Los políticos exasperan a los ciudadanos con sus contradicciones y privilegios. Son ineptos porque solo buscan lealtad y poder en lugar de servir a los ciudadanos. La sociedad necesita nuevas reglas para limitar la reelección y evaluar el desempeño, así como una nueva cultura que refuerce valores como la templanza y el altruismo en lugar del consumismo y el individualismo exacerbado.
1. De la indignación a la exasperación
Solo hay un paso, un límite fácil de sobrepasar. Los dirigentes
políticos exasperan a los ciudadanos con sus contradicciones entre lo que
dicen pensar y lo que realmente hacen. La causa profunda de la
exasperación es esa mezcla de privilegio y de ineptitud que encarna la casta
en el poder. Son privilegiados porque en el manejo de los asuntos públicos
obtienen ventajas personales económicas y sociales, y porque ejercen de
mediadores de los poderes empresariales. Por eso repiten y repiten en los
cargos públicos, y siempre vemos las mismas caras (o los mismos “caras”,
según se mire). Son ineptos porque trabajan a cuenta de una sola razón: la
lealtad. Si son leales al líder mayor y al partido, más una poca habilidad
para trepar por el árbol del bien y del mal demasiadas veces por este último
tronco, ya tienen el cargo asegurado. En política la lealtad se traduce por:
no razonar, no preguntar, no criticar.
Un claro ejemplo de este perfil de privilegio e ineptitud lo presentan
esos políticos de la tercera edad que después de beneficiarse durante
decenios de sus cargos de representación, su vanidad inagotable les pide
más. Cuando lo cierto es que todo funcionaría mejor si los jóvenes tuvieran
la oportunidad de aplicar sus conocimientos y energías, y ejercer su sentido
de la responsabilidad, no sólo en el sistema político (vetado para ellos) sino
en todos los ámbitos de la sociedad: empresa, trabajo, universidad, justicia,
etc.
En los próximos años, antes de que los ciudadanos acabemos
totalmente desquiciados, los principios y las bases del sistema político
habrán de cambiar. Necesitamos nuevas reglas para no devaluar nuestra fe
en la democracia. La institución del partido político, tal y como ha
degenerado hoy, requiere un cambio radical adaptativo. Más en concreto,
hay que apostar por medidas como estas: limitar la reelección en todos los
cargos públicos; reducir a uno el número de cargos que pueda ocupar un
individuo; evaluar el desempeño del cargo público y dar a conocer sus
resultados; exigir alguna acreditación de competencias para ocupar un
cargo (¿por qué los políticos son los únicos que no tienen que acreditar sus
capacidades en esta sociedad meritocrática?); elegir directamente a
personas, no a las listas cerradas donde los partidos cuelan, con cierta
frecuencia, personas impresentables.
2. Además de reglas, vamos a necesitar una nueva cultura de la
democracia. Todas las culturas que han pisado la tierra han funcionado
sobre valores fuertes que están en la base de la convivencia. Sin embargo,
los valores de nuestra democracia actual no parecen estar reforzando la
cohesión de la vida social. Antes de argumentarlo, mencionemos aquellos
valores que sí dignifican a esta sociedad: la libertad, la tolerancia y la
inviolabilidad del ser humano son principios irrenunciables de nuestra
tradición cívica. Por el contrario, la debilidad del sistema democrático de
convivencia deviene de un cóctel ideológico de enorme potencia tóxica.
Por un lado el consumismo, por otro el individualismo, que cuando se unen
en condiciones extremas, como es el caso, la sociedad se trastorna. El
consumismo es un reflejo automático, pero artificioso, del sujeto ante una
sociedad que nos está exigiendo disponer cada vez de más gestos, símbolos,
bienes, servicios e información para ser felices, y lo que es peor aún, para
ser reconocidos y queridos. En nuestro sistema de valores quien no
consume es un impotente, un incapaz, un excluido. Por eso tenemos tantos
frustrados y trastornados que se dan de bruces ante un espejo que no
devuelve la imagen convencional requerida. Además, no hay límites ni
reglas éticas en ese afán consumista. Los políticos pueden consumir trajes
muy caros, que da igual quién se los pague, ni para qué se los paga. Incluso
pueden irse de putas caras, o contratar a menores para sus orgías, qué más
da, si el fin de la vida es consumir, disponer, tener. Mientras tanto, los que
no tienen y los que nunca van a tener no se sienten normales (adaptados) a
un mundo de falsa conciencia que les repite que hay que tener, que hay que
consumir.
El individualismo, por su parte, ha traspasado todas las fronteras en
la democracia occidental. Hemos llegado a un narcisismo extremo que nos
empuja a adorarnos a nosotros mismos como individuos, y a querer ser
siempre los primeros. Si perdemos los vínculos esenciales con los demás
(comunidad, familia, vecindad, amigos) nos adentramos en el riesgo de la
disolución, o lo que es lo mismo, la destrucción. De hecho, el
individualismo exacerbado aboca a un comportamiento, tanto individual
como social, disoluto. De ahí la falta de responsabilidad y de compromiso
que observamos en muchas actuaciones cotidianas, y que por cierto,
explican en alguna medida la caída de la productividad económica, al
menos en España. Este narcisismo produce baja empatía social, y es
verdaderamente preocupante en la generación más joven: la toma de
decisiones y la adopción de responsabilidades no van a ser cualidades
sólidas en nuestros descendientes. Por eso no solo hay que cuestionar en el
día a día las actitudes individualistas (con el diálogo y con los hechos
comprobables de sociabilidad ante los hijos), sino también facilitar que los
3. jóvenes tomen decisiones y asuman responsabilidades en su vida privada y
en su vida social, algo que en España se ha obviado.
Las contradicciones del consumismo y del individualismo van a ir
tensando el conflicto social en el interior de nuestras sociedades. La casta
del poder político puede pensar que los fenómenos de Atenas, Madrid,
Santiago, Tel Aviv y Londres son independientes, y que a lo sumo derivan
de los desajustes financieros internacionales. Sin embargo, hay que mirar a
la realidad social en su estado de latencia, no solo ver lo que muestra la
superficie. Los ciudadanos se exasperan porque el escenario en el que nos
venimos moviendo es cada vez más contradictorio: no hay ingresos pero
hay que consumir; no hay empleo pero hay que trabajar; no hay futuro pero
hay que formarse; no hay seguridad pero los Estados nunca habían gastado
tanto en ella. Si los gobernantes quieren enmendar su pésima imagen y
actuar cívicamente, bien harían primero en auto-exigirse humildad,
transparencia, honestidad y moderación. En segundo lugar, afrontar con
valentía un cambio de rumbo en lo económico: el consumo responsable, la
suficiencia económica, el no crecimiento, el desarrollo humano, las
energías limpias, la renta básica, la responsabilidad social empresarial,
deben dejar de ser anécdotas para convertirse en categorías. En tercer lugar,
los gobernantes y la sociedad civil necesitamos un pacto en el terreno de las
ideas que refortalezca los valores sociales que hemos acabado degradando,
tales como: templanza, honestidad, altruismo, autoridad y esfuerzo. Un
pacto que venga a contrarrestar los valores negativos que expresan
recurrentemente algunas instituciones, en especial los medios de
comunicación. Para hacer un cambio de rumbo de esta naturaleza, hay que
pensar en términos de largo plazo y en las causas profundas que vienen
paralizando el sistema capitalista democrático, y no pensar
compulsivamente en términos electorales. Para no llegar a la exasperación
bueno sería que los dirigentes políticos se pusieran manos a la obra, de una
vez.
Aniano Hernández Guerra
Profesor de Sociología de la ULPGC
Las Palmas de Gran Canaria a 24 de agosto de 2011