1. II. Amada juventud
Bienes (in)materiales
Sergio tenía treinta cuatro años, un trabajo estable, casa propia, un auto nuevo y un velero. Me
hicieron el contacto para tener una cita a ciegas. Los datos materiales parecían indicar que se trataba de un
buen candidato, muy diferente a todos los que había tenido antes en la perspectiva y opinión de mis amigas.
Además se acercaba el verano y todas ellas, sin excepción, se hacían navegando en el velero, así que me
sugirieron hacer algo contra el calor y sostener una relación hasta que por lo menor estuviésemos en marzo.
El me escribió, chateamos y hablamos por teléfono un par de veces hasta que acordamos el
encuentro. Para evitar confusiones, me pasó a buscar a la salida del trabajo. Yo estaba junto a las chicas que
querían verlo, así que disimuladamente (o no tanto) todas se pusieron a hacer como que hacían algo en la
recepción, hasta que llegó. No causó mala impresión, parecía simpático. Nos saludamos y salimos hasta el
estacionamiento donde había dejado el coche. Ahí comentó que tendría que pagar la hora completa y sólo
había lo había dejado diez minutos. Sonrió y me preguntó a dónde quería ir, yo le dije que fuéramos hacia la
zona del río que había varios lugares para comer. Él me dijo que había otro sitio mejor y agarró para una zona
de bares medio bohemios que no me disgustaban pero que tampoco tenían mi onda. Entramos a uno donde
había que estar parados y la música estaba tan fuerte que era difícil poder hablar de algo. Solamente
tomamos una cerveza y salimos. Caminamos un par de cuadras y entramos a otro bar. El pidió otras cervezas
y me preguntó si quería comer algo mientras devoraba los maníes que había dejado el mozo. Miré la carta y
no había demasiado, así que pedí una hamburguesa. Cuando llegó, él se tentó y pensé que iba a pedirse
una, pero no fue así. Me pidió un pedazo y empezó a picotear de las papas fritas que acompañaban el
sandwich. Hablaba y hablaba sobre todo lo que tenía y con cuánto trabajo lo había logrado, por momentos
pensé que él creía que estaba en una especie de entrevista laboral. Yo sólo movía la cabeza asentando
mientras comía la hamburguesa. Pidió otra cerveza y cuando vino, la mezcló con un poco que había quedado
en la otra jarra y se sirvió y me sirvió un poco más a mi. Yo ya estaba un poco mareada con sus historias, no
a causa de la cerveza. Ya no me interesaba si mis amigas no tenían a dónde ir a veranear y pretendían
pasear en velero por el río. Argüí que tenía que levantarme temprano y que debía regresar a mi casa. No
pareció percatarse de mi insinuación y pidió otra cerveza más para él. En ese momento la cosa empeoró
porque a sus historias larguísimas se sumó la falta de juicio por los efectos etílicos. Hubo que pagar la cuenta
y discutió con el mozo por si “acaso su plata no valía”. Inesperadamente sonó mi celular y salí a la calle para
tener señal. Sin mirar hacia atrás, paré al primer taxi que pasó.