Este documento presenta un resumen de la novela "El genio del mal" de la escritora italiana Carolina Invernizio. Narra que la protagonista Ester revela a Armando que está embarazada, aunque él comienza a dudar de la paternidad después de recibir una carta anónima. El documento describe la angustia de Armando ante la situación y su dilema sobre cómo proceder a continuación.
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INTROITO
Lo bueno que tiene el paso del tiempo es que lo iguala todo, incluidos los
extremos. Lo que era muy popular en su tiempo, lo que tenía millones de lectores
en todo el mundo, queda relegado al olvido, y lo que era considerado alta
literatura, lo mismo de lo mismo. El folletín, el folletón (curioso que diminutivo
y aumentativo designen lo mismo), siempre ha tenido mala prensa, y muy buena
acogida, también en la prensa, seria. “El Liberal”, periódico serio y conservador
donde los haya, vendía miles de ejemplares desde que empezó a incluir los
apolíticos folletines de la italiana Carolina Invernizio (1851-1916), de 1901 a
1917 (a su muerte se siguieron publicando, con gran éxito, en otros periódicos:
La Información, Heraldo de Alicante, Diario de Tenerife, El Telegrama del Rif,
El Eco de Santiago, Diario de Albacete, Diario de Córdoba, hasta las postrimerías
de la Guerra Civil). Y teniendo en cuenta que cada serial duraba al menos 3
meses la operación comercial, de fidelización, era perfecta. Ahora el nombre de
Carolina Invernizio no nos dice nada, pero en su día era la escritora italiana más
popular en todo el mundo (en España y en América arrasaba (la editorial
barcelonesa del italiano Maucci se forró con la edición de sus libros a peseta),
sobre todo en Argentina y Brasil gracias a los emigrantes italianos), aunque
Grazia Deledda y Matilde Serao se llevaban la fama, los premios, los ditirambos.
Ahora los críticos y los académicos reducirían toda la producción de la florentina
Invernizio (más de 150 novelas) a la subcategoría desastre de la “novela rosa”,
una clasificación que le viene muy corta, porque en todo caso habría que
definirla como una pionera, y brillante representante, del “pulp”, del “giallo”, de
las novelas policíacas, de suspense, de terror. Digamos que la Invernizio es la
Ada Coretti de su tiempo, alguien capaz de construir historias truculentas con un
poso de romanticismo y redención. Ambas con una capacidad asombrosa para
enganchar al lector con narraciones hiperentretenidas, fluidas, y con más mala
leche de la que parece haciendo una lectura profunda de sus retorcidos
argumentos, de sus liberadas, malignas, heroínas.
«Una novela se escribe para divertir y se lee para divertirse.» Giovanni Papini
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A raíz de su centenario se trató de reivindicarla tanto en Italia como en
España, la única política cultural existente en ambos países, la del centenariazo,
pero con la boquita muy pequeña, es decir de forma generalizada, sin destacar
libros concretos (vamos que no la han leído), algo imprescindible cuando el 95%
de su obra no es accesible, en España no se reedita desde hace 100 años, salvo
unos cuentos inéditos aislados. Como todo escritor con más de 150
publicaciones, la calidad de los libros es muy irregular, nunca corregía,
repetitiva, oscilando entre la basura y el oro chapado, que no deja de ser oro. La
más famosa, con adaptación al cine y todo en 1974, es la mediocre “El beso de
una muerta”, y la más reivindicada la insulsa “Nina la detective diletante”, solo
por ser la primera novela policíaca italiana protagonizada por una mujer. Del
resto ni la mención. ¿Y entonces cuál es la obra maestra de esta oriunda
española? Pues precisamente la más española de sus novelas (la protagoniza una
gitana española), “Un genio del mal”, la quintaesencia, el resumen potenciado de
todos sus libros. Los arquetipos bíblicos sobre el bien y el mal, sobre la pasión y
la candidez, virginidad, desnudos de polvo y paja, sin complejos, como en una
novela gótica. La “Cumbres borrascosas” del pre-Novecento, con la velocidad de
una película de Scorsese.
«Escribo lo que pienso. Escribo todo lo que se me ocurre… Los personajes de
mis novelas los llevo en la cabeza. Al comenzar un romance, casi nunca sé lo
que en él ha de ocurrir. A veces, empiezo hablando de los árboles de la
primavera, de los pintados pajaritos… O describo una sala, a donde con la
imaginación, hago llegar a un hombre que esgrime un arma, o hago venir a una
mujer que pasa con el cabello suelto y pidiendo socorro. En seguida dejo que la
pluma corra. Que corra con libertad, hablando de cualquier cosa, pero siempre
de esos amores que sufren los martirios del crimen. Yo escribo todo lo que se me
ocurre. Todo lo que se me ocurre...» Carolina Invernizio
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temiendo un ataque de nervios transportó a la joven al
diván, sentándose a su lado, teniendo las manos de Ester
entre las suyas, le rogó que le confesase la causa de aquel
súbito dolor.
-¿Me amas, verdad, me amas? -dijo en tono suplicante.
-¿Y me lo preguntas? -respondió el joven acariciando
los espléndidos cabellos que coronaban la frente de Ester,
mientras la besaba ardientemente en la boca.
-Te lo pregunto -exclamó la joven estrechándose contra
él con toda su fuerza- porque ha llegado el momento que
me lo demuestres.
Armando permaneció mudo.
-¿Te arrepientes ya de haber dicho que me amabas? -
murmuró Ester tristemente.
-No, ¡oh, no! sólo me pregunto a mí mismo qué podré
hacer por ti.
-¡Oh, puedes hacer mucho! -exclamó- y debes hacerlo
porque… tú me has perdido.
Armando se volvió palidísimo y se sobresaltó.
-¿Qué quieres decir? -preguntó no comprendiendo el
sentido exacto de aquellas palabras.
-Digo que es necesario que me salves, que yo no puedo
permanecer más tiempo aquí.
-Pero ¿por qué… por qué? -exclamó con espanto.
-¿No me has comprendido aún? Porque dentro de poco
mi deshonor será visible para todos… porque siento que
voy a ser madre.
El joven conde se tornó lívido. Muchas veces, en los
momentos en que su loca pasión sufría una tregua, se
había preguntado con un escalofrío a dónde le conduciría
se insensato amor por Ester.
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Y siempre evitaba el responderse, tratando de no pensar
en el porvenir.
Pero entonces ¿qué haría?
Aunque no había sido él quien buscara a aquella
malvada criatura, Armando era demasiado honrado,
demasiado caballero para echar a Ester toda la culpa. Él no
debía haber cedido, debía resistir; ahora ya e mal estaba
hecho; pero ¿cómo remediarlo? ¿Cómo contenerse con
Cecilia que de tal modo había sido engañada? ¿Y con el
conde Guido a quien había hecho traición en su confianza
y en su amistad?
Todos estos pensamientos acudían tumultuosamente a
su cerebro, dejándole incapaz de pronunciar una palabra.
Permanecía inmóvil, embarazado, pálido, hasta el
punto de que daba miedo.
Ester se apercibió de lo que pasaba en el corazón del
joven y se dejó caer sobre sus rodillas.
-¡Oh, perdóname! -dijo con acento desgarrador. -Yo
soy la única culpable, déjame a mí sola con la pena de mi
falta. Huiré e iré muy lejos a esconder mi deshonor, así te
dejaré en libertad y podrás ser feliz. ¡Dios mío!
Un profundo suspiro escapó del pecho de la española,
que palideció, cerró los ojos y se replegó sobre sí misma,
como si se hubiese desvanecido.
Armando la levantó entre sus brazos.
-Ester, -la dijo con angustia-, cálmate, no te dejaré:
huiremos juntos. Tú no eres la sola culpable, querida
niña…
Ester abrió los ojos y lanzó en torno suyo una mirada
desfallecida.
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-¿Dónde estoy? -murmuró.
-Aquí, en mis brazos.
Ester pareció acordarse de cuanto había sucedido.
-¡Ah! -dijo- ¿por qué no me has dejado? Deberías
haberlo hecho.
-No, conozco mi deber. No soy un villano y no es justo
que tú sola expíes la falta de entreambos.
-¿Me perdonas, pues? ¿No crees que es un delito mi
amor?
-¡Oh! no, no…
-¿No me abandonarás jamás?
-Nunca, te lo juro.
Ante estas palabras, Ester echó los brazos al cuello de
su amante y, entre un abrazo apasionado, balbuceó:
-¡Ah! Te había juzgado mal, perdóname, perdóname;
pero te amo tanto, que no sé expresarlo como quería.
Una hora después, Armando entraba en su habitación
presa de una especie de fiebre. Tenía un aspecto extraño,
sus miembros estaban trémulos y sus labios descoloridos y
convulsos no hubieran podido pronunciar una palabra.
Aunque hubiera querido mostrarse superior al caso, la
revelación de Ester le había herido como un rayo. ¿Qué
hacer? ¿Qué partido tomar para evitar un escándalo? He
aquí dónde le había conducido un momento de locura, de
exaltación de los sentidos, porque en el fondo de su
corazón no sentía ningún amor por la española; en el
fondo de su corazón continuaba idolatrando la pura y casta
imagen de Cecilia.
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-Dios es justo y deberá castigarme, -murmuró entre sí-,
sí, sí, debe suceder algo y héme aquí ligado por toda la
vida con una mujer a quien no amo, con una mujer que me
produce espanto.
¡Ah! ¡cómo debían terminar todos sus sueños de amor,
el paraíso de felicidad que por tan largo tiempo había
soñado!
-Y no obstante, -pensaba-, yo no abandonaré nunca a
esa pobre criatura cueste lo que cueste. Si ella ha cometido
una falta de amor y yo la he compartido, siendo por lo
tanto justo que compartamos la expiación.
Trataba de contenerse, de considerar la cosa con calma,
pero no lo lograba, experimentaba en el corazón una viva
angustia y sentándose cerca de una mesita, donde apoyó
los brazos, dejó caer la cabeza en actitud desanimada y
abatida.
Era aquel un momento tremendo y decisivo; su
conciencia le aconsejaba que cumpliera un penoso deber,
renunciando a Cecilia; su corazón enamorado, llevado de
la suave imagen de la joven; le susurraba al oído que
aquello era su condena, próxima a pronunciarse. ¡Oh,
cómo hubiese escuchado la voz del corazón! ¡Con qué
gusto se hubiera desembarazado de Ester! Pero la razón
combatía en favor de la joven seducida y Armando se
debatía en vano bajo el peso de su dolor, para hacer callar
aquella voz severa, pero justa.
-Es necesario que yo escriba al conde, que se lo
confiese todo, -murmuró-; si debiera hablarle, moriría de
rubor y de vergüenza a sus pies.
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Levantó la cabeza resuelto a terminar con aquella
incertidumbre. La mesita estaba cubierta de cartas.
Mientras iba a coger un pliego de papel vio una carta,
fijando en ella maquinalmente la mirada.
Estaba dirigida a él, pero no conocía la letra, gruesa y
desfigurada.
-¿Quién puede haber puesto aquí esta carta? -dijo para
sí tomándola y rompiendo el sobre.
Entonces miró la firma; pero no había ningún nombre,
sino una sencilla palabra: “Un amigo.”
-¡Una carta anónima! ¿Qué podrá decirme?
Leyó rápidamente las pocas líneas que una mano oculta
le dirigía y su rostro se alteró visiblemente.
-Si fuese verdad, si fuese verdad, -murmuró-, más que
una infamia sería un crimen, pero no, es mentira, es una
calumnia. Ester es incapaz de semejante acción, he leído
mal. Es una alucinación.
Y releyó de nuevo la carta que decía así:
“No dé usted crédito a la desesperación de Ester ni a las
revelaciones que le hará. Es una comedia para inducir a
usted a que se case con ella; el ser que lleva en las
entrañas no es de usted.
”Cuando Ester se abandonó entre sus brazos, ya hacía
dos meses que era amante de otro. Si no quiere usted
creerme, mañana, al despuntar el alba, esté en el
pabelloncito de los mirtos. Asistirá usted a una escena que
le hará abrir los ojos.
Un amigo.”
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Cuando hubo releído la carta, Armando se convenció
de que no había soñado.
Sin embargo, era incapaz de formular un pensamiento;
tan perturbado estaba su cerebro. Si hubiera sido verdad el
contenido de la carta, hubiese encontrado un medio para
desembarazarse de Ester; pero a pesar de todo no dejaba
de ser una dolorosa herida.
La idea de haber caído en un engaño, de haber sido al
reclamo de aquella joven, le humillaba, le hería
atrozmente en su amor propio, tanto, que, a costa de todo
hubiese querido que aquella carta fuese mentira.
¡Cuántas contradicciones hay en el corazón del
hombre!
Aquella noche Armando durmió poco y aquel poco fue
turbado por extrañísimos sueños. Se despertó de
improviso, cuando aun el alba no había despuntado; no
obstante se vistió decidido a dirigirse al lugar indicado en
la carta anónima.
El joven conde experimentaba un sentimiento de celos,
extraño si se reflexiona que en el fondo no amaba a la
hechicera española, sino que tenía una afección única,
ardiente, por Cecilia.
En aquel momento quizás no obedecía más que a un
sentimiento de amor propio y sin reflexionar que su
aspiración era indigna de un caballero, repetía:
-Sí, quiero saberlo todo.
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Algunos minutos después, Armando entraba en el
pabellón de los mirtos, cuya puerta parecía haber sido
cerrada a media noche, y después de haber buscado un
sitio en medio algunas plantas donde fácilmente se pudiera
esconder en caso de que alguien entrase, fue a espiar por
las celosías con objeto de ver si el anónimo amigo no le
había engañado.
Pasó casi una hora presa de una viva impaciencia. Ya
pensaba que se habían burlado de él y enrojecía de cólera,
de confusión, por haber hecho caso de aquella invitación,
cuando vio que un hombre se acercaba al pabellón con
paso rápido y furtivo.
-¡Es quizás mi rival! -pensó Armando con el corazón
traspasado.
Y corrió a esconderse detrás de los altos jarrones que
habían sido puestos en un ángulo del pabellón.
En aquel momento al desconocido entraba y apenas
Armando pudo verle de cerca, dio un brinco y tuvo
intenciones de precipitarse sobre él y cogerle por el cuello.
Aquel hombre era su secretario.
Entonces mil recuerdos atravesaron la mente de
Armando, rápidos como el relámpago. Le vinieron a la
memoria los cuidados de Samuel por la bella española, al
cambio sufrido por el secretario desde que fue amante de
Ester.
Se acordó también que la nochevieja que había entrado
por primera vez en la habitación de Ester, había
encontrado a su secretario en un estado de agitación
terrible, con el rostro pálido y descompuesto; se acordó
además que al salir por la mañana de aquella estancia
fatal, había visto que por el corredor se arrastraba una
sombra, pero aquello no le había preocupado.
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-Él es, pues, el amante de Ester -pensó el joven conde
observando la abatida fisonomía de su secretario, quien,
dejándose caer en una silla, parecía esperar a alguien con
una especie de terror.
Armando estaba pálido, tenía los labios apretados y las
narices trémulas. No obstante, no hizo ningún movimiento
que pudiese hacer notar a Samuel su presencia. Pasaron
otros diez minutos. Armando no podía más y estaba a
punto de salir de su escondite, cuando la puerta del
pabellón, a la cual Samuel se había acercado, se abrió para
dar paso a una mujer. Era Ester. Estaba completamente
envuelta en un manto de cachemira de un color amarillo
oscuro, y llevaba la cabeza cubierta con un largo capuchón
del mismo color.
Pero cuando hubo entrado en el pabellón y cerrado la
puerta se desembarazó de uno y otro y entonces apareció
con un sencillo traje de casa, de un refinado irreprochable.
Sus cabellos estaban recogidos con un desorden estudiado
en la nuca, y una multitud de rizos le acariciaban
caprichosamente el cuello y la frente. El rostro tenía una
palidez marmórea que hacía aún más mágica y
esplendente su mirada.
Ester sonreía y su gesto era gracioso y provocativo al
mismo tiempo. Tendió sus dos manos a Samuel que las
llevó con transporte a sus labios, sentándose después a su
lado.
Armando experimentó un aturdimiento fácil de
comprender. Por un instante creyó que le despedazaban las
sienes a martillazos y que una hoja de puñal penetraba
hasta lo más profundo de su corazón.
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-Sueño, sueño, -pensaba para sí-, tanta infamia no es
posible.
Quería huir, pero continuaba inmóvil en su sitio; una
ardiente curiosidad de saberlo todo lo detenía.
-Ya lo ve usted, amigo mío, -dijo en aquel instante
Ester-, he sido puntual a la cita. Por lo demás, tengo
muchas cosas que decirte y muy alegres.
-Alegres para usted, pero no para mí -respondió
bruscamente Samuel.
-Vaya, -murmuró la joven- ¿cree que a usted le faltará
su parte?
Una amarga sonrisa asomó a los labios de Samuel.
-¿Y supone usted que puede bastarme? -respondió
tratando de apoderarse nuevamente de una mano de la
joven, pero ésta le rechazó impaciente.
-Veo que no es usted razonable y que resulta inútil que
yo haya venido aquí -dijo con despecho.
E hizo acción de levantarse. Pero Samuel la retuvo con
un gesto suplicante.
-No, no, -dijo-, no se marche, quédese aquí, a mi lado.
-¡Ah! así va bien -exclamó la española fijando en su
amante sus pupilas dulcísimas y acariciadoras.
Hubo algunos momentos de silencio.
Armando, inmóvil en su escondite, miraba con terror a
aquella joven, que pocas horas antes juraba que a él solo
amaba y a la que había prometido su nombre, su porvenir,
y continuaba creyéndose presa de una especie de
alucinamiento.
De pronto se sobresaltó. Ester se había levantado y
parecía inspeccionar la estancia. Samuel estaba pálido y
seguía los movimientos de la joven con la mirada turbada
e inquieta.
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-¿Qué hace usted? -preguntó con vivacidad.
-Miro si estamos solos.
-¿Y quién quiere usted que entre aquí? Yo tengo la
llave del pabellón.
El joven conde se fijó en las palabras de su secretario.
¿Era él quizás el autor de la carta anónima y el que había
dejado entreabierta la puerta del pabellón?
Armando lo sospechaba.
En aquel momento Ester se había sentado de nuevo al
lado de Samuel.
-Tiene usted razón, amigo mío; -dijo-, ¿quién se podría
introducir aquí? A esta hora aun duermen todos y nosotros
podemos hablar con libertad.
-Hable usted, querida mía.
-Antes que todo le pediré una cosa imposible…
Samuel se tornó lívido y no respondió.
La española inclinó su bella cabeza hacia él y, con voz
que parecía conmovida, le dijo:
-Es necesario, amigo mío, renunciar desde ahora a
vernos…
Samuel frunció las cejas.
-¿Usted habla en broma, verdad? He hecho por usted
todo lo que usted ha querido; he llegado a ser un vil, un
infame, un calumniador, por culpa de usted: usted ha sido
para mí el genio del mal y yo me he convertido en un
chiquillo en sus manos; no he intentado destruir el cepo
con que usted ha atado de manos y pies a su esclavo; yo le
he ayudado en sus sueños de riqueza, no hay cosa que no
haya hecho a cambio de una caricia de usted, de un beso
suyo; pero renunciar a usted, no verla más, eso no puede
ser.
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-Y no obstante te convendrá hacerlo, -dijo con calma
imperturbable la bella española-, pero descuida, no digo
para siempre, pero al menos hasta que yo haya legalizado
mi unión con el conde Armando.
Samuel sonrió de un modo siniestro.
-¿Ha creído, pues, tu historieta? -dijo-. ¿Le crees
persuadido de que él ha sido quien te ha seducido, quien te
ha comprometido?
-¿Y por qué no tiene que haberme creído? ¿Cómo
podría sospechar mis relaciones contigo? Sí, he vencido y
tú no tienes derecho a reconvenirme. Si yo hubiese sido
rica como Cecilia, entonces no dudaría, Samuel, yo no
hubiese renunciado a ti por Armando; pero yo ya lo sabes,
no soy más que una pobre huérfana a la cual se la dará una
dote por compasión y tú no eres más rico que yo, y yo amo
la riqueza, amo el lujo, amo los placeres; tengo mil deseos
fantásticos, inconcebibles, mil caprichos, que sólo un
hombre rico como Armando puede satisfacer.
Me había jurado a mí misma que sería su mujer y lo
seré, y tú no debes lamentarte por tu hijo, porque espero
que un día será rico como su madre y llevará el nombre
espléndido, honrado, del conde Armando.
-Lo ha esperado usted demasiado pronto, señora -dijo
en aquel instante una voz detrás de ella demasiado
conocida, pero irónica, temblorosa, llena de marcado
desprecio.
Ester permaneció un instante como aterrada.
No tuvo ni siquiera fuerza para volver la cabeza.
Pero el conde ya estaba delante de ella; con los brazos
cruzados sobre el pecho, el rostro congestionado, los ojos
ardientes y los labios contraídos, repetía con ronca voz:
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-¡Miserable… miserable, infame!
Samuel había escondido el rostro entre las manos,
porque le hubiera sido imposible juzgar el efecto que le
causaba la imprevista aparición de Armando.
Por algunos minutos en aquel pabellón reinó un
silencio de muerte.
Pero el conde Armando quería acabar con una escena
innoble, que le disgustaba; quería abandonar aquel lugar
maldito que Ester había contaminado con su presencia,
pero continuaba mirando a la joven de un modo
despreciativo.
-Sí, miserable, infame criatura, -repetía con los dientes
apretados-, y yo fui tan crédulo que presté fe al fingido
amor de usted, tan vil, que estuve a punto de abandonar
por usted al ángel más puro que en la tierra pueda existir.
Pero ahora la venda ya me ha caído de los ojos y la pasión
indigna que sentía por usted no me inspira más que
vergüenza y arrepentimiento; yo desprecio a usted, Ester,
la desprecio, y lo único que puedo hacer por usted es
ocultar a todos su miserable conducta, para que el
deshonor no recaiga sobre la noble familia que ha
recogido a usted. En cuanto a ti, -continuó volviéndose
hacia su secretario-, te perdono: porque esta infernal
criatura te ha hecho perder el sentido, hasta el punto de
olvidar todos mis beneficios, todo el afecto que yo tenía, y
prestarte a un infame engaño. Pero no es tuya la culpa y te
deseo que no seas más vil aún de lo que ahora apareces a
tus propios ojos. Por mí, os abandono a los dos a vuestro
propio destino.
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Después de haber dicho esto, Armando volvió la
espalda, y con la cabeza alta y una altiva sonrisa en los
labios, salió del pabellón.
Samuel y Ester habían sido hasta entonces incapaces de
pronunciar una palabra.
Pero apenas el conde desapareció, la española lanzó un
grito de rabia y se apoderó súbitamente de ella una cólera
indómita y soberbia.
Se arrojó como un tigre sobre Samuel y esforzándose
en levantarle la cabeza, exclamó:
-Tú eres, tú eres, bellaco, el que has escondido aquí al
conde, el que me has hecho traición.
Samuel, espantado, no contestó. Las miradas
flameantes de Ester le entorpecían la lengua.
-Habla, -replicó Ester estrechándole furibunda-, habla,
o te pisoteo bajo mis pies.
Esta amenaza, pronunciada por los labios de una mujer,
hizo enrojecer a aquel hombre hasta la frente.
Frunció las cejas con fuerza y sus puños levantados
parecieron querer caer sobre la cabeza de Ester y
destrozarla.
Pero casi en seguida los brazos cayeron pesadamente a
los lados y una singular sonrisa pasó por sus labios
convulsos.
-Apresúrese usted, -aulló Ester, cuyas facciones
violentamente contraídas por la ira daban a su rostro una
expresión espantosa y deforme-, pues si pierdo la cabeza
olvidaré que soy mujer.
Samuel a su pesar sufrió un escalofrío.
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-Soy inocente, te lo juro, -balbuceó con lentitud-,
ignoraba como tú que el conde estuviese aquí escondido.
Ester aflojó los brazos que apretaban como una férrea
cadena el cuello de su amante y la fiereza que se pintaba
en su rostro desapareció de pronto.
-Quizá él nos ha espiado, -murmuró-; yo he hecho mal
en acudir a esta cita; cuando Armando me dejó esta noche
estaba muy agitado y quizás en lugar de irse a dormir
habrá bajado a dar un paseo por el jardín. ¿Más a qué
devanarme ahora los sesos para buscar el por qué de la
presencia de Armando en este lugar? Ahora ya no hay
remedio, él lo sabe todo y yo estoy irremisiblemente
perdida a sus ojos. Pero no es su persona lo que me
importa, deseaba sus riquezas, quería su nombre. ¿Y ahora
que será de mí y del ser que llevo en mi seno?
-¿Y yo para qué estoy? -murmuró Samuel.
-¿Tú, tú? -exclamó con feroz desprecio la española-.
¿Aún te casarías conmigo después de saber que he sido
amante del conde?
Samuel se tornó lívido, pero no dudó un instante en
responder:
-Quiero dar un padre a mi hijo.
El rostro de Ester expresó un duro y frío sarcasmo.
-Bello padre, a fe mía, -repitió-, no, no, yo tengo otros
proyectos y antes que todo quiero vengarme de él, ¿oyes?
Los ojos de Samuel brillaron con extraño fuego, pero
no respondió.
Ester apoyó las manos sobre la espalda de su amante,
que se estremeció ante aquel contacto.
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-¿Tú me ayudarás en mi venganza, verdad? -le
preguntó en voz baja.
-¿Yo?
-Sí, ¡tú, tú! Y si no quieres, obraré yo por mi cuenta y
no nos veremos ya nunca, nunca en la vida.
Samuel saltó, pero no se hubiera podido decir si era por
el dolor o por cualquiera otra razón que procuraba ocultar.
-¿No verte más? -exclamó-. Es imposible. Ester, haz de
mí aquello que te cuadre, pero, en nombre del cielo, no
hables de dejarme, porque moriría de dolor.
Si Ester hubiese observado atentamente el rostro de
Samuel mientras éste hablaba, quizás no hubiese prestado
ciega fe a sus palabras.
Pero la bella española estaba tan segura de su poder,
que sonrió con una especie de orgullo.
-¿Así, pues, me obedecerás? -exclamó.
-Sí, porque te amo como siempre y no puedo vivir sin
ti.
Y se dejó caer vilmente de rodillas ante la joven.