1. A modo de introducción
Notas sobre lo que han sido estos años
Luis A. Gómez
La historia de este juicio puede verse como una de las tantas formas de lucha por la justicia que
los más pobres de la Tierra emprenden a diario en las cortes y juzgados de todo el mundo
contra los poderosos, que tienen la capacidad de frenar el impulso de esa lucha y también el
dinero para desgastarla cuando es necesario. Hablamos de una lucha desigual, entonces, en la
que el sistema judicial en Bolivia (leyes y funcionarios, fiscales, jueces y legisladores) se fue
revelando primero como una maquinaria aparentemente ineficiente, pero en realidad
organizada para favorecer a quienes la han construido y la mantienen funcionando, aceitada
con dinero y prebendas.
Pero esta búsqueda de justicia, de descanso para los restos de los muertos en septiembre y
octubre de 2003, y de paz para los corazones de todos, también podría ser mirada como una
aventura, profunda y llena de intensidad, que nos paseó a quienes la vivimos de cerca por un
lugar triste, desolado. Así pensada, como un empeño aparentemente insensato, la historia de
este juicio es una sucesión de esfuerzos de las víctimas y sus abogados para invertir la polaridad
de la historia, para convertir a los antiguos señores en acusados (de genocidio, de masacre) y
volver a casa, a comunidades y barrios, más o menos enteros, sin nada de qué avergonzarse.
En el lado oscuro de la insurrección que derrotó a Sánchez de Lozada y a los militares, sin
armas, quedaron los muertos y los mutilados, quedó un joven triste que habría de suicidarse
una noche de 2006. Quedaron el rostro limpio de Marlene Rojas y la mirada profunda de Alex
Llusco Mollericona, dos niños, y también la pierna de Luis Castaño, que era albañil y amaba
bailar en las fiestas. Quedó ahí el rostro de dolor y de tristeza de Filomena León, que pasó sus
últimos días sola, acostada en una cama de hospital con un enorme hueco en la espalda, sin
hablar con nadie, muriendo.
Hasta ese lugar fueron una y otra vez sus familiares vivos. Inclusive sacaron los cuerpos de sus
tumbas y los hicieron hurgar por un forense. Encargado de cubrir para un diario mexicano esas
inhumaciones, un día de octubre de 2004, tuve que soltar la pluma y cargar un ataúd inmenso,
reventado, mientras la viuda del difunto me servía alcohol sobre los labios para resistir la
náusea. La dignidad resuelta de los acusadores nunca dejó de emocionarme: en cada entrevista
que hice o atestigué, en cada movilización los vi caminar, hablar, recordar la llama viva de su
pérdida. Los vi llorar decenas de veces pero nunca rendirse.
Supongo que lo mismo sintió Rogelio Mayta: hizo de esta lúgubre aventura el eje de su vida
durante todos estos años. A él, que tuvo el valor de gritar en los susurrantes recintos
“sagrados” de la política y de la justicia, lo vi caminar con su gente. Su fervor para seguir
batallando cuando todo parecía hundirse en el lodo contagió a Pamela Delgadillo y Marcelo
Bracamonte, jóvenes y brillantes, para tejer la urdimbre que ahora expone este libro: la suma de
sus talentos y sensibilidades que sirvió para lograr una sentencia contra los masacradores.
Durante años los he visto trabajar y sufrir. Fueron espiados, amenazados e insultados por
hacer su trabajo de abogados, es decir, por representar una causa ante un tribunal. La escasez
de recursos, y a veces de experiencia, eran además un demonio constante en sus reuniones, en
la elaboración de sus argumentos, en cada etapa del camino.
Enfrente, o a su derecha, como estaban colocados en la Corte Suprema de Justica, un gupo de
políticos y militares pretendió durante todo este tiempo hacernos creer que en 2003 cumplían
con su deber, acatando órdenes, que todo era un accidente. Siempre joviales y siempre
amables, como el jocoso Juan Véliz Herrera, ex alumno de la Escuela de las Américas, que hizo
2. mentir a sus testigos... siempre desatentos del proceso, como Adalberto Kuajara, que leía libros
y dormitaba en las audiencias. A veces era indignante ver los rostros de los asesinos, en su
aparente tranquilidad, reaccionar con total cinismo a la exposición de sus crímenes y de ese
dolor sin reposo.
Quizá todo ello fue el combustible que permitió trabajar sin cesar a los abogados de las
víctimas y comprender a cabalidad lo ocurrido entre septiembre y octubre de 2003: la puesta en
marcha de una política de muerte y amedrentamiento ejecutada por un sociópata llamado
Carlos Sánchez Berzaín y aprobada por su poderoso patrón, instrumentada con dolo en una
legalidad aparente que, lo demuestran los autores en el alegato final expuesto durante la etapa
oral del juicio, tenía como móvil la ambición de siempre y como objetivo la subordinación de
la gente por la vía de la represión y la muerte.
Así que este libro no es el resumen de esa aventura, que marcó para siempre nuestras vidas,
sino el de la peculiar forma en que abogados y víctimas pelearon por sobrevivirla y encontrar la
justicia el 30 de agosto de 2011. Lo que hicieron podría tal vez sintetizarse, una y otra vez, en la
sentencia condenatoria de los cinco alto mandos militares y dos de los ex ministros de Sánchez
de Lozada: con ese primer fallo se abrió la brecha para ir por los demás acusados hasta donde
se esconden cobardemente de sus humildes acusadores, de todos nosotros.
Pero además del alegato, documento decisivo por la explicación razonada de cómo se
instrumentó y “legitimó” la masacre desde el gobierno de Sánchez de Lozada, también quedan
en el libro un ensayo sobre el corazón de la teoría jurídica utilizada en el proceso por los
abogados y el testimonio de todos estos años, así como documentos diversos, algunos más
insoportables que otros, que permiten comprender lo ocurrido.
La voz del pasado
Hijos y nietos de gente pobre, en su mayoría aymara, los miembros del Comité Impulsor del
Juicio a Sánchez de Lozada y sus colaboradores supieron siempre que nada en sus historias
podría alimentar el optimismo en este juicio. Sus abuelos han sido un ejemplo claro: hace un
siglo fueron enjuiciados, asesinados, marginados por el Estado liberal en un proceso histórico,
el llamado “Proceso Mohoza”, sin atención a su cultura y sus justas demandas, mucho menos a
sus derechos (el abogado de la dirigencia comunaria aymara acusada en ese juicio, Bautista
Saavedra, se refería a sus representados como salvajes e ignorantes). La memoria aymara, por
lo menos en cuanto a la república llamada Bolivia se refiere, no ofrecía aliento, sino un
inmenso atestado de traiciones, desprecio, trampas y violencia.
Estos tres abogados, mientras revisaban con calma informes y registros oficiales, trabajaron
siempre conscientes que el final del juicio a Sánchez de Lozada y sus cómplices podía llegar en
cualquier instante y la “justicia” aplastar su causa y la demanda de los familares.
Pero la derrota no era la única voz de su pasado compartido. También estuvieron presentes las
formas de la resistencia, de la fuerza y del ejercicio del poder en las calles que, precisamente,
había costado las vidas que los desvelaron casi ocho años. Como en las comunidades del
altiplano aymara y en los barrios alteños en octubre, los acusadores y sus representantes legales
se volvieron indios janiwas. Descendientes de la gente había hecho temblar a la corona española,
había sacudido a los liberales y fue decisiva en en los procesos de independencia y de
revolución, abrevaron también una y otra vez en la lucha desplegada en septiembre y octubre
de 2003, porque fue la primera victoria colectiva, el punto de inflexión.
Solamente así me explico muchas de las cosas que este libro expresa. Y otras que no aparecen
en él, como aquel especial movimiento táctico que fue “cercar” a Gonzalo Sánchez de Lozada,
prófugo pero todavía millonario y poderoso.
3. Conforme los procedimientos del juicio de responsabilidades avanzaron en Bolivia, fue
evidente que los principales responsables de las masacres (Gonzalo Sánchez de Lozada y
Carlos Sánchez Berzaín) no volverían a Bolivia a dar la cara. Pero fue peor, porque sus
cómplices comenzaron a huir a cuentagotas, ayudados por la actitud omisa de los miembros
del tribunal que presidió Ángel Irusta.
Rogelio Mayta y su equipo presionaron para que la Interpol emitiera órdenes de captura en su
contra... que siguen vigentes, por cierto, y por eso los obligan a esconderse en cualquier parte
(Estados Unidos no permite que la Interpol opere en su territorio). Pero hubo más, porque en
septiembre de 2008 las víctimas presentaron demandas en contra de Goni y Sánchez Berzaín
en dos cortes federales de los Estados Unidos.
Ambos fueron notificados de la demanda, que por lo menos un tiempo los mantuvo sin
reposo, “acorralados”. Tuvieron que comenzar a defenderse... y eso derivó en un evento
sencillo y tal vez sin trascendencia jurídica: esos asesinos tuvieron que presentarse ante un juez
en Miami, como acusados en una demanda civil, y confrontarse con algunas de sus víctimas,
que fueron hasta allá a ratificar la demanda. Por una sola vez, desde su pedestal de soberbia y
feroz racismo, esos dos “personajes” encontraron que ni su dinero ni sus relaciones pudieron
preservarlos.
¿Tiene esto que ver con este libro? Pienso que sí, al igual que los eternos y estériles
procedimientos que Mayta y su equipo realizaron para solicitar las extradiciones de Sánchez de
Lozada y sus cómplices. Desde la presentación de la querella inicial ante el Congreso Nacional,
pasando por la teoría y los conceptos jurídicos utilizados, hasta la anécdota más olvidable
encerrada en estas páginas: todo aquí habla del inmenso despliegue colectivo, nutrido en su
historia, para negar a los acusados su pretendido derecho a la impunidad.
De lo que cuesta hacer justicia
Durante estos años, en los que escuché a Rogelio Mayta, a Pamela Delgadillo y a Marcelo
Bracamonte explicar decenas de veces cómo desde el Estado se construyó el escenario para
efectuar la masacre, también pude mirar de cerca cómo hacían para sostener la demanda de
justicia de este grupo de familias, indias y pobres, mineras y pobres, pobres, llamada la
Asociación de Familiares de los Caídos en Defensa del Gas (ASOFAC-DG).
Parte de sus artificios, sin duda, fue romper —a veces con mucha estridencia— algunos de los
“usos y costumbres” de sus colegas de profesión: el ejercicio de la abogacía, visto como
negocio, ha corroído su propia esencia, despersonalizando su oficio. Para Mayta, Delgadillo y
Bracamonte cada confrontación era personal, cada argumento y cada memorial eran carne y
sangre. De ese modo pudieron sortear los peores momentos del juicio, como el de la
confrontación con el expresidente de la Corte Suprema de Justicia Eddy Fernández, a quien
derrotaron desde una pequeña oficina en la ciudad de Sucre.
Armados con una estrategia sin esperanza, para no tener más horizonte que la realización de su
trabajo (de nuevo: la sentencia), los abogados trabajaron con argumentos sencillos y rotundos.
Repitiendo ideas, frases, hechos: en esa construcción insistente se hicieron fuertes y a partir de
ahí fueron audaces. Nunca olvidaré esas conversaciones en las que Rogelio Mayta me
comentaba que, “bien a lo talibán”, iban a presentar un incidente, a provocar al enemigo, a
incordiar a los jueces, siempre con la seguridad de hacer lo correcto. Sin esa estrategia tal vez
los hubieran derrotado. Aun contando con un trabajo minucioso y profundo en el terreno
jurídico y legal, del que Hacer justicia es su análisis y testimonio.
Con mucha necedad han conseguido los familiares, Mayta y sus dos colaboradores volver de
ese lugar tan triste. Los primeros asesinos han sido enjuiciados y duermen en la cárcel. No
4. ganaron realmente, porque nadie ‘gana’ nada en procesos como éste... sus corazones palpitan
con menos rabia y los muertos descansan menos inquietos. Un alto precio pagó la gente para
cambiar su destino en octubre de 2003... con este juicio familiares y abogados les vienen
diciendo hace años que no los han olvidado. Para todos ha comenzado la justicia que no
tuvieron antes.
México-Tenochtitlan, octubre y noviembre de 2011.