajo un amplio repinte del fondo una ventana a través de la cual se ve a Cristo bendiciendo el pan y a un hombre barbado a su izquierda, faltando un segundo discípulo del que sólo queda una mano, dado el recorte sufrido por el lienzo en esta parte. La escena así representada, la Cena de Emaús según el relato de Lucas, 24, 13-35, transforma el bodegón de cocina en «bodegón a lo divino», haciendo de un género despreciado por los teóricos a causa de la bajeza de sus asuntos una obra digna de mayor respeto, a la vez que dignifica a la propia sirvienta, al entenderse la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús como una muestra de su presencia entre la gente común. Lo más destacable de la composición sería la altísima calidad de los detalles del cesto, los jarrones o los platos, en los que apreciamos una minuciosa pincelada. Los efectos de claroscuro están tomados del Naturalismo, al igual que las tonalidades oscuras empleadas, abundando los sienas, ocres, marrones y blancos para contrastar. El realismo de la muchacha es sensacional, dando la impresión de ser observada desde una ventana. Desconocemos quién fue el cliente que las encargó, aunque sería alguien interesado por la novedad del estilo de Velázquez frente al Manierismo anterior. Algunos historiadores consideran que ese anónimo cliente sería Don Juan de Fonseca, uno de los artífices del éxito del maestro en Madrid. La representación de la población negra de Sevilla no debe sorprender Después de Lisboa , la capital andaluza era la primera concentración europea en número de esclavos. Esta realidad formaba parte de la vida cotidiana del pintor . Su padre poseía algunos a su servicio , al igual que Juan Martínez Montañés y Francisco Pacheco - su maestro . Parece ser que Velázquez pudo disponer de esclavos. Sin embargo, cuando realizó su segundo viaje a Italia con un tal Juan de Pareja , un colaborador mulato al que el pintor liberó en 1650.. Aureliano Beruete, que pudo ver el cuadro en la exposición de maestros españoles de Grafton Galleries en 1913, donde se exhibía prestado por Otto Beit como «atribuido» a Velázquez, fue el primero en publicarlo como original del pintor, por comparación con los Dos jóvenes a la mesa del Museo Wellington. Algo más tarde August L. Mayer presentó como la versión original pintada por Velázquez otro ejemplar de La mulata, entonces en la Galería Goudstikker de Ámsterdam (actualmente en el Instituto de Arte de Chicago), relegando la versión de Beit a la condición de copia o réplica, siendo seguido en esta apreciación por algunos otros críticos que juzgaban aquella obra como de mejor calidad. Tras la limpieza de 1933, que sacó a la luz la ventana del fondo, el propio Mayer rectificó su anterior opinión, admitiendo también la autografía de esta versión, criterio compartido de forma casi unánime por la crítica posterior
  • 14.  ESCENA DE COCINA, H. 1620, Óleo sobre lienzo, 55 x 104,5 cm López-Rey deja en suspenso la atribución a causa de su mal estado de conservación. Obra atribuida para Jonathan Brown, quien no descarta que pueda tratarse del trabajo de un copista.
  • 15. CABEZA DE JOVEN DE PERFIL H. 1618-1619 (ATRIBUIDA) Óleo sobre lienzo 39,5 x 35,8 cm La radiografía muestra la pintura subyacente de una cabeza muy semejante a la del personaje central de los Tres músicos. López-Rey, que la tiene por excelente, defiende su autografía. Brown la considera únicamente como posible obra de Velázquez En realidad, este retrato de perfil fue un estudio para otro de los cuadros que hemos visto aquí: el Almuerzo de campesinos, concretamente el correspondiente al personaje de la derecha. El retrato constituye un estudio psicológico del muchacho que escucha a alguien que se encuentra fuera del cuadro, que bien puede ser el anciano que se encuentra a la izquierda del cuadro antes referido. La técnica que Velázquez utiliza en este cuadro es similar a la empleada en otros retratos caracterizados por el fondo oscuro que sirve para realzar la figura del retratado.
  • 17. EL ALMUERZO, H.1617-1618 Óleo sobre lienzo, 96 × 112 cms, El primer plano del lienzo está ocupado, con gran naturalidad, por una mesa cubierta por un mantel de lino blanco arrugado y almidonado , sobre el que apreciamos algunas viandas, pan, varias granadas, un vaso de vino y un plato con algo parecido a mejillones. Tres hombres se reúnen alrededor de ella, un anciano a la izquierda y un joven a la derecha, mientras que en el fondo un muchacho vierte vino de un frasco de cristal, en actitud alegre y despreocupada. En último término aparecen un gran cuello blanco de tela fina, una bolsa de cuero y, a la derecha, una espada, que la sombra sobre la pared y los reflejos metálicos hacen más visible. Los modelos utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismo que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás. Las figuras se recortan sobre un fondo neutro en el que destaca la golilla de uno de los personajes y un sombrero colgados en la pared. Las expresiones de los dos modelos de la derecha son de alegría mientras el anciano parece más atento a la comida que al espectador. Algunos especialistas consideran que estamos ante una referencia a las edades del hombre, al mostrarnos al adolescente, el adulto y el anciano. Las características de esta composición son las habituales en la etapa sevillana: colores oscuros; realismo en las figuras y los elementos que aparecen en el lienzo; iluminación procedente de la izquierda; y expresividad en los personajes, características tomadas del naturalismo tenebrista que Velázquez conocía gracias a las estampas y cuadros procedentes de Italia que llegaban a Sevilla. Este tipo de obras debieron ser muy demandadas. La escena pretende tal vez comunicar un significado moralizante. La idea de un anciano en compañía de dos jóvenes tiene una larga tradición que se remonta a la pintura europea del Renacimiento. Ha habido ya notables ejemplos en Roma, en una célebre obra de Rafael, y en la pintura veneciana del siglo XVI, en obras de Giorgione y Tiziano, todas ellas referidas a tema de las "tres edades del hombre". Velázquez interpreta acaso un argumento de ascendencia clásica en sentido naturalista, sobre todo teniendo en cuenta al círculo de amistades literarias y humanistas en cuyo ámbito se movía, y seguramente a su maestro Pacheco.
  • 18. LAS LÁGRIMAS DE SAN PEDRO, 1617-1619 (ATRIBUIDO) Inédito hasta su presentación por Manuela Mena en 1999 como el original de una composición conocida por diversas copias de calidad desigual, una de ellas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla atribuida a Francisco de Herrera el Viejo. Admitido como original de Velázquez por Alfonso E. Pérez Sánchez y Guillaume Kientz (París, 2015) La composición, en la que el Príncipe de los Apóstoles llora su negación de Jesucristo, debió ser un modelo de prototipo muy apreciado en la Sevilla del primer tercio del XVII, a tenor de las numerosas versiones existentes como la del Museo de Bellas Artes de Sevilla, atribuida a Herrera el Viejo; el San Pedro de la antigua colección de Beruete; el de la colección del Marqués de Villar de Tajo, así como el que conserva la Hermandad de Panaderos. En este cuadro, el Apóstol, de cuerpo entero, aparece sentado en una roca, con las piernas cruzadas y las manos unidas sobre la rodilla, mientras levanta la cabeza al cielo con los ojos arrasados en lágrimas. Viste túnica azul y manto ocre que descansa sobre la roca. Las llaves aparecen caídas en el suelo, y en el ángulo superior izquierdo se muestra un desolado paisaje envuelto en una luz plateada de madrugada. Se trata de una obra de altísima calidad, que enlaza con el modo de hacer de Velázquez en su período juvenil, muy cercana a los Músicos de Berlín, la Vieja friendo huevos o el Aguador, cuya técnica y características revelan que es pintura absolutamente original, y no copia o réplica de otra, y con una gran seguridad la primera versión del tema, por detalles de técnica pictórica que así lo ponen de manifiesto, como en los arrepentimientos o en el modo de resolver la espalda del santo en escorzo. El tema, por la ternura religiosa que expresaba, fue muy popular en la Sevilla de principios del XVII, lo que sería una confirmación más de la respuesta dada por Velázquez a una iconografía muy solicitada como la que le requerían aquellas escenas de taberna e interior tan de moda por los años en que Velázquez vivía en Sevilla. De hecho, el recurso a temas de tan profundo realismo, como el de las llaves del primer término, símbolo del apóstol, muestra una más el valor concedido a la realidad de las cosas, rasgo velazqueño similar al cerco luminoso que envuelve la figura del santo. La visión de la realidad expresada por Velázquez encuentra una vez más en la utilización de un modelo concreto, cotidiano, a un prototipo consagrado en su primera pintura y a una representación que acaso conviniera a la rudeza originaria del apóstol, pero no a una iconografía apta, como dice Gudiol, para sugerir la piedad.
  • 19. RETRATO DE NIÑA O INMACULADA JOVEN, H. 1617- 1620 (ATRIBUIDO) Inédito hasta su presentación en abril de 2017 en la casa de subastas Abalarte de Madrid, donde se informaba de su procedencia de una colección nobiliaria en la que habría permanecido por más de 150 años. Para su atribución se destacan las similitudes con la Inmaculada Concepción de la National Gallery de Londres en tanto la niña utilizada como modelo pudiera ser la misma de La educación de la Virgen. Las radiografías permiten ver una orla de puntos luminosos o estrellas en torno a la cabeza de la niña y un pendiente en forma de perla que se ocultaron en alguna restauración pasada con objeto de transformar la pequeña Inmaculada en retrato de niña. Este es uno de los cuadros con niño más brillantes del genio sevillano. A mí, desde luego, me conmueve, porque pocas cosas hieren tanto como la contemplación de un niño triste. Y la tristeza plasmada es una cosa interior, que bordea el llanto, que se come las lágrimas, que se filtra en el cuerpo de la pobre menor.
  • 21. VIEJA FRIENDO HUEVOS Óleo sobre lienzo, 99X169 cms. Técnica tenebrista, dirigiendo un foco de luz fuerte que individualiza y destaca las personas y los objetos con un valor inédito, por humildes o poco importantes que sean. Las figuras se recortan sobre un fondo negro, de acuerdo con los canónes tenebristas. Pero permite que apreciemos mejor los detalles: esos huevos que flotan brillantes y cuajados sobre el aceite hirviendo; junto a la vieja el niño,con rostro preocupado, pensante. El retrato se une al bodegón: Naturalismo La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de palma y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Delante de la mujer y en primer término se disponen una serie de objetos vistos con el mismo punto de vista elevado: una jarra de loza vidriada blanca junto a otra vidriada de verde, un almirez con su mano, un plato de loza hondo con un cuchillo, una cebolla y unas guindillas. Apoyado en el anafe brilla un caldero de bronce Captación de las calidades de los objetos (texturas, brillos). Especie de inventario de los utensilios de cocina, retratando en cada uno de ellos hasta el más mínimo detalle. Muy bien Ciertos problemas de perspectiva y alguna incongruencia en las sombras que proyectan no impiden, sin embargo, apreciar la sutileza en el tratamiento de sus texturas por el sabio manejo de la luz, que es parcialmente absorbida por los cacharros cerámicos y se refleja en los metálicos, casi alternadamente dispuestos. El interés de Velázquez por los efectos ópticos y su tratamiento pictórico se pone de manifiesto en los huevos flotando en el líquido, aceite o agua, en los que «logra mostrar el proceso de cambio por el cual la transparente clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse», detalle que indica el interés del pintor en captar lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento concreto dibujado, es una composición de gran equilibrio, empleando una gama de tonos cálidos: los marrones de la sombra, el amarillo del melón, el rojo anaranjado de la cazuela, el ocre de la mesa, todos en una armonía graduada por la luz. Pero más allá de la atención prestada a estos objetos y a su percepción visual, Velázquez ha ensayado una composición de cierta complejidad, en la que la luz juega un papel determinante, conectando figuras y objetos en planos entrecruzados. La relación entre los dos protagonistas del lienzo resulta, sin embargo, ambigua. Sus miradas no se cruzan: el muchacho dirige la suya hacia el espectador mientras la mirada de la anciana parece perderse en el infinito, creando con ello cierto aire de misterio que ha hecho pensar que lo representado en el lienzo no sea una simple escena de género. Lejos de ser «figuras ridículas» para provocar risa, como decía Pacheco a propósito de los protagonistas de los bodegones más convencionales, anciana y joven están tratados con severa dignidad. El escorzo de la cabeza del muchacho coincide con el del adolescente que recibe la copa en El aguador de Sevilla, adoptando un gesto reconcentrado, como transido por la importante responsabilidad que desempeña en la cocina. El mismo muchacho no deja de recordar al más joven de los Tres músicos, pero la incidencia de la luz, más matizada, y la expresión seria le dotan de una dignidad y atractivo que no tenía aquel. .
  • 22. BUSTO DE MUCHACHA, H. 1618 (ATRIBUIDO) Carboncillo sobre papel 20 x 13,5 cm Para Brown, este y el siguiente son «posiblemente de Velázquez». Por testimonios como los de Pacheco y Palomino sabemos que Velázquez se ejercitó en el dibujo, tanto en su período juvenil como durante sus viajes a Italia. Sin embargo, son escasos los dibujos que actualmente se consideran de su mano. Ambos están ejecutados con una técnica muy semejante y pertenecen a un mismo momento creativo. En las dos obras, la figura femenina aparece modelada muy levemente a lápiz negro e iluminada por un foco de luz tenue. El estudio psicológico de estas dos muchachas, ese aire melancólico que desprende su mirada, los convierte en algo inédito en la pintura española del siglo XVII. A pesar de que los dibujos no se han podido relacionar con ninguna de las pinturas de Velázquez, se acepta que pueden situarse en su período juvenil sevillano, cercanos, por tanto, a las enseñanzas de su suegro, el pintor y tratadista Francisco Pacheco, quien consideraba el dibujo como disciplina fundamental en el aprendizaje del artista. Se ha querido ver retratadas a familiares muy próximas a Velázquez, incluso a Juana, su mujer, aunque actualmente parece descartado.
  • 23. CABEZA DE MUCHACHA H. 1618 (ATRIBUIDO) Carboncillo sobre papel 15 x 11,7 cm López-Rey dice que este dibujo de Velázquez fue retocado groseramente a lo largo de la mandíbula por otro dibujante.
  • 25. INMACULADA CONCEPCIÓN, H. 1618 Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 101,6 cm Parece una escultura de devoción, y el modelo ofrece el aspecto de una moza sevillana. Aunque Francisco Pacheco en El arte de la pintura aconsejaba pintar a la Inmaculada Concepción con túnica blanca y manto azul, Velázquez empleó la túnica rojo-púrpura del mismo modo que acostumbraba a hacerlo el propio Pacheco en sus diversas aproximaciones al tema (Catedral de Sevilla; Inmaculada concepción con la Trinidad, Sevilla, iglesia de San Lorenzo, etc.). Este era también el modo más extendido en Sevilla en las primeras décadas del siglo XVII. Velázquez sigue los esquemas compositivos empleados por Pacheco igualmente en la silueta en contrapposto de la Virgen, la luna traslúcida a los pies y la integración de los símbolos de las Letanías lauretanas en el paisaje (nave, torre, fuente, cedro), Otras sugerencias expuestas por Pacheco en las Adiciones a su tratado, pero recogiendo indudablemente su práctica artística y los conocimientos adquiridos a lo largo de un largo periodo, han sido respetadas Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella. La apariencia de retrato, bien distinto de los idealizados rostros de Pacheco, ha llevado a diversas especulaciones acerca de la identidad de la retratada, buscándose a menudo al modelo dentro del entorno familiar, aunque la figura de María deriva del modelo de la Inmaculada de El Pedroso, obra de Juan Martínez Montañés. La cuestión inmaculista era en Sevilla objeto de vivo debate, con amplia participación popular volcada en general en defensa de la definición dogmática. La controversia estalló en 1613 cuando el dominico fray Domingo de Molina, prior del convento de Regina Angelorum negó la concepción inmaculada desde el púlpito, afirmando que María «fue concebida como vos y como yo y como Martín Lutero». Entre los fervorosos defensores de la Inmaculada estuvo Francisco Pacheco, bien relacionado con los jesuitas Luis del Alcázar y Juan de Pineda, implicados en su defensa. Al calor de la controversia los pintores recibieron Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella.numerosos encargos, siendo por tal motivo la pintura de la Inmaculada uno de los asuntos más repetidos
  • 27. SAN JUAN EN PATMOS, H.1618 Óleo sobre lienzo, 135,5 cm. × 102,2 cm Velázquez representa a Juan el Evangelista en la isla de Patmos. Aparece sentado, con el libro en el que escribe el contenido de la revelación sobre las rodillas. Al pie otros dos libros cerrados aluden probablemente al evangelio y a las tres epístolas que escribió. Arriba y a la izquierda aparece el contenido de la visión que tiene suspendido al santo, tomado del Apocalipsis (12, 1-4) e interpretado como figura de la Inmaculada Concepción, cuya controvertida definición dogmática tenía en Sevilla ardientes defensores. «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza (...) Otra señal apareció en el cielo: un dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos (...) se puso delante de la mujer en trance de dar a luz». En su dibujo Velázquez sigue modelos iconográficos conocidos: un grabado de Jan Sadeler, a partir de un cuadro de Martín de Vos para el esquema general y la figura del dragón, y otro de Juan de Jáuregui publicado en el libro de Luis del Alcázar Vestigatio arcani sensu Apocalypsi (Amberes, 1614), para la imagen de la Virgen En la cabeza del santo se observa un estudio del natural, tratándose probablemente del mismo modelo que utilizó en el estudio de una cabeza de perfil del Museo del Hermitage. La luz es también la propia de las corrientes naturalistas. Procedente de un punto focal situado fuera del cuadro se refleja intensamente en las ropas blancas y destaca con fuertes sombras las facciones duras del joven apóstol. El efecto volumétrico creado de ese modo, y el interés manifestado por las texturas de los materiales, como ha señalado Fernando Marías, alejan a Velázquez de su maestro ya en estas obras primerizas. En semipenumbra queda el águila, cuya presencia apenas se llega a advertir gracias a la mayor iluminación de una pezuña y a algunas pinceladas blancas que reflejan la luz en la cabeza y el pico, mimetizado el plumaje con el fondo terroso del paisaje. A la derecha del tronco del árbol, el celaje se enturbia con pinceladas casuales, como acostumbró a hacer Velázquez, destinadas a limpiar el pincel. El controlado estudio de la luz en la figura de San Juan, y el rudo aspecto de su figura, hace por otra parte que resalte más el carácter sobrenatural de la visión, envuelta en un aura de luz difusa. Lo reducido de la visión, a diferencia de lo que se encuentra en los grabados que le sirvieron de modelo, se explica por su colocación al lado del cuadro de la Inmaculada Concepción, en el que la visión de la mujer apocalíptica cobra forma como la Virgen madre de Dios concebida sin pecado, subrayando así el origen literario de esta iconografía mariana, como la materialización de una visión conocida a través de las palabras escritas por san Juan. Velázquez usa el formato tradicional para el tema, pero, en lugar de mostrarnos a San Juan como un hombre anciano, tal como era cuando escribió el Apocalipsis, pinta al santo como un hombre joven. El rostro está particularizado; no muestra idealización, y con el bigote resulta típicamente español. En 1800 Ceán Bermúdez mencionó este cuadro junto con la Inmaculada Concepción, de idénticas dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla, para el que probablemente se pintó. Ambos fueron vendidos en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran Bretaña, Bartholomew Frere. En 1956 fue adquirido por el museo donde ya se encontraba depositado en calidad de préstamo desde 1946. La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
  • 28. CRISTO EN CASA DE MARTA Y MARÍA, 1618-
  • 29. CRISTO EN CASA DE MARTA Y MARÍA Óleo sobre lienzo, 60x103,5 cms. Velázquez nos muestra en este cuadro una escena cotidiana en primer plano, a la vez que en un segundo plano un pasaje religioso visto a través de una ventana o reflejado en un espejo. Dicha escena religiosa explica la primera. El personaje de la mujer de mayor edad parece ser la misma modelo que utilizó en La vieja friendo huevos. El cuadro reúne elementos propios del género del bodegón con figuras practicado asiduamente por el joven Velázquez y defendido por su maestro y suegro Francisco Pacheco, pues con ellos «halló la verdadera imitación del natural» En primer término presenta a una doncella trabajando en la cocina con un almirez; en la mesa se encuentran dos platos de barro con huevos y cuatro pescados por cocinar, un jarro también de barro vidriado en su mitad superior, una guindilla y algunos ajos, habiendo puesto el pintor el acento en el tratamiento diferenciado de sus texturas y brillos. A la espalda de la doncella, una anciana, en la que se ha visto el mismo modelo de la Vieja friendo huevos, parece amonestar a la joven, gesticulando con el dedo índice de su mano derecha. El naturalismo con que Velázquez trata esta parte del cuadro sitúa al espectador ante una escena cotidiana, en la que el pintor pudiera haber retratado cualquier cocina sevillana de su tiempo. Sin embargo, el dedo de la anciana dirige la mirada del espectador hacia un recuadro situado a la derecha en el que se divisa la que sería la escena principal, situada en segundo plano: en una estancia posterior Jesús dialoga con las hermanas María, sentada como en el estrado a sus pies según la costumbre femenina de la época, y Marta, en pie, recriminando la actitud de su hermana. La escena del fondo representa a Jesús cuando fie recibido en casa de Marta y mientras ésta se dedicaba a las tareas de la casa, su hermana María centraba su atención en Jesús. Se nota ya un juego en diversos niveles de la realidad, "cuadros dentro del cuadro" que se comentan recíprocamente preguntándose sus significados relativos, con independencia de la interpretación. Se trata de un concepto artístico que Velázquez extenderá con mayor rebuscamiento en la la obra maestra tardía Las Meninas. Como precedente del recurso velazqueño a la duplicidad espacial y la composición invertida, que empleará también en La cena de Emaús y muchos años después en La fábula de Aracne, relegando la escena principal al segundo planoLa imagen ilustra un pasaje del Evangelio de Lucas (10, 38-42), donde el evangelista cuenta como llegando Jesús a una aldea fue recibido en su casa por Marta, quien se iba a ocupar afanosamente en su servicio, en tanto María solo se ocupaba de escuchar con atención las palabras del Señor. Marta se quejó a Jesús, porque su hermana la dejaba sola en los quehaceres de la casa, pero Jesús le replicó: «Marta, Marta, tú te preocupas y te apuras por muchas cosas y solo es necesaria una. María ha escogido la parte mejor, que no se le quitará». Como precedente del recurso velazqueño a la duplicidad espacial y la composición invertida, que empleará también en La cena de Emaús y muchos años después en La fábula de Aracne, relegando la escena principal al segundo plano e introduciéndola en un contexto narrativo diverso, de modo que el hecho religioso aparezca inmerso en el mundo cotidiano, se ha señalado el ejemplo de los pintores flamencos Pieter Aertsen y su discípulo Joachim Beuckelaer (Cristo en casa de Marta y María, 1568, Museo del Prado), cuyas obras pudo conocer Velázquez a través de las estampas de Jacob Matham. Pero estas cocinas de la gula, según las definió Vicente Carducho, se apartan de las sobrias cocinas de Velázquez, localizadas en el ámbito de una pequeña estancia en penumbra, tratada con recogimiento casi conventual, en la que se respira la afirmación teresiana según la cual Dios anda también entre los pucheros. Un precedente más inmediato y cercano al modo de componer de Velázquez se encuentra en su maestro Francisco Pacheco, quien había empleado este recurso en su San Sebastián atendido por santa Irene (1616, antes en el Hospital de la Caridad de Alcalá de Guadaira, destruido) construido en dos planos, con el santo en cama hospitalaria en el primero, atendido por la santa que le lleva la sopa en una escudilla a la vez que con la ramita de olivo, que es su atributo, ahuyenta las moscas, y la escena cronológicamente precedente de su martirio, imitado de una estampa de Pieter Aertsen, en segundo plano y ocurriendo de forma simultánea, pues se ve al mártir sujeto a un árbol a través de una ventana como indica el batiente.. .
  • 30. LA INMACULADA, H. 1618-1620 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo 142 x 98,5 cm Presentada en París en 1990 como obra del círculo de Velázquez. Subastada en Sotheby's de Londres (1994) con atribución a Velázquez contando con el parecer favorable de José López-Rey y Jonathan Brown. Atribución rechazada por Alfonso E. Pérez Sánchez, quien la asigna a Alonso Cano. Expuesto en París 2015 como original de Velázquez Aunque en esta obra Velázquez sigue las directrices iconográficas del maestro Pacheco, su concepción artística es novedosa en la configuración volumétrica con unos perfiles muy definidos y un modelado firme en rostro y manos.
  • 31. ALMUERZO DE CAMPESINOS, C. 1618 – 1619, (ATRIBUIDA) Óleo sobre lienzo, 96 × 112 CMS. El cuadro pertenece al género de los bodegones que según Francisco Pacheco pintaba Velázquez para adquirir por esa vía «la verdadera imitación del natural». Para Jonathan Brown, que considera sólo probable la autoría velazqueña, se inscribiría en el género de «pitture ridicole» extendida en los Países Bajos y el norte de Italia,​ aunque Velázquez, al contrario que algunos de sus copistas, no insiste en el carácter ridículo de sus protagonistas. A diferencia del Almuerzo del Ermitage, que ha de tenerse como cabeza de esta serie, y de las varias otras copias y derivaciones conocidas, el muchacho más joven que aparecía brindando en el centro de la composición ha sido sustituido aquí por una joven rubia llenando una copa de vino, de la que sólo la cabeza conserva su calidad original. El hombre sentado a la derecha, sin duda lo mejor del lienzo, varía respecto del que ocupaba igual posición en la versión del Ermitage únicamente en la posición de la cabeza, que ahora no se dirige hacia el espectador, buscando su complicidad, sino hacia el anciano que tiene situado enfrente, repitiendo como en la copia de lord Moyne, Andover, el estudio de cabeza de perfil del Ermitage. También hay alguna variación en los objetos de bodegón -igualmente repintados​- situados sobre la mesa vestida con un mantel blanco de tonos azulados, siendo especialmente significativa la introducción de un salero metálico de fino trabajo, que con la copa de cristal veneciano en que la moza sirve el vino, indica cierta calidad en los personajes retratados, más propia de hidalgos que de humildes campesinos
  • 32. ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS, 1619
  • 33. ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS, 1619 Oleo sobre lienzo (203x125 cms) Técnica tenebrista. Tonos ocres quizás de la tierra de Sevilla. El cuadro representa la Adoración de los Reyes Magos según la tradición cristiana que concreta su número en tres y, a partir del siglo XV, imagina a Baltasar de raza negra, ofreciendo tres regalos al Niño Jesús: oro como rey, incienso como Dios y mirra como hombre, tras haber tenido noticia de su nacimiento gracias a la estrella de oriente. Con los tres magos, la Virgen y el Niño, Velázquez pinta a San José y a un paje, con los que llena prácticamente toda la superficie del lienzo y deja solo una pequeña abertura a un paisaje crepuscular en el ángulo superior izquierdo. La zarza al pie de María alude al contenido de su meditación, expresada en el rostro reconcentrado y sereno. El resultado de las mezcla de color produce gran variedad de matices. Se hace a base de cinco pigmentos básicos y se lleva a la pintura hasta extremos de virtuosismo. Velázquez restriega con el pincel casi seco para obtener otros efectos. Velázquez va superponiendo mientras pinta: las manos se pintan sobre los trajes, los cuellos de encaje; unas figuras se superponen a otras, unos objetos tapan a otros pintados antes. Pintado en plena juventud del autor, traduciendo muy bien las inquietudes luminosas y el realismo prieto y casi escultórico en el modelado de sus años primeros. La gama de color, de tonos pardos, con sombras espesas y golpes luminosos de gran intensidad; el crepuscular paisaje, de tonos graves con cierto recuerdo bassanesco, y el aspecto tan individual y concreto de los rostros, retratos sin duda, definen maravillosamente su primer estilo. En el delicado, pero real e inmediato rostro de la Virgen, y en el delicioso niño Jesús, tan verdaderamente infantil, habrá que ver, como repetidamente se ha dicho, un tributo amoroso a su mujer y a su hijo, nacido ese mismo año. Composición sencilla y original. Recurre a un efecto luminoso frecuente para conseguir la ilusión de profundidad: un primer plano en semioscuridad, un segundo plano muy luminoso y un tercer plano en semioscuridad. Esta estratificación de planos luminosos la perfeccionará con las perspectiva aérea. Con arreglo a los estudios técnicos que indican que el cuadro conserva sus medidas originales, si acaso ligeramente recortadas por abajo, la sensación un poco agobiante que produce la recargada composición debió de ser deliberademente buscada por el pintor, quien habría querido crear con la proximidad de los cuerpos una impresión de intimidad acentuada por la iluminación nocturna que baña la escena, que parece invitar al recogimiento. En su ejecución es fácil advertir torpezas, propias del pintor principiante que era Velázquez en ese momento: la floja cabeza de San José, el cuerpo sin piernas del niño, embutido en pañales conforme a las indicaciones iconográficas de Pacheco, según indica Jonathan Brown, o las manos de la Virgen sobre las que ensayó su ingenio Carl Justi aseverando que «son lo bastante fuertes para manejar un arado y, en caso necesario, para coger al toro por los cuernos». Pero nada de ello empequeñece el sentido profundamente devoto de la composición en su aparente cotidianidad, conforme a los consejos ignacianos, y en la forma como la luz, despejando las sombras, se dirige al Niño, que ha de ser el centro de toda meditación, dándole volumen y forma.
  • 35. FRANCISCO PACHECO, 1619 Óleo sobre lienzo; 40x36 cms. El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. Pacheco, suegro de Velázquez, nacido en 1564, era un hombre culto y aunque su pintura no llegó a ser relevante, sí supo orientar bien a sus alumnos. También fue tratadista y escribió El arte de la pintura, obra importante dentro de la teoría artística de España, publicada póstumamente en 1649. El cuadro responde a convenciones propias del retrato, representando un busto de caballero mirando de frente sobre un fondo neutro, vestido de negro y con cuello grande de encaje. Algunos toques de luz, con los que repasa el retrato una vez acabado, por ejemplo, en la punta de la nariz, es un rasgo característico del modo de hacer de Velázquez, que repetirá en obras posteriores. La preparación del lienzo no se corresponde con la técnica empleada por Velázquez en sus obras sevillanas y tampoco es exactamente la empleada en las obras realizadas ya en Madrid, por lo que la fecha más probable de ejecución puede ser 1622, entre el primero y el segundo de los viajes a la corte, relacionándose estilísticamente con el Retrato de Luis de Góngora también de ese momento. Allende-Salazar propuso en 1625 identificar al personaje representado como Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, siendo seguido en esa interpretación por otros especialistas, si bien Jonathan Brown, entre otros, la descarta alegando la falta de pruebas. Javier Portús recuperó en 1999 aquella identificación, admitida en el Museo del Prado, al apreciar semejanzas con el autorretrato de Pacheco en el reaparecido Juicio Final del Museo de Castres, del que el maestro de Velázquez hizo una extensa descripción en el Arte de la Pintura, pero también cabe advertir que en aquel escrito Pacheco no hizo alusión en ningún momento a retratos suyos pintados por su yerno, en tanto hablaba con cierto detalle del retrato de Góngora y del autorretrato de Velázquez que él tenía. Velázquez lo presenta con una expresión vivaz, casi dispuesto a un diálogo. En la gorguera plegada, prohibida después por el programa de austeridad de Felipe IV, el artista manifiesta una extraordinaria capacidad de observación, y el desorden de los pliegues parece transparentarse la vitalidad del que la lleva. El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. El cuadro procede del Palacio de la Granja de San Ildefonso donde en 1746 se inventarió como obra de Tintoretto, ingresando ya con atribución a Velázquez en el Museo del Prado de Madrid al crearse la pinacoteca en 1819. El Retrato de caballero, supuesto retrato de Francisco Pacheco fue pintado en fecha incierta por Velázquez, señalándose como fecha límite el año 1623, cuando en razón de las medidas contra el exceso en el lujo adoptadas por Felipe IV se prohibió el empleo de lechuguillas o gorgueras en el vestuario masculino. El cuadro procede del Palacio de la Granja de San Ildefonso donde en 1746 se inventarió como obra de Tintoretto, ingresando ya con atribución a Velázquez en el Museo del Prado de Madrid al crearse la pinacoteca en 1819.
  • 37. SANTO TOMAS, H.1619-1620 Óleo sobre lienzo, 95 cm × 73 cm El santo aparece de riguroso perfil, lo que dificulta la posibilidad apuntada de que hubiese formado serie con el San Pablo de Barcelona en posición casi frontal, envuelto en un pesado manto castaño anaranjado surcado por profundos pliegues. Julián Gállego destacó la calidad de las manos, estudiadas del natural, con las que sujeta en la derecha un libro abierto encuadernado en pergamino y en la izquierda una pica o lanza que lleva al hombro. El modelo es el mismo del San Juan en Patmos y quizá el del estudio de Cabeza de perfil del Museo del Hermitage: joven, con barba incipiente y pómulos marcados, si acaso más consumido aquí para subrayar el carácter ascético. La iluminación intensa, dirigida desde la izquierda, ha llevado a que se recuerde con frecuencia a propósito de este cuadro el naturalismo caravaggista y su sistema de iluminación tenebrista. Su identificación como el apóstol santo Tomás, habitualmente representado con una escuadra, es posible además de por la inscripción que lleva en la parte superior («S. TOMAS.»), por la pica, atributo no infrecuente y del que se vale también El Greco en alguno de sus apostolados, ya sea la lanza de Longinos, evocando de este modo sus dudas sobre la Resurrección de Jesús resueltas al meter su mano en el costado de Cristo, o el atributo de su martirio, pues según san Isidoro murió alanceado. En el Museo de Orleans al menos desde 1843, donde se atribuía a Murillo, en 1925 Manuel Gómez-Moreno lo publicó como obra de Velázquez y en relación con el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, con una inscripción semejante en la parte superior, como restos de un posible apostolado al que también podría haber pertenecido la Cabeza de apóstol del Museo del Prado. Aunque no haya sido posible establecer una relación directa con este cuadro, del que se ignora la procedencia hasta su incorporación al museo, se han recordado a este respecto una serie de apóstoles mencionados por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizados en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se atribuían al pintor
  • 39. SAN PABLO, H.1619-1620 Óleo sobre lienzo, 99 cm × 78 cm El santo aparece representado casi de frente al espectador, sentado y de tres cuartos, envuelto en un amplio manto de tonos verdosos que cubre una túnica roja y en el que destacan los profundos pliegues con los que se capta la pesada textura de la tela. El tratamiento de la materia, el tono terroso y la iluminación dirigida junto con la fuerte caracterización del rostro dan prueba del grado de naturalismo alcanzado por el pintor en esta época temprana, lo que ha llevado a ponerlo en relación con otras series de apóstoles y de filósofos de José de Ribera. Sin embargo su ejecución es muy desigual e insegura en la representación corporal, de forma que la cabeza del natural y el pesado paño se asientan sobre unas piernas sin volumen. Para el rostro, estudiado del natural, se han señalado semejanzas con personajes representados en otros cuadros del pintor, como El almuerzo o la citada Cabeza de apóstol, pero también fuentes grabadas, como una estampa de Werner van den Valckert que representa a Platón y un grabado de San Pablo de Gerrit Gauw sobre una composición de Jacob Matham para la disposición general. La identificación del personaje solo es posible por la inscripción «S.PAVLVS» que aparece en la parte superior, con una grafía semejante a la inscripción del Santo Tomás, lo que hace creíble que ambos cuadros formasen alguna vez serie, aunque pudieran ser inscripciones añadidas en fecha posterior. Velázquez se ha apartado de la tradicional iconografía de san Pablo, una de las más codificadas del arte cristiano, prescindiendo de la espada que lo distingue, sustituida por el libro semioculto bajo la capa, en alusión a sus Epístolas, pero que en tanto que atributo es común a otros apóstoles. También se apartó de la iconografía tradicional en lo que se refiere a la fisonomía del santo, que lo imaginaba calvo y con barba negra y puntiaguda, para acercarse a las indicaciones de su maestro Francisco Pacheco, tal como las recogía en El arte de la pintura. Se cree que pudo haber formado parte de un apostolado, al que pertenecerían también el Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y la Cabeza de apóstol ingresada en 2006 en el Museo del Prado y luego cedida en depósito al Museo de Bellas Artes de Sevilla. En este sentido Julián Gállego recordó un conjunto de pinturas mencionado por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizado en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se guardaban «varias pinturas que representan apóstoles que, si son de Velázquez, como allí quieren, puede ser que las hiciera en sus principios» Otros dos cuadros con apóstoles atribuidos a Velázquez se citaban en un inventario hecho en 1786 de las pinturas del convento de San Hermenegildo de MadridLa relación entre estas obras y las conservadas, sin embargo, no se ha podido documentar, y el hecho de que el apóstol Tomás se retrate de riguroso perfil mientras que el san Pablo está casi de frente, parece romper con el concepto de repetición que exigen estas series, y así José López-Rey los catalogó por separado El santo, sentado, lleva túnica y se cubre con un manto grueso. Su cabellera es oscura, la barba canosa y el rostro con profundas arrugas, mientras una aureola de luz alrededor de la cabeza declara su santidad. Muestra un libro que indica su condición de apóstol, y quizá también la de intelectual o filósofo, aunque, arriba a la izquierda, aparece una inscripción que lo identifica claramente: «S. PAVLVS». Se trata de una pintura de juventud hecha cuando Velázquez todavía vivía en Sevilla, poco antes de entrar al servicio del monarca español Felipe IV en Madrid. Esta obra se considera fundamental para el estudio de la influencia del realismo pictórico de Caravaggio en España.. El apóstol vestido con manto verde y túnica roja aparece sentado sosteniendo con su mano izquierda un libro que pudiera hacer referencia a sus epístolas. En el ángulo superior izquierdo una inscripción "S. PAULUS", lo identifica como tal ya que no aparece representado con sus atributos tradicionales. El cuadro fue publicado por August L. Mayer como obra de Velázquez en 1921, atribución admitida de forma general por la crítica.
  • 41. EL AGUADOR DE SEVILLA, 1619-1620 Óleo sobre lienzo, 106x82 cms. Vemos en esta obra a un hombre de edad, vestido de manera pobre y sencilla, que tiende a un niño una copa, cuya transparencia revela la presencia de un higo para perfumar el agua con "virtudes salutíferas". El muchacho, con la cabeza ligeramente inclinada, se apresta respetuosamente para recibir la copa. Entre las cabezas de ambos se entrevé, en penumbra, la de un joven más alto que bebe con avidez de una jarrilla de cerámica. Vender agua por las calles de Sevilla era un acontecimiento habitual, Velázquez lo ha inmortalizado en el Aguador. El protagonista aparece erguido, con altivez de quien realiza algo importante. Su raído vestido no puede ocultar la verdad de su bajo oficio. Pero con todo ofrece lo mejor: el agua fresca en recipiente de barro; pero luego el detalle exquisito, de servirla en una fina copa de vidrio, en cuyo interior hay un higo, que con su sabor hacía más refrescante el efecto. El mundo del tacto, el de los sabores aparece aquí representado, y al lado de él, la gran lección de que no hay menester pequeño. Trata los objetos con la misma precisión que dedica a los personajes. Estas partes constituyen por sí mismas un verdadero bodegón. Se utilizan tonos cálidos: marrones. Ocres, rojos… Algunos autores ven representado una alegoría a las tres edades del hombre maduro que accede al conocimiento. Bajo la manga descosida de la túnica oscura del viejo se asoma el brazo, que apoya en el cántaro y sale del espacio del cuadro para invadir el del observador. Con esta nota innovadora, Velázquez parece anticipar las naturalezas muertas de Cézanne y de Juan Gris. Una imaginaria luz en espiral parece salir del ánfora del primer plano, pasar después por la alcarraza más pequeña, colocada sobre un banco o una mesa, y concluir en las tres cabezas por orden de edad, acabando en el viejo aguador. A los ojos de los contemporáneos, la escena solemne del cuadro tiene también, sin embargo, una característica burlesca: en una de las novelas picarescas tan difundidas entonces, expresión de la sociedad española al igual que las obras de Miguel de Cervantes, aparece precisamente un aguador de Sevilla que recuerda el cuadro de Velázquez. Reina en la composición una cierta inmovilidad, análoga a la de la Vieja friendo huevos, mientras que es evidente el extremo dominio de la materia y el dibujo. Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, el cuadro tendría como tema, sencillamente, el retrato de «un aguador», oficio común en Sevilla. Estebanillo González en su Vida y hechos, que pretende ser novela autobiográfica, cuenta que llegando a Sevilla, por no ser perseguido como vagabundo, adoptó este oficio dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato». Estebanillo elegirá este trabajo, que siendo Sevilla una ciudad calurosa y muy poblada dejaba a sus oficiales un digno beneficio, porque siendo oficio «necesario en la república» no requería examen ni caudal para establecerse, bastándole para practicarlo con adquirir «un cántaro y dos cristalinos vidrios». Pagaba dos maravedíes por cada cántaro que llenaba en un pozo de agua fría de un portugués y la vendía luego como agua de la Alameda, poniendo sobre el tapador un ramito para acreditar tal origen, obteniendo con su venta dos reales más lo que le dejaba la venta de falsos jabones de Bolonia y mondadientes de Moscovia, a lo que dedicaba las mañanas por no ser esas horas buenas para la venta de agua Leo Steinberg primero y Julián Gállego han explicado El aguador como una representación de las tres edades en «una suerte de ceremonia iniciática», en la que el anciano, la Vejez, tiende la copa del conocimiento al muchacho más joven y de noble aspecto. El propio Gállego apuntaba en 1990 que ese rito de iniciación pudiera hacer referencia también al amor, encontrando un símbolo sexual en el higo dibujado en el interior de la copa en la que bebe el adolescente, destinado a perfumar el agua según los comentaristas.
  • 42. EL AGUADOR DE SEVILLA, H. 1620 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo 103 x 77 cm Copia con variaciones del ejemplar de Apsley House de Londres.167 Gudiol pensó podría tratarse de la primera versión, distinta del ejemplar de Londres no sólo en su ejecución, más seca, sino en detalles como el bonete que cubre la cabeza del aguador, además de por hacer más nítido el dibujo del hombre de mediana edad y del vaso de loza vidriada del que bebe, surgiendo de la penumbra en que los dejó Velázquez, alteraciones impropias de un copista y que abonarían una ejecución anterior
  • 44. LA VENERABLE MADRE JERÓNIMA DE LA FUENTE,1620 Existen dos versiones con ligeras variantes, ambas procedentes del convento de Santa Isabel la Real de Toledo de donde salieron en 1931, una conservada en el Museo del Prado de Madrid (España) desde 1944 y la restante en colección particular madrileña. El cuadro representa a Jerónima de la Asunción, fundadora y primera abadesa del convento de Santa Clara de la Concepción de Manila en las Islas Filipinas, como indica la inscripción de la parte inferior. La monja aparece en pie, llenando con su sola presencia un espacio desnudo, sin más notas de color que la carnación de los labios y el rojo del filo de las hojas del breviario cerrado que recoge bajo el brazo izquierdo; viste el hábito marrón propio de las clarisas apenas diferenciado del fondo, sequedad que obliga a dirigir la vista al rostro duro de la monja, con su fija mirada escrutadora, en la que se evidencia la fortaleza de carácter de quien a edad avanzada iba a emprender con ánimo misionero un viaje a tierras remotas de las que nunca regresaría. La luz dirigida, con técnica que es todavía la propia del tenebrismo, resalta la dureza y las arrugas de manos y rostro. La visión elevada del suelo parece indicar que Velázquez desconoce el modo de resolver la perspectiva linealo que conociéndola ha decidido no usarla Sin embargo muestra ya sus maneras en los pequeños detalles, como las arrugas de la blanca toca y la cinta que sobre el pecho sujeta el manto, resuelta con algunos trazos escurridos que terminan antes de alcanzar la hebilla, demostrando como el joven pintor había ya entendido que la verdadera aprehensión de la realidad en la pintura no está en la meticulosa imitación de la naturaleza de las cosas, sino en su realidad óptica, donde la vista se engaña. Tanto la versión del Prado como la de colección han sido estudiadas en el laboratorio del museo, confirmando la segura atribución de los dos ejemplares. El de colección Araoz muestra una técnica más rápida, con el pincel menos cargado de pintura, pero con pinceladas muy similares en ambos. El crucifijo se pintó inmediatamente en su actual estado, sin haber sufrido retoques, al contrario que en el óleo del Prado en el que Velázquez hizo ligeros reajustes posicionales en la mano que lo agarra. La firma en el de colección Araoz , que no se indicó en la primera limpieza, se demuestra apócrifa. La filacteria del Prado no debió eliminarse pues se comprueba su presencia desde el origen El ejemplar propiedad del Museo del Prado estuvo atribuido a Luis Tristán hasta que en 1926, al procederse a una limpieza con destino a una exposición, apareció la firma «diego Velazquez.f.1620». El segundo, solo diferente en la posición del crucifijo que sostiene la monja, de cara a la monja en el Prado y ladeado en el de colección privada, fue descubierto poco después en el mismo convento por el restaurador del Museo del Prado, Jerónimo Seisdedos. En una limpieza posterior de este ejemplar apareció una firma idéntica a la del primer ejemplar, apócrifa según el estudio técnico efectuado en el Museo del Prado. Ambos cuadros llevaban una filacteria que salía de cerca de la boca de la monja y que fue borrada en el ejemplar del Prado poco después de su ingreso en el museo, por haberse considerado un añadido posterior, lo que se ha demostrado falso, pero no se ha podido recuperar tras la última restauración. En el ejemplar de la colección Fernández de Araoz, que aún la conserva, se puede leer la inscripción: «SATIABOR DVM GLORI...FICATVS FVERIT» (En su gloria está mi verdadera satisfacción, aludiendo a la del Crucificado que era una de las devociones particulares de la monja). En la parte superior otra inscripción dice: «BONVM EST PRESTOLARI CVM SILENTIO SALVTARE DEI» (Es bueno esperar en el silencio la salvación de Dios). Y al pie, a los lados de la monja, una tercera inscripción, indudablemente posterior, pues alude a la fundación que se disponía a emprender en el momento en que fue retratada, aclara la personalidad de la religiosa y las circunstancias por las que llegó a Sevilla en junio de 1620, donde permaneció por espacio de tres semanas —en las que hubo de ser retratada por Velázquez, camino de las Filipinas, a donde llegó en agosto de 1621
  • 45. DON CRISTOBAL SUAREZ DE RIBERA, 1620
  • 46. DON CRISTOBAL SUAREZ DE RIBERA, 1620 Óleo sobre lienzo, 207 cm × 148 cm Suárez de Ribera fue padrino de bautizo de Juana Pacheco, casada con Velázquez en abril de 1618, y falleció el mismo año, el 13 de octubre, con sesenta y ocho años de edad. Se trata, pues, de un retrato póstumo, en el que el rostro del retratado no refleja la edad que podía tener en el momento de conocerlo Velázquez. El sacerdote retratado, devoto de san Hermenegildo, aparece de rodillas en un salón desnudo. Al fondo un amplio vano deja ver las copas de unos árboles frondosos y unas nubes interpuestas al sol. En alto las armas de la hermandad: una cruz con guirnalda de rosas entre un hacha (instrumento del martirio del santo) y una palma enlazadas por una corona sobre fondo rojo. El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se desarrolla la escena sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del efigiado e idealmente integrado en un conjunto decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar mayor. El retratado fundó en Sevilla la capilla o ermita de San Hermenegildo, construida entre 1607 y 1616, donde siempre estuvo el lienzo, asignado a Francisco de Herrera el Viejo en un inventario de 1795, hasta su depósito en el Museo de Bellas Artes tras ser restaurado en 1910. Al ser limpiado el cuadro -cuando se atribuía a la escuela sevillana- apareció en el muro bajo la ventana la fecha, 1620, y un monograma, diversamente leído «DOVZ» o «DLZ» (D,V y Z entrelazadas, la O como círculo reducido sobre el trazo vertical de la d, podría ser también el punto de una i), interpretado como el monograma de Velázquez, aunque de él se han ofrecido otras lecturas, siendo a partir de entonces admitido de forma unánime por la crítica como obra de Velázquez, no obstante advertirse el mal estado de conservación, con pérdidas de pintura y abrasiones. Sólo el hecho de tratarse de un retrato póstumo justificaría la falta de verdad que hay en el blando rostro reducido, por otra parte, a una pequeña mancha en un lienzo demasiado grande y vacío, muy lejos del coetáneo retrato de La venerable madre Jerónima de la Fuente. La sobriedad del personaje se debe probablemente al hecho de ser un retrato póstumo. �ste ha sido representado de rodillas señalando hacia el retablo mayor que poseía una obra del santo titular de la iglesia que había sido realizado por Juan Martínez Montañés. Tras el caballero, recurriendo de nuevo al uso de una ventana en el fondo, se observa el jardín de cipreses que permanecieron en el lugar hasta casi nuestros días. Durante sus años en Sevilla, Velázquez trabajó el claroscuro en las escenas de género o bodegones con figuras, temas que ya tenían precedentes en la pintura flamenca e italiana. Con su excepcional dominio del dibujo y una gama cromática oscura, alcanzó extraordinarias impresiones de verismo. También ensayó otros dos géneros en los que impera el tono de verosimilitud: el religioso y el retrato. El tipo de retrato, cuyo modelo podrían ser los retratos funerarios orantes propios de la escultura, guarda concomitancias también con el del donante, normalmente incorporado al espacio en que se desarrolla la escena sagrada. Pero el hecho de que la imagen del titular de la capilla fuese en esta ocasión de bulto pudo determinar esta elección para un retrato aislado, colocado junto a la tumba del efigiado e idealmente integrado en un conjunto decorativo del que formaría parte la imagen de San Hermenegildo, atribuida a Martínez Montañés, y el retrato velazqueño, cuyo gesto apunta hacia el altar mayor.
  • 47. SAN JUAN BAUTISTA EN EL DESIERTO, H. 1620 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo 175,3 x 152,5 cm El rechazo de la crítica a una antigua atribución a Velázquez propuesta por Mayer (1936) determinó su catalogación en el museo como anónimo sevillano. Expuesto en 2005-2006 a nombre de Alonso Cano. Maurizio Marini​ y Javier Portús (2007) han defendido de nuevo la atribución a Velázquez, destacando el último las afinidades con los cuadros de su etapa sevillana demostradas en el estudio técnico realizado en el Art Institute.
  • 48. CABEZA DE MUCHACHA, H. 1620 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo 25 x 18 cm Creído en el pasado retrato de Juana Pacheco, esposa del artista, para López-Rey se trataría de una obra basada en la manera inicial de Velázquez y no de un estudio autógrafo como sostenía August L. Mayer entre otros
  • 49. CABEZA DE UN MUCHACHO RIENDO, H. 1620 (ATRIBUIDO) Óleo sobre lienzo 27 x 22 cm Mayer lo tiene por un trabajo genuino de la primera época.164 Para López-Rey el deficiente estado de conservación hace difícil pronunciarse acerca de si se trata de un trabajo del propio Velázquez o de algunos de sus tempranos seguidores sevillanos.
  • 50. LA IMPOSICIÓN DE LA CASULLA A SAN ILDEFONSO, 1621
  • 51. LA IMPOSICIÓN DE LA CASULLA A SAN ILDEFONSO, 1621 Óleo sobre lienzo, 166 x 120 cm San Ildefonso, discípulo de San Isidoro de Sevilla, fue un destacado clérigo en la época de Recaredo y Recesvinto. Sucedió a san Eugenio II como obispo de Toledo. Prelado ilustrísimo realizó muchos escritos en defensa de la virginidad perpetua de María. La tradición dice que, en agradecimiento, la Virgen descendió del cielo para imponerle una preciosísima casulla. La influencia del Greco es patente en este lienzo, tanto en la espiritualidad que desprende la figura del santo como en la composición extrañamente triangular, de la obra, con la casulla, sujeta por la Virgen sobre la cabeza del santo y que cae por ambos lados, con un ímpetu luminoso que arranca hilos de luz al púrpura un poco fría de la tela y se conjunta con los pliegues violáceos del manto de María. Esto es uno de los elementos que permite fechar la obra, ya que cuando fue a la Corte en 1622 pudo conocer la obra del Greco en Toledo, sin embargo, Velázquez reelabora siempre con asombrosa seguridad para llegar a un inimitable estilo propio, caracterizado por un dominio absoluto en la manera de sondear la profundidad del tema, de una creciente delicadeza pictórica y un estudiado arte compositivo que indican al genio en la apariencia del aprendiz. Se piensa que el cuadro es de 1623, en el intervalo sevillano entre el primer y el segundo viaje a Madrid. Es probable que Velázquez se parara en Illescas, entre Sevilla y Madrid, y viera las obras de El Greco. No obstante, podría haber admirado otras obras del cretense en Madrid o en El Escorial, acaso en la propia Toledo. No se sabe para qué cliente realizó el joven Velázquez este gran lienzo, de culto típicamente español, especialmente de Toledo. La figura de la Virgen y de las ocho mujeres del fondo son típicamente velazqueñas, con rasgos andaluces, y ajenas a la escena central. A finales del siglo XVIII el conde de Águila ya señaló que la obra se encontraba muy deteriorada. Así, las manos del santo, que aparecían unidas en actitud orante, son ahora casi imperceptibles por el desgaste causado por daños y restauraciones fallidas. También varias de las figuras femeninas han perdido matices y son producto de repintes posteriores. En 1622 Velázquez visitó Toledo, donde san Ildefonso tiene una gran devoción, y conoció la obra del Greco, del cual este cuadro tiene influencias Pudo ser realizado entre enero y agosto de 1623 Se encontraba en el patio delantero del convento de San Antonio de Padua, en Sevilla. En el siglo xix pasó al palacio arzobispal. En el siglo xx el arzobispo José María Bueno Monreal lo depositó en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. El 18 de octubre de 1969 el arzobispo lo donó al Ayuntamiento de Sevilla. Se conserva en el Centro Velázquez de la Fundación Focus, que tiene su sede en el Hospital de los Venerables Sacerdotes, en Sevilla. Es propiedad del Ayuntamiento de Sevilla
  • 52. DOS JOVENES A LA MESA, H.1622
  • 53. DOS JÓVENES A LA MESA 64,5 cm × 105 cm Se trata probablemente de uno de los «bodegones» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas pintadas por Velázquez unánimente juzgada por la crítica como autógrafa. Se encuentra en el Museo Wellington de Apsley House, a donde debió de llegar junto con El aguador de Sevilla tras la Guerra de la Independencia. Se trata probablemente de uno de los «bodegones» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas pintadas por Velázquez en Sevilla: “Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña”. Dado que, de los cuadros pintados en Sevilla, Palomino sólo pudo conocer los llevados por Velázquez a Madrid, otra versión de este mismo cuadro o una copia pudiera ser la descrita en el inventario de los bienes del duque de Alcalá, realizado en 1637, donde se menciona más sucintamente un lienzo atribuido a Velázquez «de dos hombres de medio cuerpo con un Jarrito vidriado». El cuadro fue adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro años después fue visto todavía en el mismo lugar por Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los posteriores inventarios de 1794 y 1814. Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez, entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación con El aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa Del mismo modo Jonathan Brown consideró esta obra como un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros medio ocultos, reducidos a la escala de los objetos que los rodean. Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una obra pintada «para hacer manos» poco antes de su partida hacia Madrid y más independiente de modelos grabados que en los bodegones anteriores Aunque buena parte de la crítica anterior fechaba el cuadro entre las obras más tempranas de Velázquez, entre 1616 y 1618, José López-Rey lo puso en relación con El aguador de Sevilla, que pensaba pintado dos años antes, hacia 1620, encontrando acentuados algunos de sus rasgos característicos en Dos jóvenes a la mesa. Del mismo modo Jonathan Brown consideró esta obra como un paso adelante en la evolución de Velázquez, tras El aguador de Sevilla, alcanzando en ella «nuevas cotas de atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con sus rostros medio ocultos, reducidos a la escala de los objetos que los rodean. Para Fernando Marías se trataría, en fin, de una obra pintada «para hacer manos» poco antes de su partida hacia Madrid y El cuadro fue adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada el 25 de agosto de 1768, quedando recogido en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid. Cuatro años después fue visto todavía en el mismo lugar por Antonio Ponz, que hizo referencia a él como obra «del estilo» de Velázquez, pero no se encuentra ya en los posteriores inventarios de 1794 y 1814.