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““VViiddaall CCaassttaaññeeaa yy NNáájjeerraa””
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NASH, GARY B. (1974) PIELES ROJAS, BLANCAS Y
NEGRAS (TRES CULTURAS EN LA FORMACIÓN DE LOS
ESTADOS UNIDOS), MÉXICO: FONDO DE CULTURA
ECONÓMICA.
TEXTO MODIFICADO PARA FINES EDUCATIVOS,
OTORGANDO SIEMPRE LOS DERECHO DE AUTOR A LA
CASA EDITORIAL Y AUTOR.
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INTRODUCCIÓN
“Dios es ingles”. Así exhortó John Aylmer, pío clérigo inglés, a sus feligreses en 1558, tratando de
llenarlos de piedad y patriotismo.1
Ese pensamiento, si bien jamás expresado tan directamente, ha
resonado desde entonces como eco en nuestros libros de historia. Como niños de escuela,
estudiantes, universitarios o ciudadanos supuestamente bien informados, la mayoría de nosotros
ha sido nutrido con lo que se ha aceptado como la mayor historia de éxito en el transcurrir humano,
el relato épico de cómo una rama orgullosa y valiente del pueblo anglohablante trató de invertir las
leyes de la historia, demostrando lo que el espíritu humano, liberado de los grilletes de la traición,
el mito y las autoridades opresivas, podían hacer en un rincón de la tierra recién descubierto. Para
la mayoría de los estadounidenses, el periodo colonial comienza con sir Walter Raleigh y con John
Winthrop y William Bradford, y llega a Jonathan Edwards y Benjamín Franklin. Termina la víspera
de la revolución, cuando colonos conquistadores de tierras vírgenes se prepararon para alzarse
contra la madre patria, que se había vuelto tiránica.
Se trata de historia etnocéntrica, según la han calificado con frecuencia y a voz en cuello,
en la última década, tanto los historiadores blancos liberales como aquellos cuya ciudadanía es
estadounidense, pero cuyas raíces ancestrales se encuentran en África, Asia, México y en las
culturas nativitas de Norteamérica. Tal como el eurocentrismo dificultó a los primeros colonizadores
y exploradores creer que una masa de tierra continental, de las dimensiones de América del Norte,
pudiera existir entre los océanos de Europa y Asia, los historiadores de los Estados Unidos
encuentran difícil comprender que el periodo colonial de nuestra historia narra el modo en que una
minoría de ingleses se relacionó con una mayoría compuesta de iroqueses, delawares,
narragansetts, pequots, mohicanos, cataubas, tuscaroras, crics, cheroquis, choctaws, ibos,
mandingas, fulas, yorubas, ashantis, alemanes, franceses, españoles, suecos y escoceses-
irlandeses, por sólo mencionar algunas de las líneas culturales presentes en el continente.
Hace poco los historiadores estadounidenses, la mayoría de los cuales se educó en el
periodo posterior a la segunda guerra mundial, intentaron corregir esa historia centrada en los
blancos y adoradora de héroes que tenemos en los blancos y adoradora de héroes que tenemos
en los libros de texto preuniversitarios. Pero, en términos generales, sus esfuerzos apenas fueron
más allá de renovar el panteón de héroes nacionales con nuevas figuras de pies no tan pálidas. De
esta manera, se han levantado pedestales para Crispus Attucks, el pescador bostoniano medio
indio, medio negro, que fue el primero en caer en la matanza de Boston; para Ely Parker, el
general séneca que ayudo más tarde, sirvió a su amigo Ulysses Grant cuando éste llegó a la
presidencia; y para César Chávez, líder de los United Farm Workers, que ha conseguido beneficios
importantes para los trabajadores agrícolas chicanos en este país.
Este tipo de revisionismo histórico en poco nos ayuda. Desde luego, la vieja mitología
quedó alterada ligeramente con la inclusión de figuras nuevas en el drama nacional. Pero ¿se
habrá vuelto a escribir la historia de los Estados Unidos si el revisionismo consistió, ante todo, en
transformar un reparto de personajes monocromático en otro policromático, pero sin cambio alguno
en el enfoque de los acontecimientos? Vine Deloria, Jr. Caudillo indio de hablar franco, lanza la
acusación de que mucha de la historia “nueva” sigue “proponiendo una interpretación apoyada en
la idea del destino manifiesto, y amorosamente inserta unas cuantas plumas, cabelleras crespas y
sombreros latinos en los hechos famosos de la historia estadounidense”. ¿Qué revisión se da en
una historia que sigue midiendo todos los acontecimientos del pasado basándose en los valores de
una sociedad blanca, que observa la historia de los Estados Unidos a través de lentes
angloamericanos, y que considera a los indios y africanos del periodo colonial las masas inertes
cuyo destino estaba totalmente determinado por los colonos blancos?
Las páginas que a continuación vienen surgen de la creencia de que, para curar la
amnesia histórica que borró tanto de nuestro pasado, hemos de reexaminar la historia
estadounidense como una interpretación de muchos pueblos, pertenecientes a una amplia gama
1
Apud Carl Brindenbaugh, Troubled Englishmen, 1590-1642, Oxford University Press, Inc., Nueva York,
1968. p. 13
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de orígenes culturales y ocurridos a lo largo de muchos siglos. Respecto al “periodo colonial”, esto
no sólo significa examinar como “descubrieron” América del Norte los ingleses y otros europeos y
cómo transplantaron allí su cultura, sino también el modo activo e íntimo en que sociedades por
miles de años asentadas en América del Norte y en África participaron en ese proceso. Lo de los
negros no fue mera esclavitud. A los indios no se los corrió de su tierra y ya. Como ha dicho el
escritor negro Ralph Ellison: “¿puede un pueblo [...] vivir y desarrollarse por más de tres siglos
simplemente porque reacciona? ¿Son los negros estadounidenses mera creación del hombre
blanco o ayudaron, por lo menos, a esa creación a partir de lo que los rodeaba? “El incluir a los
indios y a los africanos en nuestra historia como simples victimas de los más poderosos europeos
no es mucho mejor que excluirlos de ella del todo. Significa dejar sin voz, sin nombre y sin rostro a
personas que afectaron poderosamente el curso de nuestro desarrollo histórico como nación.
Para superar la idea de que los indios y los africanos eran modelados como una masa, de
acuerdo con los caprichos de las sociedades europeas invasoras, debemos abandonar la idea de
que hay pueblos “primitivos” y “civilizados”. Algo de útil sigue habiendo en señalar las diferencias
en el avance tecnológico; digamos, la habilidad de los europeos para navegar a través del Atlántico
y su habilidad para trabajar el hierro y así fabricar armas. Pero si aceptamos tales logros como
pruebas de que una cultura “superior” entró en contacto con otra “inferior”, inconscientemente nos
estaremos enredando en una imagen según la cual los europeos son los agentes activos de la
historia y los pueblos indios y africanos las victimas pasivas.
Tanto los africanos como los indios y los europeos desarrollaron sociedades que
funcionaron con buena fortuna en sus respectivos ambientes. Ninguno de ellos se consideró un
pueblo inferior. “Los llamados salvajes –escribió Benjamín Franklin hace más de dos siglos- porque
sus costumbres se diferencian de las nuestras, que consideramos lo Perfecto de la Civilización: lo
mismo piensan ellos de las suyas.” El tomar a los indios simplemente como victimas de la agresión
europea significa ocultar a la vista la rica y aleccionadora historia del modo en que narragansetts,
delaweres, pamumkeys, cheroquis, crics (creeks) y muchas tribus más, que habían estado
cambiando por siglos antes de que los europeos pusieran pie en el continente, respondieron
creadora y poderosamente a los venidos del otro lado del océano, modelando de esa manera el
curso de los asentamientos europeos.
En este libro se adopta un enfoque cultural de nuestro primer periodo histórico. Con ello
quiero decir que consideramos esa masa de tierra que conocemos como “la Norteamérica
británica” un lugar donde convergieron un cierto número de culturas diferentes durante un periodo
particular de la historia: entre más o menos 1550 y 1750, para usar métodos europeos de medir el
tiempo. En un sentido de lo más general, podemos definir esos grupos culturales como indios,
africanos y europeos, aunque, como veremos, esta simplificación extrema es, en sí un recurso euro
centrista para clasificar las culturas. En otras palabras en este libro no trata la historia de los
Estados Unidos coloniales como suele definírsela, sino de la historia de los pueblos de la
Norteamérica oriental durante los dos siglos anteriores a la revolución estadounidense.
Cada uno de esos tres grupos culturales era diverso en grado sumo. Dadas sus
características culturales, los iroqueses eran tan diferentes de los natchez como los ingleses de los
egipcios: los hausas y los yorubas tan distintos entre sí como los pequots y los crics. Además
tampoco actuaban concertados los subgrupos de cada unos de esos bloques culturales. En los
siglos XVII y XVIII los franceses, ingleses y españoles lucharon entre sí, compitiendo por tener
poder y ventajas, tal como hurones e iroqueses, o crics y cheroquis, buscaron dominar en sus
expectativas regiones. Nuestra tarea es descubrir que sucedió cuando pueblos de distintos
continentes, pueblos diferentes entre sí, entraron en contacto en un punto particular de la historia.
Ante todo nos interesan el proceso y el cambio sociales y culturales: cómo se vieron afectadas las
sociedades y sus destinos cambiados en virtud de la experiencia del contacto con otras culturas.
Los antropólogos llaman a este proceso “transcurriculación”; los historiadores, “cambio social”. No
importa qué término se use, estamos estudiando un proceso de interacción dinámico, que en los
siglos XVII y XVIII conformó la historia de los indios americanos, de los europeos y de los africanos
en la Norteamérica británica.
Conviene recordar que, cuando hablemos de “grupos culturales” o “sociedades”, nos
referimos a abstracciones. Sociedad es un grupo de personas organizadas de modo tal que
puedan satisfacer sus necesidades, estando la sustentación de la vida en el nivel básico. Cultura
es un término muy amplio, que abarca todas las características específicas de una sociedad
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funcionalmente relacionadas entre sí: la tecnología; los modos de vestir y la dieta; la organización
económica, social y política: la religión; el lenguaje; el arte; los valores; los métodos de crianza, etc.
Enunciado de un modo sencillo, “cultura” significa un modo de vivir, el marco desde el que
cualquier grupo de personas –una sociedad- capta el mundo que lo rodea. Pero “cultura” y
“sociedad” son asimismo términos que entrañan guías o normas de conducta. Tal quiere decirse
con “rasgos culturales” o “conducta de grupo”. Emplear estos términos significa correr el riesgo de
perder de vista a los seres humanos individuales, ninguno de ellos parecido a los demás que
componen una sociedad. Cultura es un concepto que empleamos por conveniencia, de modo que
podamos clasificar y comparar de manera general conductas individuales sumamente variada y
compleja. El que seamos estadounidenses, pertenezcamos a la misma nación, hablemos la misma
lengua, vivamos sujetos a las mismas leyes, participemos en el mismo sistema económico y social
no significa que seamos todos iguales. De ocurrir así, no habría brechas entre generaciones,
intenciones raciales, y conflictos políticos. No obstante, vistos en su conjunto los estadounidenses
organizan su vida de un modo distinto a como lo hace la gente en otras partes del mundo. Si bien
debemos tener conciencia de los problemas planteados por un enfoque cultural de la historia, este
nos proporciona, al menos, un modo de comprender la interacción de la gran masa de individuos,
de antecedentes sumamente variados, que se encontraron habitando juntos, hace varios siglos,
una parte del “Nuevo Mundo”.
Es necesaria otra nota de advertencia. Aunque a menudo hablaremos de grupos raciales e
interacción racial, esos términos no se refieren a grupos de personas genéticamente distintos.
Durante medio siglo los antropólogos dedicaron su intelecto y su energía a intentar clasificar todos
los pueblos del mundo, desde los pigmeos de Borneo hasta los Aleutianos de Alaska, de acuerdo
con las diferencias genéticas. Se midieron narices, se examinaron cavidades craneanas, se
atendió al vello corporal, se describieron labios se clasificaron cabellos y ojos por su color,
intentando definir científicamente los varios tipos fisiológicos del hombre, para de allí demostrar
luego que esas características coincidían con los grados de “desarrollo cultural”. Ninguna sorpresa
habrá de ser que ese esfuerzo masivo de los antropólogos occidentales blancos llevar a la
conclusión de que era posible probar “científicamente” la superioridad de los pueblos caucásicos
de este mundo.
Hoy, las ciencias genéticas han barrido con ese esfuerzo de medio siglo, y en el presente
estamos menos convencidos de que diferencias genéticas significativas separen a los “grupos
raciales” según la clasificación hecha en el pasado por los antropólogos. Hoy está claro que los
europeos del Nuevo Mundo idearon códigos de relaciones raciales diferentes, basados en sus
necesidades y aptitudes respecto a como clasificar y separar a la gente. En Brasil y en los Estados
Unidos, “Negro” por dar un ejemplo, vino a tener significados diferentes, que reflejan condiciones y
valores, pero no diferencias genéticas. Como con tanta sabiduría nos lo recuerdan Sydney Mints,
“la `realidad ´ de la raza es, entonces, una realidad por igual social y biológica, pues la herencia de
rasgos físicos sirve como materia prima para los métodos de clasificación social, mediante los
cuales se asignan sistemáticamente tanto los estigmas como los privilegios”.
5
Por tanto poca comprensión tenemos del proceso histórico si distinguimos los grupos
culturales a partir de lo biológico o fisiológico. No tenemos en mente grupos distintos a lo genético,
sino poblaciones humanas venidas de diferentes partes del mundo, grupos de personas con
diferencias culturales. Sobre todo, exploraremos la manera en que esas personas, puestas en
contacto unas con otras, cambiaron a lo largo de varios siglos: y lo hicieron de un modo que
afectaría el curso de la historia estadounidense por muchas generaciones futuras.
I. ANTES DE COLÓN
La historia de los pueblos americanos no comenzó en 1492, fecha que una mayoría de nuestros
libros de historia toma como punto de partida, sino más de 350 siglos antes del nacimiento de
Cristo. Fue entonces lo que los humanos descubrieron lo que mucho después se llamaría América.
Por tanto, la historia estadounidense puede comenzar a partir de unas cuantas preguntas
fundamentales: ¿quiénes fueron los primeros habitantes del “Nuevo Mundo”, ¿de dónde vinieron?,
5
Sydney-Mints, “Toward an Afro-American History”, journal of world history 13 (1971). p.318.
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¿Cómo eran?, ¿Cómo cambiaron sus sociedades en los milenios que precedieron en la llegada de
los europeos?
Casi toda la información que sugiere respuestas a estas preguntas proviene de los
arqueólogos, quienes han hecho excavaciones en asentamientos antiguos, donde transcurrieron
las etapas de vida iniciales de Norteamérica. Tras desenterrar objetos de las culturas materiales de
entonces –alfarería, herramientas, ornamentos, etc.- y establecer la edad de los restos de
esqueletos de los “primeros americanos”, han fijado hacía 350 AC. La llegada del hombre a
Norteamérica.
En términos generales, los antropólogos están de acuerdo en que esos primeros
habitantes del continente fueron hombres y mujeres provenientes de Asia. Pueblos nómadas de los
inhóspitos ambientes siberianos, emigraron a través del estrecho de Bering, entre Siberia y Alaska,
en busca de fuentes de comida más seguras. Los geólogos han determinado que Siberia y Alaska
estuvieron conectadas, por un puente de tierra, solo durante los dos largos periodos en que
glaciares gigantescos cubrieron las latitudes septentrionales encerrando allí una gran parte de la
humedad del mundo y dejando al descubierto el fondo del mar de Bering. Esos dos largos periodos
ocurrieron hace 36,000- 32,000 años es primero y 28,000 –20,000 años el segundo. En otros
tiempos con el deshielo de los glaciares, el nivel del agua subió en el estrecho del mar de Bering,
cubrió el puente de tierra e impidió el paso a pie hacia Norteamérica. Así, cuando hace menos de
quinientos años los europeos encontraron una manera de llegar a América del Norte por barco,
descubrieron un pueblo cuyos antepasados habían llegado a pies entre 20,000 y 36,000 años
antes.
Si bien la mayoría de los antropólogos está de acuerdo en que esa migración fue de
pueblos asiáticos, en especial del nordeste de Asia, los restos de esqueletos de bichos emigrantes
también revelan características no asiáticas. Es probable que representen una mixtura de distintas
poblaciones de Asia, África y Europa, que se había n estado mezclando por miles de años. Pero
sea cual haya sido la infusión previa de genes venidos de pueblos de otras zonas, esos primeros
americanos fueron asiáticos por su origen geográfico.
EVOLUCIÓN CULTURAL
Ya en América esos primeros vagabundos comenzaron a moverse hacia el sur primero y luego
hacia el este, en pos de vegetación y de caza. Cazaron generaciones antes de que esos nómadas
alcanzaran la parte noroccidental del pacífico. El movimiento migratorio, que tomó miles de años,
alcanzó finalmente la punta de América del Sur y la costa oriental de América del Norte. La historia
estadounidense, por tradición, hace hincapié, en el “movimiento hacia el oeste”, pero por cientos
de generaciones la colonización avanzó en América hacia el sur y hacia el este. Las distancias
fueron inmensas: 24,000 kilómetros desde la región natal asiática hasta la Tierra del Fuego, el
límite más meridional de América del Sur, y casi 10 000 kilómetros de Siberia hasta la margen
oriental de Norteamérica.
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En los siglos cubiertos por esas grandes migraciones, los primeros americanos se
dispersaron ampliamente por una inmensa masa de tierra. En busca de nuevas fuentes de
alimento, una banda se dividía la otra. Este proceso, repetido muchas veces en muchas zonas,
señala el surgimiento de culturas separadas, que llegaron a ser cientos en el continente. Las
diferencias culturales se agudizaron a lo largo de miles de años, a medida que los pueblos de
diferentes regiones ecológicas organizaban sus vidas y se relacionaban con la tierra de acuerdo
con los dictados de sus hábitats naturales. Más tarde, los europeos amontonaron
indiscriminadamente un amplia variedad de culturas nativas bajo un nombre único: “Indias”. Pero,
en realidad, una miríada de modos de vida se había desarrollado en el muy viejo “Nuevo Mundo”
cuando los europeos hallaron la manera de llegar a él. Si los europeos hubieran podido entrar, en
1492 en las aldeas nativas que iban de la costa atlántica a la del Pacífico y de Alaska al golfo de
México, habrían encontrado “indios” que vivían en las casas rectangulares y de madera de los
kuwakiutl, en la costa noroccidental; en las casas con domos góticos de paja del territorio de
Wichita; en las habitaciones de tierra de la zona de praderas de los pawnees, y en las casas
rectangulares, de techo de cañón, de los pueblos algonquinos, en los bosques del noreste. Las
diferentes sociedades habían creado una gran variedad de técnicas para construir albergues
básicos, pues vivían en zonas donde los materiales de construcción y las condiciones climáticas
variaban grandemente. La misma diversidad tenemos en los ornamentos que idearon, las
herramientas que emplearon y los alimentos naturales que recolectaban. Esta diversidad en la
cultura nativa también es patente en las lenguas que hablaban. Los especialistas en lingüística
dividen los lenguajes indios en doce ramas, cada una de ellas tan distinta a las demás como lo son
los lenguajes semíticos de los indoeuropeos. En cada una de esas doce ramas lingüísticas se
hablan muchas lenguas y dialectos distintos, cada uno de ellos tan diferentes como es el inglés del
ruso. En total, los americanos nativos hablaban unas dos mil lenguas: una diversidad lingüística
superior a la de cualquier parte del mundo.
¿Cómo dar razón de esa sorprendente diversidad de culturas indias? La explicación está
en que comprendamos las condiciones ambientales y el modo en que unas bandas de personas se
adaptaron a su medio natural, moldeando su cultura de manera tal que les permitiera sobrevivir en
su región. Como ocurrió en otras partes del mundo prehistórico, los seres humanos eran
fundamentalmente recolectores de semillas y cazadores. Para vivir, dependían de un
abastecimiento de alimento sobre el cual tenían poco control. Luchaban por dominar el ambiente,
pero con frecuencia se encontraban a su merced. De esta manera, por dar un ejemplo, al ocurrir en
Norteamérica grandes cambios geológicos hacia el año 8000 a.C., vastas áreas, de Utah a las
tierras altas de América Central, se convirtieron de pastizales en desiertos. La caza mayor y las
plantas que necesitan mucha agua no pudieron sobrevivir a dichos cambios, y las culturas indias
de esas zonas bien se movieron a la búsqueda de nuevas fuentes de comida, bien modificaron sus
culturas, logrando adaptarlas a las nuevas condiciones.
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Otra manera de comprender el proceso de cambio cultural y la proliferación de grupos
culturales consiste en centrar nuestra atención en la agricultura: la domesticación de la vida
vegetal. Como todos los organismos vivientes, los seres humanos a fin de cuentas dependen de
las plantas para sobrevivir. Tanto para el hombre como para los animales, las plantas son la fuente
del combustible que sostiene la vida. El Sol es la fuente primera de esa energía. Pero para
aprovechar la energía solar los humanos y los animales deben apoyarse en las plantas, ya que
éstas son los únicos organismos capaces de producir cantidades importantes de material orgánico
mediante el proceso de la fotosíntesis. El alimento vegetal fue –y sigue siendo- elemento
estratégico en la cadena de la vida. Alimentó a los seres humanos y sustentó a los animales que
proporcionan a éstos su segunda fuente de alimentación.
Cuando los humanos aprendieron a controlar la vida de las plantas –llamamos agricultura a
tal proceso-, dieron un paso revolucionario en dirección a dominar el ambiente. Fue la
domesticación de las plantas lo que comenzó a emancipar los seres humanos de la opresión del
mudo físico, pues se enfrentaban a la extinción si decrecía o desaparecía el abastecimiento de
alimento a causa de fuerzas que escapaban a su dominio. Aprender a cosechar, plantar y nutrir la
semilla equivalía a tomar en sus manos algunas de las funciones de la naturaleza, y a obtener el
control parcial de lo que hasta entonces era ingobernable. A raíz de esa adquisición de un control
parcial de las fuerzas de la naturaleza vinieron vastos cambios culturales.
Es difícil datar el advenimiento de la agricultura en el Nuevo Mundo, pero se estima que
ocurrió entre los años 8000 y 5000 a.C. En ese periodo la agricultura también se estaba
desarrollando en Europa, Asia y África. Dónde se dio primero esto, cuestión muy debatida, es de
menor importancia que otro hecho: la “revolución agrícola” comenzó de modo independiente en
varias partes del mundo muy separadas entre sí.
Cuando la producción de alimentos a partir de plantas domesticadas reemplazó a la
recolección de alimentos proporcionados por plantas silvestres, en la vida de las sociedades se
dieron cambios muy significativos. Primero, la domesticación de plantas permitió una existencia
más sedentaria en comparación con la nómada. En segundo lugar, impulsó un gran crecimiento de
la población, pues incluso el cultivar una porción pequeña como el 1% de la tierra produjo enormes
incrementos en el abastecimiento de comida. En tercer lugar, el cultivo de plantas redujo la
cantidad de tiempo y energía necesarios para obtener la alimentación, con lo cual se lograron
condiciones más favorables para el desarrollo social político y religioso, para la expresión estética y
para la innovación tecnológica.
Finalmente, en la mayoría de las zonas llevó a una división sexual del trabajo, en que los
hombres desbrozaban la tierra y se dedicaban a la caza, mientras que las mujeres plantaban,
cultivaban y recolectaban.
De esta manera, la revolución agrícola comienza a dar una forma nueva al esquema
cultural de las sociedades nativas. Una organización social y política más compleja acompañó al
crecimiento de la población y el inicio de una vida sedentaria en aldeas. Las bandas crecieron en
tribus y éstas en entidades políticas mayores. Se especializaron las tareas y se creó una estructura
social más compleja. En algunas sociedades el especialista en religión se volvió figura dominante,
tal como en otras partes del mundo donde se había dado la revolución agrícola. Esa figura religiosa
organizaba a los seguidores, dirigía su trabajo y pedía de ellos tributos y culto; a cambio, se
contaba con él para que protegiera a la comunidad de las fuerzas hostiles.
Cuando los europeos llegaron por primera vez al “Nuevo Mundo”, los americanos nativos
se encontraban en fases sumamente distintas de esa revolución agrícola y por tanto, sus culturas
estaban señaladas por diferencias sorprendentes. Se ejemplificará el caso echando un vistazo a
varias de las sociedades con las cuales tuvieron los europeos su primer contacto a principios del
siglo XVI.
En la región de Norteamérica las culturas hopi y zuñi habían estado dedicadas, por unos 4 000
años, a la producción agrícola ya la vida sedentaria de ladea antes de que los españoles llegaran
hacia 1540. Hacia 700-900 d.C., la cultura “pueblo”, como la llamaron los españoles, había
desarrollado aldeas bien trazadas, compuestas de grandes edificios en terrazas, cada uno de ellos
con muchos cuartos. Esas aldeas con casas tipo apartamento estaban construidas a menudo en
sitios propios para la defensa: en rebordes de roca sólida, en cimas planas o en mesas empinadas,
sitios que daban a los hopis y zuñis protección contra sus enemigos del norte, los apaches. La
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mayor de ellas, en Pueblo Bonita, tenía unas ochocientas habitaciones y tal vez haya albergado
hasta mil personas. No volverían a verse en el continente construcciones tipo casa de
apartamentos tan grandes sino en la ciudad de Nueva York, hacia fines del siglo XIX.
A la llegada de los españoles los hopis y los zuñis usaban en las aldeas como técnicas
para traer agua a lo que por siglos había sido una zona árida, marginal desde el punto de vista
agrícola. Al mismo tiempo, se enriqueció el trabajo en cerámica, el algodón reemplazó a la fibra
como material para vestirse y el tejido de canastas fue más artístico. Por las soluciones técnicas
dadas al problema del agua, por sus esfuerzos artísticos. Por sus prácticas agrícolas y su vida
aldeana, la sociedad pueblo no era, en vísperas de la llegada de los españoles, radicalmente
distinta de las comunidades campesinas de la mayoría del mundo euroasiático.
Muy al oriente de los zuñis y hopis se desarrollaban otras culturas indias. De las grandes
llanuras de América del Norte a la zona costera del Atlántico crecían en fuerza una gran variedad
de tribus pertenecientes a tres grupos lingüísticos principales: el algonquino, el iroqués y el siouan.
Su existencia en la parte oriental de Norteamérica, que se remonta según pruebas incluso hasta 10
000 a.C., tenía como base una mezcla de agricultura, recolección de alimentos caza y pesca.
Como otros grupos tribales afectados por la revolución agrícola, gradualmente adoptaron
asentamientos semifijos y crearon una red comercial que unía una vasta región.
De esas sociedades, una de las más impresionantes es la de los llamados constructores
de túmulos, del valle del río Ohio, quienes levantaron gigantescas construcciones de tierra
esculpida, de diseño geométrico, en ocasiones con figura de grandes seres humanos, pájaros o
serpientes enroscadas. Cuando los exploradores de la época colonial cruzaron los Apalaches por
primera vez, tras casi un siglo y medio de estar en el continente, quedaron pasmados ante esas
construcciones monumentales, algunas de las cuales medían más de veinte metros de altura. La
imagen estereotipada que tenían los indios orientales –como primitivos habitantes del bosque- no
les permitió creer que estuvieran construidas por pueblos nativos, de modo que se inventaron
mitos para explicar que sobrevivientes de la hundidas islas de la Atlántida o descendientes de los
egipcios y fenicios, alejándose mucho desde sus tierras nativas, habían construido esos
monumentos misteriosos y desaparecido después.
Peines y objetos decorativos finamente trabajados, obtenidos en los asentamientos
de los constructores de cúmulos de Hoperwrill, fueron fabricados siglos antes de la
llegada de los europeos. Cortesía de la Ohio Historical Socierty.
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Hoy en día arqueólogos y antropólogos han llegado a la conclusión de que los
constructores de túmulos fueron los antepasados de crics, choctaws y natchez. Su cultura se fue
desarrollando lentamente a lo largo de siglos y, cuando el surgimiento del cristianismo había
alcanzado una considerable complejidad. Tan sólo en el sur de Ohio se han identificado unos diez
mil túmulos, usados como cementerios. Se han excavado otros mil recintos, con muros de tierra,
incluyendo una fortificación enorme, cuya circunferencia es de casi cinco kilómetros y medio, que
encierra unas cuarenta hectáreas o el equivalente a cincuenta manzanas de una ciudad moderna.
Los arqueólogos saben que los constructores de túmulos participaron en una vasta red comercial
que cubría la mitad oriental del continente, pues una gran variedad de objetos encontrados en las
tumbas de los túmulos tienen su origen en otras partes del continente: grandes cuchillos
ceremoniales, hechos de obsidiana desprendido de las formaciones rocosas situadas en lo que
hoy es el Parque Nacional de Yellowstone; pectorales repujados, ornamentos y armas fabricadas
de pepitas de cobre provenientes de la región de los Grandes Lagos; objetos decorativos tallados
en hojas de mica traídas de los Apalaches meridionales; ornamentos hechos de dientes de tiburón
y caimán y de conchas venidas del golfo de México.
Hacia el año 500 d.C., la cultura de los constructores de túmulos empezó a declinar, quizás
a causa de los ataques de otras tribus, tal vez por los severos cambios climáticos, que socavaron
la agricultura. En Occidente comenzaba a florecer otra cultura, basada en una agricultura intensiva.
Su centro estaba al sur de lo que hoy es San Luis, y se expandió hasta abarcar una gran parte de
la cuenca del Misissipi, de Winsconsin a Lousiana y de Oklahoma a Tennessee. En su orbita
quedaron incluidas miles de aldeas. Hacia el año 700 d.C., esta cultura del Misisipí, nombre que le
han dado los arqueólogos, comenzó a extender su influencia hacia el oriente; y transformó la vida
de la mayoría de las tribus que habitan los bosques, tecnológicamente menos avanzadas. Al igual
que los constructores de túmulos gigantescos como lugares de entierro y ceremonia. El mayor de
ellos, que se levanta en cuatro terrazas hasta una altura de treinta metros, tiene una base
rectangular que cubre casi seis hectáreas y contienes unos 625 000 metros cúbicos de tierra, con
una base mayor que la Gran Pirámide en Egipto. Esta enorme obra de tierra, construida entre los
años 900 y 1100 d.C., se encuentra frente al asiento de una ciudad india empalizada, dentro de la
cual hay más de cien pequeños túmulos artificiales que marcan entierros. Entre ellos se distribuía
un vasto asentamiento, llamado por un arqueólogo “la primera metrópoli de los Estados Unido”. Se
estima que esta ciudad del valle del Misisipí, conocida como Cahokia, tuvo una población de 35
000 habitantes.
Los ornamentos de fino trabajo y las herramientas recuperados por los arqueólogos en
Cahokia incluyen una cerámica muy avanzada, obras de cantería finamente esculpida, hojas de
cobre y de mica cuidadosamente realzadas y grabadas y una manta funeral hecha de
12 000 conchas. Todos esos artefactos indican que Cahokia fue en verdad un centro urbano, con
casas agrupadas en núcleos, mercados y especialistas en la fabricación de herramientas, curtido
de pieles, cerámica, joyería, tejido y obtención de sal.
Varios siglos antes de llegar los europeos al litoral atlántico, la cultura de los constructores
de túmulos y la del Misisipi, habían pasado su mejor momento y, por razones que aún no están
claras, comenzaron a extinguirse. Pero su influencia había pasado ya al oriente, y transformado
las sociedades de los bosques a lo largo de la llanura costera atlántica. Aunque las muy dispersas
y relativamente fragmentadas en tribus iban de Nueva Escocia a Florida nunca igualaron a las
sociedades anteriores del centro en diseño arquitectónico, en esculturas de tierra o en expresión
artística, lejos estaban de ser los pueblos primitivos de los bosques pintados por los europeos.
Habiéndolos cambiado del contacto con las culturas hopewell y del Misisipí, agregaron un uso
limitado de la agricultura a las habilidades que ya habían adquirido en la explotación de una amplia
variedad de plantas naturales como alimento, medicina, tintes, saborizantes y tabaco. En las
híbridas economías rurales que resultaron, utilizaban todos los recursos que los rodeaban: la tierra
abierta, bosques, corrientes, costa y océano. En su mayoría esa gente de los bosques
septentrionales, en cuyas tierras comenzaron a acampar, hacia fines del siglo XV, pescadores
europeos que allí secaban su bacalao, vivía en aldeas, en especial tras verse influida por las
tradiciones agrícolas de las sociedades de Ohio y del valle del Misisipi. Al situar sus maizales cerca
de los lugares de pesca, y al aprender a fertilizar las plantas jóvenes con cabezas de pescado,
adoptaron un patrón de vida más sedentario. Construían sus aldeas a menudo estacadas, con
wigwams de abedul y de olmo, con techo de cúpula, que los europeos copiaron en los primeros
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años. Las canoas de corteza de abedul, lo bastante ligeras para que un solo hombre las
transportara de una corriente a otra, les permitieron comerciar y comunicarse en un vasto territorio.
Se ve el grado de desarrollo que había en esas sociedades de los bosques orientales, en vísperas
de su contacto con los blancos, en los restos arqueológicos extraídos en un pueblo hurón, en la
región de los Grandes Lagos, que incluía más de cien estructuras amplias, en las que habitaba una
población de entre cuatro mi y seis mil personas. Los asentamientos de ese tamaño eran mayores
que la aldea europea promedio del siglo XVI, y, excepto por un puñado de casos, mayores que los
pueblos coloniales europeos de los Estados Unidos, un siglo y medio después de haberse iniciado
la colonización.
A lo largo del litoral atlántico, desde la bahía de San Lorenzo hasta la Florida, los europeos
encontraron veintenas de tribus locales pertenecientes a los grupos de los bosques orientales.
Cada una de ellas mantenía elementos culturales propios de su pueblo, aunque compartieran
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muchas cosas, con las técnicas agrícolas, división sexual del trabajo, diseño de la cerámica,
organización social y fabricación de las herramientas. Pero el más importante denominador común
de todas ellas era que habían dominado su hábitat local de tal manera que podían sustentar la vida
y aseguraban la perpetuación de su gente. Muy al norte estaban los abenakis, los penobscots, los
passamaquodys y otros que vivían de los productos del mar y complementaban su dieta con
azúcar de acre y unos cuantos alimentos más. Hacia el sur, en lo que posteriormente sería Nueva
Inglaterra, estaban los Massachussets, wampanoags, pequots, narrangansetts, niantics,
mohicanos y otros, tribus pequeñas que ocupaban zonas bastante definidas y sólo se reunían para
efectuar un comercio ocasional. Al sur de estos en el área del medio Atlántico, estaban los
lennilenapes, susquehannocks, nanticokes, pamunkeys, shawnees (o shonis), tuscaroras,
cataubas, y otros, que susbsistían con base en una mezcla de agricultura, mariscos, caza y
alimentos silvestres. También ellos vivían en aldeas y llevaban una existencia semisedentaria.
El sudeste una de las regiones densamente pobladas de la costa atlántica, allí había culturas ricas
y completas, alguna unidas en confederaciones muy libres. Estos pueblos que pertenecían a varios
grupos lingüísticos, remontaban su ascendencia a por lo menos 8 000 años. Es en el sudeste,
donde se da una de las cerámicas más trabajadas de la parte oriental del continente, cerámica que
comenzó unos 2 000 años a.C. También estaban integradas a esas culturas las técnicas hopewell
de construcción de túmulos, y unos cuantos cientos de años antes de que De Doto pasara por la
zona, hacia 1540, eran un rasgo distintivo del área centros ceremoniales grandiosos, cuya
construcción significó mover tierra en escala prodigiosa. Por su contacto con la cultura del Misisipi,
las tribus del sudeste desarrollaron una cerámica y un tejido de canastas muy complejos, a más de
un comercio a grandes distancias y, organizaciones sociales y políticas jerárquicas y autoritarias.
Esos pueblos incluían a los poderosos crics y yamasis en las regiones de Georgia y Alabama; a los
apalaches en Florida y a la orilla del golfo de México; los choctaws, chickasaws y natchez en la
parte baja del vale de Misisipi; los cheroquis en los Apalaches del sur y, a lo largo de la costa
sudoriental, varias docenas de tribus menores.
LA POBLACIÓN ANTES DEL PRIMER CONTACTO
En víspera del contacto con los europeos ¿cuántos americanos nativos habitaban en
Norteamérica? Los antropólogos han discutido por décadas acerca de los niveles de población
antes de la conquista, y han buscado métodos que aporten estimaciones fiables. Pero sólo a
últimas fechas aceptaron los eruditos que la mayoría de las estimaciones hechas en el pasado
estuvieron afectadas por la idea que de las sociedades norteamericanas nativas tenía quien hacía
el cálculo. Cuando a la cultura india se le considera “salvaje” caracterizada por cazadores y
recolectores nómadas, es difícil pensar que en Norteamérica hubiera poblaciones numerosas. Pero
si se piensa es sociedades sedentarias, agrícolas y complejas en su organización social, entonces
parecen posibles cifras elevadas.
Hasta hace unos años, se aceptaba que un millón era la población de norteamericanos
nativos al norte de México, en el periodo inmediato anterior al primer contacto, tomándose la
estimación hecha hace aproximadamente medio siglo por el muy respetado antropólogo James
Mooney.
Hoy en día se ha puesto severamente en duda esa cifra, ante todo con base en
investigaciones en que se demuestra que Moorey subestimó enormemente el desastre
demográfico ocurrido cuando los americanos entraron en contacto con las enfermedades
europeas. Mooney basó sus cálculos en tabulaciones aproximadas sobre el número de indios,
hechas en distintas zonas varias décadas e incluso más tiempo después del contacto inicial. Pero
no tomó en cuenta la profunda caída de la población, que en muchas regiones llegó al 90%
ocurrida con suma rapidez cuando los elementos patógenos transmitidos por los europeos
infectaron a los americanos y se dispersaron como un relámpago por sus aldeas.
Se piensa ahora que la población existente al norte de México, mucho antes del primer
contacto, pudo haber llegado incluso a los diez millones de habitantes, de los cuales tal vez 500
000 vivía a lo largo de la llanura costera y en las regiones premontañosas accesibles a los
primeros colonizadores europeos. Incluso si se reducen a la mitad los cálculos recientes más
liberales, nos vemos ante la sorprendente realidad de que los europeos no llegaban a un “territorio
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virgen”, como algunos lo llamaron, sino que invadían un continente que, en algunas zonas, estaba
densamente poblado como su tierra natal.
LOS IROQUESES
Entre las culturas que había en los bosques orientales tenemos a los pueblos iroqueses, a
los que podemos enfocar brevemente, con el propósito de tener una impresión más vívida de cómo
se organizaba la vida y la sociedad en, por lo menos, una cultura india. Los iroqueses iban a
convertirse no sólo en una de las tribus nororientales más populosas, sino además en la más
poderosa de ellas. Su territorio abarcaba de las montañas Adirondack a los Grandes Lagos, y de lo
que hoy es la parte septentrional de Nueva York a Pennsylvania. Cinco tribus –los mohawks,
(“pueblo del pedernal”), los onondagas (“pueblo de la montaña”), los oneidas (“pueblo de la
piedra”), los cayugas (“pueblo de la meseta”) y los sénecas (“pueblo de la gran colina”)-
componían lo que los europeos llamaron más tarde Liga de los Iroqueses o, en lengua iroquesa
Ganonsyoni, es decir, “la casa tendida a lo largo” o aquello que se extiende muy lejos. La
confederación iroquesa era una vasta extensión del grupo unido por parentesco que caracterizaba
el patrón de asentamiento familiar en los bosques nororientales; el Ganonsyoni comprendía tal vez
10 000 personas a comienzos del siglo XVII.
El origen de la Liga de los Iroqueses es un tema que ha fascinado a los historiadores por
más de un siglo. Algunos afirman que los iroqueses eran débiles y estaban desorganizados
cuando, a principios del siglo XVII, comenzaron los asentamientos ingleses y franceses, y deducen
que se creó la Liga como un medio de responder a la presencia europea. Pero estudios anteriores
a finales del siglo XV, y derivaba de los intentos hechos por los iroqueses para resolver una
dificultas que los había atormentado por generaciones en su “confederación ética débilmente
organizada”: el problema de las venganzas de familia y la violencia crónica en pequeña escala con
las tribus algonquinas vecinas. El crecimiento de la población en el Noreste, causado por un
desarrollo de la agricultura más amplio, había agudizado la necesidad de cazar durante ese
periodo. Esto hizo que tribus se vieran en situaciones de conflicto más frecuentes. En el siglo XV
se estacaron las aldeas iroquesas, señal de que el conflicto se intensificaba, y al parecer los
varones de las aldeas se fueron preocupando más y más por la guerra. Cuando, en 1531, Jaques
Cartier entró por el río San Lorenzo, oyó decir a miembros de las tribus algonquinas que sus
enemigos, los iroqueses, habían sido expulsados de la región lorenziana varias generaciones
antes. La leyenda dice que Hiawatha, cacique mohawk, condujo la unificación de los iroqueses.
Hacia 1540 Hiawatha perdió a varios parientes y, a causa de su aflicción, se adentró en el yermo.
E n lo que probablemente fue un estado de alucinación, Hiawatha tuvo una visión; en ella se le
apareció un ser sobrenatural llamado Dekanawidah, que lo nombró su representante.
Dekanawidah, escribe Anthony Wallace, “dictó un código para revitalizar la sociedad iroquesa”;
Hiawatha lo llevó de aldea en aldea, reclutando discípulos que lo consideraban un profeta.
1
Las
visiones de Hiawatha poco a poco adoptaron la forma de un plan para crear una confederación
nueva y fuerte de las aldeas iroquesas débilmente unidas. La clave del plan era una prohibición de
toda venganza de sangre de cualquier iroqués contra otro miembro cualquiera de las cinco tribus.
En el caso de una muerte, una ceremonia de condolencia ritualizada cumplía la función de aliviar la
depresión causada por la aflicción, que antes sólo mediante la venganza se satisfacía. Se concedió
el poder de tomar decisiones a nombre de todas las aldeas a un consejo de cuarenta y nueve jefes
delegados por las cinco naciones, que se reunían en Onondaga. De esta manera, surgió una
estructura política para mantener la paz entre los iroqueses y, poco a poco, absorbió a las tribus
colindantes en la federación.
Conforme eran aceptadas las prédicas de Hiawatha sobre visiones de Dekanawidah, una
confederación étnica débil se transformó en una confederación política más cohesiva. La
prohibición de las venganzas familiares entre los iroqueses permitió que la población aumentara,
las aldeas consiguieran la estabilidad y los iroqueses desarrollaran mecanismos políticos para
resolver sus problemas internos y para presentar un frente más unido al negociar con sus vecinos
algonquinos el uso de los territorios de caza al norte, o el admitir que tribus dependientes se
1
A. F. C. Wallace, “The Dekanawidah Myth Analyzed as the Record of Revitalization Movement”,
Etnohistory (1958), p. 126
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asentaran en su territorio. Que todo esto ocurriera el siglo anterior a la llegada de los europeos
fue fortuito, pues facilitó el desarrollo de una política iroquesa coordinada para lidiar con los recién
llegados europeos. En muchos sentidos, este “movimiento de revitalización” fue similar a los
surgidos internamente en otras partes del mundo, en épocas muy separadas, de sociedades
sujetas a tensiones. La aparición de una figura mesiánica que pone en marcha una nueva ola de
moralidad, codifica un nuevo enfoque de la vida y, de esa manera, revitaliza la sociedad en
tiempos agitados era una historia que debiera haber sido familiar a los europeos, dueños de su
propia mitología cristiana. El mensaje de Dekanawidah expresaba un sentido del compromiso
social y del comunitarismo que sería la marca del puritanismo de Nueva Inglaterra varios siglos
después. “Nos unimos intimadamente –dijo Dekanawidah- tomándonos de la mano muy
firmemente y formando un círculo tan sólido que, de caer un árbol sobre él, no pueda sacudirlo ni
romperlo, de modo que nuestros pueblos y nuestros nietos encontrarán en ese círculo seguridad,
paz y felicidad.”
2
Así pues, en el periodo anterior a la llegada de los europeos el propósito mínimo de la Liga
de los Iroqueses era robustecer las aldeas, unirlas y fortalecer a los iroqueses contra los ataques
venidos de fuera o las divisiones venidas del interior. Mas tarde, los filósofos de la Liga expusieron
un propósito máximo que, una vez más tiene paralelo en el sentido de misión de los puritanos: “la
conversión de toda humanidad, de modo que la paz y la felicidad sean la suerte otorgada a los
pueblos de toda la tierra”, de manera que toda la gente se funda en una sola confederación
humana. Se afirma que Dekanawidah dijo: “Las raíces blancas del Gran Árbol de la Paz seguirán
creciendo, harán avanzar la Mente Buena y la Rectitud y la Paz, y pasarán a los territorios de
pueblos dispersos en el bosque, muy lejos”
3
Si los europeos compartían algunos aspectos de la cultura iroquesa, otros eran lo bastante
diferentes como para convencer a los colonos de que su sociedad tenía poco en común con la del
pueblo indígena. Por ejemplo, en las aldeas iroquesas el trabajo era comunitario y la tierra no era
propiedad de los individuos, sino de todos en común. Una familia podía cultivar su trozo de tierra,
pero se entendía que tal uso de ninguna manera significaba propiedad privada. De igual manera
significaba propiedad privada. De igual manera la caza era una empresa comunitaria. Aunque los
cazadores se diferenciaban en su habilidad para acechar y matar ciervos, se traía a la aldea el
botín colectivo obtenido por la partida de caza, y se dividía entre todos. De modo similar, varias
familias ocupaban una casa grande, pero ésta en sí, como todo lo demás de la comunidad, estaba
considerada propiedad común. Entre los iroqueses, el concepto de la propiedad privada –la idea de
que cada persona sea dueña de su propia tierra o casa- hubiera golpeado el centro mismo del
tema de mayor importancia en un sistema de valores: el principio del cooperativismo o de lo
comunitario. “Ellos no necesitan asilos para pobres –escribió en 1657 un jesuita francés-, porque
entre ellos no habrá ni mendigos ni indigentes mientras haya gente rica. Su bondad, humanidad y
cortesía no sólo los hacen liberales con aquello que tienen, sino que los llevan a poseer todo lo
común, excepto por algunas cosas. Toda la aldea deberá carecer de maíz para que sea un
individuo a pasar privaciones.” . Más o menos por la misma época un misionero holandés escribió:
“Por lo general, los jefes son los más pobres entre ellos, porque en lugar de recibir de la gente
común, como ocurre entre los cristianos, están obligados a dar a la muchedumbre.”
4
Un asentamiento aldeano se organizaba con base en grupos consanguíneos grandes. En
oposición a la práctica europea, la familia iroquesa era matrilineal, y la línea femenina determinaba
la pertenencia en una familia. De esta manera, la familia típica estaba compuesta de una anciana,
sus hijas con sus maridos e hijos y las nietas y nietos solteros. Hijos y nietos permanecían con su
grupo de parentesco hasta que se casaban; entonces, se unían a la familia de la esposa. También
el divorcio era prerrogativa de la mujer; de quererlo, le bastaba con poner las posesiones del
esposo a la puerta de la gran casa. Así, la sociedad iroquesa estaba organizada alrededor del
2
Anthony F.C. Wallace, The Death and Rebirth of the Seneca, Alfred A. Knopf. Inc. Nueva York, 1970, p.
42.
3
Ibid., p. 42.
4
Reuben Gold Thwaites (compilador), The Jesuit Relations and Allied Documents: Travels and Explorations
of the Jesuit Missionaries in New France, 1610-1791, Burrows Brothers,, Cleveland, 1899, vol. XLIII. P. 271;
Johannes Megapolensis, Jr., “A short Account of the Mohawk Indians” (1644), apud J. Franklin Jameson,
Narratives of New Netherland, 1609-1664, Charles Scribner´s Sons, Nueva York, 1909, p. 179.
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“hogar” matrilineal. A su vez, los varios grupos de parentesco matrilineal relacionados por lazos de
sangre por la parte materna, tal como entre hermanas, formaban un ohwachira o grupo de familias
relacionadas. Esos ohwachiras se agrupaban en clanes. Una aldea podía estar compuesta de una
docena o más de clanes. Las aldeas o clanes se combinaban para crear una nación o “estado de
consanguíneos”, (como se le ha llamado) de sénecas o de mohawks.
5
La sociedad iroquesa no sólo era matrilineal en su organización social, sino que otorgaba a
las mujeres de la comunidad una parte del poder político. En las aldeas la autoridad política
derivaba de los ohwachiras, a cuyo frente estaban las mujeres de mayor edad de la comunidad.
Eran ellas las que nombraban a los hombres que representarían a los clanes en los consejos de
aldea y de tribu, y quienes nombraban a los cuarenta y nueve caudillos y jefes que se reunían
periódicamente en Onondaga como el consejo gobernante de las Cinco Naciones confederadas.
Por lo general, esos jefes civiles eran hombres maduros o ancianos, que en el pasado habían
ganado fama como guerreros, pero que ahora “abandonaban la senda de la guerra a favor de la
hoguera del consejo”.
6
El poder político de las mujeres no se limitaba a decidir qué representantes
varones irían a los distintos consejos gobernantes. Cuando los clanes individuales se encontraban,
de un modo parecido a las reuniones de pueblo posteriormente celebradas en Nueva Inglaterra, las
mujeres de mayor edad participaban plenamente; se agrupaban detrás del círculo de hombres que
se encargaban de los discursos públicos, cabildeaban con ellos y les daban instrucciones. A un
extraño pudiera parecerle que los hombres mandaban, pues ellos pronunciaban los discursos
públicos y formalmente tomaban las decisiones. Pero las mujeres compartían su poder. Si los
hombres del consejo aldeano o tribal se alejaban demasiado de lo decidido por las mujeres que los
nombraban, éstas podían destituirlos o “descornarlos”. Estaban seguros en sus puestos mientras
satisficieran la voluntad de las mujeres que les habían dado el cargo. Esta división del poder entre
varones y mujeres se ampliaba aún más por el papel que éstas tenían en la economía tribunal.
Mientras que los hombres se encargaban de la caza y de la pesca, las mujeres eran las principales
agricultoras de la aldea. Como cuidadoras de las cosechas, eran igualmente importantes para el
mantenimiento de la comunidad. Más aún: cuando los hombres partían en expediciones de caza,
que con frecuencia exigían alejarse de la aldea por un periodo de semanas, las mujeres quedaban
al mando pleno de la vida diaria de la comunidad. Las mujeres tenían un papel importante incluso
en las cuestiones bélicas, pues eran ellas quienes proporcionaban los mocasines y la comida para
las expediciones guerreras; el decidirse a negar estas provisiones equivalía a vetar una correría
militar. De tal manera, los dos sexos compartían el poder, y en la sociedad iroquesa estaba a ojos
vistos ausente la idea europea de que el hombre dominaba y la mujer se subordinaba en todas las
cosas.
Cuando se intenta comprender la naturaleza de la interacción iroqués-europea, también es
útil examinar el desarrollo de la “personalidad” y de los patrones de conducta individual de los
iroqueses. Los psicólogos nos dicen que una gran parte de los rasgos de nuestra personalidad, de
nuestro modo de responder a las personas y a los acontecimientos, se encuentran enraizados
firmemente en la crianza recibida. Las variedades de educación infantil adoptadas por una
sociedad son importantes para comprender la conducta colectiva. Los iroqueses y otros pueblos de
los bosques, y en no menor medida que los europeos, establecieron prácticas de crianza infantil
que enseñaron a los niños los conocimientos y las habilidades necesarios para la supervivencia.
Además, también les hacían comprender su herencia cultural e histórica, para así inculcarles
identidad como grupo y un sólido sentimiento de lealtad y responsabilidad hacia éste. Así pues, los
padres iroqueses enseñaban a sus hijos cómo cazar, hacer herramientas, obtener cosechas e
identificar plantas y animales, así como los inglese enseñaban a sus hijos los rudimentos de la
supervivencia cotidiana. Asimismo, ambas sociedades se esforzaban por dar a los niños un sentido
de su herencia, y les instalaban lealtad de grupo mediante rituales y ceremonias.
La actitud hacia la autoridad es un aspecto de la crianza de niños en que se diferencian las
culturas europeas e iroquesas. En ésta el aldea estaba en un individuo autónomo. “La libertad en
su grado más considerable se vuelve en ellos una pasión dominante”, observó un cuáquero a
5
William N. Fenton, “The Iroquois in History”, en Eleanor Burke Leacok y Nancy Oestreich Lurie
(compiladoras), North American Indians in Historical Perspective, Random House, Inc., Nueva York, 1971, p
139.
6
Ibid., p. 138.
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principios del siglo XIX; y su descripción es eco de aquellas hechas por jesuitas dos siglos antes
7
Se esperaba de los muchachos que fueran buenos cazadores y miembros del clan leales y
generosos; no se los respetaba si eran dependientes, sumisos o los apocaba en exceso la
autoridad. Desde muy temprano en la vida se les adiestraba “para que pensaran por sí mismos,
pero actuaran en bien de los demás”
8
Se les preparaba para entrar en una sociedad adulta que, a
diferencia de la europea, no era jerárquica, pues los individuos vivían de acuerdo con una base
más igualitaria, estando el poder distribuido de manera más equitativa entre hombres y mujeres o
viejos y jóvenes que en la sociedad europea. Como no se apreciaban las posesiones materiales y
carecía de importancia la propiedad privada de bienes, el principio de competición funcionaba sólo
cuando estuviera comprometido el prestigio de un cazador o guerrero. La aspiración a tener bienes
mundanos a costa de un compañero de clan hubiera caído a un iroqués del desprecio de la aldea,
y habría estado fuera de lugar mostrar diferencia por los otros miembros de la misma. En la
sociedad europea, donde se ansiaban muchísimo las posesiones materiales, donde la estructura
social trazaba distinciones complicadas entre ricos y pobres, piadosos y no piadosos, alfabetizados
y no alfabetizados, varones y mujeres y personas políticamente privilegiadas y no privilegiadas, se
prestaba mucha más atención a mantener el debido respeto a la autoridad. La sumisión a la
autoridad y el mantenimiento de los estratos jerárquicos fueron los principios alrededor de los
cuales se organizó la crianza de niños.
En la educación de sus hijos los padres iroqueses eran más permisivos que su contraparte
europea. No creían en los castigos físicos duros. Fomentaban en los jóvenes que imitaran la
conducta adulta, y se mostraban tolerantes con sus primeros intentos chapuceros. En los primeros
meses de vida del infante, la madre lo alimentaba y protegía, pero al mismo tiempo lo endurecía
bañándolo en agua fría. El destete no solía comenzar hasta a los tres o cuatro años de edad. En
vez de iniciar a una edad temprana un régimen estricto de adiestramiento por lo que a las
necesidades fisiológicas se refiere, se permitía al niño avanzara a su ritmo en el dominio de las
funciones naturales. Se aceptaba como normal un interés temprano en la anatomía del cuerpo y en
la experimentación sexual todo esto contrastaba tajantemente con las técnicas de crianza infantil
europeas, que subrayaban la importancia de acostumbrar al niño a la autoridad desde una edad
temprana, y fortalecían esto quitando al niño pecho materno hacia los dos años, enseñándole
desde una edad temprana a evacuar en lugares apropiados, y todo mediante el empleo frecuente
de castigo físico, la condena de toda curiosidad sexual precoz, y haciendo hincapié en que la
obediencia a la autoridad y el respeto por ella eran virtudes capitales. Los padres iroqueses
habrían considerado mal traído el consejo dado por John Robinson, pastor de los padres
peregrinos, a los padres de su congregación: “Y de seguro que en todos los niños hay [...]
terquedad y una dureza de mente que surge del orgullo natural, las que debemos deshacer y abatir
a golpes en primer lugar, pues habiéndose logrado que los fundamentos de su educación se
asienten sobre la humildad y la docilidad, a su debido tiempo podrán erigirse otras virtudes a partir
de allí. [...] los padres deben atender cuidadosamente al castigo y la domesticación de esa
terquedad [...] Para que se restrinjan y repriman esa voluntad y esa testarudez de los niños [...] De
ser posible ocultarlo de ellos, los niños no deberán saber que tienen voluntad propia, y sí que están
al cuidado de los padres
9
.”
También respecto a los miembros adultos de la sociedad era distinta la concepción de la
autoridad. En la sociedad iroquesa, como en la mayoría de las sociedades indias de Norteamérica,
no cabía la complacida maquinaria desarrollada en la suya por los europeos, en los bosques del
noroeste se encontrarían leyes ni ordenanzas, alguaciles ni condestables, jueces ni jurados,
tribunales ni cárceles: todo el aparato autoritario de las sociedades europeas. Pese a ello, estaban
firmemente asentados los límites de una conducta aceptable. Aunque se enorgullecían de la
autonomía de sus individuos, los iroqueses mantenían un estricto sentido de lo correcto y de lo
incorrecto. Pero antes que atenerse a instrumentos de autoridad formales, gobernaban la conducta
inculcando al grupo un sólido sentido de la tradición y la pertenencia mediante rituales llevados a
cabo en común. Era este sentido del deber, fortalecido por el miedo a las murmuraciones y una
7
Apud Wallace, Death and Rebirth of the Seneca, p. 30.
8
Ibid., pag, 34.
9
Apud John Demos. A Little Commonwealth: Family Life in Plymouth Colony, Oxford University Press,
Inc., Nueva York, 1970, pp. 134-135.
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creencia firmemente asentada en el poder de los malos espíritus para castigar a los pecadores, el
que aplacaba la conducta antisocial entre los iroqueses. En la sociedad europea un crimen o un
hecho inmoral daban lugar a una investigación, arresto, juicio, sentencia y encarcelamiento, que, a
lo largo de varias etapas del proceso, implicaban la autoridad de cierto número de personas y de
recursos institucionales. En la sociedad india funcionaba un sistema más sencillo para transformar
al individuo disidente. Quien robaba la comida del otro y se mostraba cobarde en la guerra era
“avergonzado” por su pueblo y condenado al ostracismo hasta que hubiera expiado sus actos y
demostrado que moralmente se había purificado.
Además, los iroqueses y otras sociedades de los bosques empleaban una forma de
psicoterapia para resolver problemas personales y de grupo. Como creían que los sueños eran “el
lenguaje del alma”, les prestaban mucha atención y “de modo deliberado buscaban en ellos
respuestas a muchos de sus problemas de la vida”.
10
Más de dos siglos antes de desarrollar Freud
la teoría psicoanalítica, las culturas indias del norte reconocieron que la mente tiene tanto niveles
consientes como inconscientes; que a menudo se expresaban simbólicamente, en sueños, deseos
y miedos inconscientes; que tales deseos y ansiedades, si quedaban insatisfechos o sin resolver,
podían causar una enfermedad psíquica y psicosomática; y que quienes sufrían pesadillas o
sueños obsesivos a menudo encontraban alivio contándolos a un grupo, cuyos miembros
intentaban ayudar a que el individuo encontrara el significado de su problema subconsciente y la
cura para el mismo.
Un incrédulo sacerdote jesuita, el padre Ragueneau, describió esta teoría de los sueños
según lo que presenció en las aldeas huronas, en 1649. Los indios, informó, creen que “Además
de los deseos que solemos tener son libres o, al menos, voluntarios en nosotros [...], nuestras
almas tienen otros que son, por así decirlo, innatos y se encuentran ocultos. Éstos, dicen, vienen
de las profundidades del alma, y no a través de algún conocimiento, sino mediante una cierta
transportación ciega del alma hasta ciertos objetos; en el lenguaje de la filosofía, podíamos llamar
a esos accesos desidería innata, para diferenciarlos de los anteriores, a los que se llama desidería
elicita. Ahora bien, creen que el alma hace conocer esos deseos naturales por medio de los
sueños, que son su lenguaje. Por consiguiente, cuando se cumplen esos deseos, está satisfecha;
pero, por lo contrario, si no se le concede lo que desea, se enoja y no sólo niega al cuerpo el
bienestar y la felicidad que buscaba procurarle, sino que a menudo se revela contra él,
provocándole distintas enfermedades y hasta la muerte, [...] En consecuencia de esas ideas
erróneas, la mayoría de los hurones tiene mucho cuidado de observar sus sueños, y de
proporcionar al alma lo que ésta les ha descrito cuando duermen. Si, por ejemplo, en el sueño han
visto una jabalina, tratarán de obtenerla; si sueñan que dieron una fiesta, una darán en
despertando, de tener con qué, y así con otras cosas. A esto lo llaman Ondinnonk: un deseo
secreto del alma que se manifiesta por medio de un sueño
11
.”
Sería erróneo glorificar la cultura iroquesa o juzgarla superior a la del invasor europeo.
Hacer eso equivaldría a invocar las mismas categorías de “superior” e “inferior” empleadas por los
europeos para justificar la violencia que desataron al llegar al Nuevo Mundo y olvidar que los
ejercicios de dar un orden a las culturas dependen casi por completo de los criterios utilizados.
En lugar de clasificar culturas, casi siempre un ejercicio de las sociedades expansionistas
que intentan subyugar a otro pueblo, debemos comprender que la sociedad iroquesa, al igual que
la inglesa o la francesa, era un sistema social total que había estado evolucionando por un largo
periodo antes de llegar los europeos. En virtud de su relación dinámica con el ambiente y con los
pueblos vecinos, los iroqueses habían aumentando su población, eran más sedentarios en su
modo de vida, más hábiles en las técnicas agrícolas y más sutiles en sus formas de arte. Además,
habían surgido como una de las sociedades más fuertes, políticamente más unidas y militaristas de
los bosques nororientales. Incluso después de formarse la Liga de los Iroqueses, uno de cuyos
objetivos era disminuir las guerras entre las tribus, parece haberse dado un número impresionante
de luchas entre Cinco naciones y pueblos algonquinos circundantes. Muchos de esos conflictos
10
Bruce G. Trigger, The Children of Aataentsic: A History of the Huron People to 1660 (2 vols), McGill-
Queen´s University Press, Montreal y Londres, 1976, I.p. 81.
11
Apud Antony F.C. Wallace, “Dreams and the wishes of the Soul: A Type of Psychoanalytic Theory among
the Seventeenth-Century Iroquois”, American Anthropologist 60 (1958). P. 236.
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significaban una búsqueda de gloria, y pudieron haberse iniciado algunos más para probar la
recién forjada alianza de las cinco tribus contra otras tribus menores, que podían sujetarse al
dominio iroqués. Sean cuales fueran las razones, en vísperas de llegar los europeos sus vecinos
temían y en ocasiones odiaban a los iroqueses por su habilidad y crueldad en la guerra.
Desde luego, las iroquesas no fueron las únicas tribus indias que los europeos encontraron
a principios del XVII. A lo largo del litoral atlántico, desde la bahía de San Lorenzo hasta la Florida,
ingleses, españoles, holandeses y franceses hallaron un vasto número de grupos tribales.
Variaban ésos en población y poderío, pero incluso en zonas de baja densidad de población
habían evolucionado culturas dinámicas. En varias regiones el conflicto entre las tribus había dado
como resultado unificaciones o confederaciones políticas que los europeos tuvieron que tomar en
cuenta. Como terminaría por ser evidente, incluso un número reducido de indios podía significar un
problema considerable para quienes intentaran ocuparles la tierra.
LA COSMOVISIÓN DE LOS NORTEAMERICANOS NATIVOS
Aunque las culturas nativas de Norteamérica y las europeas no eran tan diferentes como sugieren
los conceptos de “salvajismo” y civilización”, en los siglos anteriores al primer contacto las
sociedades del lado oriental y occidental del Atlántico habían desarrollado sistemas de valores
diferentes. Como base de los enfrentamientos físicos que se darían al encontrarse los europeos y
los americanos estaban sus modos incompatibles de mirar al mundo. Se podrán apreciar estos
conflictos latentes si se contrastan los puntos de vista europeos e indios respecto a la relación del
hombre con su ambiente, el concepto de propiedad y la identidad personal.
Desde la perspectiva europea, el mundo natural era un recurso para uso del hombre.
“Somete la tierra –se dice en el Génesis-, y tendrás dominio sobre toda criatura viviente que se
mueva sobre ella.” Desde luego, Dios seguía gobernando el cosmos, y el hombre no podía
controlar las fuerzas naturales, que se manifestaban en terremotos, huracanes, sequías e
inundaciones.
Pero a principios del periodo moderno estaba en marcha una revolución científica, que dio
a los seres humanos más confianza en la posibilidad de comprender el mundo natural y, con ello,
de llegar a controlarlo con el tiempo. Para los europeos los secular y lo sagrado eran cosas
distintas, y la relación del hombre con su ambiente natural caía en el campo de lo secular.
En el ethos indio no existía esa separación entre lo secular y lo sagrado. Toda porción del
mundo natural era sagrada, pues los americanos nativos creían que el mundo estaba habitado por
una gran variedad de “seres”, cada uno de los cuales poseía poder espiritual y todos los cuales se
unían para formar la totalidad sagrada. “De esta manera –explica Murray Wax-, no se considera a
plantas, animales, rocas y estrellas como objetos gobernados por leyes de la naturaleza, sino
como “compañeros” con quienes el individuo o la banda puede tener una relación ventajosa en
mayo o menor medida.”
12
En consecuencia, si se ofendía a la tierra desnudándola de su cubierta,
respondería golpe por golpe el poder espiritual de la tierra, llamado “manitou” por algunas tribus de
los bosques. Si se pescaba en exceso o se destruía más caza de la necesaria, el poder espiritual
inherente a peces y animales se vengaría, pues los seres humanos habrían roto la confianza
mutua y la reciprocidad que rige las relaciones entre todos los seres, sean o no humanos. Explotar
la tierra o tratar sin respeto cualquier parte del mundo natural era separarse del poder espiritual
que habita en todas las cosas y, “por tanto, equivalía a repudiar la fuerza vital de la Naturaleza”.
13
Coma los europeos consideraban a la tierra un recurso que se explotaba en beneficio del
hombre, era más fácil tratarla como un bien sujeto a propiedad privada. La posesión privada de
bienes se volvió una de las bases fundamentales sobre las que descansaba la cultura europea.
Los cercados se convirtieron en símbolo de propiedad tenida en exclusiva, la herencia fue el
mecanismo empleado para transmitir esos “activos” de una generación a otra dentro de la misma
familia, y los tribunales proporcionaron el aparato institucional para resolver disputas sobre la
propiedad. En una sociedad principalmente agrícola; la propiedad se convirtió en base del poder
12
Religión and Magic”, en James A. Clifton (Compilador). Introduction to Cultural Anthropology: Essays in
the Scope and Method of the Science of Man, Houghton Mifflin Company, Boston, 19 68, p.
13
Calvin Martin, Keepers of the Game: Indian-Animal Relationships and the Fur Trade, Unversity of
California Press, Berkeley y Los Ángeles, 1978, p.34.
Página 18 de 27
político. De hecho, en Inglaterra los derechos políticos, derivaban de la posesión de una cantidad
de tierra específica. Además, la estructura social estaba definida en gran medida por la distribución
de la propiedad: quienes poseían grandes cantidades de tierra estaban en la punta de la pirámide
social; formaban la amplia base una masa de individuos sin propiedades.
En el mundo indio era incomprensible esa idea de la tierra como una posesión privada. Las
tribus reconocían lindes territoriales, pero dentro de esos límites la tierra era un bien común. La
tierra no era una mercancía, sino una parte de la naturaleza confiada a los seres vivientes por el
Creador. John Heckewelder, misionero moravo que en el siglo XVIII vivió con los delawares,
explicó que éstos creían en el Creador.
Hizo la Tierra y todo lo que contiene para bien común de la humanidad; cuando abasteció
con abundancia de caza el país que les dio, no fue para beneficio de unos cuantos, sino de todos:
cada una de las cosas fue dada en común a los hijos de los hombres. Todo lo que vive sobre la
tierra y todo lo que está en ríos y aguas [...] fue otorgado conjuntamente a todos y cada persona
tiene derecho a su parte. De este principio fluye la hospitalidad como de su fuente.
14
Así la tierra era un don del Creador y debía utilizársela con cuidado; no era para posesión
exclusiva de ciertos seres humanos en lo particular.
También en el aspecto de la identidad personal diferían tajantemente los valores indios y
europeos. Los europeos eran adquiridores, competitivos y por un largo tiempo habían estado
acrecentando el papel del individuo. Se consideraban deseables opciones más abundantes y
mayores oportunidades para que el individuo mejorara su situación, fuera por su diligencia, por su
valor o incluso por su sacrificio personal que rayaba en el martirio. De hecho, la ambición personal
tuvo un papel muy importante en la migración ocurrido en los siglos XVI y XVII. En contraste con
esto, las tradiciones culturales de los americanos hacían hincapié más bien en la colectividad que
el individuo. Como se poseían en común la tierra y otros recursos naturales y la sociedad era
muchos menos jerárquicos que en Europa, resultaban inadecuados el espíritu de acumulación y la
ambición personal. “En contraste con la posición exaltada del hombre en la tradición judío-cristiana
–escribe Calvin Martín-, la cosmología [norteamericana nativa] confería al indio una estatura
bastante humilde.”
15
De aquí que, en las comunidades indias, el individualismo más conducía al
ostracismo que a la admiración.
A pesar de esas diferencias, no era inevitable que el choque de los colonizadores
europeos y los norteamericanos nativos desembocara en un combate mortal. La inevitabilidad no
es explicación satisfactoria para ningún suceso humano, pues lleva implícito que el destino del
hombre escapa al control humano, y que con ello exonera a los individuos y a las sociedades de
toda responsabilidad por sus acciones. De hecho, la inevitabilidad es el modo en que el vencedor
racionaliza los choques históricos; es un tipo de explicación que rara vez propone el lado perdedor.
Veremos que en el Nuevo Mundo el choque de culturas adoptó muchas formas, sin que nada
estuviera predeterminado y todo dependiera, por el contrario, de un entretejido complejo de
muchos factores, en lugares y en momentos particulares.
II. LOS EUROPEOS LLEGAN A AMÉRICA
DEL SIGLO XV al siglo XX, la expansión violenta de los pueblos y cultura europeos a otros
continentes ha sido unos de los temas dominantes de la historia. Sólo en el último medio siglo se
ha invertido el proceso, a medida que los pueblos colonizados han luchado por recuperar su
autonomía mediante guerras de liberación nacional y cultural. Para los historiadores occidentales
tal expansión global equivale, muy aproximadamente, a una difusión de la “civilización”; es decir, a
llevar la cultura europea –superior, según se alega- a las zonas del mundo llamadas”primitivas”.
Conforme la colonización europea absorbía varias culturas, crecía la idea de que se estaba
sirviendo al “progreso”, en el sentido de un avance constante de la civilización europea.
14
John Heckewelder, Account of the History, Manners, and Customs of the Indian Nations..., American
Philosophical Society, Filadelfia, 1819, p.85, reimpreso en Wilcomb Washburn, The Indian and the White
Man, Doubleday &Company, Inc., Garden City, Nueva York, 1964, p.63.
15
Martin, Keeepers of the Game, p. 74.
Página 19 de 27
Sin embargo, visa en retrospectiva, lejos está de ser clara la superioridad de los europeos en el
momento en que llegaron al hemisferio occidental. La noción misma de las culturas “superiores” e
“inferiores” es un argumento de las naciones imperialistas, y es ya tiempo de abandonar tal
concepto en nuestro estudio de la historia. Resulta más acertado decir que el “Nuevo Mundo”,
puesto al servicio de los colonizadores europeos, catapultó a Europa, sacándola de un prolongado
periodo de estancamiento y regresión. Antes de que el océano Atlántico se convirtiera en una
masa de agua familiar, Europa había sufrido, por más de un siglo, una declinación en la población
a causa de enfermedades epidémicas y guerras prolongadas; una languidez económica reflejada
en la producción y comercio decrecientes; una inercia cultural evidente en la falta de progreso en
las ciencias naturales, la decadencia de las universidades, y el derrumbamiento del Sacro Imperio
Romano. En los siglos XVI y XV la cultura islámica fue la fuerza más dinámica en Europa, se
expandió profundamente en África y también desde el Oriente se introducía en Europa. Antes de la
“época de los descubrimientos” a Europa occidental la caracterizaban el pesimismo, el cinismo y la
desesperación. Fueron los recursos de África, Asia y América –metales preciosos, nuevos
alimentos vitales como el maíz y la papa, la tierra y gente –los que proporcionaron la base para
una revitalización comercial, a raíz de la cual se inició una época de expansión y desarrollo
europeos. Tratando de encontrar una ruta marina hacia las partes más antiguas del Viejo Mundo,
Colón tropezó con lo que era un nuevo mundo tan sólo en la imaginación europea. Pero ese error
fortuito incendió la imaginación de los europeos –una de las cualidades más valiosas- y puso en
marcha una reactivación económica y una expansión ultramarina que dura más de cuatrocientos
años.
EXPANSIÓN ESPAÑOLA Y PORTUGUESA EN EL NUEVO MUNDO
Colón creyó haber alcanzado la India cuando, en 1492, desembarcó en la isla de La Española. Y
tal era su propósito: encontrar una ruta marítima hacia el Oriente, de modo que los mercaderes
europeos, que traficaban con las especias indispensables para hacer apetitosa la comida europea,
pudieran evitar el pago de tributos a intermediarios del Medio Oriente, quienes sacaban una buena
tajada de las ganancias obtenidas en las operaciones comerciales por tierra. Lo acostumbrado es
atender a la importancia navegacional y geográfica de los viajes de Colón; pero se habrían anotado
como un fracaso costoso sus vagabundeos por el mar, una vez comprendido que no había
descubierto la ilusoria ruta náutica hasta la India, de no ser porque en 1493 se descubrió oro en La
Española. Son el oro y los otros minerales preciosos, las tierras recién descubiertas tan sólo
habrían sido obstáculos en el camino por mar hacia el Lejano Oriente.
Pero, aunque el descubrimiento fue accidental, Colón se convirtió en una figura arquetípica
de la expansión europea. Totalmente medieval en sus patrones mentales, también era ambicioso,
aventurero, capaz de traducir en acción una idea, no importa cuán ridiculizada fuera, y lo bastante
audaz, para mantener curso incluso cuando sus marinos estaban dispuestos al motín, temerosos
de no volver a ver tierra firme otra vez. Capitalizando los grandes avances en tecnología marina y
las exploraciones oceánicas portuguesas del siglo anterior. Colón como los vikingos quinientos
años antes que él, descubrió que el océano situado al occidente de Europa tenía límites. Poseía
sobradamente la cualidad europea de la arrogancia, que en los años venideros probaría ser tan
valiosa en l colonización... y tan destructora de la vida humana. Una vez descubiertos el oro y la
plata, un torrente inacabable de jóvenes emprendedores, pertenecientes a la nobleza menor de
España, comenzó la aventura trasatlántica. Antes de 1560, ya habían explorado, conquistado y
reclamado para su rey el istmo de Panamá, México, la mayoría de América del Sur –excepto Brasil
y las lejanas llanuras meridionales- y las zonas sureñas de los actuales Estados Unidos: de
California en la costa del Pacífico hasta Florida en la costa atlántica. Guiados por figuras militares
como Cortés, Pizarro y Coronado, establecieron la autoridad de España y de la Iglesia católica en
un área que empequeñecía a la tierra madre en tamaño y en población. Hacía fines del siglo XVI
los españoles habían conquistado los principales centros de población aborigen, establecido un
floreciente comercio trasatlántico y llevado miles de esclavos africanos a las colonias, a la vez que
supervisaban la extracción de oro y plata, en cantidades fabulosas de las tierras sujetas a su
dominio.
De 1490 A 1590 España dominó la colonización de la América. Su único rival era Portugal,
cuyos esfuerzos primero se encaminaron tanto a colonizar las islas del Atlántico – Azores,
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Madeiras y Canarias- situadas cerca de las costas portuguesas y al noroeste de África, como a
establecer centros de comercio en la costa africana oriental y en la occidental. Sólo a mediados del
siglo XVI Portugal reclamó para sí el Brasil, que estaba destinado a ser el centro de sus
actividades en el Nuevo Mundo. Hacía finales del siglo, la producción de azúcar exigía en Brasil el
trabajo de la mayoría de los 25000 colonos portugueses y, tal vez, un número equivalente de
esclavos africanos.
Íntimamente unidos a los esfuerzos económicos de las emergentes naciones-estado
europeos estaban las metas religiosas de la colonización. Al menos en parte, tanto católicos como
los protestantes consideraban la ocupación del Nuevo Mundo como una cruzada religiosa. Por
siglos España había estado envuelta en conflictos con los moros “infieles”; de hechos, en el mismo
año en que Colón llegó a La Española, la España cristiana completó finalmente la expulsión de los
moros. La conquista del Nuevo Mundo no sólo satisfizo los sueños nacionales de gloria, sino que
también ofreció la oportunidad de convertir al cristianismo un continente lleno de “paganos”.
Ese motivo religioso se veía complicado por la división católico-protestante existente en el
cristianismo.
Para los europeos, los paganos eran paganos; ahora bien, que se los convirtiera en
católicos o protestantes dependía de la nación europea que terminara dominándolos. Para quienes
se han criado en una sociedad secular podrá parecerles intrigante que los cristianos se
encontraran tan agriamente divididos, dedicados por siglos a guerras religiosas que, en el nombre
de Dios, causaban destrucción masiva. Pero se comprenderá mejor la intensidad del conflicto
existente en la Europa cristiana si se recuerda que para los hombres y las mujeres de aquella
época –y de siglos anteriores- la religión era el principio organizador de la vida. El dominio del
hombre sobre el ambiente era leve, pues la ciencia y la tecnología no habían avanzado lo
suficiente para permitir controlar las fuerzas naturales. Así, la gente atribuía a fuerzas
sobrenaturales lo que no podía comprender o gobernar. La fe, y no la razón, dominaba la vida; de
esta manera, la gente de fe distintas se veía apasionadamente comprometida a defender la
ideología propia y atacar la de quienes sostenían puntos de vista distintos.
Podrán entenderse entonces esos “ismos” –protestantismo y catolicismo- como códigos de
vida prescritos, modos de ordenar el mundo propio y darle significado a él y al lugar que en él se
preocupaba. Esos compromisos ideológicos no se diferencian mayormente de los “ismos” de hoy –
comunismo, socialismo, democracia- en el sentido del poder que tienen para obligar a la
obediencia. Son también sistemas de valores y creencias, modos de organizar sociedades.
También ellos dan significado a lo que se hace y proporcionan un sentido de identidad. Las guerras
del siglo XX, peleadas con una ferocidad y una crueldad tecnológica mayores que en las guerras
religiosas de principios de la era moderna, son una manera de comprender por qué el cristianismo
y musulmanes o católicos y protestantes lucharon tan implacablemente por difundir su fe particular
a los habitantes nativos de las tierras que invadían.
INGLATERRA ENTRA EN LA CARRERA COLONIAL
Cuando Inglaterra de dio cuenta de lo que prometía el Nuevo Mundo, los dos poderes ibéricos se
concentraban firmemente atrincherados allí. De las naciones, europeas con costas del Atlántico,
Inglaterra fue la última en explorar y colonizar América. Únicamente los viajes de John Cabot (en
realidad Giovanni Cabot) dieron a Inglaterra pie para participar en la lotería del Nuevo Mundo. Mas
nunca se continuaron los viajes hechos por Cabot en 1497 y 1498. Incluso las famosas
expediciones de John Hawkins, de 1562 a 1569, han de considerarse carentes de importancia en
la expansión europea en América, pues Hawkins se dedicaba ante todo a la piratería: atacaba las
rutas comerciales españolas en el Caribe con el apoyo de los mercaderes ingleses, quienes
odiaban el catolicismo y esperaban inducir a su gobierno para que patrocinara sus intentos
ocasionales de oponerse al monopolio de España y Portugal en el Nuevo Mundo. El único contacto
de importancia de Inglaterra con América del Norte había sido en relación con las pesquerías de
Terranova, donde, desde alrededor de 1520, las flotas pesqueras inglesas habían competido con
las francesas, portuguesas y españolas en la captura del valioso bacalao, vital fuente de proteína
en la dieta de la mayoría de los europeos.
Pero Inglaterra buscaba también colonias en el Nuevo Mundo, ya que éstas
proporcionaban mercados nuevos, fuentes nuevas de materia prima y, si tenían oro y plata,
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contribuían al abastecimiento de capital total con que entonces se media la fuerza de las naciones.
Es comprensible que, a finales del siglo XVI, Inglaterra estuviera ansiosa de poner un pie en
América del Norte, pues España y Portugal dominaban ya en Sudamérica y partes del Caribe, y
habían reclamado para sí, además, las partes meridionales de la masa continental norteamericana.
Si los ingleses no se movían pronto, sería demasiado tarde. Por lo mismo, España estaba
dispuesta a resistir las incursiones inglesas en su campo de influencia. Cuando los ingleses dieron
los primeros pasos tentativos para crear un imperio, los españoles planearon ataques por mar
contra cualquier asentamiento inglés que se atreviera a surgir en la costa Atlántica de
Norteamérica. El primer mapa que se conoce del diminuto asentamiento inglés de Jamestown,
Virginia, trazado por un marino católico irlandés en un buque fue metido de contrabando a España.
Se lo apreciaba mucho por que contenía la información más que necesaria para un ataque por
sorpresa contra la primera posición establecida por Inglaterra en la costa de América del Norte.
La entrada de Inglaterra en la carrera colonial no sólo tuvo origen en el deseo de participar
en la explotación de los recursos del Nuevo Mundo, sino también en la guerra ideológica que
asoló Europa en la segunda mitad del siglo XVI. Excepción hecha de los países escandinavos,
todos los poderes europeos occidentales que daban al Atlántico estuvieron envueltos en esta lucha
entre quienes profesaban el catolicismo y quienes se adherían al protestantismo. Ese conflicto
nacional y religioso fue continuación de cuestiones e intereses planteados por primera vez durante
la Reforma y la Contrarreforma.
Por buena parte del siglo XVI, Inglaterra osciló entre ideas religiosas, pues vivió primero los
regímenes protestantes de Enrique VIII y su enfermizo hijo Eduardo VI, y luego el reinado católico
de la primera hija de Enrique, María Tudor, quién había casado con Felipe II de España, principal
sostén del poder católico en Europa. Cuando murió María Tudor, la segunda hija de Enrique,
Isabel, subió al trono en 1558, con lo cual Inglaterra volvió al protestantismo. Al igual que su padre,
Isabel favorecía el protestantismo en primer lugar porque lo consideraba una expresión de la
independencia nacional. Ante todo y sobre todo, quería crear las condiciones necesarias para el
crecimiento y la prosperidad nacionales. Aunque en el aspecto económico logró ciertos triunfos,
sobre su cabeza colgaba siempre la cuestión religiosa. Felipe II de España, su cuñado, la
consideraba una hereje protestante, y sin cesar intrigaba contra ella.
En 1587 el antagonismo entre la España católica y la Inglaterra protestante se volvió un
conflicto franco. Inglaterra se preparó para el ataque por mar que esperaba la armada española,
considerada como la más poderosa del mundo. La batalla resultante conocida, en los países
sajones, con el nombre de Spanish Armada. En la primavera de 1588 la flota española zarpó hacia
Inglaterra, y llegó a su destino hacia fines de julio. Por dos semanas de batalla conmocionó el mar.
Para asombro de gran parte de Europa, Inglaterra, con ayuda de los holandeses, venció. La
derrota española no estableció la superioridad inglesa en el mar, ni aportó a Inglaterra territorios
trasatlánticos como reconocimiento de su victoria. Ni siquiera impulsó a Inglaterra para que entrara
en la carrera continental ultramarina. Pero sí evitó una aplastante victoria católica en Europa y,
temporalmente, puso fin a los sueños españoles de hegemonía europea. Esa batalla llevó a un
empate temporal en las guerras religiosas, e hizo ver claramente a una generación- hasta 1618,
cuando el comienzo de la guerra de los Treinta Años volvió a hundir a Europa en otro conflicto
religioso abierto- que por la fuerza no se impondría la uniformidad religiosa. Inglaterra fue libre de
seguir su propio destino, fuera del dominio de otras potencias europeas.
Allanado el camino para la expansión ultramarina, a finales del siglo XVI la “fiebre por el
oeste” comenzó a extenderse en Inglaterra. Se había hecho ya un esfuerzo fracasado e
infructuoso: plantar un pequeño asentamiento en la isla Roanoke, frente a las costas de Carolina
del Norte, en la penúltima década del siglo XVI. Pero a raíz de la guerra contra la Armada
Invencible, la clase media acomodada y los mercaderes ingleses comenzaron a comprender qué
beneficios los llamaban desde el Nuevo Mundo. Su capital y su experiencia serían indispensables
para las próximas décadas.
Richard Hakluyt y su sobrino, llamado también Richard Hakluyt, apremiaban a sus
compatriotas. En el último cuarto del siglo XVI se dedicaron en cuerpo y alma a explicar las
ventajas de asentarse en las remotas regiones del otro lado del Atlántico. En varios folletos
expusieron sus argumentos a favor de la colonización: gloria, ganancias y aventuras aguardaban a
todos; para la nobleza de la corte la colonización prometía un imperio en el Nuevo Mundo y una
nueva fuente de baronías, señoríos y propiedades feudales; para los comerciantes, nuevos
Página 22 de 27
mercados y un territorio lleno de productos exóticos para vender en su patria; en cuanto a los
clérigos, los esperaba un continente lleno de “salvajes” por convertir, para gloria de Cristo: al
plebeyo se le prometía un campo de aventuras y de ilimitadas oportunidades económicas; para el
labrador empobrecido, la perspectiva de comenzar una vida nueva con tierras y oportunidades sin
fin. Los Hakluyt dieron publicidad a la idea de que ya había llegado el tiempo de plantar la cepa
inglesa al otro lado del Atlántico. Shakespeare contribuyó con su granito de arena a la excitación
nacional escribiendo una obra. La tempestad, sobre quienes cruzaban el Atlántico para impulsar la
grandeza del país.
La participación inglesa en la época de las exploraciones y la colonización comenzó con
una generación de lobos de mar y caballeros aventureros como Walter Raleigh, Francis Drake,
Humphrey Gilbert y Richard Grenville. Con capital limitado y apoyo mínimo por parte de la Corona,
intentaron mucho y en la mayoría de los casos terminaron en fracaso. Le damos a sus empresas
mucho espacio en nuestros libros de historia porque fueron los primeros en intentarlo. Pero
Inglaterra no podía convertirse en un poder colonial sólido en el Nuevo Mundo mientras el
gobierno, como en España y Portugal, no diera apoyo activo, a los planes de colonización y, cosa
más importante, mientras la comunidad mercantil y la emergente clase media no comenzaron a
invertir capital en los experimentos de colonización ultramarina. Por tanto, los primeros esfuerzos
dieron pocos resultados o ninguno: los viajes de Hawkins hacia 1560 en el mar Caribe; los viajes
de Roanoke de 1585 a 1588, que terminaron en fracaso; el asentamiento de Sagadahoc, en la
costa de Maine en 1607, que sólo duró un año; en 1607, que estuvo trastabillando por una
generación, antes de asegurarse una economía viable.
En esos débiles esfuerzos iniciales de los precursores de la colonización inglesa faltaban
los ingredientes principales que había en los afortunados esfuerzos coloniales de españoles y
portugueses. Poco respaldo tenían del gobierno nacional en subsidios; barcos y protección naval.
La Iglesia anglicana les daba un apoyo mínimo, en contraste con la amplia participación de la
Iglesia católica en las colonias españolas y portuguesas. Y les faltaba la participación de
ciudadanos dispuestos a invertir: bastantes personas de las clases media y alta que arriesgara
dinero en los experimentos de colonización. Mientras la colonización inglesa estuvo en manos de
la nobleza –inquietos hijos de aristócratas y cortesanos favorecidos por la Corona- no se consiguió
gran cosa. Se necesitaba mucho más que equipar unos cuantos barcos y reunir unos cuantos
cientos de individuos aventureros o desesperados para superar los obstáculos inherentes a la
colonización ultramarina. Una cosa era alcanzar el Nuevo Mundo en barquitos de madera y
desembarcar varios cientos de hombres con provisiones para varios meses; otra muy distinta
organizar a esas personas en un sistema social y económico que pudiera sobrevivir en un
amedrentador ambiente nuevo, y mucho más difícil explorar con buena fortuna los recursos
encerrados en la tierra.
Lo que se necesitaba en especial para impulsar la colonización inglesa era la riqueza y el
apoyo de la emergente clase media de la sociedad inglesa. Esos hombres, que al comienzo del
periodo Tudor habían sido relativamente insignificantes, estaban avanzando a grandes pasos en la
segunda mitad del siglo XVI. Esta redistribución del poder económico y político, que los
historiadores llaman el “surgimiento de la clase media” era de importancia indispensable para el
buen éxito de la penetración norteamericana. Es probable que el movimiento de colonización
nunca hubiera triunfado en manos de la nobleza sin el apoyo de ese segmento mucho más amplio
de la sociedad inglesa. En la primera mitad del siglo XVII se dio tal apoyo de mala gana, e incluso
entonces los inversionistas ingleses se inclinaban mucho más por los beneficios rápidos del cultivo
de caña en las Antillas que por las incertidumbres presentes en la mezcla de al agricultura,
explotación de bosques y pesca que se daba en la parte continental de Norteamérica.
A las dificultades de obtener un apoyo financiero y político adecuado se agregaba otra
realidad: volvieran la vista a la parte continental de Norteamérica o a las islas del Caribe, los
colonizadores ingleses se daban de frente contra las pretensiones de otras naciones europeas,
que en muchos de los casos estaban respaldadas por una ocupación concreta del territorio. A
principios del siglo XVII Portugal y España tenían ya unos 150000 colonos en sus posesiones de
ultramar, y si bien la mayoría de ellos se encontraba en Perú y en México –en donde se habían
establecido importantes centros de población en Potosí, la ciudad de México y Cartagena-, también
habían instalado puestos fronterizos en la parte suroccidental de los actuales Estados Unidos y en
varios puntos a lo largo de la costa atlántica, de Florida a la bahía de Chesapeake. Los territorios
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reclamados por España se extendían hacia el norte hasta Terranova. Los ingleses, al acercarse a
Norteamérica, estaban muy consientes de la presencia española. Nada testimonia con mayor
agudeza esto que el siguiente hecho: una vez instalados los asentamientos iniciales, los ingleses
construyeron sus fuertes mirando al mar, para rechazar los ataques españoles, y no de cara al
interior, donde estaba el peligro de los indios. Era lo prudente hacer de quienes se sabían
dedicados a intrusiones semipiráticas en las colonias establecidas por España.
Pero los ingleses se acercaban a un continente ocupado también por los franceses. Desde
1524, cuando Giovanni da Verrazzano exploró la margen oriental de Norteamérica, los franceses
había soñado con encontrar ciudades de oro y el Paso del Noroeste hacia China. Sin embargo, los
franceses sólo podían asentarse allí donde los españoles no tenían uso para la tierra. Así, tras
algunos fallidos intentos de instalar colonias en la Florida y en Brasil, que fueron borradas del
mapa por españoles y portugueses, los franceses se contentaron con desarrollar los amplios
espacios septentrionales de Canadá. Desde principios del siglo XVI los pescadores franceses
habían estado trabajando en las costas de Terranova y de Nueva Escocia, cuando Jaques Cartier
exploró el golfo de San Lorenzo, en 1534, se desarrolló un comercio de pieles esporádico con los
indios de esa zona.
Tales esfuerzos convencieron a los franceses de que la región del río San Lorenzo podía
ser rentable incluso si el clima era ihnospitatalario. Únicamente los ríos San Lorenzo y Hudson
daban acceso por agua al interior de las zonas septentrionales del continente, y los franceses
eligieron cuerdamente fundar sus primeros asentamientos cerca de la desembocadura del San
Lorenzo. De esta manera, dieron impulso a su búsqueda de otra variedad de oro del Nuevo
Mundo: las pieles de animales.
Por tanto, los ingleses que se acercaban alas costas de América del Norte tenían que
tomar en cuenta a España y Francia, cuyos esfuerzos precedentes y asentamientos ya
establecidos obligaban a que los ingleses buscaran en parte media del litoral atlántico un lugar
donde poner pie en el continente. Pero era otro pueblo, los habitantes originarios de aquélla tierra,
el que con mayor fuerza atraía la atención del os ingleses.
¿Qué sabían hombres como Gilbert y Raleigh sobre los ocupantes nativos de esa tierra
cuando hacia 1580, se acercaban a las costas prohibidas de Norteamérica?
¿Cómo los recibirían aquellos que Colón, creyendo haber llegado a la India, llamó
equivocadamente indios?¿Cómo lograrían los ingleses el uso o la posesión de las tierras que
ocupaban esos indios?¿Y de qué manera las ideas acerca de la naturaleza de tales pueblos indios
estuvo influida por la espinosa cuestión de lograr soberanía sobre la tierra?
IMÁGENES INGLESAS DE LOS AMERICANOS NATIVOS
Podemos estar seguros de que los primeros colonizadores ingleses sintieron las aprensiones que,
en todo lugar y tiempo, llenan la mente de quienes intentan penetrar en lo desconocido. Pero lejos
estaban de no tener información acerca de los pueblos indios del Nuevo Mundo. A partir de la
descripción de éste hechas por Colón, y publicada en varias capitales europeas en 1493 y 1494,
entre los marinos, mercaderes, geógrafos, políticos y sacerdotes que participaban en los primeros
viajes de descubrimiento, comercio y colonización circulaban gran cantidad de informes, historias y
folletos de promoción. Fueron éstos base para cualquier aventurero en vías de llegar a la margen
de tierra oriental en el océano Atlántico occidental tuviera cierta idea del Nuevo mundo.
Es probable que de esa abundante literatura los primeros colonos dedujeran una imagen
dividida de los nativos de Norteamérica. Por una parte, había razones para suponer que los indios
eran un pueblo amable que se mostraría abierto con quienes no vinieran a dañarlo, sino a vivir y
comerciar con ellos. Colón había escrito de la “gran amistad hacia nosotros” encontrada en San
Salvador en 1492, y describió a los indios arawaks de la zona como un pueblo cariñoso y sin
egoísmos, que “hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestro que era maravilla”. Los indios
“nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las
trocaban por otras cosas que no les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles”
1
Verrazzano, el primer europeo en navegar la margen oriental del continente, escribió con igual
1
Apud Wilcomb E.Washburn (compilador. The Indian and the White Man, Doubleday & Company, Inc.
Garden City, Nueva York. 1964, p. 4.
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  • 1. Página 1 de 27 UUnniivveerrssiiddaadd NNaacciioonnaall AAuuttóónnoommaa ddee MMééxxiiccoo EEssccuueellaa NNaacciioonnaall PPrreeppaarraattoorriiaa ““VViiddaall CCaassttaaññeeaa yy NNáájjeerraa”” PPllaanntteell ccuuaattrroo--TTaaccuubbaayyaa NASH, GARY B. (1974) PIELES ROJAS, BLANCAS Y NEGRAS (TRES CULTURAS EN LA FORMACIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS), MÉXICO: FONDO DE CULTURA ECONÓMICA. TEXTO MODIFICADO PARA FINES EDUCATIVOS, OTORGANDO SIEMPRE LOS DERECHO DE AUTOR A LA CASA EDITORIAL Y AUTOR.
  • 2. Página 2 de 27 INTRODUCCIÓN “Dios es ingles”. Así exhortó John Aylmer, pío clérigo inglés, a sus feligreses en 1558, tratando de llenarlos de piedad y patriotismo.1 Ese pensamiento, si bien jamás expresado tan directamente, ha resonado desde entonces como eco en nuestros libros de historia. Como niños de escuela, estudiantes, universitarios o ciudadanos supuestamente bien informados, la mayoría de nosotros ha sido nutrido con lo que se ha aceptado como la mayor historia de éxito en el transcurrir humano, el relato épico de cómo una rama orgullosa y valiente del pueblo anglohablante trató de invertir las leyes de la historia, demostrando lo que el espíritu humano, liberado de los grilletes de la traición, el mito y las autoridades opresivas, podían hacer en un rincón de la tierra recién descubierto. Para la mayoría de los estadounidenses, el periodo colonial comienza con sir Walter Raleigh y con John Winthrop y William Bradford, y llega a Jonathan Edwards y Benjamín Franklin. Termina la víspera de la revolución, cuando colonos conquistadores de tierras vírgenes se prepararon para alzarse contra la madre patria, que se había vuelto tiránica. Se trata de historia etnocéntrica, según la han calificado con frecuencia y a voz en cuello, en la última década, tanto los historiadores blancos liberales como aquellos cuya ciudadanía es estadounidense, pero cuyas raíces ancestrales se encuentran en África, Asia, México y en las culturas nativitas de Norteamérica. Tal como el eurocentrismo dificultó a los primeros colonizadores y exploradores creer que una masa de tierra continental, de las dimensiones de América del Norte, pudiera existir entre los océanos de Europa y Asia, los historiadores de los Estados Unidos encuentran difícil comprender que el periodo colonial de nuestra historia narra el modo en que una minoría de ingleses se relacionó con una mayoría compuesta de iroqueses, delawares, narragansetts, pequots, mohicanos, cataubas, tuscaroras, crics, cheroquis, choctaws, ibos, mandingas, fulas, yorubas, ashantis, alemanes, franceses, españoles, suecos y escoceses- irlandeses, por sólo mencionar algunas de las líneas culturales presentes en el continente. Hace poco los historiadores estadounidenses, la mayoría de los cuales se educó en el periodo posterior a la segunda guerra mundial, intentaron corregir esa historia centrada en los blancos y adoradora de héroes que tenemos en los blancos y adoradora de héroes que tenemos en los libros de texto preuniversitarios. Pero, en términos generales, sus esfuerzos apenas fueron más allá de renovar el panteón de héroes nacionales con nuevas figuras de pies no tan pálidas. De esta manera, se han levantado pedestales para Crispus Attucks, el pescador bostoniano medio indio, medio negro, que fue el primero en caer en la matanza de Boston; para Ely Parker, el general séneca que ayudo más tarde, sirvió a su amigo Ulysses Grant cuando éste llegó a la presidencia; y para César Chávez, líder de los United Farm Workers, que ha conseguido beneficios importantes para los trabajadores agrícolas chicanos en este país. Este tipo de revisionismo histórico en poco nos ayuda. Desde luego, la vieja mitología quedó alterada ligeramente con la inclusión de figuras nuevas en el drama nacional. Pero ¿se habrá vuelto a escribir la historia de los Estados Unidos si el revisionismo consistió, ante todo, en transformar un reparto de personajes monocromático en otro policromático, pero sin cambio alguno en el enfoque de los acontecimientos? Vine Deloria, Jr. Caudillo indio de hablar franco, lanza la acusación de que mucha de la historia “nueva” sigue “proponiendo una interpretación apoyada en la idea del destino manifiesto, y amorosamente inserta unas cuantas plumas, cabelleras crespas y sombreros latinos en los hechos famosos de la historia estadounidense”. ¿Qué revisión se da en una historia que sigue midiendo todos los acontecimientos del pasado basándose en los valores de una sociedad blanca, que observa la historia de los Estados Unidos a través de lentes angloamericanos, y que considera a los indios y africanos del periodo colonial las masas inertes cuyo destino estaba totalmente determinado por los colonos blancos? Las páginas que a continuación vienen surgen de la creencia de que, para curar la amnesia histórica que borró tanto de nuestro pasado, hemos de reexaminar la historia estadounidense como una interpretación de muchos pueblos, pertenecientes a una amplia gama 1 Apud Carl Brindenbaugh, Troubled Englishmen, 1590-1642, Oxford University Press, Inc., Nueva York, 1968. p. 13
  • 3. Página 3 de 27 de orígenes culturales y ocurridos a lo largo de muchos siglos. Respecto al “periodo colonial”, esto no sólo significa examinar como “descubrieron” América del Norte los ingleses y otros europeos y cómo transplantaron allí su cultura, sino también el modo activo e íntimo en que sociedades por miles de años asentadas en América del Norte y en África participaron en ese proceso. Lo de los negros no fue mera esclavitud. A los indios no se los corrió de su tierra y ya. Como ha dicho el escritor negro Ralph Ellison: “¿puede un pueblo [...] vivir y desarrollarse por más de tres siglos simplemente porque reacciona? ¿Son los negros estadounidenses mera creación del hombre blanco o ayudaron, por lo menos, a esa creación a partir de lo que los rodeaba? “El incluir a los indios y a los africanos en nuestra historia como simples victimas de los más poderosos europeos no es mucho mejor que excluirlos de ella del todo. Significa dejar sin voz, sin nombre y sin rostro a personas que afectaron poderosamente el curso de nuestro desarrollo histórico como nación. Para superar la idea de que los indios y los africanos eran modelados como una masa, de acuerdo con los caprichos de las sociedades europeas invasoras, debemos abandonar la idea de que hay pueblos “primitivos” y “civilizados”. Algo de útil sigue habiendo en señalar las diferencias en el avance tecnológico; digamos, la habilidad de los europeos para navegar a través del Atlántico y su habilidad para trabajar el hierro y así fabricar armas. Pero si aceptamos tales logros como pruebas de que una cultura “superior” entró en contacto con otra “inferior”, inconscientemente nos estaremos enredando en una imagen según la cual los europeos son los agentes activos de la historia y los pueblos indios y africanos las victimas pasivas. Tanto los africanos como los indios y los europeos desarrollaron sociedades que funcionaron con buena fortuna en sus respectivos ambientes. Ninguno de ellos se consideró un pueblo inferior. “Los llamados salvajes –escribió Benjamín Franklin hace más de dos siglos- porque sus costumbres se diferencian de las nuestras, que consideramos lo Perfecto de la Civilización: lo mismo piensan ellos de las suyas.” El tomar a los indios simplemente como victimas de la agresión europea significa ocultar a la vista la rica y aleccionadora historia del modo en que narragansetts, delaweres, pamumkeys, cheroquis, crics (creeks) y muchas tribus más, que habían estado cambiando por siglos antes de que los europeos pusieran pie en el continente, respondieron creadora y poderosamente a los venidos del otro lado del océano, modelando de esa manera el curso de los asentamientos europeos. En este libro se adopta un enfoque cultural de nuestro primer periodo histórico. Con ello quiero decir que consideramos esa masa de tierra que conocemos como “la Norteamérica británica” un lugar donde convergieron un cierto número de culturas diferentes durante un periodo particular de la historia: entre más o menos 1550 y 1750, para usar métodos europeos de medir el tiempo. En un sentido de lo más general, podemos definir esos grupos culturales como indios, africanos y europeos, aunque, como veremos, esta simplificación extrema es, en sí un recurso euro centrista para clasificar las culturas. En otras palabras en este libro no trata la historia de los Estados Unidos coloniales como suele definírsela, sino de la historia de los pueblos de la Norteamérica oriental durante los dos siglos anteriores a la revolución estadounidense. Cada uno de esos tres grupos culturales era diverso en grado sumo. Dadas sus características culturales, los iroqueses eran tan diferentes de los natchez como los ingleses de los egipcios: los hausas y los yorubas tan distintos entre sí como los pequots y los crics. Además tampoco actuaban concertados los subgrupos de cada unos de esos bloques culturales. En los siglos XVII y XVIII los franceses, ingleses y españoles lucharon entre sí, compitiendo por tener poder y ventajas, tal como hurones e iroqueses, o crics y cheroquis, buscaron dominar en sus expectativas regiones. Nuestra tarea es descubrir que sucedió cuando pueblos de distintos continentes, pueblos diferentes entre sí, entraron en contacto en un punto particular de la historia. Ante todo nos interesan el proceso y el cambio sociales y culturales: cómo se vieron afectadas las sociedades y sus destinos cambiados en virtud de la experiencia del contacto con otras culturas. Los antropólogos llaman a este proceso “transcurriculación”; los historiadores, “cambio social”. No importa qué término se use, estamos estudiando un proceso de interacción dinámico, que en los siglos XVII y XVIII conformó la historia de los indios americanos, de los europeos y de los africanos en la Norteamérica británica. Conviene recordar que, cuando hablemos de “grupos culturales” o “sociedades”, nos referimos a abstracciones. Sociedad es un grupo de personas organizadas de modo tal que puedan satisfacer sus necesidades, estando la sustentación de la vida en el nivel básico. Cultura es un término muy amplio, que abarca todas las características específicas de una sociedad
  • 4. Página 4 de 27 funcionalmente relacionadas entre sí: la tecnología; los modos de vestir y la dieta; la organización económica, social y política: la religión; el lenguaje; el arte; los valores; los métodos de crianza, etc. Enunciado de un modo sencillo, “cultura” significa un modo de vivir, el marco desde el que cualquier grupo de personas –una sociedad- capta el mundo que lo rodea. Pero “cultura” y “sociedad” son asimismo términos que entrañan guías o normas de conducta. Tal quiere decirse con “rasgos culturales” o “conducta de grupo”. Emplear estos términos significa correr el riesgo de perder de vista a los seres humanos individuales, ninguno de ellos parecido a los demás que componen una sociedad. Cultura es un concepto que empleamos por conveniencia, de modo que podamos clasificar y comparar de manera general conductas individuales sumamente variada y compleja. El que seamos estadounidenses, pertenezcamos a la misma nación, hablemos la misma lengua, vivamos sujetos a las mismas leyes, participemos en el mismo sistema económico y social no significa que seamos todos iguales. De ocurrir así, no habría brechas entre generaciones, intenciones raciales, y conflictos políticos. No obstante, vistos en su conjunto los estadounidenses organizan su vida de un modo distinto a como lo hace la gente en otras partes del mundo. Si bien debemos tener conciencia de los problemas planteados por un enfoque cultural de la historia, este nos proporciona, al menos, un modo de comprender la interacción de la gran masa de individuos, de antecedentes sumamente variados, que se encontraron habitando juntos, hace varios siglos, una parte del “Nuevo Mundo”. Es necesaria otra nota de advertencia. Aunque a menudo hablaremos de grupos raciales e interacción racial, esos términos no se refieren a grupos de personas genéticamente distintos. Durante medio siglo los antropólogos dedicaron su intelecto y su energía a intentar clasificar todos los pueblos del mundo, desde los pigmeos de Borneo hasta los Aleutianos de Alaska, de acuerdo con las diferencias genéticas. Se midieron narices, se examinaron cavidades craneanas, se atendió al vello corporal, se describieron labios se clasificaron cabellos y ojos por su color, intentando definir científicamente los varios tipos fisiológicos del hombre, para de allí demostrar luego que esas características coincidían con los grados de “desarrollo cultural”. Ninguna sorpresa habrá de ser que ese esfuerzo masivo de los antropólogos occidentales blancos llevar a la conclusión de que era posible probar “científicamente” la superioridad de los pueblos caucásicos de este mundo. Hoy, las ciencias genéticas han barrido con ese esfuerzo de medio siglo, y en el presente estamos menos convencidos de que diferencias genéticas significativas separen a los “grupos raciales” según la clasificación hecha en el pasado por los antropólogos. Hoy está claro que los europeos del Nuevo Mundo idearon códigos de relaciones raciales diferentes, basados en sus necesidades y aptitudes respecto a como clasificar y separar a la gente. En Brasil y en los Estados Unidos, “Negro” por dar un ejemplo, vino a tener significados diferentes, que reflejan condiciones y valores, pero no diferencias genéticas. Como con tanta sabiduría nos lo recuerdan Sydney Mints, “la `realidad ´ de la raza es, entonces, una realidad por igual social y biológica, pues la herencia de rasgos físicos sirve como materia prima para los métodos de clasificación social, mediante los cuales se asignan sistemáticamente tanto los estigmas como los privilegios”. 5 Por tanto poca comprensión tenemos del proceso histórico si distinguimos los grupos culturales a partir de lo biológico o fisiológico. No tenemos en mente grupos distintos a lo genético, sino poblaciones humanas venidas de diferentes partes del mundo, grupos de personas con diferencias culturales. Sobre todo, exploraremos la manera en que esas personas, puestas en contacto unas con otras, cambiaron a lo largo de varios siglos: y lo hicieron de un modo que afectaría el curso de la historia estadounidense por muchas generaciones futuras. I. ANTES DE COLÓN La historia de los pueblos americanos no comenzó en 1492, fecha que una mayoría de nuestros libros de historia toma como punto de partida, sino más de 350 siglos antes del nacimiento de Cristo. Fue entonces lo que los humanos descubrieron lo que mucho después se llamaría América. Por tanto, la historia estadounidense puede comenzar a partir de unas cuantas preguntas fundamentales: ¿quiénes fueron los primeros habitantes del “Nuevo Mundo”, ¿de dónde vinieron?, 5 Sydney-Mints, “Toward an Afro-American History”, journal of world history 13 (1971). p.318.
  • 5. Página 5 de 27 ¿Cómo eran?, ¿Cómo cambiaron sus sociedades en los milenios que precedieron en la llegada de los europeos? Casi toda la información que sugiere respuestas a estas preguntas proviene de los arqueólogos, quienes han hecho excavaciones en asentamientos antiguos, donde transcurrieron las etapas de vida iniciales de Norteamérica. Tras desenterrar objetos de las culturas materiales de entonces –alfarería, herramientas, ornamentos, etc.- y establecer la edad de los restos de esqueletos de los “primeros americanos”, han fijado hacía 350 AC. La llegada del hombre a Norteamérica. En términos generales, los antropólogos están de acuerdo en que esos primeros habitantes del continente fueron hombres y mujeres provenientes de Asia. Pueblos nómadas de los inhóspitos ambientes siberianos, emigraron a través del estrecho de Bering, entre Siberia y Alaska, en busca de fuentes de comida más seguras. Los geólogos han determinado que Siberia y Alaska estuvieron conectadas, por un puente de tierra, solo durante los dos largos periodos en que glaciares gigantescos cubrieron las latitudes septentrionales encerrando allí una gran parte de la humedad del mundo y dejando al descubierto el fondo del mar de Bering. Esos dos largos periodos ocurrieron hace 36,000- 32,000 años es primero y 28,000 –20,000 años el segundo. En otros tiempos con el deshielo de los glaciares, el nivel del agua subió en el estrecho del mar de Bering, cubrió el puente de tierra e impidió el paso a pie hacia Norteamérica. Así, cuando hace menos de quinientos años los europeos encontraron una manera de llegar a América del Norte por barco, descubrieron un pueblo cuyos antepasados habían llegado a pies entre 20,000 y 36,000 años antes. Si bien la mayoría de los antropólogos está de acuerdo en que esa migración fue de pueblos asiáticos, en especial del nordeste de Asia, los restos de esqueletos de bichos emigrantes también revelan características no asiáticas. Es probable que representen una mixtura de distintas poblaciones de Asia, África y Europa, que se había n estado mezclando por miles de años. Pero sea cual haya sido la infusión previa de genes venidos de pueblos de otras zonas, esos primeros americanos fueron asiáticos por su origen geográfico. EVOLUCIÓN CULTURAL Ya en América esos primeros vagabundos comenzaron a moverse hacia el sur primero y luego hacia el este, en pos de vegetación y de caza. Cazaron generaciones antes de que esos nómadas alcanzaran la parte noroccidental del pacífico. El movimiento migratorio, que tomó miles de años, alcanzó finalmente la punta de América del Sur y la costa oriental de América del Norte. La historia estadounidense, por tradición, hace hincapié, en el “movimiento hacia el oeste”, pero por cientos de generaciones la colonización avanzó en América hacia el sur y hacia el este. Las distancias fueron inmensas: 24,000 kilómetros desde la región natal asiática hasta la Tierra del Fuego, el límite más meridional de América del Sur, y casi 10 000 kilómetros de Siberia hasta la margen oriental de Norteamérica.
  • 6. Página 6 de 27 En los siglos cubiertos por esas grandes migraciones, los primeros americanos se dispersaron ampliamente por una inmensa masa de tierra. En busca de nuevas fuentes de alimento, una banda se dividía la otra. Este proceso, repetido muchas veces en muchas zonas, señala el surgimiento de culturas separadas, que llegaron a ser cientos en el continente. Las diferencias culturales se agudizaron a lo largo de miles de años, a medida que los pueblos de diferentes regiones ecológicas organizaban sus vidas y se relacionaban con la tierra de acuerdo con los dictados de sus hábitats naturales. Más tarde, los europeos amontonaron indiscriminadamente un amplia variedad de culturas nativas bajo un nombre único: “Indias”. Pero, en realidad, una miríada de modos de vida se había desarrollado en el muy viejo “Nuevo Mundo” cuando los europeos hallaron la manera de llegar a él. Si los europeos hubieran podido entrar, en 1492 en las aldeas nativas que iban de la costa atlántica a la del Pacífico y de Alaska al golfo de México, habrían encontrado “indios” que vivían en las casas rectangulares y de madera de los kuwakiutl, en la costa noroccidental; en las casas con domos góticos de paja del territorio de Wichita; en las habitaciones de tierra de la zona de praderas de los pawnees, y en las casas rectangulares, de techo de cañón, de los pueblos algonquinos, en los bosques del noreste. Las diferentes sociedades habían creado una gran variedad de técnicas para construir albergues básicos, pues vivían en zonas donde los materiales de construcción y las condiciones climáticas variaban grandemente. La misma diversidad tenemos en los ornamentos que idearon, las herramientas que emplearon y los alimentos naturales que recolectaban. Esta diversidad en la cultura nativa también es patente en las lenguas que hablaban. Los especialistas en lingüística dividen los lenguajes indios en doce ramas, cada una de ellas tan distinta a las demás como lo son los lenguajes semíticos de los indoeuropeos. En cada una de esas doce ramas lingüísticas se hablan muchas lenguas y dialectos distintos, cada uno de ellos tan diferentes como es el inglés del ruso. En total, los americanos nativos hablaban unas dos mil lenguas: una diversidad lingüística superior a la de cualquier parte del mundo. ¿Cómo dar razón de esa sorprendente diversidad de culturas indias? La explicación está en que comprendamos las condiciones ambientales y el modo en que unas bandas de personas se adaptaron a su medio natural, moldeando su cultura de manera tal que les permitiera sobrevivir en su región. Como ocurrió en otras partes del mundo prehistórico, los seres humanos eran fundamentalmente recolectores de semillas y cazadores. Para vivir, dependían de un abastecimiento de alimento sobre el cual tenían poco control. Luchaban por dominar el ambiente, pero con frecuencia se encontraban a su merced. De esta manera, por dar un ejemplo, al ocurrir en Norteamérica grandes cambios geológicos hacia el año 8000 a.C., vastas áreas, de Utah a las tierras altas de América Central, se convirtieron de pastizales en desiertos. La caza mayor y las plantas que necesitan mucha agua no pudieron sobrevivir a dichos cambios, y las culturas indias de esas zonas bien se movieron a la búsqueda de nuevas fuentes de comida, bien modificaron sus culturas, logrando adaptarlas a las nuevas condiciones.
  • 7. Página 7 de 27 Otra manera de comprender el proceso de cambio cultural y la proliferación de grupos culturales consiste en centrar nuestra atención en la agricultura: la domesticación de la vida vegetal. Como todos los organismos vivientes, los seres humanos a fin de cuentas dependen de las plantas para sobrevivir. Tanto para el hombre como para los animales, las plantas son la fuente del combustible que sostiene la vida. El Sol es la fuente primera de esa energía. Pero para aprovechar la energía solar los humanos y los animales deben apoyarse en las plantas, ya que éstas son los únicos organismos capaces de producir cantidades importantes de material orgánico mediante el proceso de la fotosíntesis. El alimento vegetal fue –y sigue siendo- elemento estratégico en la cadena de la vida. Alimentó a los seres humanos y sustentó a los animales que proporcionan a éstos su segunda fuente de alimentación. Cuando los humanos aprendieron a controlar la vida de las plantas –llamamos agricultura a tal proceso-, dieron un paso revolucionario en dirección a dominar el ambiente. Fue la domesticación de las plantas lo que comenzó a emancipar los seres humanos de la opresión del mudo físico, pues se enfrentaban a la extinción si decrecía o desaparecía el abastecimiento de alimento a causa de fuerzas que escapaban a su dominio. Aprender a cosechar, plantar y nutrir la semilla equivalía a tomar en sus manos algunas de las funciones de la naturaleza, y a obtener el control parcial de lo que hasta entonces era ingobernable. A raíz de esa adquisición de un control parcial de las fuerzas de la naturaleza vinieron vastos cambios culturales. Es difícil datar el advenimiento de la agricultura en el Nuevo Mundo, pero se estima que ocurrió entre los años 8000 y 5000 a.C. En ese periodo la agricultura también se estaba desarrollando en Europa, Asia y África. Dónde se dio primero esto, cuestión muy debatida, es de menor importancia que otro hecho: la “revolución agrícola” comenzó de modo independiente en varias partes del mundo muy separadas entre sí. Cuando la producción de alimentos a partir de plantas domesticadas reemplazó a la recolección de alimentos proporcionados por plantas silvestres, en la vida de las sociedades se dieron cambios muy significativos. Primero, la domesticación de plantas permitió una existencia más sedentaria en comparación con la nómada. En segundo lugar, impulsó un gran crecimiento de la población, pues incluso el cultivar una porción pequeña como el 1% de la tierra produjo enormes incrementos en el abastecimiento de comida. En tercer lugar, el cultivo de plantas redujo la cantidad de tiempo y energía necesarios para obtener la alimentación, con lo cual se lograron condiciones más favorables para el desarrollo social político y religioso, para la expresión estética y para la innovación tecnológica. Finalmente, en la mayoría de las zonas llevó a una división sexual del trabajo, en que los hombres desbrozaban la tierra y se dedicaban a la caza, mientras que las mujeres plantaban, cultivaban y recolectaban. De esta manera, la revolución agrícola comienza a dar una forma nueva al esquema cultural de las sociedades nativas. Una organización social y política más compleja acompañó al crecimiento de la población y el inicio de una vida sedentaria en aldeas. Las bandas crecieron en tribus y éstas en entidades políticas mayores. Se especializaron las tareas y se creó una estructura social más compleja. En algunas sociedades el especialista en religión se volvió figura dominante, tal como en otras partes del mundo donde se había dado la revolución agrícola. Esa figura religiosa organizaba a los seguidores, dirigía su trabajo y pedía de ellos tributos y culto; a cambio, se contaba con él para que protegiera a la comunidad de las fuerzas hostiles. Cuando los europeos llegaron por primera vez al “Nuevo Mundo”, los americanos nativos se encontraban en fases sumamente distintas de esa revolución agrícola y por tanto, sus culturas estaban señaladas por diferencias sorprendentes. Se ejemplificará el caso echando un vistazo a varias de las sociedades con las cuales tuvieron los europeos su primer contacto a principios del siglo XVI. En la región de Norteamérica las culturas hopi y zuñi habían estado dedicadas, por unos 4 000 años, a la producción agrícola ya la vida sedentaria de ladea antes de que los españoles llegaran hacia 1540. Hacia 700-900 d.C., la cultura “pueblo”, como la llamaron los españoles, había desarrollado aldeas bien trazadas, compuestas de grandes edificios en terrazas, cada uno de ellos con muchos cuartos. Esas aldeas con casas tipo apartamento estaban construidas a menudo en sitios propios para la defensa: en rebordes de roca sólida, en cimas planas o en mesas empinadas, sitios que daban a los hopis y zuñis protección contra sus enemigos del norte, los apaches. La
  • 8. Página 8 de 27 mayor de ellas, en Pueblo Bonita, tenía unas ochocientas habitaciones y tal vez haya albergado hasta mil personas. No volverían a verse en el continente construcciones tipo casa de apartamentos tan grandes sino en la ciudad de Nueva York, hacia fines del siglo XIX. A la llegada de los españoles los hopis y los zuñis usaban en las aldeas como técnicas para traer agua a lo que por siglos había sido una zona árida, marginal desde el punto de vista agrícola. Al mismo tiempo, se enriqueció el trabajo en cerámica, el algodón reemplazó a la fibra como material para vestirse y el tejido de canastas fue más artístico. Por las soluciones técnicas dadas al problema del agua, por sus esfuerzos artísticos. Por sus prácticas agrícolas y su vida aldeana, la sociedad pueblo no era, en vísperas de la llegada de los españoles, radicalmente distinta de las comunidades campesinas de la mayoría del mundo euroasiático. Muy al oriente de los zuñis y hopis se desarrollaban otras culturas indias. De las grandes llanuras de América del Norte a la zona costera del Atlántico crecían en fuerza una gran variedad de tribus pertenecientes a tres grupos lingüísticos principales: el algonquino, el iroqués y el siouan. Su existencia en la parte oriental de Norteamérica, que se remonta según pruebas incluso hasta 10 000 a.C., tenía como base una mezcla de agricultura, recolección de alimentos caza y pesca. Como otros grupos tribales afectados por la revolución agrícola, gradualmente adoptaron asentamientos semifijos y crearon una red comercial que unía una vasta región. De esas sociedades, una de las más impresionantes es la de los llamados constructores de túmulos, del valle del río Ohio, quienes levantaron gigantescas construcciones de tierra esculpida, de diseño geométrico, en ocasiones con figura de grandes seres humanos, pájaros o serpientes enroscadas. Cuando los exploradores de la época colonial cruzaron los Apalaches por primera vez, tras casi un siglo y medio de estar en el continente, quedaron pasmados ante esas construcciones monumentales, algunas de las cuales medían más de veinte metros de altura. La imagen estereotipada que tenían los indios orientales –como primitivos habitantes del bosque- no les permitió creer que estuvieran construidas por pueblos nativos, de modo que se inventaron mitos para explicar que sobrevivientes de la hundidas islas de la Atlántida o descendientes de los egipcios y fenicios, alejándose mucho desde sus tierras nativas, habían construido esos monumentos misteriosos y desaparecido después. Peines y objetos decorativos finamente trabajados, obtenidos en los asentamientos de los constructores de cúmulos de Hoperwrill, fueron fabricados siglos antes de la llegada de los europeos. Cortesía de la Ohio Historical Socierty.
  • 9. Página 9 de 27 Hoy en día arqueólogos y antropólogos han llegado a la conclusión de que los constructores de túmulos fueron los antepasados de crics, choctaws y natchez. Su cultura se fue desarrollando lentamente a lo largo de siglos y, cuando el surgimiento del cristianismo había alcanzado una considerable complejidad. Tan sólo en el sur de Ohio se han identificado unos diez mil túmulos, usados como cementerios. Se han excavado otros mil recintos, con muros de tierra, incluyendo una fortificación enorme, cuya circunferencia es de casi cinco kilómetros y medio, que encierra unas cuarenta hectáreas o el equivalente a cincuenta manzanas de una ciudad moderna. Los arqueólogos saben que los constructores de túmulos participaron en una vasta red comercial que cubría la mitad oriental del continente, pues una gran variedad de objetos encontrados en las tumbas de los túmulos tienen su origen en otras partes del continente: grandes cuchillos ceremoniales, hechos de obsidiana desprendido de las formaciones rocosas situadas en lo que hoy es el Parque Nacional de Yellowstone; pectorales repujados, ornamentos y armas fabricadas de pepitas de cobre provenientes de la región de los Grandes Lagos; objetos decorativos tallados en hojas de mica traídas de los Apalaches meridionales; ornamentos hechos de dientes de tiburón y caimán y de conchas venidas del golfo de México. Hacia el año 500 d.C., la cultura de los constructores de túmulos empezó a declinar, quizás a causa de los ataques de otras tribus, tal vez por los severos cambios climáticos, que socavaron la agricultura. En Occidente comenzaba a florecer otra cultura, basada en una agricultura intensiva. Su centro estaba al sur de lo que hoy es San Luis, y se expandió hasta abarcar una gran parte de la cuenca del Misissipi, de Winsconsin a Lousiana y de Oklahoma a Tennessee. En su orbita quedaron incluidas miles de aldeas. Hacia el año 700 d.C., esta cultura del Misisipí, nombre que le han dado los arqueólogos, comenzó a extender su influencia hacia el oriente; y transformó la vida de la mayoría de las tribus que habitan los bosques, tecnológicamente menos avanzadas. Al igual que los constructores de túmulos gigantescos como lugares de entierro y ceremonia. El mayor de ellos, que se levanta en cuatro terrazas hasta una altura de treinta metros, tiene una base rectangular que cubre casi seis hectáreas y contienes unos 625 000 metros cúbicos de tierra, con una base mayor que la Gran Pirámide en Egipto. Esta enorme obra de tierra, construida entre los años 900 y 1100 d.C., se encuentra frente al asiento de una ciudad india empalizada, dentro de la cual hay más de cien pequeños túmulos artificiales que marcan entierros. Entre ellos se distribuía un vasto asentamiento, llamado por un arqueólogo “la primera metrópoli de los Estados Unido”. Se estima que esta ciudad del valle del Misisipí, conocida como Cahokia, tuvo una población de 35 000 habitantes. Los ornamentos de fino trabajo y las herramientas recuperados por los arqueólogos en Cahokia incluyen una cerámica muy avanzada, obras de cantería finamente esculpida, hojas de cobre y de mica cuidadosamente realzadas y grabadas y una manta funeral hecha de 12 000 conchas. Todos esos artefactos indican que Cahokia fue en verdad un centro urbano, con casas agrupadas en núcleos, mercados y especialistas en la fabricación de herramientas, curtido de pieles, cerámica, joyería, tejido y obtención de sal. Varios siglos antes de llegar los europeos al litoral atlántico, la cultura de los constructores de túmulos y la del Misisipi, habían pasado su mejor momento y, por razones que aún no están claras, comenzaron a extinguirse. Pero su influencia había pasado ya al oriente, y transformado las sociedades de los bosques a lo largo de la llanura costera atlántica. Aunque las muy dispersas y relativamente fragmentadas en tribus iban de Nueva Escocia a Florida nunca igualaron a las sociedades anteriores del centro en diseño arquitectónico, en esculturas de tierra o en expresión artística, lejos estaban de ser los pueblos primitivos de los bosques pintados por los europeos. Habiéndolos cambiado del contacto con las culturas hopewell y del Misisipí, agregaron un uso limitado de la agricultura a las habilidades que ya habían adquirido en la explotación de una amplia variedad de plantas naturales como alimento, medicina, tintes, saborizantes y tabaco. En las híbridas economías rurales que resultaron, utilizaban todos los recursos que los rodeaban: la tierra abierta, bosques, corrientes, costa y océano. En su mayoría esa gente de los bosques septentrionales, en cuyas tierras comenzaron a acampar, hacia fines del siglo XV, pescadores europeos que allí secaban su bacalao, vivía en aldeas, en especial tras verse influida por las tradiciones agrícolas de las sociedades de Ohio y del valle del Misisipi. Al situar sus maizales cerca de los lugares de pesca, y al aprender a fertilizar las plantas jóvenes con cabezas de pescado, adoptaron un patrón de vida más sedentario. Construían sus aldeas a menudo estacadas, con wigwams de abedul y de olmo, con techo de cúpula, que los europeos copiaron en los primeros
  • 10. Página 10 de 27 años. Las canoas de corteza de abedul, lo bastante ligeras para que un solo hombre las transportara de una corriente a otra, les permitieron comerciar y comunicarse en un vasto territorio. Se ve el grado de desarrollo que había en esas sociedades de los bosques orientales, en vísperas de su contacto con los blancos, en los restos arqueológicos extraídos en un pueblo hurón, en la región de los Grandes Lagos, que incluía más de cien estructuras amplias, en las que habitaba una población de entre cuatro mi y seis mil personas. Los asentamientos de ese tamaño eran mayores que la aldea europea promedio del siglo XVI, y, excepto por un puñado de casos, mayores que los pueblos coloniales europeos de los Estados Unidos, un siglo y medio después de haberse iniciado la colonización. A lo largo del litoral atlántico, desde la bahía de San Lorenzo hasta la Florida, los europeos encontraron veintenas de tribus locales pertenecientes a los grupos de los bosques orientales. Cada una de ellas mantenía elementos culturales propios de su pueblo, aunque compartieran
  • 11. Página 11 de 27 muchas cosas, con las técnicas agrícolas, división sexual del trabajo, diseño de la cerámica, organización social y fabricación de las herramientas. Pero el más importante denominador común de todas ellas era que habían dominado su hábitat local de tal manera que podían sustentar la vida y aseguraban la perpetuación de su gente. Muy al norte estaban los abenakis, los penobscots, los passamaquodys y otros que vivían de los productos del mar y complementaban su dieta con azúcar de acre y unos cuantos alimentos más. Hacia el sur, en lo que posteriormente sería Nueva Inglaterra, estaban los Massachussets, wampanoags, pequots, narrangansetts, niantics, mohicanos y otros, tribus pequeñas que ocupaban zonas bastante definidas y sólo se reunían para efectuar un comercio ocasional. Al sur de estos en el área del medio Atlántico, estaban los lennilenapes, susquehannocks, nanticokes, pamunkeys, shawnees (o shonis), tuscaroras, cataubas, y otros, que susbsistían con base en una mezcla de agricultura, mariscos, caza y alimentos silvestres. También ellos vivían en aldeas y llevaban una existencia semisedentaria. El sudeste una de las regiones densamente pobladas de la costa atlántica, allí había culturas ricas y completas, alguna unidas en confederaciones muy libres. Estos pueblos que pertenecían a varios grupos lingüísticos, remontaban su ascendencia a por lo menos 8 000 años. Es en el sudeste, donde se da una de las cerámicas más trabajadas de la parte oriental del continente, cerámica que comenzó unos 2 000 años a.C. También estaban integradas a esas culturas las técnicas hopewell de construcción de túmulos, y unos cuantos cientos de años antes de que De Doto pasara por la zona, hacia 1540, eran un rasgo distintivo del área centros ceremoniales grandiosos, cuya construcción significó mover tierra en escala prodigiosa. Por su contacto con la cultura del Misisipi, las tribus del sudeste desarrollaron una cerámica y un tejido de canastas muy complejos, a más de un comercio a grandes distancias y, organizaciones sociales y políticas jerárquicas y autoritarias. Esos pueblos incluían a los poderosos crics y yamasis en las regiones de Georgia y Alabama; a los apalaches en Florida y a la orilla del golfo de México; los choctaws, chickasaws y natchez en la parte baja del vale de Misisipi; los cheroquis en los Apalaches del sur y, a lo largo de la costa sudoriental, varias docenas de tribus menores. LA POBLACIÓN ANTES DEL PRIMER CONTACTO En víspera del contacto con los europeos ¿cuántos americanos nativos habitaban en Norteamérica? Los antropólogos han discutido por décadas acerca de los niveles de población antes de la conquista, y han buscado métodos que aporten estimaciones fiables. Pero sólo a últimas fechas aceptaron los eruditos que la mayoría de las estimaciones hechas en el pasado estuvieron afectadas por la idea que de las sociedades norteamericanas nativas tenía quien hacía el cálculo. Cuando a la cultura india se le considera “salvaje” caracterizada por cazadores y recolectores nómadas, es difícil pensar que en Norteamérica hubiera poblaciones numerosas. Pero si se piensa es sociedades sedentarias, agrícolas y complejas en su organización social, entonces parecen posibles cifras elevadas. Hasta hace unos años, se aceptaba que un millón era la población de norteamericanos nativos al norte de México, en el periodo inmediato anterior al primer contacto, tomándose la estimación hecha hace aproximadamente medio siglo por el muy respetado antropólogo James Mooney. Hoy en día se ha puesto severamente en duda esa cifra, ante todo con base en investigaciones en que se demuestra que Moorey subestimó enormemente el desastre demográfico ocurrido cuando los americanos entraron en contacto con las enfermedades europeas. Mooney basó sus cálculos en tabulaciones aproximadas sobre el número de indios, hechas en distintas zonas varias décadas e incluso más tiempo después del contacto inicial. Pero no tomó en cuenta la profunda caída de la población, que en muchas regiones llegó al 90% ocurrida con suma rapidez cuando los elementos patógenos transmitidos por los europeos infectaron a los americanos y se dispersaron como un relámpago por sus aldeas. Se piensa ahora que la población existente al norte de México, mucho antes del primer contacto, pudo haber llegado incluso a los diez millones de habitantes, de los cuales tal vez 500 000 vivía a lo largo de la llanura costera y en las regiones premontañosas accesibles a los primeros colonizadores europeos. Incluso si se reducen a la mitad los cálculos recientes más liberales, nos vemos ante la sorprendente realidad de que los europeos no llegaban a un “territorio
  • 12. Página 12 de 27 virgen”, como algunos lo llamaron, sino que invadían un continente que, en algunas zonas, estaba densamente poblado como su tierra natal. LOS IROQUESES Entre las culturas que había en los bosques orientales tenemos a los pueblos iroqueses, a los que podemos enfocar brevemente, con el propósito de tener una impresión más vívida de cómo se organizaba la vida y la sociedad en, por lo menos, una cultura india. Los iroqueses iban a convertirse no sólo en una de las tribus nororientales más populosas, sino además en la más poderosa de ellas. Su territorio abarcaba de las montañas Adirondack a los Grandes Lagos, y de lo que hoy es la parte septentrional de Nueva York a Pennsylvania. Cinco tribus –los mohawks, (“pueblo del pedernal”), los onondagas (“pueblo de la montaña”), los oneidas (“pueblo de la piedra”), los cayugas (“pueblo de la meseta”) y los sénecas (“pueblo de la gran colina”)- componían lo que los europeos llamaron más tarde Liga de los Iroqueses o, en lengua iroquesa Ganonsyoni, es decir, “la casa tendida a lo largo” o aquello que se extiende muy lejos. La confederación iroquesa era una vasta extensión del grupo unido por parentesco que caracterizaba el patrón de asentamiento familiar en los bosques nororientales; el Ganonsyoni comprendía tal vez 10 000 personas a comienzos del siglo XVII. El origen de la Liga de los Iroqueses es un tema que ha fascinado a los historiadores por más de un siglo. Algunos afirman que los iroqueses eran débiles y estaban desorganizados cuando, a principios del siglo XVII, comenzaron los asentamientos ingleses y franceses, y deducen que se creó la Liga como un medio de responder a la presencia europea. Pero estudios anteriores a finales del siglo XV, y derivaba de los intentos hechos por los iroqueses para resolver una dificultas que los había atormentado por generaciones en su “confederación ética débilmente organizada”: el problema de las venganzas de familia y la violencia crónica en pequeña escala con las tribus algonquinas vecinas. El crecimiento de la población en el Noreste, causado por un desarrollo de la agricultura más amplio, había agudizado la necesidad de cazar durante ese periodo. Esto hizo que tribus se vieran en situaciones de conflicto más frecuentes. En el siglo XV se estacaron las aldeas iroquesas, señal de que el conflicto se intensificaba, y al parecer los varones de las aldeas se fueron preocupando más y más por la guerra. Cuando, en 1531, Jaques Cartier entró por el río San Lorenzo, oyó decir a miembros de las tribus algonquinas que sus enemigos, los iroqueses, habían sido expulsados de la región lorenziana varias generaciones antes. La leyenda dice que Hiawatha, cacique mohawk, condujo la unificación de los iroqueses. Hacia 1540 Hiawatha perdió a varios parientes y, a causa de su aflicción, se adentró en el yermo. E n lo que probablemente fue un estado de alucinación, Hiawatha tuvo una visión; en ella se le apareció un ser sobrenatural llamado Dekanawidah, que lo nombró su representante. Dekanawidah, escribe Anthony Wallace, “dictó un código para revitalizar la sociedad iroquesa”; Hiawatha lo llevó de aldea en aldea, reclutando discípulos que lo consideraban un profeta. 1 Las visiones de Hiawatha poco a poco adoptaron la forma de un plan para crear una confederación nueva y fuerte de las aldeas iroquesas débilmente unidas. La clave del plan era una prohibición de toda venganza de sangre de cualquier iroqués contra otro miembro cualquiera de las cinco tribus. En el caso de una muerte, una ceremonia de condolencia ritualizada cumplía la función de aliviar la depresión causada por la aflicción, que antes sólo mediante la venganza se satisfacía. Se concedió el poder de tomar decisiones a nombre de todas las aldeas a un consejo de cuarenta y nueve jefes delegados por las cinco naciones, que se reunían en Onondaga. De esta manera, surgió una estructura política para mantener la paz entre los iroqueses y, poco a poco, absorbió a las tribus colindantes en la federación. Conforme eran aceptadas las prédicas de Hiawatha sobre visiones de Dekanawidah, una confederación étnica débil se transformó en una confederación política más cohesiva. La prohibición de las venganzas familiares entre los iroqueses permitió que la población aumentara, las aldeas consiguieran la estabilidad y los iroqueses desarrollaran mecanismos políticos para resolver sus problemas internos y para presentar un frente más unido al negociar con sus vecinos algonquinos el uso de los territorios de caza al norte, o el admitir que tribus dependientes se 1 A. F. C. Wallace, “The Dekanawidah Myth Analyzed as the Record of Revitalization Movement”, Etnohistory (1958), p. 126
  • 13. Página 13 de 27 asentaran en su territorio. Que todo esto ocurriera el siglo anterior a la llegada de los europeos fue fortuito, pues facilitó el desarrollo de una política iroquesa coordinada para lidiar con los recién llegados europeos. En muchos sentidos, este “movimiento de revitalización” fue similar a los surgidos internamente en otras partes del mundo, en épocas muy separadas, de sociedades sujetas a tensiones. La aparición de una figura mesiánica que pone en marcha una nueva ola de moralidad, codifica un nuevo enfoque de la vida y, de esa manera, revitaliza la sociedad en tiempos agitados era una historia que debiera haber sido familiar a los europeos, dueños de su propia mitología cristiana. El mensaje de Dekanawidah expresaba un sentido del compromiso social y del comunitarismo que sería la marca del puritanismo de Nueva Inglaterra varios siglos después. “Nos unimos intimadamente –dijo Dekanawidah- tomándonos de la mano muy firmemente y formando un círculo tan sólido que, de caer un árbol sobre él, no pueda sacudirlo ni romperlo, de modo que nuestros pueblos y nuestros nietos encontrarán en ese círculo seguridad, paz y felicidad.” 2 Así pues, en el periodo anterior a la llegada de los europeos el propósito mínimo de la Liga de los Iroqueses era robustecer las aldeas, unirlas y fortalecer a los iroqueses contra los ataques venidos de fuera o las divisiones venidas del interior. Mas tarde, los filósofos de la Liga expusieron un propósito máximo que, una vez más tiene paralelo en el sentido de misión de los puritanos: “la conversión de toda humanidad, de modo que la paz y la felicidad sean la suerte otorgada a los pueblos de toda la tierra”, de manera que toda la gente se funda en una sola confederación humana. Se afirma que Dekanawidah dijo: “Las raíces blancas del Gran Árbol de la Paz seguirán creciendo, harán avanzar la Mente Buena y la Rectitud y la Paz, y pasarán a los territorios de pueblos dispersos en el bosque, muy lejos” 3 Si los europeos compartían algunos aspectos de la cultura iroquesa, otros eran lo bastante diferentes como para convencer a los colonos de que su sociedad tenía poco en común con la del pueblo indígena. Por ejemplo, en las aldeas iroquesas el trabajo era comunitario y la tierra no era propiedad de los individuos, sino de todos en común. Una familia podía cultivar su trozo de tierra, pero se entendía que tal uso de ninguna manera significaba propiedad privada. De igual manera significaba propiedad privada. De igual manera la caza era una empresa comunitaria. Aunque los cazadores se diferenciaban en su habilidad para acechar y matar ciervos, se traía a la aldea el botín colectivo obtenido por la partida de caza, y se dividía entre todos. De modo similar, varias familias ocupaban una casa grande, pero ésta en sí, como todo lo demás de la comunidad, estaba considerada propiedad común. Entre los iroqueses, el concepto de la propiedad privada –la idea de que cada persona sea dueña de su propia tierra o casa- hubiera golpeado el centro mismo del tema de mayor importancia en un sistema de valores: el principio del cooperativismo o de lo comunitario. “Ellos no necesitan asilos para pobres –escribió en 1657 un jesuita francés-, porque entre ellos no habrá ni mendigos ni indigentes mientras haya gente rica. Su bondad, humanidad y cortesía no sólo los hacen liberales con aquello que tienen, sino que los llevan a poseer todo lo común, excepto por algunas cosas. Toda la aldea deberá carecer de maíz para que sea un individuo a pasar privaciones.” . Más o menos por la misma época un misionero holandés escribió: “Por lo general, los jefes son los más pobres entre ellos, porque en lugar de recibir de la gente común, como ocurre entre los cristianos, están obligados a dar a la muchedumbre.” 4 Un asentamiento aldeano se organizaba con base en grupos consanguíneos grandes. En oposición a la práctica europea, la familia iroquesa era matrilineal, y la línea femenina determinaba la pertenencia en una familia. De esta manera, la familia típica estaba compuesta de una anciana, sus hijas con sus maridos e hijos y las nietas y nietos solteros. Hijos y nietos permanecían con su grupo de parentesco hasta que se casaban; entonces, se unían a la familia de la esposa. También el divorcio era prerrogativa de la mujer; de quererlo, le bastaba con poner las posesiones del esposo a la puerta de la gran casa. Así, la sociedad iroquesa estaba organizada alrededor del 2 Anthony F.C. Wallace, The Death and Rebirth of the Seneca, Alfred A. Knopf. Inc. Nueva York, 1970, p. 42. 3 Ibid., p. 42. 4 Reuben Gold Thwaites (compilador), The Jesuit Relations and Allied Documents: Travels and Explorations of the Jesuit Missionaries in New France, 1610-1791, Burrows Brothers,, Cleveland, 1899, vol. XLIII. P. 271; Johannes Megapolensis, Jr., “A short Account of the Mohawk Indians” (1644), apud J. Franklin Jameson, Narratives of New Netherland, 1609-1664, Charles Scribner´s Sons, Nueva York, 1909, p. 179.
  • 14. Página 14 de 27 “hogar” matrilineal. A su vez, los varios grupos de parentesco matrilineal relacionados por lazos de sangre por la parte materna, tal como entre hermanas, formaban un ohwachira o grupo de familias relacionadas. Esos ohwachiras se agrupaban en clanes. Una aldea podía estar compuesta de una docena o más de clanes. Las aldeas o clanes se combinaban para crear una nación o “estado de consanguíneos”, (como se le ha llamado) de sénecas o de mohawks. 5 La sociedad iroquesa no sólo era matrilineal en su organización social, sino que otorgaba a las mujeres de la comunidad una parte del poder político. En las aldeas la autoridad política derivaba de los ohwachiras, a cuyo frente estaban las mujeres de mayor edad de la comunidad. Eran ellas las que nombraban a los hombres que representarían a los clanes en los consejos de aldea y de tribu, y quienes nombraban a los cuarenta y nueve caudillos y jefes que se reunían periódicamente en Onondaga como el consejo gobernante de las Cinco Naciones confederadas. Por lo general, esos jefes civiles eran hombres maduros o ancianos, que en el pasado habían ganado fama como guerreros, pero que ahora “abandonaban la senda de la guerra a favor de la hoguera del consejo”. 6 El poder político de las mujeres no se limitaba a decidir qué representantes varones irían a los distintos consejos gobernantes. Cuando los clanes individuales se encontraban, de un modo parecido a las reuniones de pueblo posteriormente celebradas en Nueva Inglaterra, las mujeres de mayor edad participaban plenamente; se agrupaban detrás del círculo de hombres que se encargaban de los discursos públicos, cabildeaban con ellos y les daban instrucciones. A un extraño pudiera parecerle que los hombres mandaban, pues ellos pronunciaban los discursos públicos y formalmente tomaban las decisiones. Pero las mujeres compartían su poder. Si los hombres del consejo aldeano o tribal se alejaban demasiado de lo decidido por las mujeres que los nombraban, éstas podían destituirlos o “descornarlos”. Estaban seguros en sus puestos mientras satisficieran la voluntad de las mujeres que les habían dado el cargo. Esta división del poder entre varones y mujeres se ampliaba aún más por el papel que éstas tenían en la economía tribunal. Mientras que los hombres se encargaban de la caza y de la pesca, las mujeres eran las principales agricultoras de la aldea. Como cuidadoras de las cosechas, eran igualmente importantes para el mantenimiento de la comunidad. Más aún: cuando los hombres partían en expediciones de caza, que con frecuencia exigían alejarse de la aldea por un periodo de semanas, las mujeres quedaban al mando pleno de la vida diaria de la comunidad. Las mujeres tenían un papel importante incluso en las cuestiones bélicas, pues eran ellas quienes proporcionaban los mocasines y la comida para las expediciones guerreras; el decidirse a negar estas provisiones equivalía a vetar una correría militar. De tal manera, los dos sexos compartían el poder, y en la sociedad iroquesa estaba a ojos vistos ausente la idea europea de que el hombre dominaba y la mujer se subordinaba en todas las cosas. Cuando se intenta comprender la naturaleza de la interacción iroqués-europea, también es útil examinar el desarrollo de la “personalidad” y de los patrones de conducta individual de los iroqueses. Los psicólogos nos dicen que una gran parte de los rasgos de nuestra personalidad, de nuestro modo de responder a las personas y a los acontecimientos, se encuentran enraizados firmemente en la crianza recibida. Las variedades de educación infantil adoptadas por una sociedad son importantes para comprender la conducta colectiva. Los iroqueses y otros pueblos de los bosques, y en no menor medida que los europeos, establecieron prácticas de crianza infantil que enseñaron a los niños los conocimientos y las habilidades necesarios para la supervivencia. Además, también les hacían comprender su herencia cultural e histórica, para así inculcarles identidad como grupo y un sólido sentimiento de lealtad y responsabilidad hacia éste. Así pues, los padres iroqueses enseñaban a sus hijos cómo cazar, hacer herramientas, obtener cosechas e identificar plantas y animales, así como los inglese enseñaban a sus hijos los rudimentos de la supervivencia cotidiana. Asimismo, ambas sociedades se esforzaban por dar a los niños un sentido de su herencia, y les instalaban lealtad de grupo mediante rituales y ceremonias. La actitud hacia la autoridad es un aspecto de la crianza de niños en que se diferencian las culturas europeas e iroquesas. En ésta el aldea estaba en un individuo autónomo. “La libertad en su grado más considerable se vuelve en ellos una pasión dominante”, observó un cuáquero a 5 William N. Fenton, “The Iroquois in History”, en Eleanor Burke Leacok y Nancy Oestreich Lurie (compiladoras), North American Indians in Historical Perspective, Random House, Inc., Nueva York, 1971, p 139. 6 Ibid., p. 138.
  • 15. Página 15 de 27 principios del siglo XIX; y su descripción es eco de aquellas hechas por jesuitas dos siglos antes 7 Se esperaba de los muchachos que fueran buenos cazadores y miembros del clan leales y generosos; no se los respetaba si eran dependientes, sumisos o los apocaba en exceso la autoridad. Desde muy temprano en la vida se les adiestraba “para que pensaran por sí mismos, pero actuaran en bien de los demás” 8 Se les preparaba para entrar en una sociedad adulta que, a diferencia de la europea, no era jerárquica, pues los individuos vivían de acuerdo con una base más igualitaria, estando el poder distribuido de manera más equitativa entre hombres y mujeres o viejos y jóvenes que en la sociedad europea. Como no se apreciaban las posesiones materiales y carecía de importancia la propiedad privada de bienes, el principio de competición funcionaba sólo cuando estuviera comprometido el prestigio de un cazador o guerrero. La aspiración a tener bienes mundanos a costa de un compañero de clan hubiera caído a un iroqués del desprecio de la aldea, y habría estado fuera de lugar mostrar diferencia por los otros miembros de la misma. En la sociedad europea, donde se ansiaban muchísimo las posesiones materiales, donde la estructura social trazaba distinciones complicadas entre ricos y pobres, piadosos y no piadosos, alfabetizados y no alfabetizados, varones y mujeres y personas políticamente privilegiadas y no privilegiadas, se prestaba mucha más atención a mantener el debido respeto a la autoridad. La sumisión a la autoridad y el mantenimiento de los estratos jerárquicos fueron los principios alrededor de los cuales se organizó la crianza de niños. En la educación de sus hijos los padres iroqueses eran más permisivos que su contraparte europea. No creían en los castigos físicos duros. Fomentaban en los jóvenes que imitaran la conducta adulta, y se mostraban tolerantes con sus primeros intentos chapuceros. En los primeros meses de vida del infante, la madre lo alimentaba y protegía, pero al mismo tiempo lo endurecía bañándolo en agua fría. El destete no solía comenzar hasta a los tres o cuatro años de edad. En vez de iniciar a una edad temprana un régimen estricto de adiestramiento por lo que a las necesidades fisiológicas se refiere, se permitía al niño avanzara a su ritmo en el dominio de las funciones naturales. Se aceptaba como normal un interés temprano en la anatomía del cuerpo y en la experimentación sexual todo esto contrastaba tajantemente con las técnicas de crianza infantil europeas, que subrayaban la importancia de acostumbrar al niño a la autoridad desde una edad temprana, y fortalecían esto quitando al niño pecho materno hacia los dos años, enseñándole desde una edad temprana a evacuar en lugares apropiados, y todo mediante el empleo frecuente de castigo físico, la condena de toda curiosidad sexual precoz, y haciendo hincapié en que la obediencia a la autoridad y el respeto por ella eran virtudes capitales. Los padres iroqueses habrían considerado mal traído el consejo dado por John Robinson, pastor de los padres peregrinos, a los padres de su congregación: “Y de seguro que en todos los niños hay [...] terquedad y una dureza de mente que surge del orgullo natural, las que debemos deshacer y abatir a golpes en primer lugar, pues habiéndose logrado que los fundamentos de su educación se asienten sobre la humildad y la docilidad, a su debido tiempo podrán erigirse otras virtudes a partir de allí. [...] los padres deben atender cuidadosamente al castigo y la domesticación de esa terquedad [...] Para que se restrinjan y repriman esa voluntad y esa testarudez de los niños [...] De ser posible ocultarlo de ellos, los niños no deberán saber que tienen voluntad propia, y sí que están al cuidado de los padres 9 .” También respecto a los miembros adultos de la sociedad era distinta la concepción de la autoridad. En la sociedad iroquesa, como en la mayoría de las sociedades indias de Norteamérica, no cabía la complacida maquinaria desarrollada en la suya por los europeos, en los bosques del noroeste se encontrarían leyes ni ordenanzas, alguaciles ni condestables, jueces ni jurados, tribunales ni cárceles: todo el aparato autoritario de las sociedades europeas. Pese a ello, estaban firmemente asentados los límites de una conducta aceptable. Aunque se enorgullecían de la autonomía de sus individuos, los iroqueses mantenían un estricto sentido de lo correcto y de lo incorrecto. Pero antes que atenerse a instrumentos de autoridad formales, gobernaban la conducta inculcando al grupo un sólido sentido de la tradición y la pertenencia mediante rituales llevados a cabo en común. Era este sentido del deber, fortalecido por el miedo a las murmuraciones y una 7 Apud Wallace, Death and Rebirth of the Seneca, p. 30. 8 Ibid., pag, 34. 9 Apud John Demos. A Little Commonwealth: Family Life in Plymouth Colony, Oxford University Press, Inc., Nueva York, 1970, pp. 134-135.
  • 16. Página 16 de 27 creencia firmemente asentada en el poder de los malos espíritus para castigar a los pecadores, el que aplacaba la conducta antisocial entre los iroqueses. En la sociedad europea un crimen o un hecho inmoral daban lugar a una investigación, arresto, juicio, sentencia y encarcelamiento, que, a lo largo de varias etapas del proceso, implicaban la autoridad de cierto número de personas y de recursos institucionales. En la sociedad india funcionaba un sistema más sencillo para transformar al individuo disidente. Quien robaba la comida del otro y se mostraba cobarde en la guerra era “avergonzado” por su pueblo y condenado al ostracismo hasta que hubiera expiado sus actos y demostrado que moralmente se había purificado. Además, los iroqueses y otras sociedades de los bosques empleaban una forma de psicoterapia para resolver problemas personales y de grupo. Como creían que los sueños eran “el lenguaje del alma”, les prestaban mucha atención y “de modo deliberado buscaban en ellos respuestas a muchos de sus problemas de la vida”. 10 Más de dos siglos antes de desarrollar Freud la teoría psicoanalítica, las culturas indias del norte reconocieron que la mente tiene tanto niveles consientes como inconscientes; que a menudo se expresaban simbólicamente, en sueños, deseos y miedos inconscientes; que tales deseos y ansiedades, si quedaban insatisfechos o sin resolver, podían causar una enfermedad psíquica y psicosomática; y que quienes sufrían pesadillas o sueños obsesivos a menudo encontraban alivio contándolos a un grupo, cuyos miembros intentaban ayudar a que el individuo encontrara el significado de su problema subconsciente y la cura para el mismo. Un incrédulo sacerdote jesuita, el padre Ragueneau, describió esta teoría de los sueños según lo que presenció en las aldeas huronas, en 1649. Los indios, informó, creen que “Además de los deseos que solemos tener son libres o, al menos, voluntarios en nosotros [...], nuestras almas tienen otros que son, por así decirlo, innatos y se encuentran ocultos. Éstos, dicen, vienen de las profundidades del alma, y no a través de algún conocimiento, sino mediante una cierta transportación ciega del alma hasta ciertos objetos; en el lenguaje de la filosofía, podíamos llamar a esos accesos desidería innata, para diferenciarlos de los anteriores, a los que se llama desidería elicita. Ahora bien, creen que el alma hace conocer esos deseos naturales por medio de los sueños, que son su lenguaje. Por consiguiente, cuando se cumplen esos deseos, está satisfecha; pero, por lo contrario, si no se le concede lo que desea, se enoja y no sólo niega al cuerpo el bienestar y la felicidad que buscaba procurarle, sino que a menudo se revela contra él, provocándole distintas enfermedades y hasta la muerte, [...] En consecuencia de esas ideas erróneas, la mayoría de los hurones tiene mucho cuidado de observar sus sueños, y de proporcionar al alma lo que ésta les ha descrito cuando duermen. Si, por ejemplo, en el sueño han visto una jabalina, tratarán de obtenerla; si sueñan que dieron una fiesta, una darán en despertando, de tener con qué, y así con otras cosas. A esto lo llaman Ondinnonk: un deseo secreto del alma que se manifiesta por medio de un sueño 11 .” Sería erróneo glorificar la cultura iroquesa o juzgarla superior a la del invasor europeo. Hacer eso equivaldría a invocar las mismas categorías de “superior” e “inferior” empleadas por los europeos para justificar la violencia que desataron al llegar al Nuevo Mundo y olvidar que los ejercicios de dar un orden a las culturas dependen casi por completo de los criterios utilizados. En lugar de clasificar culturas, casi siempre un ejercicio de las sociedades expansionistas que intentan subyugar a otro pueblo, debemos comprender que la sociedad iroquesa, al igual que la inglesa o la francesa, era un sistema social total que había estado evolucionando por un largo periodo antes de llegar los europeos. En virtud de su relación dinámica con el ambiente y con los pueblos vecinos, los iroqueses habían aumentando su población, eran más sedentarios en su modo de vida, más hábiles en las técnicas agrícolas y más sutiles en sus formas de arte. Además, habían surgido como una de las sociedades más fuertes, políticamente más unidas y militaristas de los bosques nororientales. Incluso después de formarse la Liga de los Iroqueses, uno de cuyos objetivos era disminuir las guerras entre las tribus, parece haberse dado un número impresionante de luchas entre Cinco naciones y pueblos algonquinos circundantes. Muchos de esos conflictos 10 Bruce G. Trigger, The Children of Aataentsic: A History of the Huron People to 1660 (2 vols), McGill- Queen´s University Press, Montreal y Londres, 1976, I.p. 81. 11 Apud Antony F.C. Wallace, “Dreams and the wishes of the Soul: A Type of Psychoanalytic Theory among the Seventeenth-Century Iroquois”, American Anthropologist 60 (1958). P. 236.
  • 17. Página 17 de 27 significaban una búsqueda de gloria, y pudieron haberse iniciado algunos más para probar la recién forjada alianza de las cinco tribus contra otras tribus menores, que podían sujetarse al dominio iroqués. Sean cuales fueran las razones, en vísperas de llegar los europeos sus vecinos temían y en ocasiones odiaban a los iroqueses por su habilidad y crueldad en la guerra. Desde luego, las iroquesas no fueron las únicas tribus indias que los europeos encontraron a principios del XVII. A lo largo del litoral atlántico, desde la bahía de San Lorenzo hasta la Florida, ingleses, españoles, holandeses y franceses hallaron un vasto número de grupos tribales. Variaban ésos en población y poderío, pero incluso en zonas de baja densidad de población habían evolucionado culturas dinámicas. En varias regiones el conflicto entre las tribus había dado como resultado unificaciones o confederaciones políticas que los europeos tuvieron que tomar en cuenta. Como terminaría por ser evidente, incluso un número reducido de indios podía significar un problema considerable para quienes intentaran ocuparles la tierra. LA COSMOVISIÓN DE LOS NORTEAMERICANOS NATIVOS Aunque las culturas nativas de Norteamérica y las europeas no eran tan diferentes como sugieren los conceptos de “salvajismo” y civilización”, en los siglos anteriores al primer contacto las sociedades del lado oriental y occidental del Atlántico habían desarrollado sistemas de valores diferentes. Como base de los enfrentamientos físicos que se darían al encontrarse los europeos y los americanos estaban sus modos incompatibles de mirar al mundo. Se podrán apreciar estos conflictos latentes si se contrastan los puntos de vista europeos e indios respecto a la relación del hombre con su ambiente, el concepto de propiedad y la identidad personal. Desde la perspectiva europea, el mundo natural era un recurso para uso del hombre. “Somete la tierra –se dice en el Génesis-, y tendrás dominio sobre toda criatura viviente que se mueva sobre ella.” Desde luego, Dios seguía gobernando el cosmos, y el hombre no podía controlar las fuerzas naturales, que se manifestaban en terremotos, huracanes, sequías e inundaciones. Pero a principios del periodo moderno estaba en marcha una revolución científica, que dio a los seres humanos más confianza en la posibilidad de comprender el mundo natural y, con ello, de llegar a controlarlo con el tiempo. Para los europeos los secular y lo sagrado eran cosas distintas, y la relación del hombre con su ambiente natural caía en el campo de lo secular. En el ethos indio no existía esa separación entre lo secular y lo sagrado. Toda porción del mundo natural era sagrada, pues los americanos nativos creían que el mundo estaba habitado por una gran variedad de “seres”, cada uno de los cuales poseía poder espiritual y todos los cuales se unían para formar la totalidad sagrada. “De esta manera –explica Murray Wax-, no se considera a plantas, animales, rocas y estrellas como objetos gobernados por leyes de la naturaleza, sino como “compañeros” con quienes el individuo o la banda puede tener una relación ventajosa en mayo o menor medida.” 12 En consecuencia, si se ofendía a la tierra desnudándola de su cubierta, respondería golpe por golpe el poder espiritual de la tierra, llamado “manitou” por algunas tribus de los bosques. Si se pescaba en exceso o se destruía más caza de la necesaria, el poder espiritual inherente a peces y animales se vengaría, pues los seres humanos habrían roto la confianza mutua y la reciprocidad que rige las relaciones entre todos los seres, sean o no humanos. Explotar la tierra o tratar sin respeto cualquier parte del mundo natural era separarse del poder espiritual que habita en todas las cosas y, “por tanto, equivalía a repudiar la fuerza vital de la Naturaleza”. 13 Coma los europeos consideraban a la tierra un recurso que se explotaba en beneficio del hombre, era más fácil tratarla como un bien sujeto a propiedad privada. La posesión privada de bienes se volvió una de las bases fundamentales sobre las que descansaba la cultura europea. Los cercados se convirtieron en símbolo de propiedad tenida en exclusiva, la herencia fue el mecanismo empleado para transmitir esos “activos” de una generación a otra dentro de la misma familia, y los tribunales proporcionaron el aparato institucional para resolver disputas sobre la propiedad. En una sociedad principalmente agrícola; la propiedad se convirtió en base del poder 12 Religión and Magic”, en James A. Clifton (Compilador). Introduction to Cultural Anthropology: Essays in the Scope and Method of the Science of Man, Houghton Mifflin Company, Boston, 19 68, p. 13 Calvin Martin, Keepers of the Game: Indian-Animal Relationships and the Fur Trade, Unversity of California Press, Berkeley y Los Ángeles, 1978, p.34.
  • 18. Página 18 de 27 político. De hecho, en Inglaterra los derechos políticos, derivaban de la posesión de una cantidad de tierra específica. Además, la estructura social estaba definida en gran medida por la distribución de la propiedad: quienes poseían grandes cantidades de tierra estaban en la punta de la pirámide social; formaban la amplia base una masa de individuos sin propiedades. En el mundo indio era incomprensible esa idea de la tierra como una posesión privada. Las tribus reconocían lindes territoriales, pero dentro de esos límites la tierra era un bien común. La tierra no era una mercancía, sino una parte de la naturaleza confiada a los seres vivientes por el Creador. John Heckewelder, misionero moravo que en el siglo XVIII vivió con los delawares, explicó que éstos creían en el Creador. Hizo la Tierra y todo lo que contiene para bien común de la humanidad; cuando abasteció con abundancia de caza el país que les dio, no fue para beneficio de unos cuantos, sino de todos: cada una de las cosas fue dada en común a los hijos de los hombres. Todo lo que vive sobre la tierra y todo lo que está en ríos y aguas [...] fue otorgado conjuntamente a todos y cada persona tiene derecho a su parte. De este principio fluye la hospitalidad como de su fuente. 14 Así la tierra era un don del Creador y debía utilizársela con cuidado; no era para posesión exclusiva de ciertos seres humanos en lo particular. También en el aspecto de la identidad personal diferían tajantemente los valores indios y europeos. Los europeos eran adquiridores, competitivos y por un largo tiempo habían estado acrecentando el papel del individuo. Se consideraban deseables opciones más abundantes y mayores oportunidades para que el individuo mejorara su situación, fuera por su diligencia, por su valor o incluso por su sacrificio personal que rayaba en el martirio. De hecho, la ambición personal tuvo un papel muy importante en la migración ocurrido en los siglos XVI y XVII. En contraste con esto, las tradiciones culturales de los americanos hacían hincapié más bien en la colectividad que el individuo. Como se poseían en común la tierra y otros recursos naturales y la sociedad era muchos menos jerárquicos que en Europa, resultaban inadecuados el espíritu de acumulación y la ambición personal. “En contraste con la posición exaltada del hombre en la tradición judío-cristiana –escribe Calvin Martín-, la cosmología [norteamericana nativa] confería al indio una estatura bastante humilde.” 15 De aquí que, en las comunidades indias, el individualismo más conducía al ostracismo que a la admiración. A pesar de esas diferencias, no era inevitable que el choque de los colonizadores europeos y los norteamericanos nativos desembocara en un combate mortal. La inevitabilidad no es explicación satisfactoria para ningún suceso humano, pues lleva implícito que el destino del hombre escapa al control humano, y que con ello exonera a los individuos y a las sociedades de toda responsabilidad por sus acciones. De hecho, la inevitabilidad es el modo en que el vencedor racionaliza los choques históricos; es un tipo de explicación que rara vez propone el lado perdedor. Veremos que en el Nuevo Mundo el choque de culturas adoptó muchas formas, sin que nada estuviera predeterminado y todo dependiera, por el contrario, de un entretejido complejo de muchos factores, en lugares y en momentos particulares. II. LOS EUROPEOS LLEGAN A AMÉRICA DEL SIGLO XV al siglo XX, la expansión violenta de los pueblos y cultura europeos a otros continentes ha sido unos de los temas dominantes de la historia. Sólo en el último medio siglo se ha invertido el proceso, a medida que los pueblos colonizados han luchado por recuperar su autonomía mediante guerras de liberación nacional y cultural. Para los historiadores occidentales tal expansión global equivale, muy aproximadamente, a una difusión de la “civilización”; es decir, a llevar la cultura europea –superior, según se alega- a las zonas del mundo llamadas”primitivas”. Conforme la colonización europea absorbía varias culturas, crecía la idea de que se estaba sirviendo al “progreso”, en el sentido de un avance constante de la civilización europea. 14 John Heckewelder, Account of the History, Manners, and Customs of the Indian Nations..., American Philosophical Society, Filadelfia, 1819, p.85, reimpreso en Wilcomb Washburn, The Indian and the White Man, Doubleday &Company, Inc., Garden City, Nueva York, 1964, p.63. 15 Martin, Keeepers of the Game, p. 74.
  • 19. Página 19 de 27 Sin embargo, visa en retrospectiva, lejos está de ser clara la superioridad de los europeos en el momento en que llegaron al hemisferio occidental. La noción misma de las culturas “superiores” e “inferiores” es un argumento de las naciones imperialistas, y es ya tiempo de abandonar tal concepto en nuestro estudio de la historia. Resulta más acertado decir que el “Nuevo Mundo”, puesto al servicio de los colonizadores europeos, catapultó a Europa, sacándola de un prolongado periodo de estancamiento y regresión. Antes de que el océano Atlántico se convirtiera en una masa de agua familiar, Europa había sufrido, por más de un siglo, una declinación en la población a causa de enfermedades epidémicas y guerras prolongadas; una languidez económica reflejada en la producción y comercio decrecientes; una inercia cultural evidente en la falta de progreso en las ciencias naturales, la decadencia de las universidades, y el derrumbamiento del Sacro Imperio Romano. En los siglos XVI y XV la cultura islámica fue la fuerza más dinámica en Europa, se expandió profundamente en África y también desde el Oriente se introducía en Europa. Antes de la “época de los descubrimientos” a Europa occidental la caracterizaban el pesimismo, el cinismo y la desesperación. Fueron los recursos de África, Asia y América –metales preciosos, nuevos alimentos vitales como el maíz y la papa, la tierra y gente –los que proporcionaron la base para una revitalización comercial, a raíz de la cual se inició una época de expansión y desarrollo europeos. Tratando de encontrar una ruta marina hacia las partes más antiguas del Viejo Mundo, Colón tropezó con lo que era un nuevo mundo tan sólo en la imaginación europea. Pero ese error fortuito incendió la imaginación de los europeos –una de las cualidades más valiosas- y puso en marcha una reactivación económica y una expansión ultramarina que dura más de cuatrocientos años. EXPANSIÓN ESPAÑOLA Y PORTUGUESA EN EL NUEVO MUNDO Colón creyó haber alcanzado la India cuando, en 1492, desembarcó en la isla de La Española. Y tal era su propósito: encontrar una ruta marítima hacia el Oriente, de modo que los mercaderes europeos, que traficaban con las especias indispensables para hacer apetitosa la comida europea, pudieran evitar el pago de tributos a intermediarios del Medio Oriente, quienes sacaban una buena tajada de las ganancias obtenidas en las operaciones comerciales por tierra. Lo acostumbrado es atender a la importancia navegacional y geográfica de los viajes de Colón; pero se habrían anotado como un fracaso costoso sus vagabundeos por el mar, una vez comprendido que no había descubierto la ilusoria ruta náutica hasta la India, de no ser porque en 1493 se descubrió oro en La Española. Son el oro y los otros minerales preciosos, las tierras recién descubiertas tan sólo habrían sido obstáculos en el camino por mar hacia el Lejano Oriente. Pero, aunque el descubrimiento fue accidental, Colón se convirtió en una figura arquetípica de la expansión europea. Totalmente medieval en sus patrones mentales, también era ambicioso, aventurero, capaz de traducir en acción una idea, no importa cuán ridiculizada fuera, y lo bastante audaz, para mantener curso incluso cuando sus marinos estaban dispuestos al motín, temerosos de no volver a ver tierra firme otra vez. Capitalizando los grandes avances en tecnología marina y las exploraciones oceánicas portuguesas del siglo anterior. Colón como los vikingos quinientos años antes que él, descubrió que el océano situado al occidente de Europa tenía límites. Poseía sobradamente la cualidad europea de la arrogancia, que en los años venideros probaría ser tan valiosa en l colonización... y tan destructora de la vida humana. Una vez descubiertos el oro y la plata, un torrente inacabable de jóvenes emprendedores, pertenecientes a la nobleza menor de España, comenzó la aventura trasatlántica. Antes de 1560, ya habían explorado, conquistado y reclamado para su rey el istmo de Panamá, México, la mayoría de América del Sur –excepto Brasil y las lejanas llanuras meridionales- y las zonas sureñas de los actuales Estados Unidos: de California en la costa del Pacífico hasta Florida en la costa atlántica. Guiados por figuras militares como Cortés, Pizarro y Coronado, establecieron la autoridad de España y de la Iglesia católica en un área que empequeñecía a la tierra madre en tamaño y en población. Hacía fines del siglo XVI los españoles habían conquistado los principales centros de población aborigen, establecido un floreciente comercio trasatlántico y llevado miles de esclavos africanos a las colonias, a la vez que supervisaban la extracción de oro y plata, en cantidades fabulosas de las tierras sujetas a su dominio. De 1490 A 1590 España dominó la colonización de la América. Su único rival era Portugal, cuyos esfuerzos primero se encaminaron tanto a colonizar las islas del Atlántico – Azores,
  • 20. Página 20 de 27 Madeiras y Canarias- situadas cerca de las costas portuguesas y al noroeste de África, como a establecer centros de comercio en la costa africana oriental y en la occidental. Sólo a mediados del siglo XVI Portugal reclamó para sí el Brasil, que estaba destinado a ser el centro de sus actividades en el Nuevo Mundo. Hacía finales del siglo, la producción de azúcar exigía en Brasil el trabajo de la mayoría de los 25000 colonos portugueses y, tal vez, un número equivalente de esclavos africanos. Íntimamente unidos a los esfuerzos económicos de las emergentes naciones-estado europeos estaban las metas religiosas de la colonización. Al menos en parte, tanto católicos como los protestantes consideraban la ocupación del Nuevo Mundo como una cruzada religiosa. Por siglos España había estado envuelta en conflictos con los moros “infieles”; de hechos, en el mismo año en que Colón llegó a La Española, la España cristiana completó finalmente la expulsión de los moros. La conquista del Nuevo Mundo no sólo satisfizo los sueños nacionales de gloria, sino que también ofreció la oportunidad de convertir al cristianismo un continente lleno de “paganos”. Ese motivo religioso se veía complicado por la división católico-protestante existente en el cristianismo. Para los europeos, los paganos eran paganos; ahora bien, que se los convirtiera en católicos o protestantes dependía de la nación europea que terminara dominándolos. Para quienes se han criado en una sociedad secular podrá parecerles intrigante que los cristianos se encontraran tan agriamente divididos, dedicados por siglos a guerras religiosas que, en el nombre de Dios, causaban destrucción masiva. Pero se comprenderá mejor la intensidad del conflicto existente en la Europa cristiana si se recuerda que para los hombres y las mujeres de aquella época –y de siglos anteriores- la religión era el principio organizador de la vida. El dominio del hombre sobre el ambiente era leve, pues la ciencia y la tecnología no habían avanzado lo suficiente para permitir controlar las fuerzas naturales. Así, la gente atribuía a fuerzas sobrenaturales lo que no podía comprender o gobernar. La fe, y no la razón, dominaba la vida; de esta manera, la gente de fe distintas se veía apasionadamente comprometida a defender la ideología propia y atacar la de quienes sostenían puntos de vista distintos. Podrán entenderse entonces esos “ismos” –protestantismo y catolicismo- como códigos de vida prescritos, modos de ordenar el mundo propio y darle significado a él y al lugar que en él se preocupaba. Esos compromisos ideológicos no se diferencian mayormente de los “ismos” de hoy – comunismo, socialismo, democracia- en el sentido del poder que tienen para obligar a la obediencia. Son también sistemas de valores y creencias, modos de organizar sociedades. También ellos dan significado a lo que se hace y proporcionan un sentido de identidad. Las guerras del siglo XX, peleadas con una ferocidad y una crueldad tecnológica mayores que en las guerras religiosas de principios de la era moderna, son una manera de comprender por qué el cristianismo y musulmanes o católicos y protestantes lucharon tan implacablemente por difundir su fe particular a los habitantes nativos de las tierras que invadían. INGLATERRA ENTRA EN LA CARRERA COLONIAL Cuando Inglaterra de dio cuenta de lo que prometía el Nuevo Mundo, los dos poderes ibéricos se concentraban firmemente atrincherados allí. De las naciones, europeas con costas del Atlántico, Inglaterra fue la última en explorar y colonizar América. Únicamente los viajes de John Cabot (en realidad Giovanni Cabot) dieron a Inglaterra pie para participar en la lotería del Nuevo Mundo. Mas nunca se continuaron los viajes hechos por Cabot en 1497 y 1498. Incluso las famosas expediciones de John Hawkins, de 1562 a 1569, han de considerarse carentes de importancia en la expansión europea en América, pues Hawkins se dedicaba ante todo a la piratería: atacaba las rutas comerciales españolas en el Caribe con el apoyo de los mercaderes ingleses, quienes odiaban el catolicismo y esperaban inducir a su gobierno para que patrocinara sus intentos ocasionales de oponerse al monopolio de España y Portugal en el Nuevo Mundo. El único contacto de importancia de Inglaterra con América del Norte había sido en relación con las pesquerías de Terranova, donde, desde alrededor de 1520, las flotas pesqueras inglesas habían competido con las francesas, portuguesas y españolas en la captura del valioso bacalao, vital fuente de proteína en la dieta de la mayoría de los europeos. Pero Inglaterra buscaba también colonias en el Nuevo Mundo, ya que éstas proporcionaban mercados nuevos, fuentes nuevas de materia prima y, si tenían oro y plata,
  • 21. Página 21 de 27 contribuían al abastecimiento de capital total con que entonces se media la fuerza de las naciones. Es comprensible que, a finales del siglo XVI, Inglaterra estuviera ansiosa de poner un pie en América del Norte, pues España y Portugal dominaban ya en Sudamérica y partes del Caribe, y habían reclamado para sí, además, las partes meridionales de la masa continental norteamericana. Si los ingleses no se movían pronto, sería demasiado tarde. Por lo mismo, España estaba dispuesta a resistir las incursiones inglesas en su campo de influencia. Cuando los ingleses dieron los primeros pasos tentativos para crear un imperio, los españoles planearon ataques por mar contra cualquier asentamiento inglés que se atreviera a surgir en la costa Atlántica de Norteamérica. El primer mapa que se conoce del diminuto asentamiento inglés de Jamestown, Virginia, trazado por un marino católico irlandés en un buque fue metido de contrabando a España. Se lo apreciaba mucho por que contenía la información más que necesaria para un ataque por sorpresa contra la primera posición establecida por Inglaterra en la costa de América del Norte. La entrada de Inglaterra en la carrera colonial no sólo tuvo origen en el deseo de participar en la explotación de los recursos del Nuevo Mundo, sino también en la guerra ideológica que asoló Europa en la segunda mitad del siglo XVI. Excepción hecha de los países escandinavos, todos los poderes europeos occidentales que daban al Atlántico estuvieron envueltos en esta lucha entre quienes profesaban el catolicismo y quienes se adherían al protestantismo. Ese conflicto nacional y religioso fue continuación de cuestiones e intereses planteados por primera vez durante la Reforma y la Contrarreforma. Por buena parte del siglo XVI, Inglaterra osciló entre ideas religiosas, pues vivió primero los regímenes protestantes de Enrique VIII y su enfermizo hijo Eduardo VI, y luego el reinado católico de la primera hija de Enrique, María Tudor, quién había casado con Felipe II de España, principal sostén del poder católico en Europa. Cuando murió María Tudor, la segunda hija de Enrique, Isabel, subió al trono en 1558, con lo cual Inglaterra volvió al protestantismo. Al igual que su padre, Isabel favorecía el protestantismo en primer lugar porque lo consideraba una expresión de la independencia nacional. Ante todo y sobre todo, quería crear las condiciones necesarias para el crecimiento y la prosperidad nacionales. Aunque en el aspecto económico logró ciertos triunfos, sobre su cabeza colgaba siempre la cuestión religiosa. Felipe II de España, su cuñado, la consideraba una hereje protestante, y sin cesar intrigaba contra ella. En 1587 el antagonismo entre la España católica y la Inglaterra protestante se volvió un conflicto franco. Inglaterra se preparó para el ataque por mar que esperaba la armada española, considerada como la más poderosa del mundo. La batalla resultante conocida, en los países sajones, con el nombre de Spanish Armada. En la primavera de 1588 la flota española zarpó hacia Inglaterra, y llegó a su destino hacia fines de julio. Por dos semanas de batalla conmocionó el mar. Para asombro de gran parte de Europa, Inglaterra, con ayuda de los holandeses, venció. La derrota española no estableció la superioridad inglesa en el mar, ni aportó a Inglaterra territorios trasatlánticos como reconocimiento de su victoria. Ni siquiera impulsó a Inglaterra para que entrara en la carrera continental ultramarina. Pero sí evitó una aplastante victoria católica en Europa y, temporalmente, puso fin a los sueños españoles de hegemonía europea. Esa batalla llevó a un empate temporal en las guerras religiosas, e hizo ver claramente a una generación- hasta 1618, cuando el comienzo de la guerra de los Treinta Años volvió a hundir a Europa en otro conflicto religioso abierto- que por la fuerza no se impondría la uniformidad religiosa. Inglaterra fue libre de seguir su propio destino, fuera del dominio de otras potencias europeas. Allanado el camino para la expansión ultramarina, a finales del siglo XVI la “fiebre por el oeste” comenzó a extenderse en Inglaterra. Se había hecho ya un esfuerzo fracasado e infructuoso: plantar un pequeño asentamiento en la isla Roanoke, frente a las costas de Carolina del Norte, en la penúltima década del siglo XVI. Pero a raíz de la guerra contra la Armada Invencible, la clase media acomodada y los mercaderes ingleses comenzaron a comprender qué beneficios los llamaban desde el Nuevo Mundo. Su capital y su experiencia serían indispensables para las próximas décadas. Richard Hakluyt y su sobrino, llamado también Richard Hakluyt, apremiaban a sus compatriotas. En el último cuarto del siglo XVI se dedicaron en cuerpo y alma a explicar las ventajas de asentarse en las remotas regiones del otro lado del Atlántico. En varios folletos expusieron sus argumentos a favor de la colonización: gloria, ganancias y aventuras aguardaban a todos; para la nobleza de la corte la colonización prometía un imperio en el Nuevo Mundo y una nueva fuente de baronías, señoríos y propiedades feudales; para los comerciantes, nuevos
  • 22. Página 22 de 27 mercados y un territorio lleno de productos exóticos para vender en su patria; en cuanto a los clérigos, los esperaba un continente lleno de “salvajes” por convertir, para gloria de Cristo: al plebeyo se le prometía un campo de aventuras y de ilimitadas oportunidades económicas; para el labrador empobrecido, la perspectiva de comenzar una vida nueva con tierras y oportunidades sin fin. Los Hakluyt dieron publicidad a la idea de que ya había llegado el tiempo de plantar la cepa inglesa al otro lado del Atlántico. Shakespeare contribuyó con su granito de arena a la excitación nacional escribiendo una obra. La tempestad, sobre quienes cruzaban el Atlántico para impulsar la grandeza del país. La participación inglesa en la época de las exploraciones y la colonización comenzó con una generación de lobos de mar y caballeros aventureros como Walter Raleigh, Francis Drake, Humphrey Gilbert y Richard Grenville. Con capital limitado y apoyo mínimo por parte de la Corona, intentaron mucho y en la mayoría de los casos terminaron en fracaso. Le damos a sus empresas mucho espacio en nuestros libros de historia porque fueron los primeros en intentarlo. Pero Inglaterra no podía convertirse en un poder colonial sólido en el Nuevo Mundo mientras el gobierno, como en España y Portugal, no diera apoyo activo, a los planes de colonización y, cosa más importante, mientras la comunidad mercantil y la emergente clase media no comenzaron a invertir capital en los experimentos de colonización ultramarina. Por tanto, los primeros esfuerzos dieron pocos resultados o ninguno: los viajes de Hawkins hacia 1560 en el mar Caribe; los viajes de Roanoke de 1585 a 1588, que terminaron en fracaso; el asentamiento de Sagadahoc, en la costa de Maine en 1607, que sólo duró un año; en 1607, que estuvo trastabillando por una generación, antes de asegurarse una economía viable. En esos débiles esfuerzos iniciales de los precursores de la colonización inglesa faltaban los ingredientes principales que había en los afortunados esfuerzos coloniales de españoles y portugueses. Poco respaldo tenían del gobierno nacional en subsidios; barcos y protección naval. La Iglesia anglicana les daba un apoyo mínimo, en contraste con la amplia participación de la Iglesia católica en las colonias españolas y portuguesas. Y les faltaba la participación de ciudadanos dispuestos a invertir: bastantes personas de las clases media y alta que arriesgara dinero en los experimentos de colonización. Mientras la colonización inglesa estuvo en manos de la nobleza –inquietos hijos de aristócratas y cortesanos favorecidos por la Corona- no se consiguió gran cosa. Se necesitaba mucho más que equipar unos cuantos barcos y reunir unos cuantos cientos de individuos aventureros o desesperados para superar los obstáculos inherentes a la colonización ultramarina. Una cosa era alcanzar el Nuevo Mundo en barquitos de madera y desembarcar varios cientos de hombres con provisiones para varios meses; otra muy distinta organizar a esas personas en un sistema social y económico que pudiera sobrevivir en un amedrentador ambiente nuevo, y mucho más difícil explorar con buena fortuna los recursos encerrados en la tierra. Lo que se necesitaba en especial para impulsar la colonización inglesa era la riqueza y el apoyo de la emergente clase media de la sociedad inglesa. Esos hombres, que al comienzo del periodo Tudor habían sido relativamente insignificantes, estaban avanzando a grandes pasos en la segunda mitad del siglo XVI. Esta redistribución del poder económico y político, que los historiadores llaman el “surgimiento de la clase media” era de importancia indispensable para el buen éxito de la penetración norteamericana. Es probable que el movimiento de colonización nunca hubiera triunfado en manos de la nobleza sin el apoyo de ese segmento mucho más amplio de la sociedad inglesa. En la primera mitad del siglo XVII se dio tal apoyo de mala gana, e incluso entonces los inversionistas ingleses se inclinaban mucho más por los beneficios rápidos del cultivo de caña en las Antillas que por las incertidumbres presentes en la mezcla de al agricultura, explotación de bosques y pesca que se daba en la parte continental de Norteamérica. A las dificultades de obtener un apoyo financiero y político adecuado se agregaba otra realidad: volvieran la vista a la parte continental de Norteamérica o a las islas del Caribe, los colonizadores ingleses se daban de frente contra las pretensiones de otras naciones europeas, que en muchos de los casos estaban respaldadas por una ocupación concreta del territorio. A principios del siglo XVII Portugal y España tenían ya unos 150000 colonos en sus posesiones de ultramar, y si bien la mayoría de ellos se encontraba en Perú y en México –en donde se habían establecido importantes centros de población en Potosí, la ciudad de México y Cartagena-, también habían instalado puestos fronterizos en la parte suroccidental de los actuales Estados Unidos y en varios puntos a lo largo de la costa atlántica, de Florida a la bahía de Chesapeake. Los territorios
  • 23. Página 23 de 27 reclamados por España se extendían hacia el norte hasta Terranova. Los ingleses, al acercarse a Norteamérica, estaban muy consientes de la presencia española. Nada testimonia con mayor agudeza esto que el siguiente hecho: una vez instalados los asentamientos iniciales, los ingleses construyeron sus fuertes mirando al mar, para rechazar los ataques españoles, y no de cara al interior, donde estaba el peligro de los indios. Era lo prudente hacer de quienes se sabían dedicados a intrusiones semipiráticas en las colonias establecidas por España. Pero los ingleses se acercaban a un continente ocupado también por los franceses. Desde 1524, cuando Giovanni da Verrazzano exploró la margen oriental de Norteamérica, los franceses había soñado con encontrar ciudades de oro y el Paso del Noroeste hacia China. Sin embargo, los franceses sólo podían asentarse allí donde los españoles no tenían uso para la tierra. Así, tras algunos fallidos intentos de instalar colonias en la Florida y en Brasil, que fueron borradas del mapa por españoles y portugueses, los franceses se contentaron con desarrollar los amplios espacios septentrionales de Canadá. Desde principios del siglo XVI los pescadores franceses habían estado trabajando en las costas de Terranova y de Nueva Escocia, cuando Jaques Cartier exploró el golfo de San Lorenzo, en 1534, se desarrolló un comercio de pieles esporádico con los indios de esa zona. Tales esfuerzos convencieron a los franceses de que la región del río San Lorenzo podía ser rentable incluso si el clima era ihnospitatalario. Únicamente los ríos San Lorenzo y Hudson daban acceso por agua al interior de las zonas septentrionales del continente, y los franceses eligieron cuerdamente fundar sus primeros asentamientos cerca de la desembocadura del San Lorenzo. De esta manera, dieron impulso a su búsqueda de otra variedad de oro del Nuevo Mundo: las pieles de animales. Por tanto, los ingleses que se acercaban alas costas de América del Norte tenían que tomar en cuenta a España y Francia, cuyos esfuerzos precedentes y asentamientos ya establecidos obligaban a que los ingleses buscaran en parte media del litoral atlántico un lugar donde poner pie en el continente. Pero era otro pueblo, los habitantes originarios de aquélla tierra, el que con mayor fuerza atraía la atención del os ingleses. ¿Qué sabían hombres como Gilbert y Raleigh sobre los ocupantes nativos de esa tierra cuando hacia 1580, se acercaban a las costas prohibidas de Norteamérica? ¿Cómo los recibirían aquellos que Colón, creyendo haber llegado a la India, llamó equivocadamente indios?¿Cómo lograrían los ingleses el uso o la posesión de las tierras que ocupaban esos indios?¿Y de qué manera las ideas acerca de la naturaleza de tales pueblos indios estuvo influida por la espinosa cuestión de lograr soberanía sobre la tierra? IMÁGENES INGLESAS DE LOS AMERICANOS NATIVOS Podemos estar seguros de que los primeros colonizadores ingleses sintieron las aprensiones que, en todo lugar y tiempo, llenan la mente de quienes intentan penetrar en lo desconocido. Pero lejos estaban de no tener información acerca de los pueblos indios del Nuevo Mundo. A partir de la descripción de éste hechas por Colón, y publicada en varias capitales europeas en 1493 y 1494, entre los marinos, mercaderes, geógrafos, políticos y sacerdotes que participaban en los primeros viajes de descubrimiento, comercio y colonización circulaban gran cantidad de informes, historias y folletos de promoción. Fueron éstos base para cualquier aventurero en vías de llegar a la margen de tierra oriental en el océano Atlántico occidental tuviera cierta idea del Nuevo mundo. Es probable que de esa abundante literatura los primeros colonos dedujeran una imagen dividida de los nativos de Norteamérica. Por una parte, había razones para suponer que los indios eran un pueblo amable que se mostraría abierto con quienes no vinieran a dañarlo, sino a vivir y comerciar con ellos. Colón había escrito de la “gran amistad hacia nosotros” encontrada en San Salvador en 1492, y describió a los indios arawaks de la zona como un pueblo cariñoso y sin egoísmos, que “hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestro que era maravilla”. Los indios “nos traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que no les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles” 1 Verrazzano, el primer europeo en navegar la margen oriental del continente, escribió con igual 1 Apud Wilcomb E.Washburn (compilador. The Indian and the White Man, Doubleday & Company, Inc. Garden City, Nueva York. 1964, p. 4.