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AMOR,
SEXUALIDAD
Y MATRIMONIO
Para una fundamentación de la ética cristiana

Eduardo López Azpitarte sj.

Editado en papel por:
San Benito, Buenos Aires 2004
ÍNDICE
Introducción
1. La situación actual
2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad
3. Tolerancia civil e influjos ambientales
4. El riesgo de una doble amenaza: resignación y silencio
5. El peligro de una moral autoritaria
6. La necesidad de una renovación
7. Las ambigüedades de un planteamiento
8. Hacia una sexualidad
9. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 1: Antropologías sexuales
1. La moral como exigencia antropológica
2. La búsqueda de un sentido: paradoja y ambivalencia de la sexualidad
3. Antropologías rigoristas: recelo y desconfianza hacia lo corporal
4. Antropologías espiritualistas: la dificultad de un equilibrio
5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado
6. Las antropologías permisivas: el nacimiento de nuevos mitos
7. Las antropologías naturalistas
8. Los peligros de toda antropología dualista
9. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 2: Valor simbólico de la sexualidad humana
1. Más allá de todo dualismo
2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano
3. Simbolismo y expresividad del cuerpo
4. Hombre y mujer: dos estilos de vida diferentes
5. La nostalgia de un encuentro: entre la naturaleza y la cultura
6. La metáfora del cuerpo: el diálogo entre hombre y mujer
7. La dimensión genital
8. El destino procreador: un horizonte incompleto
9. Dimensiones psicológicas en la conducta de los animales
10. Riqueza afectiva de la sexualidad humana
11. Cariño y fecundidad: relaciones mutuas
12. La opción por el amor
13. La ambigüedad del placer: entre el sueño y la realidad
14. Densidad y límites de la experiencia afectiva
15. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 3: Visión bíblica de la sexualidad
1. Sentido de la reflexión
2. Antropología unitaria
3. La consagración de la sexualidad humana
4. Los relatos fundamentales del Génesis: la dimensión procreadora
5. La dimensión unitiva: el gran regalo de Dios
6. La fecundidad en la Biblia: diferentes motivaciones
7. El matrimonio como símbolo e imagen de la alianza
8. Las enseñanzas de los profetas: Oseas o el testimonio de una vida
9. La imagen del adulterio en Jeremías
10. La alegoría de Ezequiel y los cantos de Isaías
11. El simbolismo profetice
12. Principales características de los libros sapienciales
13. Un evangelio del amor: el Cantar de los Cantares
14. La tragedia del pecado
15. Orientaciones generales del Nuevo Testamento
16. Carácter sagrado y personalista de la relación sexual
17. Un antagonismo en el hombre: la carne y el espíritu
18. La glorificación del cuerpo en el mensaje cristiano
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 4: Fundamentación de la ética sexual
1. Necesidad de una ética: radical insuficiencia del instinto
2. Exigencias psicológicas para una maduración humana
3. Los límites de la moral tradicional
4. La experiencia amorosa: un nuevo punto de partida
5. La necesidad de una purificación progresiva
6. Renuncia a la plenitud infantil
7. La gratuidad de la experiencia afectiva
8. Totalidad de la entrega
9. La apertura amorosa hacia los demás
10. Hacia una fidelidad definitiva
11. Entre la utopía y el realismo
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 5: Exigencias básicas de la moral sexual
1. Concretizaciones del amor
2. Maduración personal de la libido
3. Determinismo animal y responsabilidad humana
4. Valor interpersonal del erotismo
5. La degradación del erotismo
6. Significado del pudor sexual
7. La regulación del impulso genital
8. Dimensión social de la sexualidad
9. La imagen social de la sexualidad
10. JO. La valoración ética del pecado sexual
11. Las nuevas matizaciones
12. Entre el fariseísmo y la culpabilidad excesiva
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 6: Estados intersexuales y cambio de sexo
1. La existencia de ciertas patologías
2. Del sexo cromosómico a la alteridad sexual
3. Patologías genéticas y hormonales
4. Otras disfunciones sexuales
5. Hacia una valoración ética
6. La transexualidad: una doble explicación etiológica
7. La ilicitud de una intervención: primacía de los datos biológicos
8. Tolerancia de una adecuación: importancia de la sicología
9. El matrimonio de los transexuales: diferentes situaciones
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 7: La masturbación
1. Entre la obsesión y la trivialidad
2. La complejidad de un hecho: diferentes significados
3. El descubrimiento de un mundo nuevo
4. Etapa evolutiva hacia una integración personal
5. Otros factores posteriores: diferentes significados
6. Los datos bíblicos y tradicionales
7. Presupuestos para una fundamentación: valoración objetiva
8. La culpabilidad subjetiva: dificultades para una exacta valoración
9. Orientaciones pastorales: necesidad de una evolución progresiva
10. Visión optimista y evangélica
11. Hacia las motivaciones más profundas
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 8: La homosexualidad
1. Un rigorismo sociológico
2. Razones psicológicas para este rechazo
3. Naturaleza de la inclinación homosexual
4. Otros factores personales
5. La génesis de la homosexualidad
6. Un presupuesto discutido: ¿qué tendencia tiene la sexualidad?
7. La valoración objetiva
8. La valoración personal: nuevas perspectivas
9. La posibilidad de una superación
10. En camino hacia un ideal
11. Orientaciones pastorales
12. Las relaciones afectivas
13. La reforma de la legislación
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 9: La institucionalización del amor
1. Nueva situación sociológica
2. La urgencia del cariño conyugal
3. Simbolismo de la entrega conyugal
4. La privatización del matrimonio
5. Primacía de lo afectivo sobre lo institucional
6. Dos aspectos complementarios
7. La dimensión social y comunitaria de la conyugalidad
8. El derecho: defensa de la conyugalidad y garantía de permanencia
9. Una invitación a superarse
10. El miedo a un compromiso definitivo
11. Reflexiones previas para una fundamentación ética
12. Verificación y autentificación del amor
13. Una doble obligación: la castidad y el orden jurídico
14. Las razones de una condena
15. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 10: La ética matrimonial
1. Dimensión amorosa y procreadora
2. La doctrina actual de la Iglesia
3. La nueva situación sociológica
4. Los documentos más recientes de la Iglesia
5. Tendencias innovadoras
6. Los documentos de la Comisión pontificia
7. Publicación de la Humanae vitae
8. Los planteamientos del Sínodo sobre la familia
9. Carácter profetice de la encíclica
10. La fundamentación teológica
11. Ayuda a los mecanismos de la naturaleza
12. La esterilización indirecta
13. Interpretación personalista de la terapia
14. Situaciones conflictivas
15. Los diversos valores de la ética matrimonial
16. La opción por el valor preferente
17. El problema de la esterilización
18. Las intervenciones de Juan Pablo II
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 11: Conflictos matrimoniales
1. La crisis de la fidelidad
2. La fidelidad al servicio de un valor
3. El valor de la decisión definitiva
4. Entre el inmovilismo y la novedad
5. La historia que comienza
6. La fragilidad del enamoramiento
7. Las primeras sombras del paisaje
8. El juego de las renuncias
9. La tentación de la huida
10. El adulterio: una experiencia traumática e idealizada
11. Hacia una posible reconciliación
12. El difícil arte de amarse a sí mismo
13. El amor de la despedida
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 12: Situaciones irregulares
1. El matrimonio civil de los bautizados
2. La separación de los cónyuges
3. Los divorciados vueltos a casar
4. Planteamiento de la Familiaris consortio
5. Un significativo avance pastoral
6. Posibilidad de una interpretación
7. La tolerancia civil del divorcio
8. Exigencias religiosas y obligación civil
9. Los peligros de una legislación tolerante
10. La estabilidad del matrimonio
11. La aplicación concreta de los principios
12. Las parejas de hecho
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 13: El celibato religioso
1. La realidad del celibato: dificultades actuales
2. Interrogantes actuales
3. Motivaciones históricas
4. Justificación humana del celibato
5. Eunucos por Jesús y su Reino
6. La dimensión escatológica
7. Nuevos simbolismos humanos
8. El descubrimiento de un carisma
9. Virginidad y matrimonio
10. Constatación de una realidad
11. Ambigüedad de una renuncia afectiva
12. Un resto que no se resigna
13. Los caminos para la maduración: una triple renuncia
14: Análisis de la propia realidad
15. El valor de la experiencia afectiva
16. La amistad privilegiada
17. La pobreza bienaventurada de un amor
18. Un reconocimiento honesto de la propia situación
19. Ayuda en el proceso de clarificación
20. El amor posible en el desierto
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN

1. La situación actual
Para escribir hoy sobre la moral sexual se requiere una cierta dosis de ingenuidad o mucho de
osadía. Cualquiera que observe la realidad que nos rodea se da cuenta enseguida del enorme desajuste
existente entre lo que la Iglesia enseña en su doctrina y lo que la gente vive en la práctica. Lo
preocupante no es que existan fallos e incoherencias, como siempre se han dado, sino la actitud
desinteresada e indiferente, que prescinde casi por completo de su doctrina. La imagen que se ofrece
de la sexualidad se ha diversificado en múltiples rostros y no parece que el ofrecido por la ética
cristiana sea precisamente el más atractivo y seductor. En un mundo tan pluralista como el nuestro, la
oferta de opciones sobre los diferentes problemas éticos que se presentan en este campo es tan diversa
y contradictoria que se encuentran soluciones para todos los gustos e ideologías. Por eso, la educación
se ha hecho más difícil y compleja en la actualidad, cuando la concordancia básica de otras épocas se
ha fraccionado en tantas posturas que mutuamente se excluyen. Vivimos, para sintetizarlo en unas
palabras, en la edad del fragmento, de lo parcial y provisorio, de lo débil e inconsistente, de la
inseguridad y de lo relativo.
En estas circunstancias, cuando nada se considera cierto, absoluto y definitivo, la tolerancia se
revela como el valor prioritario de toda sociedad. En lo único que todos estamos de acuerdo es en que
no todos tenemos que estar de acuerdo por la complejidad de los problemas, el pluralismo de las
soluciones y las dificultades para encontrar un fundamento común. Como no se puede imponer
ninguna verdad por encima de las otras opiniones, no cabe otra salida que el respeto hacia las
diferencias. La legislación civil no ha de prohibir o aceptar los códigos éticos de una mentalidad
concreta, sino que debe permanecer abierta a las otras valoraciones diferentes que resulten válidas y
razonables para otros grupos. Una ética de mínimos es a lo único que se puede aspirar.
2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad
Dentro de un contexto cultural como éste, se esconden algunos peligros fácilmente comprensibles
y que constatamos con frecuencia a nuestro alrededor. Solamente me limito a enumerarlos. Se
aumenta, en primer lugar, un talante de escepticismo e indiferencia ante la dificultad de una
fundamentación cierta y segura. Cuando son tantas las opiniones y tan diferentes las ofertas éticas, no
hay ningún motivo para aceptar unas por encima de otras. El ecumenismo ético se vuelve tan amplio e
indulgente que no se rechaza como inaceptable ninguna conducta. La tolerancia no es, entonces, fruto
del respeto y deferencia hacia el otro, sino el síntoma de un escepticismo radical. Como la verdad
objetiva no está garantizada, que cada uno actúe y se comporte como le parezca. Es curioso observar
cómo en muchas encuestas que se hacen por la calle para determinados programas, cuando se pregunta
sobre alguna valoración ética, la respuesta más frecuente es dejar que cada persona proceda como
juzgue conveniente.
Esta incertidumbre e indiferencia se convierten también en un estímulo para la comodidad, pues
si cualquier oferta ética aparece tan válida como las otras, la inclinación hacia lo que resulta menos
molesto y exigente se hace comprensible. Nadie tiene derecho a exigir o prohibir una conducta
determinada, ya que todas gozan más o menos de la misma probabilidad. La elección pertenece en
exclusiva al propio individuo y, en esta hipótesis, sería absurdo optar por la más difícil y sacrificada.
3. Tolerancia civil e influjos ambientales
Finalmente, cuando las normas son producto de un consenso social, el bien o el mal quedan
configurados por la fuerza de la ley. Lo que jurídicamente se acepta o condena constituye la norma
básica de orientación. La ética civil que, como hemos dicho, se reduce a los mínimos indispensables,
es la única que puede imponerse a los ciudadanos. Es necesario, por ello, que la autoridad tolere una
serie de comportamientos que, desde una perspectiva ética, ofrecerían serios reparos. Esto significa,
como se ha defendido en una amplia tradición de la Iglesia, que no todas las exigencias éticas deben
quedar sancionadas por el derecho, pero que también no todo lo que se permite y tolera en una
legislación civil tiene que ser aprobado por la moral. El peligro radica, entonces, en no distinguir
suficientemente lo legal de lo ético, y terminar aceptando, con todas sus lamentables consecuencias,
que la tolerancia o prohibición jurídica se identifica con la bondad o la malicia ética.
Tal vez el análisis pueda parecer demasiado abstracto, pues en la vida real no se utiliza este
lenguaje, ni se tiene conciencia de que la praxis se encuentra dinamizada por estos principios más
ideológicos. Pero basta observar las reacciones y comentarios a nuestro alrededor para constatar cómo
de hecho influyen y se hacen presentes. En cualquier caso, aunque sea con matices algo diversos,
bastantes estarán de acuerdo en este diagnóstico fundamental. Vivimos en una sociedad desgarrada,
pluralista, secular, tolerante, en la que el espacio para la ética cristiana se ha ido reduciendo de forma
progresiva, y con mayor fuerza aun en el campo de la sexualidad.
Por otra parte, en un mundo tan abierto como el nuestro, no existe ningún reducto cerrado que
pueda sentirse libre de estas influencias. Los medios de comunicación y el ambiente dejan caer sus
mensajes en todos los rincones, creando con mucha frecuencia fuertes antagonismos entre lo que se
recibe en el hogar y lo que se respira por fuera. Sería nefasto, entonces, que la educación intentara
crear "niños burbujas" para que vivieran siempre en un clima artificial.
Ante una situación como ésta se da en muchas personas un desconcierto generalizado. Padres de
familia, educadores y sacerdotes experimentan un malestar profundo, pues no saben cómo enfrentarse
a un fenómeno que supera sus posibilidades. Aceptan, a lo mejor, que su formación fue demasiado
rigorista e inadecuada, como para transmitirla de nuevo a las generaciones actuales, pero tampoco
llegan a comprender la naturalidad con que los jóvenes actúan en este campo. El puritanismo de antes,
que provocó un mundo de sospechas, recelos y culpabilidad, se ha convertido en una permisividad casi
absoluta, que no admite ningún tipo de normas o criterios éticos. La ruptura de los esquemas
anteriores, que no han sido reemplazados por otros, los deja indefensos, sin saber lo que pueden decir
ni qué orientaciones ofrecer.
4. El riesgo de una doble amenaza:
resignación y silencio
Un doble peligro amenaza, entonces, que nos vuelve incapaces para afrontar este desafío y nos
despoja de la responsabilidad que pesa sobre cualquier educador. El primero consiste en quedarse
simplemente en una denuncia retórica, como un intento de satisfacer la propia conciencia, para no
sentirse colaboradores de la nueva situación. Con la condena y el rechazo de estos comportamientos,
que no se ajustan a las pautas tradicionales, dejan, por lo menos, el convencimiento de que la
culpabilidad recae sobre los otros, sin ninguna implicación por nuestra parte. La ineficacia de esta
actitud resulta tan manifiesta que no es necesario detenernos en su explicación. Baste añadir solamente
que es demasiado cómoda y no exime tampoco de la responsabilidad.
La inseguridad de acercarse a un mundo tan diferente, que ni responde a nuestros principios ni
podemos controlarlo, provoca una tolerancia benévola que no se atreve a intervenir. Hasta la
presentación de un proyecto ético o educativo parece casi vergonzoso, por miedo a que nos señalen
como anticuados e ineptos para valorar la cultura de nuestro tiempo. Oponerse a los imperativos y
modas del ambiente se hace molesto, sobre todo cuando no existe seguridad en aquello que se
propone.
Por eso tampoco aceptamos una postura de resignación y silencio que pretenda construir la moral
con el imperativo de los hechos. Estos intentos de acomodación para reducir las exigencias a los datos
sociológicos son fruto de un conformismo cobarde y el servicio que se prestaría por este camino a la
humanidad sería demasiado pequeño. Una postura que se ha generalizado con exceso ante una
situación que, muchas veces, no se sabe cómo abordar. Aunque no se esté de acuerdo con ella, sólo
queda un silencio resignado, que impide cualquier otra manifestación contraria.
La sicología podría también encontrar una explicación más profunda. A veces, el aplauso
popular, el deseo de no contradecir, el miedo a ser tachados de conservadores se convierten en una
tentación para no intervenir ni manifestar nuestro pensamiento. Al narcisismo humano le duele ofrecer
una imagen que no está valorada en el ambiente en que se vive. De ahí que, bajo la aparente excusa de
un respeto, se dé una abstención que, en el fondo, es un deseo de no deteriorar el propio rostro frente a
los demás. El no estar a la moda intelectual que se lleva es un motivo de crítica y de rechazo, cuyas
consecuencias se quieren evitar. En otras, tal vez con más frecuencia, es una falta de preparación para
examinar los problemas que hoy se plantean con una mentalidad adecuada. La buena voluntad no
basta por sí sola si no va acompañada, al mismo tiempo, de la suficiente preparación.
En cualquier hipótesis, el simple dejar hacer no provoca ninguna maduración ni lleva a una
mayor libertad. El análisis crítico permite descubrir que en el fondo de tal "liberación" existe un nuevo
tipo de esclavitud. Los antiguos ídolos quedan sustituidos por otras imágenes nuevas igualmente
falsas. Y es que el puritanismo exagerado de antes y el desenfreno de ahora tienen idénticas raíces: la
sumisión ante la sexualidad como un destino impuesto. Las formas concretas de esta imposición serán
diferentes. Si la conducta estaba regida con anterioridad por una normativa rigorista e impuesta por
diversas presiones, hoy muchos sienten la obligación de comportarse como mandan las nuevas formas
liberadoras, para que nadie los pueda tachar de conservadores.
5. El peligro de una moral autoritaria
Pero tampoco vale la vuelta a una moral que se fundamente exclusivamente en la fuerza de la
autoridad. Algunos creen que es la única alternativa eficaz. Si hemos llegado hasta aquí ha sido como
consecuencia de un relajamiento progresivo, producto de la excesiva tolerancia, del confusionismo
ideológico, del simple dejar hacer, del miedo a ir contra corriente. La solución habría que buscarla por
el extremo contrario: una vuelta a las normas claras y taxativas, que regulan la conducta del ser
humano. El fracaso ha sido demasiado evidente para continuar por el mismo camino. Es necesario
levantar la voz con fuerza y denunciar con valentía esta deshumanización actual. La culpa de tales
excesos recae, en parte, sobre aquellos responsables que no han sabido -o no han querido- con su
autoridad tomar unas medidas más eficaces.
El problema es demasiado complejo para tratarlo aquí con mayor amplitud, pero desde luego no
parece ésta la solución más adecuada ni suficiente. Hoy no basta ya la repetición de unas normas, por
muy verdaderas que sean, si no se indican, al mismo tiempo, los valores que en ella se encierran. La
imposición autoritaria de unas obligaciones éticas sólo sirve para mantener una sumisión infantilizada
en aquellos que no aspiran a vivir de una manera adulta. Toda persona tiene derecho a saber el porqué
de lo mandado como imperativo moral y esa pregunta no es siempre fruto de la rebeldía o falta de
docilidad, aunque a veces se proponga en ese clima, sino una manifestación de la madurez humana y
evangélica. El esfuerzo por encontrar la respuesta adecuada es la tarea de una ética actual y no la mera
repetición de lo que siempre se ha dicho. Si esa respuesta no existe, o no sabemos darla, de poco
servirá la propuesta que se ofrece.
A nadie se le puede obligar a la aceptación de una norma obligatoria sin un convencimiento
interno de que así debe actuar para su propio bien y para agradar a Dios, en el caso de los creyentes.
Es el mayor desafío que se plantea a los educadores en el mundo actual: saber dar razón y justificar
aquellos valores que ofrezcan. Si hay que estar "dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a
todo el que os pida una explicación" (1 Ped 3, 15), con mayor motivo aun tenemos que estar
preparados para justificar una determinada conducta que, si es válida y buena para la persona, no
puede serlo simplemente por el hecho de estar mandada.
6. La necesidad de una renovación
Para evitar estos peligros, hay que reconocer, en primer lugar, que la educación en este terreno no
ha sido siempre la más adecuada. Sin caer en exageraciones o críticas, que no tienen en cuenta el
contexto cultural de otras épocas, la imagen presentada ofrecía muchos inconvenientes y lagunas que
dificultaron una reconciliación pacífica y armoniosa en la conciencia cristiana. La pedagogía utilizada
por generaciones anteriores pertenece a una etapa que se ha de dar por superada. Aunque la buena
voluntad y el fin pretendido fueran excelentes, las consecuencias que de ahí se han derivado, y que
sufrimos todavía en parte, tenemos que considerarlas como negativas. El miedo y un sentimiento de
culpabilidad excesivo formaban una frontera bien vigilada que impedía el acceso a una zona peligrosa,
de la que era mejor permanecer alejado. El silencio y la ignorancia eran buenos colaboradores para no
sentir su amenaza. Aunque tales posturas puedan estar superadas, queda aún una mentalidad de fondo
que todavía se vale de este lastre negativo para frenar cualquier avance.
Frente a las sombras del pasado, nace hoy una actitud antagónica y diferente que busca sustituir
el miedo y el pecado por la verdad del sexo. Las ciencias que afectan a esta dimensión de la persona
han disipado ya muchas ignorancias e ingenuidades, purificando una atmósfera demasiado enrarecida.
Hemos llegado al fin de una clandestinidad que se celebra como una verdadera conquista. El abrazo de
la reconciliación se ha hecho posible. Y, como cristianos, hay motivo para alegrarse por la superación
de antiguas barreras y tabúes irracionales.
La primera obligación, por tanto, radica en la urgencia de una información adecuada, que sepa
compaginar los conocimientos científicos, pedagógicos, éticos y religiosos dentro de esta tarea. Una
educación sexual exige también una preparación para que el modelo ofrecido tenga el crédito y las
garantías que exige nuestro mundo actual, si deseamos que nuestra oferta se haga creíble. La
necesidad de un planteamiento renovado es una de las tareas más urgentes de la ética y de cualquier
proyecto educativo. Aun en la hipótesis de que muchos lo rechazaran, lo que nadie debería echamos en
cara es que la oferta que, como creyentes, ofrecemos a la sociedad no es también razonable y queda
justificada por serios argumentos.
7. Las ambigüedades de un planteamiento
Sin embargo, sería absurdo fomentar un ingenuo optimismo, como si la liberación del sexo,
prisionero durante tanto tiempo, hubiera que aceptarla como un hecho positivo en todos los órdenes.
Frente a una visión demasiado espiritualista y uniforme, como la que se ha vivido hasta las épocas más
recientes, nos encontramos en medio de una sociedad que presenta diferentes antropologías sexuales
de signo muy contrario a la anterior. Si antes era el alma la que debía liberarse de todas las ataduras y
esclavitudes del cuerpo para alcanzar un nivel de espiritualización, ahora es el cuerpo quien debe
despojarse de todo aquello que le impida su expresión más espontánea y natural. La permisividad
absoluta y un naturalismo biológico son el denominador común de muchas comentes modernas, como
analizaremos después.
A cualquiera que recorra ciertos libros publicados para la formación sexual, haya visto esos
programas de televisión que se consideraban muy científicos y modernos, contemple la imagen
ofrecida por tantas películas y manifestada en la publicidad, o penetre en la mentalidad oculta de
campañas recientes, no le costará mucho trabajo descubrir este tipo de antropología. Fuera de las
conductas patológicas, que serán dañinas por esta condición, no hay apenas fronteras que delimiten la
actuación sexual.
8. Hacia una sexualidad simbólica
Es lógico, por ello, que cuando se ofrece un proyecto ético con otras perspectivas, la reacción
inmediata sea de rechazo, porque resulta menos agradable y levanta de inmediato las sospechas de
otros tiempos. No podemos quedarnos con los brazos cruzados, como ya hemos dicho. Se requiere un
esfuerzo lúcido para que la gente descubra lo razonable de nuestra propuesta y el porqué no estamos
satisfechos con una visión que nos parece muy corta y limitada. No negamos el carácter lúdico del
sexo, ni el valor del placer como factor de equilibrio y felicidad, ni su función lenitiva contra la fatiga
y el cansancio. Experimentar un sentimiento de repugnancia o desprecio manifestaría que algo no
funciona del todo bien en su interior. El problema es de otra índole. Lo que no queremos es que la
sexualidad se limite a ser una acción utilitaria y productiva para la obtención de un placer y pierda por
completo su dimensión expresiva y simbólica. Es decir, que se la despoje de todo contenido humano,
como si fuera un simple fenómeno zoológico, hasta convertirla en un hecho insignificante, en una
palabra vacía, en una expresión sin mensaje. Se trata, sencillamente, de saber hacia dónde orientamos
esa pulsión y qué significado le damos.
Ni es posible, finalmente, rebajar nuestras exigencias cristianas para que tengan cabida dentro del
mercado actual de valores. El diálogo con otras ideologías, la confrontación con otros criterios éticos
diferentes, la apertura y sensibilidad frente a las críticas ajenas serán un gesto de respeto o un
enriquecimiento del propio patrimonio, pero nunca una estrategia política de renuncias y concesiones
para conseguir a toda costa un escaño en el parlamento de la sociedad. Es bueno sentirse ayudado
desde fuera para revisar ciertas valoraciones que, a lo mejor, no fueron tan exactas, pero entrar en el
debate como un interlocutor más, sin la fuerza para imponer las propias valoraciones, no significa
renunciar a su defensa dentro de un diálogo plural y democrático, aunque después no terminen por
aceptarse. El laicismo autoritario, tal vez como reacción a los influjos anteriores de la Iglesia, quiere
que domine una explícita mentalidad a-religiosa, pero en una sociedad laica, donde todas las
ideologías civiles y creyentes han de tener espacio, cualquiera de los participantes tienen derecho a
presentar sus propias opciones.
La visión cristiana ya no aparece como el único proyecto ético con validez universal, pero ello no
implica renunciar al talante y radicalismo evangélico que le caracteriza. No se trata de realizar una
operación parecida a las rebajas comerciales, como el que abarata el precio del mercado para ver si la
gente acepta mejor el producto que se le ofrece. Las palabras de Jesús sobre la sal que se vuelve
insípida y "no sirve para nada más sino para ser tirada fuera y pisoteada de los hombres" (Mt 4, 13) es
un recuerdo que no debemos olvidar. Es decir, la moral católica no tiene que cambiar por el hecho de
estar situada en una sociedad pluralista. Al contrario, en un mundo donde las prácticas y las creencias
no ayudan para nada y existen otros múltiples atractivos, la luz y la fuerza del Evangelio deberían
tener una presencia mucho mayor.
9. Conclusión
Ésta es justamente nuestra intención al escribir estas páginas. Ofrecer a los lectores -sacerdotes,
padres, maestros y educadores- una visión de la sexualidad que supere las limitaciones de épocas
pasadas, pero con los datos necesarios para que sepan enfrentarse a las nuevas ideologías con un
espíritu crítico. Que entre los modelos de una sociedad cada vez más pluralista, la oferta de una ética
sexual cristiana se haga comprensible y razonable a los demás, aunque no siempre la compartan, y
ayude al convencimiento interior para que cada persona se sienta también comprometida en la
realización de semejante proyecto.
Para ello, analizaremos las principales antropologías que hoy se dan en nuestra sociedad (cap. 1).
Presentaremos a continuación cuál es la antropología de la que parten nuestras reflexiones (cap. 2),
para confirmarla con los datos de la revelación (cap. 3). De ahí deduciremos los criterios
fundamentales (cap. 4), y las exigencias básicas (cap. 5) de una ética sexual, que nos sirvan para
valorar los comportamientos concretos: cambio de sexo (cap. 6), masturbación (cap. 7),
homosexualidad (cap. 8), relaciones prematrimoniales (cap. 9). Para tocar, finalmente, los problemas
que se plantean dentro del matrimonio: regulación de nacimientos (cap. 10), crisis matrimoniales (cap.
11), situaciones irregulares (cap. 12). Y terminaremos reflexionando sobre el celibato (cap. 13).
He procurado omitir otros temas más históricos y especulativos para facilitar la lectura y
centrarme en los problemas concretos. Con la misma intención, han desaparecido las notas
bibliográficas a pie de página, que sólo resultan interesantes para personas que pretenden profundizar
en algunos temas, pero que no tienen mayor interés para el que busca una formación general. Al final
de cada capítulo, me he limitado a sugerir una bibliografía breve en castellano, entre lo mucho que hoy
se escribe sobre estos puntos. Así, la persona que lo desee podrá ampliar con estas lecturas otros
aspectos que le ayuden a completar sus conocimientos.

BIBLIOGRAFÍA
AA.VV., "Postmodemidad y moral: ¿matrimonio imposible?", Sinite 109 (1995).
ANDONEGUI,

J., "Los católicos ante la ética moderna". Lumen 47 (1998) 297-325 y 403-438.
E., "Evolución de la ética sexual cristiana. Observaciones puntuales", Sal Terrae 88 (2000) 345-356.
CORTINA, A., "Religión y ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 63-73.
GARCIA -MONGE, J. A., "Sicología de la sumisión y sicología de la responsabilidad en la Iglesia", Sal Terrae 84 (1996) 21BORREGO,
34.
LÓPEZ AZPITARTE,

E., "Moral cristiana y ética civil: relación y posibles conflictos". Proyección 41 (1994), 305-314. Una
crítica a estas éticas civiles en: C. THIEBAUT, "Cruces y caras de la ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 49-61.
LÓPEZ AZPITARTE, E., "La educación moral en la familia". Revista Agustiniana 36 (1995) 503-535.
MARDONES, J. Ma., Análisis de la sociedad y fe cristiana, Madrid, PPC, 1995.
SÁNCHEZ MONGE, M., "Evangelizar en tiempos de tolerancia". Surge 54 (1996) 25-46.
VALADIER , P., "La autoridad en Moral", Selecciones de Teología 33 (1994) 193-200.
VICO PEINADO, J., Éticas teológicas, ayer y hoy, Madrid, San Pablo, 1996.
CAPITULO 1
Antropologías sexuales

1. La moral como exigencia antropológica
A pesar de todas las críticas y dificultades que se hayan levantado contra la moral, nadie es capaz
de aniquilarla por completo. Se podrá rechazar una ética determinada, pero todo ser humano, por el
simple hecho de existir, está condenado a vincularse con una moral.
Aunque la sociobiología haya descubierto en la conducta humana estructuras parecidas al
comportamiento de los animales, existe una frontera cualitativa que separa con nitidez ambos mundos.
Los seres irracionales siguen ciegamente las leyes de su naturaleza e instintos, que los conducen con
una eficacia admirable a la consecución de sus objetivos. No tienen otra moral que el sometimiento a
sus imperativos biológicos, ideológicamente ordenados al bien individual y de la especie. Su
orientación resulta tan perfecta y adecuada que para actuar bien sólo tienen que dejarse llevar, sin
necesidad de poner ningún reparo, por el dinamismo interno de sus propias tendencias. A primera
vista, incluso, habría que decir que se encuentran mucho mejor programados y con una dotación mejor
de la que el hombre y la mujer poseen. Venimos a la existencia con un cierto defecto de fábrica, como
si nos hubiera faltado una revisión final.
Dicho de otra manera, nacemos sin estar hechos ni programados por la propia naturaleza. Esta
carencia radical con relación a los animales, que catalogaría al género humano como inferior y menos
perfecta, se compensa radicalmente por la existencia de la libertad. Si en el animal los estímulos
suscitan en cada momento una respuesta determinada y precisa, el ser humano, para vivir con
dignidad, no se puede dejar conducir por los simples impulsos, anárquicos y desordenados, sino que
requiere un ajuste posterior para que su conducta sea integrada y razonable. El animal que siguiera las
leyes de sus instintos sería un animal perfecto, pero el hombre que respondiera de la misma forma a
las exigencias instintivas de sus pulsiones, se convertiría en una auténtica bestia. Esta necesidad
humana e irrenunciable de modelar nuestro comportamiento brota, por tanto, de nuestras propias
estructuras antropológicas. Estamos condenados -queramos o no queramos- a ser éticos.
Pero la moral no es un simple código de leyes, preceptos, mandatos, imperativos a los que no hay
más remedio que ajustar nuestra conducta, como una fuerza coactiva que se nos impone desde fuera.
La misma etimología de la palabra ética nos da un sentido mucho más rico y profundo de lo que para
muchos significa este término. El ethos, en la existencia humana, es la cara opuesta del pathos, como
una doble dimensión que cualquier sujeto experimenta. Dentro de esta última acepción entraría todo lo
que nos ha sido dado por la naturaleza, sin haber intervenido o colaborado de manera activa en su
existencia. Lo llamamos así por haberlo recibido pasivamente, al margen de nuestra decisión o
voluntad. Es el mundo que constituye nuestro talante natural, nuestra manera instintiva de ser, que
padecemos como algo que nos ha sido impuesto, y que no sirve, como hemos visto, para dirigir
nuestra conducta. Ofrece los materiales sobre los que el hombre y la mujer han de trabajar para
construir su vida, como el artista esculpe la madera para sacar una obra de arte.
Para expresar este esfuerzo activo y dinámico, que no se deja vencer por el pathos recibido, el
griego se valía de la palabra éthos, pero con dos significaciones diferentes. En el primer caso, indicaba
fundamentalmente el carácter, el modo de ser, el estilo de vida que cada persona le quiere dar a su
existencia. Mientras que su segunda acepción haría referencia a los actos concretos y particulares con
los que se lleva a cabo semejante proyecto.
2. La búsqueda de un sentido:
paradoja y ambivalencia de la sexualidad
Tendríamos que decir, por tanto, que la función primaria de la moral consiste en dar a nuestra
vida una orientación estable, encontrar el camino que lleva hacia una meta, crear un estilo y manera de
existir coherentes con un proyecto. La ética consistiría, entonces, en darle a nuestro pathos -ese mundo
pasivo y desorganizado que nos ofrece la naturaleza- el estilo y la configuración querida por nosotros,
mediante nuestros actos y formas concretas de actuar. Aquí está la gran tarea y el gran destino del
hombre y de la mujer.
Ser persona exige un proyecto de futuro, que determina el comportamiento de acuerdo con la meta
que cada uno se haya trazado. Hacer simplemente lo que apetezca es descender hacia la zona de lo
irracional, a un nivel por debajo de los animales -cuya conducta queda regulada por sus instintos-, para
adoptar como criterio único el capricho y el libertinaje. Toda persona, ineludiblemente, tiene que
plantearse el sentido que quiere darle a su vida, la meta hacia la que desea orientarla. Se trata de una
pregunta a la que hay que responder de una u otra manera, pues hasta el suicidio supone una respuesta
implícita: la vida no merece la pena. La praxis ética se convierte, entonces, en el camino que lleva
hacia el ideal y la meta propuesta.
Este mismo sentido, que buscamos darle al conjunto de nuestra existencia, hay que irlo
descubriendo también en cada una de nuestras actividades personales. Se trata de encontrar ahora el
significado y destino de la sexualidad, en coherencia con el proyecto ético, que oriente nuestra
conducta y ayude a la realización de la persona en esta dimensión específica de nuestro ser. En función
de este esquema más concreto y determinado -cuál es la función del sexo como realidad humanapodremos deducir aquellos valores éticos fundamentales que humanizan la conducta sexual. Cualquier
comportamiento que no respete estas exigencias básicas o impida su realización habrá que catalogarlo
como negativo y deshumanizante.
Ahora bien, saber lo que es mejor para la humanización de la sexualidad no se realiza sin un
diálogo abierto y sincero con todas las ciencias y bajo la influencia de una determinada óptica cultural,
que explican su carácter histórico y evolutivo. Por eso, la historia de las costumbres sexuales revela
una variedad impresionante de éticas, de acuerdo con el sentido otorgado a esta dimensión.
La concretización de estos valores, sin embargo, reviste una dificultad especial. La sexualidad se
ha vivido siempre, a lo largo de la historia, en un clima de enigma y de misterio, como una realidad
asombrosa y fascinante que ha provocado con mucha frecuencia una doble actitud paradójica. Produce
instintivamente una dosis de miedo, recelo y sospecha, y despierta, al mismo tiempo, la curiosidad, el
deseo, la ilusión de un acercamiento. Es un hecho fácilmente constatable en la sicología de cada
persona, donde aparece, si no se ha reprimido ningún elemento, esta tensión contradictoria. Se busca,
se desea e incomprensiblemente se teme y se rechaza.
Es lo que ha sucedido con mucha frecuencia en la historia, cuando se ha intentado comprender su
naturaleza insistiendo con exclusividad en el aspecto negativo y misterioso o, por el contrario,
subrayando únicamente su carácter atractivo y placentero. Desde la antigüedad, esta doble postura se
ha ido entretejiendo de manera casi continua en todos los tiempos y con matices diferentes. Así se
explica el deslizamiento operado tanto hacia una lejanía constante, que evite cualquier contacto con la
esfera sexual, como el deseo de acercarse a ella para penetrar en el misterio que la envuelve. Sin
pretender ahora un análisis detallado y completo, expongo con brevedad las antropologías
fundamentales que han surgido de esta experiencia.
3. Antropologías rigoristas:
recelo y desconfianza hacia lo corporal
El sexo, en primer lugar, ha sido un terreno abonado para la génesis y el crecimiento de muchos
tabúes. Cuando una zona resulta arriesgada y peligrosa por su aspecto misterioso, se levanta de
inmediato una barrera a su alrededor que impide el simple acercamiento. Es como una frontera que
conserva en su interior algo cuyo contacto mancha, cuya violación, aunque involuntaria, produce una
sanción automática. Las costumbres más antiguas de todos los pueblos testimonian este carácter de la
sexualidad. Determinados factores biológicos y naturales exigen una serie de ritos y purificaciones. La
abstinencia sexual es obligatoria en algunas épocas especiales, como durante el período de guerra o de
siembra. Ante el asombro que revela lo desconocido, se intenta evitar cualquier contagio y huir lo más
posible de lo que se vivencia como un peligro inconcebible. Es una actitud de alejamiento respetuoso
frente al miedo que brota de un misterio inexplicable.
El rigorismo de la antigüedad en torno a estos temas fue impresionante. La distinción clásica
entre el logos (la razón) y el alogon (lo irracional) adquirió una importancia extraordinaria. Para la
filosofía estoica lo fundamental consistía en vivir de acuerdo con las exigencias de la razón humana,
mientras que el placer y los deseos corporales se convierten en los enemigos básicos de ese ideal. La
virtud aparece como una lucha constante para evitar todo tipo de placeres. Su moral se centraba en un
esfuerzo heroico y continuado para eliminar las pasiones y liberar al hombre de sus fuerzas anárquicas
e instintivas hasta conducirlo a una apatía (falta de pasión) lo más completa y absoluta posible.
Lo más opuesto a la dignidad humana era el obnubilamiento de la razón que se opera en el placer
sexual. Esta lucidez intelectual se mantenía como norma suprema por otras corrientes de pensamiento.
Por eso el acto matrimonial, donde la persona renuncia precisamente a esta primacía de la razón, es
algo indigno y animalesco. El mismo nombre de pequeña epilepsia, como era considerado por la
ciencia médica de entonces, supone ya un atentado contra la condición básica del ser humano. Sería
vergonzosa cualquier conducta en la que el alma entrara en relación con el instinto.
Las tendencias maniqueas añaden un nuevo aspecto pesimista en esta atmósfera cargada de
sospechas y desconfianzas. El cuerpo y la materia han sido creados por el reino de las tinieblas y se
han convertido en la cárcel y tumba del alma, que de esa forma queda prisionera y sometida a las
exigencias de la carne. De nuevo el cuerpo aparecía como el lugar sombrío, como la fuente del mal,
como la caverna del pecado. Su ética será también un intento por evitar el contacto con la materia, que
mancha, culpabiliza y rebaja el espíritu a una condición brutal.
El esfuerzo, como una lógica consecuencia, estaba orientado hacia la liberación progresiva de esta
prisión para el conocimiento limpio de la verdad y de la belleza eterna. La muerte aparece en el
horizonte -recuérdese a Sócrates en el Fedón- como el momento cumbre de conseguir la libertad. Las
rejas y mazmorras de los sentidos dejan paso al alma, liberada ya de sus bajas pasiones y sin
obstáculos para la contemplación.
De ahí toda la corriente ascética y rigorista que se manifestaba en las máximas y consejos de
aquellos autores. El matrimonio era una opción prohibida para los verdaderos elegidos y, si se toleraba
para aquellos que no pudieran contenerse, era con la condición de no procrear a fin de que no se
multiplicaran las esclavitudes del alma en el cuerpo. Podría elaborarse un amplio florilegio de frases y
sentencias, donde la hostilidad hacia la materia, el alejamiento de la mujer, la malicia de la
procreación, la pecaminosidad del acto sexual, el desprecio del matrimonio, el odio a la carne
constituirían una monótona repetición, mientras se defendían, por el contrario, las excelencias de la
continencia y la virginidad, incluso en escritores paganos.
4. Antropologías espiritualistas:
la dificultad de un equilibrio
Esta corriente negativa seguirá teniendo otras múltiples traducciones históricas. Los gnósticos de
los primeros tiempos y las tendencias maniqueas y estoicas en el ambiente grecorromano tendrán su
prolongación en otras ideologías posteriores, que comparten, en este terreno, la misma mentalidad de
fondo: una desconfianza, lejanía y miedo frente a todo lo relacionado con el cuerpo, el placer, la
sexualidad, el matrimonio, aunque las razones que han conducido hasta este desprecio hayan sido muy
diferentes. Bajo el influjo de estas ideas, el alejamiento de estas realidades aparecía como un ideal
filosófico y cristiano.
A partir de tales presupuestos, la imagen de una antropología demasiado espiritualista -sin darle a
este adjetivo ningún contenido religioso- ha estado presente en todos los tiempos. La ética que se
deducía era coherente con semejante proyecto. Una buena educación debía estar orientada a que todos
estos elementos negativos se mantuvieran alejados, lo más posible, de la vida humana.
La Iglesia, es cierto, no cayó nunca en estas doctrinas radicales y condenadas, que surgieron en
ambientes ajenos a ella. Su magisterio recoge también todas las herejías y exageraciones relativas al
sexo, al cuerpo o al matrimonio, aunque estuvieran muy extendidas y se justificaran con argumentos
espirituales. Las razones para esta condena han sido muy variadas, pues existen demostraciones de
todo tipo. Pero resulta reconfortante y consolador encontrarse con una, en concreto, que utiliza con
mucha frecuencia y constituye un rotundo mentís de cualquier pesimismo exagerado. Dios es el autor
de la sexualidad y del matrimonio y no podrá ser nunca perverso lo que ha brotado de sus manos y
ofreció como un regalo a los hombres en aquella primera aurora de la creación. La idea aparece ya en
los primeros Padres y se repite de nuevo siempre que sobre estos temas vuelve a recaer una acusación
extremista y radicalizada. A un nivel ideológico, la actitud eclesial, frente a todas las corrientes
negativas y rigoristas, ha sido clara y explícita.
Con esto, sin embargo, no hemos dicho todo. El equilibrio pretendido no se ha conservado
siempre en el centro, si tenemos en cuenta las consecuencias prácticas que muchas veces se han
derivado de su doctrina. Hoy está de moda echar en cara a la Iglesia su oscurantismo y hacerla
responsable de todos los conflictos, neurosis y represiones en este terreno. Sería absurdo negar su
influencia negativa, pero no convendría olvidar tampoco que la explicación última se halla en otros
factores ajenos a ella.
El rigorismo de las ideologías paganas en torno al placer sexual era bien significativo, como
hemos dicho. Y hubiera resultado incomprensible, y hasta escandaloso, que el cristianismo predicara
una moral más laxa y amplia que la de los filósofos paganos. Las citas y ejemplos de los autores
clásicos se utilizan con frecuencia cuando se abordan los temas sexuales. De esta manera, el
paganismo se convierte en una fuente de autoridad para fundamentar las exigencias cristianas. El
intento por evitar los peligros del sexo le ha hecho fomentar, en la práctica, una aptitud de sospecha a
veces demasiado excesiva. La historia ofrece abundantes testimonios de esta orientación.
A pesar de que el matrimonio se ha considerado siempre como un sacramento de gracia, no ha
constituido nunca un verdadero camino de santidad. El seguimiento verdadero de Cristo sólo era
posible en la opción virginal, que se consideraba como un estado superior y más perfecto. Quedaba
reservado a los que, por una u otra causa, no podían aspirar a una perfección tan sublime. La división
clásica de la moral sexual, mantenida hasta nuestros días, resultaba ya expresiva al contraponer la
castidad perfecta de los solteros con la castidad imperfecta propia de las personas casadas, como si la
cima de esta virtud estuviera reservada exclusivamente para aquéllos.
Durante mucho tiempo la entrega sexual exigía un motivo justificante, pues la simple expresión
de amor no parecía suficiente para evitar el pecado de incontinencia. La procreación y dar el débito
eran las únicas razones para permitir el uso del matrimonio, como solía decirse. Todas las demás
expresiones que no estuvieran orientadas hacia esa meta no estaban exentas por completo de pecado.
Cuando la Iglesia permitía el matrimonio a los viejos y estériles era, según algunos autores, para que
vivieran castamente, o para evitar el adulterio del cónyuge. Las prácticas cristianas, que aconsejaban
una abstinencia sexual los días de comunión o en determinadas épocas litúrgicas y festividades,
aparecían en los libros de espiritualidad y aún quedan restos de estas ideologías en ciertos ambientes.
5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado
Es verdad que todas estas posturas pudieron tener una explicación histórica y han sido ya
superadas en una ética cristiana actualizada, pero no conviene olvidar la mentalidad de fondo, que ha
provocado sus efectos negativos. Nos ha faltado una actitud de mayor transparencia, prudente sí, pero
también sin temores tan acentuados. Se querían evitar los peligros del sexo y para ello se levantaba
una muralla de silencio e ignorancia que evitaran el contacto con éste. El miedo se convertía, entonces,
en una frontera que impedía el paso por un terreno arriesgado aunque con frecuencia quedara
disfrazado bajo la máscara de una ética rigorista.
En un clima como éste, de nerviosismo y suspicacia, lógicamente la educación sexual tendía a
evitarse. Era necesario acudir a mentiras piadosas y fábulas para saciar la curiosidad normal sobre
estos temas, y el conocimiento se efectuaba a escondidas, en una atmósfera clandestina y chabacana,
como si la sexualidad fuese un coto cerrado, adonde había que entrar por la fuerza y de manera
subrepticia.
O la educación ofrecida resultaba más bien contraproducente por una sencilla razón. La primera
norma pedagógica exige que el educador esté convencido y entusiasmado de aquello que enseña. No
basta manifestar este aprecio con la palabra. Los contenidos más auténticos y eficaces son aquellos
que transmitimos sin querer, de forma inconsciente, los que descubren nuestra verdadera actitud
interior, encerrada muchas veces bajo nuestras ideas y mensajes externos y racionalizados. Aunque se
piense de una manera se puede vivir por dentro de otra, y esta vida es la que verdaderamente
comunicamos a través de un lenguaje mucho más significativo: el de nuestras reacciones afectivas. El
rubor, el miedo, las medias palabras, el cambio de conversación, el nerviosismo, la falta de
naturalidad, el pudor excesivo... como la espontaneidad artificial, el prurito de información, la
morbosidad y chabacanería... impiden que todo lo bueno que se afirme consiga su objetivo. No creo
exagerado afirmar, por ello, que en nuestros ambientes cristianos la vivencia profunda del sexo ha sido
demasiado problemática para poder transmitir una estima y aprecio equilibrado de su valor personal.
Cada uno recordará múltiples anécdotas de su historia anterior y de la que hemos vivido hasta épocas
recientes. Pero lo importante no son los hechos en sí, curiosos y superficiales en muchas ocasiones,
sino el simbolismo que todos ellos revelan: hemos temido demasiado al sexo.
Y lo curioso es que se ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía. En lugar de olvidarlo se
ha convertido en el centro del interés y de la preocupación cristiana. Mientras que nos manteníamos
insensibilizados a otros problemas éticos más urgentes e importantes, el esfuerzo religioso recaía de
ordinario sobre este tema, que se vivía con una dosis mayor de ansiedad, inquietud y culpabilidad.
Si aplicamos estos datos a la pedagogía practicada en muchos ambientes, comprenderemos cómo
hemos fomentado, sin querer y con buena voluntad, situaciones malsanas desde un punto de vista
psicológico. El deseo se rechaza por las presiones de una rígida educación, pero, al mismo tiempo, es
alimentado en su dinámica interna por esas barreras psíquicas de las medias palabras y del misterio,
que lo impulsa al descubrimiento de lo imaginado.
A veces se ha conseguido una reacción contraria, pero todavía más absurda y desastrosa: la de
poner entre paréntesis la sexualidad, marginarla de la vida, como si se tratase de un dato del que es
posible prescindir. El ideal cristiano se ponía en la búsqueda de un cierto angelismo que eliminara
todo lo relativo al mundo del sexo, incluidas las más mínimas reacciones o mecanismos instintivos. La
castidad ha sido siempre designada como la virtud angélica por excelencia. Esta denominación puede
entenderse de manera aceptable: la anarquía instintiva de la libido debe evolucionar hacia un estado de
integración y de armonía. Pero la expresión no deja de ser peligrosa porque, de hecho y en la práctica,
muchos la han traducido como un intento por suprimir la sexualidad en cualquiera de sus
manifestaciones. Y ya decía Pascal, a pesar de su rigorismo, que quien pretende vivir como un ángel
termina por convertirse en una bestia.
Un ideal de pureza que no tuviese presente esta dimensión caería en un irrealismo catastrófico,
pues el ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona e implica un mundo de fuerzas,
pulsiones, deseos, tendencias y afectos que se habrán de integrar, a través de un proceso evolutivo,
pero del que nunca se puede prescindir. La castidad no es sinónimo de continencia. Ésta puede darse
también en sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es
periférica por haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse
por otros caminos que, aunque parezcan no tener relación con la sexualidad, se disfrazan con otras
máscaras para no crear conflictos a la conciencia. La sicología ha sabido denunciar el auténtico
significado de algunas actitudes y comportamientos muy castos que estaban provocados por otros
mecanismos inconscientes.
Como constatar la realidad instintiva del sexo, con todo lo que ella supone, rompería nuestra
imagen ideal y narcisista, lo mejor es evitar esos desengaños mediante la represión de los deseos,
tendencias, impulsos, curiosidades naturales. El individuo así se cree casto, pues no experimenta
ninguna tentación, pero sólo habrá conseguido, durante el tiempo que pueda mantenerla, una pura
continencia biológica. La castidad no trata de eliminar la pasión ni el impulso, sino que busca vivirlo
de una manera adulta, madura e integrada. Es la virtud que humaniza el mismo deseo para canalizarlo
armónicamente. Y mientras no partamos de la realidad que todos llevamos, como seres sexuados, no
existe ninguna posibilidad de progreso y maduración.
6. Las antropologías permisivas:
el nacimiento de nuevos mitos
Lo que no cabe duda es que el peligro del mundo actual no es fomentar estas antropologías
rigoristas o desencarnadas. La sexualidad -por esa expectación que suscita en su misterio, junto con el
miedo que la acompaña- aparece siempre también como algo atractivo y tentador. Hay que acercarse a
ella para lograr una plena reconciliación que evite la sospecha y el desprecio de las posturas anteriores.
De una o de otra manera se ha buscado sacralizar su existencia para vivirla sin miedo, como una
realidad benéfica o positiva. Es la función que han tenido los mitos de todos los tiempos. Si el tabú
asusta y aleja, el mito hace del sexo una realidad sagrada con la que es necesario llegar a encontrarse y
vivir en perfecta armonía.
El mito relata siempre una historia sagrada que tuvo lugar en la aurora de los tiempos. Algo que
los dioses realizaron como un acontecimiento primordial. Es un mundo de arquetipos, cuyas
imitaciones quedan reflejadas en la naturaleza y en la sociedad humana. Así, la sexualidad encuentra
también un modelo en el mundo de los dioses, donde la fecundidad, el amor y el matrimonio son
funciones sagradas. La encarnación de estas realidades se manifiesta no sólo en los fenómenos de la
naturaleza, como la siembra, sino en los gestos humanos y acciones rituales que imitan los
comportamientos divinos. El ser humano se asocia a lo sagrado con esta imitación y el hecho profano
se consagra de esta manera. De ahí el sentido religioso que se descubre incluso en las orgías y en la
prostitución sagrada.
Las variaciones históricas de estas ideologías han sido también muy diversas, pero con un mismo
denominador común: defender el derecho a seguir las apetencias biológicas y naturales, a las que no se
puede renunciar sin caer en la represión; la exaltación del gozo sexual como fuente de bienestar y
alegría; la denuncia y aniquilamiento de todo obstáculo que impida la búsqueda de cualquier
satisfacción; la libertad en la utilización del propio cuerpo sin ninguna cortapisa. Frente al miedo y
oscurantismo de otras épocas, hay que recuperar la reconciliación con el sexo y el placer, que
humanizan la existencia humana. De una forma generalizada, podríamos encontrar esta mentalidad
bajo dos antropologías algo diferentes.
Las afirmaciones de los que se consideran en cabeza de este movimiento progresista son de una
claridad impresionante. Hay que liberarse de cualquier sentimiento de culpa y dar cauce a los propios
sentimientos sexuales sin necesidad de avergonzarse. La sociedad, incluso, debería ofrecer las
estructuras indispensables que favorezcan este tipo de comunicación, de acuerdo con los gustos y
apetencias de cada persona, sin que ninguna conducta llegue a condenarse como inaceptable. Sólo ha
de considerarse libre aquella sociedad en la que se acepte, sin ninguna limitación, cualquier tipo de
comportamiento.
W. Reich ha sido para muchos el símbolo de esta nueva revolución. La regulación del instinto por
la moral es algo patológico y dañino para la salud. Su primera exigencia psicológica es el rechazo de
toda norma o regla absoluta. El conflicto no se da en el fondo del psiquismo humano, como pretendía
Freud, sino entre el mundo exterior y la satisfacción de sus necesidades. La persona normal es la que
no encuentra ningún obstáculo y puede dar salida tranquilamente a estas exigencias orgiásticas,
mientras que el neurótico se siente reprimido por la familia y la sociedad. Lo único importante es
liberarlo de su esclavitud y orientarlo hacia una actividad sexual completa. Negarle a cualquier
individuo el derecho a esta satisfacción es un grave atentado contra su libertad.
Al recorrer sus páginas comprueba uno las consecuencias radicales de semejante postura. No hay
que mantener la abstinencia de ningún tipo, pues además de ser peligrosa y perjudicial para la salud,
ella misma constituye un síntoma patológico. Recomendarla a los jóvenes equivale a preparar el
terreno a una neurosis que aparecerá con posterioridad. Nadie puede reprobar el adulterio, la poligamia
o la infidelidad en el amor pues, como él mismo dice, sería tan aburrido e insoportable como
alimentarse todos los días con lo mismo. El que nunca haya mantenido una relación adúltera ni se haya
permitido otras licencias es por vivir aún amenazado por un sentimiento absurdo de culpabilidad. El
amor se convierte en un féretro cuando sobre él se quiere fundar una familia.
7. Las antropologías naturalistas
Una mentalidad parecida está presente en esta nueva orientación. Su punto de partida ahora es el
estudio del ser humano como un simple mamífero. No se acepta nada que esté fuera o por encima de la
experiencia. El interés se centra en el análisis de los componentes biológicos, los únicos que se pueden
examinar con criterios científicos, sin necesidad de recurrir a otras interpretaciones que escapan a este
único tipo de experiencia. La sexualidad humana y la de los animales están reguladas por los mismos
mecanismos automáticos, marginando los componentes afectivos y racionales que se dan en nuestra
sicología .
Todo tiene una explicación en los constitutivos genéticos y biológicos del individuo, ya que no
existe ninguna diferencia significativa en el comportamiento sexual de los diversos mamíferos.
Cualquier valoración ética no tiene cabida en este planteamiento, pues constituiría una violación de la
ciencia experimental. Así, con una pseudojustificación científica y sanitaria, se presenta una imagen de
la sexualidad despojada de contenido humano para reducirse a la descripción objetiva de los
fenómenos biológicos. Con personas que se ofrecen a este tipo de experiencias, incluso pagadas a
sueldo, se analizan los estímulos más adecuados, el tiempo de reacción orgánica, la presión sanguínea,
el número de pulsaciones en cada fase de la respuesta sexual, las condiciones que la favorecen o
dificultan, las diferencias en los mecanismos del hombre y de la mujer. La observación directa, la
encuesta y la filmación son los métodos elegidos para medir con exactitud la base fisiológica de la
conducta sexual, como condición primera e indispensable para el conocimiento de su naturaleza.
Nada hay que oponer a la información sobre estos aspectos, que resulta también necesaria y
conveniente, sino a la primacía que se les otorga como si fueran los más importantes, y al olvido de
otras dimensiones a las que no se les da mayor relieve, a pesar de que forman parte de la estructura y
sicología humana. Por otra parte, se repite con énfasis que se trata de presentar una descripción neutra
de la sexualidad para que cada uno tome después sus propias decisiones en este terreno, sin el deseo de
influir en las convicciones personales, pero ellos mismos se encargan, a partir de la antropología
presentada, de sacar sus propias conclusiones valorativas.
Cuando las exigencias fisiológicas requieren quedar satisfechas, como si se tratara de verdaderas
necesidades a las que no se debe renunciar, es lógico que los esfuerzos de una autodisciplina no sirvan
nada más que para dañar permanentemente la personalidad de un individuo; o se subraye, por citar
sólo algunos ejemplos, el carácter tonificante y enriquecedor de las relaciones extramatrimoniales para
superar el aburrimiento de una fidelidad monógama. Y es que si el ser humano es un simple mamífero,
no hay por qué regular sus demandas biológicas y naturales.
8. Los peligros de toda antropología dualista
En el fondo de todas estas antropologías apuntadas, existe un mismo punto de partida: la absoluta
separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo racional y lo
biológico. La única diferencia consiste en la valoración que se otorga a cada uno de esos elementos.
Lo que para unos tiene la primacía no cuenta apenas para los otros. En cualquiera de ellas se constata
un claro y perfecto dualismo. En unas ocasiones se despreciaba todo lo corpóreo y sexual como
indigno del ser humano para fomentar un espiritualismo descarnado, y en otras, se cae en una visión
puramente biológica y materialista, con olvido de la dimensión espiritual, como si fuese un simple
mono desnudo, según el conocido libro de D. Morris.
Si la persona está constituida por dos elementos antagónicos, como el espíritu y el cuerpo, existe
el riesgo de subrayar la supremacía de uno con el correspondiente desprecio del otro. La antropología
espiritualista, como ya aparece en la filosofía estoica, pretende liberar al alma de sus cadenas
corporales que le impiden su verdadera realización. Un esfuerzo ascético para no dejarse llevar por los
impulsos de la carne, el dominio de los sentidos, la renuncia concreta al placer sexual e, incluso, al
mismo matrimonio constituyen el mejor camino para una vida auténticamente libre y racional, sin el
lastre pesado de esos elementos materiales. El ideal por excelencia consiste en conseguir la mayor
espiritualización, al margen por completo de la sexualidad que ensucia y esclaviza.
El riesgo contrario es también una realidad. Al valorar con exceso la biología, se margina con
frecuencia el otro componente humano, para dejarse llevar por las exigencias naturales. Es el cuerpo
ahora quien debe liberarse de cualquier sometimiento a los imperativos absurdos y alienantes del
espíritu. Hay que despojarse de lo trascendente y espiritual para dedicarse a la exaltación de los
sentidos y al disfrute del placer que nos ofrece la propia anatomía humana. El culto al cuerpo se
convierte, entonces, en una nueva liturgia moderna, que rechaza cualquier otra adoración en la que él
no esté presente. Es decir, para expresarnos de una manera simbólica, de un espíritu sin sexo hemos
pasado a un sexo sin espíritu. La opción entre angelismo y zoología aparece como la única alternativa
posible.
9. Conclusión
Frente a esta doble postura extremista hay que buscar un camino intermedio, que aleje tanto de un
rigorismo inaceptable, como de una libertad que no tolera fronteras ni normas de comportamiento.
Hay que sustituir el miedo y el temor por la verdad del sexo. Es necesario, por tanto, superar las
antiguas barreras que impedían el conocimiento y la aceptación de esta dimensión tan humana. Y no
cabe duda de que el estudio científico de la sexualidad ha disipado muchas de estas ignorancias y
purificado en muchos aspectos la atmósfera que se respiraba. La sicología , en concreto, ha servido
para destrozar muchos idealismos ingenuos y para un encuentro con la realidad al desnudo, sin
máscaras que ocultan a veces comportamientos menos limpios. Por debajo de las apariencias,
conviene rastrear las zonas más oscuras de nuestro psiquismo para encontrarse también con la verdad
que no siempre aflora a la conciencia.
Todas las demás ciencias han aportado también datos de interés extraordinario para comprender
mejor la naturaleza del sexo y ayudarnos a deducir su riqueza de contenido y expresividad. El mundo
de los primitivos, el comportamiento de los animales, los datos sociológicos, los conocimientos
actuales de la medicina, los mecanismos de la biología, las enseñanzas de la historia, las diferentes
ideologías filosóficas constituyen diversas aportaciones, entre otras, que iluminan y enriquecen nuestra
visión actual. El que se quiera engañar o permanecer ignorante no será ya por falta de medios y
posibilidades. Podríamos decir que hemos llegado definitivamente al fin de una clandestinidad, en la
que el sexo estaba prisionero y oculto, como si fuera un peligroso delincuente, y sólo así pudiera
evitarse la amenaza de su liberación.
Este acercamiento progresivo a la verdad no será nunca un obstáculo ni una amenaza a la ética
cristiana, sino una ayuda necesaria a su mejoramiento y perfección. Pero tampoco hay que dejarse
seducir por los mitos actuales, como si la sexualidad fuera un simple fenómeno zoológico o una forma
vulgar de entretenimiento y diversión. Hoy más que nunca, la literatura de información sexual se ha
multiplicado y está al alcance de todos. No tenemos nada en contra de este conocimiento mayor que
evite las ignorancias de otros tiempos. Lo que resulta desolador es recorrer tantas páginas escritas en
las que el sexo es pura anatomía, mera función biológica.
Un mecanismo anónimo y despersonalizado, donde el psiquismo queda sustituido por la simple
zoología.
Sería lamentable que, como personas y como creyentes, no tuviéramos un mensaje que ofrecer
para evitar los extremismos de uno u otro signo. La sexualidad requiere una educación para poder
vivirla como expresión y lenguaje humano. Por ello, es imposible estar de acuerdo con las múltiples
manifestaciones deshumanizantes que se observan con tanta frecuencia, aunque la forma mejor de
iluminar el camino no sea tampoco el recuerdo impositivo y autoritario de la ley. Es necesario, ante
todo, descubrir los valores que en ella se encierran desde una visión humana y sobrenatural. Las
exigencias que de ahí dimanen orientarán la manera de realizarnos, como personas humanas y como
hijos de Dios, en esta zona de nuestra existencia. El primer paso será, pues, acercarnos al significado y
simbolismo de la sexualidad humana, como punto de partida para una fundamentación de la moral.

BIBLIOGRAFÍA
DE MIGUEL,

A., La España de nuestros abuelos. Historia íntima de una época, Madrid, Espasa, 1996.

DOMÍNGUEZ MORANO,
DOMÍNGUEZ MORANO,

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CAPITULO 2
Valor simbólico de la sexualidad humana

1. Más allá de todo dualismo
Ya hemos insistido en que todo intento de acercarse al ser humano desde una óptica dualista se
encuentra condenado al fracaso, por el peligro de caer en cualquiera de los extremismos apuntados con
anterioridad. La persona aparece, entonces, como ángel o como bestia según la dimensión que se haya
acentuado. Cuando se elimina el sentido psicológico y trascendente de la materia, o se olvida la
condición encarnada del espíritu, no queda otra alternativa que darle un carácter demasiado animal o
excesivamente angélico. Y entre ese reduccionismo biológico y el idealismo ingenuo, se desliza el ser
humano de cada día.
Una antropología con estos presupuestos está viciada desde sus raíces para captar el sentido y la
dignidad de la materia, del cuerpo y de la sexualidad. Lo corpóreo constituye la parte sombría de la
existencia, en la que el alma se siente prisionera y condenada a vivir escondida como en su propia
tumba. O las meras exigencias biológicas prevalecen de tal manera, que lo humano ya no tiene cabida
ni merece alguna consideración.
La materia y el espíritu -aunque entendidos de formas diferentes han sido siempre considerados
como los principios constitutivos de cada persona. La mutua relación existente entre ambos, sin
embargo, no se ha explicado de una misma manera. Sin entrar ahora en el análisis de otras
interpretaciones, quisiéramos insistir en la que nos parece más conveniente y eficaz. Desde la intuición
clásica de santo Tomás sobre el alma como forma del cuerpo, hasta las más modernas reflexiones con
sus variados matices, se insiste en una tonalidad de fondo común, que se caracteriza por su oposición a
toda clase de dualismo.
Si hay algo que especifica al ser humano es su unidad misteriosa y profunda. Es una totalidad que
no está compuesta por dos principios, como si se tratara de una simple combinación química de
elementos para dar una nueva reacción. La teoría hilemórfica -composición de materia y forma- ha
podido inducir en ocasiones a una excesiva separación, sobre todo cuando en el pensamiento cristiano
se traducía bajo los nombres de cuerpo y alma. Ésta, como sustancia espiritual, era inmortal e
incorruptible, a pesar de su vinculación con la materia, destinada a desaparecer. El dualismo aparecía
de nuevo con todas sus lamentables consecuencias. El espíritu humano tendría, entonces, un cuerpo en
el que se injerta y permanece como algo distinto de la simple materia. Sería como un ángel venido a
menos, como una libertad encadenada, como una luz sumergida en la opacidad. El dualismo griego
tuvo, sin duda, una fuerte influencia para acentuar la oposición entre la carne y el espíritu, que
fomentó el rigorismo ascético y un desprecio del cuerpo.
2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano
Sin embargo, la clásica teoría hilemórfica da pie para una visión mucho más unitaria y profunda
de lo que aparece en estas expresiones de tipo platónico, que resultaban populares por su
esquematismo y sencillez. La forma que configura a una estatua de mármol no es una realidad distinta
a la materia con la que está construida. Nunca podría existir si no es bajo una figura determinada,
aunque fuera en su estadio más primitivo e informe. Ella es la que hace posible su conocimiento y
diferenciación. Algo análogo acontece en las estructuras humanas. Hablar del alma como forma del
cuerpo es decir de otra manera que nuestra corporalidad es algo singular y diferente a cualquier otra
materia animada. Todo humanismo que no haga de la persona una simple realidad biológica, tendrá
que admitir ese plus, aunque se le designe con términos diferentes, que la convierte en una realidad
superior y cualitativamente distinta. Una forma de existir que se caracteriza por la profunda unidad
entra las dos dimensiones de su ser.
La experiencia personal nos lleva al convencimiento inmediato de que el sujeto de todas las
operaciones espirituales y corporales es la persona humana. El mismo que piensa, ama, comprende y
desea es el que siente el dolor y el hambre, contempla el paisaje o escucha la música. No existen
principios diferentes para cada una de nuestras actividades. Lo que llamamos cuerpo y alma no son,
pues, dos realidades distintas que se dan en nuestro ser, ni dos estratos o niveles que pudieran limitarse
en su interior. Tenemos una dimensión que nos eleva por encima de la materia inorgánica, de las
plantas y de los animales, pero esa fuerza trascendente, que muchas veces designamos como alma, no
tiene nada que ver con el mundo de los espíritus puros. El nuestro, a diferencia del angélico, se
encuentra todo él transido por la corporalidad. No es como el conductor de un automóvil, el jinete que
domina al caballo o el marino que conduce la embarcación, sino como la forma, según hemos dicho,
que configura una imagen: no puede existir sin una íntima fusión con la materia. Su tarea consiste en
integrar los múltiples elementos de ésta y darles una permanencia, en medio de los cambios y
evoluciones que experimente, aunque ella pueda tener una subsistencia posterior de la que nos habla la
revelación.
Tal vez el nombre de alma resulta insostenible para algunos, pero el lenguaje que otras muchas
concepciones modernas utilizan en la explicación del ser viviente -principio vital, entelequia, idea
directriz o inmanente y, sobre todo, el término "estructura" empleado por los mismos mecanicistasapunta a esta misma finalidad.
Por ello, no es exacta la afirmación de que el ser humano tiene un cuerpo. La categoría del tener
no es aplicable en este ámbito de la corporalidad. Habría más bien que decir que el hombre y la mujer
son seres corpóreos, espíritus encarnados que actúan y se manifiestan en todas sus expresiones
somáticas. La única posibilidad de revelarse, de entrar en comunión con los demás, de expresar su
propia palabra, tiene que efectuarse mediante un gesto corporal. Hasta las realizaciones más sublimes
del pensamiento están marcadas por este sello, sin poder nunca renunciar a esta fusión con la materia.
Sólo es capaz de actuar cuando está comprometido el cuerpo y encuentra en él su apoyo y
expresividad.
Lo que vulgarmente designamos como cuerpo humano no es uno de los elementos, sino el
resultado de esa misteriosa unión, donde el alma ya se encuentra incluida. Su ausencia haría de esa
realidad un simple cadáver, un montón de materia disgregada. No existe, pues, dualidad entre el alma
y el cuerpo, ya que al adjetivarlos como humanos estamos diciendo que se trata de un alma encarnada
o de un cuerpo animado, que es exactamente lo mismo. En esta antropología, vivir corporalmente no
constituye para el alma una especie de castigo, rebajamiento o humillación, sino la plenitud de todas
sus posibilidades. Al ser un espíritu carnal, necesita constantemente de la materia para realizar
cualquiera de sus funciones.
3. Simbolismo y expresividad del cuerpo
Por esto la totalidad del cuerpo humano se nos manifiesta también, por otra parte, como una
realidad radicalmente distinta de cualquier otro fenómeno viviente. Nuestras estructuras corpóreas
tienen una cierta analogía cuando las comparamos con las del mundo animal, por ejemplo. Muchos
mecanismos y reacciones poseen un parecido orgánico con las que observamos en otros animales e
incluso en los seres animados. Desde este punto de vista, pueden ser objeto de estudio para el zoólogo,
el físico, el cirujano o el investigador, que se quedan en el análisis de tales peculiaridades externas.
Esta dimensión orgánica, sin embargo, no agota el significado de la corporalidad cuando la
adjetivamos como humana. El cuerpo no es un simple elemento de la persona. Es el mismo ser
humano quien se revela y comunica a través de esas estructuras. De ahí que su expresividad más
profunda no logre descubrirse, si leemos sólo el mensaje de su anatomía o de las leyes biológicas que
lo determinan.
Un médico podrá indicar la terapia más adecuada para una infección ocular o el método más
conveniente para una fractura en la mano, pues cuando observa el ojo o el brazo del paciente no tiene
otro objetivo que la curación de tales órganos para que puedan cumplir con una determinada función:
la de ver lo mejor posible y poder utilizarla sin otras limitaciones. Los conocimientos necesarios e
imprescindibles en el cumplimiento de su misión los habrá aprendido en las clases, libros, hospitales y
laboratorios. Pero un estudiante que conozca sólo la anatomía de estos órganos no podrá comprender
sin más su auténtico significado hasta que no se enfrente con unos ojos llenos de ternura o sienta el
cariño de una caricia. Y es que la mirada y la mano humana no sirven sólo para ver o tocar. Son
acciones simbólicas que nos llevan al conocimiento de una dimensión más profunda o sirven para
hacerla presente y manifestarla: el cariño que estaba oculto por dentro, en el fondo del corazón.
El cuerpo queda de esta manera elevado a una categoría humana, henchido de un simbolismo
impresionante, pues hace efectiva una relación personal, sostiene y condiciona la posibilidad de todo
encuentro y comunicación. Cualquier expresión corporal aparece de repente iluminada cuando se hace
lenguaje y palabra para la revelación de aquel mensaje que se quiere comunicar. Es la ventana por
donde el espíritu se asoma hacia fuera, el sendero que utiliza cuando desea acercarse hasta las puertas
de cualquier otro ser, la palabra que posibilita un encuentro. Su tarea no consiste principalmente en
realizar unas funciones biológicas, indispensables sin duda para la propia existencia, sino en servir,
sobre todo, para cumplir con esta otra tarea: la de ser epifanía de nuestro interior personal, palabra y
lenguaje que posibilita la comunión con los otros.
Por eso la presencia silenciosa de dos cuerpos-almas humanas puede convertirse sin más en un
diálogo significativo y con la simple mirada puede darse, a veces, una comunicación mucho más
profunda que con la misma conversación. Como un verdadero sacramento, simboliza y hace presente
lo que de otra forma no se podría conocer, ni llegaría a existir. Su miseria, como su grandeza y
dignidad, no radica en las limitaciones o en las complejidades maravillosas de sus mecanismos, sino
en la calidad o bajeza del mensaje que se quiera transmitir. Es la voz que resuena para despertar un
diálogo y crear compañía o para descubrir el desprecio y odio que se experimenta. Por el momento no
necesitamos más. Sólo hemos querido subrayar esta dimensión comunicativa para caer en la cuenta,
desde el principio, de que lo corporal tiene un sentido transcendente, de apertura y revelación, más allá
de un enfoque simplemente biológico. El cuerpo humano es algo más que un conjunto anatómico de
células vivientes.
4. Hombre y mujer:
dos estilos de vida diferentes
Ahora bien, esta corporalidad aparece bajo una doble manifestación en el ser humano. El hombre y
la mujer constituyen las dos únicas maneras de vivir en el cuerpo, cada uno con su estilo peculiar y
con unas características básicas diferentes. Estas diferencias sexuales no radican tampoco
exclusivamente en una determinada anatomía. Sus raíces primeras tienen un fundamento biológico en
la diversidad de los cromosomas sexuales, que influyen en la formación de la glándula genital (sexo
gonádico), encargada de producir las hormonas correspondientes para la formación de los caracteres
secundarios de cada sexo. Pero por encima de ella encontramos también una tonalidad especial, que
reviste a cada uno con una nota específica. El espíritu se encarna en un cuerpo, que necesariamente
tiene que ser masculino o femenino y, por esa permeabilidad absoluta de la que antes hablábamos, la
totalidad entera de la persona, desde sus estratos genéticos hasta las expresiones más anímicas, se
siente transido por una singular peculiaridad.
La sexualidad adquiere así un contenido mucho más extenso que en épocas anteriores, donde
quedaba reducida al ámbito de lo exclusivamente genital. Ella designa las características que
determinan y condicionan nuestra forma de ser masculina o femenina. Es una exigencia enraizada en
lo más profundo de la persona humana. Sólo podemos vivir como hombres o como mujeres. Y el
diálogo que surge de la relación entre ambos no tiene, ni puede tener, el mismo significado que el
mantenido con las personas de idéntico sexo. En el primer caso, existe una llamada recíproca, que no
se da en el otro, como consecuencia de la bisexualidad humana en todos los niveles. En este sentido, el
simple hecho de nuestra existencia nos hace diferentes y complementarios hasta convertir cualquier
comunicación en un encuentro sexuado.
Negar esto supondría un error pedagógico lamentable, ya que nadie puede prescindir de esta
dimensión. La meta educativa se centra en que el niño llegue a vivir con plenitud su destino de hombre
o mujer, en el que se enmarcan todos los demás componentes psicológicos, afectivos y espirituales de
la persona, que especifican y diferencian el género de cada ser.
La genitalidad, por el contrario, hace referencia a la base biológica y reproductora del sexo y al
ejercicio, por tanto, de los órganos adecuados para esta finalidad. A su esfera pertenecen todas
aquellas actividades que mantienen una vinculación más o menos cercana con la función sexual en su
sentido estricto. Será siempre una forma concreta de vivir la relación sexual, pero no la única ni
tampoco la más frecuente y necesaria. Estas dos dimensiones de la misma persona se hallan a veces
vinculadas, aunque en otros muchos momentos no tenga por qué darse esa identificación.
Que hombre y mujer mantengan una relación psíquica, complementaria y enriquecedora, no
supone introducir ahora ningún otro elemento que haga referencia a la genitalidad. Es más, un síntoma
de armonía e integración radica en el hecho de que, aunque esta comunicación sea atractiva,
gratificante y enriquecedora, no despierta de inmediato otras resonancias, ni se busca con ella
intimidades que pertenecen a la otra esfera.
5. La nostalgia de un encuentro:
entre la naturaleza y la cultura
A lo largo de todos los tiempos, se ha constatado la llamada recíproca y mutua entre estas dos
formas de existir y comportarse. Hombre y mujer se sienten invitados a un diálogo humano, como si
buscasen una complementación ulterior que sólo puede alcanzar el uno frente al otro. La explicación
de este hecho la encontramos ya en el mito conocido de la media naranja, tal y como Platón lo
descubre en El banquete. Cuando Júpiter, temeroso del poder que iba adquiriendo el ser humano,
quiere debilitarlo en su fortaleza casi divina, lo parte por la mitad para destrozar su fuerza. Desde
entonces cada una camina con la ilusión de un nuevo encuentro, en busca de aquella unidad primera y
con la ilusión de recuperar la superioridad perdida. La descripción es significativa para interpretar una
vivencia común. La mujer sólo puede descubrirse como tal ante la mirada complementaria del hombre,
y el hombre sólo llega también a conocerse cuando se sitúa delante de la mujer. Por ello permanece
oculta la nostalgia de una mayor sintonía, que se despierta y explícita en ese deseo mutuo por el que se
sienten atraídos. Negar esta llamada sería una nueva forma de represión o ingenuidad.
Es cierto que esta polarización de los sexos ha sido elaborada, en gran parte, por la cultura
dominante y nadie podrá negar tampoco que semejante cultura contenía un marcado carácter machista.
Esto significa, sin duda, que la imagen del eterno femenino no responde en muchos puntos a ningún
dato objetivo y realista, sino a otros intereses ocultos del hombre como dominador. Los datos de la
naturaleza han sido analizados desde ópticas interesadas, en las que la mujer ha representado, con
mucha frecuencia, un papel inferior, negativo y subordinado. Hasta los mismos presupuestos
científicos, que han permanecido vigentes durante mucho tiempo, la consideraban como un ser
imperfecto, que se ha quedado a medio camino, sin alcanzar el grado pleno de evolución y desarrollo
propio del hombre. Por eso, las críticas de muchos contra estas falsificaciones han estado, sin duda,
fundamentadas, aunque ahora no entremos en el estudio de esta problemática.
Superar los prejuicios colectivos inconscientes y las imágenes estereotipadas que persisten sobre
el tema no es trabajo a corto plazo. Tanto en la sociedad civil como en la eclesiástica se requieren
nuevas convicciones y actitudes, que impulsen a una mentalidad práctica de signo diferente. A pesar
de las declaraciones y denuncias teóricas, queda aún mucho camino que recorrer para que las ideas se
traduzcan también a la vida concreta. Decir que existe reciprocidad y complemento no significa, pues,
que los contornos de la masculinidad y feminidad estén dibujados con exactitud y justicia.
Que la antropología anterior haya absolutizado la visión masculina con evidentes exageraciones
no supone, sin embargo, que todos los intentos por precisar esas características hayan sido una pura
ilusión. Aunque no sea posible trazar una frontera definida entre los datos culturales y los ofrecidos
por la naturaleza, la alteridad y peculiaridades del hombre y de la mujer son de alguna manera
irreductibles. A las diferencias biológicas y corporales corresponden otras anímicas, aunque el medio
ambiente y la presión social acentúen, eliminen o impongan ciertos patrones de conducta. Es más, me
atrevería a decir que lo más importante no es descubrir los diversos tipos de factores que la han
determinado, sino constatar el valor y la función que encierran. En todas las culturas ha existido
siempre una división de tareas entre ambos sexos, aunque se haya repartido de forma diferente. Ser
hombre y ser mujer no son accidentes del ser humano, sino que pertenecen inseparablemente a su
esencia. Por eso los psicólogos insisten en la necesidad de esta polarización, aun en la hipótesis de que
la tipología de cada uno surgiera exclusivamente de unos condicionamientos culturales. Si no tuviese
ninguna otra explicación, habría que aceptarla de todas formas como un fenómeno de enorme valor
positivo. No es preciso eliminar su existencia, sino la desigualdad, la alienación y el machismo que
tantas veces le ha acompañado.
6. La metáfora del cuerpo:
el diálogo entre hombre y mujer
Lo que ahora nos interesa, al margen de todas las discusiones que puedan darse, es descubrir el
sentido humano de esta alteridad. Si el cuerpo es la gran metáfora del hombre, sería absurdo quedarse
en la pura literalidad de esa palabra, sin llegar a comprender la riqueza de su lenguaje simbólico.
Cuando el eros se despierta, incluso dentro de una tendencia homófila, provoca una irradiación
psíquica agradable, que orienta hacia el punto de atracción. Los elementos constitutivos de ese
impulso encierran una dinámica de cercanía y encuentro, pero aquí tampoco es lícita una postura
superficial frente a este fenómeno.
El símbolo, como el icono, alcanzan su grandeza no por lo que ellos son, sino por el mensaje que
encierran, por su función mediadora que abre a otra dimensión oculta y trascendente. Aunque se
admire la belleza de una expresión o de una figura, su valor más auténtico radica en el contenido que
nos manifiesta. El que se pone de rodillas delante de una madera pintada, por mucha hermosura que
encierre, no es para convertirla en un ídolo, sino para abrirse a la experiencia sagrada que nos ofrece,
para entrar en contacto con una realidad hacia la que nos acerca a través de su mediación.
También el cuerpo, como hemos dicho, es lenguaje, epifanía, comunicación, el único sendero por
el que podemos acercarnos a la otra persona y el único camino por el que ella puede responder a mi
llamada. En este carácter mediático se encierra toda su riqueza. No es una simple realidad biológica,
una mera fuente de placer, una imagen que admira y seduce, sino un símbolo que descubre al ser que
lo habita y dignifica. El riesgo que existe es el de quedar seducidos por el encanto y la atracción que
también nos brinda, sin llegar hasta el interior de la persona que con él se nos comunica y manifiesta.
La seducción del sexo no es para permanecer en su epidermis gustosa, sino para entrar en diálogo con
otra persona. Cuando la atención se centra en lo simplemente biológico supone romper por completo
su simbolismo, como el idólatra que convierte en dios a un pedazo de madera.
Son muchas las formas de convertir la tensión recíproca en una búsqueda interesada, con una
dosis profunda de egoísmo, donde el lenguaje pierde todo su contenido humano y enriquecedor. El
diálogo se convierte en una palabra inexpresiva y hasta grosera, porque no hay nada profundo que
comunicar. Cualquier acercamiento se produce por una simple necesidad. Tanto el cuerpo como la
presencia del otro vienen a llenar un vacío. Se anhela y enaltece, porque gratifica, complementa, gusta
o entretiene. Todo menos caer en la cuenta de que lo humano de esta relación exige un mensaje
interpersonal. El otro permanece ignorado para utilizar solamente lo más secundario de su ser.
Cuando el encuentro sexual, en este sentido amplio del que ahora hablamos, se reduce a la
superficie, permanece cautivo de las manifestaciones más externas y secundarias o no termina, más
allá de las apariencias, en el interior de la otra persona, la sexualidad humana ha muerto. Hemos
matado lo único que la vivifica y se ha postergado a un nivel radicalmente distinto e inferior. En la
novela La condición humana, A. Mairaux pone en boca de una chica, cuando sufría la amenaza de la
violación, una frase que nunca debería olvidarse en este campo: "Yo soy también el cuerpo que tú
quieres que sea solamente". Y ya dijimos que, cuando del cuerpo se elimina el espíritu, sólo resta un
pedazo de carne.
Todavía existe un paso ulterior, en el que el hombre y la mujer alcanzan una comunión más honda
y vinculante, a través de la genitalidad. El impulso sexual lleva, en ocasiones, hasta el abrazo de los
cuerpos como la meta final de todo un proceso evolutivo. ¿Qué significado reviste este gesto corporal?
¿Cuál es el simbolismo y la finalidad que manifiesta?
7. La dimensión genital
La conducta instintiva es una forma de comportamiento innata, sin necesidad de ningún
aprendizaje, que aparece como la respuesta del organismo ante un estímulo específico. El gesto de
mamar por parte del niño desde su nacimiento o el picoteo del ave al salir del cascarón son ya una
reacción de ese tipo. Los mecanismos del impulso genital tienen una estructura biológica bastante
parecida a la de cualquier otro instinto, y los múltiples elementos que entran en juego para ponerlos en
movimiento son semejantes en casi todas las especies. Todos ellos poseen una teleología hacia el
apareamiento en los animales y la entrega corporal en el ser humano.
Hablar, sin embargo, de la pulsión sexual como si se tratara de un fenómeno idéntico al instinto de
los animales, sería un lamentable error, pues la orientación y sentido de la sexualidad animal no
pueden identificarse con la humana, aunque existan ciertos elementos comunes. Si queremos descubrir
su valor específico, hay que partir de la radical diferencia entre el comportamiento de la persona y las
reacciones que se observan en otros niveles inferiores de la vida.
Al observar la conducta sexual del animal, se constata de inmediato su evidente finalidad
procreadora. El mecanismo interno de los ciclos del estro depende de las diferentes hormonas que lo
despiertan y estimulan, pero sólo tiene lugar en aquellos momentos en que la fecundación se hace
posible. El hecho indica un marcado carácter fecundo. La concepción constituye siempre el término
final del apareamiento, ya que la sexualidad no parece tener otra meta, al menos a primera vista, y
queda perfectamente regulada por la fisiología de su ciclo. Cuando la parada no se efectúa durante el
tiempo de la ovulación, existen mecanismos accesorios para la guarda y retención del esperma, a fin
de obtener con posterioridad el único objetivo: la reproducción y subsistencia de la especie.
La misma limitación de la prole se realiza de una forma natural y espontánea, en función de otras
circunstancias que la etología moderna ha podido conocer y examinar con mayor precisión. Cuando
las crías, por ejemplo, resultan inaceptables por la densidad excesiva del espacio vital, el impulso
genésico se apaga e imposibilita nuevos nacimientos. La demografía queda así regulada por un
descenso del instinto sexual. En este sentido puede decirse que el sexo, en el mundo de los animales,
encierra una teleología armoniosa para conseguir su destino procreador.
8. El destino procreador:
un horizonte incompleto
A medida que se avanza hacia los primates, se comienza a constatar un uso del sexo, que excede
a las necesidades de la reproducción. Este fenómeno alcanza en el hombre una evidencia completa.
Existe una desarmonía profunda entre la búsqueda de la procreación y el deseo que invita y estimula al
encuentro de la pareja. Cuando la fecundidad no es posible -períodos agenésicos normales, época de
embarazo, lactancia o menopausia-, la llamada sexual puede levantar su voz. Aquí se da, en
contraposición a lo observado en los animales, una escasa fertilidad, pero unida a una atracción
genésica permanente. El hombre busca la entrega corporal fuera de los tiempos fecundos y el índice de
su dimensión procreadora se revela, por el contrario, muy pequeño en relación con el ejercicio de su
sexualidad. Ésta aparece como un lujo inútil y exuberante, como una abundancia superflua, si su
destino exclusivo fuera la función reproductora. ¿Cuál es, entonces, el sentido pleno que encierra?
Es cierto que el estudio y análisis de todo su complejo maravilloso, desde cualquier perspectiva
que se examine, nos confirman su ineludible orientación hacia la fecundidad. Excluir que el hijo está
completamente dentro de su horizonte sería cerrar los ojos a una realidad que se impone por sí misma.
Todo el proceso gonádico, hormonal, anatómico y psicológico, en sus diferentes etapas y reacciones,
está programado para que esta finalidad pueda alcanzarse, y en sus mismas estructuras biológicas
aparece escrito con evidencia este mensaje, que no se debe ocultar o reducir al silencio. La respuesta
sexual humana está tejida por una serie de mecanismos fisiológicos que preparan a la pareja para que
cumpla con su función procreadora.
El ser humano, cuando se deja conducir por los datos que detecta en su naturaleza, llega sin
dificultades a esta conclusión. De la misma manera que el ojo es un órgano que sirve para ver o el oído
posibilita la captación de sonidos, la sexualidad tiene como destino y tarea la procreación. En todas las
épocas y culturas, aun cuando los otros aspectos se mantuvieran más en el olvido, este otro permanecía
firme e inalterable. El hijo aparecía siempre como una consecuencia posible de todo el proceso. Decir,
sin embargo, que posee esa orientación no significa que haya de realizarse en cada gesto, lo mismo
que se puede dejar de ver o escuchar aquello que no interesa, aunque cada sentido esté destinado para
cumplir con una determinada función.
Pero de igual modo que no podemos negar esta dimensión, tampoco es lícito limitarse a ella,
como si agotara por completo todo su significado. Habría que insistir de nuevo en el simbolismo de la
corporalidad como lenguaje de una comunicación más humana y personalista. Una reducción de este
tipo imposibilitaría comprender el auténtico valor de la sexualidad, de la misma manera que las
expresiones de un rostro no sirven sólo para distinguir en un fichero a los diferentes individuos. Es
Eduardo López Azpitarte. Amor sexualidad y matrimonio
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Eduardo López Azpitarte. Amor sexualidad y matrimonio

  • 1. AMOR, SEXUALIDAD Y MATRIMONIO Para una fundamentación de la ética cristiana Eduardo López Azpitarte sj. Editado en papel por: San Benito, Buenos Aires 2004
  • 2. ÍNDICE Introducción 1. La situación actual 2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad 3. Tolerancia civil e influjos ambientales 4. El riesgo de una doble amenaza: resignación y silencio 5. El peligro de una moral autoritaria 6. La necesidad de una renovación 7. Las ambigüedades de un planteamiento 8. Hacia una sexualidad 9. Conclusión BIBLIOGRAFÍA Capítulo 1: Antropologías sexuales 1. La moral como exigencia antropológica 2. La búsqueda de un sentido: paradoja y ambivalencia de la sexualidad 3. Antropologías rigoristas: recelo y desconfianza hacia lo corporal 4. Antropologías espiritualistas: la dificultad de un equilibrio 5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado 6. Las antropologías permisivas: el nacimiento de nuevos mitos 7. Las antropologías naturalistas 8. Los peligros de toda antropología dualista 9. Conclusión BIBLIOGRAFÍA Capítulo 2: Valor simbólico de la sexualidad humana 1. Más allá de todo dualismo 2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano 3. Simbolismo y expresividad del cuerpo 4. Hombre y mujer: dos estilos de vida diferentes 5. La nostalgia de un encuentro: entre la naturaleza y la cultura 6. La metáfora del cuerpo: el diálogo entre hombre y mujer 7. La dimensión genital 8. El destino procreador: un horizonte incompleto 9. Dimensiones psicológicas en la conducta de los animales 10. Riqueza afectiva de la sexualidad humana 11. Cariño y fecundidad: relaciones mutuas 12. La opción por el amor 13. La ambigüedad del placer: entre el sueño y la realidad 14. Densidad y límites de la experiencia afectiva 15. Conclusión BIBLIOGRAFÍA Capítulo 3: Visión bíblica de la sexualidad 1. Sentido de la reflexión 2. Antropología unitaria 3. La consagración de la sexualidad humana 4. Los relatos fundamentales del Génesis: la dimensión procreadora 5. La dimensión unitiva: el gran regalo de Dios 6. La fecundidad en la Biblia: diferentes motivaciones 7. El matrimonio como símbolo e imagen de la alianza 8. Las enseñanzas de los profetas: Oseas o el testimonio de una vida 9. La imagen del adulterio en Jeremías 10. La alegoría de Ezequiel y los cantos de Isaías 11. El simbolismo profetice 12. Principales características de los libros sapienciales 13. Un evangelio del amor: el Cantar de los Cantares 14. La tragedia del pecado 15. Orientaciones generales del Nuevo Testamento 16. Carácter sagrado y personalista de la relación sexual
  • 3. 17. Un antagonismo en el hombre: la carne y el espíritu 18. La glorificación del cuerpo en el mensaje cristiano BIBLIOGRAFÍA Capítulo 4: Fundamentación de la ética sexual 1. Necesidad de una ética: radical insuficiencia del instinto 2. Exigencias psicológicas para una maduración humana 3. Los límites de la moral tradicional 4. La experiencia amorosa: un nuevo punto de partida 5. La necesidad de una purificación progresiva 6. Renuncia a la plenitud infantil 7. La gratuidad de la experiencia afectiva 8. Totalidad de la entrega 9. La apertura amorosa hacia los demás 10. Hacia una fidelidad definitiva 11. Entre la utopía y el realismo BIBLIOGRAFÍA Capítulo 5: Exigencias básicas de la moral sexual 1. Concretizaciones del amor 2. Maduración personal de la libido 3. Determinismo animal y responsabilidad humana 4. Valor interpersonal del erotismo 5. La degradación del erotismo 6. Significado del pudor sexual 7. La regulación del impulso genital 8. Dimensión social de la sexualidad 9. La imagen social de la sexualidad 10. JO. La valoración ética del pecado sexual 11. Las nuevas matizaciones 12. Entre el fariseísmo y la culpabilidad excesiva BIBLIOGRAFÍA Capítulo 6: Estados intersexuales y cambio de sexo 1. La existencia de ciertas patologías 2. Del sexo cromosómico a la alteridad sexual 3. Patologías genéticas y hormonales 4. Otras disfunciones sexuales 5. Hacia una valoración ética 6. La transexualidad: una doble explicación etiológica 7. La ilicitud de una intervención: primacía de los datos biológicos 8. Tolerancia de una adecuación: importancia de la sicología 9. El matrimonio de los transexuales: diferentes situaciones BIBLIOGRAFÍA Capítulo 7: La masturbación 1. Entre la obsesión y la trivialidad 2. La complejidad de un hecho: diferentes significados 3. El descubrimiento de un mundo nuevo 4. Etapa evolutiva hacia una integración personal 5. Otros factores posteriores: diferentes significados 6. Los datos bíblicos y tradicionales 7. Presupuestos para una fundamentación: valoración objetiva 8. La culpabilidad subjetiva: dificultades para una exacta valoración 9. Orientaciones pastorales: necesidad de una evolución progresiva 10. Visión optimista y evangélica 11. Hacia las motivaciones más profundas BIBLIOGRAFÍA Capítulo 8: La homosexualidad
  • 4. 1. Un rigorismo sociológico 2. Razones psicológicas para este rechazo 3. Naturaleza de la inclinación homosexual 4. Otros factores personales 5. La génesis de la homosexualidad 6. Un presupuesto discutido: ¿qué tendencia tiene la sexualidad? 7. La valoración objetiva 8. La valoración personal: nuevas perspectivas 9. La posibilidad de una superación 10. En camino hacia un ideal 11. Orientaciones pastorales 12. Las relaciones afectivas 13. La reforma de la legislación BIBLIOGRAFÍA Capítulo 9: La institucionalización del amor 1. Nueva situación sociológica 2. La urgencia del cariño conyugal 3. Simbolismo de la entrega conyugal 4. La privatización del matrimonio 5. Primacía de lo afectivo sobre lo institucional 6. Dos aspectos complementarios 7. La dimensión social y comunitaria de la conyugalidad 8. El derecho: defensa de la conyugalidad y garantía de permanencia 9. Una invitación a superarse 10. El miedo a un compromiso definitivo 11. Reflexiones previas para una fundamentación ética 12. Verificación y autentificación del amor 13. Una doble obligación: la castidad y el orden jurídico 14. Las razones de una condena 15. Conclusión BIBLIOGRAFÍA Capítulo 10: La ética matrimonial 1. Dimensión amorosa y procreadora 2. La doctrina actual de la Iglesia 3. La nueva situación sociológica 4. Los documentos más recientes de la Iglesia 5. Tendencias innovadoras 6. Los documentos de la Comisión pontificia 7. Publicación de la Humanae vitae 8. Los planteamientos del Sínodo sobre la familia 9. Carácter profetice de la encíclica 10. La fundamentación teológica 11. Ayuda a los mecanismos de la naturaleza 12. La esterilización indirecta 13. Interpretación personalista de la terapia 14. Situaciones conflictivas 15. Los diversos valores de la ética matrimonial 16. La opción por el valor preferente 17. El problema de la esterilización 18. Las intervenciones de Juan Pablo II BIBLIOGRAFÍA Capítulo 11: Conflictos matrimoniales 1. La crisis de la fidelidad 2. La fidelidad al servicio de un valor 3. El valor de la decisión definitiva 4. Entre el inmovilismo y la novedad 5. La historia que comienza
  • 5. 6. La fragilidad del enamoramiento 7. Las primeras sombras del paisaje 8. El juego de las renuncias 9. La tentación de la huida 10. El adulterio: una experiencia traumática e idealizada 11. Hacia una posible reconciliación 12. El difícil arte de amarse a sí mismo 13. El amor de la despedida BIBLIOGRAFÍA Capítulo 12: Situaciones irregulares 1. El matrimonio civil de los bautizados 2. La separación de los cónyuges 3. Los divorciados vueltos a casar 4. Planteamiento de la Familiaris consortio 5. Un significativo avance pastoral 6. Posibilidad de una interpretación 7. La tolerancia civil del divorcio 8. Exigencias religiosas y obligación civil 9. Los peligros de una legislación tolerante 10. La estabilidad del matrimonio 11. La aplicación concreta de los principios 12. Las parejas de hecho BIBLIOGRAFÍA Capítulo 13: El celibato religioso 1. La realidad del celibato: dificultades actuales 2. Interrogantes actuales 3. Motivaciones históricas 4. Justificación humana del celibato 5. Eunucos por Jesús y su Reino 6. La dimensión escatológica 7. Nuevos simbolismos humanos 8. El descubrimiento de un carisma 9. Virginidad y matrimonio 10. Constatación de una realidad 11. Ambigüedad de una renuncia afectiva 12. Un resto que no se resigna 13. Los caminos para la maduración: una triple renuncia 14: Análisis de la propia realidad 15. El valor de la experiencia afectiva 16. La amistad privilegiada 17. La pobreza bienaventurada de un amor 18. Un reconocimiento honesto de la propia situación 19. Ayuda en el proceso de clarificación 20. El amor posible en el desierto BIBLIOGRAFÍA
  • 6. INTRODUCCIÓN 1. La situación actual Para escribir hoy sobre la moral sexual se requiere una cierta dosis de ingenuidad o mucho de osadía. Cualquiera que observe la realidad que nos rodea se da cuenta enseguida del enorme desajuste existente entre lo que la Iglesia enseña en su doctrina y lo que la gente vive en la práctica. Lo preocupante no es que existan fallos e incoherencias, como siempre se han dado, sino la actitud desinteresada e indiferente, que prescinde casi por completo de su doctrina. La imagen que se ofrece de la sexualidad se ha diversificado en múltiples rostros y no parece que el ofrecido por la ética cristiana sea precisamente el más atractivo y seductor. En un mundo tan pluralista como el nuestro, la oferta de opciones sobre los diferentes problemas éticos que se presentan en este campo es tan diversa y contradictoria que se encuentran soluciones para todos los gustos e ideologías. Por eso, la educación se ha hecho más difícil y compleja en la actualidad, cuando la concordancia básica de otras épocas se ha fraccionado en tantas posturas que mutuamente se excluyen. Vivimos, para sintetizarlo en unas palabras, en la edad del fragmento, de lo parcial y provisorio, de lo débil e inconsistente, de la inseguridad y de lo relativo. En estas circunstancias, cuando nada se considera cierto, absoluto y definitivo, la tolerancia se revela como el valor prioritario de toda sociedad. En lo único que todos estamos de acuerdo es en que no todos tenemos que estar de acuerdo por la complejidad de los problemas, el pluralismo de las soluciones y las dificultades para encontrar un fundamento común. Como no se puede imponer ninguna verdad por encima de las otras opiniones, no cabe otra salida que el respeto hacia las diferencias. La legislación civil no ha de prohibir o aceptar los códigos éticos de una mentalidad concreta, sino que debe permanecer abierta a las otras valoraciones diferentes que resulten válidas y razonables para otros grupos. Una ética de mínimos es a lo único que se puede aspirar. 2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad Dentro de un contexto cultural como éste, se esconden algunos peligros fácilmente comprensibles y que constatamos con frecuencia a nuestro alrededor. Solamente me limito a enumerarlos. Se aumenta, en primer lugar, un talante de escepticismo e indiferencia ante la dificultad de una fundamentación cierta y segura. Cuando son tantas las opiniones y tan diferentes las ofertas éticas, no hay ningún motivo para aceptar unas por encima de otras. El ecumenismo ético se vuelve tan amplio e indulgente que no se rechaza como inaceptable ninguna conducta. La tolerancia no es, entonces, fruto del respeto y deferencia hacia el otro, sino el síntoma de un escepticismo radical. Como la verdad objetiva no está garantizada, que cada uno actúe y se comporte como le parezca. Es curioso observar cómo en muchas encuestas que se hacen por la calle para determinados programas, cuando se pregunta sobre alguna valoración ética, la respuesta más frecuente es dejar que cada persona proceda como juzgue conveniente. Esta incertidumbre e indiferencia se convierten también en un estímulo para la comodidad, pues si cualquier oferta ética aparece tan válida como las otras, la inclinación hacia lo que resulta menos molesto y exigente se hace comprensible. Nadie tiene derecho a exigir o prohibir una conducta determinada, ya que todas gozan más o menos de la misma probabilidad. La elección pertenece en exclusiva al propio individuo y, en esta hipótesis, sería absurdo optar por la más difícil y sacrificada. 3. Tolerancia civil e influjos ambientales Finalmente, cuando las normas son producto de un consenso social, el bien o el mal quedan configurados por la fuerza de la ley. Lo que jurídicamente se acepta o condena constituye la norma básica de orientación. La ética civil que, como hemos dicho, se reduce a los mínimos indispensables, es la única que puede imponerse a los ciudadanos. Es necesario, por ello, que la autoridad tolere una serie de comportamientos que, desde una perspectiva ética, ofrecerían serios reparos. Esto significa,
  • 7. como se ha defendido en una amplia tradición de la Iglesia, que no todas las exigencias éticas deben quedar sancionadas por el derecho, pero que también no todo lo que se permite y tolera en una legislación civil tiene que ser aprobado por la moral. El peligro radica, entonces, en no distinguir suficientemente lo legal de lo ético, y terminar aceptando, con todas sus lamentables consecuencias, que la tolerancia o prohibición jurídica se identifica con la bondad o la malicia ética. Tal vez el análisis pueda parecer demasiado abstracto, pues en la vida real no se utiliza este lenguaje, ni se tiene conciencia de que la praxis se encuentra dinamizada por estos principios más ideológicos. Pero basta observar las reacciones y comentarios a nuestro alrededor para constatar cómo de hecho influyen y se hacen presentes. En cualquier caso, aunque sea con matices algo diversos, bastantes estarán de acuerdo en este diagnóstico fundamental. Vivimos en una sociedad desgarrada, pluralista, secular, tolerante, en la que el espacio para la ética cristiana se ha ido reduciendo de forma progresiva, y con mayor fuerza aun en el campo de la sexualidad. Por otra parte, en un mundo tan abierto como el nuestro, no existe ningún reducto cerrado que pueda sentirse libre de estas influencias. Los medios de comunicación y el ambiente dejan caer sus mensajes en todos los rincones, creando con mucha frecuencia fuertes antagonismos entre lo que se recibe en el hogar y lo que se respira por fuera. Sería nefasto, entonces, que la educación intentara crear "niños burbujas" para que vivieran siempre en un clima artificial. Ante una situación como ésta se da en muchas personas un desconcierto generalizado. Padres de familia, educadores y sacerdotes experimentan un malestar profundo, pues no saben cómo enfrentarse a un fenómeno que supera sus posibilidades. Aceptan, a lo mejor, que su formación fue demasiado rigorista e inadecuada, como para transmitirla de nuevo a las generaciones actuales, pero tampoco llegan a comprender la naturalidad con que los jóvenes actúan en este campo. El puritanismo de antes, que provocó un mundo de sospechas, recelos y culpabilidad, se ha convertido en una permisividad casi absoluta, que no admite ningún tipo de normas o criterios éticos. La ruptura de los esquemas anteriores, que no han sido reemplazados por otros, los deja indefensos, sin saber lo que pueden decir ni qué orientaciones ofrecer. 4. El riesgo de una doble amenaza: resignación y silencio Un doble peligro amenaza, entonces, que nos vuelve incapaces para afrontar este desafío y nos despoja de la responsabilidad que pesa sobre cualquier educador. El primero consiste en quedarse simplemente en una denuncia retórica, como un intento de satisfacer la propia conciencia, para no sentirse colaboradores de la nueva situación. Con la condena y el rechazo de estos comportamientos, que no se ajustan a las pautas tradicionales, dejan, por lo menos, el convencimiento de que la culpabilidad recae sobre los otros, sin ninguna implicación por nuestra parte. La ineficacia de esta actitud resulta tan manifiesta que no es necesario detenernos en su explicación. Baste añadir solamente que es demasiado cómoda y no exime tampoco de la responsabilidad. La inseguridad de acercarse a un mundo tan diferente, que ni responde a nuestros principios ni podemos controlarlo, provoca una tolerancia benévola que no se atreve a intervenir. Hasta la presentación de un proyecto ético o educativo parece casi vergonzoso, por miedo a que nos señalen como anticuados e ineptos para valorar la cultura de nuestro tiempo. Oponerse a los imperativos y modas del ambiente se hace molesto, sobre todo cuando no existe seguridad en aquello que se propone. Por eso tampoco aceptamos una postura de resignación y silencio que pretenda construir la moral con el imperativo de los hechos. Estos intentos de acomodación para reducir las exigencias a los datos sociológicos son fruto de un conformismo cobarde y el servicio que se prestaría por este camino a la humanidad sería demasiado pequeño. Una postura que se ha generalizado con exceso ante una situación que, muchas veces, no se sabe cómo abordar. Aunque no se esté de acuerdo con ella, sólo queda un silencio resignado, que impide cualquier otra manifestación contraria. La sicología podría también encontrar una explicación más profunda. A veces, el aplauso popular, el deseo de no contradecir, el miedo a ser tachados de conservadores se convierten en una tentación para no intervenir ni manifestar nuestro pensamiento. Al narcisismo humano le duele ofrecer una imagen que no está valorada en el ambiente en que se vive. De ahí que, bajo la aparente excusa de
  • 8. un respeto, se dé una abstención que, en el fondo, es un deseo de no deteriorar el propio rostro frente a los demás. El no estar a la moda intelectual que se lleva es un motivo de crítica y de rechazo, cuyas consecuencias se quieren evitar. En otras, tal vez con más frecuencia, es una falta de preparación para examinar los problemas que hoy se plantean con una mentalidad adecuada. La buena voluntad no basta por sí sola si no va acompañada, al mismo tiempo, de la suficiente preparación. En cualquier hipótesis, el simple dejar hacer no provoca ninguna maduración ni lleva a una mayor libertad. El análisis crítico permite descubrir que en el fondo de tal "liberación" existe un nuevo tipo de esclavitud. Los antiguos ídolos quedan sustituidos por otras imágenes nuevas igualmente falsas. Y es que el puritanismo exagerado de antes y el desenfreno de ahora tienen idénticas raíces: la sumisión ante la sexualidad como un destino impuesto. Las formas concretas de esta imposición serán diferentes. Si la conducta estaba regida con anterioridad por una normativa rigorista e impuesta por diversas presiones, hoy muchos sienten la obligación de comportarse como mandan las nuevas formas liberadoras, para que nadie los pueda tachar de conservadores. 5. El peligro de una moral autoritaria Pero tampoco vale la vuelta a una moral que se fundamente exclusivamente en la fuerza de la autoridad. Algunos creen que es la única alternativa eficaz. Si hemos llegado hasta aquí ha sido como consecuencia de un relajamiento progresivo, producto de la excesiva tolerancia, del confusionismo ideológico, del simple dejar hacer, del miedo a ir contra corriente. La solución habría que buscarla por el extremo contrario: una vuelta a las normas claras y taxativas, que regulan la conducta del ser humano. El fracaso ha sido demasiado evidente para continuar por el mismo camino. Es necesario levantar la voz con fuerza y denunciar con valentía esta deshumanización actual. La culpa de tales excesos recae, en parte, sobre aquellos responsables que no han sabido -o no han querido- con su autoridad tomar unas medidas más eficaces. El problema es demasiado complejo para tratarlo aquí con mayor amplitud, pero desde luego no parece ésta la solución más adecuada ni suficiente. Hoy no basta ya la repetición de unas normas, por muy verdaderas que sean, si no se indican, al mismo tiempo, los valores que en ella se encierran. La imposición autoritaria de unas obligaciones éticas sólo sirve para mantener una sumisión infantilizada en aquellos que no aspiran a vivir de una manera adulta. Toda persona tiene derecho a saber el porqué de lo mandado como imperativo moral y esa pregunta no es siempre fruto de la rebeldía o falta de docilidad, aunque a veces se proponga en ese clima, sino una manifestación de la madurez humana y evangélica. El esfuerzo por encontrar la respuesta adecuada es la tarea de una ética actual y no la mera repetición de lo que siempre se ha dicho. Si esa respuesta no existe, o no sabemos darla, de poco servirá la propuesta que se ofrece. A nadie se le puede obligar a la aceptación de una norma obligatoria sin un convencimiento interno de que así debe actuar para su propio bien y para agradar a Dios, en el caso de los creyentes. Es el mayor desafío que se plantea a los educadores en el mundo actual: saber dar razón y justificar aquellos valores que ofrezcan. Si hay que estar "dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida una explicación" (1 Ped 3, 15), con mayor motivo aun tenemos que estar preparados para justificar una determinada conducta que, si es válida y buena para la persona, no puede serlo simplemente por el hecho de estar mandada. 6. La necesidad de una renovación Para evitar estos peligros, hay que reconocer, en primer lugar, que la educación en este terreno no ha sido siempre la más adecuada. Sin caer en exageraciones o críticas, que no tienen en cuenta el contexto cultural de otras épocas, la imagen presentada ofrecía muchos inconvenientes y lagunas que dificultaron una reconciliación pacífica y armoniosa en la conciencia cristiana. La pedagogía utilizada por generaciones anteriores pertenece a una etapa que se ha de dar por superada. Aunque la buena voluntad y el fin pretendido fueran excelentes, las consecuencias que de ahí se han derivado, y que sufrimos todavía en parte, tenemos que considerarlas como negativas. El miedo y un sentimiento de culpabilidad excesivo formaban una frontera bien vigilada que impedía el acceso a una zona peligrosa,
  • 9. de la que era mejor permanecer alejado. El silencio y la ignorancia eran buenos colaboradores para no sentir su amenaza. Aunque tales posturas puedan estar superadas, queda aún una mentalidad de fondo que todavía se vale de este lastre negativo para frenar cualquier avance. Frente a las sombras del pasado, nace hoy una actitud antagónica y diferente que busca sustituir el miedo y el pecado por la verdad del sexo. Las ciencias que afectan a esta dimensión de la persona han disipado ya muchas ignorancias e ingenuidades, purificando una atmósfera demasiado enrarecida. Hemos llegado al fin de una clandestinidad que se celebra como una verdadera conquista. El abrazo de la reconciliación se ha hecho posible. Y, como cristianos, hay motivo para alegrarse por la superación de antiguas barreras y tabúes irracionales. La primera obligación, por tanto, radica en la urgencia de una información adecuada, que sepa compaginar los conocimientos científicos, pedagógicos, éticos y religiosos dentro de esta tarea. Una educación sexual exige también una preparación para que el modelo ofrecido tenga el crédito y las garantías que exige nuestro mundo actual, si deseamos que nuestra oferta se haga creíble. La necesidad de un planteamiento renovado es una de las tareas más urgentes de la ética y de cualquier proyecto educativo. Aun en la hipótesis de que muchos lo rechazaran, lo que nadie debería echamos en cara es que la oferta que, como creyentes, ofrecemos a la sociedad no es también razonable y queda justificada por serios argumentos. 7. Las ambigüedades de un planteamiento Sin embargo, sería absurdo fomentar un ingenuo optimismo, como si la liberación del sexo, prisionero durante tanto tiempo, hubiera que aceptarla como un hecho positivo en todos los órdenes. Frente a una visión demasiado espiritualista y uniforme, como la que se ha vivido hasta las épocas más recientes, nos encontramos en medio de una sociedad que presenta diferentes antropologías sexuales de signo muy contrario a la anterior. Si antes era el alma la que debía liberarse de todas las ataduras y esclavitudes del cuerpo para alcanzar un nivel de espiritualización, ahora es el cuerpo quien debe despojarse de todo aquello que le impida su expresión más espontánea y natural. La permisividad absoluta y un naturalismo biológico son el denominador común de muchas comentes modernas, como analizaremos después. A cualquiera que recorra ciertos libros publicados para la formación sexual, haya visto esos programas de televisión que se consideraban muy científicos y modernos, contemple la imagen ofrecida por tantas películas y manifestada en la publicidad, o penetre en la mentalidad oculta de campañas recientes, no le costará mucho trabajo descubrir este tipo de antropología. Fuera de las conductas patológicas, que serán dañinas por esta condición, no hay apenas fronteras que delimiten la actuación sexual. 8. Hacia una sexualidad simbólica Es lógico, por ello, que cuando se ofrece un proyecto ético con otras perspectivas, la reacción inmediata sea de rechazo, porque resulta menos agradable y levanta de inmediato las sospechas de otros tiempos. No podemos quedarnos con los brazos cruzados, como ya hemos dicho. Se requiere un esfuerzo lúcido para que la gente descubra lo razonable de nuestra propuesta y el porqué no estamos satisfechos con una visión que nos parece muy corta y limitada. No negamos el carácter lúdico del sexo, ni el valor del placer como factor de equilibrio y felicidad, ni su función lenitiva contra la fatiga y el cansancio. Experimentar un sentimiento de repugnancia o desprecio manifestaría que algo no funciona del todo bien en su interior. El problema es de otra índole. Lo que no queremos es que la sexualidad se limite a ser una acción utilitaria y productiva para la obtención de un placer y pierda por completo su dimensión expresiva y simbólica. Es decir, que se la despoje de todo contenido humano, como si fuera un simple fenómeno zoológico, hasta convertirla en un hecho insignificante, en una palabra vacía, en una expresión sin mensaje. Se trata, sencillamente, de saber hacia dónde orientamos esa pulsión y qué significado le damos. Ni es posible, finalmente, rebajar nuestras exigencias cristianas para que tengan cabida dentro del mercado actual de valores. El diálogo con otras ideologías, la confrontación con otros criterios éticos diferentes, la apertura y sensibilidad frente a las críticas ajenas serán un gesto de respeto o un
  • 10. enriquecimiento del propio patrimonio, pero nunca una estrategia política de renuncias y concesiones para conseguir a toda costa un escaño en el parlamento de la sociedad. Es bueno sentirse ayudado desde fuera para revisar ciertas valoraciones que, a lo mejor, no fueron tan exactas, pero entrar en el debate como un interlocutor más, sin la fuerza para imponer las propias valoraciones, no significa renunciar a su defensa dentro de un diálogo plural y democrático, aunque después no terminen por aceptarse. El laicismo autoritario, tal vez como reacción a los influjos anteriores de la Iglesia, quiere que domine una explícita mentalidad a-religiosa, pero en una sociedad laica, donde todas las ideologías civiles y creyentes han de tener espacio, cualquiera de los participantes tienen derecho a presentar sus propias opciones. La visión cristiana ya no aparece como el único proyecto ético con validez universal, pero ello no implica renunciar al talante y radicalismo evangélico que le caracteriza. No se trata de realizar una operación parecida a las rebajas comerciales, como el que abarata el precio del mercado para ver si la gente acepta mejor el producto que se le ofrece. Las palabras de Jesús sobre la sal que se vuelve insípida y "no sirve para nada más sino para ser tirada fuera y pisoteada de los hombres" (Mt 4, 13) es un recuerdo que no debemos olvidar. Es decir, la moral católica no tiene que cambiar por el hecho de estar situada en una sociedad pluralista. Al contrario, en un mundo donde las prácticas y las creencias no ayudan para nada y existen otros múltiples atractivos, la luz y la fuerza del Evangelio deberían tener una presencia mucho mayor. 9. Conclusión Ésta es justamente nuestra intención al escribir estas páginas. Ofrecer a los lectores -sacerdotes, padres, maestros y educadores- una visión de la sexualidad que supere las limitaciones de épocas pasadas, pero con los datos necesarios para que sepan enfrentarse a las nuevas ideologías con un espíritu crítico. Que entre los modelos de una sociedad cada vez más pluralista, la oferta de una ética sexual cristiana se haga comprensible y razonable a los demás, aunque no siempre la compartan, y ayude al convencimiento interior para que cada persona se sienta también comprometida en la realización de semejante proyecto. Para ello, analizaremos las principales antropologías que hoy se dan en nuestra sociedad (cap. 1). Presentaremos a continuación cuál es la antropología de la que parten nuestras reflexiones (cap. 2), para confirmarla con los datos de la revelación (cap. 3). De ahí deduciremos los criterios fundamentales (cap. 4), y las exigencias básicas (cap. 5) de una ética sexual, que nos sirvan para valorar los comportamientos concretos: cambio de sexo (cap. 6), masturbación (cap. 7), homosexualidad (cap. 8), relaciones prematrimoniales (cap. 9). Para tocar, finalmente, los problemas que se plantean dentro del matrimonio: regulación de nacimientos (cap. 10), crisis matrimoniales (cap. 11), situaciones irregulares (cap. 12). Y terminaremos reflexionando sobre el celibato (cap. 13). He procurado omitir otros temas más históricos y especulativos para facilitar la lectura y centrarme en los problemas concretos. Con la misma intención, han desaparecido las notas bibliográficas a pie de página, que sólo resultan interesantes para personas que pretenden profundizar en algunos temas, pero que no tienen mayor interés para el que busca una formación general. Al final de cada capítulo, me he limitado a sugerir una bibliografía breve en castellano, entre lo mucho que hoy se escribe sobre estos puntos. Así, la persona que lo desee podrá ampliar con estas lecturas otros aspectos que le ayuden a completar sus conocimientos. BIBLIOGRAFÍA AA.VV., "Postmodemidad y moral: ¿matrimonio imposible?", Sinite 109 (1995). ANDONEGUI, J., "Los católicos ante la ética moderna". Lumen 47 (1998) 297-325 y 403-438. E., "Evolución de la ética sexual cristiana. Observaciones puntuales", Sal Terrae 88 (2000) 345-356. CORTINA, A., "Religión y ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 63-73. GARCIA -MONGE, J. A., "Sicología de la sumisión y sicología de la responsabilidad en la Iglesia", Sal Terrae 84 (1996) 21BORREGO,
  • 11. 34. LÓPEZ AZPITARTE, E., "Moral cristiana y ética civil: relación y posibles conflictos". Proyección 41 (1994), 305-314. Una crítica a estas éticas civiles en: C. THIEBAUT, "Cruces y caras de la ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 49-61. LÓPEZ AZPITARTE, E., "La educación moral en la familia". Revista Agustiniana 36 (1995) 503-535. MARDONES, J. Ma., Análisis de la sociedad y fe cristiana, Madrid, PPC, 1995. SÁNCHEZ MONGE, M., "Evangelizar en tiempos de tolerancia". Surge 54 (1996) 25-46. VALADIER , P., "La autoridad en Moral", Selecciones de Teología 33 (1994) 193-200. VICO PEINADO, J., Éticas teológicas, ayer y hoy, Madrid, San Pablo, 1996.
  • 12. CAPITULO 1 Antropologías sexuales 1. La moral como exigencia antropológica A pesar de todas las críticas y dificultades que se hayan levantado contra la moral, nadie es capaz de aniquilarla por completo. Se podrá rechazar una ética determinada, pero todo ser humano, por el simple hecho de existir, está condenado a vincularse con una moral. Aunque la sociobiología haya descubierto en la conducta humana estructuras parecidas al comportamiento de los animales, existe una frontera cualitativa que separa con nitidez ambos mundos. Los seres irracionales siguen ciegamente las leyes de su naturaleza e instintos, que los conducen con una eficacia admirable a la consecución de sus objetivos. No tienen otra moral que el sometimiento a sus imperativos biológicos, ideológicamente ordenados al bien individual y de la especie. Su orientación resulta tan perfecta y adecuada que para actuar bien sólo tienen que dejarse llevar, sin necesidad de poner ningún reparo, por el dinamismo interno de sus propias tendencias. A primera vista, incluso, habría que decir que se encuentran mucho mejor programados y con una dotación mejor de la que el hombre y la mujer poseen. Venimos a la existencia con un cierto defecto de fábrica, como si nos hubiera faltado una revisión final. Dicho de otra manera, nacemos sin estar hechos ni programados por la propia naturaleza. Esta carencia radical con relación a los animales, que catalogaría al género humano como inferior y menos perfecta, se compensa radicalmente por la existencia de la libertad. Si en el animal los estímulos suscitan en cada momento una respuesta determinada y precisa, el ser humano, para vivir con dignidad, no se puede dejar conducir por los simples impulsos, anárquicos y desordenados, sino que requiere un ajuste posterior para que su conducta sea integrada y razonable. El animal que siguiera las leyes de sus instintos sería un animal perfecto, pero el hombre que respondiera de la misma forma a las exigencias instintivas de sus pulsiones, se convertiría en una auténtica bestia. Esta necesidad humana e irrenunciable de modelar nuestro comportamiento brota, por tanto, de nuestras propias estructuras antropológicas. Estamos condenados -queramos o no queramos- a ser éticos. Pero la moral no es un simple código de leyes, preceptos, mandatos, imperativos a los que no hay más remedio que ajustar nuestra conducta, como una fuerza coactiva que se nos impone desde fuera. La misma etimología de la palabra ética nos da un sentido mucho más rico y profundo de lo que para muchos significa este término. El ethos, en la existencia humana, es la cara opuesta del pathos, como una doble dimensión que cualquier sujeto experimenta. Dentro de esta última acepción entraría todo lo que nos ha sido dado por la naturaleza, sin haber intervenido o colaborado de manera activa en su existencia. Lo llamamos así por haberlo recibido pasivamente, al margen de nuestra decisión o voluntad. Es el mundo que constituye nuestro talante natural, nuestra manera instintiva de ser, que padecemos como algo que nos ha sido impuesto, y que no sirve, como hemos visto, para dirigir nuestra conducta. Ofrece los materiales sobre los que el hombre y la mujer han de trabajar para construir su vida, como el artista esculpe la madera para sacar una obra de arte. Para expresar este esfuerzo activo y dinámico, que no se deja vencer por el pathos recibido, el griego se valía de la palabra éthos, pero con dos significaciones diferentes. En el primer caso, indicaba fundamentalmente el carácter, el modo de ser, el estilo de vida que cada persona le quiere dar a su existencia. Mientras que su segunda acepción haría referencia a los actos concretos y particulares con los que se lleva a cabo semejante proyecto. 2. La búsqueda de un sentido: paradoja y ambivalencia de la sexualidad Tendríamos que decir, por tanto, que la función primaria de la moral consiste en dar a nuestra vida una orientación estable, encontrar el camino que lleva hacia una meta, crear un estilo y manera de
  • 13. existir coherentes con un proyecto. La ética consistiría, entonces, en darle a nuestro pathos -ese mundo pasivo y desorganizado que nos ofrece la naturaleza- el estilo y la configuración querida por nosotros, mediante nuestros actos y formas concretas de actuar. Aquí está la gran tarea y el gran destino del hombre y de la mujer. Ser persona exige un proyecto de futuro, que determina el comportamiento de acuerdo con la meta que cada uno se haya trazado. Hacer simplemente lo que apetezca es descender hacia la zona de lo irracional, a un nivel por debajo de los animales -cuya conducta queda regulada por sus instintos-, para adoptar como criterio único el capricho y el libertinaje. Toda persona, ineludiblemente, tiene que plantearse el sentido que quiere darle a su vida, la meta hacia la que desea orientarla. Se trata de una pregunta a la que hay que responder de una u otra manera, pues hasta el suicidio supone una respuesta implícita: la vida no merece la pena. La praxis ética se convierte, entonces, en el camino que lleva hacia el ideal y la meta propuesta. Este mismo sentido, que buscamos darle al conjunto de nuestra existencia, hay que irlo descubriendo también en cada una de nuestras actividades personales. Se trata de encontrar ahora el significado y destino de la sexualidad, en coherencia con el proyecto ético, que oriente nuestra conducta y ayude a la realización de la persona en esta dimensión específica de nuestro ser. En función de este esquema más concreto y determinado -cuál es la función del sexo como realidad humanapodremos deducir aquellos valores éticos fundamentales que humanizan la conducta sexual. Cualquier comportamiento que no respete estas exigencias básicas o impida su realización habrá que catalogarlo como negativo y deshumanizante. Ahora bien, saber lo que es mejor para la humanización de la sexualidad no se realiza sin un diálogo abierto y sincero con todas las ciencias y bajo la influencia de una determinada óptica cultural, que explican su carácter histórico y evolutivo. Por eso, la historia de las costumbres sexuales revela una variedad impresionante de éticas, de acuerdo con el sentido otorgado a esta dimensión. La concretización de estos valores, sin embargo, reviste una dificultad especial. La sexualidad se ha vivido siempre, a lo largo de la historia, en un clima de enigma y de misterio, como una realidad asombrosa y fascinante que ha provocado con mucha frecuencia una doble actitud paradójica. Produce instintivamente una dosis de miedo, recelo y sospecha, y despierta, al mismo tiempo, la curiosidad, el deseo, la ilusión de un acercamiento. Es un hecho fácilmente constatable en la sicología de cada persona, donde aparece, si no se ha reprimido ningún elemento, esta tensión contradictoria. Se busca, se desea e incomprensiblemente se teme y se rechaza. Es lo que ha sucedido con mucha frecuencia en la historia, cuando se ha intentado comprender su naturaleza insistiendo con exclusividad en el aspecto negativo y misterioso o, por el contrario, subrayando únicamente su carácter atractivo y placentero. Desde la antigüedad, esta doble postura se ha ido entretejiendo de manera casi continua en todos los tiempos y con matices diferentes. Así se explica el deslizamiento operado tanto hacia una lejanía constante, que evite cualquier contacto con la esfera sexual, como el deseo de acercarse a ella para penetrar en el misterio que la envuelve. Sin pretender ahora un análisis detallado y completo, expongo con brevedad las antropologías fundamentales que han surgido de esta experiencia. 3. Antropologías rigoristas: recelo y desconfianza hacia lo corporal El sexo, en primer lugar, ha sido un terreno abonado para la génesis y el crecimiento de muchos tabúes. Cuando una zona resulta arriesgada y peligrosa por su aspecto misterioso, se levanta de inmediato una barrera a su alrededor que impide el simple acercamiento. Es como una frontera que conserva en su interior algo cuyo contacto mancha, cuya violación, aunque involuntaria, produce una sanción automática. Las costumbres más antiguas de todos los pueblos testimonian este carácter de la sexualidad. Determinados factores biológicos y naturales exigen una serie de ritos y purificaciones. La abstinencia sexual es obligatoria en algunas épocas especiales, como durante el período de guerra o de siembra. Ante el asombro que revela lo desconocido, se intenta evitar cualquier contagio y huir lo más posible de lo que se vivencia como un peligro inconcebible. Es una actitud de alejamiento respetuoso frente al miedo que brota de un misterio inexplicable. El rigorismo de la antigüedad en torno a estos temas fue impresionante. La distinción clásica
  • 14. entre el logos (la razón) y el alogon (lo irracional) adquirió una importancia extraordinaria. Para la filosofía estoica lo fundamental consistía en vivir de acuerdo con las exigencias de la razón humana, mientras que el placer y los deseos corporales se convierten en los enemigos básicos de ese ideal. La virtud aparece como una lucha constante para evitar todo tipo de placeres. Su moral se centraba en un esfuerzo heroico y continuado para eliminar las pasiones y liberar al hombre de sus fuerzas anárquicas e instintivas hasta conducirlo a una apatía (falta de pasión) lo más completa y absoluta posible. Lo más opuesto a la dignidad humana era el obnubilamiento de la razón que se opera en el placer sexual. Esta lucidez intelectual se mantenía como norma suprema por otras corrientes de pensamiento. Por eso el acto matrimonial, donde la persona renuncia precisamente a esta primacía de la razón, es algo indigno y animalesco. El mismo nombre de pequeña epilepsia, como era considerado por la ciencia médica de entonces, supone ya un atentado contra la condición básica del ser humano. Sería vergonzosa cualquier conducta en la que el alma entrara en relación con el instinto. Las tendencias maniqueas añaden un nuevo aspecto pesimista en esta atmósfera cargada de sospechas y desconfianzas. El cuerpo y la materia han sido creados por el reino de las tinieblas y se han convertido en la cárcel y tumba del alma, que de esa forma queda prisionera y sometida a las exigencias de la carne. De nuevo el cuerpo aparecía como el lugar sombrío, como la fuente del mal, como la caverna del pecado. Su ética será también un intento por evitar el contacto con la materia, que mancha, culpabiliza y rebaja el espíritu a una condición brutal. El esfuerzo, como una lógica consecuencia, estaba orientado hacia la liberación progresiva de esta prisión para el conocimiento limpio de la verdad y de la belleza eterna. La muerte aparece en el horizonte -recuérdese a Sócrates en el Fedón- como el momento cumbre de conseguir la libertad. Las rejas y mazmorras de los sentidos dejan paso al alma, liberada ya de sus bajas pasiones y sin obstáculos para la contemplación. De ahí toda la corriente ascética y rigorista que se manifestaba en las máximas y consejos de aquellos autores. El matrimonio era una opción prohibida para los verdaderos elegidos y, si se toleraba para aquellos que no pudieran contenerse, era con la condición de no procrear a fin de que no se multiplicaran las esclavitudes del alma en el cuerpo. Podría elaborarse un amplio florilegio de frases y sentencias, donde la hostilidad hacia la materia, el alejamiento de la mujer, la malicia de la procreación, la pecaminosidad del acto sexual, el desprecio del matrimonio, el odio a la carne constituirían una monótona repetición, mientras se defendían, por el contrario, las excelencias de la continencia y la virginidad, incluso en escritores paganos. 4. Antropologías espiritualistas: la dificultad de un equilibrio Esta corriente negativa seguirá teniendo otras múltiples traducciones históricas. Los gnósticos de los primeros tiempos y las tendencias maniqueas y estoicas en el ambiente grecorromano tendrán su prolongación en otras ideologías posteriores, que comparten, en este terreno, la misma mentalidad de fondo: una desconfianza, lejanía y miedo frente a todo lo relacionado con el cuerpo, el placer, la sexualidad, el matrimonio, aunque las razones que han conducido hasta este desprecio hayan sido muy diferentes. Bajo el influjo de estas ideas, el alejamiento de estas realidades aparecía como un ideal filosófico y cristiano. A partir de tales presupuestos, la imagen de una antropología demasiado espiritualista -sin darle a este adjetivo ningún contenido religioso- ha estado presente en todos los tiempos. La ética que se deducía era coherente con semejante proyecto. Una buena educación debía estar orientada a que todos estos elementos negativos se mantuvieran alejados, lo más posible, de la vida humana. La Iglesia, es cierto, no cayó nunca en estas doctrinas radicales y condenadas, que surgieron en ambientes ajenos a ella. Su magisterio recoge también todas las herejías y exageraciones relativas al sexo, al cuerpo o al matrimonio, aunque estuvieran muy extendidas y se justificaran con argumentos espirituales. Las razones para esta condena han sido muy variadas, pues existen demostraciones de todo tipo. Pero resulta reconfortante y consolador encontrarse con una, en concreto, que utiliza con mucha frecuencia y constituye un rotundo mentís de cualquier pesimismo exagerado. Dios es el autor de la sexualidad y del matrimonio y no podrá ser nunca perverso lo que ha brotado de sus manos y ofreció como un regalo a los hombres en aquella primera aurora de la creación. La idea aparece ya en
  • 15. los primeros Padres y se repite de nuevo siempre que sobre estos temas vuelve a recaer una acusación extremista y radicalizada. A un nivel ideológico, la actitud eclesial, frente a todas las corrientes negativas y rigoristas, ha sido clara y explícita. Con esto, sin embargo, no hemos dicho todo. El equilibrio pretendido no se ha conservado siempre en el centro, si tenemos en cuenta las consecuencias prácticas que muchas veces se han derivado de su doctrina. Hoy está de moda echar en cara a la Iglesia su oscurantismo y hacerla responsable de todos los conflictos, neurosis y represiones en este terreno. Sería absurdo negar su influencia negativa, pero no convendría olvidar tampoco que la explicación última se halla en otros factores ajenos a ella. El rigorismo de las ideologías paganas en torno al placer sexual era bien significativo, como hemos dicho. Y hubiera resultado incomprensible, y hasta escandaloso, que el cristianismo predicara una moral más laxa y amplia que la de los filósofos paganos. Las citas y ejemplos de los autores clásicos se utilizan con frecuencia cuando se abordan los temas sexuales. De esta manera, el paganismo se convierte en una fuente de autoridad para fundamentar las exigencias cristianas. El intento por evitar los peligros del sexo le ha hecho fomentar, en la práctica, una aptitud de sospecha a veces demasiado excesiva. La historia ofrece abundantes testimonios de esta orientación. A pesar de que el matrimonio se ha considerado siempre como un sacramento de gracia, no ha constituido nunca un verdadero camino de santidad. El seguimiento verdadero de Cristo sólo era posible en la opción virginal, que se consideraba como un estado superior y más perfecto. Quedaba reservado a los que, por una u otra causa, no podían aspirar a una perfección tan sublime. La división clásica de la moral sexual, mantenida hasta nuestros días, resultaba ya expresiva al contraponer la castidad perfecta de los solteros con la castidad imperfecta propia de las personas casadas, como si la cima de esta virtud estuviera reservada exclusivamente para aquéllos. Durante mucho tiempo la entrega sexual exigía un motivo justificante, pues la simple expresión de amor no parecía suficiente para evitar el pecado de incontinencia. La procreación y dar el débito eran las únicas razones para permitir el uso del matrimonio, como solía decirse. Todas las demás expresiones que no estuvieran orientadas hacia esa meta no estaban exentas por completo de pecado. Cuando la Iglesia permitía el matrimonio a los viejos y estériles era, según algunos autores, para que vivieran castamente, o para evitar el adulterio del cónyuge. Las prácticas cristianas, que aconsejaban una abstinencia sexual los días de comunión o en determinadas épocas litúrgicas y festividades, aparecían en los libros de espiritualidad y aún quedan restos de estas ideologías en ciertos ambientes. 5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado Es verdad que todas estas posturas pudieron tener una explicación histórica y han sido ya superadas en una ética cristiana actualizada, pero no conviene olvidar la mentalidad de fondo, que ha provocado sus efectos negativos. Nos ha faltado una actitud de mayor transparencia, prudente sí, pero también sin temores tan acentuados. Se querían evitar los peligros del sexo y para ello se levantaba una muralla de silencio e ignorancia que evitaran el contacto con éste. El miedo se convertía, entonces, en una frontera que impedía el paso por un terreno arriesgado aunque con frecuencia quedara disfrazado bajo la máscara de una ética rigorista. En un clima como éste, de nerviosismo y suspicacia, lógicamente la educación sexual tendía a evitarse. Era necesario acudir a mentiras piadosas y fábulas para saciar la curiosidad normal sobre estos temas, y el conocimiento se efectuaba a escondidas, en una atmósfera clandestina y chabacana, como si la sexualidad fuese un coto cerrado, adonde había que entrar por la fuerza y de manera subrepticia. O la educación ofrecida resultaba más bien contraproducente por una sencilla razón. La primera norma pedagógica exige que el educador esté convencido y entusiasmado de aquello que enseña. No basta manifestar este aprecio con la palabra. Los contenidos más auténticos y eficaces son aquellos que transmitimos sin querer, de forma inconsciente, los que descubren nuestra verdadera actitud interior, encerrada muchas veces bajo nuestras ideas y mensajes externos y racionalizados. Aunque se piense de una manera se puede vivir por dentro de otra, y esta vida es la que verdaderamente comunicamos a través de un lenguaje mucho más significativo: el de nuestras reacciones afectivas. El rubor, el miedo, las medias palabras, el cambio de conversación, el nerviosismo, la falta de
  • 16. naturalidad, el pudor excesivo... como la espontaneidad artificial, el prurito de información, la morbosidad y chabacanería... impiden que todo lo bueno que se afirme consiga su objetivo. No creo exagerado afirmar, por ello, que en nuestros ambientes cristianos la vivencia profunda del sexo ha sido demasiado problemática para poder transmitir una estima y aprecio equilibrado de su valor personal. Cada uno recordará múltiples anécdotas de su historia anterior y de la que hemos vivido hasta épocas recientes. Pero lo importante no son los hechos en sí, curiosos y superficiales en muchas ocasiones, sino el simbolismo que todos ellos revelan: hemos temido demasiado al sexo. Y lo curioso es que se ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía. En lugar de olvidarlo se ha convertido en el centro del interés y de la preocupación cristiana. Mientras que nos manteníamos insensibilizados a otros problemas éticos más urgentes e importantes, el esfuerzo religioso recaía de ordinario sobre este tema, que se vivía con una dosis mayor de ansiedad, inquietud y culpabilidad. Si aplicamos estos datos a la pedagogía practicada en muchos ambientes, comprenderemos cómo hemos fomentado, sin querer y con buena voluntad, situaciones malsanas desde un punto de vista psicológico. El deseo se rechaza por las presiones de una rígida educación, pero, al mismo tiempo, es alimentado en su dinámica interna por esas barreras psíquicas de las medias palabras y del misterio, que lo impulsa al descubrimiento de lo imaginado. A veces se ha conseguido una reacción contraria, pero todavía más absurda y desastrosa: la de poner entre paréntesis la sexualidad, marginarla de la vida, como si se tratase de un dato del que es posible prescindir. El ideal cristiano se ponía en la búsqueda de un cierto angelismo que eliminara todo lo relativo al mundo del sexo, incluidas las más mínimas reacciones o mecanismos instintivos. La castidad ha sido siempre designada como la virtud angélica por excelencia. Esta denominación puede entenderse de manera aceptable: la anarquía instintiva de la libido debe evolucionar hacia un estado de integración y de armonía. Pero la expresión no deja de ser peligrosa porque, de hecho y en la práctica, muchos la han traducido como un intento por suprimir la sexualidad en cualquiera de sus manifestaciones. Y ya decía Pascal, a pesar de su rigorismo, que quien pretende vivir como un ángel termina por convertirse en una bestia. Un ideal de pureza que no tuviese presente esta dimensión caería en un irrealismo catastrófico, pues el ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona e implica un mundo de fuerzas, pulsiones, deseos, tendencias y afectos que se habrán de integrar, a través de un proceso evolutivo, pero del que nunca se puede prescindir. La castidad no es sinónimo de continencia. Ésta puede darse también en sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros caminos que, aunque parezcan no tener relación con la sexualidad, se disfrazan con otras máscaras para no crear conflictos a la conciencia. La sicología ha sabido denunciar el auténtico significado de algunas actitudes y comportamientos muy castos que estaban provocados por otros mecanismos inconscientes. Como constatar la realidad instintiva del sexo, con todo lo que ella supone, rompería nuestra imagen ideal y narcisista, lo mejor es evitar esos desengaños mediante la represión de los deseos, tendencias, impulsos, curiosidades naturales. El individuo así se cree casto, pues no experimenta ninguna tentación, pero sólo habrá conseguido, durante el tiempo que pueda mantenerla, una pura continencia biológica. La castidad no trata de eliminar la pasión ni el impulso, sino que busca vivirlo de una manera adulta, madura e integrada. Es la virtud que humaniza el mismo deseo para canalizarlo armónicamente. Y mientras no partamos de la realidad que todos llevamos, como seres sexuados, no existe ninguna posibilidad de progreso y maduración. 6. Las antropologías permisivas: el nacimiento de nuevos mitos Lo que no cabe duda es que el peligro del mundo actual no es fomentar estas antropologías rigoristas o desencarnadas. La sexualidad -por esa expectación que suscita en su misterio, junto con el miedo que la acompaña- aparece siempre también como algo atractivo y tentador. Hay que acercarse a ella para lograr una plena reconciliación que evite la sospecha y el desprecio de las posturas anteriores. De una o de otra manera se ha buscado sacralizar su existencia para vivirla sin miedo, como una realidad benéfica o positiva. Es la función que han tenido los mitos de todos los tiempos. Si el tabú
  • 17. asusta y aleja, el mito hace del sexo una realidad sagrada con la que es necesario llegar a encontrarse y vivir en perfecta armonía. El mito relata siempre una historia sagrada que tuvo lugar en la aurora de los tiempos. Algo que los dioses realizaron como un acontecimiento primordial. Es un mundo de arquetipos, cuyas imitaciones quedan reflejadas en la naturaleza y en la sociedad humana. Así, la sexualidad encuentra también un modelo en el mundo de los dioses, donde la fecundidad, el amor y el matrimonio son funciones sagradas. La encarnación de estas realidades se manifiesta no sólo en los fenómenos de la naturaleza, como la siembra, sino en los gestos humanos y acciones rituales que imitan los comportamientos divinos. El ser humano se asocia a lo sagrado con esta imitación y el hecho profano se consagra de esta manera. De ahí el sentido religioso que se descubre incluso en las orgías y en la prostitución sagrada. Las variaciones históricas de estas ideologías han sido también muy diversas, pero con un mismo denominador común: defender el derecho a seguir las apetencias biológicas y naturales, a las que no se puede renunciar sin caer en la represión; la exaltación del gozo sexual como fuente de bienestar y alegría; la denuncia y aniquilamiento de todo obstáculo que impida la búsqueda de cualquier satisfacción; la libertad en la utilización del propio cuerpo sin ninguna cortapisa. Frente al miedo y oscurantismo de otras épocas, hay que recuperar la reconciliación con el sexo y el placer, que humanizan la existencia humana. De una forma generalizada, podríamos encontrar esta mentalidad bajo dos antropologías algo diferentes. Las afirmaciones de los que se consideran en cabeza de este movimiento progresista son de una claridad impresionante. Hay que liberarse de cualquier sentimiento de culpa y dar cauce a los propios sentimientos sexuales sin necesidad de avergonzarse. La sociedad, incluso, debería ofrecer las estructuras indispensables que favorezcan este tipo de comunicación, de acuerdo con los gustos y apetencias de cada persona, sin que ninguna conducta llegue a condenarse como inaceptable. Sólo ha de considerarse libre aquella sociedad en la que se acepte, sin ninguna limitación, cualquier tipo de comportamiento. W. Reich ha sido para muchos el símbolo de esta nueva revolución. La regulación del instinto por la moral es algo patológico y dañino para la salud. Su primera exigencia psicológica es el rechazo de toda norma o regla absoluta. El conflicto no se da en el fondo del psiquismo humano, como pretendía Freud, sino entre el mundo exterior y la satisfacción de sus necesidades. La persona normal es la que no encuentra ningún obstáculo y puede dar salida tranquilamente a estas exigencias orgiásticas, mientras que el neurótico se siente reprimido por la familia y la sociedad. Lo único importante es liberarlo de su esclavitud y orientarlo hacia una actividad sexual completa. Negarle a cualquier individuo el derecho a esta satisfacción es un grave atentado contra su libertad. Al recorrer sus páginas comprueba uno las consecuencias radicales de semejante postura. No hay que mantener la abstinencia de ningún tipo, pues además de ser peligrosa y perjudicial para la salud, ella misma constituye un síntoma patológico. Recomendarla a los jóvenes equivale a preparar el terreno a una neurosis que aparecerá con posterioridad. Nadie puede reprobar el adulterio, la poligamia o la infidelidad en el amor pues, como él mismo dice, sería tan aburrido e insoportable como alimentarse todos los días con lo mismo. El que nunca haya mantenido una relación adúltera ni se haya permitido otras licencias es por vivir aún amenazado por un sentimiento absurdo de culpabilidad. El amor se convierte en un féretro cuando sobre él se quiere fundar una familia. 7. Las antropologías naturalistas Una mentalidad parecida está presente en esta nueva orientación. Su punto de partida ahora es el estudio del ser humano como un simple mamífero. No se acepta nada que esté fuera o por encima de la experiencia. El interés se centra en el análisis de los componentes biológicos, los únicos que se pueden examinar con criterios científicos, sin necesidad de recurrir a otras interpretaciones que escapan a este único tipo de experiencia. La sexualidad humana y la de los animales están reguladas por los mismos mecanismos automáticos, marginando los componentes afectivos y racionales que se dan en nuestra sicología . Todo tiene una explicación en los constitutivos genéticos y biológicos del individuo, ya que no existe ninguna diferencia significativa en el comportamiento sexual de los diversos mamíferos.
  • 18. Cualquier valoración ética no tiene cabida en este planteamiento, pues constituiría una violación de la ciencia experimental. Así, con una pseudojustificación científica y sanitaria, se presenta una imagen de la sexualidad despojada de contenido humano para reducirse a la descripción objetiva de los fenómenos biológicos. Con personas que se ofrecen a este tipo de experiencias, incluso pagadas a sueldo, se analizan los estímulos más adecuados, el tiempo de reacción orgánica, la presión sanguínea, el número de pulsaciones en cada fase de la respuesta sexual, las condiciones que la favorecen o dificultan, las diferencias en los mecanismos del hombre y de la mujer. La observación directa, la encuesta y la filmación son los métodos elegidos para medir con exactitud la base fisiológica de la conducta sexual, como condición primera e indispensable para el conocimiento de su naturaleza. Nada hay que oponer a la información sobre estos aspectos, que resulta también necesaria y conveniente, sino a la primacía que se les otorga como si fueran los más importantes, y al olvido de otras dimensiones a las que no se les da mayor relieve, a pesar de que forman parte de la estructura y sicología humana. Por otra parte, se repite con énfasis que se trata de presentar una descripción neutra de la sexualidad para que cada uno tome después sus propias decisiones en este terreno, sin el deseo de influir en las convicciones personales, pero ellos mismos se encargan, a partir de la antropología presentada, de sacar sus propias conclusiones valorativas. Cuando las exigencias fisiológicas requieren quedar satisfechas, como si se tratara de verdaderas necesidades a las que no se debe renunciar, es lógico que los esfuerzos de una autodisciplina no sirvan nada más que para dañar permanentemente la personalidad de un individuo; o se subraye, por citar sólo algunos ejemplos, el carácter tonificante y enriquecedor de las relaciones extramatrimoniales para superar el aburrimiento de una fidelidad monógama. Y es que si el ser humano es un simple mamífero, no hay por qué regular sus demandas biológicas y naturales. 8. Los peligros de toda antropología dualista En el fondo de todas estas antropologías apuntadas, existe un mismo punto de partida: la absoluta separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo racional y lo biológico. La única diferencia consiste en la valoración que se otorga a cada uno de esos elementos. Lo que para unos tiene la primacía no cuenta apenas para los otros. En cualquiera de ellas se constata un claro y perfecto dualismo. En unas ocasiones se despreciaba todo lo corpóreo y sexual como indigno del ser humano para fomentar un espiritualismo descarnado, y en otras, se cae en una visión puramente biológica y materialista, con olvido de la dimensión espiritual, como si fuese un simple mono desnudo, según el conocido libro de D. Morris. Si la persona está constituida por dos elementos antagónicos, como el espíritu y el cuerpo, existe el riesgo de subrayar la supremacía de uno con el correspondiente desprecio del otro. La antropología espiritualista, como ya aparece en la filosofía estoica, pretende liberar al alma de sus cadenas corporales que le impiden su verdadera realización. Un esfuerzo ascético para no dejarse llevar por los impulsos de la carne, el dominio de los sentidos, la renuncia concreta al placer sexual e, incluso, al mismo matrimonio constituyen el mejor camino para una vida auténticamente libre y racional, sin el lastre pesado de esos elementos materiales. El ideal por excelencia consiste en conseguir la mayor espiritualización, al margen por completo de la sexualidad que ensucia y esclaviza. El riesgo contrario es también una realidad. Al valorar con exceso la biología, se margina con frecuencia el otro componente humano, para dejarse llevar por las exigencias naturales. Es el cuerpo ahora quien debe liberarse de cualquier sometimiento a los imperativos absurdos y alienantes del espíritu. Hay que despojarse de lo trascendente y espiritual para dedicarse a la exaltación de los sentidos y al disfrute del placer que nos ofrece la propia anatomía humana. El culto al cuerpo se convierte, entonces, en una nueva liturgia moderna, que rechaza cualquier otra adoración en la que él no esté presente. Es decir, para expresarnos de una manera simbólica, de un espíritu sin sexo hemos pasado a un sexo sin espíritu. La opción entre angelismo y zoología aparece como la única alternativa posible. 9. Conclusión
  • 19. Frente a esta doble postura extremista hay que buscar un camino intermedio, que aleje tanto de un rigorismo inaceptable, como de una libertad que no tolera fronteras ni normas de comportamiento. Hay que sustituir el miedo y el temor por la verdad del sexo. Es necesario, por tanto, superar las antiguas barreras que impedían el conocimiento y la aceptación de esta dimensión tan humana. Y no cabe duda de que el estudio científico de la sexualidad ha disipado muchas de estas ignorancias y purificado en muchos aspectos la atmósfera que se respiraba. La sicología , en concreto, ha servido para destrozar muchos idealismos ingenuos y para un encuentro con la realidad al desnudo, sin máscaras que ocultan a veces comportamientos menos limpios. Por debajo de las apariencias, conviene rastrear las zonas más oscuras de nuestro psiquismo para encontrarse también con la verdad que no siempre aflora a la conciencia. Todas las demás ciencias han aportado también datos de interés extraordinario para comprender mejor la naturaleza del sexo y ayudarnos a deducir su riqueza de contenido y expresividad. El mundo de los primitivos, el comportamiento de los animales, los datos sociológicos, los conocimientos actuales de la medicina, los mecanismos de la biología, las enseñanzas de la historia, las diferentes ideologías filosóficas constituyen diversas aportaciones, entre otras, que iluminan y enriquecen nuestra visión actual. El que se quiera engañar o permanecer ignorante no será ya por falta de medios y posibilidades. Podríamos decir que hemos llegado definitivamente al fin de una clandestinidad, en la que el sexo estaba prisionero y oculto, como si fuera un peligroso delincuente, y sólo así pudiera evitarse la amenaza de su liberación. Este acercamiento progresivo a la verdad no será nunca un obstáculo ni una amenaza a la ética cristiana, sino una ayuda necesaria a su mejoramiento y perfección. Pero tampoco hay que dejarse seducir por los mitos actuales, como si la sexualidad fuera un simple fenómeno zoológico o una forma vulgar de entretenimiento y diversión. Hoy más que nunca, la literatura de información sexual se ha multiplicado y está al alcance de todos. No tenemos nada en contra de este conocimiento mayor que evite las ignorancias de otros tiempos. Lo que resulta desolador es recorrer tantas páginas escritas en las que el sexo es pura anatomía, mera función biológica. Un mecanismo anónimo y despersonalizado, donde el psiquismo queda sustituido por la simple zoología. Sería lamentable que, como personas y como creyentes, no tuviéramos un mensaje que ofrecer para evitar los extremismos de uno u otro signo. La sexualidad requiere una educación para poder vivirla como expresión y lenguaje humano. Por ello, es imposible estar de acuerdo con las múltiples manifestaciones deshumanizantes que se observan con tanta frecuencia, aunque la forma mejor de iluminar el camino no sea tampoco el recuerdo impositivo y autoritario de la ley. Es necesario, ante todo, descubrir los valores que en ella se encierran desde una visión humana y sobrenatural. Las exigencias que de ahí dimanen orientarán la manera de realizarnos, como personas humanas y como hijos de Dios, en esta zona de nuestra existencia. El primer paso será, pues, acercarnos al significado y simbolismo de la sexualidad humana, como punto de partida para una fundamentación de la moral. BIBLIOGRAFÍA DE MIGUEL, A., La España de nuestros abuelos. Historia íntima de una época, Madrid, Espasa, 1996. DOMÍNGUEZ MORANO, DOMÍNGUEZ MORANO, C., Creer después de Freud, Madrid, San Pablo, 1992. C., "Sublimar la sexualidad: la aventura del celibato cristiano". Sal Terrae 88 (2000) 373-390. GALLI., Educación sexual y cambio cultural, Barcelona, Herder, 1984. LÓPEZ AZPITARTE, E., "Ética de la sexualidad en el mundo de hoy", CÍAS 47 (Buenos Aires, 1998)267-276. PEINADO Vico, J., Liberación sexual y ética cristiana, Madrid, San Pablo, 1999, 53-150. QUINN, R. A., "Imágenes de Dios, imágenes de hombres, moral. El paradigma de la sexualidad", Concilium 279 (1999) 71-78. RANKE-HEINEMANN, U., Eunucos por el Reino de los cielos. La Iglesia católica y la sexualidad, Madrid, Trotta, 1994, aunque con una parcialidad excesiva en sus juicios.
  • 20. SIMÓN, M., Comprender la sexualidad hoy, Santander, Sal Terrae, 1978, 73-98. SOPEÑA MONSALVE, A., El florido pensil: memoria de la escuela nacional católica, Barcelona, Circulo de Lectores, 19974. VIDAL, M., Moral del amor y de la sexualidad, Madrid, Perpetuo Socorro, 1991, 115-118.
  • 21. CAPITULO 2 Valor simbólico de la sexualidad humana 1. Más allá de todo dualismo Ya hemos insistido en que todo intento de acercarse al ser humano desde una óptica dualista se encuentra condenado al fracaso, por el peligro de caer en cualquiera de los extremismos apuntados con anterioridad. La persona aparece, entonces, como ángel o como bestia según la dimensión que se haya acentuado. Cuando se elimina el sentido psicológico y trascendente de la materia, o se olvida la condición encarnada del espíritu, no queda otra alternativa que darle un carácter demasiado animal o excesivamente angélico. Y entre ese reduccionismo biológico y el idealismo ingenuo, se desliza el ser humano de cada día. Una antropología con estos presupuestos está viciada desde sus raíces para captar el sentido y la dignidad de la materia, del cuerpo y de la sexualidad. Lo corpóreo constituye la parte sombría de la existencia, en la que el alma se siente prisionera y condenada a vivir escondida como en su propia tumba. O las meras exigencias biológicas prevalecen de tal manera, que lo humano ya no tiene cabida ni merece alguna consideración. La materia y el espíritu -aunque entendidos de formas diferentes han sido siempre considerados como los principios constitutivos de cada persona. La mutua relación existente entre ambos, sin embargo, no se ha explicado de una misma manera. Sin entrar ahora en el análisis de otras interpretaciones, quisiéramos insistir en la que nos parece más conveniente y eficaz. Desde la intuición clásica de santo Tomás sobre el alma como forma del cuerpo, hasta las más modernas reflexiones con sus variados matices, se insiste en una tonalidad de fondo común, que se caracteriza por su oposición a toda clase de dualismo. Si hay algo que especifica al ser humano es su unidad misteriosa y profunda. Es una totalidad que no está compuesta por dos principios, como si se tratara de una simple combinación química de elementos para dar una nueva reacción. La teoría hilemórfica -composición de materia y forma- ha podido inducir en ocasiones a una excesiva separación, sobre todo cuando en el pensamiento cristiano se traducía bajo los nombres de cuerpo y alma. Ésta, como sustancia espiritual, era inmortal e incorruptible, a pesar de su vinculación con la materia, destinada a desaparecer. El dualismo aparecía de nuevo con todas sus lamentables consecuencias. El espíritu humano tendría, entonces, un cuerpo en el que se injerta y permanece como algo distinto de la simple materia. Sería como un ángel venido a menos, como una libertad encadenada, como una luz sumergida en la opacidad. El dualismo griego tuvo, sin duda, una fuerte influencia para acentuar la oposición entre la carne y el espíritu, que fomentó el rigorismo ascético y un desprecio del cuerpo. 2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano Sin embargo, la clásica teoría hilemórfica da pie para una visión mucho más unitaria y profunda de lo que aparece en estas expresiones de tipo platónico, que resultaban populares por su esquematismo y sencillez. La forma que configura a una estatua de mármol no es una realidad distinta a la materia con la que está construida. Nunca podría existir si no es bajo una figura determinada, aunque fuera en su estadio más primitivo e informe. Ella es la que hace posible su conocimiento y diferenciación. Algo análogo acontece en las estructuras humanas. Hablar del alma como forma del cuerpo es decir de otra manera que nuestra corporalidad es algo singular y diferente a cualquier otra materia animada. Todo humanismo que no haga de la persona una simple realidad biológica, tendrá que admitir ese plus, aunque se le designe con términos diferentes, que la convierte en una realidad superior y cualitativamente distinta. Una forma de existir que se caracteriza por la profunda unidad entra las dos dimensiones de su ser. La experiencia personal nos lleva al convencimiento inmediato de que el sujeto de todas las operaciones espirituales y corporales es la persona humana. El mismo que piensa, ama, comprende y desea es el que siente el dolor y el hambre, contempla el paisaje o escucha la música. No existen
  • 22. principios diferentes para cada una de nuestras actividades. Lo que llamamos cuerpo y alma no son, pues, dos realidades distintas que se dan en nuestro ser, ni dos estratos o niveles que pudieran limitarse en su interior. Tenemos una dimensión que nos eleva por encima de la materia inorgánica, de las plantas y de los animales, pero esa fuerza trascendente, que muchas veces designamos como alma, no tiene nada que ver con el mundo de los espíritus puros. El nuestro, a diferencia del angélico, se encuentra todo él transido por la corporalidad. No es como el conductor de un automóvil, el jinete que domina al caballo o el marino que conduce la embarcación, sino como la forma, según hemos dicho, que configura una imagen: no puede existir sin una íntima fusión con la materia. Su tarea consiste en integrar los múltiples elementos de ésta y darles una permanencia, en medio de los cambios y evoluciones que experimente, aunque ella pueda tener una subsistencia posterior de la que nos habla la revelación. Tal vez el nombre de alma resulta insostenible para algunos, pero el lenguaje que otras muchas concepciones modernas utilizan en la explicación del ser viviente -principio vital, entelequia, idea directriz o inmanente y, sobre todo, el término "estructura" empleado por los mismos mecanicistasapunta a esta misma finalidad. Por ello, no es exacta la afirmación de que el ser humano tiene un cuerpo. La categoría del tener no es aplicable en este ámbito de la corporalidad. Habría más bien que decir que el hombre y la mujer son seres corpóreos, espíritus encarnados que actúan y se manifiestan en todas sus expresiones somáticas. La única posibilidad de revelarse, de entrar en comunión con los demás, de expresar su propia palabra, tiene que efectuarse mediante un gesto corporal. Hasta las realizaciones más sublimes del pensamiento están marcadas por este sello, sin poder nunca renunciar a esta fusión con la materia. Sólo es capaz de actuar cuando está comprometido el cuerpo y encuentra en él su apoyo y expresividad. Lo que vulgarmente designamos como cuerpo humano no es uno de los elementos, sino el resultado de esa misteriosa unión, donde el alma ya se encuentra incluida. Su ausencia haría de esa realidad un simple cadáver, un montón de materia disgregada. No existe, pues, dualidad entre el alma y el cuerpo, ya que al adjetivarlos como humanos estamos diciendo que se trata de un alma encarnada o de un cuerpo animado, que es exactamente lo mismo. En esta antropología, vivir corporalmente no constituye para el alma una especie de castigo, rebajamiento o humillación, sino la plenitud de todas sus posibilidades. Al ser un espíritu carnal, necesita constantemente de la materia para realizar cualquiera de sus funciones. 3. Simbolismo y expresividad del cuerpo Por esto la totalidad del cuerpo humano se nos manifiesta también, por otra parte, como una realidad radicalmente distinta de cualquier otro fenómeno viviente. Nuestras estructuras corpóreas tienen una cierta analogía cuando las comparamos con las del mundo animal, por ejemplo. Muchos mecanismos y reacciones poseen un parecido orgánico con las que observamos en otros animales e incluso en los seres animados. Desde este punto de vista, pueden ser objeto de estudio para el zoólogo, el físico, el cirujano o el investigador, que se quedan en el análisis de tales peculiaridades externas. Esta dimensión orgánica, sin embargo, no agota el significado de la corporalidad cuando la adjetivamos como humana. El cuerpo no es un simple elemento de la persona. Es el mismo ser humano quien se revela y comunica a través de esas estructuras. De ahí que su expresividad más profunda no logre descubrirse, si leemos sólo el mensaje de su anatomía o de las leyes biológicas que lo determinan. Un médico podrá indicar la terapia más adecuada para una infección ocular o el método más conveniente para una fractura en la mano, pues cuando observa el ojo o el brazo del paciente no tiene otro objetivo que la curación de tales órganos para que puedan cumplir con una determinada función: la de ver lo mejor posible y poder utilizarla sin otras limitaciones. Los conocimientos necesarios e imprescindibles en el cumplimiento de su misión los habrá aprendido en las clases, libros, hospitales y laboratorios. Pero un estudiante que conozca sólo la anatomía de estos órganos no podrá comprender sin más su auténtico significado hasta que no se enfrente con unos ojos llenos de ternura o sienta el cariño de una caricia. Y es que la mirada y la mano humana no sirven sólo para ver o tocar. Son acciones simbólicas que nos llevan al conocimiento de una dimensión más profunda o sirven para hacerla presente y manifestarla: el cariño que estaba oculto por dentro, en el fondo del corazón.
  • 23. El cuerpo queda de esta manera elevado a una categoría humana, henchido de un simbolismo impresionante, pues hace efectiva una relación personal, sostiene y condiciona la posibilidad de todo encuentro y comunicación. Cualquier expresión corporal aparece de repente iluminada cuando se hace lenguaje y palabra para la revelación de aquel mensaje que se quiere comunicar. Es la ventana por donde el espíritu se asoma hacia fuera, el sendero que utiliza cuando desea acercarse hasta las puertas de cualquier otro ser, la palabra que posibilita un encuentro. Su tarea no consiste principalmente en realizar unas funciones biológicas, indispensables sin duda para la propia existencia, sino en servir, sobre todo, para cumplir con esta otra tarea: la de ser epifanía de nuestro interior personal, palabra y lenguaje que posibilita la comunión con los otros. Por eso la presencia silenciosa de dos cuerpos-almas humanas puede convertirse sin más en un diálogo significativo y con la simple mirada puede darse, a veces, una comunicación mucho más profunda que con la misma conversación. Como un verdadero sacramento, simboliza y hace presente lo que de otra forma no se podría conocer, ni llegaría a existir. Su miseria, como su grandeza y dignidad, no radica en las limitaciones o en las complejidades maravillosas de sus mecanismos, sino en la calidad o bajeza del mensaje que se quiera transmitir. Es la voz que resuena para despertar un diálogo y crear compañía o para descubrir el desprecio y odio que se experimenta. Por el momento no necesitamos más. Sólo hemos querido subrayar esta dimensión comunicativa para caer en la cuenta, desde el principio, de que lo corporal tiene un sentido transcendente, de apertura y revelación, más allá de un enfoque simplemente biológico. El cuerpo humano es algo más que un conjunto anatómico de células vivientes. 4. Hombre y mujer: dos estilos de vida diferentes Ahora bien, esta corporalidad aparece bajo una doble manifestación en el ser humano. El hombre y la mujer constituyen las dos únicas maneras de vivir en el cuerpo, cada uno con su estilo peculiar y con unas características básicas diferentes. Estas diferencias sexuales no radican tampoco exclusivamente en una determinada anatomía. Sus raíces primeras tienen un fundamento biológico en la diversidad de los cromosomas sexuales, que influyen en la formación de la glándula genital (sexo gonádico), encargada de producir las hormonas correspondientes para la formación de los caracteres secundarios de cada sexo. Pero por encima de ella encontramos también una tonalidad especial, que reviste a cada uno con una nota específica. El espíritu se encarna en un cuerpo, que necesariamente tiene que ser masculino o femenino y, por esa permeabilidad absoluta de la que antes hablábamos, la totalidad entera de la persona, desde sus estratos genéticos hasta las expresiones más anímicas, se siente transido por una singular peculiaridad. La sexualidad adquiere así un contenido mucho más extenso que en épocas anteriores, donde quedaba reducida al ámbito de lo exclusivamente genital. Ella designa las características que determinan y condicionan nuestra forma de ser masculina o femenina. Es una exigencia enraizada en lo más profundo de la persona humana. Sólo podemos vivir como hombres o como mujeres. Y el diálogo que surge de la relación entre ambos no tiene, ni puede tener, el mismo significado que el mantenido con las personas de idéntico sexo. En el primer caso, existe una llamada recíproca, que no se da en el otro, como consecuencia de la bisexualidad humana en todos los niveles. En este sentido, el simple hecho de nuestra existencia nos hace diferentes y complementarios hasta convertir cualquier comunicación en un encuentro sexuado. Negar esto supondría un error pedagógico lamentable, ya que nadie puede prescindir de esta dimensión. La meta educativa se centra en que el niño llegue a vivir con plenitud su destino de hombre o mujer, en el que se enmarcan todos los demás componentes psicológicos, afectivos y espirituales de la persona, que especifican y diferencian el género de cada ser. La genitalidad, por el contrario, hace referencia a la base biológica y reproductora del sexo y al ejercicio, por tanto, de los órganos adecuados para esta finalidad. A su esfera pertenecen todas aquellas actividades que mantienen una vinculación más o menos cercana con la función sexual en su sentido estricto. Será siempre una forma concreta de vivir la relación sexual, pero no la única ni tampoco la más frecuente y necesaria. Estas dos dimensiones de la misma persona se hallan a veces vinculadas, aunque en otros muchos momentos no tenga por qué darse esa identificación.
  • 24. Que hombre y mujer mantengan una relación psíquica, complementaria y enriquecedora, no supone introducir ahora ningún otro elemento que haga referencia a la genitalidad. Es más, un síntoma de armonía e integración radica en el hecho de que, aunque esta comunicación sea atractiva, gratificante y enriquecedora, no despierta de inmediato otras resonancias, ni se busca con ella intimidades que pertenecen a la otra esfera. 5. La nostalgia de un encuentro: entre la naturaleza y la cultura A lo largo de todos los tiempos, se ha constatado la llamada recíproca y mutua entre estas dos formas de existir y comportarse. Hombre y mujer se sienten invitados a un diálogo humano, como si buscasen una complementación ulterior que sólo puede alcanzar el uno frente al otro. La explicación de este hecho la encontramos ya en el mito conocido de la media naranja, tal y como Platón lo descubre en El banquete. Cuando Júpiter, temeroso del poder que iba adquiriendo el ser humano, quiere debilitarlo en su fortaleza casi divina, lo parte por la mitad para destrozar su fuerza. Desde entonces cada una camina con la ilusión de un nuevo encuentro, en busca de aquella unidad primera y con la ilusión de recuperar la superioridad perdida. La descripción es significativa para interpretar una vivencia común. La mujer sólo puede descubrirse como tal ante la mirada complementaria del hombre, y el hombre sólo llega también a conocerse cuando se sitúa delante de la mujer. Por ello permanece oculta la nostalgia de una mayor sintonía, que se despierta y explícita en ese deseo mutuo por el que se sienten atraídos. Negar esta llamada sería una nueva forma de represión o ingenuidad. Es cierto que esta polarización de los sexos ha sido elaborada, en gran parte, por la cultura dominante y nadie podrá negar tampoco que semejante cultura contenía un marcado carácter machista. Esto significa, sin duda, que la imagen del eterno femenino no responde en muchos puntos a ningún dato objetivo y realista, sino a otros intereses ocultos del hombre como dominador. Los datos de la naturaleza han sido analizados desde ópticas interesadas, en las que la mujer ha representado, con mucha frecuencia, un papel inferior, negativo y subordinado. Hasta los mismos presupuestos científicos, que han permanecido vigentes durante mucho tiempo, la consideraban como un ser imperfecto, que se ha quedado a medio camino, sin alcanzar el grado pleno de evolución y desarrollo propio del hombre. Por eso, las críticas de muchos contra estas falsificaciones han estado, sin duda, fundamentadas, aunque ahora no entremos en el estudio de esta problemática. Superar los prejuicios colectivos inconscientes y las imágenes estereotipadas que persisten sobre el tema no es trabajo a corto plazo. Tanto en la sociedad civil como en la eclesiástica se requieren nuevas convicciones y actitudes, que impulsen a una mentalidad práctica de signo diferente. A pesar de las declaraciones y denuncias teóricas, queda aún mucho camino que recorrer para que las ideas se traduzcan también a la vida concreta. Decir que existe reciprocidad y complemento no significa, pues, que los contornos de la masculinidad y feminidad estén dibujados con exactitud y justicia. Que la antropología anterior haya absolutizado la visión masculina con evidentes exageraciones no supone, sin embargo, que todos los intentos por precisar esas características hayan sido una pura ilusión. Aunque no sea posible trazar una frontera definida entre los datos culturales y los ofrecidos por la naturaleza, la alteridad y peculiaridades del hombre y de la mujer son de alguna manera irreductibles. A las diferencias biológicas y corporales corresponden otras anímicas, aunque el medio ambiente y la presión social acentúen, eliminen o impongan ciertos patrones de conducta. Es más, me atrevería a decir que lo más importante no es descubrir los diversos tipos de factores que la han determinado, sino constatar el valor y la función que encierran. En todas las culturas ha existido siempre una división de tareas entre ambos sexos, aunque se haya repartido de forma diferente. Ser hombre y ser mujer no son accidentes del ser humano, sino que pertenecen inseparablemente a su esencia. Por eso los psicólogos insisten en la necesidad de esta polarización, aun en la hipótesis de que la tipología de cada uno surgiera exclusivamente de unos condicionamientos culturales. Si no tuviese ninguna otra explicación, habría que aceptarla de todas formas como un fenómeno de enorme valor positivo. No es preciso eliminar su existencia, sino la desigualdad, la alienación y el machismo que tantas veces le ha acompañado.
  • 25. 6. La metáfora del cuerpo: el diálogo entre hombre y mujer Lo que ahora nos interesa, al margen de todas las discusiones que puedan darse, es descubrir el sentido humano de esta alteridad. Si el cuerpo es la gran metáfora del hombre, sería absurdo quedarse en la pura literalidad de esa palabra, sin llegar a comprender la riqueza de su lenguaje simbólico. Cuando el eros se despierta, incluso dentro de una tendencia homófila, provoca una irradiación psíquica agradable, que orienta hacia el punto de atracción. Los elementos constitutivos de ese impulso encierran una dinámica de cercanía y encuentro, pero aquí tampoco es lícita una postura superficial frente a este fenómeno. El símbolo, como el icono, alcanzan su grandeza no por lo que ellos son, sino por el mensaje que encierran, por su función mediadora que abre a otra dimensión oculta y trascendente. Aunque se admire la belleza de una expresión o de una figura, su valor más auténtico radica en el contenido que nos manifiesta. El que se pone de rodillas delante de una madera pintada, por mucha hermosura que encierre, no es para convertirla en un ídolo, sino para abrirse a la experiencia sagrada que nos ofrece, para entrar en contacto con una realidad hacia la que nos acerca a través de su mediación. También el cuerpo, como hemos dicho, es lenguaje, epifanía, comunicación, el único sendero por el que podemos acercarnos a la otra persona y el único camino por el que ella puede responder a mi llamada. En este carácter mediático se encierra toda su riqueza. No es una simple realidad biológica, una mera fuente de placer, una imagen que admira y seduce, sino un símbolo que descubre al ser que lo habita y dignifica. El riesgo que existe es el de quedar seducidos por el encanto y la atracción que también nos brinda, sin llegar hasta el interior de la persona que con él se nos comunica y manifiesta. La seducción del sexo no es para permanecer en su epidermis gustosa, sino para entrar en diálogo con otra persona. Cuando la atención se centra en lo simplemente biológico supone romper por completo su simbolismo, como el idólatra que convierte en dios a un pedazo de madera. Son muchas las formas de convertir la tensión recíproca en una búsqueda interesada, con una dosis profunda de egoísmo, donde el lenguaje pierde todo su contenido humano y enriquecedor. El diálogo se convierte en una palabra inexpresiva y hasta grosera, porque no hay nada profundo que comunicar. Cualquier acercamiento se produce por una simple necesidad. Tanto el cuerpo como la presencia del otro vienen a llenar un vacío. Se anhela y enaltece, porque gratifica, complementa, gusta o entretiene. Todo menos caer en la cuenta de que lo humano de esta relación exige un mensaje interpersonal. El otro permanece ignorado para utilizar solamente lo más secundario de su ser. Cuando el encuentro sexual, en este sentido amplio del que ahora hablamos, se reduce a la superficie, permanece cautivo de las manifestaciones más externas y secundarias o no termina, más allá de las apariencias, en el interior de la otra persona, la sexualidad humana ha muerto. Hemos matado lo único que la vivifica y se ha postergado a un nivel radicalmente distinto e inferior. En la novela La condición humana, A. Mairaux pone en boca de una chica, cuando sufría la amenaza de la violación, una frase que nunca debería olvidarse en este campo: "Yo soy también el cuerpo que tú quieres que sea solamente". Y ya dijimos que, cuando del cuerpo se elimina el espíritu, sólo resta un pedazo de carne. Todavía existe un paso ulterior, en el que el hombre y la mujer alcanzan una comunión más honda y vinculante, a través de la genitalidad. El impulso sexual lleva, en ocasiones, hasta el abrazo de los cuerpos como la meta final de todo un proceso evolutivo. ¿Qué significado reviste este gesto corporal? ¿Cuál es el simbolismo y la finalidad que manifiesta? 7. La dimensión genital La conducta instintiva es una forma de comportamiento innata, sin necesidad de ningún aprendizaje, que aparece como la respuesta del organismo ante un estímulo específico. El gesto de mamar por parte del niño desde su nacimiento o el picoteo del ave al salir del cascarón son ya una reacción de ese tipo. Los mecanismos del impulso genital tienen una estructura biológica bastante parecida a la de cualquier otro instinto, y los múltiples elementos que entran en juego para ponerlos en movimiento son semejantes en casi todas las especies. Todos ellos poseen una teleología hacia el apareamiento en los animales y la entrega corporal en el ser humano.
  • 26. Hablar, sin embargo, de la pulsión sexual como si se tratara de un fenómeno idéntico al instinto de los animales, sería un lamentable error, pues la orientación y sentido de la sexualidad animal no pueden identificarse con la humana, aunque existan ciertos elementos comunes. Si queremos descubrir su valor específico, hay que partir de la radical diferencia entre el comportamiento de la persona y las reacciones que se observan en otros niveles inferiores de la vida. Al observar la conducta sexual del animal, se constata de inmediato su evidente finalidad procreadora. El mecanismo interno de los ciclos del estro depende de las diferentes hormonas que lo despiertan y estimulan, pero sólo tiene lugar en aquellos momentos en que la fecundación se hace posible. El hecho indica un marcado carácter fecundo. La concepción constituye siempre el término final del apareamiento, ya que la sexualidad no parece tener otra meta, al menos a primera vista, y queda perfectamente regulada por la fisiología de su ciclo. Cuando la parada no se efectúa durante el tiempo de la ovulación, existen mecanismos accesorios para la guarda y retención del esperma, a fin de obtener con posterioridad el único objetivo: la reproducción y subsistencia de la especie. La misma limitación de la prole se realiza de una forma natural y espontánea, en función de otras circunstancias que la etología moderna ha podido conocer y examinar con mayor precisión. Cuando las crías, por ejemplo, resultan inaceptables por la densidad excesiva del espacio vital, el impulso genésico se apaga e imposibilita nuevos nacimientos. La demografía queda así regulada por un descenso del instinto sexual. En este sentido puede decirse que el sexo, en el mundo de los animales, encierra una teleología armoniosa para conseguir su destino procreador. 8. El destino procreador: un horizonte incompleto A medida que se avanza hacia los primates, se comienza a constatar un uso del sexo, que excede a las necesidades de la reproducción. Este fenómeno alcanza en el hombre una evidencia completa. Existe una desarmonía profunda entre la búsqueda de la procreación y el deseo que invita y estimula al encuentro de la pareja. Cuando la fecundidad no es posible -períodos agenésicos normales, época de embarazo, lactancia o menopausia-, la llamada sexual puede levantar su voz. Aquí se da, en contraposición a lo observado en los animales, una escasa fertilidad, pero unida a una atracción genésica permanente. El hombre busca la entrega corporal fuera de los tiempos fecundos y el índice de su dimensión procreadora se revela, por el contrario, muy pequeño en relación con el ejercicio de su sexualidad. Ésta aparece como un lujo inútil y exuberante, como una abundancia superflua, si su destino exclusivo fuera la función reproductora. ¿Cuál es, entonces, el sentido pleno que encierra? Es cierto que el estudio y análisis de todo su complejo maravilloso, desde cualquier perspectiva que se examine, nos confirman su ineludible orientación hacia la fecundidad. Excluir que el hijo está completamente dentro de su horizonte sería cerrar los ojos a una realidad que se impone por sí misma. Todo el proceso gonádico, hormonal, anatómico y psicológico, en sus diferentes etapas y reacciones, está programado para que esta finalidad pueda alcanzarse, y en sus mismas estructuras biológicas aparece escrito con evidencia este mensaje, que no se debe ocultar o reducir al silencio. La respuesta sexual humana está tejida por una serie de mecanismos fisiológicos que preparan a la pareja para que cumpla con su función procreadora. El ser humano, cuando se deja conducir por los datos que detecta en su naturaleza, llega sin dificultades a esta conclusión. De la misma manera que el ojo es un órgano que sirve para ver o el oído posibilita la captación de sonidos, la sexualidad tiene como destino y tarea la procreación. En todas las épocas y culturas, aun cuando los otros aspectos se mantuvieran más en el olvido, este otro permanecía firme e inalterable. El hijo aparecía siempre como una consecuencia posible de todo el proceso. Decir, sin embargo, que posee esa orientación no significa que haya de realizarse en cada gesto, lo mismo que se puede dejar de ver o escuchar aquello que no interesa, aunque cada sentido esté destinado para cumplir con una determinada función. Pero de igual modo que no podemos negar esta dimensión, tampoco es lícito limitarse a ella, como si agotara por completo todo su significado. Habría que insistir de nuevo en el simbolismo de la corporalidad como lenguaje de una comunicación más humana y personalista. Una reducción de este tipo imposibilitaría comprender el auténtico valor de la sexualidad, de la misma manera que las expresiones de un rostro no sirven sólo para distinguir en un fichero a los diferentes individuos. Es