1. 1
DERECHO
ADMINISTRATIVO
ESPAÑOL
Y
SOLUCIÓN
EXTRAJUDICIAL
DE
CONFLICTOS:
ENTRE
EL
(RAZONABLEMENTE
HERMOSO)
MITO
Y
LA
(MENOS
EDIFICANTE
DE
LO
DESEABLE)
REALIDAD.
Roberto
O.
Bustillo
Bolado
Profesor
Titular
de
Derecho
Administrativo
Universidad
de
Vigo
(Campus
de
Ourense)
1.
Los
cauces
de
solución
de
conflictos
a
partir
de
los
años
cincuenta
del
siglo
XX
y
cómo,
pese
a
los
arts.
88
y
107.2
de
la
Ley
30/1992
y
pese
a
los
esfuerzos
doctrinales
en
pro
del
arbitraje,
a
la
hora
de
la
verdad
todo
sigue
igual
en
el
siglo
XXI.
a)
Planteamiento.
b)
El
modelo
de
los
años
cincuenta
del
siglo
XX.
c)
Los
arts.
88
y
107.2
de
la
Ley
30/1992
como
una
medida
legislativa
(bienintencionada
pero
a
la
postre
escasamente
eficaz)
frente
a
la
sobrecarga
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐
administrativa.
d)
¿Y
el
arbitraje
(el
de
verdad)?
2.
Las
formas
espurias
experimentadas
en
los
últimos
años
por
el
legislador
para
reducir
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa:
costas
y
tasas.
3.
“La
Administración
sirve
con
objetividad
los
intereses
generales”:
la
seria
consideración
jurídica
y
ética
del
art.
103.1
CE
como
punto
de
partida
para
reducir
la
litigiosidad.
a)
Planteamiento
b)
La
creación
de
órganos
administrativos
independientes
especializados
en
la
resolución
(o
en
el
asesoramiento
al
órgano
competente
para
la
resolución)
de
recursos
administrativos.
c)
La
consideración
ética
del
art.
103.1
CE.
Bibliografía
comentada
sobre
fórmulas
convencionales
de
solución
de
conflictos
en
el
Derecho
Administrativo
español.
2. 2
1. Los
cauces
de
solución
de
conflictos
a
partir
de
los
años
cincuenta
del
siglo
XX
y
cómo,
pese
a
los
arts.
88
y
107.2
de
la
Ley
30/1992
y
pese
al
empeño
doctrinal
en
pro
del
arbitraje,
a
la
hora
de
la
verdad
todo
sigue
igual
en
el
siglo
XXI.
a)
Planteamiento
La
publicación
y
entrada
en
vigor
en
los
años
cincuenta
del
siglo
XX
de
las
viejas
y
nobles
leyes
de
Régimen
jurídico
de
la
Administración
del
Estado,
de
Procedimiento
administrativo
y
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa
significó
un
cambio
exponencial,
un
positivo
salto
hacia
delante
con
escasos
precedentes
y
ningún
consecuente
de
tal
magnitud
(insisto,
ninguno)
en
la
vida
del
hasta
entonces
primitivo
Derecho
Administrativo
español.
Todas
las
transformaciones
sufridas
en
aquel
bloque
normativo
desde
entonces
hasta
ahora
(tanto
de
origen
positivo
como
jurisprudencial)
han
contribuido
(con
más
o
menos
acierto)
a
adaptar
normas
e
instituciones
a
exigencias
constitucionales
y
europeas,
a
las
nuevas
tecnologías,
a
coyunturas
políticas,
sociales
y
económicas,
así
como
a
plasmar
(afortunadas
o
no)
ideas
u
ocurrencias
de
gobiernos
y
legisladores
y
de
quienes
con
ellos
colaboran
(colaboramos)
en
la
elaboración
de
normas
y
proyectos
normativos.
En
los
casi
sesenta
años
que
separan
los
dos
anteriores
párrafos
mucho
ha
cambiado:
en
la
actualidad,
el
interés
legítimo
ha
sustituido
al
interés
directo
como
parámetro
de
legitimación;
los
procedimientos
administrativos
pueden
tramitarse
sin
necesidad
de
papel;
el
paradigma
del
“servicio
público”
se
repliega,
cede
y
comparte
espacios
con
nuevos
conceptos
como
los
de
“servicio
universal”
y
“servicio
económico
de
interés
general”;
los
ahora
llamados
“procedimientos
y
formas
de
contratación”
se
aplican
también
a
las
entidades
privadas
integrantes
del
“sector
público”;
muchas
funciones
típicamente
administrativas
desbordan
los
límites
subjetivos
de
la
Administración
y
son
desarrolladas
por
profesionales
y
empresas
privadas
que
acreditan
el
cumplimiento
de
determinados
requisitos;
una
3. 3
gran
parte
de
la
creación
positiva
del
Derecho
Administrativo
se
ha
descentralizado;
o,
por
poner
un
último
ejemplo,
existen
unas
cuantas
leyes
de
“buena
administración”,
“buen
gobierno”
y
de
“transparencia”,
normas
auspiciadas
por
la
Unión
Europea
y
que
una
más
dilatada
perspectiva
histórica
permitirá
calibrar
con
cierta
precisión
si
resultan
tan
mediáticas
como
eficaces.
Mucho
ha
cambiado,
sí,
pero
¿y
lo
que
más
interesa
a
los
efectos
de
esta
ponencia?,
¿en
estos
sesenta
años
han
cambiado
de
verdad
los
cauces
para
la
solución
de
conflictos
entre
el
poder
público
y
los
ciudadanos
-‐una
de
las
claves
del
sistema
jurídico-‐administrativo
de
un
Estado-‐?
La
respuesta
es
sí…
o
no,
depende
de
la
perspectiva.
La
respuesta
afirmativa
podría
sustentarse
en
la
relevante
repercusión
a
partir
de
1978
de
la
tutela
judicial
efectiva
del
art.
24
CE
(con
algún
flanco
débil
como
la
inefable
discrecionalidad
técnica,
que
sólo
una
decidida
voluntad
de
todos
los
órganos
contencioso-‐administrativos
–la
jurisprudencia
del
Tribunal
Supremo
y
del
Tribunal
Constitucional
por
sí
solas
no
bastan-‐
puede
determinar
que
deje
de
ser
en
no
pocas
ocasiones
uno
de
los
últimos
reductos
de
la
arbitrariedad
en
nuestro
Estado
de
Derecho),
o
en
otros
cambios
de
menor
calado
(como
el
carácter
potestativo
del
recurso
de
reposición),
o
en
algunos
regímenes
sectoriales
(como
el
sistema
de
impugnación
recogido
en
el
Texto
Refundido
de
la
Ley
de
Contratos
del
Sector
Público),
o
en
otros
aspectos
de
gran
trascendencia
institucional
y
en
casos
concretos
aunque
de
escasa
relevancia
cuantitativa
(como
los
cauces
para
actuar
frente
a
la
inactividad
material).
Sin
embargo,
y
sin
perjuicio
de
todas
esas
novedades
que
en
las
últimas
décadas
han
ido
incorporándose
al
sistema,
trataré
de
explicar
en
esta
ponencia
que
la
realidad
es
que
la
base,
la
estructura
de
sistema
de
solución
de
conflictos,
es
hoy,
pese
a
las
apariencias,
la
misma
que
entonces;
trataré
de
explicar
que
el
legislador
nunca
ha
querido
realmente
cambiarla;
que,
a
la
postre
y
sobre
el
papel,
los
arts.
88
y
107.2
de
la
Ley
30/1992
–en
lo
que
suponen
de
impulso
de
las
alternativas
convencionales
respecto
de
los
tradicionales
cauces
de
auto
y
heterocomposición-‐
no
han
transformado
sustancial
y
cuantitativamente
gran
4. 4
AUTOTUTELA
(Recursos
de
alzada
y
reposición)
RESOLUCIÓN
HETEROTUTELA
JUDICIAL
(Recurso
cont.-‐adm.)
SENTENCIA
AUTOTUTELA
(Proced.
iniciado
de
oficio
o
a
solicitud
del
interesado)
RESOLUCIÓN
cosa;
que
el
legislador
nunca
(y
mucho
menos
la
Administración,
salvo
en
los
contados
ámbitos
en
los
que
en
términos
económicos
le
resulta
rentable)
se
ha
tomado
en
serio
ninguna
forma
de
solucionar
conflictos
distinta
de
las
tradicionales;
que
lo
único
que
se
ha
tomado
en
serio
el
legislador
(con
mayorías
de
uno
y
otro
lado
del
arco
parlamentario)
como
forma
de
evitar
el
conflicto
entre
el
poder
público
y
los
ciudadanos
son
mecanismos
de
dudosa
consistencia
ética
encaminados
a
limitar
la
accesibilidad
económica
de
la
vía
judicial,
a
disuadir
a
los
interesados,
a
incentivar
la
renuncia
a
la
defensa
de
los
propios
derechos
y
a
promover
la
resignación
y
la
espera
de
mejor
fortuna
la
próxima
vez;
que
(si
la
Administración
quiere)
el
Ordenamiento
Jurídico
ofrece
formas
de
solución
extrajudicial
de
conflictos
más
interesantes
que
el
proceso
judicial
e
incluso
que
las
convencionales;
y,
por
último,
trataré
de
explicar
de
una
forma
constructiva
cual,
en
mi
opinión,
podría
ser
una
buena
manera
de
abordar
los
conflictos
entre
Administraciones
Públicas
y
ciudadanos,
una
formula
que
no
tiene
tanto
que
ver
con
reformas
legislativas
como
con
una
mejor
formación
técnica
y
ética
de
quienes
en
la
Administración
(bien
como
empleados
públicos,
bien
como
cargos
públicos)
participan
de
una
u
otra
forma
en
la
solución
de
los
conflictos
jurídicos.
b)
El
modelo
de
los
años
cincuenta
del
siglo
XX.
Sin
necesidad
de
entrar
ahora
en
más
detalles,
el
tándem
formado
por
los
arts.
113
ss.
de
la
LPA/1958
y
la
LJCA/1956
determinó
un
esquema
general
de
solución
de
conflictos
basado
en
el
siguiente
esquema:
Era
un
esquema
rígido,
pero
que
introducía
orden,
racionalidad
y
seguridad
jurídica
con
respecto
al
si
no
caótico
sí
al
menos
desestructurado
Derecho
Administrativo
precedente.
5. 5
¿Esa
rigidez
implicaba
que
en
la
época
se
desconocieran
las
alternativas
convencionales
a
la
solución
de
conflictos?
Por
supuesto
que
no.
Ya
desde
antes
de
la
llegada
del
siglo
XX
el
Derecho
positivo
español
preveía
cauces
convencionales
para
la
solución
de
conflictos
administrativos,
cauces
bien
de
carácter
general
pero
de
uso
poco
frecuente
(la
transacción),
bien
de
carácter
sectorial
y
en
algún
ámbito
con
gran
éxito
(los
convenios
expropiatorios).
Una
habilitación
genérica
a
lo
que
hoy
denominamos
Administraciones
Públicas
para
celebrar
contratos
de
transacción
se
recogía
desde
1889
en
el
art.
1812
del
Código
Civil,
aunque
el
legislador
–desconfiando
siempre
de
posibles
abusos
en
el
uso
de
este
instrumento-‐
ya
desde
la
vieja
Ley
de
1
de
julio
de
1911,
de
administración
y
contabilidad
de
la
hacienda
pública,
sometió
estos
contratos
a
tales
requisitos
y
cautelas
procedimentales
que
fueron
irremediablemente
abocados
a
un
uso
ocasional,
estadísticamente
irrelevante
en
comparación
con
los
recursos
administrativos
y
la
vía
judicial.
Distinto
es
el
caso
de
los
convenios
expropiatorios,
previstos
en
nuestra
Derecho
positivo
(con
un
modelo
distinto
del
actual)
ya
desde
la
primera
Ley
de
Expropiación
Forzosa,
de
17
de
julio
de
1836,
y
que
desde
entonces
hasta
el
día
de
hoy
han
constituido
uno
de
los
contados
ámbitos
administrativos
donde
la
solución
convencional
se
ha
desarrollado
con
un
notable
éxito.
No
creo
que
este
raro
fenómeno
sea
fácil
de
explicar
con
ninguna
otras
causa
distinta
de
la
conjunción
de
sus
favorables
efectos
económicos
sobre
los
beneficiarios
y
su
desestresante
repercusión
psicológica
sobre
los
expropiados.
Pues
bien,
prácticamente
descartada
la
transacción,
debido
a
los
gravosos
requisitos
procedimentales,
y
dada
la
inexistencia
de
mecanismos
sectoriales
convencionales
de
auto
o
heterocomposición
de
éxito
(con
algunas
excepciones
sectoriales),
a
la
hora
de
la
verdad,
los
únicos
cauces
que
el
moderno
Derecho
Administrativo
ofrecía
desde
mediados
del
siglo
XX
para
solucionar
los
conflictos
entre
Administraciones
Públicas
y
ciudadanos
eran
los
que
secuencialmente
se
sistematizan
en
el
cuadro
incluido
en
el
anterior
apartado
de
esta
ponencia.
6. 6
c)
Los
arts.
88
y
107.2
de
la
Ley
30/1992
como
una
medida
legislativa
(bienintencionada
pero
a
la
postre
escasamente
eficaz)
frente
a
la
sobrecarga
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa.
La
situación
expuesta
en
el
anterior
apartado
fue
uno
de
los
factores
que
contribuyó
(junto
a
otros
como
la
rigidez
y
la
no
consideración
del
principio
de
oralidad
en
el
procedimiento
contencioso-‐administrativo
de
la
Ley
de
1956;
junto
a
la
reducida
planta
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa;
junto
al
no
escaso
número
de
acciones
judiciales
débilmente
fundadas;
o
junto
a
–con
carácter
general-‐
una
actitud
de
las
Administraciones
Públicas
ante
el
conflicto
que
reduce
de
forma
difícilmente
justificable
la
eficacia
de
los
recursos
administrativos
en
tanto
en
cuanto
garantía
para
el
ciudadano)
a
que
la
Jurisdicción
Contencioso-‐
administrativa
entrara
en
las
últimas
décadas
del
siglo
XX
próxima
al
estancamiento
o
al
colapso,
lastrada
por
una
constante
y
creciente
sobrecarga
de
asuntos
y
de
retrasos1.
Una
primera
tanda
de
medidas
del
legislador
para
hacer
frente
a
esa
más
que
preocupante
situación
llegó
en
1992.
Por
un
lado,
la
Ley
10/1992,
de
30
de
abril,
pretendió
liberar
de
carga
a
la
Sala
Tercera
del
Tribunal
Supremo
sustituyendo
ante
él
la
segunda
instancia
por
la
casación;
y,
por
otro,
y
en
lo
que
ahora
nos
interesa,
se
trató
de
reducir
con
carácter
general
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa
impulsando
nuevos
cauces
de
solución
de
conflictos
previos
a
la
vía
judicial
con
los
art.
88
y
el
art.
107.2
de
la
Ley
30/1992,
de
26
de
noviembre.
De
forma
escueta,
pero
contundente,
la
Exposición
de
Motivos
de
la
Ley
30/1992
en
su
§
12
avanzaba
que
“se
introduce
la
posibilidad
de
utilizar
instrumentos
convencionales
en
la
tramitación
y
terminación
de
procedimientos”
1
A
título
representativo
de
la
visión
doctrinal
y
profesional
de
la
época
sobre
los
problemas
que
entonces
parecía
esta
jurisdicción
y
las
fórmulas
propuestas
para
solventarlos,
véanse
las
“Conclusiones
de
Seminario
de
la
Magdalena
sobre
la
reforma
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐
administrativa”
(RAP
núm.
141,
1996,
pgs.429-‐433),
Seminario
celebrado
en
Santander
entre
el
9
y
el
13
de
septiembre
de
1996
y
dirigido
por
los
profesores
E.
GARCÍA
DE
ENTERRÍA,
T.R.
FERNÁNDEZ
RODRÍGUEZ,
L.
MARTÍN
REBOLLO
y
R.
BOCANEGRA
SIERRA.
7. 7
(en
referencia
al
art.
88),
y
en
el
§
13
se
habla
de
una
“profunda
modificación
del
sistema
de
recursos
administrativos
vigente
hasta
hoy,
atendiendo
a
los
más
consolidados
planteamientos
doctrinales,
tanto
en
lo
referente
a
al
simplificación,
como
a
las
posibilidades
de
establecimiento
de
sistemas
de
solución
de
reclamaciones
y
recursos
distintos
de
los
tradicionales”
(el
inciso
final
del
art.
107.2).
No
es
momento
ahora
de
prestar
demasiada
atención
a
la
ya
tradicional
polémica
sobre
el
alcance
del
art.
88,
sobre
las
divergencias
doctrinales
entre
quienes
piensan
que
es
una
habilitación
genérica
a
celebrar
convenios
en
cualquier
ámbito
material
susceptible
de
transacción,
y
quienes,
como
yo,
entendemos
que
es
sólo
una
habilitación
al
legislador
autonómico
y
a
los
titulares
de
la
potestad
reglamentaria
para
introducir
concretos
cauces
convencionales
alternativos
a
la
transacción
en
aquellos
ámbitos
que
específicamente
se
decida
determinar
en
las
leyes
y
los
reglamentos,
ofreciendo
tales
convenios
“el
alcance,
efectos
y
régimen
jurídico
específico
que
en
cada
caso
prevea
la
disposición
que
los
regule”
(art.
88.1).
De
lo
que
se
trata
ahora
es
de
constatar
que
más
de
veinte
años
después,
pese
a
que
no
son
escasas
las
nuevas
normas
legales
o
reglamentarias
que
incluyen
fórmulas
de
terminación
convencional,
el
uso
de
tales
fórmulas
es
-‐insisto,
sin
perjuicio
de
escasas
excepciones
sectoriales-‐
escaso,
irrelevante
en
relación
con
el
esfuerzo
normativo
que
las
precede
y
con
el
entusiasmo
con
que
este
art.
88
fue
recibido
por
la
doctrina
administrativista
suscitando
o
acaparando
la
atención
de
no
pocas
monografías
y
tesis
doctorales
a
lo
largo
de
sus
diez
primeros
años
de
vigencia.
Eso
no
significa
que
el
art.
88
haya
sido
un
fracaso,
en
absoluto.
Y
no
lo
ha
sido,
porque
cuando
el
punto
de
partida
procedimental
no
es
tanto
una
situación
de
conflicto
de
intereses
que
hay
que
tratar
de
componer,
sino
un
objetivo
común
al
que
distintas
partes
tratan
de
contribuir
colaborando
en
defensa
o
desarrollo
de
sus
respectivos
intereses,
las
formulas
convencionales
del
art.
88
de
la
Ley
30/1992
sí
resultan
muy
útiles.
Ejemplos
de
lo
primero,
de
convenios
“de
composición”
yo
creo
que
con
una
correcta
articulación
positiva,
pero
con
menos
repercusión
práctica
de
la
deseada,
son
los
acuerdos
para
la
determinación
de
la
8. 8
indemnización
en
expedientes
administrativos
sancionadores
(art.
22.2
del
R.D.
1398/1993)
o
–con
más
operatividad
que
los
anteriores-‐
los
acuerdos
en
los
procedimientos
de
responsabilidad
patrimonial
(arts.
2.2,
2.3,
8,
11.2,
12
y
13
del
R.D.
429/1993).
Ejemplos
de
lo
segundo,
de
convenios
“de
colaboración”,
se
pueden
encontrar
en
el
ámbito
del
urbanismo
o
en
el
del
uso
por
particulares
de
bienes
de
dominio
público,
aunque
ya
antes
de
la
Ley
30/1992
había
numerosos
supuestos
positivos
de
fórmulas
convencionales
de
este
tipo.
En
resumidas
cuentas,
la
terminación
convencional
de
procedimientos
administrativos
era
y
es
una
realidad,
ya
existía
antes
de
los
años
noventa
del
siglo
XX,
los
desarrollos
legales
y
reglamentarios
impulsados
por
la
Ley
30/1992
es
cierto
que
algo
la
han
potenciado,
sí,
pero
en
materia
de
terminación
convencional
del
procedimiento
ni
antes
de
la
Ley
30/1992
existía
el
vacío,
ni
después
de
la
entrada
en
vigor
de
esa
norma
se
ha
disparado
el
uso
de
estos
mecanismos.
En
todo
caso
(antes
y
después
de
la
Ley
30/1992),
el
medio
natural
de
la
terminación
convencional
donde
más
y
mejor
despliega
su
operatividad
y
sus
virtudes
es
en
la
en
el
ámbito
de
la
colaboración,
pues
la
incidencia
práctica
o
estadística
de
los
convenios
en
la
solución
de
conflictos
jurídicos
es,
con
carácter
general
y
al
margen
de
algunas
exitosas
excepciones
sectoriales,
escasa
en
términos
cuantitativos.
Entre
esas
excepciones
de
notable
éxito,
junto
a
los
ya
referidos,
omnipresentes
y
de-‐raíces-‐decimonónicas
convenios
expropiatorios,
se
encuentran
las
más
novedosas
actas
de
conformidad
y
actas
con
acuerdo
en
el
seno
de
procedimientos
de
inspección
tributaria.
Las
razones
del
éxito
de
estas
fórmulas
convencionales
tributarias
(recuérdese
que
la
Ley
General
Tributaria
no
contiene
un
precepto
equivalente
al
art.
88
de
la
Ley
30/1992,
cuyos
contenidos
pueden
aplicarse
supletoriamente
en
virtud
de
la
Disp.
Adic.
5ª
de
ésta2),
no
son
muy
2
Aunque
no
fue
una
cuestión
totalmente
pacífica,
tanto
desde
el
Derecho
Administrativo
como
desde
el
Derecho
Tributario
la
opinión
doctrinal
dominante
fue
desde
el
principio
favorable
a
la
aplicación
subsidiaria
del
art.
88
de
la
Ley
30/1992;
valgan
como
representativos
de
esta
corriente
AGULLÓ
AGÜERO,
A.:
“La
introducción
en
el
Derecho
Tributario
español
de
las
fórmulas
convencionales
previstas
en
la
Ley
30/1992”,
en
ELORRIAGA
PISARIK,
G.
(1996,
181
ss.);
DE
PALMA
DEL
TESO.
A.
(2000,
182-‐183);
BUSTILLO
BOLADO,
R.
(2001,
281
ss.;
2004,
334
ss.;
2010,
431
ss.);
o
DEL
OLMO
ALONSO,
J.
(2004,
199-‐200).
La
Sala
tercera
del
Tribunal
Supremo
parece
haber
confirmado
tales
planteamientos.
Me
refiero
a
la
STS
de
31
de
mayo
de
2010
(ROJ
3188/2010,
Ponente:
Emilio
FRÍAS
PONCE,
F.J.
4º),
en
la
9. 9
distintas
de
las
ya
expuestas
en
relación
con
los
convenios
expropiatorios,
aunque
(sin
perjuicio
de
sus
incuestionables
positivos
efectos
prácticos
sobre
el
éxito
y
la
agilidad
de
la
labor
inspectora)
quizá
sí
menos
edificantes
o
más
cuestionables
desde
una
perspectiva
puramente
ética;
algo
parecido,
en
definitiva,
a
lo
que,
en
mi
opinión,
sucede
con
la
regulación
de
la
conformidad
en
el
Derecho
Penal
(actualmente
recogida
en
la
Ley
38/2002,
de
reforma
parcial
de
la
Ley
de
Enjuiciamiento
Criminal),
lo
que
algunos
autores
denominan
como
la
“justicia
penal
negociada”.
Por
su
parte,
el
art.
107.2
de
la
Ley
30/1992
permite
al
legislador
(aquí
el
alcance
del
precepto
es
menor
que
el
del
art.
88,
pues
los
mecanismos
del
art.
107.2
sólo
pueden
articularse
por
medio
de
normas
con
rango
de
ley)
sustituir
el
recurso
de
alzada
y
el
de
reposición
en
ámbitos
sectoriales
concretos
“por
otros
procedimientos
de
impugnación,
reclamación,
conciliación,
mediación
y
arbitraje,
ante
órganos
colegiados
o
comisiones
específicas
no
sometidas
a
instrucciones
jerárquicas”.
Yo
no
estoy
seguro
de
que
sustituir
legislativamente
en
concretos
ámbitos
sectoriales
los
recursos
de
alzada
y
reposición
por
una
variopinta
serie
de
métodos
impugnatorios
sea
mejor
solución
que
tratar
de
tramitar
y
resolver
con
rapidez
y
objetividad
los
recursos
de
alzada
y
reposición.
En
todo
caso,
esta
norma,
más
de
veinte
años
después
de
su
incorporación
al
ordenamiento
jurídico
español,
no
ha
dado,
ni
mucho
menos,
el
juego
deseado
por
quienes
más
esperaban
algo
positivo
de
ella.
d)
¿Y
el
arbitraje
(el
de
verdad)?
Y
nos
queda,
como
último
posible
medio
convencional
solución
de
conflictos
entre
Administraciones
Públicas
y
ciudadanos
el
arbitraje.
Y
me
refiero
al
arbitraje
de
verdad,
a
ese
“equivalente
jurisdiccional”
al
que
en
tantas
ocasiones
ha
referido
que
se
considera
ilegal
un
instrumento
sobre
terminación
convencional
en
materia
de
tasas,
pero
no
porque
el
art.
88
de
la
Ley
30/1992
no
sea
aplicable
en
el
ámbito
tributario,
sino
porque
el
alto
Tribunal,
tras
aplicar
sin
ningún
problema
el
art.
88,
llega
a
la
conclusión
de
que
el
convenio
que
sustenta
el
litigio
infringe
los
límites
marcados
por
el
citado
precepto.
10. 10
el
TC.
No
me
refiero,
por
tanto,
a
un
mecanismo
meramente
sustitutivo
de
la
alzada
o
la
reposición
(cauces
impugnatorios
previos
al
proceso
judicial),
sino
a
un
verdadero
mecanismo
de
heterocomposición
alternativo
al
proceso
judicial.
El
posible
sometimiento
de
la
Administración
Pública
a
arbitraje
es
uno
de
esos
temas
que
–hasta
el
momento-‐
ha
venido
despertando
tanto
interés
en
la
doctrina
administrativista
como
desidia
en
el
legislador
e
indiferencia
en
la
Administración.
En
España
no
existe
una
Ley
que
regule
el
arbitraje
administrativo.
Las
constitucionales
Leyes
de
arbitraje
36/1988
(derogada)
y
60/2003
(vigente)
fueron
concebidas
como
leyes
reguladoras
de
los
arbitrajes
civiles
y
mercantiles,
exactamente
igual
que
su
antecesora,
la
Ley
de
22
de
diciembre
de
1953.
Ni
una
palabra
hay
en
ellas
dedicada
al
arbitraje
administrativo,
y
son
muchas
las
dificultades
(a
falta
de
una
ley
específica)
para
su
aplicación
al
ámbito
administrativo.
A
lo
largo
de
la
última
década
del
siglo
XX
y
lo
que
vamos
del
XXI
en
varias
ocasiones
he
tenido
la
ocasión
de
oír
hablar
de
Ministerios
de
Justicia
dándole
vueltas
a
la
posibilidad
de
poner
en
marcha
un
proyecto
de
Ley
con
tal
objeto.
Una
vez,
incluso,
a
caballo
entre
el
XX
y
el
XXI,
de
forma
indirecta
tuve
la
ocasión
de
leer
un
todavía
no
maduro
“embrión-‐ministerial-‐de-‐borrador-‐de-‐posible-‐futuro-‐
anteproyecto-‐de-‐ley-‐de-‐arbitraje
administrativo”,
pero
se
acabó
desvaneciendo
en
el
tiempo
y
en
el
espacio.
Desidia
del
legislador
y
desinterés
de
la
Administración,
insisto,
son
los
principales
obstáculos
al
desarrollo
del
arbitraje
en
España
como
alternativa
de
heterocomposición
en
el
ámbito
administrativo.
No
creo,
sin
embargo
–y
esto
me
sirve
para
matizar
bastante
planteamientos
por
mí
defendidos
durante
años-‐
que
deba
sumarse
a
esas
listas
algunos
posibles
dudas
de
constitucionalidad.
Sigo
pensando
que
el
total
y
absoluto
encaje
del
arbitraje
administrativo
con
la
Constitución
(en
concreto,
con
su
artículo
106.1)
es
un
tema
todavía
no
resuelto
de
forma
apodíctica;
pero
la
lectura
de
la
apasionada
e
inteligente
monografía
sobre
el
tema
de
Marta
GARCÍA
PÉREZ
me
ha
convencido
de
que
insistir
en
esos
planteamientos
no
conduce
a
nada,
y
que
desde
un
punto
de
vista
jurídico
y
11. 11
práctico
es
mejor
dirigir
esfuerzos
a
conseguir
que
cuando
esa
futurible
ley
de
arbitraje
administrativo
llegue
(si
es
que
llega),
sea
técnicamente
una
buena
ley
(lo
que
no
parece
excesivamente
difícil),
y
que,
además,
sea
verdaderamente
útil,
que
no
quede
por
desuso
confinada
en
un
rincón
del
ordenamiento
jurídico
con
una
finalidad
poco
más
que
ornamental
(objetivo
que
no
se
me
antoja
en
absoluto
fácil).
2.
Las
formas
espurias
experimentadas
en
los
últimos
años
por
el
legislador
para
reducir
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa:
costas
y
tasas.
La,
en
resumidas
cuentas
y
siendo
generosos,
escasa
incidencia
de
la
Ley
30/1992
en
la
reducción
de
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa
y
en
la
sobrecarga
y
retrasos
de
este
orden
jurisdiccional
fue
uno
de
los
factores
que
aceleró
la
necesidad
de
una
nueva
ley
que
sustituyera
al
viejo
texto
de
1956.
En
lo
que
ahora
nos
afecta,
las
opciones
del
legislador
plasmadas
en
la
Ley
29/1998,
reguladora
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa,
para
hacer
frente
a
este
problema
merecen
distintas
valoraciones,
aunque,
en
la
mayor
parte
de
los
casos,
positivas.
Valoración
positiva,
por
ejemplo,
merece
la
disminución
de
la
carga
de
trabajo
que
en
principio
le
correspondía
a
Tribunales
Superiores
de
Justicia
y
a
la
Audiencia
Nacional
mediante
la
previsión
de
los
juzgados
provinciales
y
los
juzgados
centrales
de
lo
contencioso-‐administrativo
como
órganos
competentes
para
la
tramitación
y
resolución
de
una
buena
parte
de
la
única
y
la
primera
instancia
(puede
discutirse
si,
desde
otro
punto
de
vista,
la
creación
no
de
órganos
unipersonales,
sino
de
órganos
colegiados
de
primera
o
única
instancia
hubiera
sido
más
apropiada),
también
fue
positiva
la
introducción
del
procedimiento
abreviado
(aunque
con
una
regulación
en
el
art.
78
en
gran
medida
improvisada
a
última
hora
en
fase
parlamentaria,
y
cuya
redacción
podría
ab
initio
haberse
mejorado).
Entre
las
medidas
en
mi
opinión
más
discutibles,
puede
citarse
el
no
haber
afrontado
una
revisión
profunda
y
valiente
del
papel
de
la
Sala
de
lo
Contencioso-‐administrativo
del
Tribunal
Supremo
en
general,
y
del
recurso
de
casación
en
particular,
habiendo
optado
el
legislador
(para
tratar
de
dar
más
“aire”
12. 12
al
alto
Tribunal)
por
la
medida
fácil
(pero
entiendo
que
contraria
a
la
verdadera
finalidad
de
la
casación)
de
incrementar
la
cuantía
para
admitir
el
recurso.
De
todas
formas
(se
esté
o
no
de
acuerdo
con
todas
ellas),
el
hecho
es
que
las
descritas
innovaciones
de
la
Ley
29/1998
dirigidas
en
todo
o
en
parte
a
afrontar
el
problema
de
la
sobrecarga
de
este
orden
jurisdiccional
fueron
eficaces
y
entran
dentro
del
margen
de
lo
razonable
teniendo
en
cuenta
todos
los
intereses
en
juego:
los
intereses
generales
por
un
lado,
y,
por
otro,
los
derechos
e
intereses
legítimos
de
cada
ciudadano
en
situación
de
conflicto.
Distinto
es
el
caso
de
otras
reformas
que
llegaron
más
tarde
al
hilo
de,
o
motivadas
por,
o
con
la
excusa
de
la
crisis
económico-‐financiera
de
los
últimos
años.
Me
estoy
refiriendo
a
la
Ley
37/2011,
de
16
de
octubre
(que
cambia
el
tradicional
régimen
de
las
costas
procesales
en
el
contencioso)
y
la
–luego
parcialmente
corregida-‐
Ley
10/2012,
de
20
de
noviembre,
que
reintroduce
en
nuestro
sistema
las
tasas
judiciales.
Y
es
que
las
apariencias
no
deben
engañar:
pese
a
que
el
bloque
de
innovaciones
legislativas
de
los
años
noventa
y
el
del
tercer
lustro
del
siglo
XXI
parecen
en
una
primera
aproximación
incidir
en
el
mismo
objetivo:
aligerar
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa,
lo
cierto
es
que
los
fines,
las
estrategias
del
legislador
(en
ambos
casos,
primero
con
mayoría
parlamentaria
socialista
y
luego
popular)
no
podían
ser
más
diversas.
El
objetivo
del
legislador
en
los
años
noventa
era
–ya
se
ha
expuesto-‐
hacer
frente
al
cuasi-‐colapso
de
la
Jurisdicción
contencioso-‐administrativa,
y
para
ello
se
adoptaron
todas
las
medias
ya
comentadas
(algunas
con
éxito,
otras
sin
él)
en
relación
con
el
procedimiento
administrativo,
la
planta
judicial,
el
proceso
en
primera
o
única
instancia
y
el
recurso
de
casación.
Sin
embargo,
el
objetivo
del
legislador
en
las
reformas
del
siglo
XXI
fue
contribuir
a
la
contención
del
gasto
público,
y
-‐en
el
ámbito
que
ahora
nos
ocupa-‐,
la
táctica
para
conseguirlo
también
fue
sencilla:
desincentivar
económicamente
el
recurso
contencioso-‐administrativo,
darle
motivos
al
ciudadano
(más
de
los
que
ya
existían)
para
que
si
sus
pretensiones
no
eran
estimadas
en
vía
administrativa
renunciara
tácitamente
a
continuar
en
la
judicial.
13. 13
Cierto
es
que
tras
el
punto
extremo
al
que
condujo
la
Ley
10/2012,
algunas
decisiones
legislativas
posteriores
rectificaron
parciamente
y
aliviaron
un
tanto
la
presión
sobre
el
justiciable,
pero
sólo
parcialmente.
Empecemos
por
el
principio
de
este
breve
pero
intenso
y
poco
edificante
recorrido
legislativo
por
las
fronteras
del
art.
24
CE,
y
el
principio
es
la
alteración
del
tradicional
criterio
de
las
reglas
de
la
condena
en
costas.
La
tradicional
regla
de
imposición
de
las
costas
procesales
en
las
sucesivas
leyes
de
Enjuiciamiento
Civil,
el
vencimiento
objetivo
(más
o
menos
matizado),
tiene
una
clara
finalidad
disuasoria.
Eso
está
claro,
sí,
pero
disuasoria
¿sobre
quién?
Disuasoria
sobre
todas
las
potenciales
partes
en
conflicto,
pero,
sobre
todo,
principalmente,
sobre
aquella
que
si
se
cruza
de
brazos
pierde,
sobre
aquella
que
si
quiere
“salirse
con
la
suya”
(con
razón
o
sin
ella)
no
le
queda
más
remedio
que
acudir
a
la
justicia,
pues
la
dinámica
fáctica
o
jurídica
de
la
situación
en
conflicto
determina
para
ella
una
desventaja
posicional
en
la
relación
jurídica,
pues
sin
pedir
y
obtener
de
un
órgano
judicial
una
resolución
ejecutiva
que
declare
su
derecho,
es
la
otra
parte
la
que
gana.
En
una
conflicto
jurídico
civil
¿quién
es
quién?,
¿quién
se
encuentra
en
esa
posición
procesal
incómoda?,
¿el
vendedor
o
el
comprador?,
¿el
arrendador
o
el
arrendatario?
La
respuesta
es
“depende”,
en
ocasiones
uno
y
en
ocasiones
otro.
Por
eso
en
la
jurisdicción
civil
la
regla
del
vencimiento
objetivo
es
acertada
y
neutra,
pues
aunque
su
efecto
desincentivador
se
centra
sobre
la
parte
actora,
ésta,
en
principio,
no
tiene
nombre
y
apellidos,
todos
los
ciudadanos
a
lo
largo
de
su
vida
pueden
verse
potencial
o
realmente
envueltos
conflictos
judiciales
civiles
en
los
que
a
veces
les
tocará
invocar
la
acción
de
la
justicia
y
a
veces
ser
sujetos
pasivos.
Pero
eso
no
es
así
en
absoluto
ante
la
Jurisdicción
Contencioso-‐
administrativa.
En
virtud
de
la
autotutela,
de
ese
formidable
privilegio
posicional
(utilizando
la
célebre
y
clásica
expresión
de
CORMENIN3),
en
un
contencioso-‐
administrativo
los
papeles
están
siempre
previamente
definidos:
quien
parte
con
desventaja
es
siempre
el
ciudadano,
pues
si
no
excita
oportunamente
la
actuación
3
CORMENIN,
M.
le
Baron
de:
Questions
de
droit
administratif,
Libraire
de
Jurisprudence
de
H.
Tarlier,
3em
éd.,
Bruxelles,
1834,
pgs.
374
ss.
14. 14
de
la
justicia
la
ejecutividad
del
acto
administrativo
y
su
firmeza
volverán
inatacable
la
privilegiada
posición
procesal
de
la
Administración
Pública.
Es
por
esa
razón,
por
la
cual
el
legislador
de
1956,
con
excelente
criterio
y
sensibilidad,
decidió
al
judicializar
plenamente
el
contencioso-‐administrativo
no
asumir
la
decimonónica
regla
general
civil
(el
vencimiento
objetivo)
e
instaurar
en
primera
o
única
instancia
la
condena
en
costas
sólo
por
temeridad
o
mala
fe
(y
sólo
en
primera
o
única
instancia,
no
en
segunda,
pues
el
proceso
y
la
sentencia
igualan
a
las
partes,
y
de
cara
a
la
apelación
ya
no
hay
desventajas
o
privilegios
posicionales).
Y
es
por
esa
razón
por
la
que,
con
el
mismo
buen
criterio,
el
legislador
de
1998
conservó
el
modelo
de
1956,
e
incluso
lo
mejoró
añadiendo
un
muy
buen
intencionado
segundo
párrafo
en
el
art.
139.1
(“no
obstante
lo
dispuesto
en
el
párrafo
anterior,
se
impondrán
las
costas
a
la
parte
cuyas
pretensiones
hayan
sido
desestimadas
cuando
de
otra
manera
se
haría
perder
al
recurso
su
finalidad”)
aunque
su
redacción
un
tanto
equívoca
determinó
dispares
interpretaciones
forenses
que
con
frecuencia
dieron
lugar
a
resultados
no
ya
dispares,
sino
incluso
contrarios
a
la
finalidad
legislativa.
Pues
bien,
a
toda
esa
historia
de
justificada
sensibilidad
legal
con
el
ciudadano
puso
fin
la
Ley
10/2012,
de
20
de
noviembre,
por
la
que
se
regulan
determinadas
tasas
en
el
ámbito
de
la
Administración
de
Justicia
y
del
Instituto
Nacional
de
Toxicología
y
Ciencias
Forenses.
El
problema
de
la
Ley
en
cuanto
al
contencioso-‐administrativo
se
refiere
no
era
por
sí
solo
el
hecho
de
que
se
previeran
tasas
procesales
(nada
de
reprochable
hay,
en
principio,
en
que
una
parte
del
coste
de
la
justicia
pese
no
sobre
el
erario
público
sino
sobre
los
usuarios
del
servicio),
sino
el
efecto
combinado
de
su
cuantía
elevada
y
desproporcionada
especialmente
en
lo
que
a
los
pleitos
de
escasa
entidad
se
refiere
(por
ejemplo,
para
un
contencioso
de
una
cuantía
de
100
euros
había
inicialmente
que
abonar
una
tasa
de
200
€),
y
de
la
preexistente
amenaza
de
la
condena
en
costas
en
caso
de
vencimiento
objetivo.
La
Ley
dio
lugar
a
un
prácticamente
unánime
rechazo
por
parte
del
mundo
político,
social
y
profesional,
a
un
severo
texto
de
recomendaciones
del
Defensor
del
Pueblo
(entregado
en
el
Ministerio
de
Justicia
el
12
de
febrero
de
2013),
a
cinco
recursos
de
inconstitucionalidad
y
(por
el
15. 15
momento)
a
otras
tantas
cuestiones
de
inconstitucionalidad.
Tras
ello,
el
Real
Decreto
Ley
3/2013,
de
22
de
febrero,
rectificó
en
parte
la
difícilmente
defendible
redacción
original
de
la
Ley
10/2012,
asumiendo
alguna
de
las
recomendaciones
del
Defensor
del
Pueblo.
Entre
otros
aspectos,
y
en
lo
que
al
contencioso-‐
administrativo
se
refiere,
el
Real
Decreto-‐Ley
alivió
notablemente
la
presión
económica
sobre
la
parte
actora
en
el
caso
de
que
el
objeto
del
recurso
fuera
una
sanción,
pues
se
establece
que
la
tasa
en
tal
caso
no
puede
superar
el
50%
de
la
cuantía
del
recurso;
pero
es
difícil
justificar
(pues
el
interés
presupuestario
en
estos
casos
explica
pero,
en
mi
opinión,
no
justifica)
por
qué
tal
afortunada
modificación
se
ha
limitado
sólo
a
las
sanciones
y
no
se
ha
generalizado
al
resto
de
los
supuestos
(liquidaciones
tributarias,
responsabilidad
patrimonial,
devolución
de
cantidades
indebidamente
cobradas,
etc.).
¿A
dónde
nos
conduce
la
dirección
tomada
por
el
legislador
en
2011
y
2012
consistente
en
que
las
Administraciones
Públicas
mejoren
sus
cuentas
desincentivando
económicamente
el
recurso
contencioso-‐administrativo
y
consiguiendo
la
espontánea
resignación
y
renuncia
de
los
ciudadanos
a
reclamar
judicialmente
los
derechos
que
creen
vulnerados
en
vía
administrativa?
Pues
a
lograr,
por
fin,
lo
que
no
consiguieron
ni
los
mecanismos
convencionales
impulsados
por
la
Ley
30/1992,
ni
la
profunda
reforma
procesal
de
la
Ley
29/1998:
reducir
sensiblemente
el
volumen
de
conflictos
sometidos
a
la
decisión
judicial
contencioso-‐administrativa.
Ilustraré
o
respaldaré
tal
afirmación
con
datos
extraídos
de
las
estadísticas
del
Consejo
General
del
Poder
Judicial4,
tomando
como
referencia
el
número
de
asuntos
que
tuvieron
entrada
en
única
o
primera
instancia
en
órganos
judiciales
contencioso-‐administrativos
de
ámbito
autonómico
o
provincial
(Salas
de
lo
Contencioso-‐administrativo
de
los
Tribunales
Superiores
de
Justicia
y
juzgados
de
lo
contencioso-‐administrativo)
en
algunos
años
clave,
los
datos
son
los
siguientes:
4
http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Estadistica%2DJudicial
(noviembre
2014).
16. 16
Año
Núm.
de
nuevos
asuntos
1990
53.181
1992
72.041
1995
113.004
1998
134.684
2010
236.564
2013
152.956
Los
datos
son
elocuentes,
y
su
representación
gráfica
también:
En
1992
(el
último
año
antes
de
la
entrada
en
vigor
de
los
arts.
88
y
107.2
Ley
30/1992)
entraron
en
los
TTSSJ
un
total
de
72.041
recursos
contencioso-‐
administrativos,
siguiendo
la
tendencia
al
alza
de
los
años
anteriores
(véase
como
muestra
el
dato
de
1990).
Los
datos
de
1995
y
1998
reflejan
que
las
medidas
de
la
Ley
30/1992
desplegaron
nulo
o
escaso
efecto
en
cuanto
a
la
deseada
reducción
de
la
litigiosidad,
pues
la
tendencia
al
alza
siguió
imparable;
de
hecho
ya
en
1995
se
había
más
que
duplicado
el
número
de
asuntos
nuevos
de
1990.
0
50000
100000
150000
200000
250000
1990
1992
1995
1998
2010
2013
17. 17
La
Ley
29/1998,
reguladora
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐administrativa,
fue
muy
eficaz
en
la
reducción
de
los
tiempos
de
tramitación
de
cada
procedimiento
(eso
no
se
refleja
en
la
tabla
que
he
incorporado),
pero
su
incidencia
en
el
descenso
de
la
litigiosidad
también
fue
prácticamente
nula;
basta
contrastar
los
134.684
nuevos
asuntos
de
1998
con
los
236.564
de
2010.
Pero
a
partir
de
esa
fecha
las
cosas
cambian
radicalmente.
Como
dije
más
arriba,
al
hilo
de,
o
motivadas
por,
o
con
la
excusa
de
una
crisis
económica
y
financiera
que
comenzó
en
2008,
en
2011
y
2012
las
Cortes
Generales
introdujeron
las
ya
comentadas
medidas
en
relación
con
las
costas
y
las
tasas,
y
el
efecto
ha
sido
espectacular:
de
236.564
nuevos
asuntos
en
2010
hemos
pasado
a
152.956
en
2013,
una
reducción
de
más
del
35%.
La
litigiosidad,
por
tanto,
ha
descendido
y
mucho
¿Puede
ello
apuntarse
como
un
éxito
del
legislador?
Si
nos
atenemos
sólo
a
ese
dato,
podría
ser
que
sí;
pero
creo
que
los
datos
hay
que
analizarlos
en
su
contexto,
y
que
los
logros
deben
valorarse
también
en
función
de
los
medios
o
sacrificios
que
los
han
hecho
posibles.
Y
si
tenemos
en
cuenta
el
contexto,
los
medios,
y
los
sacrificios,
entiendo
que
la
valoración
de
conjunto
no
puede
ser
en
modo
alguno
positiva.
Entender
otra
cosa
sería
tanto
como
valorar
favorablemente
en
sanidad
pública
un
hipotético
descenso
de
la
demanda
de
atención
primaria
y
urgencias
derivado
no
de
la
mejora
de
la
salud
de
los
ciudadanos,
sino
de
que
los
enfermos
(que
siguen
siendo
los
mismos
que
antes)
optan
por
automedicarse,
acudir
a
curanderos
o
dejarse
morir
en
casa.
Nadie
puede
llevarse
a
engaños,
las
situaciones
de
conflicto
entre
Administraciones
Públicas
y
ciudadanos
sigue
siendo
las
mismas
en
2013
que
en
2010,
nada
indica
que
la
proporción
entre
“buena
administración”
y
“mala
administración”
haya
cambiado
en
estos
tres
años,
y
no
creo
que
sea
en
absoluto
edificante
un
descenso
del
35%
de
la
litigiosidad
conseguido
a
costa
de
renuncias
sustentadas
en
el
temor
de
los
ciudadanos
a
las
consecuencias
económicas
del
fracaso
de
su
acción
judicial.
Eso
puede
ser
aceptable
en
la
dinámica
conflictual
18. 18
entre
privados,
pero
no
cuando
de
lo
que
se
trata
es
de
someter
a
control
el
ejercicio
del
poder
público.
Sólo
hay,
en
mi
opinión,
una
forma
verdaderamente
legítima
para
hacer
descender
–de
verdad,
no
mediante
fórmulas
engañosas-‐
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa,
una
forma
que
no
parte
de
castigar
económicamente
la
acción
judicial
del
ciudadano,
sino
de
mejorar
la
actitud
antes
del
conflicto
y
durante
el
conflicto
de
la
propia
Administración
Pública.
Al
tratamiento
de
esta
cuestión
se
dedicará
la
última
parte
de
mi
ponencia.
3.
“La
Administración
sirve
con
objetividad
los
intereses
generales”:
la
seria
consideración
ética
del
art.
103.1
CE
como
punto
de
partida
para
que
la
objetividad
de
la
Administración
reduzca,
de
verdad,
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa.
a)
Planteamiento
A
lo
largo
de
los
últimos
doscientos
años
la
humanidad
ha
vivido
varios
saltos
tecnológicos
que
han
supuesto
un
antes
y
un
después
en
el
mundo
de
la
medicina.
Los
orígenes
de
la
microbiología
en
la
segunda
mitad
del
sigo
XIX,
los
primeros
trasplantes
de
órganos
a
mediados
del
XX,
o
los
albores
de
la
ingeniería
genética
en
las
últimas
décadas
son
hitos
paradigmáticos
en
esa
constante
carrera
hacia
el
futuro.
Sin
embargo,
si
lo
que
buscamos
es
un
momento
que
haya
supuesto
un
antes
y
un
después
en
las
ciencias
de
la
salud
y
en
las
políticas
públicas
sanitarias
no
desde
un
punto
de
vista
tecnológico
sino
estratégico,
el
punto
de
referencia
se
situaría
seguramente
en
los
años
sesenta
y
setenta
del
siglo
XX.
Hasta
entonces
se
entendía
que
la
salud
no
era
otra
cosa
que
la
ausencia
de
enfermedad,
y
que
el
objetivo
de
la
medicina
y
los
sistemas
sanitarios
en
los
Estados
era
desarrollar
una
función
esencialmente
terapéutica:
curar
enfermedades.
Esa
visión
hacía
ya
décadas
que
a
impulsos
de
las
novedosas
campañas
de
vacunación
iba
dejando
paso
poco
a
poco
a
otra
más
amplia
y
eficaz:
la
medicina
y
los
sistema
sanitarios
no
deben
preocuparse
sólo
por
curar
19. 19
enfermedades,
sino
también,
y
en
primer
lugar,
por
prevenirlas;
cuanto
más
eficaz
sea
la
prevención,
mejor
será
objetivamente
la
salud
de
los
ciudadanos,
mayor
será
subjetivamente
su
nivel
de
satisfacción,
y
será
menor,
a
la
postre,
la
necesidad
de
gasto
público
en
este
sector.
La
propia
Organización
Mundial
de
la
Salud
comienza
a
avanzar
en
esta
línea
a
finales
de
los
años
sesenta,
aunque
habrá
que
esperar
hasta
1974
para
encontrar
un
texto
que,
concebido
inicialmente
con
un
alcance
geográfico
nacional,
acabará
teniendo
eco
transfronterizo
y
se
convertirá
en
el
punto
de
referencia
de
una
nueva
forma
de
concebir
los
servicios
sanitarios.
Me
refiero
a
un
informe
elaborado
por
el
entonces
Ministro
de
Salud
y
Bienestar
Social
de
Canadá,
Marc
LALONDE,
y
que
lleva
por
título
A
New
Perspective
on
the
Health
of
Canadians5.
En
dicho
informe
se
explica
cómo
es
necesario
dejar
atrás
antiguas
y
reduccionistas
visiones
de
la
salud
y
sustituirlas
por
otro
concepto
más
completo
que
considera
la
salud
humana
como
el
resultado
de
la
incidencia
de
cuatro
factores:
la
biología,
el
medio
ambiente,
el
estilo
de
vida
y
el
sistema
de
organización
de
atención
a
la
salud.
A
su
vez,
el
sistema
de
organización
de
atención
a
la
salud
se
debe
asentar
sobre
tres
pilares:
prevención
(que,
entre
otros
elementos,
incluye
la
educación),
curación
y
restauración.
Se
demostró
que
invertir
en
prevención
y
educación
era
más
rentable
en
términos
sanitarios,
sociales
y
económicos
(eficacia
y
eficiencia)
que
gastar
sólo
en
curar
y
en
restaurar.
El
modelo
canadiense
fue
extendiéndose
primero
a
EE.UU.,
después
a
Europa,
y
en
la
actualidad
es
un
concepto
universalmente
aceptado
e
incorporado
a
las
estrategias
de
la
Organización
Mundial
de
la
Salud6.
Pues
bien,
algo
parecido
a
ese
cambio
de
estrategia
que
–tomando
como
bandera
el
informe
Lalonde-‐
tuvo
lugar
en
las
políticas
sanitarias
a
partir
los
años
5
Accesible
en
http://www.phac-‐aspc.gc.ca/ph-‐sp/pdf/perspect-‐eng.pdf
(noviembre
2014),
web
institucional
de
la
Public
Health
Agency
os
Canada.
6
Valga
como
ejemplo
la
siguiente
afirmación
(Dieta,
nutrición
y
prevención
de
las
enfermedades
crónicas
en
todo
el
mundo,
OMS,
Serie
de
Informes
Técnicos,
2003.
916,
pg.
17)
“Además
del
tratamiento
médico
apropiado
para
los
ya
afectados,
se
considera
que
el
enfoque
de
salud
pública
de
la
prevención
primaria
es
la
acción
más
económica,
asequible
y
sostenible
para
hacer
frente
a
la
epidemia
de
enfermedades
crónicas
en
todo
el
mundo”.
20. 20
setenta,
es
lo
que
postulo
en
el
Derecho
Administrativo
español
del
siglo
XXI
como
forma
de
reducir
–de
verdad,
no
de
forma
espuria
y
artificiosa-‐
la
litigiosidad
contencioso-‐administrativa.
Hasta
ahora,
buena
parte
de
los
esfuerzos
los
hemos
centrado
desde
la
doctrina
en
diseñar
y
explicar
cauces
de
composición
previos
o
alternativos
al
proceso
judicial
(terminación
convencional,
mediación,
arbitraje…)
y
en
tratar
de
convencer
al
legislador
para
que
allane
positivamente
el
camino.
Y
no
es
mala
idea,
pero
topa
con
un
problema:
muchos
de
esos
medios
son
convencionales,
en
cuanto
tales
necesitan
el
mutuo
acuerdo
de
las
partes,
y
dos
partes
no
llegan
a
acuerdos
si
una
de
ellas
no
quiere.
De
hecho,
con
carácter
general
–insisto
por
última
vez
en
ello-‐
los
medios
convencionales
de
composición
sólo
son
en
términos
estadísticos
un
éxito
en
aquellos
ámbitos
sectoriales
donde
en
términos
económicos
a
la
Administración
le
resultan
rentables.
Existen,
sin
embargo,
otros
formas
(algunas
de
eficacia
demostrada)
para,
sin
necesidad
de
salirse
de
los
cauces
tradicionales
de
solución
de
conflictos,
resolverlos
de
otra
manera,
reducir
la
litigiosidad
no
por
la
espuria
fórmula
de
disuadir
económicamente
a
los
potenciales
recurrentes
por
el
posible
impacto
económico
del
uso
de
la
vía
judicial,
sino
de
forma
jurídica
y
éticamente
aceptable,
sea
porque
el
conflicto
no
llega
a
nacer,
sea
porque
cuando
nace
se
resuelve
objetivamente
en
vía
administrativa.
Uno
de
esos
cauces
es
la
creación
de
órganos
administrativos
independientes
especializados
en
la
resolución
(o
en
el
asesoramiento
al
órgano
competente
para
la
resolución)
de
recursos
administrativos;
otro
es
la
consideración
jurídica
y
ética
del
art.
103.1
por
todos
los
empleados
y
cargos
públicos
con
competencia
en
la
resolución
de
recursos
administrativos.
e)
La
creación
de
órganos
administrativos
independientes
especializados
en
la
resolución
(o
en
el
asesoramiento
al
órgano
competente
para
la
resolución)
de
recursos
administrativos.
21. 21
Ya
he
hecho
referencia
al,
en
general,
decepcionante
papel
que
en
el
control
de
la
actividad
pública
y
la
solución
de
conflictos
juegan
los
recursos
administrativos;
decepcionante
papel
que
puede
en
parte
imputarse
a
los
propios
interesados
(no
son
escasos
los
recursos
temerarios
o
indebidamente
fundados)
y
en
parte
a
la
propia
Administración
(que
usa
y
con
frecuencia
abusa
del
privilegio
posicional
de
la
autotutela
al
saber
que,
sea
cual
sea
su
decisión,
en
muchos
casos
el
ciudadano
va
a
optar
antes
por
rendirse
que
por
acudir
a
la
vía
judicial).
No
obstante,
esa
regla
general
cuenta
con
honrosas
e
interesantes
excepciones.
Me
refiero
a
aquellos
supuestos
en
que
el
recurso
administrativo
es
resuelto
bien
por
órganos
independientes
especializados
(es
el
caso
de
los
Tribunales
Económico-‐administrativos
en
materia
tributaria,
o
de
los
órganos
encargados
de
resolver
los
recursos
especiales
en
materia
de
contratación
previstos
en
la
actualidad
en
los
arts.
40
ss.
del
Texto
Refundido
de
la
Ley
de
Contratos
del
Sector
Público)
bien
por
la
propia
Administración
activa
previo
dictamen
preceptivo
pero
no
vinculante
de
un
órgano
especializado
y
dotado
de
independencia
para
el
desarrollo
de
sus
funciones;
el
ejemplo
prototípico
de
esta
segunda
opción
lo
constituye
el
Consell
Tributari
del
Ayuntamiento
de
Barcelona,
creado
por
acuerdo
del
Consejo
Plenario
de
la
citada
corporación
municipal
en
1988,
y
cuya
función
más
destacada
es
informar
con
carácter
preceptivo
y
no
vinculante
recursos
e
impugnaciones
respecto
actos
de
aplicación
de
tributos
y
precios
públicos,
y
actos
de
recaudación
de
ingresos
de
Derecho
Público
de
todo
tipo.
La
idea
operativa
del
Consell
Tributari
no
es
algo
nuevo,
ni
experimental,
ni
extraño,
es
tan
viejo
como
el
propio
Derecho
Administrativo
postrevolucionario,
puesto
que,
como
órgano
consultivo
de
la
Administración
en
materia
contenciosa,
con
dictámenes
preceptivos
pero
no
vinculantes,
recuerda
a
la
decimonónica
etapa
de
jurisdicción
retenida
del
Conseil
d’État
francés,
aunque
con
la
diferencia
esencial
de
que
hoy
en
España
quedan
en
todo
caso
como
mecanismo
de
cierre
del
22. 22
sistema
los
órganos
judiciales
integrantes
de
la
Jurisdicción
Contencioso-‐
administrativa7.
El
Ayuntamiento
de
Barcelona
no
está,
pues,
a
la
hora
de
resolver,
vinculado
jurídicamente
por
su
órgano
consultivo,
aunque
desde
los
orígenes
los
órganos
competentes
para
resolver
vienen
asumiendo
con
frecuencia
sus
propuestas
de
resolución
en
materia
de
recursos
y
reclamaciones.
Los
resultados
de
estos
ya
más
de
veinticinco
años
de
actividad
del
Consell
parecen
claros
y
positivos8.
Se
ha
incrementado
de
forma
sensible
el
número
de
recursos
estimados
en
vía
administrativa
y,
además,
el
número
de
sentencias
favorables
a
la
Administración
municipal
en
sede
contencioso-‐administrativa
se
ha
situado
cerca
de
un
sorprendentemente
alto
95%.
Ello
ha
conducido
a
una
elevada
y
éticamente
valorable
reducción
de
la
litigiosidad
fruto,
por
un
lado,
de
que
muchos
conflictos
que
nunca
deberían
llegar
a
la
vía
judicial
no
llegan
por
haber
sido
estimadas
debidamente
las
pretensiones
de
los
recurrentes
en
vía
administrativa,
y,
por
otro,
del
efecto
psicológico
derivado
del
prestigio
(respaldado
por
la
estadística
judicial)
de
los
dictámenes
del
Consell
y
de
las
resoluciones
que
en
ellos
se
basan.
Sin
duda,
la
labor
de
estos
órganos
especializados
debe
ser
valorada
favorablemente,
y
pueden
constituir
un
modelo
a
considerar
por
el
legislador.
No
obstante,
como
modelo,
cuenta
como
tara
con
el
hecho
de
que
su
extensión
o
generalización
supondría
un
notable
esfuerzo
organizativo
y
presupuestario,
seguramente
rentable
a
medio
o
largo
plazo
si
se
consideran
no
sólo
parámetros
económicos,
pero
difícil
de
crear
y
de
sostener
sobre
todo
fuera
de
periodos
de
bonanza.
7
Planteando,
ya
desde
los
orígenes
del
Consell,
también
este
paralelismo
entre
ambos
órganos,
TORNOS
MAS,
“El
Consell
Tributari
del
Ayuntamiento
de
Barcelona”,
Documentación
Administrativa
núm.
220,
1989,
pgs.
207-‐222,
en
concreto,
215.
8
Datos
en
la
web
institucional
http://w110.bcn.cat/portal/site/ConsellTributari/?lang=es_ES
(noviembre
2014).
23. 23
En
todo
caso,
y
sin
perjuicio
de
las
bondades
del
sistema
apuntado,
¿sería
posible
pensar
en
un
modelo
de
solución
de
conflictos
en
vía
administrativa
tan
eficaz
como
el
descrito
pero
mucho
más
fácilmente
sostenible?,
¿sería
posible
conseguir
una
verdadera
y
éticamente
correcta
reducción
de
la
litigiosidad
sin
tener
que
asumir
de
entrada
un
importante
esfuerzo
en
términos
organizativos
y
económicos?
En
mi
opinión
sí,
aunque
tal
posibilidad
no
se
basa
ni
en
un
cambio
de
modelo
del
sistema
de
solución
de
conflictos
ni
en
nada
que
ab
initio
se
encuentre
en
manos
del
legislador.
Tal
posibilidad
se
basa
en
un
cambio
en
la
mentalidad,
en
la
idiosincrasia
y
en
la
formación
técnica
y
ética
de
los
empleados
y
cargos
públicos,
o,
si
se
prefiere,
en
un
cambio
de
estrategia,
algo
parecido
a
lo
que
el
informe
Lalonde
significó
en
su
momento
en
el
ámbito
de
la
asistencia
sanitaria.
c)
La
consideración
jurídica
y
ética
del
art.
103.1
CE9.
Entre
los
textos
que
podrían
grabarse
en
el
frontispicio
del
Derecho
Administrativo
español
puede
ocupar,
sin
duda,
un
lugar
central
el
párrafo
primero
del
art.
103
CE,
por
lo
menos
sus
incisos
inicial
y
final:
“la
Administración
sirve
con
objetividad
los
intereses
generales
…
con
sometimiento
pleno
a
la
Ley
y
al
Derecho”.
Son
muchas
las
consecuencias
que
se
derivan
de
ese
deber
de
objetividad
y
que
muchos
de
nosotros
explicamos
a
nuestros
alumnos
en
las
clases
introductorias
ejemplificando
con
las
causas
de
abstención
y
recusación,
la
selección
de
los
empleados
públicos,
los
procedimientos
de
adjudicación
de
9
Hablar
de
nexos
entre
la
ética
en
la
Administración
Pública
y
la
Constitución
aconseja
adoptar
una
actitud
a
la
vez
libre
de
complejos
y
cauta;
como
explica
Lorenzo
MARTÍN-‐RETORTILLO,
“hay
que
afirmar
con
energía
y
decisión
que
en
la
Constitución
Española
hay
elementos
suficientes
para
dar
soporte
riguroso
a
las
exigencias
de
una
Ética
Publica.
No
sólo
no
faltan
apoyos
expresos,
sino
que
aun
diría
que
son
abundantes
y
recios
(…)
Lo
que
sucede
es
que
a
la
hora
de
utilizar
estos
conceptos
y
propugnar
los
valores
que
representan,
al
momento
de
hacerlos
operativos
en
la
sociedad,
hay
que
adoptar
una
suma
de
cuidados
y
precauciones,
hay
que
extremar
la
atención
para
saber
dónde
estamos
y
qué
queremos”
(“Intervención
de
D.
Lorenzo
Martín-‐Retortillo,
Catedrático
de
Derecho
Administrativo
de
la
Universidad
Complutense
de
Madrid”,
en
VV.AA.:
Jornadas
sobre
ética
pública.
Madrid,
15
y
16
abril
1997,
MAP,
Madrid,
1997,
pgs.
37
ss.,
en
concreto,
42
y
43.
24. 24
contratos…
y
también
con
un
supuesto
más
que
a
mí
me
gusta
señalar
siempre:
el
deber
de
estudiar
y
resolver
con
objetividad
los
recursos
administrativos
interpuestos
por
los
ciudadanos.
La
Administración
a
la
hora
de
resolver
un
conflicto
en
el
que
ella
misma
es
parte
no
es
como
un
ciudadano
que
actúa
libre
y
subjetivamente
en
defensa
de
sus
propios
derechos
individuales,
es
una
institución
pública
que
por
mandato
constitucional
debe
actuar
siempre
con
objetividad.
La
objetividad
implica,
en
primer
lugar,
que
si
claramente
la
razón
está
de
su
parte,
debe
defender
sus
planteamientos
con
todos
los
medios
legales
disponibles.
La
objetividad
implica,
en
segundo
lugar,
que
en
caso
de
que
el
análisis
del
conflicto
lo
sitúe
en
el
ámbito
de
la
res
dubia,
hay
margen
de
maniobra
para
resolver
unilateralmente
en
uno
o
en
otro
sentido
o
para
usar
fórmulas
convencionales
de
autocomposición
(transacción,
terminación
convencional
del
procedimiento…)10.
Y,
por
último,
la
objetividad
implica
que
si
la
razón
está
claramente
de
parte
del
ciudadano,
la
Administración
tiene
el
deber
(constitucional,
legal
y
ético)
de
estimar
sus
pretensiones,
no
siendo
en
absoluto
admisible
ni
legal,
ni
constitucional,
ni
éticamente
que
en
tales
casos
reaccione
dando
la
callada
por
respuesta
(pervirtiendo
el
mecanismo
del
silencio
negativo
para
de
forma
deliberada
tratar
10
Como
bien
señala
Luís
MORELL
OCAÑA,
(“El
principio
de
objetividad
en
la
actuación
de
la
Administración
Pública”,
en
VV.AA.:
La
protección
jurídica
del
ciudadano.
Estudios
en
Homenaje
al
Profesor
Jesús
González
Pérez,
T.
I,
Civitas,
Madrid,
1993,
pgs.
147
ss.,
en
concreto,
152-‐153)
no
debe
confundirse
la
constitucionalmente
exigible
objetividad
de
la
Administración
con
la
imparcialidad
e
independencia
propias
de
los
órganos
judiciales.
La
Administración
debe
ser
objetiva,
pero
sin
dejar
de
serlo
(y
a
diferencia
de
un
juez
en
un
proceso)
también
es
parte
en
el
conflicto
entre
los
intereses
generales
y
los
derechos
o
intereses
legítimos
que
se
ventila
en
la
tramitación
y
resolución
de
un
recurso
administrativo.
Ese
factor
da
lugar
a
que
en
caso
de
res
dubia
la
Administración
pueda
y
deba
optar
de
forma
legítima
por
la
solución
jurídicamente
razonable
más
acorde
con
el
interés
público
[y
es
que,
como
bien
señala
Juan
Manuel
ALEGRE,
invocando
la
objetividad
de
la
Administración
no
puede
pretenderse
que
esta
actúe
con
la
imparcialidad
o
neutralidad
de
un
árbitro
en
las
relaciones
en
las
que
ella
misma
es
parte
interesada
(ALEGRE
ÁVILA,
J.M.:
“La
Administración
sirve
con
objetividad
los
intereses
generales:
unas
pinceladas
heterodoxas
desde
la
perspectiva
procesal”,
en
DA.
Revista
de
Documentación
Administrativa
núm.
289,
2011,
pgs.
81
ss.,
en
concreto,
pg.
83)];
la
solución
jurídica
elegida
en
tal
caso
por
la
Administración
al
resolver
el
recurso
puede
que
en
vía
judicial
sea
confirmada
o
rechazada,
pero
en
este
último
supuesto
nada
habrá
de
reprochable
en
la
actuación
administrativa
previa.
Véanse
también,
entre
otros,
NIETO,
Alejandro:
“La
Administración
sirve
con
objetividad
los
intereses
generales”,
en
MARTÍN-‐RETORTILLO,
Sebastián
(Coord.):
Estudios
sobre
la
Constitución
Española:
Homenaje
al
Profesor
Eduardo
García
de
Enterría.
Vol.
3,
Civitas,
Madrid,
1991,
pgs.
2185-‐
2254;
SANTAMARÍA
PASTOR,
Juan
A.:
Fundamentos
de
Derecho
Administrativo,
Centro
de
Estudios
Ramón
Areces,
Madrid,
1991,
pgs.
249
ss.;
o
el
número
298
de
la
DA
Revista
Documentación
Administrativa
(2011)
dedicado
al
principio
de
objetividad.
25. 25
de
aprovechar
sus
efectos),
o
desestimando
el
recurso
utilizando
cualquier
peregrino
argumento
y
confiando
en
que
el
particular
abandone
o
en
que,
si
da
el
paso
de
acudir
a
la
vía
judicial,
“suene
la
flauta”
y
se
obtenga
una
injusta
sentencia
desestimatoria
de
las
pretensiones
del
ciudadano.
Estoy
firmemente
convencido
de
que
si
todos
(o
al
menos
la
mayoría)
de
los
empleados
y
cargos
públicos
con
responsabilidades
en
la
resolución
de
recursos
administrativos
conocieran
las
implicaciones
que
en
tal
materia
pueden
y
deben
derivarse
del
constitucional
deber
de
objetividad,
y
que
si
todos
ellos
(o
al
menos
la
mayoría)
compartieran
que
no
dar
la
razón
al
ciudadano
cuando
la
tiene
es
incumplir
sus
deberes
constitucionales,
legales
y
éticos
como
empleados
y
cargos
públicos,
si
todo
eso
fuera
posible,
digo,
los
recursos
administrativos
podrían
funcionar
de
verdad
como
lo
que
en
principio
deben
ser:
un
primer
mecanismo
eficaz
de
control
de
la
actividad
administrativa,
un
sistema
de
prevención
que
evita
la
necesidad
de
un
posterior
esfuerzo
terapéutico.
Si
ese
presupuesto
constitucional
y
ético
falla
(y,
efectivamente,
con
más
frecuencia
de
la
deseable
falla)
todas
las
demás
propuestas
que
se
nos
ocurra
promover
(órganos
especializados
independientes,
medios
convencionales,
reformas
judiciales
de
diversa
índole…)
podrán
ser
más
o
menos
eficaces
o,
por
diversas
causas,
podrán
ser
más
o
menos
de
nuestro
agrado,
pero
en
cualquiera
de
los
casos
no
dejarán
de
ser
remiendos
en
un
traje
roto,
en
una
amura
agrietada
o
invasivas
intervenciones
quirúrgicas
en
un
cuerpo
que
nunca
debió
enfermar.
Y
no
hay
nada
de
malo
(al
contrario)
en
diseñar
e
impulsar
remedios
para
lo
que
se
ha
estropeado,
enfermado
o
no
funciona
adecuadamente,
pero
creo
que
tal
labor
no
debe
hacernos
renunciar
a
propugnar
como
punto
de
partida
el
traje
sin
remiendos,
el
casco
sin
fisuras
y
el
cuerpo
sano,
lo
que
implica
no
sólo
resolver
los
recursos
administrativos
de
otra
manera,
sino
ir
más
allá,
trabajar
desde
el
principio
de
otra
forma
y
aspirar
como
meta
a
que
la
objetividad
(y
la
diligencia)
de
empleados
y
cargos
públicos
no
pongan
al
ciudadano
en
la
tesitura
de
impugnar
(ni
siquiera
en
vía
administrativa)
cuando
claramente
sus
pretensiones
debieron
haber
sido
estimadas
a
la
primera.