1. Uso de los puntos suspensivos
Cuando se quiere expresar que antes de lo que Iré; no iré… Debo decidirme pronto.
va a seguir ha habido
Los puntos suspensivos (…) suponen una Espero una llamada del hospital…
interrupción de la oración o un final impreso. Seguro que son buenas noticias.
No sé… Creo que… bueno, sí, me
Orientación de uso parece que voyEjemplos
a ir.
Después de los puntos suspensivos, cuando El caso es que sí lloviese… Mejor no
cierra un enunciado, se escribe mayúscula. pensar cosa tan improbable.
Estamos ante un bosque
mediterráneo de encinas,
alcornoques, pinos… Bajo estos
árboles es fácil encontrar níscalos
en otoños lluviosos.
Cuando los puntos suspensivos no encierran un Estoy pensando que… aceptaré; en
enunciado y este continúa tras ellos, se escribe esta ocasión debo arriesgarme.
minúscula.
Se usan los puntos suspensivos al final de Su tienda es como la de los pueblos,
enumeraciones abiertas o incompletas, con el donde venden de todo: comestibles,
mismo valor que la palabra etcétera. cacharros, ropas, juguetes….
Puedes hacer lo que te apetezca
más: leer, ver la televisión, escuchar
música…
un momento de duda, temor o vacilación.
En ocasiones, la interrupción del enunciado sirve Se convocó a una junta, se
para sorprender al lector con lo inesperado de la distribuyeron centenares de papeles
salida. anunciándola y, al final, nos
reunimos… cuatro personas.
Para dejar un enunciado incompleto y en Fue todo muy violento, estuvo muy
suspenso. desagradable… No quiero seguir
hablando de ello.
2. Cuando se reproduce una cita textual, sentencia o En ese momento de indecisión,
refrán, omitiendo una parte. pensé: Más vale pájaro en mano…” y
acepté el dinero.
El escolar recitaba muy solemne:
“Con diez cañones por banda…”
Se escriben tres puntos dentro de paréntesis (…) Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don
o corchetes […] cuando al transcribir literalmente Quijote de la Mancha y soy agora
un texto se omite una parte de él. […] Alonso Quijano el Bueno.
LOS NIÑOS QUE NO CREAN EN NADA
Nadie le daría trabajo con lo vieja que estaba, e indagar sobre si disponía
de ahorros para montar un negocio en toda regla sería una falta de
sensibilidad; por no decir un exceso de estupidez. Qué hacer cuando las
carnes te exigen sobrevivir. ¿Pedir limosna? Buenos Aires ya no estaba
para eso. Tendría que ganarse la vida haciendo algo de dudosa
moralidad. Qué cosa. Qué podría hacer sin perjudicar a la gente. Optó
por vender aire, como lo hacían miles de empresas, pero ella no sería
una desalmada. Cobraría montos irrelevantes y el aire que daría a
cambio no contendría un valor superfluo.
Empezaría a venderlo de inmediato porque, además, sabía que ningún
pariente le iba a dar cobijo. No los tenía, ni hacia los lados ni hacia abajo.
Hacia arriba, menos. Sandra realmente era vieja. 57 años olvidada en la
cárcel por haber matado a su marido le impidieron procrear. Era él o ella.
Los moratones acumulados en su cuerpo lo demostraban, pero en el
juicio no valieron. El abogado contratado por su suegra era de los caros,
de esos con influencias.
Desde el 12 de octubre de 2003, Sandra anduvo libre por las calles.
¡Vaya mentira! Sus carnes la arrinconaron más que nunca. En su
estómago tenía aire, pero uno muy distinto del que estaba por vender. En
la cárcel había aprendido algo de magia. Hacía desaparecer objetos
pequeños, como cigarrillos y monedas. Con una esfera de cristal de
cuatro centímetros de diámetro no tendría problemas.
Entre la basura, encontró cajas de un tamaño ideal para empaquetar,
3. una y otra vez, su única esfera. Sólo le faltaban cintas de colores para,
en el momento de la venta, atar la caja correspondiente y adornarla con
un listón. Las consiguió enseguida.
Frente a una tienda de juguetes, interpretando el papel de una bruja
buena de cuento, atraía la atención de los pequeños
, como cigarrillos y monedas. Con una esfera de cristal de cuatro
centímetros de diámetro no tendría problemas.
Entra la basura, encontró cajas de un tamaño ideal para empaquetar,
una y otra vez, su única esfera. Sólo le faltaban cintas de colores para,
en el momento de la venta, atar la caja correspondiente y adornarla con
un listón. Las consiguió enseguida Frente a una tienda de juguetes,
interpretando el papel de una bruja buena de cuento, atraía la atención
de los pequeños con un discurso dulce en el tono y seductor en las
palabras: “Mira esta bola de cristal. Es ligera como el aire. Es mágica.
Mágica para los que poseen el don. ¿Tú lo posees? No mires a tus
padres, la respuesta sólo la puede saber uno mismo. Meteré esta bola
especial en esta caja… así, ¿ves? Ahora, ataremos la caja con esta cinta
para asegurarnos de que se mantenga cerrada hasta que llegues a tu
casa. Si al abrirla descubres que la bola se ha desmaterializado (que ya
no está), sabrás que posees el don. Pero la bola no habrá desaparecido,
sólo habrá cambiado de lugar. Habitará dentro de ti para siempre y te
será muy útil en tus sueños, porque con ella vencerás a cualquier
monstruo y te ayudará a encontrar mundos llenos de personas y cosas
bellas y alegres. Dormirás feliz”. Los padres, confiando en que la vieja los
timase con una caja vacía, se la compraban por unas cuantas monedas.
Funcionaba.
El boca a boca hizo cada vez más conocida a vieja de enfrente de la juguetería en
Rivadavia, entre la avenida Otamendi y Campichuelo.
A Sandra Febres Queipo se le recuerda como “La bruja de la bola
invisible”. Murió el 7 de enero de 2005. Ni bien pasaron dos meses, la
juguetería —que no voy nombrar para no hacerle publicidad— lanzó un
producto con la imagen ilustrada de su personaje y con el nombre con el
que se le conocía. No lo vendieron como esperaban. En 2008 dejaron de
producirlo. Pensaron que la magia de Sandra también era
4. comercializable, pero pasaron por alto el truco de su éxito. Era la voz de
ella, la convicción en su tono, lo que agudizaba en los niños el don de
creer… de creer que en esa nada que encontraban en la caja fuese
posible todo.
EL COLECCIONISTA DE SONRISAS
El 26 de agosto de 1990, en la segunda página del „The New York
Times‟, se publicó la fotografía de un atentado producido durante la
invasión de Irak a Kuwait. A pocos metros de los cadáveres de un par de
civiles, una niña miraba lo que parecía ser una muñeca, mientras que el
artículo correspondiente mencionaba a 18 kuwaitíes exiliados, que
recordaban a sus más de 500 compatriotas muertos. Y si bien existía una
relación entre el texto y la imagen, el rostro de la niña hablaba de otra
historia, que no tenía nada que ver con los personajes retratados. Era
como si ella hubiese acabado de sonreír hacía un segundo.
Albert O‟remor no era corresponsal de guerra, pero a su representante le
fue sencillo contactar con el „Times‟ y venderle los derechos de la
fotografía, porque O‟remor gozaba de cierto prestigio en el ámbito
artístico neoyorquino. Aunque prestigio no es el término más adecuado
para definir su posición en ese gremio. Prácticamente no se hablaba de
la calidad de su trabajo, sino del tema recurrente que siempre abordó en
sus obras, derivando las conversaciones hacia los posibles orígenes de
su obsesión, donde las opiniones eran encontradas e iban de lo
dramático a lo sublime, pasando incluso por la burla. En lo que sí
estaban todos de acuerdo era en que su „enfermedad‟ era degenerativa.
Si no fuese así, por qué otra razón viajó a Kuwait a retratar a esa niña,
por qué necesitaba situaciones cada vez más dolorosas para capturar
una sonrisa.
Albert O‟remor, de madre danesa y padre irlandés, nació en Baltimore,
Estados Unidos, en 1958. Ya a sus cuatro años, Albert comenzó a
manifestar una especial atracción por las sonrisas ajenas y, con el
tiempo, pasó a convertirse en una profunda fascinación, despertando un
incontrolable deseo por coleccionarlas. En su octavo cumpleaños, le
obsequiaron una „Instamatic 133 de Kodak‟. Como era de suponer, al
comienzo, cualquier sonrisa le valía, mas ese comienzo fue muy breve,
porque el mismo día en el que le regalaron la cámara, agotó el carrete
5. con los rostros de los invitados que posaron para él y no pudo ver las
imágenes hasta tres semanas después, cuando consiguió ahorrar lo
suficiente para revelar los negativos.
Tras esa primera experiencia, se dedicó a sorprender a sus familiares
con la intención de obtener sonrisas espontáneas. Los flashes provenían
de debajo de una cama, del asiento posterior del coche, de entre las
ramas, del armario y de cuanto lugar le sirviese para su cometido. Una
vez completado su décimo álbum, volvió a cuestionarse, optando por
incluir a desconocidos. Así lo hizo durante más de una década.
A pesar de aparentar ser un dato irrelevante, antes de proseguir, me
gustaría destacar una de las series que formó parte de este período,
compuesta por las sonrisas de una hippie que mostraban las distintas
variaciones de la expresión con respecto al tipo de droga que ella había
consumido. Esta serie —no en ese momento, pero sí cuando reflexionó
al respecto— ocasionó que O‟remor hiciese una pausa prolongada. Los
siguientes dos años no tomó ninguna fotografía, los empleó en clasificar
las 16,478 que ya tenía. Fue consciente de que una sonrisa al despertar
tenía distintos matices que una al acostarse, que la de su hermano
menor era distinta cuando veía a su madre que cuando veía a su padre,
que la de su abuelo variaba en el día y no con la edad, que una sonrisa
no era más bella por el rostro sino por la sinceridad y que, sin excepción,
todos teníamos la capacidad para mostrarla. En ese punto tuvo dos
sensaciones. Su colección era bella; sin embargo, no era tan especial.
Cualquiera podría tener una como la suya, simplemente era una cuestión
de tiempo y dedicación. Se quedó en blanco tres años más.