1. El Clan
Ese día recorrí el dominio terreno de Baltazara Josefina Gutiérrez. La invitación la había recibido a
través de Octaviana Figueroa, experta en descifrar acertijos vivos, humanos. Para llegar, a lomo de
mi yegua Empatía, tuve que cruzar inmensos y caudalosos ríos. Yo había nacido en San Juan de la
Lajas. Un territorio plácido, silencioso y cálido. Cuando cumplí ochos años quedé solo. Las muertes
tempraneras, de mamá y papá; me situaron en la necesidad de buscar con quien compartir mi
vida. Heredé la casita en la cual nací. Además una tiendecita abarrotada de productos para vender
al menudeo. Con ese plante, y con la ayuda de Isidoro del Carmen Benjumea Pocillo; un viejo
amigo de la familia, empecé la brega. Aunque él había sido amante furtivo de mamá Gertrudis,
nunca lo supo papá Patrocinio. Por lo tanto, hicimos “migas”, como llaman acá las amistades
cálidas y comprensivas.
Todo iba bien, hasta que Isidoro del Carmen, se enamoró de la mona Esther. Una vecina de toda
la vida. Inclusive había ayudado a mamá Gertrudis en todos los eventos necesarios para conservar
una casita equilibrada. Incluidos los que vivíamos en ella. A decir verdad, era hermosa de cuerpo.
Desde que yo tenía cuatro años, la observaba cuando se bañaba. Así conocí, por ejemplo, que ella
abría las piernas y metía sus dedos en su vagina. Más tarde supe que ese ejercicio producía placer
a las mujeres. Y que se le decía masturbación. Además supe que nosotros los hombres
masturbábamos cogiendo el pene y frotándolo de arriba hacia abajo hasta vaciábamos. Esto último
lo supe, viendo a papá Patrocinio y a Isidoro del Carmen. Se frotaban el pene, papá a Isidoro y
este a papá. Nunca me pareció extraña esa acción. Lo veía como normal. Cuando cumplí siete
años, empecé a frotar mi pene, como lo hacían ellos. Me dolió muchísimo y no me vacié.
La mona, empezó a crecer en indiscreciones. Por ejemplo, cuando llegaban los pedidos desde lo
que llamábamos “la mayorista”, separaba bastantes productos. Los guardaba en el sótano de la
casa. Además, Isidoro del Carmen, se guardaba parte del dinero de lo producido durante el día.
Por más que quisiera, yo no tenía la edad para ejercer como supervisor. Pasando el tiempo, decidí
retirarme de la escuela, tratando de estar en el día a día ahí, en la tiendecita. Pero fue en vano.
Cuando se acabó la tienda, por eso que llama “sustracción de materia”, la mona Esther e Isidoro
del Carmen me abandonaron a mi suerte. Como pude empecé a sobrevivir en la casita y, con la
ayuda de algunos vecinos y algunas vecinas, llegué hasta mi cumpleaños dieciséis. Dejé la casita al
cuidado de la señora Almíbar Bejarano. Ella me dio algún dinero. Siendo así, entonces, me fui
yendo por ahí, al garete.
Cuando bajé de la yegua Empatía, fui hasta la casa de Baltazara. Después de descansar largo rato
y de almorzar, ella me ilustró, en detalle, de que se trataba el negocio. De manera sucinta, supe
que ella necesitaba de mis servicios, para ayudarla en la administración de su finquita. A más del
terreno sembrado, tenía gallinero y cuarenta vacas lecheras. Me presentó a su hija Valeria Araminta
y a su hijo Hildo Florián
Empecé a laborar. Todos los días tenía que estar en pie a las cuatro de la mañana. Debía ejercer
control de la hora de entrada y salida de los peones contratados, según la temporada. Bien fuera
para atender los cultivos de papa y arracacha. O bien, para el ordeño y el acicalamiento de las
vacas. Terminaba mi labor a las cinco de la tarde. Dormía en el cuarto que había ocupado don
Cilantro Rebolledo, el último amante de la señora Baltazara. Había muerto el año pasado corneado
por una de las vacas.
No dormía bien. Mucho de eso que llaman “pesadillas”. Se me aparecía mamá Gertrudis, desnuda
amándose con Isidoro del Carmen. Ahí en el cuartico que utilizábamos para almacenar panela y
arroz. Después aparecía, como en ráfagas el cuadro amatorio entre papá Patrocinio e Isidoro. Veía
sus escarceos, incluida la penetración y cada cual introduciendo su pene en la boca del otro. Veía a
la mona Esther retozando con mamá.
2. Los dedos de cada una en la vagina de la otra. Y veía como mamá Gertrudis succionaba los
pezones de la mona.
Empecé a desvariar. Despertaba sobresaltado. Y gritaba palabras obscenas. Hasta que, una noche
cualquiera sentí pasos sigilosos. En la obscuridad no podía saber de quien se trataba. Un cuerpo
empezó a arroparme. Supe, cuando percibí un músculo duro. Y que, Hildo Florián empezó a
besarme. Me despojó de la sudadera que utilizaba para dormir. Y, lo mío, empezó a crecer y a
endurecerse. Florián metió mi pene en su boca y me incitaba para que cogiera el suyo y lo frotara.
Así como lo hacían papa Patrocinio e Isidoro del Carmen. No pude más. Me vacié en la boca de
Hildo. Casi simultáneamente, sentí que algo caliente y viscoso corría por mi mano.
Al otro día, como si nada hubiera pasado, Hildo Florián empezó el ordeño. Yo, por el contrario, no
me reponía. Un temblor de cuerpo continuo, avasallante. Y, el mismo tiempo, empecé a recordar el
cuerpo desnudo de Florián. Y volví a sentir el líquido caliente en mi mano y el absoluto placer
cuando vacié todo lo que había acumulado en mis sueños. Deseaba terminar mis labores y que
Hildo hiciera lo propio con la suya. Esa noche no cené. Me acosté y pasé del escozor de la espera
del cuerpo de Hildo. A desnudarme. Mientras esperaba, empecé a masturbarme. Después de tres
vaciadas, sentí que no podía esperar más. Me levanté. Fui hasta el cuarto de Hildo Florián. Él
estaba encima de su hermana Valeria. Gemían aceleradamente. Tanto así que no notaron mi
presencia. Empecé a caminar por toda la casa. Gritaba como poseído. Tanto así que desperté a
Baltazara y, ella me vio empeloto y con mi vara inmensa.
Cuando desperté, ya era otro día. A mi lado estaba Baltazara. Un punzón inmenso penetraba su
garganta. Traté de levantarme. Pero no pude; Hildo Florián golpeó mi frente con un mazo
pesado…me fui yendo y no sentí nada más… solo la impresión de un vacío absoluto.