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PALABRAS SOBRE EL TERRORISMO
                        Por Lácides Martínez Ávila

Para hablar sobre el terrorismo, conviene precisar, primeramente, qué se
entiende por terrorismo. Hasta donde entiendo, se considera terrorismo el uso
de la violencia con fines políticos o ideológicos, apartándose de los parámetros
y condicionamientos de una guerra convencional.

A partir de esta definición, se pueden suscitar varias ideas. Una de ellas es
que, si todo acto de violencia política o ideológica que se salga de los
lineamientos o normas internacionales de una guerra convencional, es
terrorismo, entonces no cabe la menor duda de que los distintos grupos
armados ilegales que operan en Colombia han cometido actos terroristas, por
más que ellos rechacen este calificativo e independientemente de que el
Gobierno nacional o los Estados Unidos manifiesten que lo son o que no lo
son.

Pero en este mismo orden de ideas, también se pueden considerar actos
terroristas todos aquellos actos de guerra (aunque se trate de una guerra
convencional) cuyos efectos recaigan sobre la población civil, como suele
ocurrir hoy con los famosos bombardeos aéreos, que muchas veces alcanzan
blancos u objetivos no elegidos o mal elegidos, causando estragos entre la
comunidad no combatiente.

Asimismo, existe el que se denomina terrorismo de Estado, que es aquel que
comete un Estado contra sus propios ciudadanos por diferencias políticas,
ideológicas o religiosas.

Una característica indiscutible del terrorismo es que, independientemente de la
causa política o ideológica que lo inspire, su propósito inmediato es el de
producir pánico y zozobra entre la población. Esto nos indica que el terrorismo,
además de tenar una finalidad mediata o lejana, tiene al mismo tiempo una
finalidad inmediata. La finalidad mediata es la de lograr cambiar la situación
que lo originó y la inmediata, la de provocar caos y confusión en la sociedad
como manera de ejercer presión directa o indirecta sobre su adversario, que
por lo general no es otro que el mismo Estado.

Se cree que lo que los terroristas persiguen con propagar el pánico entre la
comunidad, es coaccionar a ésta para que actúe de acuerdo con los deseos de
ellos, a la vez que buscan la desestabilización del Estado causando el mayor
caos posible, a fin de precipitar así una transformación radical del orden
existente.

De otra parte, el terrorismo es un fenómeno que hay que analizar y considerar
no sólo en sus manifestaciones o efectos, sino sobre todo en las causas que le
dan origen. Es cierto que el terrorismo es una acción de consecuencias o
resultados indeseables, y la mayoría de las veces infructuosa. Pero también es
cierto que es producto de la desesperación y la impotencia de sus autores por
querer y no poder cambiar un estado de cosas que, según ellos, merece y debe
cambiarse. Siendo así, tenemos entonces que la culpabilidad o responsabilidad
del terrorismo no es sólo del que lo comete, sino que es compartida entre el
que lo comete y el que da motivos para que se cometa.

Claro está que el que reconozcamos que la culpa del terrorismo no sólo la tiene
el que la comete sino también el que da motivos para que se cometa, no quiere
decir, en modo alguno, que justifiquemos el terrorismo o que estemos de
acuerdo con él: una cosa es que haya motivos para que alguien cometa actos
terroristas, y otra el que esos motivos sean justos o razonables. Nosotros,
particularmente, no justificamos actos de violencia en ningún caso, por grandes
que sean los motivos o la injusticia que los originen.

En nuestra opinión, no corresponde a ningún ser humano combatir las
injusticias ajenas. Sólo de Dios es potestad juzgar --y castigar, si a bien lo
tiene-- las injusticias que cometen los demás, bien sea que nos afecten o no. A
nosotros únicamente nos corresponde procurar no cometer ninguna contra
nadie.

Es ésta una verdad muy profunda, casi nunca entendida ni mucho menos
aceptada por el común de la gente. Pero en ella han convenido los más
grandes sabios y pensadores de la historia. Baste recordar dos sublimes
pensamientos de Platón: “De tantas opiniones diversas, la única
inquebrantable es la de que vale más recibir una injusticia que cometerla”, y:
“Jamás debemos devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie, por
grande que sea el daño que se nos haya causado”. Y ni qué decir de todo lo
que las Sagradas Escrituras nos han enseñado al respecto. Por ejemplo: “No
te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo” (Lv.19.18); “bendecid
a los que os persiguen” (Ro.12.14); “no paguéis a nadie mal por mal” (Ro. 12.
17); “no os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira
de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así
que si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer si tuviere sed, dale de beber”
(Ro.12.19).

La generalidad de las personas no observa estas enseñanzas, y más bien
procede, de modo irreverente, a darles una interpretación sesgada y amañada,
conforme a sus mundanales intereses. A muchas de ellas probablemente hasta
les causará risa el que se invoquen los textos sagrados para tratar asuntos de
carácter político. Pero ello se debe a que tales personas se dejan guiar más por
su externa personalidad que por su interna espiritualidad. Si hicieran esto
último, comprenderían la profunda verdad y eterna validez de estas
enseñanzas.

Especialmente quienes creemos en la idea de la salvación o evolución
espiritual y dialéctica hacia lo divino, no debemos olvidar en ningún momento
estos sagrados preceptos, sino, por el contrario, practicarlos en toda ocasión,
teniendo en cuenta una verdad muy obvia, pero que a veces olvidamos, y es la
de que la salvación no depende de los actos ajenos, sino exclusivamente de
los propios.
Casi siempre que se reacciona contra una injusticia recibida, se suele incurrir
en otra injusticia, no pocas veces mayor que aquélla. Éste es el error en que
incurren no sólo los terroristas, sino todos aquellos individuos y grupos que,
olvidándose de Dios, verdadero y supremo juez del universo, pretenden “hacer
justicia” por su propia mano. Semejante proceder, como queda dicho, no es
aceptable a la luz de las enseñanzas divinas, por muy válidas que sean las
razones del inconformismo que lo motive. Cabe aplicar aquí la conocida frase
de Confucio que reza: “Nunca respondas a una palabra airada con otra palabra
airada; es la segunda la que provoca la riña”.

Algo que, hoy por hoy, conviene tener en cuenta cuando oigamos hablar de
terrorismo es el manejo que se le viene dando el significado de esta palabra
especialmente por parte de los Estados Unidos. Parece evidente que para el
gobierno norteamericano terrorismo es todo acto que vaya en contra de los
intereses de los Estados Unidos, tal como viene ocurriendo desde hace algún
tiempo con el término corrupción, que tanto les gusta a los dirigentes del norte
emplear para referirse a determinados gobiernos que no se pliegan a sus
pretensiones o exigencias.

Desaparecido el argumento o pretexto de la expansión del comunismo en
Occidente, del que los Estados Unidos solían servirse para combatir o
arrinconar a algún gobierno que no accediera a sus exigencias, han procedido
a valerse entonces de términos corno la corrupción, el narcotráfico y ahora
parece que el terrorismo. Así que debemos tener cuidado y no dejarnos
confundir cuando escuchemos hablar, por ejemplo, de “una cruzada mundial
contra el terrorismo”.

Por último, también es bueno señalar que el terrorismo tiene un carácter
relativo: todo acto terrorista lo sigue siendo sólo siempre y cuando aquellos que
lo cometen no triunfen en sus aspiraciones políticas o ideológicas, porque, en
caso de que lleguen a triunfar, sus actos ya, en vez de terroristas, pasarán a
llamarse actos de guerra, de liberación o algo por el estilo. Obsérvese, si no,
cómo, después de la Segunda Guerra Mundial, el genocidio cometido por los
Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki ha sido visto y se sigue viendo y
juzgando de distinta manera --con más indulgencia-- que el cometido por
Alemania sobre los judíos, siendo ambos igual de atroces, bárbaros y salvajes.

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  • 1. PALABRAS SOBRE EL TERRORISMO Por Lácides Martínez Ávila Para hablar sobre el terrorismo, conviene precisar, primeramente, qué se entiende por terrorismo. Hasta donde entiendo, se considera terrorismo el uso de la violencia con fines políticos o ideológicos, apartándose de los parámetros y condicionamientos de una guerra convencional. A partir de esta definición, se pueden suscitar varias ideas. Una de ellas es que, si todo acto de violencia política o ideológica que se salga de los lineamientos o normas internacionales de una guerra convencional, es terrorismo, entonces no cabe la menor duda de que los distintos grupos armados ilegales que operan en Colombia han cometido actos terroristas, por más que ellos rechacen este calificativo e independientemente de que el Gobierno nacional o los Estados Unidos manifiesten que lo son o que no lo son. Pero en este mismo orden de ideas, también se pueden considerar actos terroristas todos aquellos actos de guerra (aunque se trate de una guerra convencional) cuyos efectos recaigan sobre la población civil, como suele ocurrir hoy con los famosos bombardeos aéreos, que muchas veces alcanzan blancos u objetivos no elegidos o mal elegidos, causando estragos entre la comunidad no combatiente. Asimismo, existe el que se denomina terrorismo de Estado, que es aquel que comete un Estado contra sus propios ciudadanos por diferencias políticas, ideológicas o religiosas. Una característica indiscutible del terrorismo es que, independientemente de la causa política o ideológica que lo inspire, su propósito inmediato es el de producir pánico y zozobra entre la población. Esto nos indica que el terrorismo, además de tenar una finalidad mediata o lejana, tiene al mismo tiempo una finalidad inmediata. La finalidad mediata es la de lograr cambiar la situación que lo originó y la inmediata, la de provocar caos y confusión en la sociedad como manera de ejercer presión directa o indirecta sobre su adversario, que por lo general no es otro que el mismo Estado. Se cree que lo que los terroristas persiguen con propagar el pánico entre la comunidad, es coaccionar a ésta para que actúe de acuerdo con los deseos de ellos, a la vez que buscan la desestabilización del Estado causando el mayor caos posible, a fin de precipitar así una transformación radical del orden existente. De otra parte, el terrorismo es un fenómeno que hay que analizar y considerar no sólo en sus manifestaciones o efectos, sino sobre todo en las causas que le dan origen. Es cierto que el terrorismo es una acción de consecuencias o resultados indeseables, y la mayoría de las veces infructuosa. Pero también es cierto que es producto de la desesperación y la impotencia de sus autores por querer y no poder cambiar un estado de cosas que, según ellos, merece y debe
  • 2. cambiarse. Siendo así, tenemos entonces que la culpabilidad o responsabilidad del terrorismo no es sólo del que lo comete, sino que es compartida entre el que lo comete y el que da motivos para que se cometa. Claro está que el que reconozcamos que la culpa del terrorismo no sólo la tiene el que la comete sino también el que da motivos para que se cometa, no quiere decir, en modo alguno, que justifiquemos el terrorismo o que estemos de acuerdo con él: una cosa es que haya motivos para que alguien cometa actos terroristas, y otra el que esos motivos sean justos o razonables. Nosotros, particularmente, no justificamos actos de violencia en ningún caso, por grandes que sean los motivos o la injusticia que los originen. En nuestra opinión, no corresponde a ningún ser humano combatir las injusticias ajenas. Sólo de Dios es potestad juzgar --y castigar, si a bien lo tiene-- las injusticias que cometen los demás, bien sea que nos afecten o no. A nosotros únicamente nos corresponde procurar no cometer ninguna contra nadie. Es ésta una verdad muy profunda, casi nunca entendida ni mucho menos aceptada por el común de la gente. Pero en ella han convenido los más grandes sabios y pensadores de la historia. Baste recordar dos sublimes pensamientos de Platón: “De tantas opiniones diversas, la única inquebrantable es la de que vale más recibir una injusticia que cometerla”, y: “Jamás debemos devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie, por grande que sea el daño que se nos haya causado”. Y ni qué decir de todo lo que las Sagradas Escrituras nos han enseñado al respecto. Por ejemplo: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo” (Lv.19.18); “bendecid a los que os persiguen” (Ro.12.14); “no paguéis a nadie mal por mal” (Ro. 12. 17); “no os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer si tuviere sed, dale de beber” (Ro.12.19). La generalidad de las personas no observa estas enseñanzas, y más bien procede, de modo irreverente, a darles una interpretación sesgada y amañada, conforme a sus mundanales intereses. A muchas de ellas probablemente hasta les causará risa el que se invoquen los textos sagrados para tratar asuntos de carácter político. Pero ello se debe a que tales personas se dejan guiar más por su externa personalidad que por su interna espiritualidad. Si hicieran esto último, comprenderían la profunda verdad y eterna validez de estas enseñanzas. Especialmente quienes creemos en la idea de la salvación o evolución espiritual y dialéctica hacia lo divino, no debemos olvidar en ningún momento estos sagrados preceptos, sino, por el contrario, practicarlos en toda ocasión, teniendo en cuenta una verdad muy obvia, pero que a veces olvidamos, y es la de que la salvación no depende de los actos ajenos, sino exclusivamente de los propios.
  • 3. Casi siempre que se reacciona contra una injusticia recibida, se suele incurrir en otra injusticia, no pocas veces mayor que aquélla. Éste es el error en que incurren no sólo los terroristas, sino todos aquellos individuos y grupos que, olvidándose de Dios, verdadero y supremo juez del universo, pretenden “hacer justicia” por su propia mano. Semejante proceder, como queda dicho, no es aceptable a la luz de las enseñanzas divinas, por muy válidas que sean las razones del inconformismo que lo motive. Cabe aplicar aquí la conocida frase de Confucio que reza: “Nunca respondas a una palabra airada con otra palabra airada; es la segunda la que provoca la riña”. Algo que, hoy por hoy, conviene tener en cuenta cuando oigamos hablar de terrorismo es el manejo que se le viene dando el significado de esta palabra especialmente por parte de los Estados Unidos. Parece evidente que para el gobierno norteamericano terrorismo es todo acto que vaya en contra de los intereses de los Estados Unidos, tal como viene ocurriendo desde hace algún tiempo con el término corrupción, que tanto les gusta a los dirigentes del norte emplear para referirse a determinados gobiernos que no se pliegan a sus pretensiones o exigencias. Desaparecido el argumento o pretexto de la expansión del comunismo en Occidente, del que los Estados Unidos solían servirse para combatir o arrinconar a algún gobierno que no accediera a sus exigencias, han procedido a valerse entonces de términos corno la corrupción, el narcotráfico y ahora parece que el terrorismo. Así que debemos tener cuidado y no dejarnos confundir cuando escuchemos hablar, por ejemplo, de “una cruzada mundial contra el terrorismo”. Por último, también es bueno señalar que el terrorismo tiene un carácter relativo: todo acto terrorista lo sigue siendo sólo siempre y cuando aquellos que lo cometen no triunfen en sus aspiraciones políticas o ideológicas, porque, en caso de que lleguen a triunfar, sus actos ya, en vez de terroristas, pasarán a llamarse actos de guerra, de liberación o algo por el estilo. Obsérvese, si no, cómo, después de la Segunda Guerra Mundial, el genocidio cometido por los Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki ha sido visto y se sigue viendo y juzgando de distinta manera --con más indulgencia-- que el cometido por Alemania sobre los judíos, siendo ambos igual de atroces, bárbaros y salvajes.