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«Señor, enséñanos a orar»
C
uenta Esopo, el genial fabulista de la antigüedad, que una liebre era
ferozmente perseguida por un águila. Al ver que no podía eludir la gran
agilidad del ave, la liebre le pidió a su amigo el escarabajo que la salva­
ra. El escarabajo se dirigió al águila y le suplicó que perdonara la vida de su
amiga. Pero el águila, mirando la insignificancia del escarabajo, devoró a la liebre
delante del insecto. Desde entonces el escarabajo prometió vengar la muerte
del lagomorfo y vivía acechando los lugares donde el águila ponía sus huevos
y, cuando los encontraba, los tiraba y los rompía. Al darse cuenta de lo que
hada el escarabajo, el águila recurrió a Júpiter, el dios printipal de la mitología
romana, y le suplicó que le consiguiera un lugar seguro donde ella pudiera
depositar los huevos.
Júpiter le dijo que con toda confianza podía colocarlos en su regazo, pues­
to que allí estarían muy seguros. Cuando el ave puso los huevos allí, el esca­
rabajo hizo una bola de estiércol y la tiró sobre el regazo de Júpiter, «el cual
queriendo arrojar de sí aquella basura, sacudió el manto, dejando caer tam­
bién los huevos del águila».1
¿Para qué orar y pedir la ayuda de un dios tan distraído como Júpiter?
¿Será posible confiarle nuestras más anhelantes súplicas a un dios así? Si el
padre de los dioses no pudo proteger aquellos huevos, ¿podrá proteger a los
seres humanos? Con razón no resulta una sorpresa que la oración haya sido
objeto de burlas en el mundo grecorromano, y el tema de varias comedias
griegas. Séneca, el filósofo, político y orador romano contemporáneo a Lu­
cas, saca a relucir la poca utilidad que se le atribuía a la oración en aquellos
tiempos al preguntarse: «¿Qué sentido tiene elevar las manos al délo?».2 Las
corrientes filosóficas también prodamaban la ridiculez que implicaba orar a
78 • Lucas: El Evangelio de la gracia
los dioses; por ejemplo, los estoicos y los epicúreos enseñaban a sus adhe-
rentes que orar era una práctica inútil y carente de sentido. Como bien lo
expresó un brillante expositor bíblico, en el mundo gentil se vivía «la muer­
te de la oración».3
En el ámbito judío las cosas eran un tanto diferentes, por lo menos en
cuanto a la forma. Para los descendientes de Abraham, la oración era una
práctica tan rutinaria como el comer o el beber. Siguiendo el ejemplo del
piadoso Daniel, los judíos solían orar por lo menos tres veces al día (Dan.
6: 10). La primera oración del día comenzaba con la repetición de la Shemá
de Deuteronomio 6: 4, 5:
«Oye, Israel: lehová, nuestro Dios, Jehová uno es. Amarás a lehová, tu Dios, de
todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas».
Es innegable que esta oración constituye un excelente pasaje para dirigir­
nos a Dios e iniciar nuestro día en plena comunión con el cielo, pero lamen­
tablemente los rabinos judíos se dedicaron a debatir cuál era el momento
más propicio para elevar dicha plegaria y qué debía decirse antes y después
de ella. Al hacer esto obviaban lo más importante del texto: su significado. En
el tratado Berajot, de La Misná, encontramos un ejemplo concreto de lo que
acabo de decir:
«Por la mañana se dicen dos bendiciones antes del Oye Israel y una después. Por
la tarde se dicen dos bendiciones antes y otras dos después; una es larga y otra
es corta. En el lugar donde se ha ordenado recitar la larga no está permitido re­
citar la corta y, a la inversa, en el lugar donde se ha ordenado recitar la corta no
está permitido recitar la larga. Asimismo, en el lugar donde se ha ordenado re­
citar la fórmula final no está permitido no decirla y donde se ha ordenado no
recitarla no está permitido decirla».4
En el mismo tratado se advierte que «si uno dice la oración y yerra, eso
es un mal signo».5 La repetición correcta de la deprecación era tan importan­
te, que cuando le preguntaron al Rabí fanina la razón por la que cuando él
oraba por los enfermos podía decir con toda seguridad que «este vivirá» o
«este morirá», él respondió: «Si mi oración es fluida en mi boca, sé que es
aceptada; si no, sé que es rechazada».6 En este sentido, la eficacia de la ora­
ción dependía más de las destrezas comunicativas del orante que de la sin­
ceridad de su alma.
En el mundo judaico la oración devino en un rito mediante el cual se
propiciaba el exhibicionismo insolente de una supuesta piedad. Jesús vino a
7. «Señor, enséñanos a orar» * 79
contrarrestar esa practica reduccionista de lo que significa entablar una con­
versación con el Rey del universo. Él vino a enseñamos a orar. Jesús, el hom­
bre que sí era Dios (Juan 1: 1-3) y que abrigaba en su cuerpo toda la «ple­
nitud de la Deidad» (Col. 2: 9), se presentó a lo largo de su ministerio como
un hombre de oración. Sí, es cierto que él era uno con el Padre (Juan 10: 30;
16: 32), pero fue la oración, su permanente comunicación con el que lo
había enviado, lo que hizo que esa unidad se mantuviera intacta a pesar de
sus arduos enfrentamientos contra las fuerzas del mal.
El Evangelio de Lucas presenta —como no lo hace ningún otro escrito
bíblico— que Jesús es tanto nuestro modelo como nuestro maestro en lo
que a la oración se refiere.7 El libro abre con la oración (Luc. 1: 10, 13) y
concluye con los creyentes «alabando y bendiciendo a Dios» en el templo,
que era la casa de oración (Luc. 24: 53).8Aunque tenemos a nuestro alcan­
ce muchos episodios sobre la oración que han quedado registrados en los
tres Evangelios sinópticos, Lucas presenta siete encuentros entre Jesús y la
oración que son exclusivos de su Evangelio.’ Como bien lo dijo Wilhelm
Ott, Lucas debe ser llamado «el evangelista de la oración».10
Jesús: un ejemplo de oración
La intimidad que Jesús sostuvo con su Padre a través de la oración consti­
tuyó un aspecto fundamental de su obra mesiánica. De hecho, su ministerio
terrenal comenzó con una oración. El tercer Evangelio dice que Jesús estaba
orando cuando fue bautizado por Juan (Luc. 3: 21). En el texto griego de
Lucas 3: 21 se presenta un contraste entre el participio pasado «bautizado» y
el participo presente «se hallaba en oración» (BJ). Este contraste nos permite
entrever que Jesús oró cuando fue bautizado y siguió orando cuando subió
de las aguas." Mientras el Señor continuaba con su oración, la respuesta del
Padre no se hizo esperar: abrió los cielos y declaró a Jesús como su Hijo. Luis
Alonso Schókel captó el sentido del original griego al traducir la última parte
de Lucas 3: 21 con estas palabras: «Mientras oraba, se abrió el cielo» (NBE).
La oración desempeñó un papel vital en el proceso de confirmación de Jesús
como el Mesías prometido. Además, al recibir el Espíritu como fruto de su
oración, el Señor nos dejó un ejemplo fehaciente de lo que pasaría con sus
80 • Lucas: El Evangelio de la gracia
seguidores cuando ellos también recibieran la presencia consoladora del Es­
píritu como resultado de la fervorosa oración (Hech. 1, 2).
Otra referencia a la vida de oración de Jesús la encontramos en Lucas 5:
16: «Pero él se apartaba a lugares desiertos para orar». Algunas versiones di­
cen que se iba a «lugares donde no había nadie» (DHH), «donde podía estar
solo» (PDT). Al decir que «se apartaba», tiempo imperfecto, Lucas está intere­
sado en que sepamos que la oración era una practica habitual en la experien­
cia religiosa de Jesús, y no un hecho esporádico o fortuito. Para poder superar
la oposición que suscitarían sus palabras y acciones Jesús tenía que pasar
tiempo con Dios (ver Luc. 5: 17-39).12También antes de elegir a sus discípu­
los, el Señor «fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios» (Luc. 6: 12).
Lucas es el único Evangelio que vincula la elección de los doce con la vida de
oración de Jesús. Marcos, por ejemplo, que menciona la estadía en el monte,
no registra que el Señor hubiera pasado la noche entera orando.
Si con la elección de los doce Cristo daría el primer paso para el estable­
cimiento de su iglesia, una decisión de semejante trascendencia exigía que
él, como fundador de la misma, encomendara esa decisión a la voluntad de
su Padre. La iglesia nace en el corazón de un Jesús que ora por los que han
de formar parte de ella. Así que, la oración no solo fue medular para la mi­
sión de Cristo, también lo es para la misión de la iglesia. Si Jesús oró por la
iglesia, la iglesia ha de orar para cumplir con eficacia la misión que su fun­
dador le ha asignado. Por otro lado, al orar antes de elegir a sus discípulos,
Jesús está sometiendo su deseo a los designios divinos. Siendo que el Maes­
tro conocía bien el carácter de los doce —quiénes eran, qué harían— ¿en­
tonces por qué orar antes de elegirlos?
Quizá dos ejemplos concretos expuestos por el mismo Lucas nos ayu­
darán a responder dicho interrogante. En el libro de los Hechos se descri­
ben dos ocasiones cuando la iglesia tuvo la necesidad de nombrar diri­
gentes. El primer relato es el nombramiento del sustituto de Judas. Antes
de proceder con la designación, los discípulos oraron: «Tú, Señor, que co­
noces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido, para
que tome la parte de este ministerio y apostolado, del cual cayó Judas por
transgresión, para irse a su propio lugar» (Hech. 1: 24, 25). Más adelante,
al nombrar a Bernabé y a Pablo, los profetas y maestros habían estado
ayunando y orando antes, durante y después de hacer la elección (Hech.
13: 1-3). Jesús oró antes de escoger a sus discípulos, para que la iglesia si­
7. «Señor, enséñanos a orar» • 81
guiera su ejemplo y orara antes de escoger a sus líderes. Así lo hizo la
iglesia del primer siglo. ¿No lo hará así la iglesia del siglo XXI?
El Señor también apartaba momentos de su ajetreada agenda para disfrutar
de la presencia del Padre en compañía de sus discípulos (Luc. 9: 18, 28). En
uno de esos días de conffatemización espiritual por medio de la oración, Jesús
les hizo dos preguntas a sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy yo?» y
«Vosotros, ¿quién decís que soy? (Luc. 9: 18, 20). Tanto Marcos como Mateo
citan este incidente (Mar. 8: 27-30; Mat. 16: 13-20); pero Lucas es el único que
lo asocia con la oración al declarar que «mientras Jesús oraba» los «discípulos
estaban con él». Jesús no oró solo, los doce le acompañaron en esa edificante
travesía espiritual. Esa estancia con el Señor en el monte capacitó a los discípu­
los para que pudieran responder la pregunta que les haría. Mientras que para
el pueblo Jesús era Elias, Juan Bautista o algún otro profeta; haber orado juntos
preparó a Pedro para que supiera que Jesús era «el Cristo de Dios» (Luc. 9: 20).
La oración sirvió como un espacio en el cual la revelación del Padre se materia­
lizó en la vida de Pedro.
Que la oración se convierte en un medio a través del cual somos instrui­
dos por Dios se percibe en varios ejemplos lucanos.13Zacarías recibió la reve­
lación del nacimiento de Juan el Bautista mientras realizaba el rito del incien­
so, que era el rito de la oración (Luc. 1: 10, 11, 22); Pedro recibió la orden de
predicar a los gentiles mientras oraba (Hech. 10: 9-11). Cornelio, también
mientras oraba, tuvo una visión (Hech. 10: 30). Una experiencia similar la
vivió el apóstol Pablo (Hech. 22: 17). ¡Dios nos habla cuando oramos! Al orar
somos partícipes de un diálogo que fluye en dos direcciones: hombre-Dios;
Dios-hombre.
En Lucas 9: 28, 29 una vez más encontramos a Jesús en la montaña. En
esta ocasión no se hallaban los doce, sino que había escogido solo a tres de
ellos: Pedro, Juan y Santiago. ¿A qué subió al monte? Pues como solía hacer­
lo se fue allí para orar. «Mientras oraba, la apariencia de su rostro cambió y
su vestido se volvió blanco y resplandeciente» (Luc. 9: 29). Una vez más, aun­
que el relato de la transfiguración quedó registrado en los tres Evangelios si­
nópticos, ni Mateo ni Marcos lo relacionan con la oración (Mat. 17:1-8; Mar.
9: 2-8). Lucas es el único que presenta la transfiguración como resultado di­
recto de la oración.
También Lucas es el único que nos dice de qué hablaron Elias, Moisés y Jesús.
«Yhablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (Luc. 9: 31). En
82 • Lucas: El Evangelio de la gracia
otras palabras, abordaron el tema de la muerte de nuestro Salvador. El mis­
mo Jesús ya les había dicho a los doce que el Hijo del hombre sufriría «mu­
chas cosas» y que era necesario que «lo maten» (Luc. 9: 22, NVI). El Señor
sube al monte a orar, a pedirle a su Padre que le ayudara a cumplir con la
misión de salvar a la humanidad; oró a fin de poder soportar todos los su­
frimientos que recaerían sobre él. Y Dios escuchó su plegaria. Por eso les
envió a Moisés y a Elias, puesto que esos dos personajes habían conocido
por experiencia propia lo que significaba sufrir por la causa de Dios. «Aho­
ra el cielo había enviado sus mensajeros a Jesús; no ángeles, sino hombres
que habían soportado sufrimientos y tristezas y podían simpatizar con el
Salvador en la prueba de su vida terrenal. Moisés y Elias habían sido cola­
boradores de Cristo» (El Deseado de todas las gentes, cap. 46, p. 398).
Como lo hizo al inicio del ministerio de Cristo, también ahora, cuando
ya ha llegado a la fase final de su misión en la tierra, el Padre una vez le con­
firma a Jesús que él es su «Hijo amado» (Luc. 9: 35). Aunque nuestra finita
comprensión de lo espiritual no nos permita entenderlo en toda su plenitud,
lo cierto es que nuestra relación filial con el cielo alcanza su máxima expre­
sión cuando nos dirigimos a nuestro Padre celestial. Por eso no puede resul­
tamos extraño que, absortos ante la maravillosa vida de oración de su Maes­
tro, los discípulos se hayan sentido motivados a decirle: «Señor, enséñanos a
orar» (Luc. 11: 1). Jesús no solamente nos dio un ejemplo de oración sino
que, además, nos dejó una excelente lección de cómo orar.
Qué enseñó Jesús acerca de la oración
En respuesta a la petición de sus discípulos, la primera lección que Jesús
ofrece sobre la oración la encontramos en estas palabras: «Cuando oren, digan:
"Padre"» (Luc. 11:2). Aunque a causa del pecado sabemos que la relación entre
un padre y un hijo no siempre es fúncional, dentro de lo que es lo común y
corriente entre nosotros, ¿cómo hablamos con nuestros padres terrenales? ¿Re­
currimos a un vocabulario florido y rimbombante al comunicamos con nues­
tros procreadores? Sí, los discípulos oraban, pero no oraban a un Dios que era
su Padre y que los amaba. Al orar tenían que entender que estaban hablando
con un miembro de la familia, por tanto no había que valerse de «vanas repe­
ticiones» ni de mucha «palabrería» (Mat. 6: 7).
7. «Señor, enséñanos a orar» • 83
El historiador Eusebio de Cesárea cita un ejemplo de cómo los romanos
se dirigían a sus dioses en la figura del emperador:
«El emperador César, Galeno, Maximiano, Invicto, Augusto, Pontífice, Máximo,
Germánico Máximo, Egipcio Máximo, Febeo Máximo, Sármata Máximo cinco
veces, Persa Máximo dos veces, Carpo Máximo seis veces, Armenio Máximo,
Adiabeno Máximo, Tribuno de la plebe veinte veces, imperator por diecinueve
veces, cónsul por ocho, padre de la patria, procónsul».14
¡Con razón los escépticos de aquella época se burlaban cuando oían esta
larga lista de títulos en las oraciones de los paganos! Lamentablemente, mu­
chos cristianos caemos en la misma trampa: oramos como si estuviéramos
hablando con el emperador y nos creemos que cuanto más adjetivos use­
mos para referimos Dios, más pronto nos escuchará. Sin embargo, él no
quiere adjetivos, después de todo ninguno de nosotros tiene condiciones
para calificar la naturaleza de la Deidad. Lo que tenemos que hacer es diri­
gimos a él como nuestro Padre. Él no requiere un mejor título que ese.
Gran parte de los especialistas bíblicos suponen que el Padrenuestro
comienza con el vocablo arameo abba.15Si el uso de abba para dirigirse a Dios
pudo haber sido motivo de incomodidad para muchos judíos, ¿por qué
Jesús se empeñó en usar abba (Mar. 14: 36) y pedimos a nosotros que lo
usemos? Un ejemplo nos ayudará a entender bien este asunto. El Dr. Ken-
neth E. Bailey estaba precisamente enseñando sobre el uso de abba en el
Padrenuestro ante un grupo de creyentes árabes. Cuando Bailey notó que
algo no andaba bien en la clase, les preguntó si tenían algún comentario al
respecto. Una de las mujeres levantó la mano y le dijo: «Dr. Bailey, abba es
la primera palabra que enseñamos a nuestros niños».16
Abba era un vocablo común, de la vida diaria, del ámbito familiar, que
«denota una intimidad y confianza propias de un niño».17 Orar a nuestro
Padre significa que podemos hablar con Dios como «un hijo con su padre,
con la misma sencillez, el mismo cariño, la misma seguridad».18 El niño no
se preocupa por el uso correcto de las palabras, el niño solo sabe que, sin
importar lo que diga, ni cómo lo diga, su padre lo va a escuchar. El pequeño
no confía en sí mismo; toda su seguridad está puesta en su progenitor. En
la oración lo significativo no es lo digamos, sino a quién se lo digamos.
Ese Padre celestial es «nuestro», es de todos. No es propiedad exclusiva
de un grupúsculo que se cree más espiritual que el resto de los mortales. Es
el Padre de buenos y malos, de justos y pecadores, de hombres y mujeres,
84 • Lucas: El Evangelio oe la gracia
de creyentes y de ateos. Nadie queda fuera de su amor paternal. Siendo así,
no es conveniente que mis oraciones estén saturadas de un «santo egoísmo»;
tengo que huir de esas plegarias egocéntricas que nada más se ocupan de mis
necesidades personales. Orar al Padre conlleva pedir el «pan nuestro», el per­
dón de «nuestros pecados», que no caigamos en el lazo de la tentación. El
objeto de la oración no es el «yo», es el «nosotros». Como hijos de un mismo
Padre, todos formamos parte de una sola familia, de un mismo cuerpo. La
oración es un excelente recurso para llevar nuestro yo directo a la cruz. Orar
a nuestro Padre teniendo en cuenta a nuestros hermanos constituye una ex­
celente manera de no caer en el error farisaico de orar «consigo mismo» y no
con Dios (Luc. 18: 11).
Orar es hablar con un amigo
Jesús utiliza el símil del amigo para hablar de la oración en Lucas 11:
5-8. Narrando una situación hipotética, pero que a la vez pudo haber sido
algo típico en su comunidad, el Maestro relata la historia de un hombre
que acude a medianoche en busca de la ayuda de uno de sus amigos, porque
un amigo ha llegado a la casa y no tiene nada de comer. Saber que en la
casa vive un amigo impulsa al viajero a tocar la puerta de madrugada. Y es
saber que tiene un amigo lo que motiva al anfitrión a visitar a su vecino para
que le preste tres panes para saciar el hambre del amigo que ha llegado
inoportunamente. El amigo ayuda a su amigo.
Según Jesús, Dios es como ese amigo que está presto a brindamos su
ayuda, con la variante de que para él ninguna ocasión es inoportuna. En
Lucas 12: 4 Jesús se refirió a nosotros como «amigos míos». Si un hombre
es capaz de hacer cualquier cosa para ayudar a su amigo, ¿qué no hará el
Señor para ayudamos a nosotros?
Luego de contar la experiencia de los amigos, Jesús declara: «Pedid, y se
os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá, porque todo aquel que
pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Luc. 11: 9,
10). Lo que hizo el amigo con su amigo es lo que hará Dios por sus amigos:
ayudarlos en todo momento. No saber orar como si estuviéramos hablan­
do con un amigo de nuestra más íntima confianza, ha sido uno de los fac­
tores determinantes de nuestras grandes tragedias espirituales. Estamos tan
7. «Señor, enséñanos a orar» • 85
encadenados a nuestros deseos, tan inmersos en la agenda de lo inmediato,
que no tenemos tiempo para conversar con nuestro amigo celestial. Aún así,
él siempre está a la espera de que nos presentemos a su puerta para pedirle
que nos otorgue el alimento que pondrá fin a esa inanición espiritual que nos
tiene al borde de la muerte eterna.
Es deplorable que pretendamos orar sin tomar en cuenta el sentido de
amistad que ha de imperar en nuestras conversaciones con Dios. Ese amigo
celestial se desvive para que nosotros sigamos pidiendo, llamando, buscan­
do y, si lo hacemos, podemos tener la plena certeza de que muy pronto nos
encontraremos cara a cara con él. La oración es eficaz cuando la elevamos
sabiendo que la dirigimos a un amigo muy especial: Jesús. El amigo pide
sabiendo que recibirá. Por eso no se cansa de insistir.
Orar es pedir la presencia del Espíritu
Jesús sigue impartiendo su cátedra sobre la oración. Al orar siempre hemos
de esperar que Dios nos dará lo mejor. De igual modo que un padre terrenal
nunca nos dará piedras en lugar de pan, ni serpientes en lugar de pescado, ni
un escorpión en vez de un huevo (Luc. 11:13); el Padre celestial siempre estará
presto a compartir con nosotros todo lo bueno que tiene el délo. ¿Qué nos
puede dar el Padre? «Iies si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas
a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los
que se lo pidan?» (Luc. 11: 13).
Mientras que los padres terrenales dan buenas dádivas, el Padre celestial
«dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». Cuando Jesús dice que pida­
mos, que busquemos, que llamemos, primero que nada, se está refiriendo
a la petición del Espíritu. Probablemente nuestro fallo ha radicado en que
hemos utilizado la oración para pedir «buenas dádivas», lo cual no es para
nada algo ilegítimo. Sin embargo, nuestra más anhelada búsqueda ha de
estar reservada para solicitar la presencia del Consolador en nuestras vidas.
¿Estamos orando por ello?
Elena G. de White declaró por escrito: «El poder de Dios [el Espíritu Santo]
aguarda que ellos lo pidan y lo reciban. Esta bendición prometida, reclamada
por la fe, trae todas las demás bendiciones en su estela» (La oración, p. 147).
¿No cree usted que en lugar de pedir «las bendiciones» hemos de concentrar
8 6 • Lucas: El Evangelio de la gracia
nuestra oración en pedir la «bendición prometida»? En otra ocasión ella
dijo lo siguiente: «Ruego a los miembros de cada iglesia que busquen ahora
la mayor bendición que el cielo puede otorgar, el Espíritu Santo» (Alza tus
ojos, p. 141).
Ha llegado el momento de la historia humana cuando en lugar de pedir
bendiciones, hemos de concentrar nuestras plegarias en demandar «la mayor
bendición», el Espíritu Santo. ¿Por qué debe ser así? Porque cuando el Espí­
ritu Santo llega a nuestra vida no se presenta con las manos vacías, él «trae
todas las demás bendiciones». Al llenamos con su presencia, el Espíritu nos
enseñará a orar. Él nos dirá lo que nos conviene pedir: «Así mismo, en nues­
tra debilidad el Espíritu acude a ayudamos. No sabemos qué pedir, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresar­
se con palabras» (Rom. 8: 26, NVI).
¿Todavía vale la pena orar?
Immanuel Kant, el mentor filosófico de muchos teólogos protestantes, es­
cribió lo siguiente en su obra La religión dentro de los límites de la razón: «Que un
hombre sea encontrado hablando consigo mismo [orando] lo pone en primer
lugar bajo la sospecha de que tenga un pequeño acceso de locura».19Aunque
no comparto la visión de Kant sobre la oración, sí considero bastante lógico
que la gente crea que quienes oramos nos estamos volviendo locos; no obstan­
te, hemos de reconocer que «si acaso estamos locos, lo estamos por querer
servir a Dios» (2 Cor. 5: 13, TLA). Y cuando oramos estamos dando rienda
suelta a la más sublime expresión de servicio a Dios, puesto que al postramos
ante nuestro Creador estamos sellando en nuestros corazones y ante todo el
universo nuestra declaración de dependencia absoluta del Señor de la vida.
Ahora bien, los que están verdaderamente locos —en todo el sentido de
la expresión— son los que han estado rechazando el privilegio de sostener
un diálogo íntimo y sincero con el Padre como lo hizo Jesús. El doctor Julián
Melgosa, exdecano de la Facultad de Educación y Psicología de Walla Walla
University, ha escrito un libro sobre los beneficios de creer en Dios, y su pri­
mer capítulo lo dedica a los beneficios de la oración. Melgosa cita varios es­
tudios científicos relacionados con la oración.20 Entre estos se destaca el estu­
dio realizado por dos investigadores de la Universidad de Southampton, In­
7. «Señor, enséñanos a orar» • 87
glaterra. Luego de cotejar los resultados devarias investigaciones sobre los efectos
de la oración en los pacientes de hospital, los investigadores Claire Hollywell y
Jan Walke llegaron a la conclusión de que las personas que mantienen una
vida de oración poseen niveles más bajos de ansiedad y depresión. Un estudio,
que abarcó a catorce mil quinientos hombres de Alemania, Suecia, Dinamar­
ca, Holanda y Suiza, comprobó que las personas que oran gozan en sentido
general de una mejor salud. Melgosa concluye el capítulo diciendo que si que­
remos estar sanos mental y físicamente, «es indispensable que los hijos de Dios
oren sin cesar».21
Jesús, nuestro paradigma y maestro, fue un ejemplo constante de perseve­
rancia en la oración. Inició su ministerio orando, y lo concluyó, asimismo,
orando. Lucas es el único Evangelio que registra las dos oraciones que pro­
nunció en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». «En­
tonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: "Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu". Habiendo dicho esto, expiró» (Luc. 23: 34, 46). la oración siem­
pre tuvo sentido para Cristo; fue parte de su vida, y fue parte de su muerte.22
Seguramente, en la frase «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
estábamos incluidos aquellos que hemos relegado la oración a un segundo
plano en nuestra experiencia cristiana. Si ese es nuestro caso, entonces acuda­
mos a Dios y pidámosle que nos enseñe a orar.
Referencias:
1Esopo, Fábulas esópicas (Madrid: Mestas Ediciones, 2004), p. 95.
2Citado por Joachim Jeremías, Abba: El mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Ediciones Sí­
gueme, 2005), p. 75.
3Ibíd., p. 76.
4Carlos del Valle, La Misná (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1997), p. 36.
5Ibíd., p. 41.
6Ibíd., pp. 41, 42.
7Lindell O. Harris, «Prayer in the Gospel of Luke», Southwestem Journal of Theology 10:1 (1967), pp.
59-69; Allison A. Trites, «The Prayer Motif in Luke-Acts», en Perspectives on Luke-Acts, Charles Talbert,
ed. (Danvill, Va: Association of Baptist Professor of Religión, 1978), pp. 168-186; Steven E Plymal/The
Prayer Texts of Luke-Acts (Peter Lang Publishing, 1992); R. Lamas «La oración desde San Lucas», Re­
vista de Espiritualidad 49 (1990), pp. 27-61.
8Holmás, Geir Otto, «"My house shall be a house of prayer": regarding the temple as a place of prayer
in Acts within the context of Luke's apologetic objective», Journal for the Study of the New Testament,
27/4 (2005), pp. 393-416.
9 En el bautismo (Luc. 3: 21); antes de su primer enfrentamiento con los fariseos y sacerdotes (5: 16);
para elegir a los discípulos (6: 12); antes de que lo reconocieran como el Cristo (9: 18); en la transfi­
guración (9: 29); antes de enseñar el Padrenuestro (11: 1) y el cruz (23: 34, 46); ver a A. Plummer, A
88 • Lucas: El Evangelio de la gracia
Critical and Exegetical Commentary on the Gospel According to St. Luke (Nueva York: Charles Scribner's
Sons, 1922), p. xlv.
10P. T. O'Brien, «Prayer in Luke-Acts», Tyndale Bulletin 24 (1973), p. 111.
11Ver Kyu Sam Han, «Theology of the Prayer in the Gospel of Luke», Journal of Evangelical Theological
Society 43/4 (diciembre de 2000), p. 680; David E. Garland, Luke, Zondervan Exegetical Commentary
on the NewTestament (Gran Rapids, Michigan: Zondervan, 2011), p. 169.
12F. W. Danker, Jesús and New Age: A Commentary on St. Luke's Gospel (Filadelfia: Fortress, 1988), p. 120.
13G. W. H. Lampe, «The Holy Spirit in the Wrintings of St. Luke» en D. E. Nineham, ed., Studies in the
Gospel: Essays in Memory of R. H. Lightfoot (Oxford, 1995), p. 169.
14Eusebio, Historia eclesiástica, Paul L. Maier, trad. (Gran Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 2010), p. 314.
15«Detrás del vocativo pater hay que leer el arameo abba», Frangois Bovon, El Evangelio según San Lucas
(Le 9, 51-14, 35) (Salamanca: Ediciones Sígueme, 2002), p. 161. W. D. Davies y Dale C. Allison Jr.,
The Gospel According to Saint Matthew (Nueva York: T & T Clark, 1988), t. 1, p. 600.
16Kenneth E. Bailey, Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los Evangelios (Nasvi-
lle, Tennessee: Grupo Nelson, 2012), p. 97. El Talmud de Babilonia registra que abba es la primera
palabra del niño «cuando deja el pecho y comienza a comer pan», citado por A. Ropero, «abba» en
Gran diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona: Editorial CLIE, 2013), p. 4.
17G. Kittel, «abba» en Theological Dictionary of the New Testament, Gerhard Kittel, ed. (Grand Rapids,
Michigan: Wm. B. Eedmans Publishing Company, 2006), 1.1, p. 6.
18Jeremías, p. 70.
19(Madrid, 1969), p. 236, nota 75; citado por Oscar Cullmann, Im oración en el Nuevo Testamento (Sala­
manca: Ediciones Sígueme, 1999), p. 36.
20Julián Melgosa, The Benefits of Belief How Faith in God Impacts Your Life (Boise, Idaho: Pacific Press,
2013), pp. 15-32.
21Ibíd., p. 31.
22J. Vladimir Polanco, «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!», Prioridades (abril, 2014), pp. 20-22.

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Libro Complementario | Capítulo 7 | Señor, enséñanos a orar | Escuela Sabática

  • 1. 7 «Señor, enséñanos a orar» C uenta Esopo, el genial fabulista de la antigüedad, que una liebre era ferozmente perseguida por un águila. Al ver que no podía eludir la gran agilidad del ave, la liebre le pidió a su amigo el escarabajo que la salva­ ra. El escarabajo se dirigió al águila y le suplicó que perdonara la vida de su amiga. Pero el águila, mirando la insignificancia del escarabajo, devoró a la liebre delante del insecto. Desde entonces el escarabajo prometió vengar la muerte del lagomorfo y vivía acechando los lugares donde el águila ponía sus huevos y, cuando los encontraba, los tiraba y los rompía. Al darse cuenta de lo que hada el escarabajo, el águila recurrió a Júpiter, el dios printipal de la mitología romana, y le suplicó que le consiguiera un lugar seguro donde ella pudiera depositar los huevos. Júpiter le dijo que con toda confianza podía colocarlos en su regazo, pues­ to que allí estarían muy seguros. Cuando el ave puso los huevos allí, el esca­ rabajo hizo una bola de estiércol y la tiró sobre el regazo de Júpiter, «el cual queriendo arrojar de sí aquella basura, sacudió el manto, dejando caer tam­ bién los huevos del águila».1 ¿Para qué orar y pedir la ayuda de un dios tan distraído como Júpiter? ¿Será posible confiarle nuestras más anhelantes súplicas a un dios así? Si el padre de los dioses no pudo proteger aquellos huevos, ¿podrá proteger a los seres humanos? Con razón no resulta una sorpresa que la oración haya sido objeto de burlas en el mundo grecorromano, y el tema de varias comedias griegas. Séneca, el filósofo, político y orador romano contemporáneo a Lu­ cas, saca a relucir la poca utilidad que se le atribuía a la oración en aquellos tiempos al preguntarse: «¿Qué sentido tiene elevar las manos al délo?».2 Las corrientes filosóficas también prodamaban la ridiculez que implicaba orar a
  • 2. 78 • Lucas: El Evangelio de la gracia los dioses; por ejemplo, los estoicos y los epicúreos enseñaban a sus adhe- rentes que orar era una práctica inútil y carente de sentido. Como bien lo expresó un brillante expositor bíblico, en el mundo gentil se vivía «la muer­ te de la oración».3 En el ámbito judío las cosas eran un tanto diferentes, por lo menos en cuanto a la forma. Para los descendientes de Abraham, la oración era una práctica tan rutinaria como el comer o el beber. Siguiendo el ejemplo del piadoso Daniel, los judíos solían orar por lo menos tres veces al día (Dan. 6: 10). La primera oración del día comenzaba con la repetición de la Shemá de Deuteronomio 6: 4, 5: «Oye, Israel: lehová, nuestro Dios, Jehová uno es. Amarás a lehová, tu Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas». Es innegable que esta oración constituye un excelente pasaje para dirigir­ nos a Dios e iniciar nuestro día en plena comunión con el cielo, pero lamen­ tablemente los rabinos judíos se dedicaron a debatir cuál era el momento más propicio para elevar dicha plegaria y qué debía decirse antes y después de ella. Al hacer esto obviaban lo más importante del texto: su significado. En el tratado Berajot, de La Misná, encontramos un ejemplo concreto de lo que acabo de decir: «Por la mañana se dicen dos bendiciones antes del Oye Israel y una después. Por la tarde se dicen dos bendiciones antes y otras dos después; una es larga y otra es corta. En el lugar donde se ha ordenado recitar la larga no está permitido re­ citar la corta y, a la inversa, en el lugar donde se ha ordenado recitar la corta no está permitido recitar la larga. Asimismo, en el lugar donde se ha ordenado re­ citar la fórmula final no está permitido no decirla y donde se ha ordenado no recitarla no está permitido decirla».4 En el mismo tratado se advierte que «si uno dice la oración y yerra, eso es un mal signo».5 La repetición correcta de la deprecación era tan importan­ te, que cuando le preguntaron al Rabí fanina la razón por la que cuando él oraba por los enfermos podía decir con toda seguridad que «este vivirá» o «este morirá», él respondió: «Si mi oración es fluida en mi boca, sé que es aceptada; si no, sé que es rechazada».6 En este sentido, la eficacia de la ora­ ción dependía más de las destrezas comunicativas del orante que de la sin­ ceridad de su alma. En el mundo judaico la oración devino en un rito mediante el cual se propiciaba el exhibicionismo insolente de una supuesta piedad. Jesús vino a
  • 3. 7. «Señor, enséñanos a orar» * 79 contrarrestar esa practica reduccionista de lo que significa entablar una con­ versación con el Rey del universo. Él vino a enseñamos a orar. Jesús, el hom­ bre que sí era Dios (Juan 1: 1-3) y que abrigaba en su cuerpo toda la «ple­ nitud de la Deidad» (Col. 2: 9), se presentó a lo largo de su ministerio como un hombre de oración. Sí, es cierto que él era uno con el Padre (Juan 10: 30; 16: 32), pero fue la oración, su permanente comunicación con el que lo había enviado, lo que hizo que esa unidad se mantuviera intacta a pesar de sus arduos enfrentamientos contra las fuerzas del mal. El Evangelio de Lucas presenta —como no lo hace ningún otro escrito bíblico— que Jesús es tanto nuestro modelo como nuestro maestro en lo que a la oración se refiere.7 El libro abre con la oración (Luc. 1: 10, 13) y concluye con los creyentes «alabando y bendiciendo a Dios» en el templo, que era la casa de oración (Luc. 24: 53).8Aunque tenemos a nuestro alcan­ ce muchos episodios sobre la oración que han quedado registrados en los tres Evangelios sinópticos, Lucas presenta siete encuentros entre Jesús y la oración que son exclusivos de su Evangelio.’ Como bien lo dijo Wilhelm Ott, Lucas debe ser llamado «el evangelista de la oración».10 Jesús: un ejemplo de oración La intimidad que Jesús sostuvo con su Padre a través de la oración consti­ tuyó un aspecto fundamental de su obra mesiánica. De hecho, su ministerio terrenal comenzó con una oración. El tercer Evangelio dice que Jesús estaba orando cuando fue bautizado por Juan (Luc. 3: 21). En el texto griego de Lucas 3: 21 se presenta un contraste entre el participio pasado «bautizado» y el participo presente «se hallaba en oración» (BJ). Este contraste nos permite entrever que Jesús oró cuando fue bautizado y siguió orando cuando subió de las aguas." Mientras el Señor continuaba con su oración, la respuesta del Padre no se hizo esperar: abrió los cielos y declaró a Jesús como su Hijo. Luis Alonso Schókel captó el sentido del original griego al traducir la última parte de Lucas 3: 21 con estas palabras: «Mientras oraba, se abrió el cielo» (NBE). La oración desempeñó un papel vital en el proceso de confirmación de Jesús como el Mesías prometido. Además, al recibir el Espíritu como fruto de su oración, el Señor nos dejó un ejemplo fehaciente de lo que pasaría con sus
  • 4. 80 • Lucas: El Evangelio de la gracia seguidores cuando ellos también recibieran la presencia consoladora del Es­ píritu como resultado de la fervorosa oración (Hech. 1, 2). Otra referencia a la vida de oración de Jesús la encontramos en Lucas 5: 16: «Pero él se apartaba a lugares desiertos para orar». Algunas versiones di­ cen que se iba a «lugares donde no había nadie» (DHH), «donde podía estar solo» (PDT). Al decir que «se apartaba», tiempo imperfecto, Lucas está intere­ sado en que sepamos que la oración era una practica habitual en la experien­ cia religiosa de Jesús, y no un hecho esporádico o fortuito. Para poder superar la oposición que suscitarían sus palabras y acciones Jesús tenía que pasar tiempo con Dios (ver Luc. 5: 17-39).12También antes de elegir a sus discípu­ los, el Señor «fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios» (Luc. 6: 12). Lucas es el único Evangelio que vincula la elección de los doce con la vida de oración de Jesús. Marcos, por ejemplo, que menciona la estadía en el monte, no registra que el Señor hubiera pasado la noche entera orando. Si con la elección de los doce Cristo daría el primer paso para el estable­ cimiento de su iglesia, una decisión de semejante trascendencia exigía que él, como fundador de la misma, encomendara esa decisión a la voluntad de su Padre. La iglesia nace en el corazón de un Jesús que ora por los que han de formar parte de ella. Así que, la oración no solo fue medular para la mi­ sión de Cristo, también lo es para la misión de la iglesia. Si Jesús oró por la iglesia, la iglesia ha de orar para cumplir con eficacia la misión que su fun­ dador le ha asignado. Por otro lado, al orar antes de elegir a sus discípulos, Jesús está sometiendo su deseo a los designios divinos. Siendo que el Maes­ tro conocía bien el carácter de los doce —quiénes eran, qué harían— ¿en­ tonces por qué orar antes de elegirlos? Quizá dos ejemplos concretos expuestos por el mismo Lucas nos ayu­ darán a responder dicho interrogante. En el libro de los Hechos se descri­ ben dos ocasiones cuando la iglesia tuvo la necesidad de nombrar diri­ gentes. El primer relato es el nombramiento del sustituto de Judas. Antes de proceder con la designación, los discípulos oraron: «Tú, Señor, que co­ noces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has escogido, para que tome la parte de este ministerio y apostolado, del cual cayó Judas por transgresión, para irse a su propio lugar» (Hech. 1: 24, 25). Más adelante, al nombrar a Bernabé y a Pablo, los profetas y maestros habían estado ayunando y orando antes, durante y después de hacer la elección (Hech. 13: 1-3). Jesús oró antes de escoger a sus discípulos, para que la iglesia si­
  • 5. 7. «Señor, enséñanos a orar» • 81 guiera su ejemplo y orara antes de escoger a sus líderes. Así lo hizo la iglesia del primer siglo. ¿No lo hará así la iglesia del siglo XXI? El Señor también apartaba momentos de su ajetreada agenda para disfrutar de la presencia del Padre en compañía de sus discípulos (Luc. 9: 18, 28). En uno de esos días de conffatemización espiritual por medio de la oración, Jesús les hizo dos preguntas a sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy yo?» y «Vosotros, ¿quién decís que soy? (Luc. 9: 18, 20). Tanto Marcos como Mateo citan este incidente (Mar. 8: 27-30; Mat. 16: 13-20); pero Lucas es el único que lo asocia con la oración al declarar que «mientras Jesús oraba» los «discípulos estaban con él». Jesús no oró solo, los doce le acompañaron en esa edificante travesía espiritual. Esa estancia con el Señor en el monte capacitó a los discípu­ los para que pudieran responder la pregunta que les haría. Mientras que para el pueblo Jesús era Elias, Juan Bautista o algún otro profeta; haber orado juntos preparó a Pedro para que supiera que Jesús era «el Cristo de Dios» (Luc. 9: 20). La oración sirvió como un espacio en el cual la revelación del Padre se materia­ lizó en la vida de Pedro. Que la oración se convierte en un medio a través del cual somos instrui­ dos por Dios se percibe en varios ejemplos lucanos.13Zacarías recibió la reve­ lación del nacimiento de Juan el Bautista mientras realizaba el rito del incien­ so, que era el rito de la oración (Luc. 1: 10, 11, 22); Pedro recibió la orden de predicar a los gentiles mientras oraba (Hech. 10: 9-11). Cornelio, también mientras oraba, tuvo una visión (Hech. 10: 30). Una experiencia similar la vivió el apóstol Pablo (Hech. 22: 17). ¡Dios nos habla cuando oramos! Al orar somos partícipes de un diálogo que fluye en dos direcciones: hombre-Dios; Dios-hombre. En Lucas 9: 28, 29 una vez más encontramos a Jesús en la montaña. En esta ocasión no se hallaban los doce, sino que había escogido solo a tres de ellos: Pedro, Juan y Santiago. ¿A qué subió al monte? Pues como solía hacer­ lo se fue allí para orar. «Mientras oraba, la apariencia de su rostro cambió y su vestido se volvió blanco y resplandeciente» (Luc. 9: 29). Una vez más, aun­ que el relato de la transfiguración quedó registrado en los tres Evangelios si­ nópticos, ni Mateo ni Marcos lo relacionan con la oración (Mat. 17:1-8; Mar. 9: 2-8). Lucas es el único que presenta la transfiguración como resultado di­ recto de la oración. También Lucas es el único que nos dice de qué hablaron Elias, Moisés y Jesús. «Yhablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (Luc. 9: 31). En
  • 6. 82 • Lucas: El Evangelio de la gracia otras palabras, abordaron el tema de la muerte de nuestro Salvador. El mis­ mo Jesús ya les había dicho a los doce que el Hijo del hombre sufriría «mu­ chas cosas» y que era necesario que «lo maten» (Luc. 9: 22, NVI). El Señor sube al monte a orar, a pedirle a su Padre que le ayudara a cumplir con la misión de salvar a la humanidad; oró a fin de poder soportar todos los su­ frimientos que recaerían sobre él. Y Dios escuchó su plegaria. Por eso les envió a Moisés y a Elias, puesto que esos dos personajes habían conocido por experiencia propia lo que significaba sufrir por la causa de Dios. «Aho­ ra el cielo había enviado sus mensajeros a Jesús; no ángeles, sino hombres que habían soportado sufrimientos y tristezas y podían simpatizar con el Salvador en la prueba de su vida terrenal. Moisés y Elias habían sido cola­ boradores de Cristo» (El Deseado de todas las gentes, cap. 46, p. 398). Como lo hizo al inicio del ministerio de Cristo, también ahora, cuando ya ha llegado a la fase final de su misión en la tierra, el Padre una vez le con­ firma a Jesús que él es su «Hijo amado» (Luc. 9: 35). Aunque nuestra finita comprensión de lo espiritual no nos permita entenderlo en toda su plenitud, lo cierto es que nuestra relación filial con el cielo alcanza su máxima expre­ sión cuando nos dirigimos a nuestro Padre celestial. Por eso no puede resul­ tamos extraño que, absortos ante la maravillosa vida de oración de su Maes­ tro, los discípulos se hayan sentido motivados a decirle: «Señor, enséñanos a orar» (Luc. 11: 1). Jesús no solamente nos dio un ejemplo de oración sino que, además, nos dejó una excelente lección de cómo orar. Qué enseñó Jesús acerca de la oración En respuesta a la petición de sus discípulos, la primera lección que Jesús ofrece sobre la oración la encontramos en estas palabras: «Cuando oren, digan: "Padre"» (Luc. 11:2). Aunque a causa del pecado sabemos que la relación entre un padre y un hijo no siempre es fúncional, dentro de lo que es lo común y corriente entre nosotros, ¿cómo hablamos con nuestros padres terrenales? ¿Re­ currimos a un vocabulario florido y rimbombante al comunicamos con nues­ tros procreadores? Sí, los discípulos oraban, pero no oraban a un Dios que era su Padre y que los amaba. Al orar tenían que entender que estaban hablando con un miembro de la familia, por tanto no había que valerse de «vanas repe­ ticiones» ni de mucha «palabrería» (Mat. 6: 7).
  • 7. 7. «Señor, enséñanos a orar» • 83 El historiador Eusebio de Cesárea cita un ejemplo de cómo los romanos se dirigían a sus dioses en la figura del emperador: «El emperador César, Galeno, Maximiano, Invicto, Augusto, Pontífice, Máximo, Germánico Máximo, Egipcio Máximo, Febeo Máximo, Sármata Máximo cinco veces, Persa Máximo dos veces, Carpo Máximo seis veces, Armenio Máximo, Adiabeno Máximo, Tribuno de la plebe veinte veces, imperator por diecinueve veces, cónsul por ocho, padre de la patria, procónsul».14 ¡Con razón los escépticos de aquella época se burlaban cuando oían esta larga lista de títulos en las oraciones de los paganos! Lamentablemente, mu­ chos cristianos caemos en la misma trampa: oramos como si estuviéramos hablando con el emperador y nos creemos que cuanto más adjetivos use­ mos para referimos Dios, más pronto nos escuchará. Sin embargo, él no quiere adjetivos, después de todo ninguno de nosotros tiene condiciones para calificar la naturaleza de la Deidad. Lo que tenemos que hacer es diri­ gimos a él como nuestro Padre. Él no requiere un mejor título que ese. Gran parte de los especialistas bíblicos suponen que el Padrenuestro comienza con el vocablo arameo abba.15Si el uso de abba para dirigirse a Dios pudo haber sido motivo de incomodidad para muchos judíos, ¿por qué Jesús se empeñó en usar abba (Mar. 14: 36) y pedimos a nosotros que lo usemos? Un ejemplo nos ayudará a entender bien este asunto. El Dr. Ken- neth E. Bailey estaba precisamente enseñando sobre el uso de abba en el Padrenuestro ante un grupo de creyentes árabes. Cuando Bailey notó que algo no andaba bien en la clase, les preguntó si tenían algún comentario al respecto. Una de las mujeres levantó la mano y le dijo: «Dr. Bailey, abba es la primera palabra que enseñamos a nuestros niños».16 Abba era un vocablo común, de la vida diaria, del ámbito familiar, que «denota una intimidad y confianza propias de un niño».17 Orar a nuestro Padre significa que podemos hablar con Dios como «un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la misma seguridad».18 El niño no se preocupa por el uso correcto de las palabras, el niño solo sabe que, sin importar lo que diga, ni cómo lo diga, su padre lo va a escuchar. El pequeño no confía en sí mismo; toda su seguridad está puesta en su progenitor. En la oración lo significativo no es lo digamos, sino a quién se lo digamos. Ese Padre celestial es «nuestro», es de todos. No es propiedad exclusiva de un grupúsculo que se cree más espiritual que el resto de los mortales. Es el Padre de buenos y malos, de justos y pecadores, de hombres y mujeres,
  • 8. 84 • Lucas: El Evangelio oe la gracia de creyentes y de ateos. Nadie queda fuera de su amor paternal. Siendo así, no es conveniente que mis oraciones estén saturadas de un «santo egoísmo»; tengo que huir de esas plegarias egocéntricas que nada más se ocupan de mis necesidades personales. Orar al Padre conlleva pedir el «pan nuestro», el per­ dón de «nuestros pecados», que no caigamos en el lazo de la tentación. El objeto de la oración no es el «yo», es el «nosotros». Como hijos de un mismo Padre, todos formamos parte de una sola familia, de un mismo cuerpo. La oración es un excelente recurso para llevar nuestro yo directo a la cruz. Orar a nuestro Padre teniendo en cuenta a nuestros hermanos constituye una ex­ celente manera de no caer en el error farisaico de orar «consigo mismo» y no con Dios (Luc. 18: 11). Orar es hablar con un amigo Jesús utiliza el símil del amigo para hablar de la oración en Lucas 11: 5-8. Narrando una situación hipotética, pero que a la vez pudo haber sido algo típico en su comunidad, el Maestro relata la historia de un hombre que acude a medianoche en busca de la ayuda de uno de sus amigos, porque un amigo ha llegado a la casa y no tiene nada de comer. Saber que en la casa vive un amigo impulsa al viajero a tocar la puerta de madrugada. Y es saber que tiene un amigo lo que motiva al anfitrión a visitar a su vecino para que le preste tres panes para saciar el hambre del amigo que ha llegado inoportunamente. El amigo ayuda a su amigo. Según Jesús, Dios es como ese amigo que está presto a brindamos su ayuda, con la variante de que para él ninguna ocasión es inoportuna. En Lucas 12: 4 Jesús se refirió a nosotros como «amigos míos». Si un hombre es capaz de hacer cualquier cosa para ayudar a su amigo, ¿qué no hará el Señor para ayudamos a nosotros? Luego de contar la experiencia de los amigos, Jesús declara: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá, porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Luc. 11: 9, 10). Lo que hizo el amigo con su amigo es lo que hará Dios por sus amigos: ayudarlos en todo momento. No saber orar como si estuviéramos hablan­ do con un amigo de nuestra más íntima confianza, ha sido uno de los fac­ tores determinantes de nuestras grandes tragedias espirituales. Estamos tan
  • 9. 7. «Señor, enséñanos a orar» • 85 encadenados a nuestros deseos, tan inmersos en la agenda de lo inmediato, que no tenemos tiempo para conversar con nuestro amigo celestial. Aún así, él siempre está a la espera de que nos presentemos a su puerta para pedirle que nos otorgue el alimento que pondrá fin a esa inanición espiritual que nos tiene al borde de la muerte eterna. Es deplorable que pretendamos orar sin tomar en cuenta el sentido de amistad que ha de imperar en nuestras conversaciones con Dios. Ese amigo celestial se desvive para que nosotros sigamos pidiendo, llamando, buscan­ do y, si lo hacemos, podemos tener la plena certeza de que muy pronto nos encontraremos cara a cara con él. La oración es eficaz cuando la elevamos sabiendo que la dirigimos a un amigo muy especial: Jesús. El amigo pide sabiendo que recibirá. Por eso no se cansa de insistir. Orar es pedir la presencia del Espíritu Jesús sigue impartiendo su cátedra sobre la oración. Al orar siempre hemos de esperar que Dios nos dará lo mejor. De igual modo que un padre terrenal nunca nos dará piedras en lugar de pan, ni serpientes en lugar de pescado, ni un escorpión en vez de un huevo (Luc. 11:13); el Padre celestial siempre estará presto a compartir con nosotros todo lo bueno que tiene el délo. ¿Qué nos puede dar el Padre? «Iies si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Luc. 11: 13). Mientras que los padres terrenales dan buenas dádivas, el Padre celestial «dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». Cuando Jesús dice que pida­ mos, que busquemos, que llamemos, primero que nada, se está refiriendo a la petición del Espíritu. Probablemente nuestro fallo ha radicado en que hemos utilizado la oración para pedir «buenas dádivas», lo cual no es para nada algo ilegítimo. Sin embargo, nuestra más anhelada búsqueda ha de estar reservada para solicitar la presencia del Consolador en nuestras vidas. ¿Estamos orando por ello? Elena G. de White declaró por escrito: «El poder de Dios [el Espíritu Santo] aguarda que ellos lo pidan y lo reciban. Esta bendición prometida, reclamada por la fe, trae todas las demás bendiciones en su estela» (La oración, p. 147). ¿No cree usted que en lugar de pedir «las bendiciones» hemos de concentrar
  • 10. 8 6 • Lucas: El Evangelio de la gracia nuestra oración en pedir la «bendición prometida»? En otra ocasión ella dijo lo siguiente: «Ruego a los miembros de cada iglesia que busquen ahora la mayor bendición que el cielo puede otorgar, el Espíritu Santo» (Alza tus ojos, p. 141). Ha llegado el momento de la historia humana cuando en lugar de pedir bendiciones, hemos de concentrar nuestras plegarias en demandar «la mayor bendición», el Espíritu Santo. ¿Por qué debe ser así? Porque cuando el Espí­ ritu Santo llega a nuestra vida no se presenta con las manos vacías, él «trae todas las demás bendiciones». Al llenamos con su presencia, el Espíritu nos enseñará a orar. Él nos dirá lo que nos conviene pedir: «Así mismo, en nues­ tra debilidad el Espíritu acude a ayudamos. No sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresar­ se con palabras» (Rom. 8: 26, NVI). ¿Todavía vale la pena orar? Immanuel Kant, el mentor filosófico de muchos teólogos protestantes, es­ cribió lo siguiente en su obra La religión dentro de los límites de la razón: «Que un hombre sea encontrado hablando consigo mismo [orando] lo pone en primer lugar bajo la sospecha de que tenga un pequeño acceso de locura».19Aunque no comparto la visión de Kant sobre la oración, sí considero bastante lógico que la gente crea que quienes oramos nos estamos volviendo locos; no obstan­ te, hemos de reconocer que «si acaso estamos locos, lo estamos por querer servir a Dios» (2 Cor. 5: 13, TLA). Y cuando oramos estamos dando rienda suelta a la más sublime expresión de servicio a Dios, puesto que al postramos ante nuestro Creador estamos sellando en nuestros corazones y ante todo el universo nuestra declaración de dependencia absoluta del Señor de la vida. Ahora bien, los que están verdaderamente locos —en todo el sentido de la expresión— son los que han estado rechazando el privilegio de sostener un diálogo íntimo y sincero con el Padre como lo hizo Jesús. El doctor Julián Melgosa, exdecano de la Facultad de Educación y Psicología de Walla Walla University, ha escrito un libro sobre los beneficios de creer en Dios, y su pri­ mer capítulo lo dedica a los beneficios de la oración. Melgosa cita varios es­ tudios científicos relacionados con la oración.20 Entre estos se destaca el estu­ dio realizado por dos investigadores de la Universidad de Southampton, In­
  • 11. 7. «Señor, enséñanos a orar» • 87 glaterra. Luego de cotejar los resultados devarias investigaciones sobre los efectos de la oración en los pacientes de hospital, los investigadores Claire Hollywell y Jan Walke llegaron a la conclusión de que las personas que mantienen una vida de oración poseen niveles más bajos de ansiedad y depresión. Un estudio, que abarcó a catorce mil quinientos hombres de Alemania, Suecia, Dinamar­ ca, Holanda y Suiza, comprobó que las personas que oran gozan en sentido general de una mejor salud. Melgosa concluye el capítulo diciendo que si que­ remos estar sanos mental y físicamente, «es indispensable que los hijos de Dios oren sin cesar».21 Jesús, nuestro paradigma y maestro, fue un ejemplo constante de perseve­ rancia en la oración. Inició su ministerio orando, y lo concluyó, asimismo, orando. Lucas es el único Evangelio que registra las dos oraciones que pro­ nunció en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». «En­ tonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Habiendo dicho esto, expiró» (Luc. 23: 34, 46). la oración siem­ pre tuvo sentido para Cristo; fue parte de su vida, y fue parte de su muerte.22 Seguramente, en la frase «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» estábamos incluidos aquellos que hemos relegado la oración a un segundo plano en nuestra experiencia cristiana. Si ese es nuestro caso, entonces acuda­ mos a Dios y pidámosle que nos enseñe a orar. Referencias: 1Esopo, Fábulas esópicas (Madrid: Mestas Ediciones, 2004), p. 95. 2Citado por Joachim Jeremías, Abba: El mensaje central del Nuevo Testamento (Salamanca: Ediciones Sí­ gueme, 2005), p. 75. 3Ibíd., p. 76. 4Carlos del Valle, La Misná (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1997), p. 36. 5Ibíd., p. 41. 6Ibíd., pp. 41, 42. 7Lindell O. Harris, «Prayer in the Gospel of Luke», Southwestem Journal of Theology 10:1 (1967), pp. 59-69; Allison A. Trites, «The Prayer Motif in Luke-Acts», en Perspectives on Luke-Acts, Charles Talbert, ed. (Danvill, Va: Association of Baptist Professor of Religión, 1978), pp. 168-186; Steven E Plymal/The Prayer Texts of Luke-Acts (Peter Lang Publishing, 1992); R. Lamas «La oración desde San Lucas», Re­ vista de Espiritualidad 49 (1990), pp. 27-61. 8Holmás, Geir Otto, «"My house shall be a house of prayer": regarding the temple as a place of prayer in Acts within the context of Luke's apologetic objective», Journal for the Study of the New Testament, 27/4 (2005), pp. 393-416. 9 En el bautismo (Luc. 3: 21); antes de su primer enfrentamiento con los fariseos y sacerdotes (5: 16); para elegir a los discípulos (6: 12); antes de que lo reconocieran como el Cristo (9: 18); en la transfi­ guración (9: 29); antes de enseñar el Padrenuestro (11: 1) y el cruz (23: 34, 46); ver a A. Plummer, A
  • 12. 88 • Lucas: El Evangelio de la gracia Critical and Exegetical Commentary on the Gospel According to St. Luke (Nueva York: Charles Scribner's Sons, 1922), p. xlv. 10P. T. O'Brien, «Prayer in Luke-Acts», Tyndale Bulletin 24 (1973), p. 111. 11Ver Kyu Sam Han, «Theology of the Prayer in the Gospel of Luke», Journal of Evangelical Theological Society 43/4 (diciembre de 2000), p. 680; David E. Garland, Luke, Zondervan Exegetical Commentary on the NewTestament (Gran Rapids, Michigan: Zondervan, 2011), p. 169. 12F. W. Danker, Jesús and New Age: A Commentary on St. Luke's Gospel (Filadelfia: Fortress, 1988), p. 120. 13G. W. H. Lampe, «The Holy Spirit in the Wrintings of St. Luke» en D. E. Nineham, ed., Studies in the Gospel: Essays in Memory of R. H. Lightfoot (Oxford, 1995), p. 169. 14Eusebio, Historia eclesiástica, Paul L. Maier, trad. (Gran Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 2010), p. 314. 15«Detrás del vocativo pater hay que leer el arameo abba», Frangois Bovon, El Evangelio según San Lucas (Le 9, 51-14, 35) (Salamanca: Ediciones Sígueme, 2002), p. 161. W. D. Davies y Dale C. Allison Jr., The Gospel According to Saint Matthew (Nueva York: T & T Clark, 1988), t. 1, p. 600. 16Kenneth E. Bailey, Jesús a través de los ojos del Medio Oriente: Estudios culturales de los Evangelios (Nasvi- lle, Tennessee: Grupo Nelson, 2012), p. 97. El Talmud de Babilonia registra que abba es la primera palabra del niño «cuando deja el pecho y comienza a comer pan», citado por A. Ropero, «abba» en Gran diccionario enciclopédico de la Biblia (Barcelona: Editorial CLIE, 2013), p. 4. 17G. Kittel, «abba» en Theological Dictionary of the New Testament, Gerhard Kittel, ed. (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eedmans Publishing Company, 2006), 1.1, p. 6. 18Jeremías, p. 70. 19(Madrid, 1969), p. 236, nota 75; citado por Oscar Cullmann, Im oración en el Nuevo Testamento (Sala­ manca: Ediciones Sígueme, 1999), p. 36. 20Julián Melgosa, The Benefits of Belief How Faith in God Impacts Your Life (Boise, Idaho: Pacific Press, 2013), pp. 15-32. 21Ibíd., p. 31. 22J. Vladimir Polanco, «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!», Prioridades (abril, 2014), pp. 20-22.