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(1962)
Traducción del francés:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
—AZAFATA, dice May Welles, azafata, tráigame un
Cuba-Libre. Y, si no tiene aquí, vaya a montarlo a la isla,
abajo… eso la liberará realmente…
—¿Otro?
—Otro. Aproxime la botella al vaso, y déjeles comunicarse
abundantemente… Porque tengo necesidad de saber dónde
debo parar y dónde comenzar. Y vertiendo líquido en el
cuerpo, determino exactamente su contenido… Y todo lo que
desborde, no será mío. Azafata… Quiero, mientras esté
borracha, dejarme arrastrar por el cielo, ir de dónde parto a
dónde me dirijo, de México a Caracas, y apagarme allí. Si me
quiere, que suba y me siga… Azafata… ¿Dónde volamos?
4
acabamos de entrar en la mitad de la Tierra que está bajo la
Noche, y usted no me dijo nada… Llueve sobre el avión.
¿Dónde irá el agua cuando caiga de las alas? Sé que tendrá la
impresión de ser arrojada a la tierra… Las nubes la largan
con más dulzura, azafata… dígaselo al piloto. ¡Ah! Gracias,
tenía, lo percibo por el olor, encontró ron blanco… ¿Y abajo,
qué harán ahora, los hondureños? Hondureños, desconfiad
los unos de los otros, ha llegado la noche. Y si el día viene,
Salvadoreños, escondeos. ¿Y además de vosotros, hay
tierras? ¿O bien esos bosques que crecen al borde de los
humedales, cómo hay tantos? Azafata… ¿Está lejos, todavía?
—Las luces de allí, son barcos…
—¡Ah! ¡Ya no estamos solos, vienen! Azafata… he conocido
esta mañana un país… recuérdelo, hemos hecho escala… el
aeropuerto era como una escotilla abierta sobre él, sola… Si al
menos sus habitantes pudieran hacer saltos de quince a veinte
metros, para respirar un poco, antes de caer en su patria… Pero
no, los Somoza, tejedores conocidos de la familia de los
arácnidos, han cubierto el país con una red, a dos metros del
suelo.
5
Si hubiera tenido suficientes tijeras grandes… habría querido
liberarlos a todos, pero ya sabe: contra las tijeras se interponen
las agujas y el hilo, y no permite que los hilillos se descosan,
que las cuerdas se suelten… hilos llevamos todos, como telas
de araña en todas las esquinas de nuestra persona… Pero veo
las reparaciones, los desgarros… Estamos siempre tentados de
desgarrarlos, sí, azafata, incluso los suyos. ¡Ah! No echo de
menos mis tijeras. El hombre tiene dos piernas que se alejan y
se aproximan cuando camina, y bien, ¡qué esquile! Puede
hacerlo…
—Esta mañana, estábamos en Managua, capital de Nicaragua.
—Lo sé, voy a hacer un reportaje… Ha visto a los hombres,
cómo han venido a acariciar el avión… Había cien, y veinte de
entre ellos han tratado de subir clandestinamente…
—Limpiaban, eso es todo.
—En Managua, compré unos mocasines muy grandes de piel
de cocodrilo, y, sobre un mostrador, no recuerdo el color, he
olvidado mi dinero.
—Mandaremos un aviso.
—No, no. ¡Ah! Ahora, dime. ¿Es un avión quién viene abajo?
6
¿Y si estaba él en el interior, con su cabeza reposando contra la
claraboya? Azafata, azafata, imagina la cosa más horrible del
mundo… Nada lo será tanto como lo que pasa en este
momento. Él está en su avión, yo en el mío, y explotamos lejos
el uno del otro, él enviado hacia un polo, yo hacia un trópico, y
no nos reencontraremos jamás…
—Hay que dormir un poco. Vamos a llegar a la escala de
Panamá. Pasaremos la noche y si hay un médico, le llamaré
para usted.
—Bueno, le curaré. Yo, me siento bien…
—No le daré más de beber.
—Tiene razón.
—Le voy a traer un pasajero tan borracho como usted, y así
pueden hablar juntos.
—Buenas Señor, dice May, ¿qué cantaba usted? Siéntese.
—Ya no estás más a mi lado, corazón…
tararirarararirararara…
—¿Llora, Señor?
—¡Ah! Eso se ve… Sí. Voy a llorar con los dos ojos, en lugar
de dejar caer las lágrimas con un solo ojo y enjugar las del otro,
7
como yo hacía. Su gusto ha estropeado todos mis cocktails…
Yaaa nooo estasss.
—Mire abajo… Cómo brilla la vía láctea.
—Es la vía láctea, pero no abajo. Está encima…
—¡Ah! Porque todo lo que se ve está de un solo lado: las
estrellas y la vía láctea… Y del otro, todo es negro. ¿Qué es eso
que está tan negro?
—Es la tierra.
—¿No puede ser otra cosa?
—¿Qué otra?
—Nada…
—¡Si no hubiera nada no nos posaríamos!… ¡Ah! Algunas
luces. Señora, ¿ve esas masas blancas? Son barcos en el
canal… Vienen de todos los puertos… en sus flancos, han
guardado la sal de un océano para disolverla en el otro.
Llegamos… ya no estás más a mi lado, corazón…
—¿Llora de nuevo?
—Me acuerdo…
8
EL CALOR pasaba por la ruta como un río.
May y el borracho enamorado están sentados en el autobús
que les conduce a la ciudad, Panamá, situada más allá de la
noche, pero solo a algunos kilómetros del aeropuerto. Y desde
lejos, desde las primeras casas, las luces comienzan y no se
detienen más: la noche acaba.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis árboles. ¡Qué de árboles,
qué de árboles! Si puedo contar los árboles, eso quiere decir
que el autobús va lentamente. A menos que no haya visto más
que tres. Tres, más tres Cuba-Libre, eso hacen seis árboles, dice
May.
—No es el autobús quién es lento, son los árboles los que se
van lentamente. Créame, conozco la ruta, ya he venido antes,
9
son los árboles que no quieren que se les deje en lo negro. Por
eso, ellos persisten bajo nuestros faros.
—Sí, lo que dice es verdad. Y ha visto, son árboles de la
misma talla… No se lo diga a nadie, escuche… son árboles
plantados, no son árboles naturales… dice May.
—Algunos tienen nidos, cubiertos de pájaros y de aves.
Cuando pasamos, se miran el uno al otro, el pájaro y el ave, ¡y
hacen un excremento! “Ya no estás más a mi lado corazón...”
Ya no estás… Ya no estás… Señora, tengo ganas de llorar.
¿Qué debo hacer?
—Beba.
—Bien. Aquí está la botella, le doy un poco, y un poco para
mí. Ya estamos mejor. ¿Sabe? Ella era rubia, con los cabellos
como hilos de oro, los ojos como esmeraldas talladas, los
dientes como perlas cultivadas… ¡Mi Dulcinea!
—¡Ah! ¿Usted tampoco, la ha visto jamás?
—¿Cómo, yo tampoco, quién es el otro?
—Don Quijote.
10
—¡Un noble! Ella corría tras él. Ah, qué traidoras son las
mujeres. Ella me ha dejado, hará dos semanas mañana. ¿Sabe?,
ella tenía una boca de fresa, incluso el rojo de sus labios se
llamaba “fresa lip factor”. Había que verla para saber que su
boca era una cereza y que ella me ha abandonado casi con un
niño.
—Ella os ha dado un hijo…
—No, el niño era su hermano pequeño, tan difícil de
alimentar, y, viendo bajar mis provisiones de pan y de harina, le
dije un día al hermano pequeño que fuera a buscar a su hermana
mayor. Le di una dirección falsa, y yo mismo cambié de
domicilio…
—No le creo, señor.
—Sí, sufro mucho. Y después, en mi corazón, he reemplazado
la foto de la hermana mayor por este frasco.
—Déme, voy a examinarlo. ¿Se examina una botella llena
degustando su contenido, no?
—Sí, dice el hombre. ¡Pero no demasiado! Vamos,
devuélvamela… ¡Qué líquido más bello!… Mi turno. ¡Qué
calor, qué calor! La única manera de defenderse del calor
11
exterior, es aumentar el calor interior. Aquí, como en
Guayaquil. Pero, sepa, conozco dos paraísos terrestres que son
el infierno del cual debía hablar Vuestro Señor: Guayaquil y
Panamá. Aquí y allí, estamos en las dos hondonadas donde la
tierra vierte sus vapores calientes. Somos el retrete del planeta.
Aquí viene, se deposita, todo su sudor, y nos vamos, si
podemos, con la lengua entumecida, sin saliva. ¡Ah! ¡La
injusticia! ¿Por qué les has hecho nacer aquí?
… ¿Él? Para Él, todo lo que hay de bueno se junta, júzgalo:
ha venido a acabar en una gruta llena de estalactitas y de
estalagmitas de paja. Desde que él ha entrado en el mundo dos
asnos le lamen y le limpian. Su lengua es grande y húmeda,
ellos le acarician como si fuera un potro. ¿Qué quería Él a
mayores? Enseguida, le llevaron todo el oro de las grietas de las
montañas, que se abren sobre sus pendientes. Él tiene las
estrellas de su lado, la leche de todas las ovejas… Nosotros,
aquí, nacemos ya en el calor: calor del amor (ignorada su
madre), después, enseguida, calor del clima. ¿Él? Él se escoge
un río fresco, el Jordán, en su país, y no hablará más, de aquí en
adelante, que con los pies en el agua: haced así, haced asá.
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Y él, los pies en el agua. Trabajad, es bueno, sed pobres, es
bueno. ¿Y él? Los pies en el agua…
… Y él nos lo dice a nosotros, sofocados bajo estas nubes…
las veréis mañana, las veréis, las nubes, pasar debajo de la
nariz… Y no distinguiréis casi vuestros pies, y caeréis con
frecuencia… Y después, ¡si supierais lo mal que se sienten las
nubes!
… Él, un día que se sentía con los pulmones delicados,
escogió una bella montaña, y pidió morir allí. Lleva la cruz, se
va a la cima, para que se le vea bien, y dice: “Muero por
vosotros.” Se queda allí muchos días, con el fin de que no se le
pueda decir, más tarde: “¡Señor, yo no pasaba por ahí!” Pero yo
le hablaría: “Primeramente, ¿has transpirado tanto como yo?
Soy representante de comercio, siempre estoy fuera… ¡Enseña
tus camisas, o bien tus trapos ya que te desvistes en lugar de
vestirte!” No podrá responderme nada, porque incluso sobre la
cruz, él estaba desnudo, lo que le refrescaba, mientras que yo
viajo de Panamá a Guayaquil y de Guayaquil a Panamá, con mi
media docena de corbatas. Allí, mire fuera, las nubes, ¡qué
vienen a buscaros hasta debajo de las sábanas! ¡Mire es
13
Panamá! ¡Él la ha planchado por los dos lados, y en Su Puño
no ha dejado más que un poco de tierra apretada, embebida de
nubes! ¡El infierno, ah! ¡El infierno!…
—Comprendo, dice May, que dormitaba… comprendo… El
infierno para el amor de la mujer de los cabellos de oro.
Vuestras penas no acaban de surgir, y de gotear en vos,
derramamiento continuo y inagotable, como las fuentes
naturales, como los cabellos de vuestra amada, que no acaban
de caer sobre su espalda… es el amor…
—Sí, sí, pero ella los corta, los abrillanta, y los recoge. ¡Ah!
Dulcinea, ¿por qué te has ido, por qué? ¡Panamá, Panamá,
siento que te aproximas, veo ya las puertas de los bares batidas
por el viento en la calle principal! Ah, vuelve, vuelve, mi
Dulcinea, Dulcinea… Ya no estás más a mi lado, corazón…
—Hacía frío…
—Corazón, corazón…
—Y el viento. Un viento tal, tan frío, que entraba por las
narices, atravesaba la cabeza y te dejaba un resfriado.
—Junto al mar…
—¿Tiene alguna cosa que dar de beber a mi resfriado?
14
¡Resfriado! Te van a dar de beber. Di gracias.
—Le voy a dar un poco de mi pequeña botella, pero déjala
por el amor de Dios. ¡Ah! ¡Tiene un gran resfriado, la ha
vaciado! Y ahora la arrojas. Estalla sobre la carretera… Frasco,
frasco, ¿te has hecho daño?
—No volverá, señor, no la verá más, ella está ahora a tres
kilómetros detrás de nosotros. No se ha roto, ha hecho flic flac
floc sobre la hierba.
—Júremelo.
—Se lo digo, está entera. Esta noche se llenará de rocío, y
mañana por la mañana, habrá hecho aguardiente de rosas, y no
tendrá más que ir a buscarla.
—Gracias. Se lo debo. ¿Su resfriado va bien?
—No. Me resfrío cada vez más. Ha conquistado los pies. Era
un frío tal que puedes coger el suficiente para resfriarte
completamente, y guardar para el próximo resfriado…
—¿Dónde estabas? ¿Cazando pingüinos?
—Más arriba todavía, y menos al Norte, en una tierra
15
estrecha… Para hablar con precisión: todo el país produce
fresas para hacer short-cakes a los Americanos en tránsito.
—¡México!
—Exacto. Ocho mil metros de altitud.
—¡La mitad!
—Sea. Un día, las montañas que no tendrán suficiente con las
medidas tan precisas encogerán o engrandecerán. Ocho mil
metros de altitud.
—Bueno… Pero quien lo hubiera creído, en México, un frío
parecido, ¡y todo ese viento! ¿Y qué han dicho los periódicos?
—Los periódicos volaron los primeros.
—¿Y la radio?
—Toda la telegrafía, con o sin hilos, ha sido arrancada. En
cuanto a las ondas, ellas se han estrellado en el suelo como aros
sin niños.
—¡Qué me dice!
—Cómo se lo digo. Eso pasó tres días después de la partida
de Ramón. Tres días pues, antes del viento, Ramón había
abierto sus tres maletas. Arroja dentro sus capas, sus muletas,
sus espadas, y sus pañuelos… el domingo siguiente en
16
las arenas de Guatemala, que son de cemento fresco, tiene una
muy bella corrida. Las mulas, en lugar de arrastrar al toro
muerto, le arrastran, a él, en un largo viaje, para responder al
deseo de la multitud.
—Entonces fue una mala corrida.
—Sin oreja. Sin rabo. Sin patas y sin claveles. Pero eso pasó
ya después del viento, como le he anticipado.
—Si, cuénteme esas perturbaciones atmosféricas…
—Partió pues, con sus tres maletas, y yo le esperé tres días
con tres botellas de ron. Anote la coincidencia de cifras, y anote
esta otra coincidencia: era del ron que contenía su frasco. ¿No
tendrá otra?
—En mi maleta, ahí, sobre mi cabeza.
—Bájela.
—Cuénteme primero.
—Vale, después, beberemos su segundo frasco. Cuando las
bebí, en lugar de romper las tres botellas como he hecho con su
frasco, las rellené de agua,—porque siempre he tenido un fondo
puro, y quiero incluso purificar las botellas.—Dejando pues las
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tres botellas llenas de agua sobre la mesita de noche, salgo. Y
encuentro la calle, el primer aire frío, y al mismo tiempo, el
silencio. El sol estaba de tal manera que no calentaba nada.
Apenas lograba calentarse a sí mismo, y daba la impresión de
ser cuadrado.
… De debajo del asfalto, se levanta un gran viento, venido del
centro de la tierra, que arranca todo el pavimento, no
respetando más que las calles adoquinadas, porque podía pasar
entre las piedras.
—No, no, el viento no viene de debajo de la tierra. Viene de
otros planetas.
—Eso es lo que se cree. Bueno, en primer lugar, el frío,
después el viento, y en tercer lugar, la danza de los billetes de
lotería, pues México está cubierto de ellos. Esos billetes, Señor,
hacían torbellinos inmensos, billetes ganadores o billetes
perdedores, porque el viento no respetaba nada. Al ver esto,
abro mi bolso, y libero todos mis billetes de lotería.
—Les emancipaste, porque habían perdido…
—No, Señor. Uno de ellos, que se llamaba el catorce, de
septiembre, mil setecientos ochenta y nueve, contenía en su
seno millones y millones de dinero de toda clase. Él solo
ganaba noventa y cinco veces más millones que el billete más
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meritorio. Sin embargo lo puse a la puerta de mi bolso… Pero
déjeme continuar. Los jóvenes vendedores de Lotería, que en
esta ciudad son todos mancos o cojos, y tienen menos de siete
años de edad, saltaban, hacían volteretas sobre sus dos brazos y
su pierna, persiguiendo su mercancía. Uno de los niños fue
atrapado en un torbellino. Le vi elevarse… No tenía más que
una pierna con su pie justo al final… Salto, me agarro al pie,
pero el viento nos separa. Caigo, y el niño sube…
—Aquí está la botella. Mientras hablaba, he bajado la maleta,
la he puesto sobre sus rodillas, pesa cuarenta kilos, y no ha
dicho nada… tiene derecho a la mitad del frasco. ¿Qué le pasó
al niño?
—¿El niño? ¿Que qué le pasó al niño? Pues bien, Señor,
descendió, algunos metros más lejos, empujado por una
corriente contraria, y no se hizo daño.
—Él, la noche en que nació, no solamente no había viento,
sino que las estrellas se aproximaron para iluminar a la partera.
Yo, estoy seguro de que he nacido mal, que no me han dejado
suficiente cordón umbilical, y eso marca, para toda la vida… Y
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a aquél, no se le puede llamar ni tan siquiera hijo de puta…
—¿Qué? ¿Qué dice? Simplemente tenía un poco raspado el
codo, eso es todo.
—¿Al menos atrapó algunos billetes?
—Uno o dos, en su pelo… uno de los billetes era del que le
he hablado, el que ganaba tanto…
—¡Al final acabó siendo rico! Tenga, bebamos… Hable,
hable pues… ¿A qué es verdad que mi pequeña botella está
llena de agua de rosas?
—Sí, Señor, agua de rosas alcoholizada.
—¿Y después? ¿El niño?
—Se fue, se fue… Yo llegué delante de la Universidad,
decorada por grandes pintores, como Alfaro Coupejarret, creo
que se llama así, no conozco su nombre exacto…
Entro, presento mi carné de prensa, y me hago conducir al
Rector. ¿Cómo lo hacen, le digo, para que haya tantos niños
mancos, tartamudos, sin pies? “Dónde, dónde...” “Aquí mismo,
en todas las puertas...” “¡Ah!”, dice levantando la frente de
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sus libros… “No los había visto...” Permanecimos en su
despacho, era de día, reflexionó, y cuando la noche iba ya a
caer dijo: “Debe ser por los caimanes...”
Y ya sabe, Señor, la vida fluye muy tranquilamente, con sus
noches y sus días, cuando se duerme las noches enteras, y más
tranquilamente todavía, si se hace la siesta…
—Yo, duermo bien, incluso desde que ella me dejó. Yo,
duermo bien.
—Yo duermo poco, Señor, claro está que bebo mucho… Y
tengo el consuelo que, si quisiera dormir, la mitad de las cosas
desaparecerían…
—Sí, sí… Panamá se aproxima… En tres días, van a votar:
Presidente, diputados, todo, todo, y todo es inevitable, y yo, no
sé nada. ¿Cree que veré a mi Dulcinea? Es aquí donde me ha
dejado, ¿sabe? Y por tanto, ¡amo esta ciudad! No hay puerto en
el mundo que sienta como su puerto. La encontré allí, sentada
sobre una cuerda enrollada, y para mí, Dulcinea significará
siempre los puertos y las cuerdas… ¡Ah! Panamá, te aproximas,
te siento… Di, ¿me hablabas de un torero arrastrado por las
mulas?
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—Ramón Velázquez…
—Torea aquí el domingo.
—No estaré aquí. Otros trópicos me esperan…
—Escuche, no hay mejor olor que el de la mar en tierra firme,
la de los puertos. Dulcinea, Dulcinea, yo creo… ¿sientes la sal?
—Pues sí… dice May.
—DULCINEA, amor mío, dijo hallándola, porque ella le
esperaba.
22
EL HOTEL PANAMÁ, situado en lo alto de una colina, sin
llegar por tanto a la altitud de las montañas, ni su clima, era un
hotel frío, refrigerado en exceso, para combatir el peso del sol,
siempre encima del techo.
Por sus innumerables puertas y ventanas se apresuran todos
los hombres ricos de Panamá, o de paso por Panamá, llegados
solamente para dormir o beber, pero en buena compañía. Y, se
alojasen en la primera o en la última planta, estaban todos
situados en el mismo escalón de la escala social—una escalera
tan alta que se pierde en pleno Paraíso.
Pero en el hotel vivían también los empleados de las
compañías aéreas, para una o dos noches de lujo. Ellos
23
desclasaban un poco la casa, pero con la real satisfacción de
sentirse respaldados por la reputación. Si los clientes ricos no
eran tan felices como los auxiliares de vuelo, los pilotos o las
azafatas, no tenían más que pedirla a la dirección del hotel.
Hubiera bastado con que tuviesen el corazón lo
suficientemente simple para disfrutar del dinero lo mismo que
si no lo tuvieran. Pero eso, en cualquier tiempo, ha sido un ideal
imposible de lograr.
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MAY ha tenido que atravesar una gran habitación para llegar
al balcón. El aire refrigerado salía, el aire de fuera no llegaba a
subir. En el balcón, hacía calor, pero la corriente de aire
procedente de la habitación era fría. Era pues difícil encontrar
en el balcón el mismo aire para las dos fosas nasales.
May esperaba un cambio de tiempo o el amanecer. Bebe el
Cuba Libre que ha encontrado—lo había pedido antes de
subir—sobre el borde del balcón.
Porque si bien hay noches más sombrías que parecen querer
durar más que las otras, si se las ayuda bebiendo, un día u otro,
el día acaba por salir, y eso, de la manera siguiente: las estrellas
no siendo más que los pasadores del cielo, y el cielo negro
25
siendo un tisú gaseoso, haciendo agujeros cada vez más
grandes, que abren la claridad, hasta que el día aparece.
Es al menos la experiencia que tienen los que esperan el día
bebiendo.
Fuera, las nubes pasan bajo la luna, tiradas por un hilo,
dulcemente, una tras otra. (Como un interminable levantar el
telón sobre la nada.)
El vaso seco, y la noche ennegrecida.
Le han dicho que Ramón Velázquez no ha bajado al hotel.
En la sala de juego, mira a un hombre vestido de blanco que
amontona manojos de dólares, y los mete en sus bolsillos. Sus
bolsillos deben cubrir, la longitud de las piernas del pantalón, al
menos hasta los talones.
26
SON las dos de la mañana en el snack-bar. En otra parte,
Panamá se quema lentamente al borde del Pacífico, esperando
que los barcos atraviesen con precaución la línea del horizonte.
A su vista los despachos abrirán, y las lámparas eléctricas que
penden del techo, asegurando el polvo, el dinero adormecido,
los barriles anegados de petróleo, se extinguirán.
Y más lejos todavía, se dice que las bananas cesan de madurar
por la noche, parar tardar el doble de tiempo en morir.
Las cañas de azúcar se balancean, más bien sus hojas porque
ellas son inútiles y pueden permitírselo.
Su propietario se balancea también, sobre un pobre taburete
de snack-bar del hotel, en esta hora remota de la noche.
27
—¡NEGRATA! Dame de beber lo que quieras… Pero si te
equivocas de vaso, si me acercas el vaso de leche de la señorita
de al lado, aunque esté lleno, te lo arrojo contra el espejo, ¡y
nadie más podrá venir a mirarse en él! Negrata, sirve también
un whisky a la señorita… su vaso de leche da la impresión de
rellenarse a medida que bebe. Apenas debe amar la leche. Di,
enseguida, cuando ganaba, en la sala de juego, ¿por qué no me
seguiste hasta la terraza? Te dije: “¿Quiere salir un poco de
aquí?” Y dijo no, porque llovía… Fui a ver, dispuesto a exponer
mi cuerpo, y encontré el aire seco. Toqué las losas, y estaban
secas también… Vea, habríamos tenido tiempo seco, si
hubiéramos salido. Y si hubiera llovido, yo, hubiera sido el
primero en reconocerlo: “Llueve, entremos.” Si se hubiera
quedado conmigo, habríamos gastado el dinero juntos… bien es
verdad, que habría sido necesario esperar a la hora en que las
tiendas tienen a bien liberar lo que no les pertenece, lo que no
pertenece más que al comprador… Todas las cosas que ellos
encierran por la noche, y de las que no tienen más que la
custodia. Vea, es una especie de robo que se repite todos los
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días, y que no es castigado. Durante el cierre, los comerciantes
se apropian de las mercancías de otros, y nosotros, los
compradores, estamos forzados a esperar el día. Durante
dieciséis horas no se puede comprar nada en las ciudades. Es
por eso que tantas personas se suicidan por la noche…
¡Mientras que si hubieran esperado nueve horas o nueve horas y
media, las vitrinas hubieran brillado todas desnudas, despojadas
de su cortina de hierro!
… Quizá hubiera llovido, pero habríamos podido volver, o
venir aquí, y no hubiera perdido tanto dinero… Y le habría
contado historias de mi vida, que desde hace días pedían ser
contadas, porque vuelven a mí con tenacidad. Le habría dicho
cómo hice fortuna… ¡Un lento y paciente trabajo! Sí, beba,
tome su leche… ¡Es buena para las pieles blancas! ¡Ah! ¡amiga
mía! ¿Me mira? No hace falta… Tiene usted seguramente
tantos poderes como un brujo del bosque perdido. Cuando he
dicho negrata, vuestra mirada me ha convertido en negrata. Y
ahora, si le cuento mi vida, ¿qué haría de mí? ¿Un sapo?…
Bien. Entonces, saltaría a mi vaso, que sería mi charca, y no
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escucharía más hablar de mí. Adiós. Estoy sentado en mi
taburete y voy a permanecer aquí. Ni una palabra más. Cada
cual conducirá su propio cuerpo por la ruta de sus
pensamientos, y los barman serán nuestros agentes de
circulación. Y cuando quiera parar, yo frenaré y me pararé, es
más seguro. ¡Ah, me mira! No me mire sin enseñarme primero
su mano, o un codo, o un pie… ¡Tengo tanto miedo de que la
mirada de la gente arranque mis ojos! Desde que hacen amago
de mirarme, desde que levantan su mirada hacia la mía, miro
cualquier parte de su cuerpo. Si su ojeada es maliciosa, la mía
está en la seguridad de que podrá pensar: “Sí, sí, pero tú tienes
un gran pie enganchado como un esquí, y una verruga sobre el
labio.” Puedo entonces mirar tranquilamente, y dejarme mirar,
no veo nada, o bien veo, delante de sus dos pupilas, un par de
esquís, cruzados, que bizquean… ¡Ah! Señorita, ¡baje sus
párpados! No estaba en guardia, y me ha deslumbrado…
Usted, seguramente, me encuentra agitado, ya que está tan
inmóvil… Sí, mis nervios se agitan de los pies a la cabeza…
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desde ayer, a causa de mi mujer, y de lejos, desde mi infancia,
ya que mamá decía que tendría un bebé nervioso, de aspecto
descontento, un vendaje sobre el seno izquierdo… Me lo han
dicho.
En cuanto a Ilona, ella vuelve mañana o un poco más tarde.
Ha pasado tres meses, toda una estación, en Nueva York. Para
obtener su salida, llena su bolso de mujer, y parte con el bolso
bajo el brazo. Ella va a cristalizar mi azúcar, como ella dice, es
decir que compra diamantes que chupa por la noche, sola en su
cama… yo la he visto.
Durante la jornada, rodeada de sus asuntos, los mira, los
hipnotiza, creo yo, para que ellos respondan correctamente,
porque ella les hace preguntas: “Sí, sí, brilláis, está bien. ¿Pero
a primera vista se adivina vuestro precio? Vamos, contestad,
facetas… ¡Cinco mil dólares! ¡Es lo que yo misma pensaría
viéndoos por primera vez y casualmente: cinco mil dólares
redondos! ¡Qué gema! ¡Qué cinco mil dólares! ¡Sobre seguro,
lo valen, el uno el otro, ese diamante, y esa suma! Veamos…
De lado, visto de refilón y agrandado por una vieja lágrima,
vale, Señor diamante, siete mil quinientos dólares, sí, así lo
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creo, no se podría intercambiar por menos, pero de frente,
vuestro valor cae!” Algunas veces, imaginando que los
diamantes la ven, se gira y salta detrás de ellos para
sorprenderlos: “Sí, dais buena impresión, a primera vista,
tocados por un rayo de luna, pero ahí abajo, tomáis un aire de
pacotilla, a veces...” Y sale de sus cajas de viejos diamantes
para avergonzar a los jóvenes con un collar de turquesas que
guarda para el final: “Vosotras solas, turquesas de mis veinte
años, tenéis más color que ellos. Vosotros, los diamantes, estáis
exangües, me picáis el cuello cuando os pongo...” Pero ella
rápidamente les da su amor y su nuca…
… A mí, creo que no me ha visto jamás… Vuelve mañana,
escucho sus brazaletes entrechocándose… y solo quiero una
cosa: que pase sin verme, incluso sí, con mi traje blanco, ¡me
toma por un poste! Mañana estará aquí. Y estoy tan nervioso
que voy de una planta a otra, posando con placer todos mis
pasos sobre todos los escalones, con la esperanza de retener el
tiempo entre la primera y la cuarta planta, y quizá, si subo y
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bajo muchas veces, ¡¡¡impedir que mañana llegue!!!
… ¡Ilona, piel de cocodrilo! ¡Ilona, lágrimas deshidratadas,
diamantes puntiagudos! Señorita Welles, aquí presente, te
mirará, ¡y tus diamantes caerán de su anillo! ¡No me mire, no,
no, señorita, siento que alguna cosa tira de mí al suelo! ¡Chico!
Sírvanos dos cafés. ¡Puag! ¡Es la decocción de un árbol muerto!
Realmente, hubiera podido escuchar la sinfonía de la
acumulación de mis monedas… y comprender porqué ciertos
billetes del mundo, perfectamente desconocidos los unos de los
otros, se buscan en un momento dado, formando una colonia ¡y
vienen a pegarse en el bolsillo de un hombre! ¡Sepa, que yo,
tengo grandes bolsillos! Si metiera la mano y quisiera tocar el
fondo, el impulso os llevaría de un salto a los países
extranjeros, a bancos que no conoce, rodeados de sus
ciudades… ¡Vamos! Hay que hacer fortuna, señorita Welles —
¿es ese su nombre?— Si no, ¿qué otra cosa podríamos hacer en
la vida?, a menos que, desde el principio, tiendas una mano a
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Dios a la espera de que él la coja. ¡Un poco de dignidad,
hombre!
Me llaman el Rey del Azúcar.
… Es necesario, si se quiere ser rico, pensar en la cosa a la
que, en el mundo, querrás dedicarte para enriquecerte:
inmuebles, campos de apio… Yo he elegido, después de
profunda reflexión, la caña de azúcar, porque sabía que es
sólida, amorosa, y que ignora la ingratitud. Después busqué un
país adecuado, éste, y acaricio, minuciosamente, cada uno de
los granos que he comprado personalmente, haciéndoles
recomendaciones de uso. Enseguida los siembro el día propicio.
Y cuando pueden, germinan, y bien pronto he tenido bellas
cañas que se amaban, se multiplicaban. Han bebido, se han
secado, han tenido, como todo el mundo, sus crisis de
crecimiento, han palidecido, ¡para enriquecerme!
… Y no lo he olvidado jamás. Ciertas tardes polvorientas, les
doy largas visitas, y cerca de ellas, como ellas de pie, me dejo
balancear por el viento, y me inclino hacia los dos lados, como
ellas, algunas veces hasta tocar la tierra, porque yo soy más
pesado, ¡pero me levanto riendo! Me siento a su sombra, y
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entonces, aunque el sol se desplace, no cambian el
emplazamiento de su sombra… ¡Ah! Las conozco bien… No
aman a nadie más que a mí… Estoy seguro de que a los peones,
sólo les soportan por obligación. Ellos también querrían
sentarse a sus pies y beneficiarse de la dulce oscuridad que
están obligadas a dispensar… Pero por un signo que ellas le
transmiten, un estremecimiento, creo, el vigilante surge y todos
los peones se levantan… ¡los traidores! ¡Es tan fácil sentarse
sin ser invitado..., sacar el culo, dirigirse a un hueco y después
dejarse caer! ¡Bandidos! ¡Ah, perdón, Señorita, perdón si he
sido inconveniente con la anatomía!
… ¡Pero hablemos de ellas! De lo que les hace falta, de lo
que quieren, a parte de mí, que las posee, porque sino hubiera
nadie para poseerlas no existirían, lo saben bien las pobres… lo
que quieren, ¡es la lluvia! ¡Beben, señora, beben! ¡Reventaría el
cielo para hacerlas beber!
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MAY pagó la leche, y fuera, buscó en el cielo luces de borde
de avión. Había una luz verde, entre dos luces blancas, pero
desaparecieron, apagando a Ramón Velázquez con el ruido de
los motores y de las olas, a través de la playa y la mar vidriosa.
Llegó a la primera calle de la ciudad, todavía jardín, que
llevaba al hotel Continente rodeado de arcadas, pero vacío de
Ramón Velázquez que no la esperaba.
No se hizo de día ni en el cielo ni en la ciudad, y en breve
ningún cambio se esperaba.
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LA llevaron café: May esperó el día bebiéndolo, porque,
cuando se bebe el café la mañana, si se bebe un poco antes,
lentamente y con buena voluntad, la hora del café matinal acaba
por llegar.
La mañana entraría primero por el balcón, sería por tanto fácil
de reconocer. Pero incluso en el balcón, la mañana no viene a
las tres de la mañana, ni a las cuatro, y, de detrás de la nube que
no había avanzado, ni reculado, ni subido ni bajado desde hace
dos horas, ningún avión apareció llevando a Ramón Velázquez
y sus tres maletas.
May estaba en el balcón.
En lo más negro de la noche, los Negros del hotel saldrán
después de haber servido a los blancos. En silencio, rodearan la
piscina en la que el agua es negra como su amiga la noche. Una
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mujer negra, también, su vestido, su corsé, sus zapatos, sus
medias, y se desliza en el agua, los brazos al cielo. Después se
pone de espaldas, y flotando en sus encajes de nylon, mira la
luna.
Pronto, veinte Negros en la piscina dirán que el agua olía a
Blanco, y con razón. Los Blancos, al día siguiente dirán que el
agua huele a ajo, es decir, a negro, y se equivocarían. Porque, si
en pleno día los hombres negros huelen bastante fuerte para que
los animales enemigos o amigos les detecten, y huyan o se
aproximen, de noche, todos calmados, no huelen nada, ni ellos,
ni los otros animales.
Todos regresarán, enseguida, salvo dos.
Él la hace salir del agua, carga con ella y la deposita entre dos
árboles—un animal lleva a su presa para comérsela fuera del
terreno de caza—pero la presa se levanta, y apretando al
cazador contra ella, le coge por las axilas y le coloca entre dos
arbustos. Y así, se conducirán el uno al otro, hasta ponerse de
acuerdo, y se comerán en una zona de sombras puras.
Pero quizá no se han ido tan lejos para comerse, ya que como
se verá, en lugar de ser cazador y presa, son hombre y mujer,
mujer y hombre.
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EL AIRE refrigerado en las habitaciones escasea. El aire de
Panamá, desde hacía algún tiempo, tomaba el hotel por asalto, y
caía sobre el muro, resbalando e impregnando las piedras.
Algunos mosquitos habían entrado en las habitaciones, incluso
en las habitaciones de quince dólares.
Los ricos, una vez desvestidos se dormían navegando hacia la
mañana. Se levantarán ahora, picados en la parte más tierna del
cuello.
El rey del azúcar se levanta a la misma hora que sus lejanos
peones.
Como había un poco de luz en la habitación, John fue hacia la
ventana para buscar la fuente. Pero no había ninguna esperanza
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de que el día se aproximase. La claridad de la habitación no se
debía más que a las cortinas.
John se aprieta lo más que puede contra su teléfono, y el peso
de su cuerpo inquietantemente se desliza a lo largo del hilo.
—¡Luis! No, Luis no está en el bar. Duerme. ¿Y la pelirroja
cómo se llama? Luis debe saberlo. ¡Luis! No, Luis no está en el
bar. Es Harry quien me habla. Harry, ¿cómo se llamaba la
pequeña pelirroja que estaba conmigo esta tarde? ¿No había
nadie conmigo? Que sí, ella estaba conmigo, le pagué una copa,
no tenía sed, le hablé de mí, ella me habló de ella. ¡Harry! ¿No
te acuerdas? ¿Ella no estaba conmigo? Pues yo estaba con ella,
yo, y tú dices que no estaba conmigo. Yo quería decirte que ella
me recuerda mi infancia, cuando tenía catorce años. No, yo no
era pelirrojo. Buenas tardes…
¿Ella no estaba conmigo? ¡Su rey! Ella no sabe que yo soy el
rey… ¡Peter! ¡Coge la botella más helada y tráemela!
… Ella debe estar durmiendo… Ella me recuerda mi
juventud… Yo no era pelirrojo, como ella, pero tenía un fin,
como ella. Pero yo, mi fin, hace tiempo que camino con él, que
incluso lo he sobrepasado… ¿Que qué más quiero? Salvo el
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poder de arrastrarme por la hierba fresca, la vida me ha dado
todo, sí. Además que para arrastrarme, tendría que haber sido
indio, sí, y poseer su pelaje… pero si no eres indio, si no tienes
su pelaje natural, siempre lo he dicho, hay que contentarse con
el traje blanco… Ilona, mi mujer… ¿Luis? Luis, quédate cerca
del teléfono, no te molestaré. Tendrías que subirme algo que
pueda beber cuando tengas tiempo. Aguarda al teléfono, para
cuando tengas tiempo… Pobre Ilona, pobre cocodrilo, ¡que ni
tan siquiera puede llorar! Sí, me has entendido bien, Luis: la
primera botella que te manden es para mí. ¿Es Peter ahora?
¿Cuánto te debo? ¿Es que pagué todo en el bar? Sube con
Harry… Pobre Ilona, no te quedan más que tres túnicas para
protegerte… te las quitaré una a una, eso te ayudará a morir sin
sufrimiento. ¿Has visto a los grandes cocodrilos pelados
comidos por las hormigas, en la orilla? Yo los he visto en
sueños, Ilona… Ilona, ¿qué has hecho de tu fin? Deberías llorar
lágrimas de hombre… Yo conozco tu fin, Ilona, era un hombre
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rico. Y ahora que lo tienes, ¿qué vas a hacer? Esperar a que me
enriquezca más todavía… ¿Y si no quiero enriquecerme más, si
paro de un manotazo el curso de mi dinero, qué harías?
¿Buscarte otro rico? ¿Todavía más rico? ¿Y después otro, y
después el que será el más rico de los ricos? ¡Pero que
existencia Ilona, para una mujer! Y después, no podrás más, lo
sabes bien, el matrimonio es una carrera que no se hace por
etapas…
… ¡Mis etapas se pierden!… Lejos detrás… ya no puedo
contarlas… Tan lejos… ¿Qué hice de Leopoldo? ¡Luis! ¡Luis!
Algo fresco, sube rápido, ven a charlar conmigo, date prisa…
Leopoldo se quedó donde quiso, pero no hizo fortuna, no hay
más que eso. Tenía dinero para cinco días cuando le dejé,
cuando me dejó, porque fue él quien… Sé bien que fue él quien
me dejó. Pero hice fortuna, y él no ha debido conocer más que
los bordillos,—¡cuándo había aceras!—. Porque hay también
barrancos sin fondo, llenos de noche un poco más abajo del
borde, y los charcos, también, por todas partes… sobre los
cuales, por supuesto, ¡no está permitido a nadie sentarse! Y si
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eres poroso, si secas bien el lugar, los ciudadanos os aclamarán
y os empaparán en otro lugar… ¿Has conocido eso Leopoldo?
¿Cuántas ciudades has secado, cuantas aceras has limpiado,
Leopoldo, desde que nos hemos dejado? Ves, Leopoldo, hay
que conformarse. Acuérdate del día en que te hablaba de la
fortuna, y de cómo hacerla. ¡Eso hace una vida mesurada! Pero
ya tenías mal los pies. ¿Era el derecho? Sí… tenías ese hombro
más bajo que el izquierdo cuando andabas. Y después, bien
pronto, tuviste mal el otro… Y sabías perfectamente que para
tener fortuna, hay que correr tras ella, arrancarle la peluca,
torcerla el cuello… ¡hacerla daño pero tenerla! Y tú, ya tenías
mal los pies, y te sentaste delante del cine de la ciudad.
Acuérdate que te esperé. Entré en el cine, y, a la salida, te dije
que la película hablaba de nosotros, que la fortuna también
cojeaba, en tiempos de guerra, y que no importa quien pudiera
atraparla… Te dormiste. Renuncié a despertarte, a llevarte a un
terreno baldío, lleno de vacas de ciudad… Aquí está la carne en
conserva, te dije, para Europa, después de la guerra… Francia y
Alemania han perdido muchos bueyes en el campo de
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batalla… ¡De pie! Te sentaste entre las hierbas, ¡incluso
pastaste con la vaca!… Te hice cambiar de sitio… “allí, ya
verás, estarás mejor”, es lo que te dije. La fortuna desaparecía
en el horizonte. ... Me hizo falta correr deprisa, y por la tarde,
en nuestro barco, —acuérdate de que era primavera en
Argentina—, franqueé también el horizonte… Entonces, ¿quién
de nosotros dos dejó al otro? Pero tú, tú… Eres libre de pensar
que quizá fui yo, me siento mal por todo el cuerpo, me siento
morir, Leopoldo. Leopoldo… ¿no es verdad que son tus pies
quienes nos han dejado a los dos? Y que he sido un buen amigo
para ti… Que te dejé mi chaqueta…
… El día debe de estar a punto de penetrar entre las hierbas,
de entrar en el agua de la piscina en primer lugar, puesto que es
la primera en mirar el cielo. Y si supiera que no hay nadie
abajo, ¡cómo me gustaría ir a hacer el Indio! Pero es de noche.
¿Qué yo sabía dónde estabas cuando hice dinero? ¿Cinco?
¿Cinco, calle de Espinas suaves? ¿Apartamento cinco? ¿Puerta
cochera cinco? No, no envié dinero. Hay personas que no han
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podido nunca escribir correctamente su dirección. Y todo el
dinero que se pasea por la tierra a su nombre, no llega a
encontrarlos en su casa. Es así cómo sucede, que existan ricos y
pobres… No, yo no iba a enviarle dinero a un número cinco.
Un hombre de negocios no hace eso… ¿Lo comprendes,
verdad, Leopoldo? Los números no tienen necesidad de dinero.
Treinta años, ¡hace treinta y cinco años! ¡Peter! ¡Coge un vaso
para ti también!
… Ilona, Ilona, es preciso que partas… yo te doy… yo te
doy… trescientos mil dólares de una tacada. Es un buen
divorcio. Cuando ella vuelva, me pedirá seguramente el
divorcio. Estoy de acuerdo. Ilona, sí. ¿Cuánto? ¿Trescientos mil
dólares? Sí. Ilona, ahora, puedes comprarte un gigoló.
Yo me quedaré aquí todavía tres años, para recibir la lluvia,
para secar, y recibir la lluvia otra vez. El único lugar en el que
entro cuando llueve, es en un taxi. ¿Por qué me miran todos
cuando me resguardo bajo un porche? ¿Cuándo entro en un
bar? ¡Se diría que desean que me moje fuera, como un perro! El
hombre es malvado… Si está seco, quiere que los demás se
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mojen… ¿Cuántas veces he preferido mojarme y caminar
mojándome, para contentarlos, para convertirlos en más
malvados y a mí en más triste? Una vez lloré, lo sé ahora.
¡Luis! Canalla, ¿no subirás nunca? Había llovido mucho, y
llovía todavía. En cuanto a mí, ya había estornudado dos veces.
Entro en un bar, me miran todos, como si me reconociesen.
¿Me conocéis? Hay uno que ríe… Y yo, me imagino que puedo
reír también, y río, y es en ese momento en que los demás dejan
de reír, como si mi risa cazara su risa, ¡como si no hubiera
lugar, en una estancia tan grande, para reír todos juntos!… La
lluvia, sobre mi rostro, comienza a deslizarse, tibia. Se parecía
cada vez más a las lágrimas, se volvió salada, y me hizo huir. Y
aquí, una vez que llegué aquí, me tiraron del taxi, comprendes
Luis, del taxi, y oí a uno que decía: “Está todavía borracho.”
Pero no lo estaba, ni todavía ni de nuevo. Estaba como no había
estado jamás. Ya ves, Luis, si eres de los que me creían
borracho, ahora sabes la verdad. Hace dos o tres años de eso.
Debes acordarte. Os debéis de acordar todos… La pequeña
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pelirroja no me respondía, Luis, ¿es lo qué has dicho? Ella
bebió su leche y no me respondió. ¡Ella tampoco! Y tú, no me
respondes nada, como ella. Si no quieres coger un vaso para ti,
no lo cojas, ¡pero ven!
Luis, ah, aquí estás Luis, con dos vasos. Aproxímate, deja
todo eso.
—No soy Luis, soy Peter. Buenas noches señor Higgins, aquí
estoy con los dos vasos, y en media hora, a dormir. Habrá que
colgar el teléfono. ¡Ah! La señorita me ha dicho que le diga que
es usted el rey, el rey. No antes de las tres de la mañana…
—¿La pequeña pelirroja?
—No, la grande y gruesa con gafas… ¿No la ha visto? Me
habló de usted en muy buenos términos. Le has causado una
grata impresión, se ha declarado vuestra vasalla, estaba lista a
entregaros su persona sin gafas…
—¡Estás borracho, sal! No, Luis, no te enfades, vuelve…
¡Leopoldo! ¡Leopoldo! ¡Nunca has venido a las seis de la
mañana a ofrecerme mujeres, Leopoldo! Regresa, no te
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enfades, no estás borracho. Con tus dos vasos, los has
guardado. ¿Ha bajado? ¿Se fue? Bueno, baje usted, Señor, baje,
lo encontraré abajo. No entregas las bebidas que te piden, eso
es lo que haces. E inmediatamente, me vas a explicar como es
eso de que no hayas dejado tus vasos aquí, y te hayas perdido
en los pisos. ¿No has llegado todavía? Te espero.
Tengo que volver a América donde los bancos me esperan, no
esperan a nadie más que a mí. ¡Por qué los bancos en quiebra
se alegrarán de la llegada de mi dinero! A esos pequeños
bancos, les daré la calderilla. El dinero serio, lo meteré en los
buenos bancos, todo cubiertos de mármol verde, y en el mármol
corren ríos y afluentes de color más oscuro.
Así, tranquilo y ligero, puedo ver delante de mí. Detrás de mí
mi banco platea mi dinero por todos los lugares que juzga
buenos. Compro un coche.
Es hora, también, de acabar con los taxis. Me paseo en coche
por toda América, veo un poco cómo se hace mi país donde han
puesto las tierras de regadío y las tierras de secano. Observo lo
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que han cultivado a los dos lados de las carreteras importantes.
Tomo una carretera estrecha que serpentea una montaña, y en lo
alto, sobre el pico, veo los techos, los pozos, ciertas ciudades, y
allí me pongo a reflexionar, sentado sobre plantas espinosas, las
que crecen en las alturas, y que son el adiós de la tierra, y
comprendo que el hombre es algo muy pequeño visto desde lo
alto—con los ojos desnudos y refrescados por el contacto del
aire—, pero hay en él sentimientos tan inmensos, que si pudiera
tapar todos sus orificios, ¡subiría al cielo como un balón! Esto
es, Luis, lo que pensaría si estuviera en el pico. Y si no tienes
ganas de subir a un pico y pensar en tus semejantes: los
camareros y los consumidores como yo, incluso si te taponaran
por todos lados, tú, nadie podría elevarte, porque no eres un
hombre. Ahí lo tienes. Si lo fueras, ya habrías llegado, para
beber conmigo, como tiene que ser.
… Yo volveré a bajar, y cambiaré de región. El acento de la
gente cambia según las regiones y me acompaña. Me haría falta
una mujer a mi lado. Ella vería todo lo que yo no he visto.
“John, ¿te has fijado en las raíces de este árbol, cómo
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desaparecen? “ Y yo lo veo después de ella. “John, creo que es
mejor partir mañana pronto”, y estoy de acuerdo, y añado que
hay que marchar por la mañana porque el viento no ha gastado
todavía su oxígeno, porque tengo el depósito lleno de gasolina,
lo que viene a ser lo mismo. Las mujeres ven siempre más
lejos. Ellas son como la pequeña pelirroja. Me hace falta una
mujer al lado, parecida a la pequeña pelirroja, para que le diga
lo que pienso de lo que veamos. ¡Oh, pero no Ilona, ella no!
Ella ya está muerta.
… La pequeña pelirroja vendrá conmigo, y atravesaremos los
prados verdes y los árboles frondosos. Compraremos un cesto
de mimbre, sin mirar el precio, con platos y termos para las
mañanas frías, o los atardeceres en las carreteras. Y apenas nos
cansemos de un lugar partiremos… Iremos a los países con
sequía, y a los países con agua, puesto que los países se dividen
en todos los sitios entre secos y mojados… E iremos a los
barrios mal pavimentados para entrar en lo más vibrante del
jazz, que nace allí y no en otro sitio… ¡Luis, vuelve! Si tienes
50
sueño, podrás dormir en mi cama, al lado mío. Tengo un sueño
tan bello, tan grande, que me toma toda la cabeza, que toda la
cabeza lo piensa, y mi cuerpo lo vive, y estoy feliz. Sí, sí, la
cama es suficientemente grande. No me moveré mucho, y
compartiré contigo, puesto que estás aquí, todo lo que tengo. En
este momento, tengo un coche, y avanzamos por una carretera
de confianza y bella. ¿Luis no está ahí? ¿Se ha ido a dormir?
Bueno, bueno, ¿eres Harry? Harry, sube con dos vasos, voy a
contarte lo que he soñado… Eso es, te espero…
… ¿Dónde iba Ilona a comer tomate para adelgazar? Es en el
Maine. En el Maine, cazamos las grasas y el alcohol desde que
dejé América. En invierno hace frío, en verano hace calor, y la
primavera es una estación de transición, en la que llevamos
jerseys de cachemir rosa y azul. En la granja del Maine, se
levantan pronto y comienzan en seguida a comer tomate…
Después, hay que hacer ejercicio, respirar todo el oxígeno que
se pueda encontrar en la región, y volver hacia la comida, hacia
la tomatera… Así, pierdo diez años, y soy un hombre muy
joven. Y pierdo tantos años como quiero. Mientras haya
51
tomates, podré perder años. Llevaré a la pequeña pelirroja
conmigo, y perdidos los dos en los campos de tomates,
rejuveneceremos y rejuveneceremos…
… Es preciso que vaya a los Estados Unidos con ella. Llueve
de nuevo. Puedo abrir la ventana y mirar el día, debe ser la
hora. Y el domingo, irán a votar, todos los culos-desnudos.
Nada que temer, pero aún así, parto hacia los Estados Unidos.
Ilona, rápido, aquí tienes tu divorcio. Sí, doscientos mil dólares,
doscientos mil. Es un buen divorcio. Cómprate lo que quieras.
… Podré partir de aquí sin esperar tres años. El domingo, no
pasará nada, no habrá ni tan siquiera grandes lluvias. Hará buen
tiempo, y el buen candidato será el buen Presidente… No
llueve más. No me gusta el día, hoy. Se diría que la lluvia lo ha
arrojado a la tierra. Llueve todavía, y llovió ayer. La lluvia cae
inopinadamente sobre todos los proyectos y particularmente los
proyectos de paseo. Se dice que ciertos gobiernos caen,
minados por las aguas subterráneas. ¡No! No habrá asesinato el
domingo. El país es tranquilo. Bravo país, buen país, vota por
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él. Y déjame partir, no volveré más. ¡Ah! país mojado, si al
menos estuvieras en el territorio de los Estados Unidos, en
medio de un Estado, con sus cuatro climas, ¡habría podido
amarte! ¿Se han ido todos a acostar? ¡Harry! ¡Peter! ¡Luis!
¿Todos?
53
MAY salió de las hierbas de la colina, cabalgadas de
insectos, y regadas, a pesar de la lluvia, todas las tardes al
acostarse el sol por aspersores. Bajo un árbol, la cortacésped
había olvidado un metro cuadrado de hierba, eso o el árbol lo
había acogido serenamente bajo su protección. Sus briznas
estaban suaves, no decapitadas, podían parecer, a primera vista,
más altas unas que otras, y por allí desordenadas, pero estaban
bien para pisarlas y benevolentes a la mirada del hombre.
Mientras que los tapices de hierba, hechos de tantas savias
cortadas, emborrachan a los insectos y no dan al hombre más
que mucho verde, que es ciertamente un color, pero no es
suficiente ser verde para ser hierba.
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May y el metro cuadrado de hierba de bordes desiguales se
miran bajo el árbol, y el aspersor, electrónicamente guiado por
la dirección del hotel compuesta por tres miembros, se estrella
contra un muro más fuerte que ella. Perdió todas sus piezas, y,
entre el momento en que murió, y en el que su sustituto salió de
su garaje, no hubo nada que segar, nada segado.
Los cuerpos entraban uno a uno en la piscina.
May regresó al hotel y preguntó si Ramón Velázquez había
dormido allí y le respondieron que no sabían donde había
pasado la noche.
En la cafetería, bebió café en una taza en la que los labios de
Ramón Velázquez no se habían aproximado desde al menos un
año.
—¿No ha venido aquí esta noche, barman? ¿Entonces dónde?
¿Cuántos hoteles hay en esta ciudad?
—Los hay de todas las categorías, como en todas las
ciudades, los hay en todos los barrios, usted debe saberlo…
—Lo sé.
—Y los hay de todas las categorías, como en todos los sitios.
—Como en todos los sitios de fuera.
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—Entonces buena suerte…
—¿Dónde está mi Ramón Velázquez, dónde está mi Ramón
Velázquez? Ayer tarde estaba en el avión que yo he visto.
¿Adónde iba? ¿Al Norte, al Sur, o hacia los dieciocho puntos
cardinales que lo alejan de mí?
—Gracias, señorita, me ha dado el importe de cinco cafés y
de dos vasos de whisky como mínimo, tres incluso si se sirven
mal.
Sin entender, May fue a sentarse sobre el césped, cerca de la
piscina, pero ninguno de los cuerpos en el agua ni fuera del
agua eran el cuerpo de Ramón Velázquez.
Ella se desvaneció, la sombra de una hoja sobre los ojos. Un
hombre mojado le pasará por encima y las gotas que caerán de
su cuerpo sobre sus párpados, le harán recobrar la memoria de
su Ramón Velázquez.
Y sobre el cuadrado de hierba libre, no encuentra otras huellas
que las suyas, sin los pasos de Ramón Velázquez.
May entró en la ciudad desde fuera, a paso lento, a fin de
evitar el brutal reencuentro—en pleno centro de la ciudad—
entre una ciudad desconocida y quien no la conoce, sin que el
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uno o el otro hayan podido escapar a tiempo.
La ciudad había comenzado por ser piedra y hierba, después
piedra y árboles, después piedra, después ciudad de madera.
En la ciudad de madera que está en medio de todas las otras,
los autobuses suben y bajan, los hombres caminan y atraviesan
la calzada, los cables de la electricidad cuelgan sobre las calles,
y Ramón Velázquez no está allí.
May se apoya contra la pared de una casa, sin ventana de ese
lado, y que da a la calle. Dos hombres que pasan, ninguno era
su Ramón.
Ni sobre la acera de enfrente, ni sobre ésta, vista de frente,
ningún hombre era Ramón Velázquez ni tan siquiera su
hermano.
En fin, si no estaba en ninguna parte, ¿debía de llegar, en ese
mismo momento, por avión o a pie, o de otra manera?
En la media hora que siguió, no hubo aviones en el cielo, ni
vagabundos por las calles.
En el bar donde entró, se sentó, con algunas moscas, en una
mesa. Les pidió azúcar, y leche para ella. Después se fue
porque Ramón no entraría jamás allí, y el patrón vino en
57
persona a arrojar el azúcar y sus moscas al suelo.
Pasaban menos hombres que antes. May siguió a uno, que
tenía casi el paso de Ramón Velázquez. El hombre entró en una
casa que debía de ser la suya, dejando a May sola delante de un
muro lleno de carteles, aspecto político de la ciudad. Allí estaba
Alcibitas de la Porra, sus hermanos y sus primos los diputados,
con su curriculum vitae y el lugar de su nacimiento impreso,
debajo del lema de su vida: “¡Pan y libertad!”. Los policías
golpeaban a un hombre que vendía periódicos. Y el hombre
quedó allí, en el suelo, durmiendo en calma sobre sus
periódicos esparcidos, con el cráneo fracturado, el rostro
inflamado, el alma ida. Y rodeado de calderilla.
Sin que Ramón Velázquez haya venido a ver lo que pasaba.
58
EN otra calle, el sol brilló un instante entre una nube
próxima y una nube lejana. May se apresuró a ver todavía
donde se encontraba Ramón Velázquez.
Pero antes de que lo haya encontrado, el cielo entero se
transforma en una sola nube, gris, después ese gris cubrió la
ciudad. Y la lluvia empezó a caer… Algunas gotas al principio,
como si regase las plantas de los pisos de abajo, después todo lo
demás.
Para entrar en el hotel, había que subir por la calle central,
subir más todavía, llegar a la ciudad donde los árboles
comienzan, a la ciudad donde los céspedes protegen las casas,
después se encuentra el Gran Césped, y el hotel, con sus
ventanas cerradas.
59
Pero antes de llegar allí, May encontró sobre un muro un gran
cartel de su Ramón Velázquez, y esperó con él que la lluvia
cesara.
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EL rey del azúcar, en calzoncillos en su balcón:
—Buenos días Harry.
—Buenos días, Señor.
—Te he llamado, porque quiero comer aquí, solo.
—Siempre come aquí, solo.
—Pero hoy, no. Habría querido ir a comer fuera como los que
miran la piscina, pero no lo haré. La humedad me subiría por la
planta de los pies y según mi cuerpo estuviera seco o ya
húmedo, eso podría hacerme mal, médicamente hablando. Y
miraría al agua que se agita, y mi cabeza se agitaría con ella, lo
que se llama un vértigo. ¿Has visto, Harry, todos esos cuerpos
61
desnudos? Sin ropa, un cuerpo es dos veces más alto, tres veces
más ancho, y se ve entonces, que el hombre es un animal más
bien grande, que incluso es un animal grueso, entre los demás
animales. Yo, por mi corpulencia, podría haber sido el jefe de
una manada de ciervos. Ocuparía una posición acorde a mí
mismo, es decir con mi cuerpo. Vestido de hombre, soy un
grueso buen hombre, Harry. ¿Ves bien desde aquí?
—Sí.
—¿Ves un cuerpo muy blanco de pelirroja, de pequeña
pelirroja?
—No.
—Yo tampoco, dice John.
—Sí, sí, yo la veo.
—¿Dónde, dónde?
—Ah, no, es una vieja pelirroja. ¿Qué quiere comer?
—Has dicho que la habías visto… ¿Estás seguro de que no
era ella?
—Sí. ¿Y qué le traigo?
—Estoy cansado de masticar.
—Hay que comer…
—¿Hay algo nuevo de comer?
—Los cangrejos, los langostinos y las langostas… nuestras
62
gallinas y pollos, con pequeños pollitos muertos por todo el
plato…
—No, no, nada de eso. Alguna cosa nueva sobre la tierra,
nueva no importa de donde. Que han hecho de nuevo para
comer, aquí, en el hotel, después de tantos siglos...
—No sé, Señor…
—¡Qué, vete a por ello! No me queda más que morir.
Después de todo este tiempo, ¿no ha habido cosas nuevas?
¿Animales nuevos, plantas nuevas que pagaría para que crezcan
solamente delante de mí? ¿Frutas tan nuevas que estuvieran las
peras el día de su creación?
—Señor, señor, me acuerdo… Un paté francés cogió el avión
el martes. ¿Quiere que vaya a ver si ha llegado, ya sea a
correos, ya sea a la cocina?
—No quiero nada, no comeré nada. Mira la piscina por mí. Si
ella está allí, debe de atravesar el agua como un rayo de fuego.
—O entonces, Señor, como una ballena, quizá, si desplaza
mucho agua, si la coge con su boca y la escupe, nadando de
espaldas…
—¡Cómo un ballenato! idiota… es una mujer pequeña, como
un ballenato…
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SE queda ahí, mirando nadar de espaldas a la vieja pelirroja.
Gotas de lluvia, filtradas del balcón superior, caen sobre él.
John apretó los labios sobre el reborde de su propio balcón y
aspiró la lluvia. Aspiró tanto, que de su balcón, ninguna gota
cayó sobre el de abajo.
Después escampó, y llovió de nuevo. Desde las primeras
gotas—las que caen asimétricamente en un brazo, y no sobre el
otro—algunos cuerpos se zambulleron en la piscina. Otros se
metieron bajo las sombrillas. Ciertos cuerpos estornudaban, con
los pies en la hierba. Otros, con sus asuntos bajo el brazo, en
una toalla, corriendo hacia el hotel perseguidos por la lluvia, un
64
pie calzado y el otro desnudo. A ciertos cuerpos de mujer, los
pálidos senos se les escapaban del bañador.
Porque de toda la vida los blancos han sabido que la lluvia
tropical transmite toda clase de enfermedades, incluidas las
enfermedades desconocidas.
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DE un solo vistazo, John vio una mata de rosas entre dos
sillas de hierro, y a May vestida, al borde de la piscina.
—¡Oh! Se va a suicidar, Harry, ve, corre. ¿Harry, ya no estás
ahí? ¡Mis pantalones! ¡mi camisa blanca de manga corta! Voy.
Saltó por encima de los charcos de agua, incluso los más
grandes, como el ciervo que era, grande y triste en medio de los
hombres, con, alrededor de la cabeza, una floración cubierta de
amores, ideitas, y gotas de rocío, que tenía en lugar de cuernos.
—Hoy, si me lo permite, me pondré de rodillas. Aquí la rosa,
aquí mi cirio. ¡De rodillas! (el frescor de la hierba le subió
66
desde las rodillas al corazón). ¿Han sido oxidadas, estas rosas,
al contacto con el hierro?
—No, Señor, ¿dónde las ha cogido? No me gusta que se
corten…
—Devuélvalas, ¿ve ese jarrón, atrapado entre esas dos sillas
iguales? Allí las hay, dentro, por docenas. Y todas del mismo
color, cualquiera que sea su edad. Espere. Voy, con mis dientes,
a arrancar sus espinas…
—Levántese.
—No. Y alargo mi brazo, ya que no quiero levantarme, y
tomo para ti otra rosa, y una rosa para mí. ¿Qué dirá la dama si
viene?
—Que es preciso replantarlas.
—¿En ese mismo florero? ¿En este agua que habrá cogido
todos los olores de su habitación? No. Iremos a otro sitio.
Bueno, me levanto. Tenga en cuenta, mientras camina, que la
tierra es blanda, y que será fácil para nosotros, allí abajo, detrás
de esos árboles…
—¿Qué?
—Coger todas las rosas, mezclarlas las unas con las otras para
deshacer las docenas. Cavémoslas un agujero, plantémoslas en
el suelo. Si la operación resulta con éxito, saldrán raíces. Si no,
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morirán, solas y dignas, en medio de sus hermanos y hermanas,
las otras plantas, lejos de las miradas de la Dama, lejos de
Ilona, que les diría: “¿Cómo? Tan queridas, y se marchitan.”
¡En cuanto al jarrón, rompámosle! ¿allí?
—Allí, no, dice May. Hay piedras.
—Sus ojos, hoy, están tranquilos, dice él.
—He caminado mucho, y hacia el final, tropecé…
—Calmados, y serenos.
—Sobre un cadáver…
—Y ha tenido que cambiar el itinerario de vuestro paseo, ya
veo, ya veo… Y la lluvia caía, y está mojada… sus cabellos,
con la lluvia, son menos rojos…
—Es que llovió. Me quedé sola en la calle, no había ya nadie
fuera, salvo carteles, y más carteles. Es por lo tanto muy
comprensible que todo el agua me haya venido a mí.
—Habrían vuelto a sus casas. Es lo prudente… Cualquiera
que sea la circunstancia, lo mejor que se puede hacer, es
regresar a la casa de uno. ¡Qué vuelvan a sus casas! Bien. Esto
es lo que diría con frecuencia si fuera un verdadero rey.
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¡Volved, volved! ¡A casa! Pequeños, pequeños… Y ellos
correrían hacia la puerta, como las gallinas acuden al grano…
Pero yo, Yo, me quedaría siempre fuera…
—Señor, que no conozco, le digo, iré a liberarlos.
—Sí, sí, después, hay que liberarlos.
—Le he visto por primera vez, allí, haciendo agujeros en la
tierra, del espesor de un tallo, con su pequeño dedo.
—Entonces ha visto mi mejor yo.
—Pero si quiere encerrar a quien sea, le olvidaré.
—No, no me olvide, ¡perforaré la tierra entera con pequeños
agujeros hechos con todos mis dedos! Venga aquí, al lado de
estos otros árboles… como usted, amo la lluvia… Esta mañana,
en mi balcón, en calzoncillos, pensaba en la vida, y la música
del agua estaba en mí. Y esta noche, puesto que había música,
pensé en usted, en su piel tierna y blanca, y en los mosquitos
que, aprovechándose de que estaba sola y desamparada, le
picaron. Y soñé que me habría gustado estar allí… Oh,
solamente para cazarlos…
—En efecto, en efecto. Y le vi, también, ayer noche.
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—Olvídeme, vamos al bar, vamos rápido a beber, vamos a
olvidar que me vio ayer noche…
—¡Señor, señor! ¡Hay un hombre, en el bar, que cuenta para
diez personas, cómo ha matado a una mujer!
—¡Harry! No seas indecoroso, dice John.
—Cómo se ha matado… Todo el mundo le escucha…
—Vayamos a ver, dice May, si hay una forma de morir que
no haya imaginado.
—Vamos, sí, venga a escuchar la muerte de otros, eso os
distraerá, dice John, venga, no sufriréis.
Guerricabeitia, en el bar, canta la muerte de la Desconocida,
sujetando un brazalete de plástico verde.
—Jamás, en todos los viajes que he tenido el honor, digo
bien, la suerte de hacer para mi Compañía, había visto un
suicidio tan sádico y tan masoquista a la vez. Creía que solo los
hombres tenían ese tipo de coraje, y en la India, donde mi
Compañía me larga muchas veces, he tenido el placer de ver a
un hombre que, delante de una multitud de curiosos—el curioso
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no teme nacer en todas las latitudes y en todas las longitudes—,
vi un hombre que delante de personas como usted, o quizá
usted misma estaba allí, se puso un clavo en la lengua
perpendicularmente a la carne, es decir que se lo clavó.
Después lo retiró, masticó, tragó, y ese hombre no quedó ni
mudo ni ulceroso, era siempre un hombre válido. Pero, lo que
he visto hoy, sobrepasa lo que vi ayer, y quien dice ayer dice el
año pasado, en una centena de grados Este.
Ella, esta mujer, se ha quemado con un arte consumado, ¡y yo
estaba allí!
A esta hora, ella siente, señores y señoras, la carne tibia. ¡No
huyáis! La Compañía me ha proporcionado a menudo contactos
con la dura realidad, y todo eso a la vista. Usted, escúcheme, al
menos. Porque un hombre que viaja es un testigo, y un testigo
es un hombre que uno escucha. Por lo tanto, se sentía quemada.
Sí, ya veo, le he despertado, si se puede decir, el apetito… Y
bien, continúo: era una mujer joven. Imaginad la carne jugosa y
bien regada, la carne joven, todavía impregnada de la leche de
la infancia. Digo “era”, porque no creo que viva todavía. Y si
71
viviera, ¿de qué la serviría? ¿Con sus tres cuartas partes de agua
evaporadas? ¿Sin pelo? ¿Sin, sin nada? Y su hombre que no la
amaba ya la amaría todavía menos. Se lo digo, si ella vive, no la
serviría más que para prenderse fuego una segunda vez,
comenzando por otro extremo.
¡Por qué ella se ha vertido encima un bidón lleno de
keroseno, señores! ¡Y ustedes, señoras, vean que ejemplo!
Ella ha debido hacer eso en su cocina, utilizando el futuro
combustible de los alimentos de la semana, porque ella poseía
sin duda uno de esos hornillos que no funcionan más que con
keroseno sub-producto del petróleo: el petróleo, sabe lo que es.
Yo, pasaba cerca de allí, porque me gusta visitar las ciudades
en las que mi Compañía tiene a bien enviarme. Un día que mi
avión hizo un aterrizaje forzoso, aproveché para hacer pesca
submarina. Me paseo pues alejándome poco del centro, o bien
saliendo de la entrada de la ciudad, para ver alguna cosa
particular, generalmente referidas en los mapas, ya sean
geográficas, ya sean turísticas, es decir artísticas. Pero jamás
me aventuro en esas calles que sin estar en la ciudad tampoco
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están fuera, siempre un poco alejadas del exterior y del interior,
allí, en fin, donde se esconden los peligros.
Paseaba no lejos de una calle que no sabría situar, y que se
convirtió, después, en la calle del drama. Al principio nada, yo
creo que incluso los buitres cantaban. En fin, un silencio,
después veo a un hombre salir de una casa que tenía un jardín
bien cuidado, y escucho una voz de mujer que parece querer
retenerle, porque ella hacía una pregunta, y habitualmente las
preguntas esperan respuestas. “¿Estás seguro, estás seguro?” y
el hombre, sin volverse, llegó delante de la tercera casa con
jardín de la calle, y gritó: “¡ya no te quiero! ¡ya no te quiero!
¡ya te dije que quería a otra!”. Y camina, y camina.
Yo, sobrepaso la primera casa con jardín, que se convirtió
enseguida en la casa del drama, y adivinando que algo pasaba
me giro, y veo una mujer que avanza hacia mí, envuelta en
llamas. Entre las llamas, veo sus ojos fijos en mí, y me dice,
porque era el único que pasaba por la calle: “¿Dónde está?
—Señora, se ha ido, le digo, ha cogido un coche...” Una
73
llamarada, que parte de su corsé, me oculta sus ojos. Dijo
gracias, se volvió lentamente, dejando caer unos tizones, y se
fue. En medio de la calle, cayó y comenzó a dar gritos atroces,
pero no eran gritos, era un nombre: “¡Antonio! ¡Antonio!”,
convertido en grito. Las llamas se retorcían, pero ella no. Su
cuerpo estaba recto. Como estaba carbonizada, ha debido dejar
sobre la calzada huellas como los neumáticos… Pero no puedo
asegurar nada, hay pocos precedentes, luego no puedo decir
nada sobre el estado de la calle. Éste, este brazalete, rodó por el
suelo, y aquí está. ¿Alguna señora lo quiere?
Tiene las mismas virtudes que el ramo de bodas. Quien lo
coge, arde en el año, ¡arde en el año!
—Démelo, dice May. A ella no le debe gustar que un hombre
juegue con su brazalete. Lo cojo, ¡aunque arda pronto, o en el
año!
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—¡AH! ¡qué imprudencia! dice John. ¿Quiere venir a ver una
ciudad incendiada? No está lejos del mar, y tampoco de la
tierra, fue quemada hace tres siglos y sufre todavía… Si la
viera, arrojaría ese brazalete. La descubrí un día que me
paseaba en barco, no lejos de la costa, remontando la corriente,
porque usted sabe que la mar está a veces en pendiente, y al
final de una colina, cuando esperaba descubrir un territorio
tropical sin ciudades, la vi. La mar se puso a correr en sentido
opuesto, y descendí, dulcemente arrastrado, la nueva pendiente
marina. Mi barca se paró por sí misma, la mar endereza su
dirección, y me encuentro en la ciudad donde todas las piedras
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habían estallado, ya sean calcinadas, o simplemente blancas.
Me siento en un pasillo de hierba que era la nave de una iglesia,
y allí encuentro la primera bala, que cojo, y la saco de estos
lugares. Estaba todavía caliente aunque oxidada. Encuentro la
segunda en lo que debía de haber sido un mercado, y la meto en
mi otro bolsillo. Encuentro dos balas más, y en un pequeño
perímetro que había debido de ser una casa, encuentro otra,
pegada en un muro, y trabajo muchas horas tratando de liberar
la una del otro: el muro de la bala y la bala del muro. Mis
bolsillos no eran suficientes para las balas de Morgan el pirata.
Me quito mi chaqueta, pongo encima todos los proyectiles, y
cruzando las mangas sobre ellos, con un nudo doble y sólido,
los llevo a la mar, en la cual desaparecen.
Subo en mi barca, y debo remar muy vigorosamente, porque
esta vez la mar no iba a ninguna parte. Abordo sobre una colina
sin árboles, atravieso las hierbas hasta la primera carretera, y
allí, espero el taxi, que viene, y me libera de todo.
… Vamos, Señora, venga conmigo. Si ella está todavía allí,
nos recibirá bien.
—No, yo, parto… Tomo un avión y partimos. Debo ir todavía
76
a medir el quepis de los militares, en Caracas.
—¿Y las elecciones? Si Panamá muerta no os interesa, hay
una Panamá viva que vota pasado mañana…
Pero el rey se quedó solo, su cuerpo deformado sobre el
taburete del bar, como una gran flor en su tallo.
77
MAY entró en su habitación donde no había nada que
llevarse. Un poco de jabón rosa derretido en baba rosa en el
lavabo. Se habían llevado todo el polvo que había podido hacer
en una noche, y, sobre la mesa, ya no había los cercos dejados
por los vasos de Cuba Libre.
El lecho sobre el cual ella se durmió, tenía los ángulos duros
en las cuatro esquinas del colchón.
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—¿RECUERDAS la Dama a la que arrojamos el jarrón
contra una piedra? Dice John.
—No.
—Es una princesa hindú, que ha venido a ver si sus caballos
se adaptan al clima, con su jarrón, que tenía 2.000 años. Busca
al culpable por todos los pasillos del hotel, y le infringirá 2.000
años de prisión. ¿Escuchas esos galopes sobre el mármol? Los
policías que son catorce, de diferentes grados y tres perros,
llevan con ellos a un joven caballo que tiene mucha intuición.
En cuanto a la princesa, ya ha desgarrado sus más bellos sarís.
Compréndela. El ceramista autor del jarrón, lo había hecho con
sus propias manos...
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—El caballo se aproxima a mi puerta… dice May.
—Es por eso que he venido a buscarla. Huyamos, una hora o
dos, hasta que encuentren los fragmentos. Nuestra desaparición,
por otra parte, nos acusará, y ayudaremos así a la justicia, más
claramente que si nos hubiéramos denunciado… Si me cogen,
mi azúcar me servirá para hacerme salir de prisión. Y usted,
Señora, ¿qué posee usted?
—Sepa usted, que tengo poca fuerza y que jamás he poseído
nada que pese más de tres kilos. Todos mis bienes juntos deben
de pesar tres kilos y medio… Y ya es mucho…
—Jamás he pensado en pesar mis campos de caña de
azúcar… Si, para pesarlos, quisiera cortarlas, hasta donde
tendría derecho de cogerlas de la tierra… No, no lo haré. Mis
cañas de azúcar necesitan toda la tierra, incluso de la tierra
donde no están. ¿Escucha los perros, ahora? Hay al menos
catorce, ¡partamos!
May y John, sobre la colina verde del hotel, esperarán de pie
hasta saber que tiempo va a hacer, observando a los bañistas,
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que son siempre el barómetro del tiempo.
Hombres que se sumergen en la piscina. Otros hombres,
vestidos de blanco, abren las sombrillas… (sol)… Los que se
habían tirado a la piscina salen y se ponen bajo las sombrillas…
(sol)… Después dejan la circunferencia de sombra que les
contenía incluso tendidos, caminan hacia el agua, la miran,
miden la distancia, y ¡plaf! la reencuentran… (sol)…
Después levantarán todos la cabeza (los que nadaban bajo el
agua mientras hacen superficie) y mirarán… (nubes).
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LA ciudad estaba tal y como el pirata Morgan la había dejado,
sus mujeres y sus hombres violados en lo que tenían de más
valor, por las balas de cañón.
El día siguiente de este histórico acontecimiento, los cipreses
del cementerio, saliendo de su recinto, habían comenzado a
crecer en otros lugares, en toda la ciudad, con preferencia sobre
las otras plantas.
Un gran silencio les rodeaba entonces, en el cual el chofer no
quiso entrar, y detuvo el motor junto al mar. La ciudad estaba
pavimentada de hierba — John pudo quitarse los zapatos. Al
tiempo y a medida que caminaban: a derecha, la mar, en el
centro, los muros y los cipreses, además, el resto del país y el
Océano Atlántico.
82
—Si viene a caminar por el agua, que bordea estas tierras,
verá como no está fría. Y si ha devuelto mis balas, podrá
sopesarlas… Vea, vine, y he salvado la ciudad. Es lo que
deberían haber hecho hace tres siglos. Si a todos los hombres de
la ciudad les hubieran atrapado al vuelo y los hubieran arrojado
lejos… Pero llegué demasiado tarde.
—La mar está seguramente fría…
—Ahora no… Venga a verlo. Si la mar no las ha devuelto, las
balas se hunden poco a poco en la arena para ir a bombardear el
centro de la tierra…
—Su color es un color de frío.
—Venga, venga, vayamos a salvar el centro de la tierra.
—No hay nadie allí abajo, dice May.
—Ilona, de quien voy a divorciarme, camina por el agua para
afinar sus tobillos. Ella hacía muchas idas y venidas, de un lado
al otro de la playa, y yo la esperaba en medio, con las
conchas… Pero si quiere caminar, caminaré con usted…
—Creo que hay piedras.
—Seguramente. Tiene razón. Y debe estar más fría de lo que
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pienso. ¡Qué frío tengo! ¿Y en qué estrecharme, quién podría
ponerse sobre mi piel para calentarla, rodeado de aire como
estoy? ¿Tendría menos frío si me acuesto en el suelo?
—Solamente de un lado.
—Sería necesario que la mar me recubra entero, para que
tuviera menos frío… ella al menos no dejaría pasar las
corrientes de aire… También podría hacer un agujero en el
suelo y meterme en él… ¿Como hacían los salvajes, cuando, el
tejido del mundo siendo demasiado flojo alrededor de ellos,
sentían el frío?
—Dormían con los tigres… dice May.
—Pero quizá no tengo frío más que a mí mismo… He debido
coger una tristeza repentina cuando me habló de su avión…
¿Era grande al menos? ¿Sabrá llevaros?
—Es un cuatrimotor.
—Me gustaría que los aviones que os lleven tuviesen cien
motores… Mírela ahora. Tiene reflejos rosas… Eso quiere decir
que el sol va a surgir…
—Vayamos a verla. ¿Y su frío?
—Calor. Cuando me habla, en lugar de hablar sola como
84
hace con frecuencia, cuando pronuncia “ usted ” mirándome,
mi frío se va… me siento… me siento… Si fuera una araña, me
dejaría coger de un hilo, y me balancearía locamente. Así es
cómo me siento…
—Usted…
—¡Otra vez!
—Usted.
—¡Ah, qué solo estaba antes!
—¿Y su azúcar?
—Eso no da compañía…
—Hay azúcar en trozos…
—Tampoco. El azúcar líquido puede, cuando sube al interior
de las cañas, ser un buen amigo… Pero mato mucho azúcar por
año.
—¿Cuánto abates?
—¿Cuánto? Sacos, y sacos. En ese momento el azúcar se
separa de mí: ha sido vendido… ¿Pero os he hablado de mis
cañas?
—La sombra de las cañas beneficia a los obreros sentados…
—¿He dicho yo eso?
—Sí.
—Olvidémoslo. Olvidemos. Vamos a caminar sobre el mar.
Nuestros dedos del pie se volverán suaves…
85
Aplastarán la arena con alegría, como cuando eran niños…
—Está fría. Sepa que, su azúcar líquido, su amigo, ¡no está en
las cañas! Está en el peón. Cuando exprimes a un peón, — es
preciso que esté de pie para eso —, salen riadas de azúcar,
riadas de dinero, y eso durante toda su vida y la vuestra.
Cuando el peón muere, no hay más azúcar. Puedes leerlo en
todos los tratados de agronomía. Entonces, ¿cuántos peones
matas por año?
—Sacos, y sacos… Que mal me haces… ¿Has visto a una
ostra pinchada por un cuchillo? Se repliega, sufre… Una vez,
comí una docena de ostras, y he sufrido veinticuatro veces,
lentamente… Y después, sabes, me siento como ellas. Pero no
hace falta cuchillo para mí, no hace falta arrojarme limón a los
ojos, para hacerme mal, para que sea más ostra que ellas…
—Usted…
—¿Cómo? No digas nada… Dime “ usted “.
—Puede continuar.
—No sé… Algunas veces, cuando se ha vivido lo suficiente,
86
nos gustaría separarnos de la vida…
—¿No puede gastar más dinero?
—Esa no es una actividad, para un hombre… ¡Ya sé! Diré a
todos mis peones que se sienten… Caminaré hasta el final de
las tierras, desnudo y sin maletas, para que todo lo que es
verdaderamente mío esté contenido en mi piel…
—Ya está bien.
—Subiré a una barca sin remos… Daré la espalda al viento de
las tempestades, seré su vela y me inflaré… Me golpeará, y esa
habrá sido la única vez en que habré ido adelante mirando
delante mío… Pero si realmente quieres, antes de que parta,
eliminaremos nuestros zapatos, y caminaremos a lo largo y
ancho, y a lo ancho y largo, del mar… ¡Oh! no, a lo ancho no,
perderíamos tierra… Ven pues, déme la mano… si lo quiere, no
partiré…
—Está fría…
—La calentaré…
—Es demasiado grande…
—Sí… es demasiado grande… es la mar, y es como es, y es
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demasiado tarde para calentarla… Y por tanto… Lo hubiera
querido tanto, poniendo todos mis dedos uno tras otro… Habría
hecho pequeños agujeros…
—No.
88
EN EL HOTEL PANAMÁ se había producido suficiente aire
frío para los clientes y sus invitados. Alrededor del hotel, nada
se impulsaba que no fuera tolerado por el Gran Consejo. Y sí,
aún así, partiendo de la fachada, se acababa llegando a la
ciudad, que vive como quiere, partiendo de detrás del edificio,
no se llegaría a nada más que al silencio, al mundo de las raíces
sin troncos. Por que el Consejo de Administración y de los
Brotes del hotel que representaba en Panamá la civilización,
había cortado todos los árboles al ras — trabajo que necesitaba
de obreros aserradores con una gran precisión, y algunas veces
con la cabeza boca abajo —, para que ninguna cepa rebase la
tierra. Por contra, habían hecho traer de las regiones frías
algunas especies que trataban de aclimatar.
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El Consejo, por otra parte, se hacía poner muy regularmente
al corriente del estado de los granos y semillas, nacionales y
extranjeras, y estaba advertido de toda germinación.
May Welles esperaba el autobús para el aeropuerto, el oído
atento a los movimientos del viento. El viento, muy fuerte,
entraba en la piscina, y la piscina lo escupía, mezclado con
agua. En el hotel, se cierran las ventanas, porque se dice que el
viento había, esa misma mañana, arrancado los árboles
plantados en cajones, árboles raros, y caros. Si ese mismo
viento, entrara en las habitaciones, ¿qué no volaría?
May subió con bastante facilidad hasta la cima de una colina,
detrás del hotel, desde donde veía, a lo lejos, los árboles que
bordeaban una carretera. El viento no podía nada contra sus
troncos, pero ciertas ramas rotas, colgaban, —flechas indicando
la tierra. Pétalos, arrancados a las flores, se mezclaban en la
polvareda, y una silla, arrancada de un jardín, rodaba por la
pendiente saltando sobre sus cuatro patas y su respaldo, — y el
Indio que caminaba, agachado, encorvado como un tres, se
sentó en ella, esperando el fin de la tempestad.
Más lejos, al menos cuatro barrios después, el centro de la
ciudad (en madera) y todavía otros cuatro barrios, se veían las
90
arenas, y más que las arenas, la arenilla girar con furor. Pero,
en un claro, May distinguió a un niño sentado, con el culo
desnudo sobre un montón de arena, y las arenas se convirtieron
en lo que ellas eran: un parque para niños, con suficiente arena.
La colina tenía una cresta estrecha, apenas del ancho de un
pie, y May la recorrió, los brazos en equilibrio, a veces mirando
la pendiente que conducía a la ciudad, y a veces la que
conducía a la Naturaleza donde todo es blando.
El viento, como los niños cuando se agarran a un poste para
dar vueltas, tomando como eje el cuerpo de May, se convirtió
en viento del Este y del Oeste, del Norte, del Sur, del Norte-Sur
y del Sur-Este.
Para no ver ni el hotel ni los hilos telefónicos, May Welles se
tendió de lado.
El viento, a diez centímetros de altitud, se hace muy dulce.
Liberado por la tierra, caliente todavía, acuesta a las hierbas a
contrapelo, se detiene sobre las hierbas amarillas… May recibe
sus granos en los ojos, y, sobre su frente, el viento se desliza,
siempre hay suficiente viento para que continúe deslizándose.
El viento pasaba por la frente de May y se llevaba todas sus
91
fiebres. En sentido contrario al de la circulación de los vientos
y los granos, un poco más alto, las nubes que pasan, que han
pasado.
La tierra está tranquila. Todos sus elementos van donde deben
ir, y el resto se adormece.
May Welles se ha dormido.
May Welles se ha despertado.
En el hotel, evalúan los daños: todo el agua de la piscina
había volado, a pesar de que era más pesada que el aire.
Conteniendo a los nadadores con una mano, el chef gerente,
con la otra, mandaba las bombas de agua.
Bandadas de pájaros salían de debajo de las hojas, y
retomaban la posesión del cielo.
El viento había amainado o vuelto a su casa.
May Welles estaba cubierta de semillas y de hilos — que
debían ser los cabellos de la tierra.
En el hotel se dice que el autobús para el aeropuerto había
partido con quince minutos de retraso sobre su horario, pero
que los había recuperado, aunque habiendo tenido que, para
eso, atropellar a un Indio en la carretera y matarlo. Pero que en
92
realidad, las cosas no habían sucedido así, puesto que el Indio,
levantándose había saltado sobre el parachoques y viajado
gratis hasta el aeropuerto, al cual había llegado el primero, ya
que había escogido el parachoques delantero.
El próximo avión para Caracas no partía hasta el domingo,
después de la corrida, e iría completo, ya que a mayores iba a
transportar los cuerpos de seis toros, comprados por un
consumidor de carne, en la Argentina, gran admirador, además,
de los dos toreros que toreaban el domingo.
Ramón Velázquez, que era uno de los dos, no había llegado al
hotel.
93
ÉL no estaba en la ciudad… Testigos los barrios distantes,
simples lugares de paso de los hombres hacia su trabajo, calles
que no serán jamás calles miradas y calles que no miran jamás.
Si hubiera entrado en la ciudad, Ramón Velázquez no habría
entrado por ahí.
Y luego, ¡es necesario que una ciudad comience! Llamada a
convertirse en barrio pobre, derramará por la hierba no importa
qué — salvo insecticidas —, y, cuando los caminos vengan,
derramará para ellos el cemento fresco. Que ellos toman
habitualmente, y se construirá para ellos largas vías, triángulos
duros que van estrechándose hasta el centro de la ciudad.
94
Ramón Velázquez está más bien habituado a los círculos.
¿Por qué estaría allí?
De los dos lados del filo los hombres y los camiones, se abren
caudales de bebidas para los hombres-indios o para los
hombres-negros, que beben con la cabeza baja. Bastará que se
meta una pajita en su botella para que tengan el aire de beber
con filosofía.
Punta de vidrio que fuerza a levantar la cabeza.
Ramón Velázquez tiene los labios tan altivos, que inmóviles,
no hacen nada para aspirar lo que sea.
En esos lugares, no es raro encontrar una serpiente, venida en
busca del calor humano, y que se va sin haberlo encontrado.
(Y estas ciudades son todas las mismas, cualquiera que sea el
nombre que se les ponga, testigos cartográficos y de los
discursos de los presidentes de la República… En algunas de
ellas, y es toda la diferencia, en lugar de encontrar serpientes, se
encuentran tortugas.)
—¡Un ron!
May apoyada en la barra, dejando que las moscas se paseen
95
sobre ella y se nutran de lo que encuentren, esperaba a Ramón
Velázquez.
—Merece que la arresten, le dirán dos Policías Militares
venidos de la zona del canal. Americana y borracha, en medio
de estas gentes… ¡Trampa Tropical!
—Vosotros, dice May, merecéis que os perdone…
96
JOHN hizo llamar a su piloto, al que encontró borracho.
—Ve a buscar mi avión.
—¿Partimos? ¡Ah! esta vez, estoy tan borracho, que
finalmente voy a ver la tierra girar. Señor… déme dinero para la
gasolina. ¿Echo “súper”?
—Esa es gasolina de coche…
—Ah sí, dice el piloto.
—Entonces no.
—Incluso si echo gasolina de avión, nos vamos a estrellar.
Partamos otro día. Si no, vamos a caer en la boca abierta de un
cocodrilo. Y no se le podrá aplicar los reglamentos de rescate.
—¿Quién te ha dicho que no? Le romperemos los dientes con
las hélices.
97
—¿No quiere vivir, Señor? ¿Quiere entrar en la tierra como
todos los cadáveres, pero cayendo desde los alto? ¿Quiere que
le entierren más profundo que a los demás? Se nota que es
usted rico, Señor. Para los pobres, se hace un agujero con palas.
Usted necesita una hélice. ¿Y yo? ¿Os serviré también abajo?
—Sí, lleva tu llave inglesa.
—No en la muerte, Señor. Allí, yo haré huelga. Y moriré con
las manos limpias o no moriré. De todos modos, me voy a
dormir… vuestro avión debe encontrarse por allí, búsquelo.
—Métete en mi cama. ¿Cómo, roncas durante, y antes de
dormir?
—RrrrrRrrrrRrrrr.
—Vaya, ha acostado los brazos en las alas del avión y no
tengo más sitio…
Detrás del hotel, John tenía un prado y un hangar. En el
hangar tenía un Dakota. John, apoyado en el avión, esperó al
aviador.
—Aquí estoy, Señor, partamos, pero hubiera dormido todavía
una hora más, dice el piloto sacando el avión a patadas. ¿Dónde
vamos? Es necesario decírmelo. No me gusta que me diga: y
98
ahora, gire allí, ve allí abajo… Porque el aviador, soy yo.
Usted lo olvida.
—Volvemos a mi casa. Pero, encima de la ciudad, vuela bajo.
¿Conoces la calle central? ¿Has llenado el depósito? Porque
vamos a recorrerla en los dos sentidos: busco a una mujer.
—Bien, yo también.
En pleno vuelo, John pidió una larga pasada, y en la calle
principal — el avión pasó por encima de la calle, y su sombra
sobre los tejados — buscaba a Miss Welles tan pelirroja y tan
fácil de encontrar.
—Ella no está allí. Para un poco. ¿Es ella?
—No, Señor.
—Repasa.
—Pero el agente de la circulación levanta su porra hacia
nosotros, Señor.
—Bien. Párate en la intersección. La mujer que busco es
pelirroja.
—He contado, Señor, cincuenta negras y diez mujeres de
cabellos blancos. Pero ninguna pelirroja.
—Pasa, y repasa, hasta que la encontremos.
99
—Imposible. Una camioneta de la policía nos persigue. Hay
que renunciar.
—Entonces sube.
—Volamos bastante alto…
—No lo suficiente, sube más.
—El avión no quiere subir más. Cuando descienda, le voy a
hacer cascar. Este avión no sirve para nada. Si tiene miedo a
subir, ¿qué quiere que le haga?
No es hasta después de que las nubes ocultaron la ciudad, que
John se encontró más solo que una ostra. El aparato, indeciso,
había hecho muchos círculos bajo el sol. John se adormeció.
100
EN su casa encontró el silencio con la sombra, sus Negros y
Negras caminan deslizándose, y con frecuencia descalzos, Ilona
había proscrito el cuero, material noble y ruidoso. Porque los
hombres se dividían generalmente para ella en los que podían
hacer ruido y los que no tenían el derecho.
Así vivía ella constantemente a la escucha, reconociendo a
sus iguales y a los que no lo eran, tanto de lejos como de cerca.
John se durmió en su habitación. Su administrador le despertó
y le presentó con amor dossiers de tapas negras, llenos de cifras
del 1 al 9 y de ceros. El administrador estaba contento, los
signos parecían estar de acuerdo juntos:
101
—Aquí una columna donde todo va bien, dice él, y allí, y allí.
Estas cifras son florecientes…
—Sal, dice el rey. Sal, y sal por la ventana. Si sales por la
ventana aumento tu salario.
—No.
—Si sales por la ventana, disminuyo el salario de los peones.
—Bien, Señor. Será como usted quiere. Salgo por la ventana.
—Bien, bien. Voy a disminuir tu salario como he
prometido…
La siesta de John finalizó antes de que la noche cayera.
Parado en el umbral de la puerta mira las sombras de sus
servidores pasar en los cuadrados de luz. Pero, en verdad, su
casa está vacía y no tiene perro.
Como eran las siete, un poco de luz de la primera hora de la
tarde flotaba todavía. Pero al cabo de algunos minutos la noche
la absorbió.
Tenía, detrás de la casa, en un prado destinado a los aviones,
limpio y engrasado el Dakota.
John fue hasta él. Puso su mejilla contra la panza del avión —
que estaba fresca después de la ducha.
102
—¡Oh, May! ¡May! dice y lloró sobre el avión como sobre un
amigo.
—¡Mister John! ¡Mister John! Gritaban sus nueve servidores.
Pero él se escondió detrás del tronco de un árbol que debía de
haber bebido tanto agua como Mister John alcohol, tanto que
estaba redondo, él también, sus raíces bien separadas en la
tierra, como las ramas de una estrella de mar, árbol buen
hombre que no traicionó a John.
Al día siguiente, decía a María, bajo el follaje del árbol:
—María, ayer vi que tu vestido estaba desgarrado en muchos
sitios. No lo olvides, eres la Negra más joven de mi casa. Es
preciso que ames vivir en vestidos intactos y no en vestidos
andrajosos: es algo de tu edad. El día que dejes al tiempo
agujerear tus vestidos, practicarles aberturas bajo las axilas, que
deben estar siempre ocultas, te habrás convertido en una
viejecita, finalmente con algo de blanco: tus cabellos, mientras
que ahora eres toda marrón, y reluces por todas partes. Aquí
tienes dinero. Vete a comprar un vestido rosa o negro… Ve, ve
rápido a rejuvenecerte… ¿El rosa y el negro van bien a los
pelirrojos?
103
—El negro les va, el rosa no. Pero no soy pelirroja, Señor.
—Entonces, coge el vestido rosa. Ve al armario de Ilona que
tiene el aire de un armario para veinticinco mujeres, y coge el
que te guste. Coge sus tres sombreros de violetas y sus zapatos
de serpiente. Coge el vestido verde con diamantes y ve a
contemplarte bajo la luna en doce horas. Verás… Tendrás el
aire de un rey mago. Y después, te daré la bicicleta que he
hecho traer de México… Si vas al baile en bicicleta, en el
vestido rojo con flores de dinero… María, verás, los tendrás
todos a tus pies, podrás ponerles el pie sobre la cabeza. Y coge
sus zapatos de serpiente, búscate un lugar donde haya planchas
de madera en el suelo, sube encima y taconea con tus pies…
—Oh, no, Señor…
—Taconea con tus pies, como si aplastaras cucarachas… y
haz mucho estruendo, verás como todo el mundo se apretará
alrededor tuyo. Coge sus sandalias de tiras, coge sus cinturones
tachonados de oro, y ve a bailar. Si te dicen algo, di que te he
104
adoptado. Porque podrías ser mi hija, y May — te he dicho ya
que es pelirroja — podría ser tu hermana…
Hacia la tarde, era sábado, fue a ver al avión, y encontró al
aviador con un par de tenazas, arrancándole sus remaches.
—¿Qué le haces?
—Me dijo que le rompiera…
—Eres tú quien lo había dicho.
—Ah bueno. Voy entonces a replantarle sus hélices…
—No déjale como está. Dame un martillo, voy a golpearle, a
demolerle, y arrancarás lo que encontrarás donde yo te indique.
En la noche, la muerte del avión resonó mucho tiempo. Hasta
que el sol apareció, John hizo, con un martillo, agujeros en la
tierra, dando grandes golpes.
—Oh, todavía una jornada, dice. ¡Oh!
Huyó, perseguido por los rayos de sol, se escondió bajo el
árbol amigo, pero cuando le pareció que sus hojas se volvían
traslúcidas, mejor, que ellas mismas introducían el sol en la
sombra, dejó el árbol y corrió hasta su habitación.
—Cerrad bien las ventanas, decía, si no no me dejaré tocar…
105
¿Ya has ido al baile? le dice a María. ¿Y no te han sacado a
bailar, es por eso que lloras?
—No, todavía no, todavía no he ido.
—Entonces, no olvides ponerte las combinaciones que van
con los vestidos de gasa, sino, tendrás el aire de una libélula
negra en sus alas…
Se le duchó, se le secó, se le puso una camisa de rayas azules,
pantalones blancos, y un sombrero de paja. Y se lanzó fuera, los
brazos adelantados, las palmas paralelas al suelo, avanzando de
pie, sostenido por cañas invisibles, que la tierra le tendía a cada
paso.
106
ENTRÓ en el camino que llevaba a sus cañas. Recibió
primero el aire que había pasado sobre ellas, lo envió al interior
de sí mismo a golpes de lengua, y, cuando se sintió lo bastante
fuerte, arrojó la tierra y puso sus manos en los bolsillos.
El sol estaba alto y lejano. John levantó los brazos para
alejarlo todavía más de sus cañas.
—¡Hola! ¡Mis bellezas! Papá está aquí… ¿Solas? ¿Marcharon
los peones? ¿Toda la semana, mis niñas, recibiendo sus
insultos? ¿Qué os han dicho? ¿Os llaman “cañas de azúcar”?
No sois eso, lo sabéis bien, ¿eh? Estáis, cerca de la cabeza, con
vuestros largos cabellos verdes que ordena el viento. Le dotáis
107
de miles y miles de colores. Sino, cañas, sino, ¿cómo vendría el
viento, cómo vendría a nosotros si no hubiera pasado entre
todas las cosas que le han dado el olor, la temperatura, la
alegría? El viento sin vosotras, y sin los árboles de abajo, solo
puedo imaginarlo frío, como si hubiera nacido para empujar a
las cosas y a las gentes delante de él a los precipicios, donde el
Señor nos espera. ¡Eh cañas, cañas! cuando le cogéis hacéis de
él lo que queréis… Tú, redirígete. Allí.
… Y vosotras, aquí, de frente, ¿os entendéis con los otros?
¿Tomáis vuestra parte de sol y de agua? Os cargáis los vientos
del Sur y los del Norte. Sé que las geografías os los envían
hasta aquí todavía fríos, ¿pero vosotras, que hacéis? Mis cañas
los calientan… Bien, bien, os dejo, entenderos con vuestras
hermanas de enfrente. Sé que lo haréis, porque no podéis
atravesar el camino. Los hombres no se entienden entre ellos,
porque saben atravesar un río, y ocupar el país de enfrente. Pero
vosotras, incluso si lo quisierais… Y si un día pudierais
atravesar, Cañas, todo es posible, no lo hagáis…
… Cañas de los dos lados, estoy en medio del camino, y sois
108
todas parecidas. Ved qué locura sería atravesar el camino para
mediros… sois bellas tanto las unas como las otras. Estas
tierras, y yo mismo, envejeceremos sobre vosotras para que no
os falte de nada. ¿Veamos? ¿Qué os falta? Ah, que es esto, estás
bien pálida… Iré, en seguida a buscar mi pequeño maletín de
pintura, y te pondré un poco de verde, ¿eh? No se lo digas a las
otras… Y pondré verde en todas las cañas que quieran. Cañas,
hay verde para todas. Y rosa. Cañas, y un azul más bello que el
de las alturas. ¿Queréis un poco? Podréis ponerlo en vuestras
puntas… La próxima vez que venga a veros, os traeré todo eso,
y, además, un cubo de agua. Si tenéis quejas, si las nubes que
veo pasan lejos de vosotras, si van a llover al canal con la
esperanza de desalarlo, o sobre las orillas, con la esperanza de
entrenar la tierra y el polvo para rellenarlas, yo, cañas, que no
soy una nube, y que no tengo más vida que la vuestra, vendré
con el cubo. Ah, ved llegar las nubes, ahora que he hablado.
¡Infames! Me robáis su gratitud… Llueven, llueven sobre
109
vosotras, justo en el momento en que iba a llover sobre
vosotras. Y bien, que lluevan sobre mí también. Aquí, me quito
la camisa y reverdezco. Sé, nubes, que vais a descargar más
lejos sobre las cadenas montañosas, que os convertiréis en gotas
frías sobre plantas frías, pero antes, os lo ruego, mojadnos, a
mis cañas y a mí. Es el calor que sale de nosotros el que va a
calentar esta comarca. Allí, mis cañas, ha llovido… Rápido,
rápido, enviad vuestras raíces a los charcos. Yo, voy a meter
mis pies… que son mis raíces. Allí, los charcos desaparecen,
bebidos por mis pies y los vuestros… Mis cabellos crecen…
rápido, un nuevo peinado para todos nosotros. Dejémonos
llevar por los vientos — salvo por los remolinos —… Seremos
peinados y secados.
110
—AH, A MÍ, me ha hecho tres rayas en la cabeza, y a
vosotras os ha despeinado. Mirad esos remolinos que parten del
camino, detrás de él. ¿Dónde piensan ir? Antes, era la tierra
buena del camino, seca quizá, pero en su lugar. Ahora, se
convertirá en el polvo de la ciudad. Volved, remolinos, calmaos.
En la ciudad os cazarán gritando, os aspirarán con un aparato
que introduce el viento en su vientre y os comerá. Y después, os
arrojará en contenedores donde os pudriréis entre las latas de
conserva. Entonces, remolinos, entonces, vientos… si os lleváis
esta tierra libre, id y depositarla en la montaña, allá abajo. Pero
111
no llevéis las semillas de mis cañas. Ellas podrán germinar en
países enemigos, o peor, caer en una maceta de flores, y allí
crecer sin aire ni viento, y prisioneras. Cañas, el mundo no es
más que trampas donde los granos se pierden, del mismo modo
que los hombres, que son granos especiales…
… ¿Estáis extrañadas de verme? Fue una mañana, estaba en
una habitación, y me aparecisteis, con vuestros cabellos rojos
flotantes, sobre los campos, y vi, cañas, que mi lugar estaba a
vuestro lado para toda nuestra vida. Tú, vaya, tienes un pie muy
arañado. He aquí un vendaje hecho con mi camisa azul. Te doy
un hilo de la manga. ¡Qué altas sois, qué grandes! Si levanto la
cabeza, veo el sol como prisionero de una jaula verde. Vamos,
aflojar un poco las hojas. ¿No veis que se ahoga? ¿Para qué
unir vuestra fuerza contra él? Abridle la puerta. Deshaced esa
malla… Ah, menos mal, aquí os habéis separado. Está bien.
¡Oh! Pero allí abajo, esa, ¡cómo ha empujado! Has empujado
demasiado… Ten, ponte mi sombrero. ¿Quién ha arañado tus
hojas? Pero también, ¿por qué eres más grande que las otras?
¿No ves que no recibes jamás sombra? Espera. Voy a hacerte
112
una o dos incisiones con mi pequeña navaja para quitarte un
poco de fuerza. Será por tu bien. Y voy a quitarte tus malas
hojas. Allí. ¿Te hago daño? Mira, me hago una incisión yo
también, en la tela de mi pantalón, que es un poco mi piel. ¿No
es parecido? ¿Qué entonces? Bueno, me araño un poco el
brazo. Pero debo continuar quitándote las hojas, es por tu bien.
Y un poco de tronco. Caña, seguramente tengas una raíz mala,
la raíz al mando de la longitud, y que está desajustada. Voy a
hacer un pequeño agujero, retirarlo y… ¡Ah! caña, no la
encuentro… Pero sangro un poco, y tú, tienes muchas menos
hojas… Es necesario cortar todavía un poco de ti, un poco de
mí. Caña, me he cortado en la palma de la mano, y voy a
retirarte un trozo un tronco. ¡Oh! ¿Caña que te he hecho?
Vosotras las otras, mirad lo que la he hecho. Ella era la más
grande y la más bella de las plantas, y ahora, la he convertido
en una estaca, va a secarse, y afilada como es, va a atraer los
rayos de la tormenta que viene. Y si los rayos caen sobre ella,
va a quemar a todas… Luego, ¿cuánto azúcar mato por año?
Azúcar, no, azúcar no, pero mato muchas cañas… ¡Cañas!
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PANAMA PARTY (1962) Teresa Gracia

  • 1. (1962) Traducción del francés: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 —AZAFATA, dice May Welles, azafata, tráigame un Cuba-Libre. Y, si no tiene aquí, vaya a montarlo a la isla, abajo… eso la liberará realmente… —¿Otro? —Otro. Aproxime la botella al vaso, y déjeles comunicarse abundantemente… Porque tengo necesidad de saber dónde debo parar y dónde comenzar. Y vertiendo líquido en el cuerpo, determino exactamente su contenido… Y todo lo que desborde, no será mío. Azafata… Quiero, mientras esté borracha, dejarme arrastrar por el cielo, ir de dónde parto a dónde me dirijo, de México a Caracas, y apagarme allí. Si me quiere, que suba y me siga… Azafata… ¿Dónde volamos?
  • 4. 4 acabamos de entrar en la mitad de la Tierra que está bajo la Noche, y usted no me dijo nada… Llueve sobre el avión. ¿Dónde irá el agua cuando caiga de las alas? Sé que tendrá la impresión de ser arrojada a la tierra… Las nubes la largan con más dulzura, azafata… dígaselo al piloto. ¡Ah! Gracias, tenía, lo percibo por el olor, encontró ron blanco… ¿Y abajo, qué harán ahora, los hondureños? Hondureños, desconfiad los unos de los otros, ha llegado la noche. Y si el día viene, Salvadoreños, escondeos. ¿Y además de vosotros, hay tierras? ¿O bien esos bosques que crecen al borde de los humedales, cómo hay tantos? Azafata… ¿Está lejos, todavía? —Las luces de allí, son barcos… —¡Ah! ¡Ya no estamos solos, vienen! Azafata… he conocido esta mañana un país… recuérdelo, hemos hecho escala… el aeropuerto era como una escotilla abierta sobre él, sola… Si al menos sus habitantes pudieran hacer saltos de quince a veinte metros, para respirar un poco, antes de caer en su patria… Pero no, los Somoza, tejedores conocidos de la familia de los arácnidos, han cubierto el país con una red, a dos metros del suelo.
  • 5. 5 Si hubiera tenido suficientes tijeras grandes… habría querido liberarlos a todos, pero ya sabe: contra las tijeras se interponen las agujas y el hilo, y no permite que los hilillos se descosan, que las cuerdas se suelten… hilos llevamos todos, como telas de araña en todas las esquinas de nuestra persona… Pero veo las reparaciones, los desgarros… Estamos siempre tentados de desgarrarlos, sí, azafata, incluso los suyos. ¡Ah! No echo de menos mis tijeras. El hombre tiene dos piernas que se alejan y se aproximan cuando camina, y bien, ¡qué esquile! Puede hacerlo… —Esta mañana, estábamos en Managua, capital de Nicaragua. —Lo sé, voy a hacer un reportaje… Ha visto a los hombres, cómo han venido a acariciar el avión… Había cien, y veinte de entre ellos han tratado de subir clandestinamente… —Limpiaban, eso es todo. —En Managua, compré unos mocasines muy grandes de piel de cocodrilo, y, sobre un mostrador, no recuerdo el color, he olvidado mi dinero. —Mandaremos un aviso. —No, no. ¡Ah! Ahora, dime. ¿Es un avión quién viene abajo?
  • 6. 6 ¿Y si estaba él en el interior, con su cabeza reposando contra la claraboya? Azafata, azafata, imagina la cosa más horrible del mundo… Nada lo será tanto como lo que pasa en este momento. Él está en su avión, yo en el mío, y explotamos lejos el uno del otro, él enviado hacia un polo, yo hacia un trópico, y no nos reencontraremos jamás… —Hay que dormir un poco. Vamos a llegar a la escala de Panamá. Pasaremos la noche y si hay un médico, le llamaré para usted. —Bueno, le curaré. Yo, me siento bien… —No le daré más de beber. —Tiene razón. —Le voy a traer un pasajero tan borracho como usted, y así pueden hablar juntos. —Buenas Señor, dice May, ¿qué cantaba usted? Siéntese. —Ya no estás más a mi lado, corazón… tararirarararirararara… —¿Llora, Señor? —¡Ah! Eso se ve… Sí. Voy a llorar con los dos ojos, en lugar de dejar caer las lágrimas con un solo ojo y enjugar las del otro,
  • 7. 7 como yo hacía. Su gusto ha estropeado todos mis cocktails… Yaaa nooo estasss. —Mire abajo… Cómo brilla la vía láctea. —Es la vía láctea, pero no abajo. Está encima… —¡Ah! Porque todo lo que se ve está de un solo lado: las estrellas y la vía láctea… Y del otro, todo es negro. ¿Qué es eso que está tan negro? —Es la tierra. —¿No puede ser otra cosa? —¿Qué otra? —Nada… —¡Si no hubiera nada no nos posaríamos!… ¡Ah! Algunas luces. Señora, ¿ve esas masas blancas? Son barcos en el canal… Vienen de todos los puertos… en sus flancos, han guardado la sal de un océano para disolverla en el otro. Llegamos… ya no estás más a mi lado, corazón… —¿Llora de nuevo? —Me acuerdo…
  • 8. 8 EL CALOR pasaba por la ruta como un río. May y el borracho enamorado están sentados en el autobús que les conduce a la ciudad, Panamá, situada más allá de la noche, pero solo a algunos kilómetros del aeropuerto. Y desde lejos, desde las primeras casas, las luces comienzan y no se detienen más: la noche acaba. —Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis árboles. ¡Qué de árboles, qué de árboles! Si puedo contar los árboles, eso quiere decir que el autobús va lentamente. A menos que no haya visto más que tres. Tres, más tres Cuba-Libre, eso hacen seis árboles, dice May. —No es el autobús quién es lento, son los árboles los que se van lentamente. Créame, conozco la ruta, ya he venido antes,
  • 9. 9 son los árboles que no quieren que se les deje en lo negro. Por eso, ellos persisten bajo nuestros faros. —Sí, lo que dice es verdad. Y ha visto, son árboles de la misma talla… No se lo diga a nadie, escuche… son árboles plantados, no son árboles naturales… dice May. —Algunos tienen nidos, cubiertos de pájaros y de aves. Cuando pasamos, se miran el uno al otro, el pájaro y el ave, ¡y hacen un excremento! “Ya no estás más a mi lado corazón...” Ya no estás… Ya no estás… Señora, tengo ganas de llorar. ¿Qué debo hacer? —Beba. —Bien. Aquí está la botella, le doy un poco, y un poco para mí. Ya estamos mejor. ¿Sabe? Ella era rubia, con los cabellos como hilos de oro, los ojos como esmeraldas talladas, los dientes como perlas cultivadas… ¡Mi Dulcinea! —¡Ah! ¿Usted tampoco, la ha visto jamás? —¿Cómo, yo tampoco, quién es el otro? —Don Quijote.
  • 10. 10 —¡Un noble! Ella corría tras él. Ah, qué traidoras son las mujeres. Ella me ha dejado, hará dos semanas mañana. ¿Sabe?, ella tenía una boca de fresa, incluso el rojo de sus labios se llamaba “fresa lip factor”. Había que verla para saber que su boca era una cereza y que ella me ha abandonado casi con un niño. —Ella os ha dado un hijo… —No, el niño era su hermano pequeño, tan difícil de alimentar, y, viendo bajar mis provisiones de pan y de harina, le dije un día al hermano pequeño que fuera a buscar a su hermana mayor. Le di una dirección falsa, y yo mismo cambié de domicilio… —No le creo, señor. —Sí, sufro mucho. Y después, en mi corazón, he reemplazado la foto de la hermana mayor por este frasco. —Déme, voy a examinarlo. ¿Se examina una botella llena degustando su contenido, no? —Sí, dice el hombre. ¡Pero no demasiado! Vamos, devuélvamela… ¡Qué líquido más bello!… Mi turno. ¡Qué calor, qué calor! La única manera de defenderse del calor
  • 11. 11 exterior, es aumentar el calor interior. Aquí, como en Guayaquil. Pero, sepa, conozco dos paraísos terrestres que son el infierno del cual debía hablar Vuestro Señor: Guayaquil y Panamá. Aquí y allí, estamos en las dos hondonadas donde la tierra vierte sus vapores calientes. Somos el retrete del planeta. Aquí viene, se deposita, todo su sudor, y nos vamos, si podemos, con la lengua entumecida, sin saliva. ¡Ah! ¡La injusticia! ¿Por qué les has hecho nacer aquí? … ¿Él? Para Él, todo lo que hay de bueno se junta, júzgalo: ha venido a acabar en una gruta llena de estalactitas y de estalagmitas de paja. Desde que él ha entrado en el mundo dos asnos le lamen y le limpian. Su lengua es grande y húmeda, ellos le acarician como si fuera un potro. ¿Qué quería Él a mayores? Enseguida, le llevaron todo el oro de las grietas de las montañas, que se abren sobre sus pendientes. Él tiene las estrellas de su lado, la leche de todas las ovejas… Nosotros, aquí, nacemos ya en el calor: calor del amor (ignorada su madre), después, enseguida, calor del clima. ¿Él? Él se escoge un río fresco, el Jordán, en su país, y no hablará más, de aquí en adelante, que con los pies en el agua: haced así, haced asá.
  • 12. 12 Y él, los pies en el agua. Trabajad, es bueno, sed pobres, es bueno. ¿Y él? Los pies en el agua… … Y él nos lo dice a nosotros, sofocados bajo estas nubes… las veréis mañana, las veréis, las nubes, pasar debajo de la nariz… Y no distinguiréis casi vuestros pies, y caeréis con frecuencia… Y después, ¡si supierais lo mal que se sienten las nubes! … Él, un día que se sentía con los pulmones delicados, escogió una bella montaña, y pidió morir allí. Lleva la cruz, se va a la cima, para que se le vea bien, y dice: “Muero por vosotros.” Se queda allí muchos días, con el fin de que no se le pueda decir, más tarde: “¡Señor, yo no pasaba por ahí!” Pero yo le hablaría: “Primeramente, ¿has transpirado tanto como yo? Soy representante de comercio, siempre estoy fuera… ¡Enseña tus camisas, o bien tus trapos ya que te desvistes en lugar de vestirte!” No podrá responderme nada, porque incluso sobre la cruz, él estaba desnudo, lo que le refrescaba, mientras que yo viajo de Panamá a Guayaquil y de Guayaquil a Panamá, con mi media docena de corbatas. Allí, mire fuera, las nubes, ¡qué vienen a buscaros hasta debajo de las sábanas! ¡Mire es
  • 13. 13 Panamá! ¡Él la ha planchado por los dos lados, y en Su Puño no ha dejado más que un poco de tierra apretada, embebida de nubes! ¡El infierno, ah! ¡El infierno!… —Comprendo, dice May, que dormitaba… comprendo… El infierno para el amor de la mujer de los cabellos de oro. Vuestras penas no acaban de surgir, y de gotear en vos, derramamiento continuo y inagotable, como las fuentes naturales, como los cabellos de vuestra amada, que no acaban de caer sobre su espalda… es el amor… —Sí, sí, pero ella los corta, los abrillanta, y los recoge. ¡Ah! Dulcinea, ¿por qué te has ido, por qué? ¡Panamá, Panamá, siento que te aproximas, veo ya las puertas de los bares batidas por el viento en la calle principal! Ah, vuelve, vuelve, mi Dulcinea, Dulcinea… Ya no estás más a mi lado, corazón… —Hacía frío… —Corazón, corazón… —Y el viento. Un viento tal, tan frío, que entraba por las narices, atravesaba la cabeza y te dejaba un resfriado. —Junto al mar… —¿Tiene alguna cosa que dar de beber a mi resfriado?
  • 14. 14 ¡Resfriado! Te van a dar de beber. Di gracias. —Le voy a dar un poco de mi pequeña botella, pero déjala por el amor de Dios. ¡Ah! ¡Tiene un gran resfriado, la ha vaciado! Y ahora la arrojas. Estalla sobre la carretera… Frasco, frasco, ¿te has hecho daño? —No volverá, señor, no la verá más, ella está ahora a tres kilómetros detrás de nosotros. No se ha roto, ha hecho flic flac floc sobre la hierba. —Júremelo. —Se lo digo, está entera. Esta noche se llenará de rocío, y mañana por la mañana, habrá hecho aguardiente de rosas, y no tendrá más que ir a buscarla. —Gracias. Se lo debo. ¿Su resfriado va bien? —No. Me resfrío cada vez más. Ha conquistado los pies. Era un frío tal que puedes coger el suficiente para resfriarte completamente, y guardar para el próximo resfriado… —¿Dónde estabas? ¿Cazando pingüinos? —Más arriba todavía, y menos al Norte, en una tierra
  • 15. 15 estrecha… Para hablar con precisión: todo el país produce fresas para hacer short-cakes a los Americanos en tránsito. —¡México! —Exacto. Ocho mil metros de altitud. —¡La mitad! —Sea. Un día, las montañas que no tendrán suficiente con las medidas tan precisas encogerán o engrandecerán. Ocho mil metros de altitud. —Bueno… Pero quien lo hubiera creído, en México, un frío parecido, ¡y todo ese viento! ¿Y qué han dicho los periódicos? —Los periódicos volaron los primeros. —¿Y la radio? —Toda la telegrafía, con o sin hilos, ha sido arrancada. En cuanto a las ondas, ellas se han estrellado en el suelo como aros sin niños. —¡Qué me dice! —Cómo se lo digo. Eso pasó tres días después de la partida de Ramón. Tres días pues, antes del viento, Ramón había abierto sus tres maletas. Arroja dentro sus capas, sus muletas, sus espadas, y sus pañuelos… el domingo siguiente en
  • 16. 16 las arenas de Guatemala, que son de cemento fresco, tiene una muy bella corrida. Las mulas, en lugar de arrastrar al toro muerto, le arrastran, a él, en un largo viaje, para responder al deseo de la multitud. —Entonces fue una mala corrida. —Sin oreja. Sin rabo. Sin patas y sin claveles. Pero eso pasó ya después del viento, como le he anticipado. —Si, cuénteme esas perturbaciones atmosféricas… —Partió pues, con sus tres maletas, y yo le esperé tres días con tres botellas de ron. Anote la coincidencia de cifras, y anote esta otra coincidencia: era del ron que contenía su frasco. ¿No tendrá otra? —En mi maleta, ahí, sobre mi cabeza. —Bájela. —Cuénteme primero. —Vale, después, beberemos su segundo frasco. Cuando las bebí, en lugar de romper las tres botellas como he hecho con su frasco, las rellené de agua,—porque siempre he tenido un fondo puro, y quiero incluso purificar las botellas.—Dejando pues las
  • 17. 17 tres botellas llenas de agua sobre la mesita de noche, salgo. Y encuentro la calle, el primer aire frío, y al mismo tiempo, el silencio. El sol estaba de tal manera que no calentaba nada. Apenas lograba calentarse a sí mismo, y daba la impresión de ser cuadrado. … De debajo del asfalto, se levanta un gran viento, venido del centro de la tierra, que arranca todo el pavimento, no respetando más que las calles adoquinadas, porque podía pasar entre las piedras. —No, no, el viento no viene de debajo de la tierra. Viene de otros planetas. —Eso es lo que se cree. Bueno, en primer lugar, el frío, después el viento, y en tercer lugar, la danza de los billetes de lotería, pues México está cubierto de ellos. Esos billetes, Señor, hacían torbellinos inmensos, billetes ganadores o billetes perdedores, porque el viento no respetaba nada. Al ver esto, abro mi bolso, y libero todos mis billetes de lotería. —Les emancipaste, porque habían perdido… —No, Señor. Uno de ellos, que se llamaba el catorce, de septiembre, mil setecientos ochenta y nueve, contenía en su seno millones y millones de dinero de toda clase. Él solo ganaba noventa y cinco veces más millones que el billete más
  • 18. 18 meritorio. Sin embargo lo puse a la puerta de mi bolso… Pero déjeme continuar. Los jóvenes vendedores de Lotería, que en esta ciudad son todos mancos o cojos, y tienen menos de siete años de edad, saltaban, hacían volteretas sobre sus dos brazos y su pierna, persiguiendo su mercancía. Uno de los niños fue atrapado en un torbellino. Le vi elevarse… No tenía más que una pierna con su pie justo al final… Salto, me agarro al pie, pero el viento nos separa. Caigo, y el niño sube… —Aquí está la botella. Mientras hablaba, he bajado la maleta, la he puesto sobre sus rodillas, pesa cuarenta kilos, y no ha dicho nada… tiene derecho a la mitad del frasco. ¿Qué le pasó al niño? —¿El niño? ¿Que qué le pasó al niño? Pues bien, Señor, descendió, algunos metros más lejos, empujado por una corriente contraria, y no se hizo daño. —Él, la noche en que nació, no solamente no había viento, sino que las estrellas se aproximaron para iluminar a la partera. Yo, estoy seguro de que he nacido mal, que no me han dejado suficiente cordón umbilical, y eso marca, para toda la vida… Y
  • 19. 19 a aquél, no se le puede llamar ni tan siquiera hijo de puta… —¿Qué? ¿Qué dice? Simplemente tenía un poco raspado el codo, eso es todo. —¿Al menos atrapó algunos billetes? —Uno o dos, en su pelo… uno de los billetes era del que le he hablado, el que ganaba tanto… —¡Al final acabó siendo rico! Tenga, bebamos… Hable, hable pues… ¿A qué es verdad que mi pequeña botella está llena de agua de rosas? —Sí, Señor, agua de rosas alcoholizada. —¿Y después? ¿El niño? —Se fue, se fue… Yo llegué delante de la Universidad, decorada por grandes pintores, como Alfaro Coupejarret, creo que se llama así, no conozco su nombre exacto… Entro, presento mi carné de prensa, y me hago conducir al Rector. ¿Cómo lo hacen, le digo, para que haya tantos niños mancos, tartamudos, sin pies? “Dónde, dónde...” “Aquí mismo, en todas las puertas...” “¡Ah!”, dice levantando la frente de
  • 20. 20 sus libros… “No los había visto...” Permanecimos en su despacho, era de día, reflexionó, y cuando la noche iba ya a caer dijo: “Debe ser por los caimanes...” Y ya sabe, Señor, la vida fluye muy tranquilamente, con sus noches y sus días, cuando se duerme las noches enteras, y más tranquilamente todavía, si se hace la siesta… —Yo, duermo bien, incluso desde que ella me dejó. Yo, duermo bien. —Yo duermo poco, Señor, claro está que bebo mucho… Y tengo el consuelo que, si quisiera dormir, la mitad de las cosas desaparecerían… —Sí, sí… Panamá se aproxima… En tres días, van a votar: Presidente, diputados, todo, todo, y todo es inevitable, y yo, no sé nada. ¿Cree que veré a mi Dulcinea? Es aquí donde me ha dejado, ¿sabe? Y por tanto, ¡amo esta ciudad! No hay puerto en el mundo que sienta como su puerto. La encontré allí, sentada sobre una cuerda enrollada, y para mí, Dulcinea significará siempre los puertos y las cuerdas… ¡Ah! Panamá, te aproximas, te siento… Di, ¿me hablabas de un torero arrastrado por las mulas?
  • 21. 21 —Ramón Velázquez… —Torea aquí el domingo. —No estaré aquí. Otros trópicos me esperan… —Escuche, no hay mejor olor que el de la mar en tierra firme, la de los puertos. Dulcinea, Dulcinea, yo creo… ¿sientes la sal? —Pues sí… dice May. —DULCINEA, amor mío, dijo hallándola, porque ella le esperaba.
  • 22. 22 EL HOTEL PANAMÁ, situado en lo alto de una colina, sin llegar por tanto a la altitud de las montañas, ni su clima, era un hotel frío, refrigerado en exceso, para combatir el peso del sol, siempre encima del techo. Por sus innumerables puertas y ventanas se apresuran todos los hombres ricos de Panamá, o de paso por Panamá, llegados solamente para dormir o beber, pero en buena compañía. Y, se alojasen en la primera o en la última planta, estaban todos situados en el mismo escalón de la escala social—una escalera tan alta que se pierde en pleno Paraíso. Pero en el hotel vivían también los empleados de las compañías aéreas, para una o dos noches de lujo. Ellos
  • 23. 23 desclasaban un poco la casa, pero con la real satisfacción de sentirse respaldados por la reputación. Si los clientes ricos no eran tan felices como los auxiliares de vuelo, los pilotos o las azafatas, no tenían más que pedirla a la dirección del hotel. Hubiera bastado con que tuviesen el corazón lo suficientemente simple para disfrutar del dinero lo mismo que si no lo tuvieran. Pero eso, en cualquier tiempo, ha sido un ideal imposible de lograr.
  • 24. 24 MAY ha tenido que atravesar una gran habitación para llegar al balcón. El aire refrigerado salía, el aire de fuera no llegaba a subir. En el balcón, hacía calor, pero la corriente de aire procedente de la habitación era fría. Era pues difícil encontrar en el balcón el mismo aire para las dos fosas nasales. May esperaba un cambio de tiempo o el amanecer. Bebe el Cuba Libre que ha encontrado—lo había pedido antes de subir—sobre el borde del balcón. Porque si bien hay noches más sombrías que parecen querer durar más que las otras, si se las ayuda bebiendo, un día u otro, el día acaba por salir, y eso, de la manera siguiente: las estrellas no siendo más que los pasadores del cielo, y el cielo negro
  • 25. 25 siendo un tisú gaseoso, haciendo agujeros cada vez más grandes, que abren la claridad, hasta que el día aparece. Es al menos la experiencia que tienen los que esperan el día bebiendo. Fuera, las nubes pasan bajo la luna, tiradas por un hilo, dulcemente, una tras otra. (Como un interminable levantar el telón sobre la nada.) El vaso seco, y la noche ennegrecida. Le han dicho que Ramón Velázquez no ha bajado al hotel. En la sala de juego, mira a un hombre vestido de blanco que amontona manojos de dólares, y los mete en sus bolsillos. Sus bolsillos deben cubrir, la longitud de las piernas del pantalón, al menos hasta los talones.
  • 26. 26 SON las dos de la mañana en el snack-bar. En otra parte, Panamá se quema lentamente al borde del Pacífico, esperando que los barcos atraviesen con precaución la línea del horizonte. A su vista los despachos abrirán, y las lámparas eléctricas que penden del techo, asegurando el polvo, el dinero adormecido, los barriles anegados de petróleo, se extinguirán. Y más lejos todavía, se dice que las bananas cesan de madurar por la noche, parar tardar el doble de tiempo en morir. Las cañas de azúcar se balancean, más bien sus hojas porque ellas son inútiles y pueden permitírselo. Su propietario se balancea también, sobre un pobre taburete de snack-bar del hotel, en esta hora remota de la noche.
  • 27. 27 —¡NEGRATA! Dame de beber lo que quieras… Pero si te equivocas de vaso, si me acercas el vaso de leche de la señorita de al lado, aunque esté lleno, te lo arrojo contra el espejo, ¡y nadie más podrá venir a mirarse en él! Negrata, sirve también un whisky a la señorita… su vaso de leche da la impresión de rellenarse a medida que bebe. Apenas debe amar la leche. Di, enseguida, cuando ganaba, en la sala de juego, ¿por qué no me seguiste hasta la terraza? Te dije: “¿Quiere salir un poco de aquí?” Y dijo no, porque llovía… Fui a ver, dispuesto a exponer mi cuerpo, y encontré el aire seco. Toqué las losas, y estaban secas también… Vea, habríamos tenido tiempo seco, si hubiéramos salido. Y si hubiera llovido, yo, hubiera sido el primero en reconocerlo: “Llueve, entremos.” Si se hubiera quedado conmigo, habríamos gastado el dinero juntos… bien es verdad, que habría sido necesario esperar a la hora en que las tiendas tienen a bien liberar lo que no les pertenece, lo que no pertenece más que al comprador… Todas las cosas que ellos encierran por la noche, y de las que no tienen más que la custodia. Vea, es una especie de robo que se repite todos los
  • 28. 28 días, y que no es castigado. Durante el cierre, los comerciantes se apropian de las mercancías de otros, y nosotros, los compradores, estamos forzados a esperar el día. Durante dieciséis horas no se puede comprar nada en las ciudades. Es por eso que tantas personas se suicidan por la noche… ¡Mientras que si hubieran esperado nueve horas o nueve horas y media, las vitrinas hubieran brillado todas desnudas, despojadas de su cortina de hierro! … Quizá hubiera llovido, pero habríamos podido volver, o venir aquí, y no hubiera perdido tanto dinero… Y le habría contado historias de mi vida, que desde hace días pedían ser contadas, porque vuelven a mí con tenacidad. Le habría dicho cómo hice fortuna… ¡Un lento y paciente trabajo! Sí, beba, tome su leche… ¡Es buena para las pieles blancas! ¡Ah! ¡amiga mía! ¿Me mira? No hace falta… Tiene usted seguramente tantos poderes como un brujo del bosque perdido. Cuando he dicho negrata, vuestra mirada me ha convertido en negrata. Y ahora, si le cuento mi vida, ¿qué haría de mí? ¿Un sapo?… Bien. Entonces, saltaría a mi vaso, que sería mi charca, y no
  • 29. 29 escucharía más hablar de mí. Adiós. Estoy sentado en mi taburete y voy a permanecer aquí. Ni una palabra más. Cada cual conducirá su propio cuerpo por la ruta de sus pensamientos, y los barman serán nuestros agentes de circulación. Y cuando quiera parar, yo frenaré y me pararé, es más seguro. ¡Ah, me mira! No me mire sin enseñarme primero su mano, o un codo, o un pie… ¡Tengo tanto miedo de que la mirada de la gente arranque mis ojos! Desde que hacen amago de mirarme, desde que levantan su mirada hacia la mía, miro cualquier parte de su cuerpo. Si su ojeada es maliciosa, la mía está en la seguridad de que podrá pensar: “Sí, sí, pero tú tienes un gran pie enganchado como un esquí, y una verruga sobre el labio.” Puedo entonces mirar tranquilamente, y dejarme mirar, no veo nada, o bien veo, delante de sus dos pupilas, un par de esquís, cruzados, que bizquean… ¡Ah! Señorita, ¡baje sus párpados! No estaba en guardia, y me ha deslumbrado… Usted, seguramente, me encuentra agitado, ya que está tan inmóvil… Sí, mis nervios se agitan de los pies a la cabeza…
  • 30. 30 desde ayer, a causa de mi mujer, y de lejos, desde mi infancia, ya que mamá decía que tendría un bebé nervioso, de aspecto descontento, un vendaje sobre el seno izquierdo… Me lo han dicho. En cuanto a Ilona, ella vuelve mañana o un poco más tarde. Ha pasado tres meses, toda una estación, en Nueva York. Para obtener su salida, llena su bolso de mujer, y parte con el bolso bajo el brazo. Ella va a cristalizar mi azúcar, como ella dice, es decir que compra diamantes que chupa por la noche, sola en su cama… yo la he visto. Durante la jornada, rodeada de sus asuntos, los mira, los hipnotiza, creo yo, para que ellos respondan correctamente, porque ella les hace preguntas: “Sí, sí, brilláis, está bien. ¿Pero a primera vista se adivina vuestro precio? Vamos, contestad, facetas… ¡Cinco mil dólares! ¡Es lo que yo misma pensaría viéndoos por primera vez y casualmente: cinco mil dólares redondos! ¡Qué gema! ¡Qué cinco mil dólares! ¡Sobre seguro, lo valen, el uno el otro, ese diamante, y esa suma! Veamos… De lado, visto de refilón y agrandado por una vieja lágrima, vale, Señor diamante, siete mil quinientos dólares, sí, así lo
  • 31. 31 creo, no se podría intercambiar por menos, pero de frente, vuestro valor cae!” Algunas veces, imaginando que los diamantes la ven, se gira y salta detrás de ellos para sorprenderlos: “Sí, dais buena impresión, a primera vista, tocados por un rayo de luna, pero ahí abajo, tomáis un aire de pacotilla, a veces...” Y sale de sus cajas de viejos diamantes para avergonzar a los jóvenes con un collar de turquesas que guarda para el final: “Vosotras solas, turquesas de mis veinte años, tenéis más color que ellos. Vosotros, los diamantes, estáis exangües, me picáis el cuello cuando os pongo...” Pero ella rápidamente les da su amor y su nuca… … A mí, creo que no me ha visto jamás… Vuelve mañana, escucho sus brazaletes entrechocándose… y solo quiero una cosa: que pase sin verme, incluso sí, con mi traje blanco, ¡me toma por un poste! Mañana estará aquí. Y estoy tan nervioso que voy de una planta a otra, posando con placer todos mis pasos sobre todos los escalones, con la esperanza de retener el tiempo entre la primera y la cuarta planta, y quizá, si subo y
  • 32. 32 bajo muchas veces, ¡¡¡impedir que mañana llegue!!! … ¡Ilona, piel de cocodrilo! ¡Ilona, lágrimas deshidratadas, diamantes puntiagudos! Señorita Welles, aquí presente, te mirará, ¡y tus diamantes caerán de su anillo! ¡No me mire, no, no, señorita, siento que alguna cosa tira de mí al suelo! ¡Chico! Sírvanos dos cafés. ¡Puag! ¡Es la decocción de un árbol muerto! Realmente, hubiera podido escuchar la sinfonía de la acumulación de mis monedas… y comprender porqué ciertos billetes del mundo, perfectamente desconocidos los unos de los otros, se buscan en un momento dado, formando una colonia ¡y vienen a pegarse en el bolsillo de un hombre! ¡Sepa, que yo, tengo grandes bolsillos! Si metiera la mano y quisiera tocar el fondo, el impulso os llevaría de un salto a los países extranjeros, a bancos que no conoce, rodeados de sus ciudades… ¡Vamos! Hay que hacer fortuna, señorita Welles — ¿es ese su nombre?— Si no, ¿qué otra cosa podríamos hacer en la vida?, a menos que, desde el principio, tiendas una mano a
  • 33. 33 Dios a la espera de que él la coja. ¡Un poco de dignidad, hombre! Me llaman el Rey del Azúcar. … Es necesario, si se quiere ser rico, pensar en la cosa a la que, en el mundo, querrás dedicarte para enriquecerte: inmuebles, campos de apio… Yo he elegido, después de profunda reflexión, la caña de azúcar, porque sabía que es sólida, amorosa, y que ignora la ingratitud. Después busqué un país adecuado, éste, y acaricio, minuciosamente, cada uno de los granos que he comprado personalmente, haciéndoles recomendaciones de uso. Enseguida los siembro el día propicio. Y cuando pueden, germinan, y bien pronto he tenido bellas cañas que se amaban, se multiplicaban. Han bebido, se han secado, han tenido, como todo el mundo, sus crisis de crecimiento, han palidecido, ¡para enriquecerme! … Y no lo he olvidado jamás. Ciertas tardes polvorientas, les doy largas visitas, y cerca de ellas, como ellas de pie, me dejo balancear por el viento, y me inclino hacia los dos lados, como ellas, algunas veces hasta tocar la tierra, porque yo soy más pesado, ¡pero me levanto riendo! Me siento a su sombra, y
  • 34. 34 entonces, aunque el sol se desplace, no cambian el emplazamiento de su sombra… ¡Ah! Las conozco bien… No aman a nadie más que a mí… Estoy seguro de que a los peones, sólo les soportan por obligación. Ellos también querrían sentarse a sus pies y beneficiarse de la dulce oscuridad que están obligadas a dispensar… Pero por un signo que ellas le transmiten, un estremecimiento, creo, el vigilante surge y todos los peones se levantan… ¡los traidores! ¡Es tan fácil sentarse sin ser invitado..., sacar el culo, dirigirse a un hueco y después dejarse caer! ¡Bandidos! ¡Ah, perdón, Señorita, perdón si he sido inconveniente con la anatomía! … ¡Pero hablemos de ellas! De lo que les hace falta, de lo que quieren, a parte de mí, que las posee, porque sino hubiera nadie para poseerlas no existirían, lo saben bien las pobres… lo que quieren, ¡es la lluvia! ¡Beben, señora, beben! ¡Reventaría el cielo para hacerlas beber!
  • 35. 35 MAY pagó la leche, y fuera, buscó en el cielo luces de borde de avión. Había una luz verde, entre dos luces blancas, pero desaparecieron, apagando a Ramón Velázquez con el ruido de los motores y de las olas, a través de la playa y la mar vidriosa. Llegó a la primera calle de la ciudad, todavía jardín, que llevaba al hotel Continente rodeado de arcadas, pero vacío de Ramón Velázquez que no la esperaba. No se hizo de día ni en el cielo ni en la ciudad, y en breve ningún cambio se esperaba.
  • 36. 36 LA llevaron café: May esperó el día bebiéndolo, porque, cuando se bebe el café la mañana, si se bebe un poco antes, lentamente y con buena voluntad, la hora del café matinal acaba por llegar. La mañana entraría primero por el balcón, sería por tanto fácil de reconocer. Pero incluso en el balcón, la mañana no viene a las tres de la mañana, ni a las cuatro, y, de detrás de la nube que no había avanzado, ni reculado, ni subido ni bajado desde hace dos horas, ningún avión apareció llevando a Ramón Velázquez y sus tres maletas. May estaba en el balcón. En lo más negro de la noche, los Negros del hotel saldrán después de haber servido a los blancos. En silencio, rodearan la piscina en la que el agua es negra como su amiga la noche. Una
  • 37. 37 mujer negra, también, su vestido, su corsé, sus zapatos, sus medias, y se desliza en el agua, los brazos al cielo. Después se pone de espaldas, y flotando en sus encajes de nylon, mira la luna. Pronto, veinte Negros en la piscina dirán que el agua olía a Blanco, y con razón. Los Blancos, al día siguiente dirán que el agua huele a ajo, es decir, a negro, y se equivocarían. Porque, si en pleno día los hombres negros huelen bastante fuerte para que los animales enemigos o amigos les detecten, y huyan o se aproximen, de noche, todos calmados, no huelen nada, ni ellos, ni los otros animales. Todos regresarán, enseguida, salvo dos. Él la hace salir del agua, carga con ella y la deposita entre dos árboles—un animal lleva a su presa para comérsela fuera del terreno de caza—pero la presa se levanta, y apretando al cazador contra ella, le coge por las axilas y le coloca entre dos arbustos. Y así, se conducirán el uno al otro, hasta ponerse de acuerdo, y se comerán en una zona de sombras puras. Pero quizá no se han ido tan lejos para comerse, ya que como se verá, en lugar de ser cazador y presa, son hombre y mujer, mujer y hombre.
  • 38. 38 EL AIRE refrigerado en las habitaciones escasea. El aire de Panamá, desde hacía algún tiempo, tomaba el hotel por asalto, y caía sobre el muro, resbalando e impregnando las piedras. Algunos mosquitos habían entrado en las habitaciones, incluso en las habitaciones de quince dólares. Los ricos, una vez desvestidos se dormían navegando hacia la mañana. Se levantarán ahora, picados en la parte más tierna del cuello. El rey del azúcar se levanta a la misma hora que sus lejanos peones. Como había un poco de luz en la habitación, John fue hacia la ventana para buscar la fuente. Pero no había ninguna esperanza
  • 39. 39 de que el día se aproximase. La claridad de la habitación no se debía más que a las cortinas. John se aprieta lo más que puede contra su teléfono, y el peso de su cuerpo inquietantemente se desliza a lo largo del hilo. —¡Luis! No, Luis no está en el bar. Duerme. ¿Y la pelirroja cómo se llama? Luis debe saberlo. ¡Luis! No, Luis no está en el bar. Es Harry quien me habla. Harry, ¿cómo se llamaba la pequeña pelirroja que estaba conmigo esta tarde? ¿No había nadie conmigo? Que sí, ella estaba conmigo, le pagué una copa, no tenía sed, le hablé de mí, ella me habló de ella. ¡Harry! ¿No te acuerdas? ¿Ella no estaba conmigo? Pues yo estaba con ella, yo, y tú dices que no estaba conmigo. Yo quería decirte que ella me recuerda mi infancia, cuando tenía catorce años. No, yo no era pelirrojo. Buenas tardes… ¿Ella no estaba conmigo? ¡Su rey! Ella no sabe que yo soy el rey… ¡Peter! ¡Coge la botella más helada y tráemela! … Ella debe estar durmiendo… Ella me recuerda mi juventud… Yo no era pelirrojo, como ella, pero tenía un fin, como ella. Pero yo, mi fin, hace tiempo que camino con él, que incluso lo he sobrepasado… ¿Que qué más quiero? Salvo el
  • 40. 40 poder de arrastrarme por la hierba fresca, la vida me ha dado todo, sí. Además que para arrastrarme, tendría que haber sido indio, sí, y poseer su pelaje… pero si no eres indio, si no tienes su pelaje natural, siempre lo he dicho, hay que contentarse con el traje blanco… Ilona, mi mujer… ¿Luis? Luis, quédate cerca del teléfono, no te molestaré. Tendrías que subirme algo que pueda beber cuando tengas tiempo. Aguarda al teléfono, para cuando tengas tiempo… Pobre Ilona, pobre cocodrilo, ¡que ni tan siquiera puede llorar! Sí, me has entendido bien, Luis: la primera botella que te manden es para mí. ¿Es Peter ahora? ¿Cuánto te debo? ¿Es que pagué todo en el bar? Sube con Harry… Pobre Ilona, no te quedan más que tres túnicas para protegerte… te las quitaré una a una, eso te ayudará a morir sin sufrimiento. ¿Has visto a los grandes cocodrilos pelados comidos por las hormigas, en la orilla? Yo los he visto en sueños, Ilona… Ilona, ¿qué has hecho de tu fin? Deberías llorar lágrimas de hombre… Yo conozco tu fin, Ilona, era un hombre
  • 41. 41 rico. Y ahora que lo tienes, ¿qué vas a hacer? Esperar a que me enriquezca más todavía… ¿Y si no quiero enriquecerme más, si paro de un manotazo el curso de mi dinero, qué harías? ¿Buscarte otro rico? ¿Todavía más rico? ¿Y después otro, y después el que será el más rico de los ricos? ¡Pero que existencia Ilona, para una mujer! Y después, no podrás más, lo sabes bien, el matrimonio es una carrera que no se hace por etapas… … ¡Mis etapas se pierden!… Lejos detrás… ya no puedo contarlas… Tan lejos… ¿Qué hice de Leopoldo? ¡Luis! ¡Luis! Algo fresco, sube rápido, ven a charlar conmigo, date prisa… Leopoldo se quedó donde quiso, pero no hizo fortuna, no hay más que eso. Tenía dinero para cinco días cuando le dejé, cuando me dejó, porque fue él quien… Sé bien que fue él quien me dejó. Pero hice fortuna, y él no ha debido conocer más que los bordillos,—¡cuándo había aceras!—. Porque hay también barrancos sin fondo, llenos de noche un poco más abajo del borde, y los charcos, también, por todas partes… sobre los cuales, por supuesto, ¡no está permitido a nadie sentarse! Y si
  • 42. 42 eres poroso, si secas bien el lugar, los ciudadanos os aclamarán y os empaparán en otro lugar… ¿Has conocido eso Leopoldo? ¿Cuántas ciudades has secado, cuantas aceras has limpiado, Leopoldo, desde que nos hemos dejado? Ves, Leopoldo, hay que conformarse. Acuérdate del día en que te hablaba de la fortuna, y de cómo hacerla. ¡Eso hace una vida mesurada! Pero ya tenías mal los pies. ¿Era el derecho? Sí… tenías ese hombro más bajo que el izquierdo cuando andabas. Y después, bien pronto, tuviste mal el otro… Y sabías perfectamente que para tener fortuna, hay que correr tras ella, arrancarle la peluca, torcerla el cuello… ¡hacerla daño pero tenerla! Y tú, ya tenías mal los pies, y te sentaste delante del cine de la ciudad. Acuérdate que te esperé. Entré en el cine, y, a la salida, te dije que la película hablaba de nosotros, que la fortuna también cojeaba, en tiempos de guerra, y que no importa quien pudiera atraparla… Te dormiste. Renuncié a despertarte, a llevarte a un terreno baldío, lleno de vacas de ciudad… Aquí está la carne en conserva, te dije, para Europa, después de la guerra… Francia y Alemania han perdido muchos bueyes en el campo de
  • 43. 43 batalla… ¡De pie! Te sentaste entre las hierbas, ¡incluso pastaste con la vaca!… Te hice cambiar de sitio… “allí, ya verás, estarás mejor”, es lo que te dije. La fortuna desaparecía en el horizonte. ... Me hizo falta correr deprisa, y por la tarde, en nuestro barco, —acuérdate de que era primavera en Argentina—, franqueé también el horizonte… Entonces, ¿quién de nosotros dos dejó al otro? Pero tú, tú… Eres libre de pensar que quizá fui yo, me siento mal por todo el cuerpo, me siento morir, Leopoldo. Leopoldo… ¿no es verdad que son tus pies quienes nos han dejado a los dos? Y que he sido un buen amigo para ti… Que te dejé mi chaqueta… … El día debe de estar a punto de penetrar entre las hierbas, de entrar en el agua de la piscina en primer lugar, puesto que es la primera en mirar el cielo. Y si supiera que no hay nadie abajo, ¡cómo me gustaría ir a hacer el Indio! Pero es de noche. ¿Qué yo sabía dónde estabas cuando hice dinero? ¿Cinco? ¿Cinco, calle de Espinas suaves? ¿Apartamento cinco? ¿Puerta cochera cinco? No, no envié dinero. Hay personas que no han
  • 44. 44 podido nunca escribir correctamente su dirección. Y todo el dinero que se pasea por la tierra a su nombre, no llega a encontrarlos en su casa. Es así cómo sucede, que existan ricos y pobres… No, yo no iba a enviarle dinero a un número cinco. Un hombre de negocios no hace eso… ¿Lo comprendes, verdad, Leopoldo? Los números no tienen necesidad de dinero. Treinta años, ¡hace treinta y cinco años! ¡Peter! ¡Coge un vaso para ti también! … Ilona, Ilona, es preciso que partas… yo te doy… yo te doy… trescientos mil dólares de una tacada. Es un buen divorcio. Cuando ella vuelva, me pedirá seguramente el divorcio. Estoy de acuerdo. Ilona, sí. ¿Cuánto? ¿Trescientos mil dólares? Sí. Ilona, ahora, puedes comprarte un gigoló. Yo me quedaré aquí todavía tres años, para recibir la lluvia, para secar, y recibir la lluvia otra vez. El único lugar en el que entro cuando llueve, es en un taxi. ¿Por qué me miran todos cuando me resguardo bajo un porche? ¿Cuándo entro en un bar? ¡Se diría que desean que me moje fuera, como un perro! El hombre es malvado… Si está seco, quiere que los demás se
  • 45. 45 mojen… ¿Cuántas veces he preferido mojarme y caminar mojándome, para contentarlos, para convertirlos en más malvados y a mí en más triste? Una vez lloré, lo sé ahora. ¡Luis! Canalla, ¿no subirás nunca? Había llovido mucho, y llovía todavía. En cuanto a mí, ya había estornudado dos veces. Entro en un bar, me miran todos, como si me reconociesen. ¿Me conocéis? Hay uno que ríe… Y yo, me imagino que puedo reír también, y río, y es en ese momento en que los demás dejan de reír, como si mi risa cazara su risa, ¡como si no hubiera lugar, en una estancia tan grande, para reír todos juntos!… La lluvia, sobre mi rostro, comienza a deslizarse, tibia. Se parecía cada vez más a las lágrimas, se volvió salada, y me hizo huir. Y aquí, una vez que llegué aquí, me tiraron del taxi, comprendes Luis, del taxi, y oí a uno que decía: “Está todavía borracho.” Pero no lo estaba, ni todavía ni de nuevo. Estaba como no había estado jamás. Ya ves, Luis, si eres de los que me creían borracho, ahora sabes la verdad. Hace dos o tres años de eso. Debes acordarte. Os debéis de acordar todos… La pequeña
  • 46. 46 pelirroja no me respondía, Luis, ¿es lo qué has dicho? Ella bebió su leche y no me respondió. ¡Ella tampoco! Y tú, no me respondes nada, como ella. Si no quieres coger un vaso para ti, no lo cojas, ¡pero ven! Luis, ah, aquí estás Luis, con dos vasos. Aproxímate, deja todo eso. —No soy Luis, soy Peter. Buenas noches señor Higgins, aquí estoy con los dos vasos, y en media hora, a dormir. Habrá que colgar el teléfono. ¡Ah! La señorita me ha dicho que le diga que es usted el rey, el rey. No antes de las tres de la mañana… —¿La pequeña pelirroja? —No, la grande y gruesa con gafas… ¿No la ha visto? Me habló de usted en muy buenos términos. Le has causado una grata impresión, se ha declarado vuestra vasalla, estaba lista a entregaros su persona sin gafas… —¡Estás borracho, sal! No, Luis, no te enfades, vuelve… ¡Leopoldo! ¡Leopoldo! ¡Nunca has venido a las seis de la mañana a ofrecerme mujeres, Leopoldo! Regresa, no te
  • 47. 47 enfades, no estás borracho. Con tus dos vasos, los has guardado. ¿Ha bajado? ¿Se fue? Bueno, baje usted, Señor, baje, lo encontraré abajo. No entregas las bebidas que te piden, eso es lo que haces. E inmediatamente, me vas a explicar como es eso de que no hayas dejado tus vasos aquí, y te hayas perdido en los pisos. ¿No has llegado todavía? Te espero. Tengo que volver a América donde los bancos me esperan, no esperan a nadie más que a mí. ¡Por qué los bancos en quiebra se alegrarán de la llegada de mi dinero! A esos pequeños bancos, les daré la calderilla. El dinero serio, lo meteré en los buenos bancos, todo cubiertos de mármol verde, y en el mármol corren ríos y afluentes de color más oscuro. Así, tranquilo y ligero, puedo ver delante de mí. Detrás de mí mi banco platea mi dinero por todos los lugares que juzga buenos. Compro un coche. Es hora, también, de acabar con los taxis. Me paseo en coche por toda América, veo un poco cómo se hace mi país donde han puesto las tierras de regadío y las tierras de secano. Observo lo
  • 48. 48 que han cultivado a los dos lados de las carreteras importantes. Tomo una carretera estrecha que serpentea una montaña, y en lo alto, sobre el pico, veo los techos, los pozos, ciertas ciudades, y allí me pongo a reflexionar, sentado sobre plantas espinosas, las que crecen en las alturas, y que son el adiós de la tierra, y comprendo que el hombre es algo muy pequeño visto desde lo alto—con los ojos desnudos y refrescados por el contacto del aire—, pero hay en él sentimientos tan inmensos, que si pudiera tapar todos sus orificios, ¡subiría al cielo como un balón! Esto es, Luis, lo que pensaría si estuviera en el pico. Y si no tienes ganas de subir a un pico y pensar en tus semejantes: los camareros y los consumidores como yo, incluso si te taponaran por todos lados, tú, nadie podría elevarte, porque no eres un hombre. Ahí lo tienes. Si lo fueras, ya habrías llegado, para beber conmigo, como tiene que ser. … Yo volveré a bajar, y cambiaré de región. El acento de la gente cambia según las regiones y me acompaña. Me haría falta una mujer a mi lado. Ella vería todo lo que yo no he visto. “John, ¿te has fijado en las raíces de este árbol, cómo
  • 49. 49 desaparecen? “ Y yo lo veo después de ella. “John, creo que es mejor partir mañana pronto”, y estoy de acuerdo, y añado que hay que marchar por la mañana porque el viento no ha gastado todavía su oxígeno, porque tengo el depósito lleno de gasolina, lo que viene a ser lo mismo. Las mujeres ven siempre más lejos. Ellas son como la pequeña pelirroja. Me hace falta una mujer al lado, parecida a la pequeña pelirroja, para que le diga lo que pienso de lo que veamos. ¡Oh, pero no Ilona, ella no! Ella ya está muerta. … La pequeña pelirroja vendrá conmigo, y atravesaremos los prados verdes y los árboles frondosos. Compraremos un cesto de mimbre, sin mirar el precio, con platos y termos para las mañanas frías, o los atardeceres en las carreteras. Y apenas nos cansemos de un lugar partiremos… Iremos a los países con sequía, y a los países con agua, puesto que los países se dividen en todos los sitios entre secos y mojados… E iremos a los barrios mal pavimentados para entrar en lo más vibrante del jazz, que nace allí y no en otro sitio… ¡Luis, vuelve! Si tienes
  • 50. 50 sueño, podrás dormir en mi cama, al lado mío. Tengo un sueño tan bello, tan grande, que me toma toda la cabeza, que toda la cabeza lo piensa, y mi cuerpo lo vive, y estoy feliz. Sí, sí, la cama es suficientemente grande. No me moveré mucho, y compartiré contigo, puesto que estás aquí, todo lo que tengo. En este momento, tengo un coche, y avanzamos por una carretera de confianza y bella. ¿Luis no está ahí? ¿Se ha ido a dormir? Bueno, bueno, ¿eres Harry? Harry, sube con dos vasos, voy a contarte lo que he soñado… Eso es, te espero… … ¿Dónde iba Ilona a comer tomate para adelgazar? Es en el Maine. En el Maine, cazamos las grasas y el alcohol desde que dejé América. En invierno hace frío, en verano hace calor, y la primavera es una estación de transición, en la que llevamos jerseys de cachemir rosa y azul. En la granja del Maine, se levantan pronto y comienzan en seguida a comer tomate… Después, hay que hacer ejercicio, respirar todo el oxígeno que se pueda encontrar en la región, y volver hacia la comida, hacia la tomatera… Así, pierdo diez años, y soy un hombre muy joven. Y pierdo tantos años como quiero. Mientras haya
  • 51. 51 tomates, podré perder años. Llevaré a la pequeña pelirroja conmigo, y perdidos los dos en los campos de tomates, rejuveneceremos y rejuveneceremos… … Es preciso que vaya a los Estados Unidos con ella. Llueve de nuevo. Puedo abrir la ventana y mirar el día, debe ser la hora. Y el domingo, irán a votar, todos los culos-desnudos. Nada que temer, pero aún así, parto hacia los Estados Unidos. Ilona, rápido, aquí tienes tu divorcio. Sí, doscientos mil dólares, doscientos mil. Es un buen divorcio. Cómprate lo que quieras. … Podré partir de aquí sin esperar tres años. El domingo, no pasará nada, no habrá ni tan siquiera grandes lluvias. Hará buen tiempo, y el buen candidato será el buen Presidente… No llueve más. No me gusta el día, hoy. Se diría que la lluvia lo ha arrojado a la tierra. Llueve todavía, y llovió ayer. La lluvia cae inopinadamente sobre todos los proyectos y particularmente los proyectos de paseo. Se dice que ciertos gobiernos caen, minados por las aguas subterráneas. ¡No! No habrá asesinato el domingo. El país es tranquilo. Bravo país, buen país, vota por
  • 52. 52 él. Y déjame partir, no volveré más. ¡Ah! país mojado, si al menos estuvieras en el territorio de los Estados Unidos, en medio de un Estado, con sus cuatro climas, ¡habría podido amarte! ¿Se han ido todos a acostar? ¡Harry! ¡Peter! ¡Luis! ¿Todos?
  • 53. 53 MAY salió de las hierbas de la colina, cabalgadas de insectos, y regadas, a pesar de la lluvia, todas las tardes al acostarse el sol por aspersores. Bajo un árbol, la cortacésped había olvidado un metro cuadrado de hierba, eso o el árbol lo había acogido serenamente bajo su protección. Sus briznas estaban suaves, no decapitadas, podían parecer, a primera vista, más altas unas que otras, y por allí desordenadas, pero estaban bien para pisarlas y benevolentes a la mirada del hombre. Mientras que los tapices de hierba, hechos de tantas savias cortadas, emborrachan a los insectos y no dan al hombre más que mucho verde, que es ciertamente un color, pero no es suficiente ser verde para ser hierba.
  • 54. 54 May y el metro cuadrado de hierba de bordes desiguales se miran bajo el árbol, y el aspersor, electrónicamente guiado por la dirección del hotel compuesta por tres miembros, se estrella contra un muro más fuerte que ella. Perdió todas sus piezas, y, entre el momento en que murió, y en el que su sustituto salió de su garaje, no hubo nada que segar, nada segado. Los cuerpos entraban uno a uno en la piscina. May regresó al hotel y preguntó si Ramón Velázquez había dormido allí y le respondieron que no sabían donde había pasado la noche. En la cafetería, bebió café en una taza en la que los labios de Ramón Velázquez no se habían aproximado desde al menos un año. —¿No ha venido aquí esta noche, barman? ¿Entonces dónde? ¿Cuántos hoteles hay en esta ciudad? —Los hay de todas las categorías, como en todas las ciudades, los hay en todos los barrios, usted debe saberlo… —Lo sé. —Y los hay de todas las categorías, como en todos los sitios. —Como en todos los sitios de fuera.
  • 55. 55 —Entonces buena suerte… —¿Dónde está mi Ramón Velázquez, dónde está mi Ramón Velázquez? Ayer tarde estaba en el avión que yo he visto. ¿Adónde iba? ¿Al Norte, al Sur, o hacia los dieciocho puntos cardinales que lo alejan de mí? —Gracias, señorita, me ha dado el importe de cinco cafés y de dos vasos de whisky como mínimo, tres incluso si se sirven mal. Sin entender, May fue a sentarse sobre el césped, cerca de la piscina, pero ninguno de los cuerpos en el agua ni fuera del agua eran el cuerpo de Ramón Velázquez. Ella se desvaneció, la sombra de una hoja sobre los ojos. Un hombre mojado le pasará por encima y las gotas que caerán de su cuerpo sobre sus párpados, le harán recobrar la memoria de su Ramón Velázquez. Y sobre el cuadrado de hierba libre, no encuentra otras huellas que las suyas, sin los pasos de Ramón Velázquez. May entró en la ciudad desde fuera, a paso lento, a fin de evitar el brutal reencuentro—en pleno centro de la ciudad— entre una ciudad desconocida y quien no la conoce, sin que el
  • 56. 56 uno o el otro hayan podido escapar a tiempo. La ciudad había comenzado por ser piedra y hierba, después piedra y árboles, después piedra, después ciudad de madera. En la ciudad de madera que está en medio de todas las otras, los autobuses suben y bajan, los hombres caminan y atraviesan la calzada, los cables de la electricidad cuelgan sobre las calles, y Ramón Velázquez no está allí. May se apoya contra la pared de una casa, sin ventana de ese lado, y que da a la calle. Dos hombres que pasan, ninguno era su Ramón. Ni sobre la acera de enfrente, ni sobre ésta, vista de frente, ningún hombre era Ramón Velázquez ni tan siquiera su hermano. En fin, si no estaba en ninguna parte, ¿debía de llegar, en ese mismo momento, por avión o a pie, o de otra manera? En la media hora que siguió, no hubo aviones en el cielo, ni vagabundos por las calles. En el bar donde entró, se sentó, con algunas moscas, en una mesa. Les pidió azúcar, y leche para ella. Después se fue porque Ramón no entraría jamás allí, y el patrón vino en
  • 57. 57 persona a arrojar el azúcar y sus moscas al suelo. Pasaban menos hombres que antes. May siguió a uno, que tenía casi el paso de Ramón Velázquez. El hombre entró en una casa que debía de ser la suya, dejando a May sola delante de un muro lleno de carteles, aspecto político de la ciudad. Allí estaba Alcibitas de la Porra, sus hermanos y sus primos los diputados, con su curriculum vitae y el lugar de su nacimiento impreso, debajo del lema de su vida: “¡Pan y libertad!”. Los policías golpeaban a un hombre que vendía periódicos. Y el hombre quedó allí, en el suelo, durmiendo en calma sobre sus periódicos esparcidos, con el cráneo fracturado, el rostro inflamado, el alma ida. Y rodeado de calderilla. Sin que Ramón Velázquez haya venido a ver lo que pasaba.
  • 58. 58 EN otra calle, el sol brilló un instante entre una nube próxima y una nube lejana. May se apresuró a ver todavía donde se encontraba Ramón Velázquez. Pero antes de que lo haya encontrado, el cielo entero se transforma en una sola nube, gris, después ese gris cubrió la ciudad. Y la lluvia empezó a caer… Algunas gotas al principio, como si regase las plantas de los pisos de abajo, después todo lo demás. Para entrar en el hotel, había que subir por la calle central, subir más todavía, llegar a la ciudad donde los árboles comienzan, a la ciudad donde los céspedes protegen las casas, después se encuentra el Gran Césped, y el hotel, con sus ventanas cerradas.
  • 59. 59 Pero antes de llegar allí, May encontró sobre un muro un gran cartel de su Ramón Velázquez, y esperó con él que la lluvia cesara.
  • 60. 60 EL rey del azúcar, en calzoncillos en su balcón: —Buenos días Harry. —Buenos días, Señor. —Te he llamado, porque quiero comer aquí, solo. —Siempre come aquí, solo. —Pero hoy, no. Habría querido ir a comer fuera como los que miran la piscina, pero no lo haré. La humedad me subiría por la planta de los pies y según mi cuerpo estuviera seco o ya húmedo, eso podría hacerme mal, médicamente hablando. Y miraría al agua que se agita, y mi cabeza se agitaría con ella, lo que se llama un vértigo. ¿Has visto, Harry, todos esos cuerpos
  • 61. 61 desnudos? Sin ropa, un cuerpo es dos veces más alto, tres veces más ancho, y se ve entonces, que el hombre es un animal más bien grande, que incluso es un animal grueso, entre los demás animales. Yo, por mi corpulencia, podría haber sido el jefe de una manada de ciervos. Ocuparía una posición acorde a mí mismo, es decir con mi cuerpo. Vestido de hombre, soy un grueso buen hombre, Harry. ¿Ves bien desde aquí? —Sí. —¿Ves un cuerpo muy blanco de pelirroja, de pequeña pelirroja? —No. —Yo tampoco, dice John. —Sí, sí, yo la veo. —¿Dónde, dónde? —Ah, no, es una vieja pelirroja. ¿Qué quiere comer? —Has dicho que la habías visto… ¿Estás seguro de que no era ella? —Sí. ¿Y qué le traigo? —Estoy cansado de masticar. —Hay que comer… —¿Hay algo nuevo de comer? —Los cangrejos, los langostinos y las langostas… nuestras
  • 62. 62 gallinas y pollos, con pequeños pollitos muertos por todo el plato… —No, no, nada de eso. Alguna cosa nueva sobre la tierra, nueva no importa de donde. Que han hecho de nuevo para comer, aquí, en el hotel, después de tantos siglos... —No sé, Señor… —¡Qué, vete a por ello! No me queda más que morir. Después de todo este tiempo, ¿no ha habido cosas nuevas? ¿Animales nuevos, plantas nuevas que pagaría para que crezcan solamente delante de mí? ¿Frutas tan nuevas que estuvieran las peras el día de su creación? —Señor, señor, me acuerdo… Un paté francés cogió el avión el martes. ¿Quiere que vaya a ver si ha llegado, ya sea a correos, ya sea a la cocina? —No quiero nada, no comeré nada. Mira la piscina por mí. Si ella está allí, debe de atravesar el agua como un rayo de fuego. —O entonces, Señor, como una ballena, quizá, si desplaza mucho agua, si la coge con su boca y la escupe, nadando de espaldas… —¡Cómo un ballenato! idiota… es una mujer pequeña, como un ballenato…
  • 63. 63 SE queda ahí, mirando nadar de espaldas a la vieja pelirroja. Gotas de lluvia, filtradas del balcón superior, caen sobre él. John apretó los labios sobre el reborde de su propio balcón y aspiró la lluvia. Aspiró tanto, que de su balcón, ninguna gota cayó sobre el de abajo. Después escampó, y llovió de nuevo. Desde las primeras gotas—las que caen asimétricamente en un brazo, y no sobre el otro—algunos cuerpos se zambulleron en la piscina. Otros se metieron bajo las sombrillas. Ciertos cuerpos estornudaban, con los pies en la hierba. Otros, con sus asuntos bajo el brazo, en una toalla, corriendo hacia el hotel perseguidos por la lluvia, un
  • 64. 64 pie calzado y el otro desnudo. A ciertos cuerpos de mujer, los pálidos senos se les escapaban del bañador. Porque de toda la vida los blancos han sabido que la lluvia tropical transmite toda clase de enfermedades, incluidas las enfermedades desconocidas.
  • 65. 65 DE un solo vistazo, John vio una mata de rosas entre dos sillas de hierro, y a May vestida, al borde de la piscina. —¡Oh! Se va a suicidar, Harry, ve, corre. ¿Harry, ya no estás ahí? ¡Mis pantalones! ¡mi camisa blanca de manga corta! Voy. Saltó por encima de los charcos de agua, incluso los más grandes, como el ciervo que era, grande y triste en medio de los hombres, con, alrededor de la cabeza, una floración cubierta de amores, ideitas, y gotas de rocío, que tenía en lugar de cuernos. —Hoy, si me lo permite, me pondré de rodillas. Aquí la rosa, aquí mi cirio. ¡De rodillas! (el frescor de la hierba le subió
  • 66. 66 desde las rodillas al corazón). ¿Han sido oxidadas, estas rosas, al contacto con el hierro? —No, Señor, ¿dónde las ha cogido? No me gusta que se corten… —Devuélvalas, ¿ve ese jarrón, atrapado entre esas dos sillas iguales? Allí las hay, dentro, por docenas. Y todas del mismo color, cualquiera que sea su edad. Espere. Voy, con mis dientes, a arrancar sus espinas… —Levántese. —No. Y alargo mi brazo, ya que no quiero levantarme, y tomo para ti otra rosa, y una rosa para mí. ¿Qué dirá la dama si viene? —Que es preciso replantarlas. —¿En ese mismo florero? ¿En este agua que habrá cogido todos los olores de su habitación? No. Iremos a otro sitio. Bueno, me levanto. Tenga en cuenta, mientras camina, que la tierra es blanda, y que será fácil para nosotros, allí abajo, detrás de esos árboles… —¿Qué? —Coger todas las rosas, mezclarlas las unas con las otras para deshacer las docenas. Cavémoslas un agujero, plantémoslas en el suelo. Si la operación resulta con éxito, saldrán raíces. Si no,
  • 67. 67 morirán, solas y dignas, en medio de sus hermanos y hermanas, las otras plantas, lejos de las miradas de la Dama, lejos de Ilona, que les diría: “¿Cómo? Tan queridas, y se marchitan.” ¡En cuanto al jarrón, rompámosle! ¿allí? —Allí, no, dice May. Hay piedras. —Sus ojos, hoy, están tranquilos, dice él. —He caminado mucho, y hacia el final, tropecé… —Calmados, y serenos. —Sobre un cadáver… —Y ha tenido que cambiar el itinerario de vuestro paseo, ya veo, ya veo… Y la lluvia caía, y está mojada… sus cabellos, con la lluvia, son menos rojos… —Es que llovió. Me quedé sola en la calle, no había ya nadie fuera, salvo carteles, y más carteles. Es por lo tanto muy comprensible que todo el agua me haya venido a mí. —Habrían vuelto a sus casas. Es lo prudente… Cualquiera que sea la circunstancia, lo mejor que se puede hacer, es regresar a la casa de uno. ¡Qué vuelvan a sus casas! Bien. Esto es lo que diría con frecuencia si fuera un verdadero rey.
  • 68. 68 ¡Volved, volved! ¡A casa! Pequeños, pequeños… Y ellos correrían hacia la puerta, como las gallinas acuden al grano… Pero yo, Yo, me quedaría siempre fuera… —Señor, que no conozco, le digo, iré a liberarlos. —Sí, sí, después, hay que liberarlos. —Le he visto por primera vez, allí, haciendo agujeros en la tierra, del espesor de un tallo, con su pequeño dedo. —Entonces ha visto mi mejor yo. —Pero si quiere encerrar a quien sea, le olvidaré. —No, no me olvide, ¡perforaré la tierra entera con pequeños agujeros hechos con todos mis dedos! Venga aquí, al lado de estos otros árboles… como usted, amo la lluvia… Esta mañana, en mi balcón, en calzoncillos, pensaba en la vida, y la música del agua estaba en mí. Y esta noche, puesto que había música, pensé en usted, en su piel tierna y blanca, y en los mosquitos que, aprovechándose de que estaba sola y desamparada, le picaron. Y soñé que me habría gustado estar allí… Oh, solamente para cazarlos… —En efecto, en efecto. Y le vi, también, ayer noche.
  • 69. 69 —Olvídeme, vamos al bar, vamos rápido a beber, vamos a olvidar que me vio ayer noche… —¡Señor, señor! ¡Hay un hombre, en el bar, que cuenta para diez personas, cómo ha matado a una mujer! —¡Harry! No seas indecoroso, dice John. —Cómo se ha matado… Todo el mundo le escucha… —Vayamos a ver, dice May, si hay una forma de morir que no haya imaginado. —Vamos, sí, venga a escuchar la muerte de otros, eso os distraerá, dice John, venga, no sufriréis. Guerricabeitia, en el bar, canta la muerte de la Desconocida, sujetando un brazalete de plástico verde. —Jamás, en todos los viajes que he tenido el honor, digo bien, la suerte de hacer para mi Compañía, había visto un suicidio tan sádico y tan masoquista a la vez. Creía que solo los hombres tenían ese tipo de coraje, y en la India, donde mi Compañía me larga muchas veces, he tenido el placer de ver a un hombre que, delante de una multitud de curiosos—el curioso
  • 70. 70 no teme nacer en todas las latitudes y en todas las longitudes—, vi un hombre que delante de personas como usted, o quizá usted misma estaba allí, se puso un clavo en la lengua perpendicularmente a la carne, es decir que se lo clavó. Después lo retiró, masticó, tragó, y ese hombre no quedó ni mudo ni ulceroso, era siempre un hombre válido. Pero, lo que he visto hoy, sobrepasa lo que vi ayer, y quien dice ayer dice el año pasado, en una centena de grados Este. Ella, esta mujer, se ha quemado con un arte consumado, ¡y yo estaba allí! A esta hora, ella siente, señores y señoras, la carne tibia. ¡No huyáis! La Compañía me ha proporcionado a menudo contactos con la dura realidad, y todo eso a la vista. Usted, escúcheme, al menos. Porque un hombre que viaja es un testigo, y un testigo es un hombre que uno escucha. Por lo tanto, se sentía quemada. Sí, ya veo, le he despertado, si se puede decir, el apetito… Y bien, continúo: era una mujer joven. Imaginad la carne jugosa y bien regada, la carne joven, todavía impregnada de la leche de la infancia. Digo “era”, porque no creo que viva todavía. Y si
  • 71. 71 viviera, ¿de qué la serviría? ¿Con sus tres cuartas partes de agua evaporadas? ¿Sin pelo? ¿Sin, sin nada? Y su hombre que no la amaba ya la amaría todavía menos. Se lo digo, si ella vive, no la serviría más que para prenderse fuego una segunda vez, comenzando por otro extremo. ¡Por qué ella se ha vertido encima un bidón lleno de keroseno, señores! ¡Y ustedes, señoras, vean que ejemplo! Ella ha debido hacer eso en su cocina, utilizando el futuro combustible de los alimentos de la semana, porque ella poseía sin duda uno de esos hornillos que no funcionan más que con keroseno sub-producto del petróleo: el petróleo, sabe lo que es. Yo, pasaba cerca de allí, porque me gusta visitar las ciudades en las que mi Compañía tiene a bien enviarme. Un día que mi avión hizo un aterrizaje forzoso, aproveché para hacer pesca submarina. Me paseo pues alejándome poco del centro, o bien saliendo de la entrada de la ciudad, para ver alguna cosa particular, generalmente referidas en los mapas, ya sean geográficas, ya sean turísticas, es decir artísticas. Pero jamás me aventuro en esas calles que sin estar en la ciudad tampoco
  • 72. 72 están fuera, siempre un poco alejadas del exterior y del interior, allí, en fin, donde se esconden los peligros. Paseaba no lejos de una calle que no sabría situar, y que se convirtió, después, en la calle del drama. Al principio nada, yo creo que incluso los buitres cantaban. En fin, un silencio, después veo a un hombre salir de una casa que tenía un jardín bien cuidado, y escucho una voz de mujer que parece querer retenerle, porque ella hacía una pregunta, y habitualmente las preguntas esperan respuestas. “¿Estás seguro, estás seguro?” y el hombre, sin volverse, llegó delante de la tercera casa con jardín de la calle, y gritó: “¡ya no te quiero! ¡ya no te quiero! ¡ya te dije que quería a otra!”. Y camina, y camina. Yo, sobrepaso la primera casa con jardín, que se convirtió enseguida en la casa del drama, y adivinando que algo pasaba me giro, y veo una mujer que avanza hacia mí, envuelta en llamas. Entre las llamas, veo sus ojos fijos en mí, y me dice, porque era el único que pasaba por la calle: “¿Dónde está? —Señora, se ha ido, le digo, ha cogido un coche...” Una
  • 73. 73 llamarada, que parte de su corsé, me oculta sus ojos. Dijo gracias, se volvió lentamente, dejando caer unos tizones, y se fue. En medio de la calle, cayó y comenzó a dar gritos atroces, pero no eran gritos, era un nombre: “¡Antonio! ¡Antonio!”, convertido en grito. Las llamas se retorcían, pero ella no. Su cuerpo estaba recto. Como estaba carbonizada, ha debido dejar sobre la calzada huellas como los neumáticos… Pero no puedo asegurar nada, hay pocos precedentes, luego no puedo decir nada sobre el estado de la calle. Éste, este brazalete, rodó por el suelo, y aquí está. ¿Alguna señora lo quiere? Tiene las mismas virtudes que el ramo de bodas. Quien lo coge, arde en el año, ¡arde en el año! —Démelo, dice May. A ella no le debe gustar que un hombre juegue con su brazalete. Lo cojo, ¡aunque arda pronto, o en el año!
  • 74. 74 —¡AH! ¡qué imprudencia! dice John. ¿Quiere venir a ver una ciudad incendiada? No está lejos del mar, y tampoco de la tierra, fue quemada hace tres siglos y sufre todavía… Si la viera, arrojaría ese brazalete. La descubrí un día que me paseaba en barco, no lejos de la costa, remontando la corriente, porque usted sabe que la mar está a veces en pendiente, y al final de una colina, cuando esperaba descubrir un territorio tropical sin ciudades, la vi. La mar se puso a correr en sentido opuesto, y descendí, dulcemente arrastrado, la nueva pendiente marina. Mi barca se paró por sí misma, la mar endereza su dirección, y me encuentro en la ciudad donde todas las piedras
  • 75. 75 habían estallado, ya sean calcinadas, o simplemente blancas. Me siento en un pasillo de hierba que era la nave de una iglesia, y allí encuentro la primera bala, que cojo, y la saco de estos lugares. Estaba todavía caliente aunque oxidada. Encuentro la segunda en lo que debía de haber sido un mercado, y la meto en mi otro bolsillo. Encuentro dos balas más, y en un pequeño perímetro que había debido de ser una casa, encuentro otra, pegada en un muro, y trabajo muchas horas tratando de liberar la una del otro: el muro de la bala y la bala del muro. Mis bolsillos no eran suficientes para las balas de Morgan el pirata. Me quito mi chaqueta, pongo encima todos los proyectiles, y cruzando las mangas sobre ellos, con un nudo doble y sólido, los llevo a la mar, en la cual desaparecen. Subo en mi barca, y debo remar muy vigorosamente, porque esta vez la mar no iba a ninguna parte. Abordo sobre una colina sin árboles, atravieso las hierbas hasta la primera carretera, y allí, espero el taxi, que viene, y me libera de todo. … Vamos, Señora, venga conmigo. Si ella está todavía allí, nos recibirá bien. —No, yo, parto… Tomo un avión y partimos. Debo ir todavía
  • 76. 76 a medir el quepis de los militares, en Caracas. —¿Y las elecciones? Si Panamá muerta no os interesa, hay una Panamá viva que vota pasado mañana… Pero el rey se quedó solo, su cuerpo deformado sobre el taburete del bar, como una gran flor en su tallo.
  • 77. 77 MAY entró en su habitación donde no había nada que llevarse. Un poco de jabón rosa derretido en baba rosa en el lavabo. Se habían llevado todo el polvo que había podido hacer en una noche, y, sobre la mesa, ya no había los cercos dejados por los vasos de Cuba Libre. El lecho sobre el cual ella se durmió, tenía los ángulos duros en las cuatro esquinas del colchón.
  • 78. 78 —¿RECUERDAS la Dama a la que arrojamos el jarrón contra una piedra? Dice John. —No. —Es una princesa hindú, que ha venido a ver si sus caballos se adaptan al clima, con su jarrón, que tenía 2.000 años. Busca al culpable por todos los pasillos del hotel, y le infringirá 2.000 años de prisión. ¿Escuchas esos galopes sobre el mármol? Los policías que son catorce, de diferentes grados y tres perros, llevan con ellos a un joven caballo que tiene mucha intuición. En cuanto a la princesa, ya ha desgarrado sus más bellos sarís. Compréndela. El ceramista autor del jarrón, lo había hecho con sus propias manos...
  • 79. 79 —El caballo se aproxima a mi puerta… dice May. —Es por eso que he venido a buscarla. Huyamos, una hora o dos, hasta que encuentren los fragmentos. Nuestra desaparición, por otra parte, nos acusará, y ayudaremos así a la justicia, más claramente que si nos hubiéramos denunciado… Si me cogen, mi azúcar me servirá para hacerme salir de prisión. Y usted, Señora, ¿qué posee usted? —Sepa usted, que tengo poca fuerza y que jamás he poseído nada que pese más de tres kilos. Todos mis bienes juntos deben de pesar tres kilos y medio… Y ya es mucho… —Jamás he pensado en pesar mis campos de caña de azúcar… Si, para pesarlos, quisiera cortarlas, hasta donde tendría derecho de cogerlas de la tierra… No, no lo haré. Mis cañas de azúcar necesitan toda la tierra, incluso de la tierra donde no están. ¿Escucha los perros, ahora? Hay al menos catorce, ¡partamos! May y John, sobre la colina verde del hotel, esperarán de pie hasta saber que tiempo va a hacer, observando a los bañistas,
  • 80. 80 que son siempre el barómetro del tiempo. Hombres que se sumergen en la piscina. Otros hombres, vestidos de blanco, abren las sombrillas… (sol)… Los que se habían tirado a la piscina salen y se ponen bajo las sombrillas… (sol)… Después dejan la circunferencia de sombra que les contenía incluso tendidos, caminan hacia el agua, la miran, miden la distancia, y ¡plaf! la reencuentran… (sol)… Después levantarán todos la cabeza (los que nadaban bajo el agua mientras hacen superficie) y mirarán… (nubes).
  • 81. 81 LA ciudad estaba tal y como el pirata Morgan la había dejado, sus mujeres y sus hombres violados en lo que tenían de más valor, por las balas de cañón. El día siguiente de este histórico acontecimiento, los cipreses del cementerio, saliendo de su recinto, habían comenzado a crecer en otros lugares, en toda la ciudad, con preferencia sobre las otras plantas. Un gran silencio les rodeaba entonces, en el cual el chofer no quiso entrar, y detuvo el motor junto al mar. La ciudad estaba pavimentada de hierba — John pudo quitarse los zapatos. Al tiempo y a medida que caminaban: a derecha, la mar, en el centro, los muros y los cipreses, además, el resto del país y el Océano Atlántico.
  • 82. 82 —Si viene a caminar por el agua, que bordea estas tierras, verá como no está fría. Y si ha devuelto mis balas, podrá sopesarlas… Vea, vine, y he salvado la ciudad. Es lo que deberían haber hecho hace tres siglos. Si a todos los hombres de la ciudad les hubieran atrapado al vuelo y los hubieran arrojado lejos… Pero llegué demasiado tarde. —La mar está seguramente fría… —Ahora no… Venga a verlo. Si la mar no las ha devuelto, las balas se hunden poco a poco en la arena para ir a bombardear el centro de la tierra… —Su color es un color de frío. —Venga, venga, vayamos a salvar el centro de la tierra. —No hay nadie allí abajo, dice May. —Ilona, de quien voy a divorciarme, camina por el agua para afinar sus tobillos. Ella hacía muchas idas y venidas, de un lado al otro de la playa, y yo la esperaba en medio, con las conchas… Pero si quiere caminar, caminaré con usted… —Creo que hay piedras. —Seguramente. Tiene razón. Y debe estar más fría de lo que
  • 83. 83 pienso. ¡Qué frío tengo! ¿Y en qué estrecharme, quién podría ponerse sobre mi piel para calentarla, rodeado de aire como estoy? ¿Tendría menos frío si me acuesto en el suelo? —Solamente de un lado. —Sería necesario que la mar me recubra entero, para que tuviera menos frío… ella al menos no dejaría pasar las corrientes de aire… También podría hacer un agujero en el suelo y meterme en él… ¿Como hacían los salvajes, cuando, el tejido del mundo siendo demasiado flojo alrededor de ellos, sentían el frío? —Dormían con los tigres… dice May. —Pero quizá no tengo frío más que a mí mismo… He debido coger una tristeza repentina cuando me habló de su avión… ¿Era grande al menos? ¿Sabrá llevaros? —Es un cuatrimotor. —Me gustaría que los aviones que os lleven tuviesen cien motores… Mírela ahora. Tiene reflejos rosas… Eso quiere decir que el sol va a surgir… —Vayamos a verla. ¿Y su frío? —Calor. Cuando me habla, en lugar de hablar sola como
  • 84. 84 hace con frecuencia, cuando pronuncia “ usted ” mirándome, mi frío se va… me siento… me siento… Si fuera una araña, me dejaría coger de un hilo, y me balancearía locamente. Así es cómo me siento… —Usted… —¡Otra vez! —Usted. —¡Ah, qué solo estaba antes! —¿Y su azúcar? —Eso no da compañía… —Hay azúcar en trozos… —Tampoco. El azúcar líquido puede, cuando sube al interior de las cañas, ser un buen amigo… Pero mato mucho azúcar por año. —¿Cuánto abates? —¿Cuánto? Sacos, y sacos. En ese momento el azúcar se separa de mí: ha sido vendido… ¿Pero os he hablado de mis cañas? —La sombra de las cañas beneficia a los obreros sentados… —¿He dicho yo eso? —Sí. —Olvidémoslo. Olvidemos. Vamos a caminar sobre el mar. Nuestros dedos del pie se volverán suaves…
  • 85. 85 Aplastarán la arena con alegría, como cuando eran niños… —Está fría. Sepa que, su azúcar líquido, su amigo, ¡no está en las cañas! Está en el peón. Cuando exprimes a un peón, — es preciso que esté de pie para eso —, salen riadas de azúcar, riadas de dinero, y eso durante toda su vida y la vuestra. Cuando el peón muere, no hay más azúcar. Puedes leerlo en todos los tratados de agronomía. Entonces, ¿cuántos peones matas por año? —Sacos, y sacos… Que mal me haces… ¿Has visto a una ostra pinchada por un cuchillo? Se repliega, sufre… Una vez, comí una docena de ostras, y he sufrido veinticuatro veces, lentamente… Y después, sabes, me siento como ellas. Pero no hace falta cuchillo para mí, no hace falta arrojarme limón a los ojos, para hacerme mal, para que sea más ostra que ellas… —Usted… —¿Cómo? No digas nada… Dime “ usted “. —Puede continuar. —No sé… Algunas veces, cuando se ha vivido lo suficiente,
  • 86. 86 nos gustaría separarnos de la vida… —¿No puede gastar más dinero? —Esa no es una actividad, para un hombre… ¡Ya sé! Diré a todos mis peones que se sienten… Caminaré hasta el final de las tierras, desnudo y sin maletas, para que todo lo que es verdaderamente mío esté contenido en mi piel… —Ya está bien. —Subiré a una barca sin remos… Daré la espalda al viento de las tempestades, seré su vela y me inflaré… Me golpeará, y esa habrá sido la única vez en que habré ido adelante mirando delante mío… Pero si realmente quieres, antes de que parta, eliminaremos nuestros zapatos, y caminaremos a lo largo y ancho, y a lo ancho y largo, del mar… ¡Oh! no, a lo ancho no, perderíamos tierra… Ven pues, déme la mano… si lo quiere, no partiré… —Está fría… —La calentaré… —Es demasiado grande… —Sí… es demasiado grande… es la mar, y es como es, y es
  • 87. 87 demasiado tarde para calentarla… Y por tanto… Lo hubiera querido tanto, poniendo todos mis dedos uno tras otro… Habría hecho pequeños agujeros… —No.
  • 88. 88 EN EL HOTEL PANAMÁ se había producido suficiente aire frío para los clientes y sus invitados. Alrededor del hotel, nada se impulsaba que no fuera tolerado por el Gran Consejo. Y sí, aún así, partiendo de la fachada, se acababa llegando a la ciudad, que vive como quiere, partiendo de detrás del edificio, no se llegaría a nada más que al silencio, al mundo de las raíces sin troncos. Por que el Consejo de Administración y de los Brotes del hotel que representaba en Panamá la civilización, había cortado todos los árboles al ras — trabajo que necesitaba de obreros aserradores con una gran precisión, y algunas veces con la cabeza boca abajo —, para que ninguna cepa rebase la tierra. Por contra, habían hecho traer de las regiones frías algunas especies que trataban de aclimatar.
  • 89. 89 El Consejo, por otra parte, se hacía poner muy regularmente al corriente del estado de los granos y semillas, nacionales y extranjeras, y estaba advertido de toda germinación. May Welles esperaba el autobús para el aeropuerto, el oído atento a los movimientos del viento. El viento, muy fuerte, entraba en la piscina, y la piscina lo escupía, mezclado con agua. En el hotel, se cierran las ventanas, porque se dice que el viento había, esa misma mañana, arrancado los árboles plantados en cajones, árboles raros, y caros. Si ese mismo viento, entrara en las habitaciones, ¿qué no volaría? May subió con bastante facilidad hasta la cima de una colina, detrás del hotel, desde donde veía, a lo lejos, los árboles que bordeaban una carretera. El viento no podía nada contra sus troncos, pero ciertas ramas rotas, colgaban, —flechas indicando la tierra. Pétalos, arrancados a las flores, se mezclaban en la polvareda, y una silla, arrancada de un jardín, rodaba por la pendiente saltando sobre sus cuatro patas y su respaldo, — y el Indio que caminaba, agachado, encorvado como un tres, se sentó en ella, esperando el fin de la tempestad. Más lejos, al menos cuatro barrios después, el centro de la ciudad (en madera) y todavía otros cuatro barrios, se veían las
  • 90. 90 arenas, y más que las arenas, la arenilla girar con furor. Pero, en un claro, May distinguió a un niño sentado, con el culo desnudo sobre un montón de arena, y las arenas se convirtieron en lo que ellas eran: un parque para niños, con suficiente arena. La colina tenía una cresta estrecha, apenas del ancho de un pie, y May la recorrió, los brazos en equilibrio, a veces mirando la pendiente que conducía a la ciudad, y a veces la que conducía a la Naturaleza donde todo es blando. El viento, como los niños cuando se agarran a un poste para dar vueltas, tomando como eje el cuerpo de May, se convirtió en viento del Este y del Oeste, del Norte, del Sur, del Norte-Sur y del Sur-Este. Para no ver ni el hotel ni los hilos telefónicos, May Welles se tendió de lado. El viento, a diez centímetros de altitud, se hace muy dulce. Liberado por la tierra, caliente todavía, acuesta a las hierbas a contrapelo, se detiene sobre las hierbas amarillas… May recibe sus granos en los ojos, y, sobre su frente, el viento se desliza, siempre hay suficiente viento para que continúe deslizándose. El viento pasaba por la frente de May y se llevaba todas sus
  • 91. 91 fiebres. En sentido contrario al de la circulación de los vientos y los granos, un poco más alto, las nubes que pasan, que han pasado. La tierra está tranquila. Todos sus elementos van donde deben ir, y el resto se adormece. May Welles se ha dormido. May Welles se ha despertado. En el hotel, evalúan los daños: todo el agua de la piscina había volado, a pesar de que era más pesada que el aire. Conteniendo a los nadadores con una mano, el chef gerente, con la otra, mandaba las bombas de agua. Bandadas de pájaros salían de debajo de las hojas, y retomaban la posesión del cielo. El viento había amainado o vuelto a su casa. May Welles estaba cubierta de semillas y de hilos — que debían ser los cabellos de la tierra. En el hotel se dice que el autobús para el aeropuerto había partido con quince minutos de retraso sobre su horario, pero que los había recuperado, aunque habiendo tenido que, para eso, atropellar a un Indio en la carretera y matarlo. Pero que en
  • 92. 92 realidad, las cosas no habían sucedido así, puesto que el Indio, levantándose había saltado sobre el parachoques y viajado gratis hasta el aeropuerto, al cual había llegado el primero, ya que había escogido el parachoques delantero. El próximo avión para Caracas no partía hasta el domingo, después de la corrida, e iría completo, ya que a mayores iba a transportar los cuerpos de seis toros, comprados por un consumidor de carne, en la Argentina, gran admirador, además, de los dos toreros que toreaban el domingo. Ramón Velázquez, que era uno de los dos, no había llegado al hotel.
  • 93. 93 ÉL no estaba en la ciudad… Testigos los barrios distantes, simples lugares de paso de los hombres hacia su trabajo, calles que no serán jamás calles miradas y calles que no miran jamás. Si hubiera entrado en la ciudad, Ramón Velázquez no habría entrado por ahí. Y luego, ¡es necesario que una ciudad comience! Llamada a convertirse en barrio pobre, derramará por la hierba no importa qué — salvo insecticidas —, y, cuando los caminos vengan, derramará para ellos el cemento fresco. Que ellos toman habitualmente, y se construirá para ellos largas vías, triángulos duros que van estrechándose hasta el centro de la ciudad.
  • 94. 94 Ramón Velázquez está más bien habituado a los círculos. ¿Por qué estaría allí? De los dos lados del filo los hombres y los camiones, se abren caudales de bebidas para los hombres-indios o para los hombres-negros, que beben con la cabeza baja. Bastará que se meta una pajita en su botella para que tengan el aire de beber con filosofía. Punta de vidrio que fuerza a levantar la cabeza. Ramón Velázquez tiene los labios tan altivos, que inmóviles, no hacen nada para aspirar lo que sea. En esos lugares, no es raro encontrar una serpiente, venida en busca del calor humano, y que se va sin haberlo encontrado. (Y estas ciudades son todas las mismas, cualquiera que sea el nombre que se les ponga, testigos cartográficos y de los discursos de los presidentes de la República… En algunas de ellas, y es toda la diferencia, en lugar de encontrar serpientes, se encuentran tortugas.) —¡Un ron! May apoyada en la barra, dejando que las moscas se paseen
  • 95. 95 sobre ella y se nutran de lo que encuentren, esperaba a Ramón Velázquez. —Merece que la arresten, le dirán dos Policías Militares venidos de la zona del canal. Americana y borracha, en medio de estas gentes… ¡Trampa Tropical! —Vosotros, dice May, merecéis que os perdone…
  • 96. 96 JOHN hizo llamar a su piloto, al que encontró borracho. —Ve a buscar mi avión. —¿Partimos? ¡Ah! esta vez, estoy tan borracho, que finalmente voy a ver la tierra girar. Señor… déme dinero para la gasolina. ¿Echo “súper”? —Esa es gasolina de coche… —Ah sí, dice el piloto. —Entonces no. —Incluso si echo gasolina de avión, nos vamos a estrellar. Partamos otro día. Si no, vamos a caer en la boca abierta de un cocodrilo. Y no se le podrá aplicar los reglamentos de rescate. —¿Quién te ha dicho que no? Le romperemos los dientes con las hélices.
  • 97. 97 —¿No quiere vivir, Señor? ¿Quiere entrar en la tierra como todos los cadáveres, pero cayendo desde los alto? ¿Quiere que le entierren más profundo que a los demás? Se nota que es usted rico, Señor. Para los pobres, se hace un agujero con palas. Usted necesita una hélice. ¿Y yo? ¿Os serviré también abajo? —Sí, lleva tu llave inglesa. —No en la muerte, Señor. Allí, yo haré huelga. Y moriré con las manos limpias o no moriré. De todos modos, me voy a dormir… vuestro avión debe encontrarse por allí, búsquelo. —Métete en mi cama. ¿Cómo, roncas durante, y antes de dormir? —RrrrrRrrrrRrrrr. —Vaya, ha acostado los brazos en las alas del avión y no tengo más sitio… Detrás del hotel, John tenía un prado y un hangar. En el hangar tenía un Dakota. John, apoyado en el avión, esperó al aviador. —Aquí estoy, Señor, partamos, pero hubiera dormido todavía una hora más, dice el piloto sacando el avión a patadas. ¿Dónde vamos? Es necesario decírmelo. No me gusta que me diga: y
  • 98. 98 ahora, gire allí, ve allí abajo… Porque el aviador, soy yo. Usted lo olvida. —Volvemos a mi casa. Pero, encima de la ciudad, vuela bajo. ¿Conoces la calle central? ¿Has llenado el depósito? Porque vamos a recorrerla en los dos sentidos: busco a una mujer. —Bien, yo también. En pleno vuelo, John pidió una larga pasada, y en la calle principal — el avión pasó por encima de la calle, y su sombra sobre los tejados — buscaba a Miss Welles tan pelirroja y tan fácil de encontrar. —Ella no está allí. Para un poco. ¿Es ella? —No, Señor. —Repasa. —Pero el agente de la circulación levanta su porra hacia nosotros, Señor. —Bien. Párate en la intersección. La mujer que busco es pelirroja. —He contado, Señor, cincuenta negras y diez mujeres de cabellos blancos. Pero ninguna pelirroja. —Pasa, y repasa, hasta que la encontremos.
  • 99. 99 —Imposible. Una camioneta de la policía nos persigue. Hay que renunciar. —Entonces sube. —Volamos bastante alto… —No lo suficiente, sube más. —El avión no quiere subir más. Cuando descienda, le voy a hacer cascar. Este avión no sirve para nada. Si tiene miedo a subir, ¿qué quiere que le haga? No es hasta después de que las nubes ocultaron la ciudad, que John se encontró más solo que una ostra. El aparato, indeciso, había hecho muchos círculos bajo el sol. John se adormeció.
  • 100. 100 EN su casa encontró el silencio con la sombra, sus Negros y Negras caminan deslizándose, y con frecuencia descalzos, Ilona había proscrito el cuero, material noble y ruidoso. Porque los hombres se dividían generalmente para ella en los que podían hacer ruido y los que no tenían el derecho. Así vivía ella constantemente a la escucha, reconociendo a sus iguales y a los que no lo eran, tanto de lejos como de cerca. John se durmió en su habitación. Su administrador le despertó y le presentó con amor dossiers de tapas negras, llenos de cifras del 1 al 9 y de ceros. El administrador estaba contento, los signos parecían estar de acuerdo juntos:
  • 101. 101 —Aquí una columna donde todo va bien, dice él, y allí, y allí. Estas cifras son florecientes… —Sal, dice el rey. Sal, y sal por la ventana. Si sales por la ventana aumento tu salario. —No. —Si sales por la ventana, disminuyo el salario de los peones. —Bien, Señor. Será como usted quiere. Salgo por la ventana. —Bien, bien. Voy a disminuir tu salario como he prometido… La siesta de John finalizó antes de que la noche cayera. Parado en el umbral de la puerta mira las sombras de sus servidores pasar en los cuadrados de luz. Pero, en verdad, su casa está vacía y no tiene perro. Como eran las siete, un poco de luz de la primera hora de la tarde flotaba todavía. Pero al cabo de algunos minutos la noche la absorbió. Tenía, detrás de la casa, en un prado destinado a los aviones, limpio y engrasado el Dakota. John fue hasta él. Puso su mejilla contra la panza del avión — que estaba fresca después de la ducha.
  • 102. 102 —¡Oh, May! ¡May! dice y lloró sobre el avión como sobre un amigo. —¡Mister John! ¡Mister John! Gritaban sus nueve servidores. Pero él se escondió detrás del tronco de un árbol que debía de haber bebido tanto agua como Mister John alcohol, tanto que estaba redondo, él también, sus raíces bien separadas en la tierra, como las ramas de una estrella de mar, árbol buen hombre que no traicionó a John. Al día siguiente, decía a María, bajo el follaje del árbol: —María, ayer vi que tu vestido estaba desgarrado en muchos sitios. No lo olvides, eres la Negra más joven de mi casa. Es preciso que ames vivir en vestidos intactos y no en vestidos andrajosos: es algo de tu edad. El día que dejes al tiempo agujerear tus vestidos, practicarles aberturas bajo las axilas, que deben estar siempre ocultas, te habrás convertido en una viejecita, finalmente con algo de blanco: tus cabellos, mientras que ahora eres toda marrón, y reluces por todas partes. Aquí tienes dinero. Vete a comprar un vestido rosa o negro… Ve, ve rápido a rejuvenecerte… ¿El rosa y el negro van bien a los pelirrojos?
  • 103. 103 —El negro les va, el rosa no. Pero no soy pelirroja, Señor. —Entonces, coge el vestido rosa. Ve al armario de Ilona que tiene el aire de un armario para veinticinco mujeres, y coge el que te guste. Coge sus tres sombreros de violetas y sus zapatos de serpiente. Coge el vestido verde con diamantes y ve a contemplarte bajo la luna en doce horas. Verás… Tendrás el aire de un rey mago. Y después, te daré la bicicleta que he hecho traer de México… Si vas al baile en bicicleta, en el vestido rojo con flores de dinero… María, verás, los tendrás todos a tus pies, podrás ponerles el pie sobre la cabeza. Y coge sus zapatos de serpiente, búscate un lugar donde haya planchas de madera en el suelo, sube encima y taconea con tus pies… —Oh, no, Señor… —Taconea con tus pies, como si aplastaras cucarachas… y haz mucho estruendo, verás como todo el mundo se apretará alrededor tuyo. Coge sus sandalias de tiras, coge sus cinturones tachonados de oro, y ve a bailar. Si te dicen algo, di que te he
  • 104. 104 adoptado. Porque podrías ser mi hija, y May — te he dicho ya que es pelirroja — podría ser tu hermana… Hacia la tarde, era sábado, fue a ver al avión, y encontró al aviador con un par de tenazas, arrancándole sus remaches. —¿Qué le haces? —Me dijo que le rompiera… —Eres tú quien lo había dicho. —Ah bueno. Voy entonces a replantarle sus hélices… —No déjale como está. Dame un martillo, voy a golpearle, a demolerle, y arrancarás lo que encontrarás donde yo te indique. En la noche, la muerte del avión resonó mucho tiempo. Hasta que el sol apareció, John hizo, con un martillo, agujeros en la tierra, dando grandes golpes. —Oh, todavía una jornada, dice. ¡Oh! Huyó, perseguido por los rayos de sol, se escondió bajo el árbol amigo, pero cuando le pareció que sus hojas se volvían traslúcidas, mejor, que ellas mismas introducían el sol en la sombra, dejó el árbol y corrió hasta su habitación. —Cerrad bien las ventanas, decía, si no no me dejaré tocar…
  • 105. 105 ¿Ya has ido al baile? le dice a María. ¿Y no te han sacado a bailar, es por eso que lloras? —No, todavía no, todavía no he ido. —Entonces, no olvides ponerte las combinaciones que van con los vestidos de gasa, sino, tendrás el aire de una libélula negra en sus alas… Se le duchó, se le secó, se le puso una camisa de rayas azules, pantalones blancos, y un sombrero de paja. Y se lanzó fuera, los brazos adelantados, las palmas paralelas al suelo, avanzando de pie, sostenido por cañas invisibles, que la tierra le tendía a cada paso.
  • 106. 106 ENTRÓ en el camino que llevaba a sus cañas. Recibió primero el aire que había pasado sobre ellas, lo envió al interior de sí mismo a golpes de lengua, y, cuando se sintió lo bastante fuerte, arrojó la tierra y puso sus manos en los bolsillos. El sol estaba alto y lejano. John levantó los brazos para alejarlo todavía más de sus cañas. —¡Hola! ¡Mis bellezas! Papá está aquí… ¿Solas? ¿Marcharon los peones? ¿Toda la semana, mis niñas, recibiendo sus insultos? ¿Qué os han dicho? ¿Os llaman “cañas de azúcar”? No sois eso, lo sabéis bien, ¿eh? Estáis, cerca de la cabeza, con vuestros largos cabellos verdes que ordena el viento. Le dotáis
  • 107. 107 de miles y miles de colores. Sino, cañas, sino, ¿cómo vendría el viento, cómo vendría a nosotros si no hubiera pasado entre todas las cosas que le han dado el olor, la temperatura, la alegría? El viento sin vosotras, y sin los árboles de abajo, solo puedo imaginarlo frío, como si hubiera nacido para empujar a las cosas y a las gentes delante de él a los precipicios, donde el Señor nos espera. ¡Eh cañas, cañas! cuando le cogéis hacéis de él lo que queréis… Tú, redirígete. Allí. … Y vosotras, aquí, de frente, ¿os entendéis con los otros? ¿Tomáis vuestra parte de sol y de agua? Os cargáis los vientos del Sur y los del Norte. Sé que las geografías os los envían hasta aquí todavía fríos, ¿pero vosotras, que hacéis? Mis cañas los calientan… Bien, bien, os dejo, entenderos con vuestras hermanas de enfrente. Sé que lo haréis, porque no podéis atravesar el camino. Los hombres no se entienden entre ellos, porque saben atravesar un río, y ocupar el país de enfrente. Pero vosotras, incluso si lo quisierais… Y si un día pudierais atravesar, Cañas, todo es posible, no lo hagáis… … Cañas de los dos lados, estoy en medio del camino, y sois
  • 108. 108 todas parecidas. Ved qué locura sería atravesar el camino para mediros… sois bellas tanto las unas como las otras. Estas tierras, y yo mismo, envejeceremos sobre vosotras para que no os falte de nada. ¿Veamos? ¿Qué os falta? Ah, que es esto, estás bien pálida… Iré, en seguida a buscar mi pequeño maletín de pintura, y te pondré un poco de verde, ¿eh? No se lo digas a las otras… Y pondré verde en todas las cañas que quieran. Cañas, hay verde para todas. Y rosa. Cañas, y un azul más bello que el de las alturas. ¿Queréis un poco? Podréis ponerlo en vuestras puntas… La próxima vez que venga a veros, os traeré todo eso, y, además, un cubo de agua. Si tenéis quejas, si las nubes que veo pasan lejos de vosotras, si van a llover al canal con la esperanza de desalarlo, o sobre las orillas, con la esperanza de entrenar la tierra y el polvo para rellenarlas, yo, cañas, que no soy una nube, y que no tengo más vida que la vuestra, vendré con el cubo. Ah, ved llegar las nubes, ahora que he hablado. ¡Infames! Me robáis su gratitud… Llueven, llueven sobre
  • 109. 109 vosotras, justo en el momento en que iba a llover sobre vosotras. Y bien, que lluevan sobre mí también. Aquí, me quito la camisa y reverdezco. Sé, nubes, que vais a descargar más lejos sobre las cadenas montañosas, que os convertiréis en gotas frías sobre plantas frías, pero antes, os lo ruego, mojadnos, a mis cañas y a mí. Es el calor que sale de nosotros el que va a calentar esta comarca. Allí, mis cañas, ha llovido… Rápido, rápido, enviad vuestras raíces a los charcos. Yo, voy a meter mis pies… que son mis raíces. Allí, los charcos desaparecen, bebidos por mis pies y los vuestros… Mis cabellos crecen… rápido, un nuevo peinado para todos nosotros. Dejémonos llevar por los vientos — salvo por los remolinos —… Seremos peinados y secados.
  • 110. 110 —AH, A MÍ, me ha hecho tres rayas en la cabeza, y a vosotras os ha despeinado. Mirad esos remolinos que parten del camino, detrás de él. ¿Dónde piensan ir? Antes, era la tierra buena del camino, seca quizá, pero en su lugar. Ahora, se convertirá en el polvo de la ciudad. Volved, remolinos, calmaos. En la ciudad os cazarán gritando, os aspirarán con un aparato que introduce el viento en su vientre y os comerá. Y después, os arrojará en contenedores donde os pudriréis entre las latas de conserva. Entonces, remolinos, entonces, vientos… si os lleváis esta tierra libre, id y depositarla en la montaña, allá abajo. Pero
  • 111. 111 no llevéis las semillas de mis cañas. Ellas podrán germinar en países enemigos, o peor, caer en una maceta de flores, y allí crecer sin aire ni viento, y prisioneras. Cañas, el mundo no es más que trampas donde los granos se pierden, del mismo modo que los hombres, que son granos especiales… … ¿Estáis extrañadas de verme? Fue una mañana, estaba en una habitación, y me aparecisteis, con vuestros cabellos rojos flotantes, sobre los campos, y vi, cañas, que mi lugar estaba a vuestro lado para toda nuestra vida. Tú, vaya, tienes un pie muy arañado. He aquí un vendaje hecho con mi camisa azul. Te doy un hilo de la manga. ¡Qué altas sois, qué grandes! Si levanto la cabeza, veo el sol como prisionero de una jaula verde. Vamos, aflojar un poco las hojas. ¿No veis que se ahoga? ¿Para qué unir vuestra fuerza contra él? Abridle la puerta. Deshaced esa malla… Ah, menos mal, aquí os habéis separado. Está bien. ¡Oh! Pero allí abajo, esa, ¡cómo ha empujado! Has empujado demasiado… Ten, ponte mi sombrero. ¿Quién ha arañado tus hojas? Pero también, ¿por qué eres más grande que las otras? ¿No ves que no recibes jamás sombra? Espera. Voy a hacerte
  • 112. 112 una o dos incisiones con mi pequeña navaja para quitarte un poco de fuerza. Será por tu bien. Y voy a quitarte tus malas hojas. Allí. ¿Te hago daño? Mira, me hago una incisión yo también, en la tela de mi pantalón, que es un poco mi piel. ¿No es parecido? ¿Qué entonces? Bueno, me araño un poco el brazo. Pero debo continuar quitándote las hojas, es por tu bien. Y un poco de tronco. Caña, seguramente tengas una raíz mala, la raíz al mando de la longitud, y que está desajustada. Voy a hacer un pequeño agujero, retirarlo y… ¡Ah! caña, no la encuentro… Pero sangro un poco, y tú, tienes muchas menos hojas… Es necesario cortar todavía un poco de ti, un poco de mí. Caña, me he cortado en la palma de la mano, y voy a retirarte un trozo un tronco. ¡Oh! ¿Caña que te he hecho? Vosotras las otras, mirad lo que la he hecho. Ella era la más grande y la más bella de las plantas, y ahora, la he convertido en una estaca, va a secarse, y afilada como es, va a atraer los rayos de la tormenta que viene. Y si los rayos caen sobre ella, va a quemar a todas… Luego, ¿cuánto azúcar mato por año? Azúcar, no, azúcar no, pero mato muchas cañas… ¡Cañas!