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CONSIDERACIONES SOBRE LA VIOLENCIA Y LA PAZ EN
                    COLOMBIA

                        Por Lácides Martínez Ávila

Para poder entender el problema del conflicto armado en Colombia, hay
que empezar por aceptar el hecho incuestionable de que la guerrilla surgió
como reacción contra un estado de cosas plagado de injusticia social,
fraudes, crímenes y corrupción político-administrativa. Un estado de cosas
provocado por una minoría humana que detenta y disfruta
hedonísticamente la mayor parte de los bienes y riquezas nacionales,
mientras la mayoría de la población se debate en la pobreza, el hambre y
las privaciones de toda índole.

Tal es sin duda la realidad que dio origen al movimiento guerrillero en
Colombia, cuyos precursores debieron de llegar a la conclusión --verdadera
o no-- de que por las vías democráticas o electorales era imposible lograr
cambiar las cosas, como lo inducen a pensar, entre otros hechos, los
asesinatos de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, la matanza de las
Bananeras, la carnicería antiliberal emprendida por Laureano Gómez y su
ministro Roberto Urdaneta Arbeláez, y las conspiraciones plutocráticas
contra los gobiernos sociales de López Pumarejo y Gustavo Rojas Pinilla
respectivamente. Por eso quizá decidieron escoger el camino de las armas.

Pero si bien es cierto que lo que se acaba de expresar en los dos párrafos
precedentes explica el surgimiento y existencia de la guerrilla en Colombia,
no menos cierto es que ello no lo justifica en modo alguno, toda vez que no
corresponde a ningún ser humano combatir las injusticias ajenas. Sólo a
Dios corresponde juzgar --y castigar, si a bien lo tiene-- las injusticias que
los demás cometen, bien sea que nos afecten o no. A nosotros solamente
nos corresponde cuidarnos de no cometer ninguna contra nadie.

Es ésta una profunda verdad casi nunca entendida, ni mucho menos
aceptada, por el común de la gente. Pero en ella han convenido los más
grandes sabios y pensadores de la historia. Baste recordar dos sublimes
pensamientos de Platón: “De tantas opiniones diversas, la única
inquebrantable es la de que vale más recibir una injusticia que cometerla”,
y: “Jamás debemos devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie,
por grande que sea el daño que nos haya causado”. Y ni qué decir de todo
lo que las Sagradas Escrituras nos han enseñado al respecto. Por ejemplo:
“No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo”; “bendecid a
los que os persiguen”; “no paguéis a nadie mal por mal”; “no os venguéis
vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque
escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu
enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber”.

La generalidad de las personas no observa estas enseñanzas, y más bien
procede, de modo irreverente, a darles una interpretación sesgada,
conforme a sus mundanales y particulares intereses. A muchas de ellas
hasta les causa risa el que se invoquen los textos sagrados para tratar
asuntos de carácter político. Pero ello sucede porque tales personas suelen
dejarse guiar por su externa personalidad, antes que por su interna
espiritualidad. Si hiciesen esto último, comprenderían claramente la
profunda verdad y eterna validez de estas enseñanzas.

Particularmente quienes creemos en la idea del retorno o evolución
dialéctica hacia lo divino, no debemos olvidar dicha verdad, sino, por el
contrario, practicarla en todo momento y lugar, pues una realidad muy
obvia, pero que a veces olvidamos, es la de que la salvación –prefiérase
decir “la vuelta a Dios”-- no depende de los actos ajenos, sino únicamente
de los propios.

Casi siempre que se reacciona contra una injusticia recibida, se suele
incurrir en otra injusticia, no pocas veces mayor que aquélla. Éste es el
error en que ha incurrido la guerrilla colombiana, que es el mismo en que a
han incurrido, a nivel mundial, los comunistas, quienes, habiendo hecho un
diagnóstico correcto de la situación social en el planeta, han cometido el
inexcusable desacierto de pretender hacer justicia por su propia mano,
dejando de lado a Dios, el verdadero y supremo juez del universo. Cabe
recordar aquí la frase del filósofo chino Confucio: “Nunca respondas a una
palabra airada con otra palabra airada: es la segunda la que provoca la
riña”.

Sin embargo, ¿cómo ha contrarreaccionado, a su vez, la privilegiada
minoría detentadora del poder y de las riquezas, ante el injustificado
accionar de la guerrilla? En lugar de reconocer la injusticia encarnada en el
acaparamiento y la concentración de riquezas, que ella mantiene, lo que ha
hecho es agregar otra injusticia a la primera, cuando, enceguecida por su
insaciable codicia y sed de tenencia, ha optado por responder a la violencia
con más violencia. Al mismo tiempo, ha ampliado y perfeccionado su
inextricable red de subterfugios, falacias y engaños para hacer ver como
democracia un régimen que a todas luces es excluyente, plutocrático y
contrario a los intereses y necesidades de la mayoría.
En virtud de ello y, dicho sea de paso, seducida por políticas foráneas
ampliamente conocidas, ha afianzado en los últimos años el modelo de
desarrollo económico neoliberal, que no ha hecho otra cosa que echarle
leña al fuego, pues, como se sabe, dicho modelo ahonda la brecha entre
ricos pobres y propicia la acumulación desproporcionada de la riqueza en
unas pocas manos, en la medida en que la llamada “libre competencia”,
bajo el impulso de la ley de la oferta y la demanda, conlleva
indefectiblemente a la conformación y consolidación de grandes
oligopolios y monopolios, vinculados por regla general al capital
extranjero.

Así las cosas, a esa minoría, privilegiada de la fortuna material, sólo le
quedan dos opciones frente al conflicto guerrillero, si aspira a conseguir la
paz: o volverse solidaria, o emprender una guerra total antisubversiva de
impredecibles consecuencias. Si escoge la primera, deberá estar dispuesta a
desprenderse de alguna porción de sus riquezas. No se trata, por supuesto,
de que se deshaga de éstas y que las reparta entre los pobres, no; sino de
que sacrifique, al menos, parte de las mismas en beneficio de aquellos que
poco o nada tienen. Ojalá tuvieran en cuenta este mandato bíblico: «Los
ricos en este mundo no piensen altivamente ni pongan su esperanza en la
incertidumbre de las riquezas, sino en Dios que da opulentamente todas las
cosas para que gocemos de ellas, para que hagamos el bien, para que
seamos ricos en obras buenas, dispuestos a distribuir y a compartir» (1 Tim
6, 17).

Si decide hacerlo, lo ideal sería que ello se debiese a un verdadero
sentimiento de filantrópico altruismo, de humanitaria benevolencia; a un
sincero deseo de emanciparse del egoísmo y la codicia. Resulta evidente
que la situación social, no únicamente de Colombia sino del mundo, sólo se
arreglará cuando los ricos se preocupen verdaderamente por los pobres, al
menos en el mismo grado en que se preocupan por sus mascotas. En tal
caso, su ayuda a los necesitados sería una ayuda sincera y efectiva,
producto de esa preocupación; no se trataría de una simple ayuda formal
como para cumplir y guardar las apariencias, sino de una ayuda realmente
sincera, surgida del corazón. No se trata, ni mucho menos, de que tengan
que renunciar a sus riquezas, ni siquiera a su hedonista ambición, no; no es
necesario que los ricos se vuelvan pobres, ni que los pobres se vuelvan
ricos. Sólo se requiere que el que tiene ame al que no tiene y se preocupe
real y efectivamente por él.

Pero, aunque la clase acaudalada no sea capaz de abrazar estos nobles
sentimientos, tendrá de todas maneras que optar por una conducta solidaria
en razón de su propia seguridad, pues es claro que, a medida que avanza el
empobrecimiento de la población y se deterioran sus condiciones de vida,
va aumentando la degradación social y habrá, en consecuencia, mayor
inestabilidad e inseguridad ciudadanas, resultándoles imposible a los ricos,
en tales circunstancias, disfrutar plenamente de sus fortunas.

“Es evidente, por lo que pasa en el mundo, que los ricos no puedan
sobrevivir tranquilamente en un mundo de miserables --escribió el director
de la Escuela Nacional de Economía de la Universidad Autónoma de
México y Maestro emérito de la misma, Horacio Flores De la Peña, en una
crítica al neoliberalismo--. El terrorismo, la inseguridad personal, el auge
del crimen organizado y la inestabilidad política son solamente el inicio de
la demostración de esta ley social”.

Si escoge la segunda opción, la de la guerra total antisubversiva, la
mencionada minoría dominante se verá abocada a auspiciar una despiadada
carnicería humana, bañando aún más de sangre el territorio patrio. Al
respecto, no pocas veces se han escuchado voces clamando por una
solución bélico-militar al conflicto guerrillero colombiano. Pero casi
siempre quienes esto hacen son personas alejadas de los frentes de batalla,
que no se atreverían a empuñar un fusil e irse a combatir en el monte, ni
tienen hijos u otros seres queridos enrolados en las filas del ejército, la
guerrilla o las autodefensas. Así resulta fácil pregonar y aupar la guerra.

Además, seguramente una solución bélico-militar le significaría a la clase
dominante un mayor sacrificio económico que el que tendría que hacer si
optara por una solución pacífica basada en la solidaridad, en virtud de la
cual accediese a la realización de grandes y estructurales reformas dentro
del Estado orientadas a mejorar las condiciones de vida de las amplias
masas populares. Ello, sumado al hecho de que, si se llegase a debelar la
insurgencia, dejando intactas las condiciones socioeconómicas que la
originaron, subsistirá siempre la amenaza de que vuelvan a surgir otros
movimientos subversivos, pues, como alguien dijera, “una paz conseguida
a punta de bayonetas no es más que una tregua”.

Otro aspecto importante que se debe tener en cuenta para tratar de hallarle
una solución negociada al conflicto con la guerrilla, es evitar caer en el
frecuente error de desconocer que ésta, pese a los desafueros y excesos que
el devenir de la lucha armada la ha llevado a cometer, sigue conservando
aún una ideología política, la cual se halla expresada en los distintos puntos
de la agenda de negociación convenida con el Gobierno de Pastrana.
Precisamente, en estos puntos es donde deben centrarse el análisis y la
discusión de los negociadores cuando se inicie cualquier proceso de paz
con la guerrilla, pues son ellos los que pondrán a prueba la verdadera
voluntad de arreglo de las partes con miras a la obtención de la paz social.

Conviene, asimismo, considerar que cuando en un país, cualquiera que sea,
surgen grupos opositores al régimen imperante, no hay duda de que
también buscan el bien patrio, aunque desde una perspectiva diferente.
Siendo así, no existen razones para no establecer diálogo con ellos y
escuchar sus planteamientos, algunos de los cuales podrían ser válidos, y
tener de ese modo la ocasión de hacerles ver en qué están ellos, a su vez,
equivocados.

No debería, entonces el Estado o el Gobierno tomar a las fuerzas
insurgentes como su más encarnizado enemigo, pues, al fin y al cabo, no
son más que compatriotas con una visión política distinta de la oficial.
Debería, más bien, mirarlas y tratarlas como lo haría un buen padre al hijo
que se rebela contra las normas o disposiciones familiares y se marcha del
hogar: lo llamaría, naturalmente, al diálogo y a la concordia, averiguando
sobre el motivo de su rebeldía, las cosas que lo incomodan y lo que debería
hacerse para que regrese a casa; le haría, además, las concesiones que
fuesen necesarias y le exigiría, a su vez, otras tantas a él.

En suma, para que un proceso de paz cualquiera pueda llegar a feliz
término, se requieren, a nuestro juicio, tres condiciones esenciales: que las
distintas partes tengan siempre presente y en cuenta o Dios en cada uno de
sus planteamientos e intervenciones; que las asista un profundo y sincero
deseo de entendimiento y conciliación, y que las anime un elevado espíritu
de justicia y equidad.

El paso más acertado que pueda darse al tratar de hallarle solución o
arreglo a una controversia, es invocar la mediación divina, por cuanto Dios,
como se sabe, es el Juez Supremo y única autoridad infalible del universo.
De Él ha de provenir, en últimas, toda corriente de paz y armonía: “Y yo
daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar
de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasará por vuestro país
(Lv. 26.6).

Ante todo, las partes en conflicto deben pedirle a Dios ayuda para lograr,
en primer lugar, una transformación interna sin la cual no es posible lograr
la paz externa. A este respecto ha dicho el sabio indio Jiddu Krishnamurti:
“La paz es interna y no externa; sólo puede haber paz y felicidad en el
mundo cuando el individuo --que es el mundo--                  se consagra
definitivamente a alterar las causas que dentro de él mismo producen
confusión, sufrimiento, odio, etc.”.
En cuanto a la sinceridad con que debe obrar cada una da las partes, es
preciso decir que, en muchos casos, cuando un proceso de paz fracasa, se
debe a que se ha llegado a la mesa de negociación, no tanto con la veraz
intención de dar y sacrificarse en aras de la concordia perdida, como con el
velado propósito de sacar provecho y salir de allí en posición ventajosa
sobre la otra parte.

Si cada bando litigante llegara a la mesa de negociación con la sincera
intención de dar, más que de recibir, consciente de que cualquier sacrificio
en favor de la paz, por grande que sea, siempre resultará menos gravoso
que la guerra, entonces el éxito del proceso de paz estaría garantizado de
antemano.

La otra condición para que un proceso de paz fructifique es el espíritu de
justicia con que cada parte debe emprender la negociación, pues no hay
duda de que la paz es consecuencia de la justicia, como la misma Biblia lo
dice: “Y el efecto de la justicia será la paz” (Is. 32.17).

Cuando se trata de conflictos sociales, como es el caso colombiano, resulta
evidente que no podrá haber paz si no hay justicia social. La paz hay que
concebirla, respecto de la justicia social, tal como concibió Séneca el placer
respecto de la virtud. Para este filósofo, el placer era simplemente un bien
sobrevenido, es decir, algo que no se puede querer ni buscar directamente,
sino que acompaña a la realización plena de otra actividad (la virtud), como
las flores que crecen en un campo de trigo y lo embellecen por añadidura,
sin haberlas sembrado ni buscado; otro fue, en tal caso, el propósito del
labrador --obtener una buena cosecha--, siendo las flores productos
accidentales.

Igual cosa ocurre con la justicia social y la paz. La justicia social es, como
la virtud, un bien apetecible por sí mismo, y la paz, como el placer, un
resultado concomitante. En el símil de Séneca, la justicia social equivaldría
al cultivo de trigo, y la paz, a las flores que lo embellecen, de donde se
concluye que, si se quiere alcanzar la paz, el objetivo principal que hay que
trazarse no es la paz sino la justicia social: una vez alcanzada ésta, la paz
llegará por añadidura.

Tal es nuestra manera de ver el conflicto armado colombiano y el camino
que debería seguirse para lograr un acuerdo de paz con la guerrilla
colombiana.

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Consideraciones sobre la violencia y la paz en colombia

  • 1. CONSIDERACIONES SOBRE LA VIOLENCIA Y LA PAZ EN COLOMBIA Por Lácides Martínez Ávila Para poder entender el problema del conflicto armado en Colombia, hay que empezar por aceptar el hecho incuestionable de que la guerrilla surgió como reacción contra un estado de cosas plagado de injusticia social, fraudes, crímenes y corrupción político-administrativa. Un estado de cosas provocado por una minoría humana que detenta y disfruta hedonísticamente la mayor parte de los bienes y riquezas nacionales, mientras la mayoría de la población se debate en la pobreza, el hambre y las privaciones de toda índole. Tal es sin duda la realidad que dio origen al movimiento guerrillero en Colombia, cuyos precursores debieron de llegar a la conclusión --verdadera o no-- de que por las vías democráticas o electorales era imposible lograr cambiar las cosas, como lo inducen a pensar, entre otros hechos, los asesinatos de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, la matanza de las Bananeras, la carnicería antiliberal emprendida por Laureano Gómez y su ministro Roberto Urdaneta Arbeláez, y las conspiraciones plutocráticas contra los gobiernos sociales de López Pumarejo y Gustavo Rojas Pinilla respectivamente. Por eso quizá decidieron escoger el camino de las armas. Pero si bien es cierto que lo que se acaba de expresar en los dos párrafos precedentes explica el surgimiento y existencia de la guerrilla en Colombia, no menos cierto es que ello no lo justifica en modo alguno, toda vez que no corresponde a ningún ser humano combatir las injusticias ajenas. Sólo a Dios corresponde juzgar --y castigar, si a bien lo tiene-- las injusticias que los demás cometen, bien sea que nos afecten o no. A nosotros solamente nos corresponde cuidarnos de no cometer ninguna contra nadie. Es ésta una profunda verdad casi nunca entendida, ni mucho menos aceptada, por el común de la gente. Pero en ella han convenido los más grandes sabios y pensadores de la historia. Baste recordar dos sublimes pensamientos de Platón: “De tantas opiniones diversas, la única inquebrantable es la de que vale más recibir una injusticia que cometerla”, y: “Jamás debemos devolver injusticia por injusticia, ni hacer mal a nadie, por grande que sea el daño que nos haya causado”. Y ni qué decir de todo lo que las Sagradas Escrituras nos han enseñado al respecto. Por ejemplo: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo”; “bendecid a los que os persiguen”; “no paguéis a nadie mal por mal”; “no os venguéis
  • 2. vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber”. La generalidad de las personas no observa estas enseñanzas, y más bien procede, de modo irreverente, a darles una interpretación sesgada, conforme a sus mundanales y particulares intereses. A muchas de ellas hasta les causa risa el que se invoquen los textos sagrados para tratar asuntos de carácter político. Pero ello sucede porque tales personas suelen dejarse guiar por su externa personalidad, antes que por su interna espiritualidad. Si hiciesen esto último, comprenderían claramente la profunda verdad y eterna validez de estas enseñanzas. Particularmente quienes creemos en la idea del retorno o evolución dialéctica hacia lo divino, no debemos olvidar dicha verdad, sino, por el contrario, practicarla en todo momento y lugar, pues una realidad muy obvia, pero que a veces olvidamos, es la de que la salvación –prefiérase decir “la vuelta a Dios”-- no depende de los actos ajenos, sino únicamente de los propios. Casi siempre que se reacciona contra una injusticia recibida, se suele incurrir en otra injusticia, no pocas veces mayor que aquélla. Éste es el error en que ha incurrido la guerrilla colombiana, que es el mismo en que a han incurrido, a nivel mundial, los comunistas, quienes, habiendo hecho un diagnóstico correcto de la situación social en el planeta, han cometido el inexcusable desacierto de pretender hacer justicia por su propia mano, dejando de lado a Dios, el verdadero y supremo juez del universo. Cabe recordar aquí la frase del filósofo chino Confucio: “Nunca respondas a una palabra airada con otra palabra airada: es la segunda la que provoca la riña”. Sin embargo, ¿cómo ha contrarreaccionado, a su vez, la privilegiada minoría detentadora del poder y de las riquezas, ante el injustificado accionar de la guerrilla? En lugar de reconocer la injusticia encarnada en el acaparamiento y la concentración de riquezas, que ella mantiene, lo que ha hecho es agregar otra injusticia a la primera, cuando, enceguecida por su insaciable codicia y sed de tenencia, ha optado por responder a la violencia con más violencia. Al mismo tiempo, ha ampliado y perfeccionado su inextricable red de subterfugios, falacias y engaños para hacer ver como democracia un régimen que a todas luces es excluyente, plutocrático y contrario a los intereses y necesidades de la mayoría.
  • 3. En virtud de ello y, dicho sea de paso, seducida por políticas foráneas ampliamente conocidas, ha afianzado en los últimos años el modelo de desarrollo económico neoliberal, que no ha hecho otra cosa que echarle leña al fuego, pues, como se sabe, dicho modelo ahonda la brecha entre ricos pobres y propicia la acumulación desproporcionada de la riqueza en unas pocas manos, en la medida en que la llamada “libre competencia”, bajo el impulso de la ley de la oferta y la demanda, conlleva indefectiblemente a la conformación y consolidación de grandes oligopolios y monopolios, vinculados por regla general al capital extranjero. Así las cosas, a esa minoría, privilegiada de la fortuna material, sólo le quedan dos opciones frente al conflicto guerrillero, si aspira a conseguir la paz: o volverse solidaria, o emprender una guerra total antisubversiva de impredecibles consecuencias. Si escoge la primera, deberá estar dispuesta a desprenderse de alguna porción de sus riquezas. No se trata, por supuesto, de que se deshaga de éstas y que las reparta entre los pobres, no; sino de que sacrifique, al menos, parte de las mismas en beneficio de aquellos que poco o nada tienen. Ojalá tuvieran en cuenta este mandato bíblico: «Los ricos en este mundo no piensen altivamente ni pongan su esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios que da opulentamente todas las cosas para que gocemos de ellas, para que hagamos el bien, para que seamos ricos en obras buenas, dispuestos a distribuir y a compartir» (1 Tim 6, 17). Si decide hacerlo, lo ideal sería que ello se debiese a un verdadero sentimiento de filantrópico altruismo, de humanitaria benevolencia; a un sincero deseo de emanciparse del egoísmo y la codicia. Resulta evidente que la situación social, no únicamente de Colombia sino del mundo, sólo se arreglará cuando los ricos se preocupen verdaderamente por los pobres, al menos en el mismo grado en que se preocupan por sus mascotas. En tal caso, su ayuda a los necesitados sería una ayuda sincera y efectiva, producto de esa preocupación; no se trataría de una simple ayuda formal como para cumplir y guardar las apariencias, sino de una ayuda realmente sincera, surgida del corazón. No se trata, ni mucho menos, de que tengan que renunciar a sus riquezas, ni siquiera a su hedonista ambición, no; no es necesario que los ricos se vuelvan pobres, ni que los pobres se vuelvan ricos. Sólo se requiere que el que tiene ame al que no tiene y se preocupe real y efectivamente por él. Pero, aunque la clase acaudalada no sea capaz de abrazar estos nobles sentimientos, tendrá de todas maneras que optar por una conducta solidaria en razón de su propia seguridad, pues es claro que, a medida que avanza el
  • 4. empobrecimiento de la población y se deterioran sus condiciones de vida, va aumentando la degradación social y habrá, en consecuencia, mayor inestabilidad e inseguridad ciudadanas, resultándoles imposible a los ricos, en tales circunstancias, disfrutar plenamente de sus fortunas. “Es evidente, por lo que pasa en el mundo, que los ricos no puedan sobrevivir tranquilamente en un mundo de miserables --escribió el director de la Escuela Nacional de Economía de la Universidad Autónoma de México y Maestro emérito de la misma, Horacio Flores De la Peña, en una crítica al neoliberalismo--. El terrorismo, la inseguridad personal, el auge del crimen organizado y la inestabilidad política son solamente el inicio de la demostración de esta ley social”. Si escoge la segunda opción, la de la guerra total antisubversiva, la mencionada minoría dominante se verá abocada a auspiciar una despiadada carnicería humana, bañando aún más de sangre el territorio patrio. Al respecto, no pocas veces se han escuchado voces clamando por una solución bélico-militar al conflicto guerrillero colombiano. Pero casi siempre quienes esto hacen son personas alejadas de los frentes de batalla, que no se atreverían a empuñar un fusil e irse a combatir en el monte, ni tienen hijos u otros seres queridos enrolados en las filas del ejército, la guerrilla o las autodefensas. Así resulta fácil pregonar y aupar la guerra. Además, seguramente una solución bélico-militar le significaría a la clase dominante un mayor sacrificio económico que el que tendría que hacer si optara por una solución pacífica basada en la solidaridad, en virtud de la cual accediese a la realización de grandes y estructurales reformas dentro del Estado orientadas a mejorar las condiciones de vida de las amplias masas populares. Ello, sumado al hecho de que, si se llegase a debelar la insurgencia, dejando intactas las condiciones socioeconómicas que la originaron, subsistirá siempre la amenaza de que vuelvan a surgir otros movimientos subversivos, pues, como alguien dijera, “una paz conseguida a punta de bayonetas no es más que una tregua”. Otro aspecto importante que se debe tener en cuenta para tratar de hallarle una solución negociada al conflicto con la guerrilla, es evitar caer en el frecuente error de desconocer que ésta, pese a los desafueros y excesos que el devenir de la lucha armada la ha llevado a cometer, sigue conservando aún una ideología política, la cual se halla expresada en los distintos puntos de la agenda de negociación convenida con el Gobierno de Pastrana. Precisamente, en estos puntos es donde deben centrarse el análisis y la discusión de los negociadores cuando se inicie cualquier proceso de paz
  • 5. con la guerrilla, pues son ellos los que pondrán a prueba la verdadera voluntad de arreglo de las partes con miras a la obtención de la paz social. Conviene, asimismo, considerar que cuando en un país, cualquiera que sea, surgen grupos opositores al régimen imperante, no hay duda de que también buscan el bien patrio, aunque desde una perspectiva diferente. Siendo así, no existen razones para no establecer diálogo con ellos y escuchar sus planteamientos, algunos de los cuales podrían ser válidos, y tener de ese modo la ocasión de hacerles ver en qué están ellos, a su vez, equivocados. No debería, entonces el Estado o el Gobierno tomar a las fuerzas insurgentes como su más encarnizado enemigo, pues, al fin y al cabo, no son más que compatriotas con una visión política distinta de la oficial. Debería, más bien, mirarlas y tratarlas como lo haría un buen padre al hijo que se rebela contra las normas o disposiciones familiares y se marcha del hogar: lo llamaría, naturalmente, al diálogo y a la concordia, averiguando sobre el motivo de su rebeldía, las cosas que lo incomodan y lo que debería hacerse para que regrese a casa; le haría, además, las concesiones que fuesen necesarias y le exigiría, a su vez, otras tantas a él. En suma, para que un proceso de paz cualquiera pueda llegar a feliz término, se requieren, a nuestro juicio, tres condiciones esenciales: que las distintas partes tengan siempre presente y en cuenta o Dios en cada uno de sus planteamientos e intervenciones; que las asista un profundo y sincero deseo de entendimiento y conciliación, y que las anime un elevado espíritu de justicia y equidad. El paso más acertado que pueda darse al tratar de hallarle solución o arreglo a una controversia, es invocar la mediación divina, por cuanto Dios, como se sabe, es el Juez Supremo y única autoridad infalible del universo. De Él ha de provenir, en últimas, toda corriente de paz y armonía: “Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasará por vuestro país (Lv. 26.6). Ante todo, las partes en conflicto deben pedirle a Dios ayuda para lograr, en primer lugar, una transformación interna sin la cual no es posible lograr la paz externa. A este respecto ha dicho el sabio indio Jiddu Krishnamurti: “La paz es interna y no externa; sólo puede haber paz y felicidad en el mundo cuando el individuo --que es el mundo-- se consagra definitivamente a alterar las causas que dentro de él mismo producen confusión, sufrimiento, odio, etc.”.
  • 6. En cuanto a la sinceridad con que debe obrar cada una da las partes, es preciso decir que, en muchos casos, cuando un proceso de paz fracasa, se debe a que se ha llegado a la mesa de negociación, no tanto con la veraz intención de dar y sacrificarse en aras de la concordia perdida, como con el velado propósito de sacar provecho y salir de allí en posición ventajosa sobre la otra parte. Si cada bando litigante llegara a la mesa de negociación con la sincera intención de dar, más que de recibir, consciente de que cualquier sacrificio en favor de la paz, por grande que sea, siempre resultará menos gravoso que la guerra, entonces el éxito del proceso de paz estaría garantizado de antemano. La otra condición para que un proceso de paz fructifique es el espíritu de justicia con que cada parte debe emprender la negociación, pues no hay duda de que la paz es consecuencia de la justicia, como la misma Biblia lo dice: “Y el efecto de la justicia será la paz” (Is. 32.17). Cuando se trata de conflictos sociales, como es el caso colombiano, resulta evidente que no podrá haber paz si no hay justicia social. La paz hay que concebirla, respecto de la justicia social, tal como concibió Séneca el placer respecto de la virtud. Para este filósofo, el placer era simplemente un bien sobrevenido, es decir, algo que no se puede querer ni buscar directamente, sino que acompaña a la realización plena de otra actividad (la virtud), como las flores que crecen en un campo de trigo y lo embellecen por añadidura, sin haberlas sembrado ni buscado; otro fue, en tal caso, el propósito del labrador --obtener una buena cosecha--, siendo las flores productos accidentales. Igual cosa ocurre con la justicia social y la paz. La justicia social es, como la virtud, un bien apetecible por sí mismo, y la paz, como el placer, un resultado concomitante. En el símil de Séneca, la justicia social equivaldría al cultivo de trigo, y la paz, a las flores que lo embellecen, de donde se concluye que, si se quiere alcanzar la paz, el objetivo principal que hay que trazarse no es la paz sino la justicia social: una vez alcanzada ésta, la paz llegará por añadidura. Tal es nuestra manera de ver el conflicto armado colombiano y el camino que debería seguirse para lograr un acuerdo de paz con la guerrilla colombiana.