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Una sonata en Tokio
Hideo Nagata bebía su tercera cerveza. Seguía pensando. Gente había entrado y
salido en casi dos horas que había estado en ese bar cerca de la estación
Simbashi, y seguía pensando.
No podía perdonarse lo que había hecho en la casa de Suzume apenas hace unas
horas.
Suzume Ito había conocido a Hideo en la estación Tokio de la red de trenes de la
ciudad. Ella trabajaba en una tienda departamental del centro comercial que se
aloja en los pasillos de la estación.
Hacía ya cuatro años que se veían, sin hacerse demasiadas preguntas, más bien
pocas. Se veían por el gusto de estar juntos unas horas y comer sushi o sopa con
vino tinto. Unas veces se veían en su casa y otras ella iba a la casa de Hideo,
quien vivía cerca de Yokohama. Cuando ella lo visitaba, a veces se escapaban a
ver el mar.
No se habían hecho promesa alguna y siempre confiaban en que uno quería ver al
otro, estar con el otro.
Desde que la había visto en esa tienda, con su espigada figura, su estrecha
cintura, sus labios carnosos y su piel oscura, no muy común entre los japoneses,
había quedado prendado de ella. La había visto varias veces antes de intentar
hablarle y acercarse con cualquier pretexto. Ël era bibliotecario, divorciado, sin
hijos y apunto de jubilarse. Ella era muy joven, veintitantos. Aún no sabía bien a
bien, el por qué ella aceptara una copa al salir de su trabajo ni que al cabo de
cuatro años se siguieran viendo. Él era consciente de la circunstancia. No podía
ofrecerle años de felicidad ni vigor ni juventud, pero cada vez que la veía, la
deseaba y buscaba satisfacerla en todas las formas posibles. No obstante, a veces
dudaba si lo que él quería hacerle a ella, era lo que ella deseaba o no. Casi
siempre había visto signos de que había acertado en el lugar donde la había
besado o la intensidad o donde la había tocado. Pero unas pocas veces había
tenido dudas, como esa ocasión.
Ese día había pasado a la casa de ella. Tenía ya casi un mes que no se habían
visto. Ella le dijo que estaba cansada, pero que podían cenar y charlar un rato. Él
no hizo mucho caso en cuanto a que ella estuviera cansada. Esperaba, de todas
formas, besarla, aunque sólo fuera un rato.
Terminaron de cenar. Ella había hablado la mayor parte del tiempo, acerca de su
trabajo y los clientes que siempre eran diferentes en sus historias y razones de
pasar por la tienda. Ella dijo tener sueño y bostezó. Él le dijo que le había llevado
un libro. Se había hecho costumbre que él le llevara libros que tomaba de la
biblioteca. Ella los leía y en la siguiente visita él los regresaba a la biblioteca. Se
sentaron en la sala y mientras ella veía el libro, puso los pies sobre el sofá y los
acercó a la pierna de Hideo. Era una forma en que Suzume le hacía sentirse cerca
de él, a través del contacto de sus pies con la pierna de él. Le gustó el libro. Era
un libro de poemas de un escritor mexicano. Volvió a bostezar y se acurrucó en el
pecho de Hideo. Y se durmió. Hideo acarició su pelo y su rostro. La vio hermosa. Y
así pasaron 40 minutos. Hideo hubiera querido tener sexo con ella como lo habían
hecho muchas veces, pero supo que no estaba en condiciones de forzar nada. Y la
miró dormir otro rato. Hasta que la despertó y le dijo que ya tenía que irse.
Ella le pidió disculpas, le dijo que la semana había sido muy cansada pero que
disfrutaba estar un rato con él. Viéndola así, somnolienta, pero hermosa, cansada
pero atractiva, la abrazó y le dijo que si le daba cinco minutos para amarla, y le
besó el cuello y tocó sus senos y sus piernas sobre la ropa. Ella dijo sin mucha
fuerza que estaba cansada. Hideo pensó, es cosa de insistir un poco más y ella
corresponderá. Y la siguió besando y tocando un poco más, pero en eso, vio el
rostro de ella. Era un rostro de desagrado, de incomodidad, casi de asco, como
cuando se come algo que no sabe bien. Había un gesto de queja, de desacuerdo
en la expresión de Suzume.
Y Hideo se detuvo. Se separó de ella y le dijo que lo disculpara por su insistencia.
Ella dijo que estaba bien. Se puso de pie, fue al baño, se echó agua en la cara.
Luego salió. Ella seguía sentada en la sala mientras lo seguía con la mirada desde
el baño hasta donde ella estaba. Hideo la miró unos segundos y ella le dijo que lo
sentía por no haber correspondido. Él le dijo que entendía bien, que no se
preocupara.
Se despidió y se fue.
Todo eso había repasado una y otra vez en su cabeza y no se perdonaba que
hubiera querido casi violarla cuando que ella no deseaba tener sexo ese día.
Siempre había pensado que él no era uno de esos hombres que se acuestan con
cualquier mujer sólo por satisfacer el deseo. Para Hideo, era indispensable que
hubiera un cierto sentimiento entre dos personas para el acto sexual. De qué
rayos se trata, pensaba, si uno disfruta del contacto de una mujer, mientras ella
mira el techo, sin participar o peor aún, si no se siente a gusto con uno encima.
Y le costaba no haber escuchado, no haberla escuchado. Sabía, o al menos así lo
pensaba, que no era un hijo de puta, pero se había comportado como uno. No era
la culpa por lo que había intentado hacer, que finalmente sólo había sido un beso
y un tocamiento, era que ella le hubiera dado la oportunidad de estar con él y él
no supiera entender sus tiempos y sus espacios.
Después de la cuarta cerveza, pagó y salió rumbo a la estación del tren. Había
comenzado a llover. Pensó que la lluvia bien podía borrar esta culpa. Ella había
dicho que estaba bien. Y él sabía que no estaba bien. Después de tantos años, y
se había comportado como un adolescente. Llegó a la entrada de la estación del
tren. La lluvia le había quitado el semiestado de ebriedad. Y en eso escuchó un
violín. Un artista callejero estaba a un costado de la entrada, con el estuche de su
violín frente a él. Y reconoció la melodía, la Sonata No. 6 de Paganini. Una pieza
corta, como es la vida, como es el amor, como puede ser el interés por alguien.
Una pieza corta y hermosa. Y no, no era que él supiera mucho de música o de
compositores clásicos. Pero ella sí sabía de música, cuando niña había aprendido
a tocar el violín, y una vez le dijo que esa pieza la tocaba cuando ella no se
perdonaba un error, cuando estaba enojada o triste, y que después de tocar esa
pieza, todo volvía a la calma.
Terminó de escuchar la melodía. Puso un billete de mil yenes en el estuche del
músico y Hideo se fue con algo parecido a la calma en su corazón.

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Sonata en Tokio

  • 1. Una sonata en Tokio Hideo Nagata bebía su tercera cerveza. Seguía pensando. Gente había entrado y salido en casi dos horas que había estado en ese bar cerca de la estación Simbashi, y seguía pensando. No podía perdonarse lo que había hecho en la casa de Suzume apenas hace unas horas. Suzume Ito había conocido a Hideo en la estación Tokio de la red de trenes de la ciudad. Ella trabajaba en una tienda departamental del centro comercial que se aloja en los pasillos de la estación. Hacía ya cuatro años que se veían, sin hacerse demasiadas preguntas, más bien pocas. Se veían por el gusto de estar juntos unas horas y comer sushi o sopa con
  • 2. vino tinto. Unas veces se veían en su casa y otras ella iba a la casa de Hideo, quien vivía cerca de Yokohama. Cuando ella lo visitaba, a veces se escapaban a ver el mar. No se habían hecho promesa alguna y siempre confiaban en que uno quería ver al otro, estar con el otro. Desde que la había visto en esa tienda, con su espigada figura, su estrecha cintura, sus labios carnosos y su piel oscura, no muy común entre los japoneses, había quedado prendado de ella. La había visto varias veces antes de intentar hablarle y acercarse con cualquier pretexto. Ël era bibliotecario, divorciado, sin hijos y apunto de jubilarse. Ella era muy joven, veintitantos. Aún no sabía bien a bien, el por qué ella aceptara una copa al salir de su trabajo ni que al cabo de cuatro años se siguieran viendo. Él era consciente de la circunstancia. No podía ofrecerle años de felicidad ni vigor ni juventud, pero cada vez que la veía, la deseaba y buscaba satisfacerla en todas las formas posibles. No obstante, a veces dudaba si lo que él quería hacerle a ella, era lo que ella deseaba o no. Casi siempre había visto signos de que había acertado en el lugar donde la había besado o la intensidad o donde la había tocado. Pero unas pocas veces había tenido dudas, como esa ocasión. Ese día había pasado a la casa de ella. Tenía ya casi un mes que no se habían visto. Ella le dijo que estaba cansada, pero que podían cenar y charlar un rato. Él no hizo mucho caso en cuanto a que ella estuviera cansada. Esperaba, de todas formas, besarla, aunque sólo fuera un rato. Terminaron de cenar. Ella había hablado la mayor parte del tiempo, acerca de su trabajo y los clientes que siempre eran diferentes en sus historias y razones de pasar por la tienda. Ella dijo tener sueño y bostezó. Él le dijo que le había llevado un libro. Se había hecho costumbre que él le llevara libros que tomaba de la biblioteca. Ella los leía y en la siguiente visita él los regresaba a la biblioteca. Se sentaron en la sala y mientras ella veía el libro, puso los pies sobre el sofá y los acercó a la pierna de Hideo. Era una forma en que Suzume le hacía sentirse cerca de él, a través del contacto de sus pies con la pierna de él. Le gustó el libro. Era un libro de poemas de un escritor mexicano. Volvió a bostezar y se acurrucó en el pecho de Hideo. Y se durmió. Hideo acarició su pelo y su rostro. La vio hermosa. Y así pasaron 40 minutos. Hideo hubiera querido tener sexo con ella como lo habían
  • 3. hecho muchas veces, pero supo que no estaba en condiciones de forzar nada. Y la miró dormir otro rato. Hasta que la despertó y le dijo que ya tenía que irse. Ella le pidió disculpas, le dijo que la semana había sido muy cansada pero que disfrutaba estar un rato con él. Viéndola así, somnolienta, pero hermosa, cansada pero atractiva, la abrazó y le dijo que si le daba cinco minutos para amarla, y le besó el cuello y tocó sus senos y sus piernas sobre la ropa. Ella dijo sin mucha fuerza que estaba cansada. Hideo pensó, es cosa de insistir un poco más y ella corresponderá. Y la siguió besando y tocando un poco más, pero en eso, vio el rostro de ella. Era un rostro de desagrado, de incomodidad, casi de asco, como cuando se come algo que no sabe bien. Había un gesto de queja, de desacuerdo en la expresión de Suzume. Y Hideo se detuvo. Se separó de ella y le dijo que lo disculpara por su insistencia. Ella dijo que estaba bien. Se puso de pie, fue al baño, se echó agua en la cara. Luego salió. Ella seguía sentada en la sala mientras lo seguía con la mirada desde el baño hasta donde ella estaba. Hideo la miró unos segundos y ella le dijo que lo sentía por no haber correspondido. Él le dijo que entendía bien, que no se preocupara. Se despidió y se fue. Todo eso había repasado una y otra vez en su cabeza y no se perdonaba que hubiera querido casi violarla cuando que ella no deseaba tener sexo ese día. Siempre había pensado que él no era uno de esos hombres que se acuestan con cualquier mujer sólo por satisfacer el deseo. Para Hideo, era indispensable que hubiera un cierto sentimiento entre dos personas para el acto sexual. De qué rayos se trata, pensaba, si uno disfruta del contacto de una mujer, mientras ella mira el techo, sin participar o peor aún, si no se siente a gusto con uno encima. Y le costaba no haber escuchado, no haberla escuchado. Sabía, o al menos así lo pensaba, que no era un hijo de puta, pero se había comportado como uno. No era la culpa por lo que había intentado hacer, que finalmente sólo había sido un beso y un tocamiento, era que ella le hubiera dado la oportunidad de estar con él y él no supiera entender sus tiempos y sus espacios.
  • 4. Después de la cuarta cerveza, pagó y salió rumbo a la estación del tren. Había comenzado a llover. Pensó que la lluvia bien podía borrar esta culpa. Ella había dicho que estaba bien. Y él sabía que no estaba bien. Después de tantos años, y se había comportado como un adolescente. Llegó a la entrada de la estación del tren. La lluvia le había quitado el semiestado de ebriedad. Y en eso escuchó un violín. Un artista callejero estaba a un costado de la entrada, con el estuche de su violín frente a él. Y reconoció la melodía, la Sonata No. 6 de Paganini. Una pieza corta, como es la vida, como es el amor, como puede ser el interés por alguien. Una pieza corta y hermosa. Y no, no era que él supiera mucho de música o de compositores clásicos. Pero ella sí sabía de música, cuando niña había aprendido a tocar el violín, y una vez le dijo que esa pieza la tocaba cuando ella no se perdonaba un error, cuando estaba enojada o triste, y que después de tocar esa pieza, todo volvía a la calma. Terminó de escuchar la melodía. Puso un billete de mil yenes en el estuche del músico y Hideo se fue con algo parecido a la calma en su corazón.