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1º Bachillerato
PRÁCTICA UNIDAD 2: COMENTARIO DE UN TEXTO
LITERARIO
OPCIÓN 1: “El monte de las ánimas”, Leyendas, G.A. Bécquer
La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y
eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se
desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en
efecto, lo hice.

Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

- I -

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta
a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han
arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has
venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el
camino te contaré la historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron
en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la
comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

«Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la
margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el
rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello
notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la
conquistaron.

»Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos
años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban
caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos
determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos
con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

»Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su
empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras;
antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue
una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos, a quienes
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se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte,
maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en
el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

»Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la
capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una
cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos
aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas
de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y
por eso he querido salir de él antes que cierre la noche».

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente
que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

- II -

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes
de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que
alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las
ojivas del salón.

Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los
ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y
los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo
lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto
vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces,
acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa
contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el
joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte
devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó
tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de
una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la
voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún
puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después
de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias
y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que
hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y
puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de
su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa
entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil
expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color
me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

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-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible
expresión de temor y esperanza.

-No sé...; en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el Monte de
las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los
cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he
llevado a esta diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario
en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo
conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a
caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche
volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué
ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero,
las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que
cubren sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente,
tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que
arrastra el viento, sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando
hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba
y crujía la leña arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan
oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de
comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por
la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz
firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en
revolver el fuego:

-¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto.

-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle,
el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una
radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor,
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios
del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

- III -

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su
oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho,
después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el
día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió
con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana,
lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la
ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón
latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes,
con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban
sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un
murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se
ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian
la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

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Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil
ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas
direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras
impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-.
¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al
oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto
volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el
rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir
una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba
a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió
la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y
monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad
de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin
despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de
una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas
de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío
cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el
reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul
que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a
la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta
de horror!

- IV -

Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin
poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió
cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los
nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito
horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa,
pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba
vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

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OPCIÓN 2: “Las medias rojas”, Cuentos, Emilia Pardo Bazán
Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor
amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en
vez de navaja, de uña córnea color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las
apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda “de las señoritas” y revuelto por
los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas
aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de
unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo
de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo
en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, entre lo azuloso de la descuidada barba.

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda
acre; pero el labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se
inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que
emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza… Una pierna robusta, aprisionada en
una media roja, de algodón…

–¡Ey! ¡Ildara!

–¡Señor padre!

–¿Qué novidá es ésa?

–¿Cuál novidá?

–¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorpórase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del
pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras,
golosas de vivir.

–Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

–Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

–¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del
labrador… Saltó del banco donde estaba escarranchado, y agarrando a su hija por los hombros, la
zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

–¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su
temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola,
su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos.
Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de
porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas
entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia
lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para
cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la esperanza tardía:
pues que quedase él… Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho que le adelantaba los
pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas
medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada
a la moza, repetía:

–Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada?
¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el
cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes…

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando las medrosas manecitas, de
forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento
cayó sobre un ojo, y la rapaza vio, como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en
una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz,
los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla
marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que
fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de
pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en
la mano. Del ojo lastimado, no veía.

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Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un
desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse
tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de
holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y
su dentadura completa…

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OPCIÓN 3: “Continuidad de los parques”, Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de
la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había
venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba
decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que
una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos,
hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no
debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños
del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer:
primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en
la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz
de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón
leyendo una novela.

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1º Bachillerato
OPCIÓN 4: “Emboscadas”, Ángeles Mora
Cuando llegó el príncipe azul

era tan azul, tan azul

que caía sobre mi rojo

apagándolo. 

Qué peligrosa tinta

me trajo en sus pupilas. 

No conviene mezclar en la colada

ropas que puedan desteñir, me dije. 

Antes de despedirlo

tuvimos que lavarnos 

Por separado. 

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OPCIÓN 5: “Me basta así”, Ángel González
Si yo fuese Dios

y tuviese el secreto,

haría un ser exacto a ti;

lo probaría

(a la manera de los panaderos

cuando prueban el pan, es decir:

con la boca),

y si ese sabor fuese

igual al tuyo, o sea

tu mismo olor, y tu manera

de sonreír,

y de guardar silencio,

y de estrechar mi mano estrictamente,

y de besarnos sin hacernos daño

—de esto sí estoy seguro: pongo

tanta atención cuando te beso—;

                                entonces,

si yo fuese Dios,

podría repetirte y repetirte,

siempre la misma y siempre diferente,

sin cansarme jamás del juego idéntico,

sin desdeñar tampoco la que fuiste

por la que ibas a ser dentro de nada;

ya no sé si me explico, pero quiero

aclarar que si yo fuese

Dios, haría

lo posible por ser Ángel González

para quererte tal como te quiero,

para aguardar con calma

a que te crees tú misma cada día

a que sorprendas todas las mañanas

la luz recién nacida con tu propia

luz, y corras

la cortina impalpable que separa

el sueño de la vida,

resucitándome con tu palabra,

Lázaro alegre,

yo,

mojado todavía

de sombras y pereza,

sorprendido y absorto

en la contemplación de todo aquello

que, en unión de mí mismo,

recuperas y salvas, mueves, dejas

abandonado cuando —luego— callas...

(Escucho tu silencio.

                    Oigo

constelaciones: existes.

                        Creo en ti.

                                    Eres.

                                          Me basta).

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OPCIÓN 6: “No volveré a ser joven”, Jaime Gil de Biedma
Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde

-como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería

y marcharme entre aplausos

-envejecer, morir, eran tan solo

las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra.

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OPCIÓN 7: “No quiero”, Ángela Figuera Aymerich
No quiero

que los besos se paguen

ni la sangre se venda

ni se compre la brisa

ni se alquile el aliento.

No quiero

que el trigo se queme y el pan se escatime.

 

No quiero

que haya frío en las casas,

que haya miedo en las calles,

que haya rabia en los ojos.

 

No quiero

que en los labios se encierren mentiras,

que en las arcas se encierren millones,

que en la cárcel se encierre a los buenos.

 

No quiero

que el labriego trabaje sin agua

que el marino navegue sin brújula,

que en la fábrica no haya azucenas,

que en la mina no vean la aurora,

que en la escuela no ría el maestro.

 

No quiero

que las madres no tengan perfumes,

que las mozas no tengan amores,

que los padres no tengan tabaco,

que a los niños les pongan los Reyes

camisetas de punto y cuadernos.

 

No quiero

que la tierra se parta en porciones,

que en el mar se establezcan dominios,

que en el aire se agiten banderas

que en los trajes se pongan señales.

 

No quiero

que mi hijo desfile,

que los hijos de madre desfilen

con fusil y con muerte en el hombro;

que jamás se disparen fusiles

que jamás se fabriquen fusiles.

 

No quiero

que me manden Fulano y Mengano,

que me fisgue el vecino de enfrente,

que me pongan carteles y sellos

que decreten lo que es poesía.

 

No quiero amar en secreto,

llorar en secreto

cantar en secreto.

 

No quiero

que me tapen la boca

cuando digo NO QUIERO...
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Comentario literario 1

  • 1. 1º Bachillerato PRÁCTICA UNIDAD 2: COMENTARIO DE UN TEXTO LITERARIO OPCIÓN 1: “El monte de las ánimas”, Leyendas, G.A. Bécquer La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca, y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como, en efecto, lo hice. Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas. - I - -Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas. -¡Tan pronto! -A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia. Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia: «Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la conquistaron. »Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. »Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos, a quienes Página de1 11 Elige uno de estos textos para realizar un comentario de texto completo. Recuerda consultar la guía para realizar comentarios y trata de seguir las pautas. La realización de esta actividad es OBLIGATORIA y forma parte de la nota de esta unidad. La fecha máxima de entrega (en papel o en pdf por correo electrónico) es el día 5 de noviembre. Después de esa fecha no aceptaré ningún trabajo.
  • 2. 1º Bachillerato se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. »Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche». La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria. - II - Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel, y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste. -Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios. -Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres? -No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza: -Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo: -Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. -¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? -Sí. -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. Página de2 11
  • 3. 1º Bachillerato -¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. -No sé...; en el monte acaso. -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-, ¡en el Monte de las Ánimas! Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda: -Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión imagen de la guerra todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas...; ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento, sin que se sepa adónde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores: -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego: -¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto. -¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos. - III - Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho. -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Página de3 11
  • 4. 1º Bachillerato Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables. -¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror! - IV - Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso. Página de4 11
  • 5. 1º Bachillerato OPCIÓN 2: “Las medias rojas”, Cuentos, Emilia Pardo Bazán Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de uña córnea color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas. Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda “de las señoritas” y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros grises, entre lo azuloso de la descuidada barba. Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza… Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón… –¡Ey! ¡Ildara! –¡Señor padre! –¿Qué novidá es ésa? –¿Cuál novidá? –¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade? Incorpórase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir. –Gasto medias, gasto medias –repitió, sin amilanarse–. Y si las gasto, no se las debo a ninguén. –Luego nacen los cuartos en el monte –insistió el tío Clodio con amenazadora sorna. –¡No nacen!… Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias. Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del banco donde estaba escarranchado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba: –¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la esperanza tardía: pues que quedase él… Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía: –Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes… Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio, como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera. Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía. Página de5 11
  • 6. 1º Bachillerato Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse tuerta. Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa… Página de6 11
  • 7. 1º Bachillerato OPCIÓN 3: “Continuidad de los parques”, Julio Cortázar Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. Página de7 11
  • 8. 1º Bachillerato OPCIÓN 4: “Emboscadas”, Ángeles Mora Cuando llegó el príncipe azul era tan azul, tan azul que caía sobre mi rojo apagándolo. Qué peligrosa tinta me trajo en sus pupilas. No conviene mezclar en la colada ropas que puedan desteñir, me dije. Antes de despedirlo tuvimos que lavarnos Por separado. Página de8 11
  • 9. 1º Bachillerato OPCIÓN 5: “Me basta así”, Ángel González Si yo fuese Dios
 y tuviese el secreto,
 haría un ser exacto a ti;
 lo probaría
 (a la manera de los panaderos
 cuando prueban el pan, es decir:
 con la boca),
 y si ese sabor fuese
 igual al tuyo, o sea
 tu mismo olor, y tu manera
 de sonreír,
 y de guardar silencio,
 y de estrechar mi mano estrictamente,
 y de besarnos sin hacernos daño
 —de esto sí estoy seguro: pongo
 tanta atención cuando te beso—;
                                 entonces, si yo fuese Dios,
 podría repetirte y repetirte,
 siempre la misma y siempre diferente,
 sin cansarme jamás del juego idéntico,
 sin desdeñar tampoco la que fuiste
 por la que ibas a ser dentro de nada;
 ya no sé si me explico, pero quiero
 aclarar que si yo fuese
 Dios, haría
 lo posible por ser Ángel González
 para quererte tal como te quiero,
 para aguardar con calma
 a que te crees tú misma cada día
 a que sorprendas todas las mañanas
 la luz recién nacida con tu propia
 luz, y corras
 la cortina impalpable que separa
 el sueño de la vida,
 resucitándome con tu palabra,
 Lázaro alegre,
 yo,
 mojado todavía
 de sombras y pereza,
 sorprendido y absorto
 en la contemplación de todo aquello
 que, en unión de mí mismo,
 recuperas y salvas, mueves, dejas
 abandonado cuando —luego— callas...
 (Escucho tu silencio.
                     Oigo
 constelaciones: existes.
                         Creo en ti.
                                     Eres.
                                           Me basta). Página de9 11
  • 10. 1º Bachillerato OPCIÓN 6: “No volveré a ser joven”, Jaime Gil de Biedma Que la vida iba en serio
 uno lo empieza a comprender más tarde
 -como todos los jóvenes, yo vine
 a llevarme la vida por delante. Dejar huella quería
 y marcharme entre aplausos
 -envejecer, morir, eran tan solo
 las dimensiones del teatro. Pero ha pasado el tiempo
 y la verdad desagradable asoma:
 envejecer, morir,
 es el único argumento de la obra. Página de10 11
  • 11. 1º Bachillerato OPCIÓN 7: “No quiero”, Ángela Figuera Aymerich No quiero que los besos se paguen ni la sangre se venda ni se compre la brisa ni se alquile el aliento. No quiero que el trigo se queme y el pan se escatime.   No quiero que haya frío en las casas, que haya miedo en las calles, que haya rabia en los ojos.   No quiero que en los labios se encierren mentiras, que en las arcas se encierren millones, que en la cárcel se encierre a los buenos.   No quiero que el labriego trabaje sin agua que el marino navegue sin brújula, que en la fábrica no haya azucenas, que en la mina no vean la aurora, que en la escuela no ría el maestro.   No quiero que las madres no tengan perfumes, que las mozas no tengan amores, que los padres no tengan tabaco, que a los niños les pongan los Reyes camisetas de punto y cuadernos.   No quiero que la tierra se parta en porciones, que en el mar se establezcan dominios, que en el aire se agiten banderas que en los trajes se pongan señales.   No quiero que mi hijo desfile, que los hijos de madre desfilen con fusil y con muerte en el hombro; que jamás se disparen fusiles que jamás se fabriquen fusiles.   No quiero que me manden Fulano y Mengano, que me fisgue el vecino de enfrente, que me pongan carteles y sellos que decreten lo que es poesía.   No quiero amar en secreto, llorar en secreto cantar en secreto.   No quiero que me tapen la boca cuando digo NO QUIERO... Página de11 11