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SAMUEL DE KANDAS
LA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA
DE LA SABIDURÍA INFINITA
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares
del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático.
© 2013, Carolina Inés Valencia Donat
© 2013, Deauno.com (de Elaleph.com S.R.L.)
© 2013, Julio César Rivera e Isolina Rivera Valencia Donat
Ilustraciones de tapa e interior.
contacto@elaleph.com
http://www.elaleph.com
Para comunicarse con el autor: civalenciadonat@gmail.com
Primera edición
ISBN 978-987-680-066-2
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en el mes de septiembre de 2013 en
Bibliográfika, de Voros S.A.
Bucarelli 1160. Buenos Aires, Argentina.
Valencia Donat, Carolina Inés
Samuel de Kandas: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la
Sabiduría Infinita - 1a
ed. Buenos Aires: Deauno.com, 2013.
196 p.; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-680-066-2
1. Narrativa. 2 Novela. I Título
CDD A863
CAROLINA INÉS VALENCIA DONAT
SAMUEL DE KANDAS
LA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA
DE LA SABIDURÍA INFINITA
deauno.com
A mi esposo “Hacha” y a
mis hijos, Isolina y Maximiliano,
por su constante amor y apoyo.
KANDÁS
– 11 –
CORRÍA LA ÉPOCA de Hilarión1
, rey de Kandás. Un reino que prosperaba
bajo el abrasador sol del desierto, en un tiempo cercano a la visita de
los dioses.
Los ancianos del pueblo contaban que sus bisabuelos y tatarabue-
los los habían conocido, ellos habían llegado desde el cielo en carros
silenciosos, adornados con extraños fuegos fríos que no quemaban y
cambiaban de colores alumbrando la noche con una luz más potente
que el mismo sol.
Los dioses les habían enseñado a sacar agua de la tierra y a sembrar
los campos. A medir el tiempo, a predecir la cosecha y a guardar ali-
mento para subsistir cuando los cultivos escasearan. Les habían dado
la escritura para poder transmitir esos conocimientos y la matemática
para hacer los cálculos.
A los sabios del pueblo les habían dado conocimientos de medicina
para curar las enfermedades y ellos debían encargarse de transmitirlos
a las próximas generaciones.
Los dioses les habían enseñado a los hombres a construir, a apro-
vechar las escasas lluvias del desierto y a almacenar agua para vivir.
En Kandás las casas eran de tierra o de ladrillo y algunas se alzaban
hasta los dos pisos de altura. Por lo general se construían alrededor
de un pequeño patio central donde estaba el aljibe. Todas las casas,
hasta las más humildes, contaban con un pozo para almacenar el agua
limpia y otro para descartar las aguas servidas. Las viviendas también
tenían un espacio donde se podía criar algunos animales pequeños
para alimentarse.
1
Alegre
– 12 –
Todo denotaba la gran riqueza de la ciudad que comerciaba con sus
vecinos y era paso obligado de las caravanas que recorrían esas tierras
de Norte a Sur y Sur a Norte intercambiando mercaderías.
Los dioses les regalaron la Tabla de la Ley donde ordenaban, entre
otras, el respeto al prójimo y el aprecio a la vida. Los que seguían sus
mandatos no podían hacer daño a sus semejantes ni hacérselo a sí mis-
mos. Aquellos que no acataban las leyes eran juzgados por un concilio
de ancianos y expulsados de la ciudad si se los encontraba culpables.
El destierro era el peor castigo. Obligaba al culpable a abandonar
todo lo que poseía y debía retirarse de la protección de los muros y
ejércitos del reino, quedaba a merced del clima implacable del desierto
y de las caravanas de mercaderes esclavistas.
Las calles trazadas en damero eran herencia del tiempo en que
los dioses estaban en la tierra. La ciudad era prolija y poseía espacios
abiertos destinados al esparcimiento de sus pobladores. En su centro,
en medio del espacio abierto más grande, se alzaba un monumento
que recordaba el lugar de llegada de sus deidades, donde se guardaba
la Tabla de la Ley. Allí se hacían los actos y se leían los comunicados
importantes. Los pobladores se reunían en esa plaza una vez a la sha-
vua2
en el iom3
de descanso para escuchar a los sabios las enseñanzas
de los dioses.
Contiguo a la gran plaza estaba construido el palacio del rey Hila-
rión, una edificación imponente, con habitaciones ricamente decoradas.
Varios artistas habían dejado plasmados sus talentos en las paredes de
sus aposentos.
El agua, una de las grandes riquezas del reino, estaba presente en
varias fuentes que refrescaban el aire reseco del desierto. En el palacio
no sólo vivían los reyes sino también las familias de los consejeros, los
generales y el personal de servicio. Era una estructura muy grande y
lujosa que los albergaba a todos.
Hilarión era un rey afable y justo. Había subido al trono a los veinte
shana4
a la muerte de su madre. Estaba casado hacía casi veinticinco
2
Semana/s. Lapso de tiempo de siete iom.
3
Día/s. Lapso de tiempo desde la salida del sol a la próxima salida de sol.
4
Año/s. Lapso de tiempo desde el comienzo de la temporada ventosa hasta el próxi-
mo comienzo de la misma temporada. Dura 13 jodesh y 1 iom o 13 jodesh y 2 iom
cada 4 shana.
– 13 –
shana con la reina Iri5
, una mujer de la nobleza de Kandás que había
conquistado su corazón cuando era joven, con ella tenía un hijo. Ambos
reinaban en paz y hacían progresar a los habitantes de la ciudad.
Tanta riqueza y prosperidad había desatado muchas veces la codicia
de algunos reinos vecinos del Sur, pero todas sus incursiones con vistas
de conquista habían sido rechazadas de lleno.
El pueblo entero se había encargado de fortificar la ciudad con una
muralla infranqueable, ésta tenía sólo dos grandes puertas de acceso
que podían cerrarse ante un eventual ataque.
El ejército de Kandás era extraordinario, gente muy bien entrenada
y habilidosa en todas las artes: espada, arco, mazo y hacha.
La instrucción militar era obligatoria para todos sus habitantes
varones, comenzaba a la edad de diez shana y terminaba a los quince.
A esa edad aquellos jóvenes que deseaban seguir la carrera militar de-
bían escoger un arma por especialidad. A las mujeres del reino se las
entrenaba para tareas en curaciones de heridas, en arte y música.
El tipo de lucha practicado en Kandás hacía de sus soldados armas
letales capaces de enfrentarse a diez contrincantes a la vez. Sin embar-
go, debido a las enseñanzas de sus dioses, estas habilidades se usaban
exclusivamente para la defensa.
Los soldados tenían terminantemente prohibido el uso de armas
en las calles de la ciudad.
Entre los soldados se destacaba Samuel6
, el hijo del rey Hilarión, un
joven apuesto de veintidós shana de edad con toda la vida por delante
y único heredero del reino. Su especialidad era el arco, pero en la lucha
cuerpo a cuerpo y el manejo de la espada no se quedaba atrás.
Samuel ya estaba en edad de elegir esposa y muchas mujeres nobles
de su reino lo pretendían, incluso también algunas del reino vecino de
Samás, otro pueblo visitado por sus dioses y aliado de Kandás.
Los pobladores de Samás tenían los mismos orígenes que los
de Kandás, hablaban la misma lengua y adoraban a las mismas
deidades.
Contaba su historia que hacía mucho tiempo, cuando los dioses
aún habitaban la tierra, habían sido un solo pueblo pero su rey Yoram7
5
Luz.
6
El Escuchado por los Dioses.
7
Dios es Grande.
– 14 –
había tenido dos hijos: Sariel8
y Suri9
. El rey Yoram dividió el reino
entre ellos. La ciudad de Kandás había quedado para el príncipe Sariel
y a la princesa Suri le había dado Samás. Desde ese entonces todos sus
descendientes tenían prohibido tener más de un hijo.
Los dioses le habían regalado a su rey la Tabla de la Ley y el Corazón
Escarlata de la Sabiduría Infinita. Cuando ellos se encastraban, en el
reverso de la Tabla, se podían leer todas las respuestas a las pregun-
tas de los hombres y acceder a la sabiduría infinita almacenada en el
Corazón Escarlata.
Los dos herederos querían poseer esos regalos y se produjo una
disputa entre ellos. Su padre, para evitar problemas, también dividió
los Obsequios: la Tabla de la Ley se la entregó a Sariel y el Corazón
Escarlata a Suri y para que ninguno de los dos, o sus descendientes,
codiciase el Objeto del otro le sacó la magia que los hacía funcionar
y la escondió en algún lugar del desierto. Desde entonces, aunque los
juntaran, ninguno tendría la Sabiduría Infinita.
Decía la profecía que cuando lo separado volviera a unirse, los
dioses devolverían la magia al descendiente legítimo de Yoram, larga-
mente buscado por la heredera de Suri y volverían a tener acceso a la
Sabiduría Infinita cuando juntaran los Objetos Sagrados.
Muchos sabios habían conjeturado sobre la profecía, la mayoría
estaba de acuerdo que sólo una princesa de Samás podría cumplir la
parte de “tener un legítimo descendiente de Yoram” a quien esperara
o “buscara largamente”. La unión de los reinos podría hacerse por sus
nupcias con un príncipe de Kandás o por la conquista militar por ese
reino. En el último caso no necesitarían de un descendiente de Sariel
para cumplir la profecía. Sin embargo una conquista era un hecho que
podría estar muy lejos de la realidad vivida por Samás. El reino tenía un
ejército muy pequeño y Kandás era militarmente mucho más fuerte.
Igualmente la reina Iri trataría de evitar esa opción casando a su hijo
con la heredera de Samás.
8
Príncipe de Dios.
9
Princesa.
SAMUEL
– 17 –
SAMUEL ERA UN joven apuesto y vivaz, de carácter alegre pero rebelde.
Tenía una mente brillante y sumamente inquisidora que cuestionaba
todo lo preestablecido y por lo general solía hacer su voluntad. Cuan-
do cumplió sus quince shana debió optar por el arma en la que se
especializaría. En ese momento estuvo indeciso, tenía habilidades para
cualquiera de ellas pero le entusiasmaban la lucha y la espada.
Su padre, Hilarión, además de afable y justo era un rey sabio, que
hablaba a menudo con su hijo, transmitiéndole sus conocimientos.
—El arco es el arma más apropiada para un rey —le aconsejó.
—¿Por qué padre? —le preguntó Samuel.
—Un rey no puede estar en el campo recogiendo el grano, ni en las
calles vendiéndolo, ni en la panadería haciéndolo, pero sí en el palacio,
decidiendo cuándo será mejor recoger el grano, a qué precio deberá
comercializarse y con qué medidas de higiene debe hacerse el pan. De
igual manera cuando hay guerra un rey no puede estar en el campo de
batalla luchando cuerpo a cuerpo, pero sí desde lo alto de las murallas
protegiendo a sus soldados con la puntería de sus flechas.
Hilarión sabía muy bien que la restricción real de engendrar sólo
un hijo era un riesgo muy grande para su pueblo si perdían al único
heredero, por ello se esforzó en convencer a Samuel para que el arma
que eligiera fuera la menos peligrosa para su vida.
Fue así que Samuel siguió arquería aunque no dejó de practicar
lucha ya que eso era lo que más le gustaba.
Samuel, como buen rebelde, no era afecto a seguir los protocolos
de la monarquía y detestaba las distinciones especiales por el sólo
hecho de ser el hijo del rey. Usualmente se confundía con sus amigos
– 18 –
de tal modo que quien no lo conociera podía ignorar que el príncipe
se encontraba en el grupo.
Al joven le encantaba pasar los iom de descanso junto a Kaleb10
,
Eitan11
, Duma12
, Jalib13
, Zoar14
y Gerezim15
, sus amigos de entrena-
miento, recorriendo las calles de Kandás en busca de jovencitas a
quienes presumir.
Samuel solía discutir seguido con sus padres por ese tema, él aún
no quería formalizar ninguna relación. Sabía que su madre intentaría
casarlo con alguna princesa desconocida de la cual, seguramente, él no
estaría enamorado. Los matrimonios arreglados por conveniencia eran
muy comunes entre los nobles. Él prefería divertirse con sus amigos y
cortejar a varias mujeres hasta encontrar a la dama de sus sueños con
la misma libertad que tenían los ciudadanos más humildes.
La reina frecuentemente le insistía que dentro de poco debería
contraer un matrimonio convenientemente elegido para fortalecer las
relaciones de Kandás y brindarle un heredero al reino. Su padre apoyaba
todas las decisiones de su madre en ese tema.
Samuel, mientras tanto, albergaba otros planes. Entre sus preten-
didas se encontraba Estela16
, la bella hija del Comandante General
Gum, el jefe de todo el ejército y fiel súbdito de su padre, ella era sólo
tres shana menor que él. El Comandante y su familia vivían dentro
de los muros del palacio por lo que las reuniones clandestinas de los
jóvenes eran asiduas.
La reina no veía con buenos ojos esos encuentros. Ella pretendía
que su hijo se casara con la heredera de Samás y cumpliera con la
profecía y así lo pedía en silencio a los dioses.
Hacía seis shana atrás los reyes de Samás los habían visitado con
su hija a fin de tratar algunos temas de estado y formalizar una alianza
estratégica. Con los shana el resentimiento surgido por la pelea entre
los hijos de Yoram se había diluido y era la primera vez que los reyes
de ambos reinos se habían juntado. En esa ocasión la reina Iri había
10
Tenaz Como Can.
11
Impetuoso.
12
Silencioso.
13
Luchador.
14
Pequeño.
15
Hacha.
16
Estrella.
– 19 –
conversado con su par al respecto de la boda entre sus hijos y ella
también estaba de acuerdo, pero la muchacha era aún una niña.
La reina sabía que en breve la joven cumpliría los dieciséis shana
y planeaba invitar nuevamente a la familia real de Samás a visitarlos
para poder presentársela a su hijo como candidata al matrimonio.
Por ahora guardaba sus intenciones en secreto para que su hijo no se
rebelara antes de tiempo. Cada vez que ella intentaba abordar el tema
con Samuel, lo encontraba a la defensiva y la conversación antes de
comenzar ya estaba terminando con una discusión.
—¡Nunca me casaré con alguien que no ame! —Le había dicho
Samuel en una ocasión casi gritando, ya ofuscado por la insistencia de
su madre con el tema del casamiento.
La reina frecuentemente rogaba a los dioses que hicieran entrar en
razón a su hijo. Samuel, en cambio, rogaba a sus dioses casarse con la
mujer que amara.
Para el joven la candidata más apropiada era la bella Estela.
¿Qué le gustaba de ella? Probablemente su hermosura, pero había
muchas mujeres hermosas que lo pretendían en el reino, esa no era
la característica determinante. Estela era muy inteligente, graciosa
y simpática. Con ella podía conversar de cualquier tema. Era osada
en sus decisiones y eso le encantaba a Samuel. En una ocasión se
fugaron juntos del palacio disfrazados de campesinos para disfrutar
de una fiesta en la plaza principal. Además era perseverante y un
poco terca... a pesar de cortejarla hacía tiempo, aún no había podido
gozar de sus favores íntimos. Ninguna mujer le había sido tan difícil
como Estela, la mayoría lo complacía fácilmente. Decían las buenas
y malas lenguas del reino que Samuel era un buen amante. Esos
comentarios no dejaron de llegar a oídos de su madre quien en una
ocasión se lo reclamó.
—Samuel, debes dejar esas aventuras —le increpó Iri—, son pe-
ligrosas para el reino.
—Por favor, madre, no te metas en mi vida privada —le respondió
Samuel.
—¿Privada? —Le reprochó la reina—. ¡Nada de tu vida es “pri-
vada”! Eres el príncipe heredero, todas tus acciones son públicas y
repercuten en tu pueblo.
– 20 –
—Soy cuidadoso madre, no te preocupes, ya estoy mayorcito para
que necesites enseñarme cómo hacerlo —trató de calmarla.
—Termina con tus aventuras, no quiero tener un bastardo en la
familia —insistió Iri—. Si alguna de tus “aventuras” queda embarazada
deberás casarte con ella. Ese es un riesgo que no deberías correr.
—Si madre, haré lo que tú digas —le mintió Samuel, con tal de
dejar tranquila a su madre y no pelear más con ella.
—¡No me mientas! —Le reclamó la reina—. Comienza a obedecer
a tu madre. Recuerda que los Guardianes miran todo lo que hacemos
y lo escriben en el Libro Sagrado, luego te lo reclamarán los dioses.
—¡Ufff! —bufó Samuel —si escriben todo...
Según sus dogmas cada persona tenía un Guardián que la cuidaba,
escribía sus malas y buenas acciones en el Libro Sagrado, antes de morir
los dioses le exigirían que ambas estuvieran parejas.
—Acerca de Estela... —insistió la reina.
—Con Estela no pasa nada madre, no te preocupes, somos sólo
buenos amigos —la interrumpió Samuel, volviendo a mentir.
En realidad no sucedía nada no porque él no quisiera sino porque
Estela no dejaba que sucediera.
LA INVASIÓN
– 23 –
DESDE HACÍA UN tiempo atrás el ambiente político estaba convul-
sionado, de vez en cuando llegaban noticias de algunos reinos en el
Sur que eran invadidos y saqueados, algunos sobrevivientes traían
angustiantes noticias de guerreros despiadados actuando como las
aves de rapiña.
Una tarde llegó uno de los vigías asignados a la frontera Sur, su
cara estaba desfigurada por el esfuerzo. Había corrido lo más rápido
que le habían dado las piernas para llegar a comunicar lo que sus ojos
no podían dar crédito: ¡estaban por enfrentar una invasión!
Desde el Sur miles de hombres se estaban desplazando hacia la
ciudad, armados y dispuestos a matar. No sería fácil rechazarlos, su
número superaba fácilmente cinco a uno a los casi cinco mil habitantes
de la ciudad. Ni qué decir a los soldados del ejército de Hilarión.
Los invasores eran un pueblo bárbaro que venían de tierras lejanas,
respetaban solamente la ley de la espada. Sus dioses sólo les habían
enseñado a conquistar y saquear, por lo tanto su vida era depredar
todo a su paso.
El rey escuchó las noticias y llamó al concejo de ancianos del
pueblo, no tenía mucho tiempo para tomar una decisión, rendirse sin
pelear o resistir.
El consejo deliberó en el salón del trono, todos habían oído rumores
de algunos sobrevivientes de otros pueblos quienes habían logrado
escapar en medio de las batallas, algunos de sus reyes habían intentado
rendirse para salvar a su gente pero esto no les había resultado útil, las
ciudades igual habían sido arrasadas y sus habitantes vendidos como
esclavos a las caravanas de mercaderes del Norte.
– 24 –
Después de una corta deliberación se decidió hacer frente al ene-
migo. Hilarión dio órdenes para organizar la resistencia, no les sería
tan fácil acabar con la ciudad, ésta le daría batalla.
Kandás era el penúltimo bastión de los pueblos civilizados. La
ciudad de Samás dependía del resultado de su lucha, si Kandás caía no
habría ninguna otra oposición en el camino y le sería fácil al enemigo
conquistar la ciudad vecina. El ejército de Samás era muy pequeño,
casi reducido a la guardia real.
Hilarión confiaba en las fortificaciones levantadas alrededor de la
ciudad.
“Serán infranqueables —pensaba—, están hechas para ser eter-
nas. Es imposible que las traspasen, no importa el número de los
atacantes”.
Hilarión no podía imaginar semejantes murallas cayendo por el
ataque enemigo, el muro que rodeaba a la ciudadela era de ocho brazos
de ancho y veinte brazos de alto, construida de piedra sólida traída de
los pueblos del Norte a través del desierto.
Hilarión ordenó entrar en la ciudad todos los comestibles que
pudieran, la cosecha se realizó temprano y se guardó en las casas. Se
introdujeron todos los animales que encontraron... debían estar bien
provistos para resistir el asedio.
El enemigo llegó a las proximidades de los muros en menos de una
shavua, acamparon afuera y sitiaron la ciudad. Todos los iom atacaban
e intentaban entrar derribando las defensas y las puertas. Las lluvias de
flechas eran constantes sobre los pobladores de Kandás. De a poco, en
sus ataques, iban horadando las murallas.
Dentro de la fortaleza el optimismo de sus habitantes se iba dilu-
yendo, la angustia comenzaba a invadir sus almas. Si el asedio seguía
constante de esa manera las murallas no durarían mucho. Afuera el
enemigo estaba muy bien pertrechado, contaba con alimentos, agua
y esclavos producto de sus saqueos anteriores.
Los soldados de Kandás defendían las murallas constantemente.
Los pobladores rescataban las flechas del enemigo que caían en la
ciudad y los arqueros las usaban en su contra. Samuel y Gerezim eran
los más destacados tiradores en las filas de defensa, cada flecha que
disparaban era algún enemigo más muerto.
– 25 –
El asedio era persistente, los atacantes eran tantos que podían hacer
turnos y mantener la ciudad bajo asalto tanto de día17
como de noche18
.
Las bajas en las filas del reino empezaban a notarse.
Los cálculos del rey estuvieron errados, luego de casi tres jodesh19
de
acoso, justo al comienzo de la temporada ventosa, las murallas cayeron
y el enemigo entró enardecido por las calles, matando y saqueando lo
que se encontraba en su camino.
Los pocos soldados que aún quedaban, combatieron contra el inva-
sor son valentía, pero eran demasiados y aplastaron a los que resistían
y castigaron con la muerte a los que quedaban vivos.
A medida que los guerreros avanzaban por las calles los soldados
se iban replegando hacia el palacio. Samuel, Kaleb, Duma, Zoar y
Gerezim estaban entre ellos. Con tristeza habían visto caer a Eitan y
Jarib peleando valientemente.
En medio de ese caos lo único que pensaba Samuel era en matar a
todos los invasores posibles y en defender a sus padres.
Samuel logró entrar en el palacio, pero en combate el enemigo lo
dejó inconsciente con un certero golpe en la nuca.
En muy poco tiempo los bárbaros quemaron la ciudad y toma-
ron por esclavos a todos los habitantes sobrevivientes a su feroz
arremetida.
Reunieron a todos en la gran plaza central, a medida que los traían
ataban sus manos. Sólo se veían caras de aflicción y desamparo, algunas
mujeres lloraban amargamente por la muerte de sus seres queridos,
otros lloraban por la suerte que tendrían: iban a ser vendidos.
El rey Hilarión y su esposa Iri fueron decapitados por los
invasores.
Cuando Samuel recobró su conciencia tenía sus manos atadas a la
espalda y estaba junto a los demás prisioneros en la plaza, una mujer
lo ayudó a incorporarse. Lo primero que vieron sus ojos fueron las
cabezas de sus padres exhibidas sobre unas picas en el centro de la
gran plaza central. Su tristeza fue tan grande que no atinó más que
a agacharse y llorar con amargura... Todos sus esfuerzos habían sido
en vano, su ciudad había caído, sus padres habían sido asesinados y
17
Período de claridad del iom.
18
Período de oscuridad del iom.
19
Mes/es. Lapso de tiempo de cuatro shavua.
– 26 –
tampoco había podido defender a Estela. Esos fracasos le pesaban
como una montaña sobre sus espaldas y lo llenaban de bronca e ira
hacia sus captores.
Esa noche la mayoría de las mujeres fueron separadas y violadas
por los invasores que estaban festejando su triunfo.
LA ESCLAVITUD
– 29 –
LOS GRUPOS DE comerciantes del Norte, quienes vivían como hienas
aprovechándose de los saqueos del sanguinario ejército, llegaron a partir
del iom siguiente y comenzaron a comprar todos los esclavos posibles.
Eran una excelente mercancía, especialmente porque los esclavos
eran la única fuerza laboral y de tracción conocida para las minas.
Sus dioses les habían enseñado a extraer los metales del suelo, ellos
exigían ofrendas de oro y para ello les inculcaron que esclavizar a sus
semejantes era la mejor manera de obtenerlo en cantidad.
Esos pueblos necesitaban un continuo flujo de mano de obra para
reponer a los pobres infelices que morían en las minas. Sus dioses eran
sanguinarios y les habían dejado algunos elementos sagrados e instruc-
ciones que servían para torturar a los esclavos rebeldes y convertirlos
en sumisos trabajadores.
Su sociedad estaba formada por los hombres libres, ricos y pobres,
y por los desdichados esclavos. Un esclavo era objeto de propiedad
del dueño, éste podía disponer de su cuerpo como mejor le placiese,
incluso tenía la libertad de matarlo. Un esclavo no tenía otro fin que
el de trabajar constantemente. La única razón para liberar a un esclavo
era deberle la vida, pero por lo general los sometidos querían matar
a sus captores más que salvarlos. Lo único prohibido por sus dioses
era el robo a otros hombres libres, delito que se juzgaba y castigaba
con la esclavitud.
Samuel fue vendido a uno de esos comerciantes y encadenado a
su caravana.
A los esclavos les pusieron grilletes en sus cuellos y las cadenas los
unían en filas, además todos llevaban los brazos atados delante, excepto
– 30 –
Samuel quien los llevaba atados a la espalda. Había algo en su mirada
que atemorizaba a sus compradores, fuego en sus ojos y altanería en
sus actos. Eso no era bueno para pasar inadvertido siendo esclavo,
pero los comerciantes sabían que le podían sacar muy buen provecho
a esa actitud y a la complexión atlética del joven.
La caminata comenzó hacia el Norte, hacia el pueblo de Samás,
último baluarte de los pueblos que rechazaban la esclavitud como
modo de vida, luego venía el desierto y tierras que Samuel nunca ha-
bía incursionado. Los sabios de la corte enseñaban que allí vivían los
pueblos esclavistas, gente con quienes se comerciaba pero nunca se
los dejaba ingresar a la ciudad porque sus costumbres eran contrarias
a las enseñanzas de los dioses.
Durante una shavua sus iom tenían una rutina agobiante: se des-
pertaban al alba, les entregaban una ración de comida y un cuenco
con agua, les ataban las manos y partían en caminata por los caminos
arenosos y las dunas del desierto, el sol pegaba fuerte en sus pieles
desnudas y el grillete del cuello raspaba a medida que la arena y el su-
dor se mezclaban. Cuando el sol alcanzaba su cenit la caravana paraba,
los esclavos intentaban tomar aliento y los comerciantes descansaban
un rato, comían y bebían. Al cabo de una o dos horas se retomaba la
marcha hasta el anochecer cuando paraban para descansar, los comer-
ciantes hacían armar sus carpas y liberaban las manos de los esclavos
quienes recibían nuevamente una escasa ración como la de la mañana,
los grilletes del cuello nunca se los quitaban. Alguno que otro no lograba
despertar porque las picaduras ponzoñosas de los animales nocturnos
se cobraban siempre alguna vida.
Mientras Samuel avanzaba por las arenas del desierto se prometía a
sí mismo nunca aceptar la esclavitud, podrían apresar su cuerpo pero
jamás su espíritu.
“¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué los dioses desprotegieron mi ciu-
dad? —Pensaba—. ¿Qué hice mal? ¿Cuál fue mi pecado para recibir
el castigo del destierro?”
El anciano delante de él comenzó a mostrar síntomas de enferme-
dad, desde entonces los comerciantes no lo alimentaron más ¿deberían
invertir esfuerzos en una mercancía defectuosa?
– 31 –
Samuel, en secreto, compartía su ración con el hombre. Quizás él
podría salvarlo y con ello salvar su alma. El joven estaba acostumbrado
a las privaciones de la vida militar: largos ejercicios de práctica y poco
alimento.
El anciano cada vez tenía peor semblante a pesar de los cuidados
que le daba Samuel. Era probable que no durara mucho, la marcha en el
desierto, aunque lenta, era sacrificada para cualquiera que no estuviera
acostumbrado a caminar tantas horas de día.
La cara de Samuel estaba quemada por el sol y su barba ya estaba
bastante crecida. Entre la defensa de su ciudad, la invasión y ahora el
cautiverio llevaba casi tres shavua sin rasurarse. Sólo podía imaginar
cómo se veía, no había nada en el desierto que pudiera devolverle el
reflejo de su cara.
SAMÁS
– 35 –
LA CAÍDA DE Kandás fue el preludio del desplome inexorable de Samás
ubicado a sólo tres iom de distancia a paso normal. Los habitantes de
ese reino habían cultivado las ciencias y las artes en vez de la lucha y
el ejército. Su defensa se basaba en la estratégica alianza con Kandás
al Sur y la confianza de que los límites naturales de su reino eran una
barrera disuasiva para cualquier invasor. Por el Oeste limitaba con el
alto cordón montañoso de Katán que se extendía desde los lejanos
mares del Sur hasta los confines de los reinos del Norte, al Este limi-
taba con otro cordón montañoso que se hundía al Norte en el desierto
interminable. Sus vecinos esclavistas de los reinos del Norte debían
cruzar casi un jodesh de desierto para llegar, una misión improbable
que realizaran por la cantidad de agua que necesitaría un ejército. Los
oasis existentes no podrían aprovisionar a tanta gente. Y los pobladores
del desierto eran tribus nómades que constantemente estaban peleando
entre sí por lo tanto no representaban peligro alguno.
Samás era una de las más bellas ciudades de la época. Estaba com-
pletamente adornada por bajorrelieves y murales, fruto del arte de sus
pobladores. Las plazas eran amplias y el palacio real majestuoso, en él
se guardaba el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita. A diferencia
de su par no poseía fortificaciones que pudieran parar al enemigo, era
una ciudad totalmente abierta y expuesta.
Luego de una marcha lenta y penosa, al cabo de una shavua la
caravana de los mercaderes esclavistas estaba frente a la ciudadela sa-
queada, sólo quedaban casas humeantes y despojos en las calles. De la
otrora hermosa ciudad ya no quedaba piedra sobre piedra. Los nuevos
esclavos estaban reunidos en la que fuera la plaza mayor de Samás, a
la venta para los comerciantes.
– 36 –
El jefe de la caravana dio la orden de parar y se adelantó hacia
la ciudad. Como a media tarde regresó con un nuevo grupo de es-
clavos, varios hombres y mujeres se unirían al lúgubre desfile por el
desierto.
Cuando los hicieron poner de pie, el esclavo ubicado delante de
Samuel ya estaba muerto, quizás por el cansancio, quizás por la inanición
o la deshidratación. Los comerciantes no se hicieron ningún problema,
necesitaban esclavos fuertes para poder vender en sus pueblos por lo
que un debilucho no era una buena mercancía. Liberaron el grillete
del muerto y lo dejaron a un costado, uno de ellos sacó su espada y lo
decapitó de un solo golpe. Ahora ya estaban todos advertidos de lo
que pasaría si caían en el camino.
La reacción de Samuel fue instintiva, saltó en un solo movimiento
y trató de detener la espada asesina, pero los grilletes del cuello no le
permitieron llegar tan lejos, sin embargo aquella actitud le valió como
castigo que ya no le desataran las manos ni siquiera en los momentos
de descanso.
El comerciante, aún asustado por la rápida reacción el esclavo, dijo
unas palabas en un idioma ininteligible para Samuel, al instante dos de
sus compañeros tomaron unas fustas20
y castigaron al joven con ellas.
Él no se movió ni pestañó ante esos azotes que le marcaban su piel,
se mantuvo erguido y silencioso. Cuando los comerciantes terminaron
Samuel quedó de pie mirándolos a la cara con odio.
En el grillete que acababa de desocuparse pusieron a una jovencita,
una bella muchacha de cabellos morenos rizados, de hermosa figura.
Sus ojos, color miel, aún estaban hinchados de tanto llorar y su cara
era la más triste que Samuel haya visto hasta entonces. La desprotec-
ción y el abatimiento de la mujer le causaron mucha lástima, era el
mismo sentimiento que él había tenido casi dos shavua atrás cuando,
con gran impotencia, vio a sus padres ejecutados y a él convertido en
prisionero.
Los pensamientos del joven volaron hacia sus iom pasados, cuando
gozaba de una cómoda cama y comida suficiente, recordaba que más de
una vez había rechazado algún alimento por no considerarlo sabroso.
¡Es increíble cómo se extrañan cosas tan sencillas cuando ya no se las
tiene y qué poco se las aprecia cuando se las goza!
20
Varilla de un brazo de largo con un cuadrado de cuero en la punta.
– 37 –
La voz del jefe de la caravana y el golpe del lati21
en la espalda para
que avance lo devolvió amargamente a su realidad. La caravana seguiría
viajando hacia el Norte.
Dio una última hojeada al cuerpo inerte del anciano decapitado,
sus esfuerzos por mantenerlo con vida no habían dado el resultado
deseado, sin embargo pudo aliviar en algo el sufrimiento de ese hombre
en sus últimos momentos de su existencia. Rogó a sus dioses para que
recibiesen en su seno la energía del difunto.
21
Látigo corto con una cuerda de cuero retorcido de no más de un brazo de largo.
EL DESIERTO
– 41 –
LOS IOM SE sucedieron tan tediosos como los de la primera shavua. Para
los esclavos las condiciones empeoraban paulatinamente, la ración era
insuficiente para mantener a una persona caminando todo el iom en el
desierto por lo que comenzaban a perder peso y energía.
Como a Samuel no le soltaban sus manos ni aún en los descansos,
le era imposible recoger la ración de alimentos. Esa situación lo obli-
garía a comer del piso y beber del cuenco como lo hacían los animales
pero el espíritu del joven seguía altivo a pesar de sus desgracias y los
primeros iom simplemente no probó bocado. Se mantenía sentado,
tranquilo, como si estuviera ajeno a todo.
“No me doblegarán —pensaba Samuel—. ¡Oh, dioses! ¿Cuál es el
destino que tienen para mí? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Qué debo
aprender de todo esto? ¿No me enviarán acaso un Guardián para que
me ayude?” —Samuel no era muy apegado a las Leyes de los dioses,
pero trataba de encontrar el sentido de todo lo que vivía sin poder
hallarlo. Los dioses tenían designios que aún le eran inescrutables.
El prisionero que estaba detrás de él en la fila era quien aprovechaba
la situación de Samuel, cuando pasaba un tiempo y el joven no hacía el
menor intento de comer, con un gesto amable le pedía permiso para
tomar la ración y se la comía.
La joven que se encontraba atada delante comenzó a notar el des-
mejoramiento de Samuel por su orgullo, al cuarto iom de marcha ella
se adelantó al prisionero de atrás y levantó primero la ración.
“Ella tiene más hambre que él —pensó el joven—, en fin, me da
igual, al final puede tomarlo cualquiera de los dos, yo no comeré del
piso...”
– 42 –
La muchacha extendió el cuenco y se lo puso en sus labios, con
tantos iom sin beber él los tenía resecos, su contacto con el líquido
fue un gran alivio, le costó abrirlos para ingerir el agua. En su cara se
reflejó su asombro ante la actitud de su compañera, por fin los dioses
le enviaban una ayuda.
Ella también le asistió dándole la comida en la boca. Desde ese
momento empezó a ocuparse de alimentarlo. Ese fue el regalo que
recibía Samuel ya que cumplía veintitrés shana ese iom.
La comida y el agua lo mejoraron, su garganta no estaba tan reseca
y se sentía con posibilidades de emitir palabra. Necesitaba saber el
nombre de la joven.
—¿Cómo te... — no pudo terminar la frase, un látigo se estrelló
en su espalda haciéndole escapar un sonido de dolor, no lo esperaba.
Rápidamente otro comerciante se le acercó y con su fusta comenzó a
castigarlo sin importarle en dónde lo golpeaba. Ella se apartó de él lo
máximo que le permitía la cadena que los unía.
Cuando terminaron él tenía marcas de azotes por todos lados. Miró
a la joven, ella se agarraba su brazo, también había recibido algunos gol-
pes. Se sentía culpable por esa situación pero no podía disculparse.
Entre ellos se estableció un vínculo silencioso pues por disposición
de sus captores no podían hablar. El más mínimo sonido era castigado
duramente por los comerciantes. Como no podía averiguar su nombre
internamente la llamó “mi Guardiana” porque parecía enviada por los
dioses para socorrerlo.
De a poco fueron inventando un idioma de señas muy disimulado
para comunicarse entre ellos.
El hambre y la deshidratación empezaban a notarse entre las filas de
desgraciados, de vez en cuando caía algún esclavo presa del cansancio
sin poder seguir adelante. Los comerciantes siempre optaban por la
misma solución, lo desenganchaban del grupo y lo decapitaban.
Samuel miraba con angustia la situación, ellos habían sido sus súb-
ditos o quizás pobladores de Samás, gente que él había jurado proteger
y ahora no podía hacer nada por ellos.
“¿Qué pecados han pagando con tanto sufrimiento? —Pensaba—.
¿Qué pecados estaré pagando yo? ¿Qué hice para tener que soportar
esto?”
– 43 –
Según las creencias de los habitantes de Kandás, cuando una perso-
na justa moría su energía se juntaba con la de los dioses y la del universo
pasando a formar parte de ellos. Los pecadores pagaban en ésta vida
sus faltas con sufrimientos hasta estar limpios de culpas para partir.
Cerca de la tercera shavua de caminata ya sólo quedaban un poco
más de la mitad de los esclavos que habían partido.
La cuarta shavua de marcha fue la peor, a los comerciantes se les
habían acabado las raciones para los esclavos y todos marchaban sin
comida ni bebida, los infelices caían cada vez más frecuentemente y
cuando alcanzaron el oasis sólo quedaba un tercio de ellos.
Distinguir el verde de las palmeras y de los pastos, ver el reflejo
del lago en el desierto, fue una experiencia maravillosa. Todos sacaron
fuerzas de donde no la tenían y casi corrieron al encuentro del agua.
Cuando llegaron a la orilla los esclavos se peleaban por beber un
poco. Samuel seguía con sus manos atadas a sus espaldas por lo que
su joven compañera de desgracias fue quien lo ayudó con esa tarea.
Tomó el líquido con sus manos y antes de beber se la ofreció a él. A
pesar de su sed ella le dio prioridad a Samuel. Luego de beber se lavó
el rostro y mojó sus rizados cabellos, sumergió una punta de su manto
en el espejo de agua y con ella refrescó el rostro y cuerpo del joven.
El contacto de esas pequeñas y suaves manos sobre él y las caricias
de ella mientras mojaba su pecho le hicieron estremecer. Las últimas
caricias las había recibido de Estela poco antes de la invasión.
Esa noche los comerciantes comieron y bebieron, pasaron una
shavua viviendo en el oasis reponiéndose y juntando víveres para
encarar nuevamente el desierto.
En esa shavua los prisioneros también pudieron reponer un poco
sus fuerzas perdidas. Para ellos era un pequeño regalo de los dioses
dormir sobre el verde pasto del oasis en vez de la arena del desierto.
Entre los dos jóvenes se estrechaba cada vez más el vínculo. Ella
se ocupaba de hacerle la vida un poco más fácil pues los comerciantes
no le levantaban el castigo. Le daba de beber, de comer y lo refresca-
ba cuantas veces podía. Por las noches dormían cerca y él trataba de
resguardarla lo máximo posible del frío.
Samuel observaba cómo su joven compañera por las noches miraba
el cielo estrellado y hacía complicados cálculos sobre la tierra, esto no
– 44 –
le sorprendía de una habitante de Samás, pero sí de una muchacha
que su más próximo destino era la esclavitud ¿de qué le valdría tanta
ciencia? Él, como buen nativo de Kandás, apreciaba más la lucha que
las artes, le parecía mucho más útil. Aunque justo en esos momentos,
encadenado y prisionero como estaba, no podía ponerla en práctica.
Al final de la shavua la caravana emprendió la marcha de nuevo
dejando dos esclavos a los moradores del oasis en pago por sus
servicios.
Samuel se distinguía entre el puñado de esclavos que llevan pues
su actitud arrogante aún no se había perdido. Él era el único que, a
pesar de su mala alimentación, aún marchaba con la cabeza erguida
y era capaz de cruzar la mirada con sus captores lo que, por cierto,
le hacía ganar unos cuantos azotes de parte de ellos. A pesar de eso
hasta ese momento no le habían escuchado quejarse ni pedir piedad
o misericordia.
Todos hablan un idioma desconocido para Samuel, pero a fuerza
de estar escuchándolo durante tantos iom empezaba a comprender
palabras como “arriba” o “en marcha”.
Estaba ya muy lejos de su tierra natal. De vez en cuando su mente
divagaba, quizás fruto del cansancio, y lo lleva a las frescas habitaciones
del palacio recorridas por fieles servidores listos a satisfacer cualquier
capricho de su príncipe, recordaba la comodidad de su cama con sába-
nas blancas perfumadas que su madre había bordado con su nombre...
o su ira lo transportaba a las clases de lucha en las que era tan bueno,
ya se veía matando a todos sus captores y librándose de esas cadenas.
De pronto volvía a la realidad, los comerciantes le daban muy poca
oportunidad de poder actuar, siempre estaba encadenado y se encon-
traba muy débil después de casi una shavua sin comer. Los mercaderes
le habían quitado la ración sólo para asegurarse que ese esclavo altivo
con mirada de fuego no tuviera fuerzas para rebelarse.
Su compañera de desgracias había querido compartir con él su
comida, pero la ración era muy escasa y no le parecía bien dejarle
sin ella, la joven también estaba muy débil y demacrada, caminaba
pesadamente delante de él. A veces la veía zigzaguear en el camino o
trastabillar con la arena.
SALVANDO A UNA MUCHACHA
– 47 –
DE PRONTO SAMUEl sintió que la joven tropezaba y caía. Llegó uno de
los comerciantes y le dio la orden para incorporarse, ella no respondía.
El comerciante se inclinó y le sacó el grillete del cuello, estaba a punto
de desenvainar su espada. Samuel ya había visto muchas veces lo que
sucedía en esos casos, ahora estaba dispuesto a que no pasara, no con
ella que era su amiga, no sabía siquiera su nombre pero la desgracia
une más que mil palabras. De repente, sin siquiera darse cuenta, casi
por instinto, arremetió contra ese hombre quien quería arrebatarle
lo único bello que le había pasado en las últimas shavua. Lo volteó
antes que desenvainara su espada y se tiró sobre ella para cubrirla con
su cuerpo. Sus brazos, prisioneros aún en su espalda, no le permitían
abrazarla. Era la primera vez que emitía una súplica, en su idioma
suplicaba por esa mujer, se ofreció a cargarla. No sabía si sus captores
entenderían sus palabras.
Se hizo un silencio profundo, sus compañeros de infortunio miraban
la escena con terror. De pronto pareció que sus actos surtieron el efecto
deseado, el jefe de la caravana se acercó, desató sus manos y le permitió
levantar a la joven, ahora debería cargarla por el resto del viaje... ¿qué
importaba? ¡Al menos la había salvado!
Desde ese momento el camino se volvió aún más duro para Samuel,
a sus fuerzas escasas se le sumaba cargar a su compañera. Sus captores
le restituyeron su ración con lo que se mantenía al límite de sus fuerzas.
Samuel se encargaba de alimentarla y darle de beber al igual que la joven
lo había hecho con él hasta ese momento.
Ella estaba exhausta, a pesar de los cuidados de Samuel no reco-
braba su conciencia, de vez en cuando deliraba, decía algunas palabras
– 48 –
ininteligibles que Samuel debía ahogar para que no las escucharan los
comerciantes y los lati estuvieran sobre ellos.
En esos momentos de delirio Samuel le susurraba al oído:
—Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo
cambia...
Trataba de consolarla y consolarse con éstas palabras. Recordaba
a su madre quien con amor se las decía cuando lo encontraba triste o
acongojado por algún problema.
¡Cómo extrañaba a su madre! Siempre con una palabra alentado-
ra... Ahora estaba arrepentido de no haberle dado antes el gusto de
casarse con quien ella hubiera querido. Con arrogancia había pensado
que tenía todo el tiempo del mundo para darle un nieto ¡cuán errado
había estado!
Mientras caminaba miraba el dulce rostro de la joven que llevaba
en sus brazos, quizás con alguien como ella podría haberse casado. En
un momento de debilidad acercó su boca a la de la muchacha y con
delicadeza humedeció los resecos labios de ella con su lengua robán-
dole un ansiado beso. Ella estaba inconsciente pero un suave estertor
sacudió su delgado cuerpo.
El resto de la marcha fue muy dificultosa. La caravana tuvo que
enfrentar una tormenta de arena y allí se perdieron víveres y bebidas,
las raciones se achicaron y los muertos aumentaron pero Samuel es-
taba decidido a mantener viva a su amiga y redoblaba sus esfuerzos
para salvarla.
EL PUESTO DE ESCLAVOS
– 51 –
AL CABO DE una shavua llegaron a un poblado grande, un caserío
ubicado en las afueras de una ciudad. Allí los comerciantes mandaron
armar sus carpas y liberaron la ristra de grilletes de atrás del carro de
provisiones. El grupo había llegado a su destino. Estaban en las afueras
de Quer, un reino en el límite más austral del imperio del Norte. La
ciudad duplicaba en tamaño a Kandás.
Anduvieron un rato entre casas pequeñas hasta que aparecie-
ron las murallas de esa ciudad, entonces entraron por sus puertas
imponentes.
Daba pena ver ese desfile de esclavos, cansados, mugrientos, flacos,
con la piel tostada o quemada por el sol calcinador del desierto.
Caminaron por las callejuelas atestadas de gente hasta llegar a lo que
parecía una gran feria, había un puesto grande dedicado a la compra y
venta de esclavos, allí por unas cuantas monedas los intercambiaron.
Samuel vio el pago dado a los comerciantes y se sintió ofendido: él,
príncipe de Kandás, ¡vendido por unas pocas monedas! Había pagado
aún más por uno de sus arcos y ahora era parte de un grupo de esclavos
que costaban esa miseria.
No tenía muchas fuerzas para expresar su furia. Sólo logró levan-
tarse antes que sus grilletes le recordaran otra vez que estaba unido a
los otros prisioneros en la misma suerte. El dueño del puesto vio su
actitud y diligentemente mandó a uno de sus sirvientes encadenar a
ese esclavo al poste más cercano. El resto de los infelices no podían
siquiera incorporarse del cansancio que tenían.
El puestero miró a la joven cargada en brazos hasta allí, pidió a un
sirviente que la revisara y luego de algunas palabras en su idioma toma-
– 52 –
ron a la chica y la llevaron arrastrando hacia lo que parecía un corral.
Al cerrarse la puerta se escucharon los rugidos y el gruñir enfurecido
de las bestias que se pelean por el alimento.
Samuel entendió todo en ese momento. Imaginó el diálogo entre
el sirviente y su patrón, le habría dicho que la esclava no sobreviviría o
que ella estaba muy enferma, entonces éste decidió darla como alimento
para sus fieras y allí estaban los animales peleándose por un pedazo
de su cuerpo. Él se figuraba en su mente la macabra escena, la piel y la
carne desgarrada por las zarpas y colmillos de los animales encerrados
en ese corral, sus bocas llenas de la sangre de la joven, disfrutando
de su festín. Era probable que a esos animales los hubieran traído sin
comida como a ellos.
Al final nunca pudo averiguar su nombre. Primero por estar atado a
su espalda, no pudo escribirle la pregunta en la arena y probablemente
ella había pensado que él no sabía escribir. Luego porque ella estuvo
inconsciente y ahora porque ya estaba muerta.
No pudo llorar, no había lágrimas en sus ojos para poder derramar-
las por quien él cariñosamente había nombrado “mi Guardiana”. Ya
no podría defenderla, había perdido lo más cercano a un ser querido
que había tenido desde su captura.
Hubo un intercambio de palabras entre el comerciante de la cara-
vana y el puestero, entonces éste último tomó el rostro de Samuel y
miró sus ojos llenos de rabia, ira y desprecio, dijo unas cuantas palabras
y ambos rieron descaradamente.
El negocio del puestero era una construcción grande en compa-
ración con los otros comercios que rodeaban la plaza, Samuel y los
otros esclavos estaban en una galería amplia que daba a un espacio
descubierto donde había una tarima, en uno de los costados estaban
los corrales de animales y en el otro las celdas para los prisioneros.
Hacia la galería daban varias habitaciones.
Esa noche todos los esclavos nuevos fueron encerrados en una
celda donde se les dio comida y agua. A la mañana siguiente, además
de ser alimentados, se les proporcionó acceso a una tina con agua para
asearse y ropas nuevas... si podría llamarse ropa a una simple falda corta
para los hombres y una túnica semitransparente para las pocas mujeres
que habían sobrevivido a la travesía.
– 53 –
Samuel, a pesar de su bronca, no desperdiciaría lo que se le brindaba,
si quería pelear debía tener fuerzas para lograrlo. Después de tantos
iom podía ver su rostro nuevamente en un espejo, no se reconocía.
El joven blanco, de cabellos castaño claro rizados había desaparecido
para dar lugar a un hombre tostado, con el cabello enmarañado y
barba abundante.
Ese iom empezó el desfile de esclavos por el salón donde se los
acicalaba. Los sentaban en una silla para afeitarlos, les cortaban el pelo
a los hombres y a las mujeres se los desenredaban, no sin grandes gritos
de dolor de las desdichadas que caían en manos de esos sirvientes.
Samuel no fue la excepción, lo llevaron también al salón, pero fue al
único que ataron a la silla e inmovilizaron sus brazos. Parecían sospechar
la furia que podría desatarse si le daban la más mínima cabida.
En todo momento que Samuel estaba fuera de la jaula de los es-
clavos, permanecía con sus pies y manos encadenados y el grillete del
cuello fijado a una cadena atada a alguna pared o pilar.
El collar, las pulseras y tobilleras eran unas argollas gruesas de hierro
que serían un regalo para todos los prisioneros, un recordatorio perenne
de su condición de esclavos. Una vez puestos no podían quitarse sin
una máquina especial para ello.
Por fin llegó el iom de la exhibición de la nueva mercadería, era el
iom de feria y todos los infelices que habían llegado en la caravana la
shavua anterior estaban en mejores condiciones, menos flacos, limpios
y vestidos, los exhibían sobre la tarima a los compradores quienes
pujaban por el precio de cada uno, estaban siendo rematados.
Ese iom Samuel no fue puesto en la tarima, a él le esperaba otra
suerte. Lo dejaron en la galería encadenado colgado por las pulseras a
un gancho de la pared, sus tobilleras también tenían cadenas que, de
caminar, le dejarían dar sólo pasos muy cortos, el puestero se había
asegurado impedirle huir.
Samuel soñó con fugarse incontables veces en esos iom, pero no
sólo no le daban oportunidad, sino ¿a dónde? Se encontraba en un
pueblo desconocido, con gente que no hablaba su idioma, rodeado
de desierto. Si huía sería fácil individualizarlo entre la multitud, todos
tenían mucha ropa y él sólo una faldilla. Y si lograba, por esas casua-
lidades, burlar a los guardias de la ciudad, aún le quedaba el desierto
– 54 –
para enfrentar. Ya sabía, por haber caminado por la arena tantos iom,
que sin comida y agua no duraría mucho. Al final su ansiada libertad
quedaría reducida a un cadáver más en el desierto, siempre y cuando
no lo atraparan y lo usaran como escarmiento público para aleccionar
a otros esclavos que intentaran lo mismo. Ya había visto en esos iom
uno de esos casos en el pueblo.
Desde la ventana de su celda se podía observar la plaza pública y
allí estaba un pobre infeliz capturado después de una fuga corta, lo
habían puesto en un cepo durante tres iom bajo el sol radiante de los
días y el frío helado de las noches, luego le habían cortado su lengua y
manos, habían quemado los muñones para que no sangraran, pero sólo
para estirar su agonía porque al iom siguiente lo habían quemado con
hierros calientes. Una vez muerto fue dejado otro iom más a la vista
de todos y para regocijo de los animales callejeros que se dieron un
festín con su carne. Con el tiempo Samuel se enteraría que ese pobre
infeliz había sido un esclavo comunal.
Si de esclavos se hablaba era la clase más baja y más sufrida. Los
dueños los entregaban al emperador como pago de impuestos y por lo
general era el castigo que les imponían a sus esclavos rebeldes. Un esclavo
comunal hacía trabajos para la ciudad y para el emperador, podía ser
enviado a las minas imperiales o asignado a trabajos dentro de la ciudad
como recolección de residuos, reparación de calles, obras comunitarias.
Pero si tenía algún tiempo libre cualquier poblador podía hacer uso de
sus servicios por lo que el trabajo del esclavo era continuo. Pocas veces
se lo alimentaba, el esclavo se proveía su alimento de los residuos que
recogía y por las noches se lo encadenaba a alguna de las tantas argo-
llas que estaban empotradas en las paredes de las casas y plazas por lo
que sufían las penurias de la intemperie. Si escapaba su castigo era una
muerte lenta y horrorosa como la que había presenciado Samuel. Había
un régimen de terror para disuadir cualquier insurrección. El número de
esclavos que el joven había visto superaba ampliamente la cantidad de
hombres libres. Para Samuel huir seguía siendo un sueño inalcanzable...
por ahora.
Estaba imbuido en sus pensamientos cuando llegó una mujer ma-
dura bastante corpulenta, sus cabellos ya mostraban algunas canas que
intentaba esconder debajo de un tocado ostentoso. Estaba ricamente
– 55 –
ataviada, su túnica tenía bordados muy complicados elaborados con
hilos de oro. Poseía un abanico muy adornado en su mano derecha y un
raro bastón en la mano izquierda. Lo que realmente llamó la atención
a Samuel fue el bastón, su mango tenía una piedra azul que brillaba
con luz propia. Él jamás había visto semejante cosa.
El puestero la llevó hacia donde estaba Samuel, con la punta de
su látigo le señalaba los hombros y pechos del esclavo, sus brazos y
piernas musculosas. Obligó a Samuel a darse vuelta para que le mos-
trara a la mujer su amplia espalda. Él no entendía las palabras pero sí
la actitud del puestero, estaba promocionando su mercancía y con voz
empalagosa adulaba a la clienta.
Luego empezó el regateo, se notaba que discutían el precio, al final
llegaron a un acuerdo, la clienta pagó una suma mucho mayor que la
abonada por el puestero por el grupo de esclavos algunos iom atrás.
El dueño del local había hecho un muy buen negocio.
Una vez finalizado el trato y entregado el dinero, tanto la mujer
como el puestero sacaron sus anillos y los entrelazaron por un pequeño
garfio que tenían en un costado.
Con los anillos así unidos el puestero tomó de los cabellos a Samuel
y lo obligó a inclinar la cabeza hacia la derecha, dejando expuesta la
parte izquierda de su cuello. Asentó los anillos sobre su piel y Samuel
sintió un calor indecible, le estaban quemando la piel como si hubieran
puesto los anillos al fuego. Luego de unos segundos el puestero los
retiró y en el cuello de Samuel aparecieron los dibujos de los sellos
estampados, como tatuados. Era la marca de la transacción, Samuel
ahora era un esclavo legalmente comprado a un comerciante habilitado
para adquirir prisioneros a las caravanas. Siendo un pueblo esclavista
ésta actividad estaba muy bien reglamentada, incluso los impuestos se
pagaban en base a la cantidad de esclavos que se poseían.
Samuel fue liberado del gancho de la pared por los sirvientes del
puestero y le prendieron una cadena al collar, la otra punta de la cadena
fue entregada a uno de los sirvientes de la mujer.
Salieron del puesto y Samuel vio que la mujer se subía a un carrua-
je tirado por un esclavo con sus manos encadenadas a los maderos
laterales del transporte de tal manera que no podía deshacerse de su
carga, llevaba en su boca un pedazo de madera con unas riendas, era
– 56 –
realmente denigrante ver ese espectáculo. El carruaje comenzó su mar-
cha y Samuel tardó en dar sus primeros pasos, dentro de él su espíritu
aún se resistía a la esclavitud. Un latigazo de uno de los sirvientes lo
devolvió a la realidad, no sólo debía seguir al carruaje sino también
mover ridículamente rápido los pies para mantener el ritmo del grupo.
Las cadenas le permitían dar sólo pequeños pasos. En su mente se
imaginaba lo grotesco que se veía para el resto de la gente.
Después de unas cuantas cuadras, el paisaje de la ciudad cambió de
las pequeñas casas de barro y la efervescencia de la feria a las casas más
grandes y calles mejor acomodadas de las residencias de los nobles.
La comitiva entró a una gran construcción por la puerta principal
que daba a un patio interior grande y soleado, hacia la izquierda estaba
la casa de los amos, con su fachada lujosa y hermosos jardines, allí se
bajó la mujer y se dirigió a la puerta, antes de llegar le dijo algo a uno
de sus sirvientes y el resto del grupo siguió por el camino cruzando
otro pórtico hacia lo que sería el patio de los esclavos y animales, allí
se veían corrales con cabras y cerdos, una galería enmarcaba las celdas
de esclavos, las habitaciones de los sirvientes y la puerta trasera de la
casa principal. En el medio del gran patio, erguido como para recordar
a todos su lugar en el mundo, había un palo donde los insurrectos eran
castigados. Sin embargo, con una mejor recorrida de sus ojos, Samuel
notó que no era el único recordatorio de su nueva condición de es-
clavo, distribuidos en todo el perímetro del patio se veían diferentes
elementos para la tortura, al final de su vistazo logró contar diecisiete,
incluso uno de ellos estaba en uso en ese momento.
El sirviente que caminaba a su lado se percató de la cara inquisidora
de Samuel y le dirigió algunas palabras. Él no entendía lo que le decían,
pero sí pudo ver al sirviente mostrándole su mano con tres dedos le-
vantados y luego señalándole al torturado. Por la cara del pobre infeliz
puedo inferir que llevaba en esa posición tres iom. Estaba recostado
sobre su espalda en un tronco mediano, como a un brazo del piso, con
sus manos y pies atados con sogas a unos anillos fijados al piso a ambos
lados del tronco. La posición no parecía tan mala a no ser que se llevara
mucho tiempo en ella, los miembros se entumecían, el sol calcinaba y la
fría noche atormentaban el cuerpo y los desechos orgánicos propios de
las necesidades de cada individuo empeoraban la situación.
– 57 –
Samuel no podía entender todo eso, en su pueblo la esclavitud
no existía. Lo que estaba viviendo hacía ya casi tres jodesh y medio
era una pesadilla ¿hasta cuándo duraría? ¿Cambiaría todo en algún
momento?
Pronto cruzaron el patio y se detuvieron cerca de unas celdas. El
sirviente desenganchó al esclavo del carruaje y le sacó la brida de la
boca, encadenó sus pulseras y lo metió en uno de los calabozos, los
barrotes dejaban ver todo el interior de los mismos, no había intimidad
en ellos, ni siquiera en el espacio destinado al aseo personal.
Luego se volvió hacia Samuel y comenzó a hablarle mientras
desenganchaba su cadena del carruaje. De todo lo que el sirviente le
dijo no entendió nada, pero el látigo era un excelente traductor y al
segundo golpe comprendió que debía caminar. Lo llevó hasta una de
las celdas y le cerró la puerta.
Samuel le dio una ojeada al lugar, estaba limpio, tenía un catre en
cada costado y una mesa fija en el centro, unos bancos clavados al piso
le permitirían sentarse a la mesa. En una esquina había un sanitario
y un lavabo. Todo estaba firmemente amurado, nada podía moverse
de su lugar, supuso que eso era una medida de seguridad para que los
esclavos no usaran los muebles como armas.
Samuel se recostó en el catre, hacía ya mucho tiempo que el piso
era su único lugar de descanso, disfrutó esa pequeña comodidad por
un instante y le agradeció a sus dioses por ese exiguo regalo. Se durmió
profundamente.
CARRERAS DE CARROS
– 61 –
NO SUPO CUÁNTO tiempo estuvo dormido, pero cuando lo despertaron
ya el día se había ido. Una luz mortecina iluminaba la celda y una mujer
joven le hablaba.
Se incorporó y ella le señaló la mesa, allí estaba un plato con comi-
da, un vaso y una jarra con agua. Caminó hacia la mesa y le agradeció
en su idioma.
La joven por lo visto no hablaba su lengua, le dijo unas cuantas
palabras y le sonrió. Samuel se sentó a la mesa, comió y bebió tan
rápido que despertó la risa en la muchacha, ella levantó los trastos y
salió de la celda cerrando tras de sí la puerta. Samuel corroboró que
él no podía abrirla, no entendía cómo estaba tan firmemente trabada
si la mujer no le había puesto tranca ni se veía obstáculo alguno. Aún
estaba cansado y su curiosidad no era tan grande como para desper-
diciar esos momentos de descanso en una investigación, se recostó de
nuevo y retomó su sueño.
Esa noche, quizás por estar gozando de una cama, soñó con su
Kandás natal, estaba en el salón de los banquetes jugando con jóve-
nes de la corte con quienes practicaba lucha y arquería, de pronto se
presentaba Estela, ¡oh, la bella Estela! pretendida por Samuel y varios
más, ella empezaba a bailar y a seducirlo. De pronto su sueño se volvió
pesadilla, entraba el enemigo y arrasaba con todo, ¡estaban invadiendo
el palacio! Él mataba a uno y otro y otro pero seguían llegando más,
de pronto sus manos no podían levantar la espada, pesaba tanto que
no se movía, sus pies estaban clavados en la tierra y le era imposible
caminar, los enemigos reían y rían, súbitamente uno de ellos levantaba
la cabeza decapitada de Estela...
– 62 –
Despertó agitado, bañado en sudor y gritando el nombre de ella,
tardó un poco en volver a la realidad, sus ojos recorrieron el lugar y
redescubrieron su celda. En su mente revivió la lucha encarnizada
con el enemigo, el asedio y su invasión. Recordó nuevamente como
Estela era asesinada ante sus ojos. A pesar de su lucha y de todos los
enemigos muertos por sus manos, él no pudo evitarlo... ¡eran tantos!
El número de invasores era aplastante, recordaba estar luchando con
siete de sus guerreros cuando un golpe en la cabeza lo había dejado
inconsciente para luego despertar con el lúgubre espectáculo de las
cabezas decapitadas de sus padres. Quizás el enemigo nunca supo
que él era el príncipe, no acostumbraba a llevar vestimentas llamati-
vas ni diferentes a las de sus compañeros del ejército, posiblemente
su modestia le había salvado la vida. Revivió su captura, su viaje, su
supervivencia a la marcha en el desierto, su esfuerzo por salvar a esa
muchacha cargándola tanto tiempo y finalmente su pena, bronca e ira
cuando la entregaron para ser alimento de las bestias. Recordó lo que
él le susurraba al oído de vez en cuando:
—Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo
cambia.
Esa frase ahora le parecía muy lejana, pero real. Para él, en pocos
jodesh, todo había cambiado y por qué no, todo podría seguir cam-
biando y así sería, porque la poca comodidad de la que gozaba en su
celda le duraría poco.
Por la mañana uno de los sirvientes de la casa se acercó y abrió la
puerta, le dijo algo y le hizo señas para que saliese. Samuel comenzaba
a traducir algunas palabras del idioma de esa gente.
La mujer corpulenta que lo había adquirido en el puesto de esclavos
se le acercó, por lo visto era el ama del lugar, lo examinó como quien
aprecia un adorno nuevo, le hizo levantar los brazos, mostrar sus dientes y
su espalda. Luego le indicó algo al sirviente y él dio unas cuantas órdenes
a unos jóvenes que estaban por allí barriendo. Ellos salieron disparados
a buscar el pedido. Samuel empezaba a entender la posición ocupada
por las distintas personas. No sabía si quien había dado las órdenes era
guardia o sirviente, pero él mandaba al resto y obedecía al ama. Estaba
seguro que era un hombre libre porque no tenía puesta ninguna argolla
como las que le habían colocado a él en el puesto de esclavos.
– 63 –
Al poco rato llegaron con un carruaje. Éste era distinto al que había
visto el iom anterior, los palos de adelante de los cuales se agarraba
el esclavo que lo tiraba, estaba cruzado por un madero transversal. El
sirviente tomó unas cadenas que le alcanzaron y con ellas le ató las
pulseras por delante, luego desmontó el palo transversal y lo puso entre
los codos y la espalda de Samuel. Así sus brazos quedaban trabados
sin posibilidad de movimientos.
Hizo que Samuel se pusiera en posición cerca del carruaje y acomo-
dó el madero en el cual estaba atado nuevamente en su lugar. Samuel
ahora entendía, querían usarlo para tirar del carruaje.
La idea no le causó ninguna gracia, comenzó a percibirse el disgusto
en su rostro. Samuel recordaba cuán denigrante había visto esa tarea
el iom anterior.
Cuando el sirviente intentó ponerle la brida se desató la pelea.
Samuel se retorcía y tiraba patadas contra el sirviente, otro se le acercó
para ayudarlo pero Samuel logró engancharlo con una llave que casi lo
asfixia, se salvó pues otros sirvientes más intervinieron en su ayuda. El
intento no les salió barato, había dos esclavos con el brazo quebrado,
cinco golpeados y magullados y el jefe de los sirvientes casi asfixiado.
Todo terminó cuando la mujer sacó su bastón y con él tocó el pecho
de Samuel.
El joven nunca había experimentado nada igual, cuando la punta
del bastón tocó su piel sintió ardor y un dolor terrible recorriéndole
todo el cuerpo, sus músculos se tensaron y dejaron de responder a su
voluntad. Cayó al piso y comenzó a temblar incontrolablemente. El
sufrimiento era espantoso. Él conocía el dolor, sus prácticas militares
se lo habían enseñado durante muchos shana, pero esto no tenía
comparación alguna.
El ama dio unas órdenes y los sirvientes alzaron a Samuel del piso
tomándolo por los brazos y lo arrastraron para atarlo a dos postes ubi-
cados en un costado del patio, sus brazos y pies fueron encadenados a
cada poste formando una “X” con su cuerpo. Samuel estaba aún muy
entumecido para poder resistirse, le habían entrado nauseas de tanto
dolor que sentía.
Una vez inmovilizado el prisionero, el jefe de esclavos tomó el
látigo con el que cruzó la espalda de Samuel cerca de veinte veces,
– 64 –
a comparación de lo anterior esos golpes parecían una caricia. Allí
quedaría el joven todo ese iom.
Samuel comenzó a recobrarse con el frío de la noche, su cuerpo
seguía dolorido pero ahora ya podía pararse, eso aliviaba el dolor de
sus muñecas. El haber estado colgado todas esas horas le había aca-
lambrado los brazos. Esa noche recordó la comodidad de su celda,
ahora la había perdido, cada vez estaba peor, pero su espíritu aún se
sentía libre ¡no se dejaría poner esas riendas!
La noche pasó y amaneció de nuevo. El jefe de sirvientes se acer-
có a Samuel, le dijo algunas palabras con sonrisa socarrona y tomó
el látigo para castigarlo nuevamente. Samuel contuvo la respiración y
se preparó para los golpes, de su boca no saldría ni un gemido. Esta
vez sintió el dolor de los latigazos y agradeció a los dioses que fueran
sólo veinte, si hubieran sido más probablemente algún grito de dolor
hubiera salido de su garganta.
Samuel descubrió que a ese hombre le gustaba torturar antes de los
alimentos de la mañana. No podía observar qué sucedía en el patio de
los esclavos pues estaba atado dándole la espalda, pero podía escuchar
risas y charlas, ruido de ollas y de enseres, sonidos familiares de gente
realizando trabajos caseros y de granja. El sol del medio día y la siesta
castigaban la espalda magullada de Samuel. Por sus conocimientos de-
dujo que él estaba atado mirando hacia el Sur, imaginó que si agudizaba
la vista podía ver su ciudad natal, ¡cuánto extrañaba Kandás!
El día transcurrió sin que nadie más se le acercara, cayó la noche
y con ella el frío propio del clima desértico, era su segundo iom de
castigo.
El tercer iom fue como el segundo, a la mañana temprano recibió
los latigazos de parte del jefe de esclavos quien volvió a hablarle sin que
pudiera entenderle. Samuel tenía mucho tiempo para pensar e imaginar.
Nadie le hablaba. Sentía que pasaban cerca de él pero ninguno osaba
dirigirle la palabra.
El cuarto iom ya se sentía débil, las pocas fuerzas recuperadas en
su celda se estaban desvaneciendo por el cansancio, hambre y des-
hidratación. Más que un castigo, pensaba Samuel, quizás el sirviente
quería matarlo lentamente utilizándolo de ejemplo para todos los
esclavos que se negaran a hacer algo y además golpearan a otros. El
– 65 –
iom transcurrió sin cambios, el jefe de esclavos se acercó, le dio veinte
latigazos y se fue.
“¿Por qué me está pasando esto? —Pensaba Samuel—. ¿Qué pre-
tenden de mí los dioses? —Se preguntaba—. ¡No lograrán doblegarme!
—Se repetía, para darse fuerzas—. ¡No lograrán doblegarme!”
Al caer la noche, una vez que todos estaban en sus celdas o habita-
ciones, Samuel descubrió una sombra deslizándose por la galería frente
a él. Al principio no distinguía bien pero luego pudo ver la silueta de
una persona aproximándose.
Con mucho sigilo una esclava llegó hasta donde él estaba y le acercó
un cuenco con agua a la boca. Los labios de Samuel estaban rajados
y resecos, el contacto con el agua fue un gran alivio. Le dio de beber
lentamente para que Samuel no se atragantara, llevaba ya cuatro iom
sin ingerir agua y hacerlo de repente podría serle perjudicial.
Con delicadeza la esclava tomó un paño húmedo y limpió el rostro,
el cuello y el pecho, un pecho amplio que reflejaba muchos shana de
ejercicios. Luego le extendió un poco de comida y agua nuevamente.
De repente se escuchó un ruido, la esclava quedó inmovilizada del
pánico, el temor se leía claramente en su rostro, levantó los enseres
que había traído y desapareció entre las sombras.
Samuel creyó que un Guardián había acudido a ayudarle. Por fin los
dioses atendían sus súplicas y venían a socorrerlo en tan aciaga hora.
El amanecer del quinto iom Samuel estaba mejor, el agua y la
comida le habían dado un poco de fuerzas y su cuerpo ahora no caía
flácidamente colgando de los brazos sino que se mantenía en pie.
Cuando el jefe de esclavos llegó, tomó su látigo y cumplió con su
trabajo matutino. Ver a Samuel de pie le disgustó de sobremanera, él
pretendía domar a ese esclavo a fuerza de hambre y sed. Comenzó a gritar
y dar órdenes a distintos esclavos, ellos con cara de miedo respondían
negando con sus cabezas. Ahora Samuel sonreía internamente por su
pequeño logro, le había borrado a ese hombre la sonrisa del rostro.
La noche del quinto iom tuvo la visita de la esclava quien regresó
llevándole nuevamente agua y comida. Como en un ritual se la dio
lentamente para que no tuviera complicaciones al tragarla.
Samuel la miró detenidamente, era muy parecida a su amiga de
desdichas, a “mi Guardiana”... pero no podía ser, ella estaba muerta.
– 66 –
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Samuel en su idioma, sin
muchas esperanzas de respuesta. Apenas podía emitir sonidos con su
garganta reseca.
—María22
—respondió ella con una sonrisa—, súbdita suya,
majestad.
Samuel no podía dar crédito a lo que oía, ¡María era de Kandás!,
lo había reconocido a pesar de su estado deplorable actual y estaba
ayudándolo porque había sido su príncipe.
—Gracias María —le dijo—, pero te arriesgas demasiado... estoy
destinado a morir aquí —su voz era ronca y entrecortada.
—Shhhh —le dijo María, poniendo su dedo índice sobre los labios
de él—. No se esfuerce en hablar, está muy débil majestad —acotó
ella—. Yo le debo mucho mi señor... —un ruido interrumpió lo que
parecía sería un relato interesante. María juntó los enseres y desapare-
ció en la oscuridad dejándolo solo con la intriga de saber a qué deuda
se refería.
El encuentro de la noche anterior había llenado el espíritu de
Samuel, ya no se sentía tan abatido, un nuevo aire flotaba alrededor
de él, se sentía mucho más fuerte que cualquiera de sus iom anteriores
después de su captura.
El jefe de esclavos se acercó, tomó su látigo y lo castigó como lo
venía haciendo. Samuel no sólo resistió de pie el castigo y sin un solo
gemido sino que, además, le devolvió una sonrisa.
Al sirviente eso no le gustó. Tomó a Samuel de los pelos y comenzó
a increparlo. Su idioma aún era ininteligible pero la bronca reflejada
en sus ojos era un lenguaje universal, el jefe de los sirvientes estaba
muy disgustado.
Ese iom comenzó como los anteriores, todo cambiaría hacia
el medio día. Al llegar el horario de los alimentos Samuel escuchó
mucho revuelo en el patio de esclavos, de pronto el jefe se presentó
frente a él con María tomada del brazo, la arrastraba en forma brusca
y la sujetaba con fuerza. María se veía aterrorizada, Samuel la miró
y una expresión de pánico cruzó por su rostro. Sólo fueron unos
segundos, lo hallaron desprevenido, su expresión le corroboró al jefe
de esclavos su suposición de que María había estado alimentando
al prisionero.
22
La Elegida.
– 67 –
Con dos gritos varios sirvientes llegaron a donde se encontraban y
desataron a Samuel, en su lugar ataron a María, pero a ella la pusieron
mirando hacia el patio.
Samuel, aprisionado por cuatro esclavos sujetándole sus brazos y
con la debilidad que tenía no podía hacer nada. De pronto, ante otra
orden del jefe acostaron a Samuel boca arriba en el piso frente a María
y estaquearon sus manos y pies, ahora ella podía verlo todo el tiempo
y él a ella también.
El jefe de esclavos tomó un kurtiz23
y con él le pegó a María. Su
intención era castigarla sin dejar marcado su cuerpo para que la esclava
no perdiera su precio.
Samuel no tuvo esa suerte, con él usaron el látigo y le propinaron al
menos diez azotes en el pecho. Eso sí le dejaría marcas permanentes.
Toda la tarde estuvieron así, el sol daba de lleno en la cara de María
y en todo el cuerpo de Samuel. Cuando comenzó a atardecer llegó el
alivio del calor, pero él ya sabía cuánto frío pasarían. A pesar de su
largo tiempo de cautiverio aún no se acostumbraba al clima nocturno
a la intemperie y sin abrigo.
Esa noche, una vez que todos se retiraron del patio, Samuel co-
menzó la conversación a pesar del permanente temblor de su cuerpo
por el frío. Sus intenciones eran que la joven pusiera su mente en
otro lado y se olvidara de la baja temperatura que los hacía temblar
constantemente.
—¿Hija de quién eres, María? —le preguntó, apretando los dientes
para que no castañearan y tratando de aclarar su seca garganta.
—De Yain24
, el copero real, y Noemí25
mi Señor —le respondió
ella—. Una vez su majestad salvó a mi padre del enojo de su excelen-
tísimo padre. Asumió la culpa en el tema de los vinos intercambiados
¿recuerda ese suceso, majestad? su excelentísimo padre iba a despedir
al mío y eso nos hubiera dejado en la calle a mi madre, mi hermano
y a mí.
Samuel recordó el incidente, nunca creyó que habría sido tan
importante para alguien, él siempre lo vio como un juego. Su padre
23
Látigo de mango muy corto y muchas colas, generalmente más de veinte, de mate-
rial liviano. Sirve para golpear sin dejar marcas permanentes.
24
Vino.
25
Mi Dulzura.
– 68 –
estaba muy disgustado porque había ordenado enviar un tipo de vino
como regalo de bodas a un rey amigo y al final el copero envió otro
por error, igual de bueno pero distinto. Como era una tontería él le
dijo a su padre que la idea de cambiar el tipo de vino había sido suya,
pidiéndole excusar al copero por no seguir sus órdenes. Ahora com-
prendía a qué deuda se refería María la noche anterior.
—Además —prosiguió—, el iom de la invasión, su majestad salvó
mi vida. Quizás sin quererlo, pero lo hizo —sus dientes castañeaban.
Esa noche estaba más fría de lo habitual.
—¿Podrías ser un poco más específica, por favor, María? —pre-
guntó él. Su voz salía penosamente de su garganta pero necesitaba
hablar con ella, escucharla hablar de Kandás y de su vida anterior le
regocijaba el alma.
—Sí, su majestad... —iba a continuar, pero en ese momento Samuel
la interrumpió.
—Por favor María, no me llames así. En la posición en que estoy
considero ridículo el uso del protocolo real —le dijo Samuel—, además,
cada vez más cuenta me doy que puede acarrearme más complicaciones
que beneficios.
—Lo siento su majestad, perdón, mi señor... perdón... ¿cómo debo
llamarlo? —dijo María, confundida.
—Samuel, ese es mi nombre.
—Como ordene, Samuel —le respondió ella, con reverencia.
Samuel sonrió. Hacía rato que nada le causaba gracia, pero sentir a
María tratarlo con tanta formalidad y él verse estaqueado y golpeado
como estaba era una situación totalmente irrisoria.
—Bueno María, aclárame lo último, ¿cómo es que salvé tu vida?
—le dijo, intentando aliviar la situación engorrosa en que se encon-
traba ella.
—El enemigo había invadido el palacio, todos corríamos sin saber
dónde poder escondernos, estaban por todas partes, era imposible
perderlos y huir. Al cruzar la puerta del gran salón uno de esos
bárbaros pudo agarrarme del cabello, empezó a divertirse conmigo
revoleándome como le venía en ganas. A los pocos minutos se cansó
del juego y de mis gritos entonces empuñó su espada para matarme
pues yo seguía resistiéndome. De repente lo llamaron y se dio vuelta,
– 69 –
había una revuelta en el pasillo que daba al gran salón, necesitaban
su ayuda para someter a uno de los soldados que peleaba con bra-
vura y ya había matado a varios. Entonces perdió interés en mí, me
soltó y fue con sus compañeros a abatir al rebelde. Tomó una de las
estatuas que estaban en la estancia y con ella le pegó en la cabeza
al soldado. Yo aproveché para huir y esconderme bajo la gran mesa
central. Desde allí vi el cadáver de la señorita Estela muy cerca de
mí y distinguí al soldado abatido, era usted mi señor, digo... Samuel.
¿Lo entiende? Si no hubiera sido por su lucha el bárbaro me hubiera
matado —prosiguió con tristeza—. Esconderme no valió de mucho,
cuando se aplacaron un poco las peleas algunos guerreros comen-
zaron a juntar a los sobrevivientes para venderlos como esclavos. El
que se resistía moría en el acto. Así fue como terminé en la plaza
mayor junto a varios más, a mí me vendieron al iom siguiente a una
caravana que se dirigió directamente para aquí, el viaje fue sacrificado,
murieron muchos en el camino, algunos eran conocidos míos. No
supe nada de mi padre, mi madre o de mi hermano, seguramente
están muertos... —una lágrima rodó por sus mejillas y la angustia se
apoderó de su rostro.
—Lo lamento... Y te pido perdón —le dijo Samuel.
—¿Perdón? ¿Por qué? —preguntó María, asombrada.
—Por no haber defendido mejor el reino, por dejar que te hi-
cieran prisionera, por la muerte de tu familia —esos fracasos aún le
pesaban.
—No le culpo, majestad, eran demasiados. No teníamos oportuni-
dad de ganar, pero al menos les dimos batalla, no sacaron gratis nuestra
conquista. Además usted mató un gran número de enemigos y con ello
también salvó a muchos de nosotros —le animó María.
Samuel quedó mudo ante tanta generosidad de espíritu, él sí se
culpaba. Debería haber peleado mejor, matado más hombres, defen-
dido a las mujeres, quizás morir con sus padres. La perspectiva que le
exponía María le quitó algo de esa culpa.
En esos momentos un guardia pasó cerca y ambos callaron. Des-
pués de esa conversación la noche transcurrió en silencio, de vez en
cuando pasaba el sirviente asegurándose que todos estuvieran en sus
celdas.
– 70 –
Samuel vio que empezaba a amanecer, en poco tiempo se levan-
taría el jefe de sirvientes y lo azotaría, sólo esperaba que a María no
la golpearan.
El susodicho se presentó más tarde de lo normal, venía acompaña-
do del ama. Dos esclavos traían el carro y otros dos sirvientes venían
para servir de apoyo.
Primero le soltaron las manos a Samuel, el par de esclavos le suje-
taban un brazo y al otro lo sujetaban el par de sirvientes, lo incorpo-
raron hasta ponerlo de rodillas, le ataron sus manos por delante y le
cruzaron el palo del carro entre los codos y la espalda. Recién después
le desataron sus pies. Lo incorporaron y pusieron en posición en el
carruaje. Samuel aún estaba débil para resistirse.
El jefe le hizo señas a uno de los sirvientes y éste se ubicó detrás
de María con el kurtiz en la mano. Samuel ya interpretaba sus in-
tenciones, cualquier problema que causara seguramente María sería
castigada.
El otro sirviente acercó la rienda, el jefe sonrió maliciosamente y se
adelantó para colocársela a Samuel. El prisionero se revolvió un poco,
su corazón se aceleró sabiéndose impotente ante esa situación.
Samuel se quedó quieto al ver al sirviente apostado detrás de María
levantar su kurtiz. El jefe le puso la rienda, aún tuvo que hacer algo de
presión para lograr que Samuel abriera la boca y dejara entrar el ma-
dero entre sus dientes. Esta brida era diferente a las que había visto, le
estaban colocando una que se ataba atrás de la cabeza para asegurarse
que quien la usara no la escupiera.
Samuel tenía los ojos encendidos de furia, si no estuviera la vida de
María en juego la suya no le importaría, pelearía como lo había hecho
antes con las pocas fuerzas que le quedaban. Se sentía denigrado e
impotente ante la situación, una lágrima de bronca se deslizó por su
mejilla.
María lo miró con ternura y agradecimiento, sabía el sacrificio que
estaba haciendo su príncipe porque lo conocía bastante bien. A pesar
que ella había sido invisible a los ojos de Samuel durante su vida en el
palacio, él no había sido invisible a los ojos de ella. Había visto a ese
joven crecer, sabía cuán orgulloso era y ahora se estaba tragando ese
orgullo para protegerla.
– 71 –
El jefe de los sirvientes lo miró con satisfacción, había doblegando
el espíritu libre de ese esclavo.
El ama, quien a poca distancia seguía la escena, dio algunas órdenes
y uno de los sirvientes subió al carro, tomó las riendas de la brida y
fustigó al esclavo para que comenzara a caminar.
Samuel obedeció, de reojo veía a María y al sirviente detrás de ella,
sus opciones eran pocas, más le valía ser un esclavo dócil.
Luego de hacer caminando una vuelta al patio de los esclavos el
ama ordenó que lo hiciera más rápido. La fusta tradujo las palabras de
la mujer al cuerpo de Samuel quien comenzó a trotar y luego a correr
arrastrando el carruaje.
El ama se mostró satisfecha y dio algunas instrucciones. Ese día
Samuel debió dar casi treinta vueltas al patio arrastrando el carruaje
cargado con bolsas de granos para que tuviera más peso.
Al anochecer soltaron a María de los postes y la dejaron ir, a
él lo encerraron en su celda encadenado por el collar a una de las
argollas de la pared. Le trajeron agua y comida. Samuel calmó su
apetito y su sed acumulada de varios iom. Se acostó a dormir pues
estaba exhausto.
Temprano lo despertaron con los alimentos de la mañana, un
poco de comida y una infusión caliente. Uno de los esclavos acercó el
carruaje a la puerta de la celda.
Con un poco de fuerzas como tenía después de haber dormido y
comido, Samuel se resistió nuevamente a ser enganchado. Las manos
ágiles del joven comenzaron a eliminar sirvientes que se acercaban
para ayudar al maltrecho infeliz quien había tenido la mala suerte de
ser asignado para esa tarea. Luego de varios minutos de pelea y casi
diez sirvientes neutralizados apareció el jefe arrastrando a María de
los pelos. Tomó su cuello con una de las manos y con la otra levantó
el kurtiz para pegarle. Samuel con gusto habría eliminado también al
jefe de los sirvientes, pero aún se encontraba con el collar atado y su
cadena no llegaba hasta donde ese hombre estaba con María.
Verla de nuevo en peligro lo obligó a abandonar la lucha, comenzó
a entender las intenciones del jefe: ante su rebelión María sería casti-
gada. Así nunca tendría éxito pues no quería que la joven sufriera por
su culpa.
– 72 –
Bien Samuel se quedó quieto los empleados que aún quedaban en
pie le cayeron encima propinándole varios golpes para vengarse de los
que él les había dado. Ahora estaba en el piso, tendido y doblado del
dolor por las patadas y puñetazos recibidos.
Lo obligaron a levantarse jalándolo por la cadena sujeta a la argolla
del cuello, lo ataron nuevamente al carruaje y le colocaron la brida en
la boca. Ahora cualquier resistencia sería inútil, María estaba en manos
del jefe y pagaría por cualquier indisciplina.
El día fue muy duro, lo hicieron correr la mayor parte del tiempo,
el conductor del carruaje vengó con la fusta la paliza que esa mañana
había recibido. Los conductores fueron rotando durante el día, pero
todos los que subían habían sido golpeados y disfrutaban su pequeña
venganza.
Cerca del atardecer Samuel estaba extenuado, cayó de rodillas en
la arena ardiente del patio de esclavos, correr todo el día sin comida
ni agua lo tenía sin fuerzas. El conductor le hizo sentir su látigo en la
espalda, pero Samuel no se levantó, le tiraba fuertemente de la brida y
se la agitaba hiriéndole las mejillas y orejas del joven, pero su cansancio
es mayúsculo. Al final, haciendo un gran sacrificio se puso nuevamente
de pie, sólo esperaba que el conductor dejara de golpearlo. En esos
momentos se acercaron unos esclavos, lo desengancharon del carruaje y
lo ayudaron a llegar a su celda. Samuel ya no podía caminar y colgando
de los dos esclavos por sus brazos, arrastraba sus pies en la arena. Al
llegar lo encadenaron por el cuello como el iom anterior, sin soltarle
sus muñecas atadas por delante y lo dejaron. El cansancio de Samuel
hizo que quedara echado en el suelo. Fue grande su sorpresa al ver a
María acercarse con un cuenco con agua para darle de beber. Ella lo
ayudó a arrastrarse hasta el camastro para quedar tendido boca abajo,
con cariño le limpió las heridas de la espalda fruto de la furia del látigo
de los conductores del carruaje.
María había sido llevada a la celda de Samuel y encadenada por el
pie a una de las argollas de la pared, tanto su cadena como la de Samuel
les permitían moverse por todo el recinto pero no eran tan largas como
para traspasar la puerta.
Esa noche Samuel deliró entre sueños, en un momento estaba en
su ciudad natal, gozando de los favores de Estela y en otros revivía la
– 73 –
larga caminata por el desierto con el peso de las cadenas, los grilletes
raspándole el cuello y las muñecas y los látigos de los comerciantes
golpeándolo.
Al iom siguiente María no lo despertó temprano, cuando abrió sus
ojos el sol ya estaba alto, se escuchaba el clásico ruido de las rutinas
del patio de esclavos.
Samuel se incorporó, se sintió algo mareado pero logró sentarse.
María se acercó y le dio de beber un poco de agua, sus ojos estaban
llenos de ternura, cariño y agradecimiento.
—No te va a pasar nada mientras eso dependa de mí, María —le
aseguró Samuel.
—Gracias mi señor, pero creo que ahora eso no depende solamente
de usted —le respondió María.
En ese momento el jefe de esclavos se acercó a las rejas de la celda,
lo acompañaban otros dos sirvientes corpulentos. Samuel comenzaba
a entender la lengua de ese pueblo, el látigo era un excelente traductor
y maestro de idiomas.
El jefe hizo un gesto y los acompañantes abrieron la celda, apartaron
a María del lado de Samuel y lo tomaron por la cadena que unía las
argollas de sus muñecas. El jefe soltó la cadena del cuello y llevaron a
Samuel afuera de su celda.
Dos sirvientes le acercaron el carruaje para que Samuel fuera engan-
chado. El jefe tomó la brida y se la colocó en la boca, aún tuvo un atisbo
de resistencia de parte de Samuel para abrir sus dientes que disuadió
con un fuerte golpe en el estómago que lo hizo caer de rodillas.
—Revélate y ella pagará —dijo el jefe, señalándole a María. Samuel
empezaba a comprender su lengua.
Ya no opondría resistencia nuevamente. María era lo único que
le quedaba de su amada Kandás, él había sido criado para defender
y gobernar a su gente y ahora ella era toda “su gente”. La defendería
aunque para eso tuviera que tragarse todo su orgullo y sufrir lo que
debiera sufrir, aún lo sentía su deber por haber sido su príncipe.
El jefe de sirvientes, quien se llamaba Bahuan26
, sintió que acababa
de quebrar totalmente su espíritu libre para hacerlo el más sumiso de
los esclavos, una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.
26
Memorioso.
– 74 –
Los iom subsiguientes tomaron una rutina, con la salida del sol
levantaban a Samuel, le daban sus alimentos de la mañana, lo engan-
chaban al carruaje y lo hacían correr tirando de él todo el día hasta la
puesta de sol. Los conductores, con la fusta, se encargaban que sus
piernas no perdieran velocidad. Cuando lo llevaban de regreso a su
celda le entregaban los alimentos de la noche y María se encargaba de
curarle sus heridas y atenderlo.
A Samuel el ama lo nombró “Veloz” y a María “La-del-esclavo”,
por lo menos de parte de sus dueños Samuel nunca más volvería a
escuchar el que fuera su verdadero nombre.
El lazo entre María y Samuel fue creciendo con los iom, ella se
daba cuenta del sacrificio de él y se lo recompensaba con cuidados y
caricias. Él veía que mientras obedeciera nadie la molestaba y la man-
tenían dentro de su celda.
Con el paso de los iom ese cariño se fue convirtiendo en amor y
derivando en deseo. Samuel hacía tiempo que no compartía intimi-
dad con una mujer. Su última aventura había sido Estela dos noches
antes de la invasión, cuando ella por fin se lo había permitido, quizás
previendo el resultado del asedio. Posiblemente por eso había sufrido
tanto cuando la mataron delante de sus ojos y él no pudo impedirlo a
pesar de su gran esfuerzo.
Samuel estaba dispuesto a hacer sentir a María lo más libre posible.
Se daba cuenta que se la habían entregado a cambio de su obediencia to-
tal pero no quería hacerla sentir obligada a satisfacerlo sexualmente.
Samuel de vez en cuando se excitaba con sólo mirar a María, quien
usaba únicamente una túnica corta traslúcida atada en la cintura. El
abultamiento de su faldilla delataba su condición. Ella se sonrojaba
cuando lo veía así.
Una de esas noches María se acostó al lado de Samuel poniéndose
de costado y pegó su cuerpo al de él dándole la espalda. Samuel, con
cautela, puso su mano sobre el hombro de María y comenzó a bajarla
acariciando su torso hasta llegar a sus muslos, los apretó con un poco de
fuerza y suavemente la llevó contra su cuerpo. María comenzó a moverse
lentamente refregando sus nalgas contra los genitales de Samuel.
Esa noche, a pesar de sus cadenas, él hizo gala de la fama de buen
amante que gozaba entre las mujeres del palacio. Amó a María suave
y dulcemente, la hizo sentir mujer.
– 75 –
Las celdas no tenían ninguna intimidad, todo se podía ver a través
de las rejas. Por las noches un guardia pasaba regularmente frente a
ellas corroborando que todos estuvieran en sus lugares. Cuando el
guardia de ronda pasó frente a la celda los vio durmiendo juntos en
la misma cama, sólo se sonrió imaginándose la escena anterior, había
llegado tarde para ver el espectáculo.
A los pocos iom a Samuel le cambiaron el carro que debía tirar, el
nuevo no tenía el palo cruzado donde enganchaban sus brazos, por lo
tanto después de dos jodesh y una shavua el jefe le soltó las cadenas de
las pulseras para atar cada una de ellas a los maderos del costado.
Ahora Samuel debía asir los palos del carruaje con las manos. A
la brida no se la cambiaron, seguiría con la que se ataba en la parte
posterior de su cabeza.
Con el nuevo carruaje estuvo practicando cerca de otros dos jodesh
y una shavua. Sus piernas, brazos, pecho y espalda fueron tornándose
más fuertes. Tomaba gran velocidad cuando tiraba del carruaje llevando
sólo al conductor, aunque la mayoría de las veces le hacían tirarlo con
varias bolsas de granos encima para aumentarle el peso a su carga.
Las noches con María también fueron haciéndose frecuentes, él
trataba que se sintiera protegida y propietaria aunque sea sólo de esa
celda... él la convertía en un mundo libre para ella.
Una mañana, cuando fue despertado para cumplir con su rutina
diaria, Bahuan le comunicó su próximo debut en las grandes pistas
oficiales de carreras.
—Veloz, mañana en la feria competirás en la pista del estadio
mayor —le dijo.
Las carreras de carros tirados por esclavos eran, por excelencia, las
actividades más populares para esa gente. Por lo general se hacían los
iom de feria —una vez cada siete iom—, se corría en grandes pistas y
las apuestas eran muy altas. El ganador siempre se llevaba una buena
cantidad del dinero de las entradas del espectáculo, los premios eran
realmente cuantiosos.
Tener esclavos exclusivos para esa actividad era oneroso, razón por
la cual sólo los ricos podían aspirar a ser dueños de corredores.
Ahora Samuel entendía por qué su ama lo había elegido esa mañana
cuando lo compró, su complexión era envidiable entre los esclavos a
pesar que, cuando llegó al puesto de ventas, estaba flaco y muy de-
– 76 –
macrado. Generalmente quienes caían prisioneros eran ciudadanos,
nobles, artesanos y campesinos, pocas veces un soldado sobrevivía a
las batallas. Además su ama había logrado su obediencia y sumisión
gracias a su protección a María. Si él ganaba la carrera su dueña mul-
tiplicaría la inversión realizada al comprarlo.
El día de la carrera Bahuan puso a Samuel dentro de una jaula sobre
una carreta, ataron sus manos y pies a los barrotes para asegurarse que
no tuviera forma de escapar. Dos esclavos la tiraban, ellos caminaron
por un buen rato atravesando el pueblo hasta su destino. El jefe de
sirvientes iba observándolo constantemente.
Samuel vio que se detenían frente a una enorme construcción. Era
una gran pista de arena en forma oval con muchas gradas flanqueándola,
todas estaban rebosantes de espectadores.
Desataron sus manos de la jaula y se las ataron en la espalda, luego
desamarraron sus pies, lo hicieron bajar de la carreta y lo guiaron por
una puerta ubicada en la pared de las gradas a unos cuartos ubicados
debajo de ellas. Allí vio a María atada por sus muñecas a un poste.
—Si no ganas “La-del-esclavo” lo pagará —fueron las palabras de
Bahuan señalando a María.
Ahora Samuel tenía un gran incentivo para correr. El joven siempre
había sido muy bueno en esa tarea. En sus prácticas militares era usual
esa competencia entre los soldados y Samuel era el primero en llegar
la mayoría de las veces.
Le pusieron una protección de cuero sobre el pecho y en los brazos
y le advirtieron que los conductores de los otros carruajes le pegarían
para sacarlo de la competencia. Él debería resistir esos golpes además
de correr como el viento.
Una vez vestido lo llevaron a la arena para engancharlo al carruaje
de competencia, le desataron las manos y se las encadenaron al carro,
le pusieron la brida y lo condujeron a la marca de largada.
Se escuchó un estampido y empezó la carrera.
Samuel corría velozmente recibiendo muchos golpes y latigazos
tanto de su conductor como de los otros.
En la tercera vuelta estaba en primer lugar pero pisó una piedra
escondida en la fina arena que lo hizo trastabillar, ese error le costó
momentáneamente el primer puesto. El oponente le sacó una pequeña
– 77 –
ventaja. Samuel tuvo que esforzarse nuevamente para alcanzar al con-
trincante y con unos certeros azotes de su conductor al otro corredor
pudo pasarlo nuevamente cuando finalizaba la cuarta vuelta. La quinta
y última vuelta fue la más sacrificada pues ya tenía poco aire y estaba
muy cansado.
“Ya termina —se repetía en su mente—, un poco más... ya termina”
—se daba aliento solo. Pensaba en María y sacaba fuerzas de donde
no las tenía.
Por fin cruzó la meta. Cayó de rodillas del cansancio pero el con-
ductor le hizo saber con su fusta que no podía quedarse allí, debía
levantarse y dar una vuelta caminando así él podría saludar a su público
que lo vitoreaba.
Una vez concluida la vuelta el conductor se bajó del carruaje para ir
al podio a recibir el premio y a Samuel lo llevaron a los cuartos bajo las
gradas, allí lo desengancharon del carruaje y le permitieron sentarse. Le
encadenaron las pulseras y se las ataron al poste donde estaba María, a
ella la soltaron para que pudiera atenderlo. Tanto los sirvientes como
los esclavos no le daban ni la más mínima oportunidad para que pudiera
utilizar su fuerza o habilidad para luchar, lo vigilan muy de cerca y en
todo momento estaba encadenado a algo.
Luego de ese primer triunfo vinieron otros, los iom de carrera se
aseguraban de llevarlo y traerlo encadenado a su jaula. Samuel ob-
servaba el camino e intentaba memorizarlo, quizás algún iom tendría
oportunidad de usar esos conocimientos en su fuga. Bahuan, quien era
un hombre precavido y desconfiado, nunca le permitió estar fuera de
la casa sin cadenas, era un esclavo demasiado valioso para que huyera.
El sirviente se cercioraba de llevar previamente a María y traerla antes
que a Samuel. Sabía que ella no se fugaría y que Samuel no se escaparía
dejando sola a su esclava.
EL NUEVO AMO
– 81 –
UN IOM SU ama se presentó con un hombre muy bien ataviado, cruzaron
algunas palabras y él realizó un generoso pago, acababa de realizar una
compra, pronto Samuel se enteraría que la mercancía era él.
Se acercaron al esclavo, engancharon sus anillos y los marcaron en el
cuello de Samuel, los tatuajes quedaron a continuación de los que ya le
habían hecho en la primera compra. El ama le recomendó al hombre que
le comprara a “La-del-esclavo”, que le sería de mucha utilidad la esclava
que lo hacía manso a su corredor, pero el hombre no quiso pagar más y
desestimó la idea, su látigo haría que el prisionero obedeciera.
La mujer se sonrió y le hizo su último ofrecimiento.
—Si lleva ahora a la esclava pagará sólo cien dracs27
, si la viene a
buscar después le costará el triple —le advirtió.
—No se preocupe, sé tratar a los esclavos —le dijo con rispidez
a la mujer.
Él no lo sabía, pero más que un corredor de carruajes acababa de
adquirir un gran problema.
Su nuevo amo se llamaba Hooman28
Majeed29
, vivía de las minas de
metales y tenía gran número de esclavos que trabajaban y morían en
ellas, las jornadas eran agotadoras y el alimento escaso. En ésa época
era más barato comprar un esclavo que alimentarlo y mantenerlo. Las
hordas de bárbaros que arrasaban las ciudades les tenían muy bien
provistos con mucha mano de obra.
Para el amo el nuevo esclavo era un lujo pues era un corredor de
carruajes ganador, con él no sólo tendría entretenimiento sino también
27
Moneda del imperio del Norte.
28
Benevolente.
29
Superior.
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Samuel de-kandas-carolina-valencia

  • 1.
  • 2.
  • 3. SAMUEL DE KANDAS LA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA DE LA SABIDURÍA INFINITA
  • 4. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático. © 2013, Carolina Inés Valencia Donat © 2013, Deauno.com (de Elaleph.com S.R.L.) © 2013, Julio César Rivera e Isolina Rivera Valencia Donat Ilustraciones de tapa e interior. contacto@elaleph.com http://www.elaleph.com Para comunicarse con el autor: civalenciadonat@gmail.com Primera edición ISBN 978-987-680-066-2 Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en el mes de septiembre de 2013 en Bibliográfika, de Voros S.A. Bucarelli 1160. Buenos Aires, Argentina. Valencia Donat, Carolina Inés Samuel de Kandas: La Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita - 1a ed. Buenos Aires: Deauno.com, 2013. 196 p.; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-680-066-2 1. Narrativa. 2 Novela. I Título CDD A863
  • 5. CAROLINA INÉS VALENCIA DONAT SAMUEL DE KANDAS LA TABLA DE LA LEY Y EL CORAZÓN ESCARLATA DE LA SABIDURÍA INFINITA deauno.com
  • 6.
  • 7. A mi esposo “Hacha” y a mis hijos, Isolina y Maximiliano, por su constante amor y apoyo.
  • 8.
  • 10.
  • 11. – 11 – CORRÍA LA ÉPOCA de Hilarión1 , rey de Kandás. Un reino que prosperaba bajo el abrasador sol del desierto, en un tiempo cercano a la visita de los dioses. Los ancianos del pueblo contaban que sus bisabuelos y tatarabue- los los habían conocido, ellos habían llegado desde el cielo en carros silenciosos, adornados con extraños fuegos fríos que no quemaban y cambiaban de colores alumbrando la noche con una luz más potente que el mismo sol. Los dioses les habían enseñado a sacar agua de la tierra y a sembrar los campos. A medir el tiempo, a predecir la cosecha y a guardar ali- mento para subsistir cuando los cultivos escasearan. Les habían dado la escritura para poder transmitir esos conocimientos y la matemática para hacer los cálculos. A los sabios del pueblo les habían dado conocimientos de medicina para curar las enfermedades y ellos debían encargarse de transmitirlos a las próximas generaciones. Los dioses les habían enseñado a los hombres a construir, a apro- vechar las escasas lluvias del desierto y a almacenar agua para vivir. En Kandás las casas eran de tierra o de ladrillo y algunas se alzaban hasta los dos pisos de altura. Por lo general se construían alrededor de un pequeño patio central donde estaba el aljibe. Todas las casas, hasta las más humildes, contaban con un pozo para almacenar el agua limpia y otro para descartar las aguas servidas. Las viviendas también tenían un espacio donde se podía criar algunos animales pequeños para alimentarse. 1 Alegre
  • 12. – 12 – Todo denotaba la gran riqueza de la ciudad que comerciaba con sus vecinos y era paso obligado de las caravanas que recorrían esas tierras de Norte a Sur y Sur a Norte intercambiando mercaderías. Los dioses les regalaron la Tabla de la Ley donde ordenaban, entre otras, el respeto al prójimo y el aprecio a la vida. Los que seguían sus mandatos no podían hacer daño a sus semejantes ni hacérselo a sí mis- mos. Aquellos que no acataban las leyes eran juzgados por un concilio de ancianos y expulsados de la ciudad si se los encontraba culpables. El destierro era el peor castigo. Obligaba al culpable a abandonar todo lo que poseía y debía retirarse de la protección de los muros y ejércitos del reino, quedaba a merced del clima implacable del desierto y de las caravanas de mercaderes esclavistas. Las calles trazadas en damero eran herencia del tiempo en que los dioses estaban en la tierra. La ciudad era prolija y poseía espacios abiertos destinados al esparcimiento de sus pobladores. En su centro, en medio del espacio abierto más grande, se alzaba un monumento que recordaba el lugar de llegada de sus deidades, donde se guardaba la Tabla de la Ley. Allí se hacían los actos y se leían los comunicados importantes. Los pobladores se reunían en esa plaza una vez a la sha- vua2 en el iom3 de descanso para escuchar a los sabios las enseñanzas de los dioses. Contiguo a la gran plaza estaba construido el palacio del rey Hila- rión, una edificación imponente, con habitaciones ricamente decoradas. Varios artistas habían dejado plasmados sus talentos en las paredes de sus aposentos. El agua, una de las grandes riquezas del reino, estaba presente en varias fuentes que refrescaban el aire reseco del desierto. En el palacio no sólo vivían los reyes sino también las familias de los consejeros, los generales y el personal de servicio. Era una estructura muy grande y lujosa que los albergaba a todos. Hilarión era un rey afable y justo. Había subido al trono a los veinte shana4 a la muerte de su madre. Estaba casado hacía casi veinticinco 2 Semana/s. Lapso de tiempo de siete iom. 3 Día/s. Lapso de tiempo desde la salida del sol a la próxima salida de sol. 4 Año/s. Lapso de tiempo desde el comienzo de la temporada ventosa hasta el próxi- mo comienzo de la misma temporada. Dura 13 jodesh y 1 iom o 13 jodesh y 2 iom cada 4 shana.
  • 13. – 13 – shana con la reina Iri5 , una mujer de la nobleza de Kandás que había conquistado su corazón cuando era joven, con ella tenía un hijo. Ambos reinaban en paz y hacían progresar a los habitantes de la ciudad. Tanta riqueza y prosperidad había desatado muchas veces la codicia de algunos reinos vecinos del Sur, pero todas sus incursiones con vistas de conquista habían sido rechazadas de lleno. El pueblo entero se había encargado de fortificar la ciudad con una muralla infranqueable, ésta tenía sólo dos grandes puertas de acceso que podían cerrarse ante un eventual ataque. El ejército de Kandás era extraordinario, gente muy bien entrenada y habilidosa en todas las artes: espada, arco, mazo y hacha. La instrucción militar era obligatoria para todos sus habitantes varones, comenzaba a la edad de diez shana y terminaba a los quince. A esa edad aquellos jóvenes que deseaban seguir la carrera militar de- bían escoger un arma por especialidad. A las mujeres del reino se las entrenaba para tareas en curaciones de heridas, en arte y música. El tipo de lucha practicado en Kandás hacía de sus soldados armas letales capaces de enfrentarse a diez contrincantes a la vez. Sin embar- go, debido a las enseñanzas de sus dioses, estas habilidades se usaban exclusivamente para la defensa. Los soldados tenían terminantemente prohibido el uso de armas en las calles de la ciudad. Entre los soldados se destacaba Samuel6 , el hijo del rey Hilarión, un joven apuesto de veintidós shana de edad con toda la vida por delante y único heredero del reino. Su especialidad era el arco, pero en la lucha cuerpo a cuerpo y el manejo de la espada no se quedaba atrás. Samuel ya estaba en edad de elegir esposa y muchas mujeres nobles de su reino lo pretendían, incluso también algunas del reino vecino de Samás, otro pueblo visitado por sus dioses y aliado de Kandás. Los pobladores de Samás tenían los mismos orígenes que los de Kandás, hablaban la misma lengua y adoraban a las mismas deidades. Contaba su historia que hacía mucho tiempo, cuando los dioses aún habitaban la tierra, habían sido un solo pueblo pero su rey Yoram7 5 Luz. 6 El Escuchado por los Dioses. 7 Dios es Grande.
  • 14. – 14 – había tenido dos hijos: Sariel8 y Suri9 . El rey Yoram dividió el reino entre ellos. La ciudad de Kandás había quedado para el príncipe Sariel y a la princesa Suri le había dado Samás. Desde ese entonces todos sus descendientes tenían prohibido tener más de un hijo. Los dioses le habían regalado a su rey la Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita. Cuando ellos se encastraban, en el reverso de la Tabla, se podían leer todas las respuestas a las pregun- tas de los hombres y acceder a la sabiduría infinita almacenada en el Corazón Escarlata. Los dos herederos querían poseer esos regalos y se produjo una disputa entre ellos. Su padre, para evitar problemas, también dividió los Obsequios: la Tabla de la Ley se la entregó a Sariel y el Corazón Escarlata a Suri y para que ninguno de los dos, o sus descendientes, codiciase el Objeto del otro le sacó la magia que los hacía funcionar y la escondió en algún lugar del desierto. Desde entonces, aunque los juntaran, ninguno tendría la Sabiduría Infinita. Decía la profecía que cuando lo separado volviera a unirse, los dioses devolverían la magia al descendiente legítimo de Yoram, larga- mente buscado por la heredera de Suri y volverían a tener acceso a la Sabiduría Infinita cuando juntaran los Objetos Sagrados. Muchos sabios habían conjeturado sobre la profecía, la mayoría estaba de acuerdo que sólo una princesa de Samás podría cumplir la parte de “tener un legítimo descendiente de Yoram” a quien esperara o “buscara largamente”. La unión de los reinos podría hacerse por sus nupcias con un príncipe de Kandás o por la conquista militar por ese reino. En el último caso no necesitarían de un descendiente de Sariel para cumplir la profecía. Sin embargo una conquista era un hecho que podría estar muy lejos de la realidad vivida por Samás. El reino tenía un ejército muy pequeño y Kandás era militarmente mucho más fuerte. Igualmente la reina Iri trataría de evitar esa opción casando a su hijo con la heredera de Samás. 8 Príncipe de Dios. 9 Princesa.
  • 16.
  • 17. – 17 – SAMUEL ERA UN joven apuesto y vivaz, de carácter alegre pero rebelde. Tenía una mente brillante y sumamente inquisidora que cuestionaba todo lo preestablecido y por lo general solía hacer su voluntad. Cuan- do cumplió sus quince shana debió optar por el arma en la que se especializaría. En ese momento estuvo indeciso, tenía habilidades para cualquiera de ellas pero le entusiasmaban la lucha y la espada. Su padre, Hilarión, además de afable y justo era un rey sabio, que hablaba a menudo con su hijo, transmitiéndole sus conocimientos. —El arco es el arma más apropiada para un rey —le aconsejó. —¿Por qué padre? —le preguntó Samuel. —Un rey no puede estar en el campo recogiendo el grano, ni en las calles vendiéndolo, ni en la panadería haciéndolo, pero sí en el palacio, decidiendo cuándo será mejor recoger el grano, a qué precio deberá comercializarse y con qué medidas de higiene debe hacerse el pan. De igual manera cuando hay guerra un rey no puede estar en el campo de batalla luchando cuerpo a cuerpo, pero sí desde lo alto de las murallas protegiendo a sus soldados con la puntería de sus flechas. Hilarión sabía muy bien que la restricción real de engendrar sólo un hijo era un riesgo muy grande para su pueblo si perdían al único heredero, por ello se esforzó en convencer a Samuel para que el arma que eligiera fuera la menos peligrosa para su vida. Fue así que Samuel siguió arquería aunque no dejó de practicar lucha ya que eso era lo que más le gustaba. Samuel, como buen rebelde, no era afecto a seguir los protocolos de la monarquía y detestaba las distinciones especiales por el sólo hecho de ser el hijo del rey. Usualmente se confundía con sus amigos
  • 18. – 18 – de tal modo que quien no lo conociera podía ignorar que el príncipe se encontraba en el grupo. Al joven le encantaba pasar los iom de descanso junto a Kaleb10 , Eitan11 , Duma12 , Jalib13 , Zoar14 y Gerezim15 , sus amigos de entrena- miento, recorriendo las calles de Kandás en busca de jovencitas a quienes presumir. Samuel solía discutir seguido con sus padres por ese tema, él aún no quería formalizar ninguna relación. Sabía que su madre intentaría casarlo con alguna princesa desconocida de la cual, seguramente, él no estaría enamorado. Los matrimonios arreglados por conveniencia eran muy comunes entre los nobles. Él prefería divertirse con sus amigos y cortejar a varias mujeres hasta encontrar a la dama de sus sueños con la misma libertad que tenían los ciudadanos más humildes. La reina frecuentemente le insistía que dentro de poco debería contraer un matrimonio convenientemente elegido para fortalecer las relaciones de Kandás y brindarle un heredero al reino. Su padre apoyaba todas las decisiones de su madre en ese tema. Samuel, mientras tanto, albergaba otros planes. Entre sus preten- didas se encontraba Estela16 , la bella hija del Comandante General Gum, el jefe de todo el ejército y fiel súbdito de su padre, ella era sólo tres shana menor que él. El Comandante y su familia vivían dentro de los muros del palacio por lo que las reuniones clandestinas de los jóvenes eran asiduas. La reina no veía con buenos ojos esos encuentros. Ella pretendía que su hijo se casara con la heredera de Samás y cumpliera con la profecía y así lo pedía en silencio a los dioses. Hacía seis shana atrás los reyes de Samás los habían visitado con su hija a fin de tratar algunos temas de estado y formalizar una alianza estratégica. Con los shana el resentimiento surgido por la pelea entre los hijos de Yoram se había diluido y era la primera vez que los reyes de ambos reinos se habían juntado. En esa ocasión la reina Iri había 10 Tenaz Como Can. 11 Impetuoso. 12 Silencioso. 13 Luchador. 14 Pequeño. 15 Hacha. 16 Estrella.
  • 19. – 19 – conversado con su par al respecto de la boda entre sus hijos y ella también estaba de acuerdo, pero la muchacha era aún una niña. La reina sabía que en breve la joven cumpliría los dieciséis shana y planeaba invitar nuevamente a la familia real de Samás a visitarlos para poder presentársela a su hijo como candidata al matrimonio. Por ahora guardaba sus intenciones en secreto para que su hijo no se rebelara antes de tiempo. Cada vez que ella intentaba abordar el tema con Samuel, lo encontraba a la defensiva y la conversación antes de comenzar ya estaba terminando con una discusión. —¡Nunca me casaré con alguien que no ame! —Le había dicho Samuel en una ocasión casi gritando, ya ofuscado por la insistencia de su madre con el tema del casamiento. La reina frecuentemente rogaba a los dioses que hicieran entrar en razón a su hijo. Samuel, en cambio, rogaba a sus dioses casarse con la mujer que amara. Para el joven la candidata más apropiada era la bella Estela. ¿Qué le gustaba de ella? Probablemente su hermosura, pero había muchas mujeres hermosas que lo pretendían en el reino, esa no era la característica determinante. Estela era muy inteligente, graciosa y simpática. Con ella podía conversar de cualquier tema. Era osada en sus decisiones y eso le encantaba a Samuel. En una ocasión se fugaron juntos del palacio disfrazados de campesinos para disfrutar de una fiesta en la plaza principal. Además era perseverante y un poco terca... a pesar de cortejarla hacía tiempo, aún no había podido gozar de sus favores íntimos. Ninguna mujer le había sido tan difícil como Estela, la mayoría lo complacía fácilmente. Decían las buenas y malas lenguas del reino que Samuel era un buen amante. Esos comentarios no dejaron de llegar a oídos de su madre quien en una ocasión se lo reclamó. —Samuel, debes dejar esas aventuras —le increpó Iri—, son pe- ligrosas para el reino. —Por favor, madre, no te metas en mi vida privada —le respondió Samuel. —¿Privada? —Le reprochó la reina—. ¡Nada de tu vida es “pri- vada”! Eres el príncipe heredero, todas tus acciones son públicas y repercuten en tu pueblo.
  • 20. – 20 – —Soy cuidadoso madre, no te preocupes, ya estoy mayorcito para que necesites enseñarme cómo hacerlo —trató de calmarla. —Termina con tus aventuras, no quiero tener un bastardo en la familia —insistió Iri—. Si alguna de tus “aventuras” queda embarazada deberás casarte con ella. Ese es un riesgo que no deberías correr. —Si madre, haré lo que tú digas —le mintió Samuel, con tal de dejar tranquila a su madre y no pelear más con ella. —¡No me mientas! —Le reclamó la reina—. Comienza a obedecer a tu madre. Recuerda que los Guardianes miran todo lo que hacemos y lo escriben en el Libro Sagrado, luego te lo reclamarán los dioses. —¡Ufff! —bufó Samuel —si escriben todo... Según sus dogmas cada persona tenía un Guardián que la cuidaba, escribía sus malas y buenas acciones en el Libro Sagrado, antes de morir los dioses le exigirían que ambas estuvieran parejas. —Acerca de Estela... —insistió la reina. —Con Estela no pasa nada madre, no te preocupes, somos sólo buenos amigos —la interrumpió Samuel, volviendo a mentir. En realidad no sucedía nada no porque él no quisiera sino porque Estela no dejaba que sucediera.
  • 22.
  • 23. – 23 – DESDE HACÍA UN tiempo atrás el ambiente político estaba convul- sionado, de vez en cuando llegaban noticias de algunos reinos en el Sur que eran invadidos y saqueados, algunos sobrevivientes traían angustiantes noticias de guerreros despiadados actuando como las aves de rapiña. Una tarde llegó uno de los vigías asignados a la frontera Sur, su cara estaba desfigurada por el esfuerzo. Había corrido lo más rápido que le habían dado las piernas para llegar a comunicar lo que sus ojos no podían dar crédito: ¡estaban por enfrentar una invasión! Desde el Sur miles de hombres se estaban desplazando hacia la ciudad, armados y dispuestos a matar. No sería fácil rechazarlos, su número superaba fácilmente cinco a uno a los casi cinco mil habitantes de la ciudad. Ni qué decir a los soldados del ejército de Hilarión. Los invasores eran un pueblo bárbaro que venían de tierras lejanas, respetaban solamente la ley de la espada. Sus dioses sólo les habían enseñado a conquistar y saquear, por lo tanto su vida era depredar todo a su paso. El rey escuchó las noticias y llamó al concejo de ancianos del pueblo, no tenía mucho tiempo para tomar una decisión, rendirse sin pelear o resistir. El consejo deliberó en el salón del trono, todos habían oído rumores de algunos sobrevivientes de otros pueblos quienes habían logrado escapar en medio de las batallas, algunos de sus reyes habían intentado rendirse para salvar a su gente pero esto no les había resultado útil, las ciudades igual habían sido arrasadas y sus habitantes vendidos como esclavos a las caravanas de mercaderes del Norte.
  • 24. – 24 – Después de una corta deliberación se decidió hacer frente al ene- migo. Hilarión dio órdenes para organizar la resistencia, no les sería tan fácil acabar con la ciudad, ésta le daría batalla. Kandás era el penúltimo bastión de los pueblos civilizados. La ciudad de Samás dependía del resultado de su lucha, si Kandás caía no habría ninguna otra oposición en el camino y le sería fácil al enemigo conquistar la ciudad vecina. El ejército de Samás era muy pequeño, casi reducido a la guardia real. Hilarión confiaba en las fortificaciones levantadas alrededor de la ciudad. “Serán infranqueables —pensaba—, están hechas para ser eter- nas. Es imposible que las traspasen, no importa el número de los atacantes”. Hilarión no podía imaginar semejantes murallas cayendo por el ataque enemigo, el muro que rodeaba a la ciudadela era de ocho brazos de ancho y veinte brazos de alto, construida de piedra sólida traída de los pueblos del Norte a través del desierto. Hilarión ordenó entrar en la ciudad todos los comestibles que pudieran, la cosecha se realizó temprano y se guardó en las casas. Se introdujeron todos los animales que encontraron... debían estar bien provistos para resistir el asedio. El enemigo llegó a las proximidades de los muros en menos de una shavua, acamparon afuera y sitiaron la ciudad. Todos los iom atacaban e intentaban entrar derribando las defensas y las puertas. Las lluvias de flechas eran constantes sobre los pobladores de Kandás. De a poco, en sus ataques, iban horadando las murallas. Dentro de la fortaleza el optimismo de sus habitantes se iba dilu- yendo, la angustia comenzaba a invadir sus almas. Si el asedio seguía constante de esa manera las murallas no durarían mucho. Afuera el enemigo estaba muy bien pertrechado, contaba con alimentos, agua y esclavos producto de sus saqueos anteriores. Los soldados de Kandás defendían las murallas constantemente. Los pobladores rescataban las flechas del enemigo que caían en la ciudad y los arqueros las usaban en su contra. Samuel y Gerezim eran los más destacados tiradores en las filas de defensa, cada flecha que disparaban era algún enemigo más muerto.
  • 25. – 25 – El asedio era persistente, los atacantes eran tantos que podían hacer turnos y mantener la ciudad bajo asalto tanto de día17 como de noche18 . Las bajas en las filas del reino empezaban a notarse. Los cálculos del rey estuvieron errados, luego de casi tres jodesh19 de acoso, justo al comienzo de la temporada ventosa, las murallas cayeron y el enemigo entró enardecido por las calles, matando y saqueando lo que se encontraba en su camino. Los pocos soldados que aún quedaban, combatieron contra el inva- sor son valentía, pero eran demasiados y aplastaron a los que resistían y castigaron con la muerte a los que quedaban vivos. A medida que los guerreros avanzaban por las calles los soldados se iban replegando hacia el palacio. Samuel, Kaleb, Duma, Zoar y Gerezim estaban entre ellos. Con tristeza habían visto caer a Eitan y Jarib peleando valientemente. En medio de ese caos lo único que pensaba Samuel era en matar a todos los invasores posibles y en defender a sus padres. Samuel logró entrar en el palacio, pero en combate el enemigo lo dejó inconsciente con un certero golpe en la nuca. En muy poco tiempo los bárbaros quemaron la ciudad y toma- ron por esclavos a todos los habitantes sobrevivientes a su feroz arremetida. Reunieron a todos en la gran plaza central, a medida que los traían ataban sus manos. Sólo se veían caras de aflicción y desamparo, algunas mujeres lloraban amargamente por la muerte de sus seres queridos, otros lloraban por la suerte que tendrían: iban a ser vendidos. El rey Hilarión y su esposa Iri fueron decapitados por los invasores. Cuando Samuel recobró su conciencia tenía sus manos atadas a la espalda y estaba junto a los demás prisioneros en la plaza, una mujer lo ayudó a incorporarse. Lo primero que vieron sus ojos fueron las cabezas de sus padres exhibidas sobre unas picas en el centro de la gran plaza central. Su tristeza fue tan grande que no atinó más que a agacharse y llorar con amargura... Todos sus esfuerzos habían sido en vano, su ciudad había caído, sus padres habían sido asesinados y 17 Período de claridad del iom. 18 Período de oscuridad del iom. 19 Mes/es. Lapso de tiempo de cuatro shavua.
  • 26. – 26 – tampoco había podido defender a Estela. Esos fracasos le pesaban como una montaña sobre sus espaldas y lo llenaban de bronca e ira hacia sus captores. Esa noche la mayoría de las mujeres fueron separadas y violadas por los invasores que estaban festejando su triunfo.
  • 28.
  • 29. – 29 – LOS GRUPOS DE comerciantes del Norte, quienes vivían como hienas aprovechándose de los saqueos del sanguinario ejército, llegaron a partir del iom siguiente y comenzaron a comprar todos los esclavos posibles. Eran una excelente mercancía, especialmente porque los esclavos eran la única fuerza laboral y de tracción conocida para las minas. Sus dioses les habían enseñado a extraer los metales del suelo, ellos exigían ofrendas de oro y para ello les inculcaron que esclavizar a sus semejantes era la mejor manera de obtenerlo en cantidad. Esos pueblos necesitaban un continuo flujo de mano de obra para reponer a los pobres infelices que morían en las minas. Sus dioses eran sanguinarios y les habían dejado algunos elementos sagrados e instruc- ciones que servían para torturar a los esclavos rebeldes y convertirlos en sumisos trabajadores. Su sociedad estaba formada por los hombres libres, ricos y pobres, y por los desdichados esclavos. Un esclavo era objeto de propiedad del dueño, éste podía disponer de su cuerpo como mejor le placiese, incluso tenía la libertad de matarlo. Un esclavo no tenía otro fin que el de trabajar constantemente. La única razón para liberar a un esclavo era deberle la vida, pero por lo general los sometidos querían matar a sus captores más que salvarlos. Lo único prohibido por sus dioses era el robo a otros hombres libres, delito que se juzgaba y castigaba con la esclavitud. Samuel fue vendido a uno de esos comerciantes y encadenado a su caravana. A los esclavos les pusieron grilletes en sus cuellos y las cadenas los unían en filas, además todos llevaban los brazos atados delante, excepto
  • 30. – 30 – Samuel quien los llevaba atados a la espalda. Había algo en su mirada que atemorizaba a sus compradores, fuego en sus ojos y altanería en sus actos. Eso no era bueno para pasar inadvertido siendo esclavo, pero los comerciantes sabían que le podían sacar muy buen provecho a esa actitud y a la complexión atlética del joven. La caminata comenzó hacia el Norte, hacia el pueblo de Samás, último baluarte de los pueblos que rechazaban la esclavitud como modo de vida, luego venía el desierto y tierras que Samuel nunca ha- bía incursionado. Los sabios de la corte enseñaban que allí vivían los pueblos esclavistas, gente con quienes se comerciaba pero nunca se los dejaba ingresar a la ciudad porque sus costumbres eran contrarias a las enseñanzas de los dioses. Durante una shavua sus iom tenían una rutina agobiante: se des- pertaban al alba, les entregaban una ración de comida y un cuenco con agua, les ataban las manos y partían en caminata por los caminos arenosos y las dunas del desierto, el sol pegaba fuerte en sus pieles desnudas y el grillete del cuello raspaba a medida que la arena y el su- dor se mezclaban. Cuando el sol alcanzaba su cenit la caravana paraba, los esclavos intentaban tomar aliento y los comerciantes descansaban un rato, comían y bebían. Al cabo de una o dos horas se retomaba la marcha hasta el anochecer cuando paraban para descansar, los comer- ciantes hacían armar sus carpas y liberaban las manos de los esclavos quienes recibían nuevamente una escasa ración como la de la mañana, los grilletes del cuello nunca se los quitaban. Alguno que otro no lograba despertar porque las picaduras ponzoñosas de los animales nocturnos se cobraban siempre alguna vida. Mientras Samuel avanzaba por las arenas del desierto se prometía a sí mismo nunca aceptar la esclavitud, podrían apresar su cuerpo pero jamás su espíritu. “¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué los dioses desprotegieron mi ciu- dad? —Pensaba—. ¿Qué hice mal? ¿Cuál fue mi pecado para recibir el castigo del destierro?” El anciano delante de él comenzó a mostrar síntomas de enferme- dad, desde entonces los comerciantes no lo alimentaron más ¿deberían invertir esfuerzos en una mercancía defectuosa?
  • 31. – 31 – Samuel, en secreto, compartía su ración con el hombre. Quizás él podría salvarlo y con ello salvar su alma. El joven estaba acostumbrado a las privaciones de la vida militar: largos ejercicios de práctica y poco alimento. El anciano cada vez tenía peor semblante a pesar de los cuidados que le daba Samuel. Era probable que no durara mucho, la marcha en el desierto, aunque lenta, era sacrificada para cualquiera que no estuviera acostumbrado a caminar tantas horas de día. La cara de Samuel estaba quemada por el sol y su barba ya estaba bastante crecida. Entre la defensa de su ciudad, la invasión y ahora el cautiverio llevaba casi tres shavua sin rasurarse. Sólo podía imaginar cómo se veía, no había nada en el desierto que pudiera devolverle el reflejo de su cara.
  • 32.
  • 34.
  • 35. – 35 – LA CAÍDA DE Kandás fue el preludio del desplome inexorable de Samás ubicado a sólo tres iom de distancia a paso normal. Los habitantes de ese reino habían cultivado las ciencias y las artes en vez de la lucha y el ejército. Su defensa se basaba en la estratégica alianza con Kandás al Sur y la confianza de que los límites naturales de su reino eran una barrera disuasiva para cualquier invasor. Por el Oeste limitaba con el alto cordón montañoso de Katán que se extendía desde los lejanos mares del Sur hasta los confines de los reinos del Norte, al Este limi- taba con otro cordón montañoso que se hundía al Norte en el desierto interminable. Sus vecinos esclavistas de los reinos del Norte debían cruzar casi un jodesh de desierto para llegar, una misión improbable que realizaran por la cantidad de agua que necesitaría un ejército. Los oasis existentes no podrían aprovisionar a tanta gente. Y los pobladores del desierto eran tribus nómades que constantemente estaban peleando entre sí por lo tanto no representaban peligro alguno. Samás era una de las más bellas ciudades de la época. Estaba com- pletamente adornada por bajorrelieves y murales, fruto del arte de sus pobladores. Las plazas eran amplias y el palacio real majestuoso, en él se guardaba el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita. A diferencia de su par no poseía fortificaciones que pudieran parar al enemigo, era una ciudad totalmente abierta y expuesta. Luego de una marcha lenta y penosa, al cabo de una shavua la caravana de los mercaderes esclavistas estaba frente a la ciudadela sa- queada, sólo quedaban casas humeantes y despojos en las calles. De la otrora hermosa ciudad ya no quedaba piedra sobre piedra. Los nuevos esclavos estaban reunidos en la que fuera la plaza mayor de Samás, a la venta para los comerciantes.
  • 36. – 36 – El jefe de la caravana dio la orden de parar y se adelantó hacia la ciudad. Como a media tarde regresó con un nuevo grupo de es- clavos, varios hombres y mujeres se unirían al lúgubre desfile por el desierto. Cuando los hicieron poner de pie, el esclavo ubicado delante de Samuel ya estaba muerto, quizás por el cansancio, quizás por la inanición o la deshidratación. Los comerciantes no se hicieron ningún problema, necesitaban esclavos fuertes para poder vender en sus pueblos por lo que un debilucho no era una buena mercancía. Liberaron el grillete del muerto y lo dejaron a un costado, uno de ellos sacó su espada y lo decapitó de un solo golpe. Ahora ya estaban todos advertidos de lo que pasaría si caían en el camino. La reacción de Samuel fue instintiva, saltó en un solo movimiento y trató de detener la espada asesina, pero los grilletes del cuello no le permitieron llegar tan lejos, sin embargo aquella actitud le valió como castigo que ya no le desataran las manos ni siquiera en los momentos de descanso. El comerciante, aún asustado por la rápida reacción el esclavo, dijo unas palabas en un idioma ininteligible para Samuel, al instante dos de sus compañeros tomaron unas fustas20 y castigaron al joven con ellas. Él no se movió ni pestañó ante esos azotes que le marcaban su piel, se mantuvo erguido y silencioso. Cuando los comerciantes terminaron Samuel quedó de pie mirándolos a la cara con odio. En el grillete que acababa de desocuparse pusieron a una jovencita, una bella muchacha de cabellos morenos rizados, de hermosa figura. Sus ojos, color miel, aún estaban hinchados de tanto llorar y su cara era la más triste que Samuel haya visto hasta entonces. La desprotec- ción y el abatimiento de la mujer le causaron mucha lástima, era el mismo sentimiento que él había tenido casi dos shavua atrás cuando, con gran impotencia, vio a sus padres ejecutados y a él convertido en prisionero. Los pensamientos del joven volaron hacia sus iom pasados, cuando gozaba de una cómoda cama y comida suficiente, recordaba que más de una vez había rechazado algún alimento por no considerarlo sabroso. ¡Es increíble cómo se extrañan cosas tan sencillas cuando ya no se las tiene y qué poco se las aprecia cuando se las goza! 20 Varilla de un brazo de largo con un cuadrado de cuero en la punta.
  • 37. – 37 – La voz del jefe de la caravana y el golpe del lati21 en la espalda para que avance lo devolvió amargamente a su realidad. La caravana seguiría viajando hacia el Norte. Dio una última hojeada al cuerpo inerte del anciano decapitado, sus esfuerzos por mantenerlo con vida no habían dado el resultado deseado, sin embargo pudo aliviar en algo el sufrimiento de ese hombre en sus últimos momentos de su existencia. Rogó a sus dioses para que recibiesen en su seno la energía del difunto. 21 Látigo corto con una cuerda de cuero retorcido de no más de un brazo de largo.
  • 38.
  • 40.
  • 41. – 41 – LOS IOM SE sucedieron tan tediosos como los de la primera shavua. Para los esclavos las condiciones empeoraban paulatinamente, la ración era insuficiente para mantener a una persona caminando todo el iom en el desierto por lo que comenzaban a perder peso y energía. Como a Samuel no le soltaban sus manos ni aún en los descansos, le era imposible recoger la ración de alimentos. Esa situación lo obli- garía a comer del piso y beber del cuenco como lo hacían los animales pero el espíritu del joven seguía altivo a pesar de sus desgracias y los primeros iom simplemente no probó bocado. Se mantenía sentado, tranquilo, como si estuviera ajeno a todo. “No me doblegarán —pensaba Samuel—. ¡Oh, dioses! ¿Cuál es el destino que tienen para mí? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Qué debo aprender de todo esto? ¿No me enviarán acaso un Guardián para que me ayude?” —Samuel no era muy apegado a las Leyes de los dioses, pero trataba de encontrar el sentido de todo lo que vivía sin poder hallarlo. Los dioses tenían designios que aún le eran inescrutables. El prisionero que estaba detrás de él en la fila era quien aprovechaba la situación de Samuel, cuando pasaba un tiempo y el joven no hacía el menor intento de comer, con un gesto amable le pedía permiso para tomar la ración y se la comía. La joven que se encontraba atada delante comenzó a notar el des- mejoramiento de Samuel por su orgullo, al cuarto iom de marcha ella se adelantó al prisionero de atrás y levantó primero la ración. “Ella tiene más hambre que él —pensó el joven—, en fin, me da igual, al final puede tomarlo cualquiera de los dos, yo no comeré del piso...”
  • 42. – 42 – La muchacha extendió el cuenco y se lo puso en sus labios, con tantos iom sin beber él los tenía resecos, su contacto con el líquido fue un gran alivio, le costó abrirlos para ingerir el agua. En su cara se reflejó su asombro ante la actitud de su compañera, por fin los dioses le enviaban una ayuda. Ella también le asistió dándole la comida en la boca. Desde ese momento empezó a ocuparse de alimentarlo. Ese fue el regalo que recibía Samuel ya que cumplía veintitrés shana ese iom. La comida y el agua lo mejoraron, su garganta no estaba tan reseca y se sentía con posibilidades de emitir palabra. Necesitaba saber el nombre de la joven. —¿Cómo te... — no pudo terminar la frase, un látigo se estrelló en su espalda haciéndole escapar un sonido de dolor, no lo esperaba. Rápidamente otro comerciante se le acercó y con su fusta comenzó a castigarlo sin importarle en dónde lo golpeaba. Ella se apartó de él lo máximo que le permitía la cadena que los unía. Cuando terminaron él tenía marcas de azotes por todos lados. Miró a la joven, ella se agarraba su brazo, también había recibido algunos gol- pes. Se sentía culpable por esa situación pero no podía disculparse. Entre ellos se estableció un vínculo silencioso pues por disposición de sus captores no podían hablar. El más mínimo sonido era castigado duramente por los comerciantes. Como no podía averiguar su nombre internamente la llamó “mi Guardiana” porque parecía enviada por los dioses para socorrerlo. De a poco fueron inventando un idioma de señas muy disimulado para comunicarse entre ellos. El hambre y la deshidratación empezaban a notarse entre las filas de desgraciados, de vez en cuando caía algún esclavo presa del cansancio sin poder seguir adelante. Los comerciantes siempre optaban por la misma solución, lo desenganchaban del grupo y lo decapitaban. Samuel miraba con angustia la situación, ellos habían sido sus súb- ditos o quizás pobladores de Samás, gente que él había jurado proteger y ahora no podía hacer nada por ellos. “¿Qué pecados han pagando con tanto sufrimiento? —Pensaba—. ¿Qué pecados estaré pagando yo? ¿Qué hice para tener que soportar esto?”
  • 43. – 43 – Según las creencias de los habitantes de Kandás, cuando una perso- na justa moría su energía se juntaba con la de los dioses y la del universo pasando a formar parte de ellos. Los pecadores pagaban en ésta vida sus faltas con sufrimientos hasta estar limpios de culpas para partir. Cerca de la tercera shavua de caminata ya sólo quedaban un poco más de la mitad de los esclavos que habían partido. La cuarta shavua de marcha fue la peor, a los comerciantes se les habían acabado las raciones para los esclavos y todos marchaban sin comida ni bebida, los infelices caían cada vez más frecuentemente y cuando alcanzaron el oasis sólo quedaba un tercio de ellos. Distinguir el verde de las palmeras y de los pastos, ver el reflejo del lago en el desierto, fue una experiencia maravillosa. Todos sacaron fuerzas de donde no la tenían y casi corrieron al encuentro del agua. Cuando llegaron a la orilla los esclavos se peleaban por beber un poco. Samuel seguía con sus manos atadas a sus espaldas por lo que su joven compañera de desgracias fue quien lo ayudó con esa tarea. Tomó el líquido con sus manos y antes de beber se la ofreció a él. A pesar de su sed ella le dio prioridad a Samuel. Luego de beber se lavó el rostro y mojó sus rizados cabellos, sumergió una punta de su manto en el espejo de agua y con ella refrescó el rostro y cuerpo del joven. El contacto de esas pequeñas y suaves manos sobre él y las caricias de ella mientras mojaba su pecho le hicieron estremecer. Las últimas caricias las había recibido de Estela poco antes de la invasión. Esa noche los comerciantes comieron y bebieron, pasaron una shavua viviendo en el oasis reponiéndose y juntando víveres para encarar nuevamente el desierto. En esa shavua los prisioneros también pudieron reponer un poco sus fuerzas perdidas. Para ellos era un pequeño regalo de los dioses dormir sobre el verde pasto del oasis en vez de la arena del desierto. Entre los dos jóvenes se estrechaba cada vez más el vínculo. Ella se ocupaba de hacerle la vida un poco más fácil pues los comerciantes no le levantaban el castigo. Le daba de beber, de comer y lo refresca- ba cuantas veces podía. Por las noches dormían cerca y él trataba de resguardarla lo máximo posible del frío. Samuel observaba cómo su joven compañera por las noches miraba el cielo estrellado y hacía complicados cálculos sobre la tierra, esto no
  • 44. – 44 – le sorprendía de una habitante de Samás, pero sí de una muchacha que su más próximo destino era la esclavitud ¿de qué le valdría tanta ciencia? Él, como buen nativo de Kandás, apreciaba más la lucha que las artes, le parecía mucho más útil. Aunque justo en esos momentos, encadenado y prisionero como estaba, no podía ponerla en práctica. Al final de la shavua la caravana emprendió la marcha de nuevo dejando dos esclavos a los moradores del oasis en pago por sus servicios. Samuel se distinguía entre el puñado de esclavos que llevan pues su actitud arrogante aún no se había perdido. Él era el único que, a pesar de su mala alimentación, aún marchaba con la cabeza erguida y era capaz de cruzar la mirada con sus captores lo que, por cierto, le hacía ganar unos cuantos azotes de parte de ellos. A pesar de eso hasta ese momento no le habían escuchado quejarse ni pedir piedad o misericordia. Todos hablan un idioma desconocido para Samuel, pero a fuerza de estar escuchándolo durante tantos iom empezaba a comprender palabras como “arriba” o “en marcha”. Estaba ya muy lejos de su tierra natal. De vez en cuando su mente divagaba, quizás fruto del cansancio, y lo lleva a las frescas habitaciones del palacio recorridas por fieles servidores listos a satisfacer cualquier capricho de su príncipe, recordaba la comodidad de su cama con sába- nas blancas perfumadas que su madre había bordado con su nombre... o su ira lo transportaba a las clases de lucha en las que era tan bueno, ya se veía matando a todos sus captores y librándose de esas cadenas. De pronto volvía a la realidad, los comerciantes le daban muy poca oportunidad de poder actuar, siempre estaba encadenado y se encon- traba muy débil después de casi una shavua sin comer. Los mercaderes le habían quitado la ración sólo para asegurarse que ese esclavo altivo con mirada de fuego no tuviera fuerzas para rebelarse. Su compañera de desgracias había querido compartir con él su comida, pero la ración era muy escasa y no le parecía bien dejarle sin ella, la joven también estaba muy débil y demacrada, caminaba pesadamente delante de él. A veces la veía zigzaguear en el camino o trastabillar con la arena.
  • 45. SALVANDO A UNA MUCHACHA
  • 46.
  • 47. – 47 – DE PRONTO SAMUEl sintió que la joven tropezaba y caía. Llegó uno de los comerciantes y le dio la orden para incorporarse, ella no respondía. El comerciante se inclinó y le sacó el grillete del cuello, estaba a punto de desenvainar su espada. Samuel ya había visto muchas veces lo que sucedía en esos casos, ahora estaba dispuesto a que no pasara, no con ella que era su amiga, no sabía siquiera su nombre pero la desgracia une más que mil palabras. De repente, sin siquiera darse cuenta, casi por instinto, arremetió contra ese hombre quien quería arrebatarle lo único bello que le había pasado en las últimas shavua. Lo volteó antes que desenvainara su espada y se tiró sobre ella para cubrirla con su cuerpo. Sus brazos, prisioneros aún en su espalda, no le permitían abrazarla. Era la primera vez que emitía una súplica, en su idioma suplicaba por esa mujer, se ofreció a cargarla. No sabía si sus captores entenderían sus palabras. Se hizo un silencio profundo, sus compañeros de infortunio miraban la escena con terror. De pronto pareció que sus actos surtieron el efecto deseado, el jefe de la caravana se acercó, desató sus manos y le permitió levantar a la joven, ahora debería cargarla por el resto del viaje... ¿qué importaba? ¡Al menos la había salvado! Desde ese momento el camino se volvió aún más duro para Samuel, a sus fuerzas escasas se le sumaba cargar a su compañera. Sus captores le restituyeron su ración con lo que se mantenía al límite de sus fuerzas. Samuel se encargaba de alimentarla y darle de beber al igual que la joven lo había hecho con él hasta ese momento. Ella estaba exhausta, a pesar de los cuidados de Samuel no reco- braba su conciencia, de vez en cuando deliraba, decía algunas palabras
  • 48. – 48 – ininteligibles que Samuel debía ahogar para que no las escucharan los comerciantes y los lati estuvieran sobre ellos. En esos momentos de delirio Samuel le susurraba al oído: —Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo cambia... Trataba de consolarla y consolarse con éstas palabras. Recordaba a su madre quien con amor se las decía cuando lo encontraba triste o acongojado por algún problema. ¡Cómo extrañaba a su madre! Siempre con una palabra alentado- ra... Ahora estaba arrepentido de no haberle dado antes el gusto de casarse con quien ella hubiera querido. Con arrogancia había pensado que tenía todo el tiempo del mundo para darle un nieto ¡cuán errado había estado! Mientras caminaba miraba el dulce rostro de la joven que llevaba en sus brazos, quizás con alguien como ella podría haberse casado. En un momento de debilidad acercó su boca a la de la muchacha y con delicadeza humedeció los resecos labios de ella con su lengua robán- dole un ansiado beso. Ella estaba inconsciente pero un suave estertor sacudió su delgado cuerpo. El resto de la marcha fue muy dificultosa. La caravana tuvo que enfrentar una tormenta de arena y allí se perdieron víveres y bebidas, las raciones se achicaron y los muertos aumentaron pero Samuel es- taba decidido a mantener viva a su amiga y redoblaba sus esfuerzos para salvarla.
  • 49. EL PUESTO DE ESCLAVOS
  • 50.
  • 51. – 51 – AL CABO DE una shavua llegaron a un poblado grande, un caserío ubicado en las afueras de una ciudad. Allí los comerciantes mandaron armar sus carpas y liberaron la ristra de grilletes de atrás del carro de provisiones. El grupo había llegado a su destino. Estaban en las afueras de Quer, un reino en el límite más austral del imperio del Norte. La ciudad duplicaba en tamaño a Kandás. Anduvieron un rato entre casas pequeñas hasta que aparecie- ron las murallas de esa ciudad, entonces entraron por sus puertas imponentes. Daba pena ver ese desfile de esclavos, cansados, mugrientos, flacos, con la piel tostada o quemada por el sol calcinador del desierto. Caminaron por las callejuelas atestadas de gente hasta llegar a lo que parecía una gran feria, había un puesto grande dedicado a la compra y venta de esclavos, allí por unas cuantas monedas los intercambiaron. Samuel vio el pago dado a los comerciantes y se sintió ofendido: él, príncipe de Kandás, ¡vendido por unas pocas monedas! Había pagado aún más por uno de sus arcos y ahora era parte de un grupo de esclavos que costaban esa miseria. No tenía muchas fuerzas para expresar su furia. Sólo logró levan- tarse antes que sus grilletes le recordaran otra vez que estaba unido a los otros prisioneros en la misma suerte. El dueño del puesto vio su actitud y diligentemente mandó a uno de sus sirvientes encadenar a ese esclavo al poste más cercano. El resto de los infelices no podían siquiera incorporarse del cansancio que tenían. El puestero miró a la joven cargada en brazos hasta allí, pidió a un sirviente que la revisara y luego de algunas palabras en su idioma toma-
  • 52. – 52 – ron a la chica y la llevaron arrastrando hacia lo que parecía un corral. Al cerrarse la puerta se escucharon los rugidos y el gruñir enfurecido de las bestias que se pelean por el alimento. Samuel entendió todo en ese momento. Imaginó el diálogo entre el sirviente y su patrón, le habría dicho que la esclava no sobreviviría o que ella estaba muy enferma, entonces éste decidió darla como alimento para sus fieras y allí estaban los animales peleándose por un pedazo de su cuerpo. Él se figuraba en su mente la macabra escena, la piel y la carne desgarrada por las zarpas y colmillos de los animales encerrados en ese corral, sus bocas llenas de la sangre de la joven, disfrutando de su festín. Era probable que a esos animales los hubieran traído sin comida como a ellos. Al final nunca pudo averiguar su nombre. Primero por estar atado a su espalda, no pudo escribirle la pregunta en la arena y probablemente ella había pensado que él no sabía escribir. Luego porque ella estuvo inconsciente y ahora porque ya estaba muerta. No pudo llorar, no había lágrimas en sus ojos para poder derramar- las por quien él cariñosamente había nombrado “mi Guardiana”. Ya no podría defenderla, había perdido lo más cercano a un ser querido que había tenido desde su captura. Hubo un intercambio de palabras entre el comerciante de la cara- vana y el puestero, entonces éste último tomó el rostro de Samuel y miró sus ojos llenos de rabia, ira y desprecio, dijo unas cuantas palabras y ambos rieron descaradamente. El negocio del puestero era una construcción grande en compa- ración con los otros comercios que rodeaban la plaza, Samuel y los otros esclavos estaban en una galería amplia que daba a un espacio descubierto donde había una tarima, en uno de los costados estaban los corrales de animales y en el otro las celdas para los prisioneros. Hacia la galería daban varias habitaciones. Esa noche todos los esclavos nuevos fueron encerrados en una celda donde se les dio comida y agua. A la mañana siguiente, además de ser alimentados, se les proporcionó acceso a una tina con agua para asearse y ropas nuevas... si podría llamarse ropa a una simple falda corta para los hombres y una túnica semitransparente para las pocas mujeres que habían sobrevivido a la travesía.
  • 53. – 53 – Samuel, a pesar de su bronca, no desperdiciaría lo que se le brindaba, si quería pelear debía tener fuerzas para lograrlo. Después de tantos iom podía ver su rostro nuevamente en un espejo, no se reconocía. El joven blanco, de cabellos castaño claro rizados había desaparecido para dar lugar a un hombre tostado, con el cabello enmarañado y barba abundante. Ese iom empezó el desfile de esclavos por el salón donde se los acicalaba. Los sentaban en una silla para afeitarlos, les cortaban el pelo a los hombres y a las mujeres se los desenredaban, no sin grandes gritos de dolor de las desdichadas que caían en manos de esos sirvientes. Samuel no fue la excepción, lo llevaron también al salón, pero fue al único que ataron a la silla e inmovilizaron sus brazos. Parecían sospechar la furia que podría desatarse si le daban la más mínima cabida. En todo momento que Samuel estaba fuera de la jaula de los es- clavos, permanecía con sus pies y manos encadenados y el grillete del cuello fijado a una cadena atada a alguna pared o pilar. El collar, las pulseras y tobilleras eran unas argollas gruesas de hierro que serían un regalo para todos los prisioneros, un recordatorio perenne de su condición de esclavos. Una vez puestos no podían quitarse sin una máquina especial para ello. Por fin llegó el iom de la exhibición de la nueva mercadería, era el iom de feria y todos los infelices que habían llegado en la caravana la shavua anterior estaban en mejores condiciones, menos flacos, limpios y vestidos, los exhibían sobre la tarima a los compradores quienes pujaban por el precio de cada uno, estaban siendo rematados. Ese iom Samuel no fue puesto en la tarima, a él le esperaba otra suerte. Lo dejaron en la galería encadenado colgado por las pulseras a un gancho de la pared, sus tobilleras también tenían cadenas que, de caminar, le dejarían dar sólo pasos muy cortos, el puestero se había asegurado impedirle huir. Samuel soñó con fugarse incontables veces en esos iom, pero no sólo no le daban oportunidad, sino ¿a dónde? Se encontraba en un pueblo desconocido, con gente que no hablaba su idioma, rodeado de desierto. Si huía sería fácil individualizarlo entre la multitud, todos tenían mucha ropa y él sólo una faldilla. Y si lograba, por esas casua- lidades, burlar a los guardias de la ciudad, aún le quedaba el desierto
  • 54. – 54 – para enfrentar. Ya sabía, por haber caminado por la arena tantos iom, que sin comida y agua no duraría mucho. Al final su ansiada libertad quedaría reducida a un cadáver más en el desierto, siempre y cuando no lo atraparan y lo usaran como escarmiento público para aleccionar a otros esclavos que intentaran lo mismo. Ya había visto en esos iom uno de esos casos en el pueblo. Desde la ventana de su celda se podía observar la plaza pública y allí estaba un pobre infeliz capturado después de una fuga corta, lo habían puesto en un cepo durante tres iom bajo el sol radiante de los días y el frío helado de las noches, luego le habían cortado su lengua y manos, habían quemado los muñones para que no sangraran, pero sólo para estirar su agonía porque al iom siguiente lo habían quemado con hierros calientes. Una vez muerto fue dejado otro iom más a la vista de todos y para regocijo de los animales callejeros que se dieron un festín con su carne. Con el tiempo Samuel se enteraría que ese pobre infeliz había sido un esclavo comunal. Si de esclavos se hablaba era la clase más baja y más sufrida. Los dueños los entregaban al emperador como pago de impuestos y por lo general era el castigo que les imponían a sus esclavos rebeldes. Un esclavo comunal hacía trabajos para la ciudad y para el emperador, podía ser enviado a las minas imperiales o asignado a trabajos dentro de la ciudad como recolección de residuos, reparación de calles, obras comunitarias. Pero si tenía algún tiempo libre cualquier poblador podía hacer uso de sus servicios por lo que el trabajo del esclavo era continuo. Pocas veces se lo alimentaba, el esclavo se proveía su alimento de los residuos que recogía y por las noches se lo encadenaba a alguna de las tantas argo- llas que estaban empotradas en las paredes de las casas y plazas por lo que sufían las penurias de la intemperie. Si escapaba su castigo era una muerte lenta y horrorosa como la que había presenciado Samuel. Había un régimen de terror para disuadir cualquier insurrección. El número de esclavos que el joven había visto superaba ampliamente la cantidad de hombres libres. Para Samuel huir seguía siendo un sueño inalcanzable... por ahora. Estaba imbuido en sus pensamientos cuando llegó una mujer ma- dura bastante corpulenta, sus cabellos ya mostraban algunas canas que intentaba esconder debajo de un tocado ostentoso. Estaba ricamente
  • 55. – 55 – ataviada, su túnica tenía bordados muy complicados elaborados con hilos de oro. Poseía un abanico muy adornado en su mano derecha y un raro bastón en la mano izquierda. Lo que realmente llamó la atención a Samuel fue el bastón, su mango tenía una piedra azul que brillaba con luz propia. Él jamás había visto semejante cosa. El puestero la llevó hacia donde estaba Samuel, con la punta de su látigo le señalaba los hombros y pechos del esclavo, sus brazos y piernas musculosas. Obligó a Samuel a darse vuelta para que le mos- trara a la mujer su amplia espalda. Él no entendía las palabras pero sí la actitud del puestero, estaba promocionando su mercancía y con voz empalagosa adulaba a la clienta. Luego empezó el regateo, se notaba que discutían el precio, al final llegaron a un acuerdo, la clienta pagó una suma mucho mayor que la abonada por el puestero por el grupo de esclavos algunos iom atrás. El dueño del local había hecho un muy buen negocio. Una vez finalizado el trato y entregado el dinero, tanto la mujer como el puestero sacaron sus anillos y los entrelazaron por un pequeño garfio que tenían en un costado. Con los anillos así unidos el puestero tomó de los cabellos a Samuel y lo obligó a inclinar la cabeza hacia la derecha, dejando expuesta la parte izquierda de su cuello. Asentó los anillos sobre su piel y Samuel sintió un calor indecible, le estaban quemando la piel como si hubieran puesto los anillos al fuego. Luego de unos segundos el puestero los retiró y en el cuello de Samuel aparecieron los dibujos de los sellos estampados, como tatuados. Era la marca de la transacción, Samuel ahora era un esclavo legalmente comprado a un comerciante habilitado para adquirir prisioneros a las caravanas. Siendo un pueblo esclavista ésta actividad estaba muy bien reglamentada, incluso los impuestos se pagaban en base a la cantidad de esclavos que se poseían. Samuel fue liberado del gancho de la pared por los sirvientes del puestero y le prendieron una cadena al collar, la otra punta de la cadena fue entregada a uno de los sirvientes de la mujer. Salieron del puesto y Samuel vio que la mujer se subía a un carrua- je tirado por un esclavo con sus manos encadenadas a los maderos laterales del transporte de tal manera que no podía deshacerse de su carga, llevaba en su boca un pedazo de madera con unas riendas, era
  • 56. – 56 – realmente denigrante ver ese espectáculo. El carruaje comenzó su mar- cha y Samuel tardó en dar sus primeros pasos, dentro de él su espíritu aún se resistía a la esclavitud. Un latigazo de uno de los sirvientes lo devolvió a la realidad, no sólo debía seguir al carruaje sino también mover ridículamente rápido los pies para mantener el ritmo del grupo. Las cadenas le permitían dar sólo pequeños pasos. En su mente se imaginaba lo grotesco que se veía para el resto de la gente. Después de unas cuantas cuadras, el paisaje de la ciudad cambió de las pequeñas casas de barro y la efervescencia de la feria a las casas más grandes y calles mejor acomodadas de las residencias de los nobles. La comitiva entró a una gran construcción por la puerta principal que daba a un patio interior grande y soleado, hacia la izquierda estaba la casa de los amos, con su fachada lujosa y hermosos jardines, allí se bajó la mujer y se dirigió a la puerta, antes de llegar le dijo algo a uno de sus sirvientes y el resto del grupo siguió por el camino cruzando otro pórtico hacia lo que sería el patio de los esclavos y animales, allí se veían corrales con cabras y cerdos, una galería enmarcaba las celdas de esclavos, las habitaciones de los sirvientes y la puerta trasera de la casa principal. En el medio del gran patio, erguido como para recordar a todos su lugar en el mundo, había un palo donde los insurrectos eran castigados. Sin embargo, con una mejor recorrida de sus ojos, Samuel notó que no era el único recordatorio de su nueva condición de es- clavo, distribuidos en todo el perímetro del patio se veían diferentes elementos para la tortura, al final de su vistazo logró contar diecisiete, incluso uno de ellos estaba en uso en ese momento. El sirviente que caminaba a su lado se percató de la cara inquisidora de Samuel y le dirigió algunas palabras. Él no entendía lo que le decían, pero sí pudo ver al sirviente mostrándole su mano con tres dedos le- vantados y luego señalándole al torturado. Por la cara del pobre infeliz puedo inferir que llevaba en esa posición tres iom. Estaba recostado sobre su espalda en un tronco mediano, como a un brazo del piso, con sus manos y pies atados con sogas a unos anillos fijados al piso a ambos lados del tronco. La posición no parecía tan mala a no ser que se llevara mucho tiempo en ella, los miembros se entumecían, el sol calcinaba y la fría noche atormentaban el cuerpo y los desechos orgánicos propios de las necesidades de cada individuo empeoraban la situación.
  • 57. – 57 – Samuel no podía entender todo eso, en su pueblo la esclavitud no existía. Lo que estaba viviendo hacía ya casi tres jodesh y medio era una pesadilla ¿hasta cuándo duraría? ¿Cambiaría todo en algún momento? Pronto cruzaron el patio y se detuvieron cerca de unas celdas. El sirviente desenganchó al esclavo del carruaje y le sacó la brida de la boca, encadenó sus pulseras y lo metió en uno de los calabozos, los barrotes dejaban ver todo el interior de los mismos, no había intimidad en ellos, ni siquiera en el espacio destinado al aseo personal. Luego se volvió hacia Samuel y comenzó a hablarle mientras desenganchaba su cadena del carruaje. De todo lo que el sirviente le dijo no entendió nada, pero el látigo era un excelente traductor y al segundo golpe comprendió que debía caminar. Lo llevó hasta una de las celdas y le cerró la puerta. Samuel le dio una ojeada al lugar, estaba limpio, tenía un catre en cada costado y una mesa fija en el centro, unos bancos clavados al piso le permitirían sentarse a la mesa. En una esquina había un sanitario y un lavabo. Todo estaba firmemente amurado, nada podía moverse de su lugar, supuso que eso era una medida de seguridad para que los esclavos no usaran los muebles como armas. Samuel se recostó en el catre, hacía ya mucho tiempo que el piso era su único lugar de descanso, disfrutó esa pequeña comodidad por un instante y le agradeció a sus dioses por ese exiguo regalo. Se durmió profundamente.
  • 58.
  • 60.
  • 61. – 61 – NO SUPO CUÁNTO tiempo estuvo dormido, pero cuando lo despertaron ya el día se había ido. Una luz mortecina iluminaba la celda y una mujer joven le hablaba. Se incorporó y ella le señaló la mesa, allí estaba un plato con comi- da, un vaso y una jarra con agua. Caminó hacia la mesa y le agradeció en su idioma. La joven por lo visto no hablaba su lengua, le dijo unas cuantas palabras y le sonrió. Samuel se sentó a la mesa, comió y bebió tan rápido que despertó la risa en la muchacha, ella levantó los trastos y salió de la celda cerrando tras de sí la puerta. Samuel corroboró que él no podía abrirla, no entendía cómo estaba tan firmemente trabada si la mujer no le había puesto tranca ni se veía obstáculo alguno. Aún estaba cansado y su curiosidad no era tan grande como para desper- diciar esos momentos de descanso en una investigación, se recostó de nuevo y retomó su sueño. Esa noche, quizás por estar gozando de una cama, soñó con su Kandás natal, estaba en el salón de los banquetes jugando con jóve- nes de la corte con quienes practicaba lucha y arquería, de pronto se presentaba Estela, ¡oh, la bella Estela! pretendida por Samuel y varios más, ella empezaba a bailar y a seducirlo. De pronto su sueño se volvió pesadilla, entraba el enemigo y arrasaba con todo, ¡estaban invadiendo el palacio! Él mataba a uno y otro y otro pero seguían llegando más, de pronto sus manos no podían levantar la espada, pesaba tanto que no se movía, sus pies estaban clavados en la tierra y le era imposible caminar, los enemigos reían y rían, súbitamente uno de ellos levantaba la cabeza decapitada de Estela...
  • 62. – 62 – Despertó agitado, bañado en sudor y gritando el nombre de ella, tardó un poco en volver a la realidad, sus ojos recorrieron el lugar y redescubrieron su celda. En su mente revivió la lucha encarnizada con el enemigo, el asedio y su invasión. Recordó nuevamente como Estela era asesinada ante sus ojos. A pesar de su lucha y de todos los enemigos muertos por sus manos, él no pudo evitarlo... ¡eran tantos! El número de invasores era aplastante, recordaba estar luchando con siete de sus guerreros cuando un golpe en la cabeza lo había dejado inconsciente para luego despertar con el lúgubre espectáculo de las cabezas decapitadas de sus padres. Quizás el enemigo nunca supo que él era el príncipe, no acostumbraba a llevar vestimentas llamati- vas ni diferentes a las de sus compañeros del ejército, posiblemente su modestia le había salvado la vida. Revivió su captura, su viaje, su supervivencia a la marcha en el desierto, su esfuerzo por salvar a esa muchacha cargándola tanto tiempo y finalmente su pena, bronca e ira cuando la entregaron para ser alimento de las bestias. Recordó lo que él le susurraba al oído de vez en cuando: —Todo cambia... todo cambia... mañana no será como hoy... Todo cambia. Esa frase ahora le parecía muy lejana, pero real. Para él, en pocos jodesh, todo había cambiado y por qué no, todo podría seguir cam- biando y así sería, porque la poca comodidad de la que gozaba en su celda le duraría poco. Por la mañana uno de los sirvientes de la casa se acercó y abrió la puerta, le dijo algo y le hizo señas para que saliese. Samuel comenzaba a traducir algunas palabras del idioma de esa gente. La mujer corpulenta que lo había adquirido en el puesto de esclavos se le acercó, por lo visto era el ama del lugar, lo examinó como quien aprecia un adorno nuevo, le hizo levantar los brazos, mostrar sus dientes y su espalda. Luego le indicó algo al sirviente y él dio unas cuantas órdenes a unos jóvenes que estaban por allí barriendo. Ellos salieron disparados a buscar el pedido. Samuel empezaba a entender la posición ocupada por las distintas personas. No sabía si quien había dado las órdenes era guardia o sirviente, pero él mandaba al resto y obedecía al ama. Estaba seguro que era un hombre libre porque no tenía puesta ninguna argolla como las que le habían colocado a él en el puesto de esclavos.
  • 63. – 63 – Al poco rato llegaron con un carruaje. Éste era distinto al que había visto el iom anterior, los palos de adelante de los cuales se agarraba el esclavo que lo tiraba, estaba cruzado por un madero transversal. El sirviente tomó unas cadenas que le alcanzaron y con ellas le ató las pulseras por delante, luego desmontó el palo transversal y lo puso entre los codos y la espalda de Samuel. Así sus brazos quedaban trabados sin posibilidad de movimientos. Hizo que Samuel se pusiera en posición cerca del carruaje y acomo- dó el madero en el cual estaba atado nuevamente en su lugar. Samuel ahora entendía, querían usarlo para tirar del carruaje. La idea no le causó ninguna gracia, comenzó a percibirse el disgusto en su rostro. Samuel recordaba cuán denigrante había visto esa tarea el iom anterior. Cuando el sirviente intentó ponerle la brida se desató la pelea. Samuel se retorcía y tiraba patadas contra el sirviente, otro se le acercó para ayudarlo pero Samuel logró engancharlo con una llave que casi lo asfixia, se salvó pues otros sirvientes más intervinieron en su ayuda. El intento no les salió barato, había dos esclavos con el brazo quebrado, cinco golpeados y magullados y el jefe de los sirvientes casi asfixiado. Todo terminó cuando la mujer sacó su bastón y con él tocó el pecho de Samuel. El joven nunca había experimentado nada igual, cuando la punta del bastón tocó su piel sintió ardor y un dolor terrible recorriéndole todo el cuerpo, sus músculos se tensaron y dejaron de responder a su voluntad. Cayó al piso y comenzó a temblar incontrolablemente. El sufrimiento era espantoso. Él conocía el dolor, sus prácticas militares se lo habían enseñado durante muchos shana, pero esto no tenía comparación alguna. El ama dio unas órdenes y los sirvientes alzaron a Samuel del piso tomándolo por los brazos y lo arrastraron para atarlo a dos postes ubi- cados en un costado del patio, sus brazos y pies fueron encadenados a cada poste formando una “X” con su cuerpo. Samuel estaba aún muy entumecido para poder resistirse, le habían entrado nauseas de tanto dolor que sentía. Una vez inmovilizado el prisionero, el jefe de esclavos tomó el látigo con el que cruzó la espalda de Samuel cerca de veinte veces,
  • 64. – 64 – a comparación de lo anterior esos golpes parecían una caricia. Allí quedaría el joven todo ese iom. Samuel comenzó a recobrarse con el frío de la noche, su cuerpo seguía dolorido pero ahora ya podía pararse, eso aliviaba el dolor de sus muñecas. El haber estado colgado todas esas horas le había aca- lambrado los brazos. Esa noche recordó la comodidad de su celda, ahora la había perdido, cada vez estaba peor, pero su espíritu aún se sentía libre ¡no se dejaría poner esas riendas! La noche pasó y amaneció de nuevo. El jefe de sirvientes se acer- có a Samuel, le dijo algunas palabras con sonrisa socarrona y tomó el látigo para castigarlo nuevamente. Samuel contuvo la respiración y se preparó para los golpes, de su boca no saldría ni un gemido. Esta vez sintió el dolor de los latigazos y agradeció a los dioses que fueran sólo veinte, si hubieran sido más probablemente algún grito de dolor hubiera salido de su garganta. Samuel descubrió que a ese hombre le gustaba torturar antes de los alimentos de la mañana. No podía observar qué sucedía en el patio de los esclavos pues estaba atado dándole la espalda, pero podía escuchar risas y charlas, ruido de ollas y de enseres, sonidos familiares de gente realizando trabajos caseros y de granja. El sol del medio día y la siesta castigaban la espalda magullada de Samuel. Por sus conocimientos de- dujo que él estaba atado mirando hacia el Sur, imaginó que si agudizaba la vista podía ver su ciudad natal, ¡cuánto extrañaba Kandás! El día transcurrió sin que nadie más se le acercara, cayó la noche y con ella el frío propio del clima desértico, era su segundo iom de castigo. El tercer iom fue como el segundo, a la mañana temprano recibió los latigazos de parte del jefe de esclavos quien volvió a hablarle sin que pudiera entenderle. Samuel tenía mucho tiempo para pensar e imaginar. Nadie le hablaba. Sentía que pasaban cerca de él pero ninguno osaba dirigirle la palabra. El cuarto iom ya se sentía débil, las pocas fuerzas recuperadas en su celda se estaban desvaneciendo por el cansancio, hambre y des- hidratación. Más que un castigo, pensaba Samuel, quizás el sirviente quería matarlo lentamente utilizándolo de ejemplo para todos los esclavos que se negaran a hacer algo y además golpearan a otros. El
  • 65. – 65 – iom transcurrió sin cambios, el jefe de esclavos se acercó, le dio veinte latigazos y se fue. “¿Por qué me está pasando esto? —Pensaba Samuel—. ¿Qué pre- tenden de mí los dioses? —Se preguntaba—. ¡No lograrán doblegarme! —Se repetía, para darse fuerzas—. ¡No lograrán doblegarme!” Al caer la noche, una vez que todos estaban en sus celdas o habita- ciones, Samuel descubrió una sombra deslizándose por la galería frente a él. Al principio no distinguía bien pero luego pudo ver la silueta de una persona aproximándose. Con mucho sigilo una esclava llegó hasta donde él estaba y le acercó un cuenco con agua a la boca. Los labios de Samuel estaban rajados y resecos, el contacto con el agua fue un gran alivio. Le dio de beber lentamente para que Samuel no se atragantara, llevaba ya cuatro iom sin ingerir agua y hacerlo de repente podría serle perjudicial. Con delicadeza la esclava tomó un paño húmedo y limpió el rostro, el cuello y el pecho, un pecho amplio que reflejaba muchos shana de ejercicios. Luego le extendió un poco de comida y agua nuevamente. De repente se escuchó un ruido, la esclava quedó inmovilizada del pánico, el temor se leía claramente en su rostro, levantó los enseres que había traído y desapareció entre las sombras. Samuel creyó que un Guardián había acudido a ayudarle. Por fin los dioses atendían sus súplicas y venían a socorrerlo en tan aciaga hora. El amanecer del quinto iom Samuel estaba mejor, el agua y la comida le habían dado un poco de fuerzas y su cuerpo ahora no caía flácidamente colgando de los brazos sino que se mantenía en pie. Cuando el jefe de esclavos llegó, tomó su látigo y cumplió con su trabajo matutino. Ver a Samuel de pie le disgustó de sobremanera, él pretendía domar a ese esclavo a fuerza de hambre y sed. Comenzó a gritar y dar órdenes a distintos esclavos, ellos con cara de miedo respondían negando con sus cabezas. Ahora Samuel sonreía internamente por su pequeño logro, le había borrado a ese hombre la sonrisa del rostro. La noche del quinto iom tuvo la visita de la esclava quien regresó llevándole nuevamente agua y comida. Como en un ritual se la dio lentamente para que no tuviera complicaciones al tragarla. Samuel la miró detenidamente, era muy parecida a su amiga de desdichas, a “mi Guardiana”... pero no podía ser, ella estaba muerta.
  • 66. – 66 – —¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Samuel en su idioma, sin muchas esperanzas de respuesta. Apenas podía emitir sonidos con su garganta reseca. —María22 —respondió ella con una sonrisa—, súbdita suya, majestad. Samuel no podía dar crédito a lo que oía, ¡María era de Kandás!, lo había reconocido a pesar de su estado deplorable actual y estaba ayudándolo porque había sido su príncipe. —Gracias María —le dijo—, pero te arriesgas demasiado... estoy destinado a morir aquí —su voz era ronca y entrecortada. —Shhhh —le dijo María, poniendo su dedo índice sobre los labios de él—. No se esfuerce en hablar, está muy débil majestad —acotó ella—. Yo le debo mucho mi señor... —un ruido interrumpió lo que parecía sería un relato interesante. María juntó los enseres y desapare- ció en la oscuridad dejándolo solo con la intriga de saber a qué deuda se refería. El encuentro de la noche anterior había llenado el espíritu de Samuel, ya no se sentía tan abatido, un nuevo aire flotaba alrededor de él, se sentía mucho más fuerte que cualquiera de sus iom anteriores después de su captura. El jefe de esclavos se acercó, tomó su látigo y lo castigó como lo venía haciendo. Samuel no sólo resistió de pie el castigo y sin un solo gemido sino que, además, le devolvió una sonrisa. Al sirviente eso no le gustó. Tomó a Samuel de los pelos y comenzó a increparlo. Su idioma aún era ininteligible pero la bronca reflejada en sus ojos era un lenguaje universal, el jefe de los sirvientes estaba muy disgustado. Ese iom comenzó como los anteriores, todo cambiaría hacia el medio día. Al llegar el horario de los alimentos Samuel escuchó mucho revuelo en el patio de esclavos, de pronto el jefe se presentó frente a él con María tomada del brazo, la arrastraba en forma brusca y la sujetaba con fuerza. María se veía aterrorizada, Samuel la miró y una expresión de pánico cruzó por su rostro. Sólo fueron unos segundos, lo hallaron desprevenido, su expresión le corroboró al jefe de esclavos su suposición de que María había estado alimentando al prisionero. 22 La Elegida.
  • 67. – 67 – Con dos gritos varios sirvientes llegaron a donde se encontraban y desataron a Samuel, en su lugar ataron a María, pero a ella la pusieron mirando hacia el patio. Samuel, aprisionado por cuatro esclavos sujetándole sus brazos y con la debilidad que tenía no podía hacer nada. De pronto, ante otra orden del jefe acostaron a Samuel boca arriba en el piso frente a María y estaquearon sus manos y pies, ahora ella podía verlo todo el tiempo y él a ella también. El jefe de esclavos tomó un kurtiz23 y con él le pegó a María. Su intención era castigarla sin dejar marcado su cuerpo para que la esclava no perdiera su precio. Samuel no tuvo esa suerte, con él usaron el látigo y le propinaron al menos diez azotes en el pecho. Eso sí le dejaría marcas permanentes. Toda la tarde estuvieron así, el sol daba de lleno en la cara de María y en todo el cuerpo de Samuel. Cuando comenzó a atardecer llegó el alivio del calor, pero él ya sabía cuánto frío pasarían. A pesar de su largo tiempo de cautiverio aún no se acostumbraba al clima nocturno a la intemperie y sin abrigo. Esa noche, una vez que todos se retiraron del patio, Samuel co- menzó la conversación a pesar del permanente temblor de su cuerpo por el frío. Sus intenciones eran que la joven pusiera su mente en otro lado y se olvidara de la baja temperatura que los hacía temblar constantemente. —¿Hija de quién eres, María? —le preguntó, apretando los dientes para que no castañearan y tratando de aclarar su seca garganta. —De Yain24 , el copero real, y Noemí25 mi Señor —le respondió ella—. Una vez su majestad salvó a mi padre del enojo de su excelen- tísimo padre. Asumió la culpa en el tema de los vinos intercambiados ¿recuerda ese suceso, majestad? su excelentísimo padre iba a despedir al mío y eso nos hubiera dejado en la calle a mi madre, mi hermano y a mí. Samuel recordó el incidente, nunca creyó que habría sido tan importante para alguien, él siempre lo vio como un juego. Su padre 23 Látigo de mango muy corto y muchas colas, generalmente más de veinte, de mate- rial liviano. Sirve para golpear sin dejar marcas permanentes. 24 Vino. 25 Mi Dulzura.
  • 68. – 68 – estaba muy disgustado porque había ordenado enviar un tipo de vino como regalo de bodas a un rey amigo y al final el copero envió otro por error, igual de bueno pero distinto. Como era una tontería él le dijo a su padre que la idea de cambiar el tipo de vino había sido suya, pidiéndole excusar al copero por no seguir sus órdenes. Ahora com- prendía a qué deuda se refería María la noche anterior. —Además —prosiguió—, el iom de la invasión, su majestad salvó mi vida. Quizás sin quererlo, pero lo hizo —sus dientes castañeaban. Esa noche estaba más fría de lo habitual. —¿Podrías ser un poco más específica, por favor, María? —pre- guntó él. Su voz salía penosamente de su garganta pero necesitaba hablar con ella, escucharla hablar de Kandás y de su vida anterior le regocijaba el alma. —Sí, su majestad... —iba a continuar, pero en ese momento Samuel la interrumpió. —Por favor María, no me llames así. En la posición en que estoy considero ridículo el uso del protocolo real —le dijo Samuel—, además, cada vez más cuenta me doy que puede acarrearme más complicaciones que beneficios. —Lo siento su majestad, perdón, mi señor... perdón... ¿cómo debo llamarlo? —dijo María, confundida. —Samuel, ese es mi nombre. —Como ordene, Samuel —le respondió ella, con reverencia. Samuel sonrió. Hacía rato que nada le causaba gracia, pero sentir a María tratarlo con tanta formalidad y él verse estaqueado y golpeado como estaba era una situación totalmente irrisoria. —Bueno María, aclárame lo último, ¿cómo es que salvé tu vida? —le dijo, intentando aliviar la situación engorrosa en que se encon- traba ella. —El enemigo había invadido el palacio, todos corríamos sin saber dónde poder escondernos, estaban por todas partes, era imposible perderlos y huir. Al cruzar la puerta del gran salón uno de esos bárbaros pudo agarrarme del cabello, empezó a divertirse conmigo revoleándome como le venía en ganas. A los pocos minutos se cansó del juego y de mis gritos entonces empuñó su espada para matarme pues yo seguía resistiéndome. De repente lo llamaron y se dio vuelta,
  • 69. – 69 – había una revuelta en el pasillo que daba al gran salón, necesitaban su ayuda para someter a uno de los soldados que peleaba con bra- vura y ya había matado a varios. Entonces perdió interés en mí, me soltó y fue con sus compañeros a abatir al rebelde. Tomó una de las estatuas que estaban en la estancia y con ella le pegó en la cabeza al soldado. Yo aproveché para huir y esconderme bajo la gran mesa central. Desde allí vi el cadáver de la señorita Estela muy cerca de mí y distinguí al soldado abatido, era usted mi señor, digo... Samuel. ¿Lo entiende? Si no hubiera sido por su lucha el bárbaro me hubiera matado —prosiguió con tristeza—. Esconderme no valió de mucho, cuando se aplacaron un poco las peleas algunos guerreros comen- zaron a juntar a los sobrevivientes para venderlos como esclavos. El que se resistía moría en el acto. Así fue como terminé en la plaza mayor junto a varios más, a mí me vendieron al iom siguiente a una caravana que se dirigió directamente para aquí, el viaje fue sacrificado, murieron muchos en el camino, algunos eran conocidos míos. No supe nada de mi padre, mi madre o de mi hermano, seguramente están muertos... —una lágrima rodó por sus mejillas y la angustia se apoderó de su rostro. —Lo lamento... Y te pido perdón —le dijo Samuel. —¿Perdón? ¿Por qué? —preguntó María, asombrada. —Por no haber defendido mejor el reino, por dejar que te hi- cieran prisionera, por la muerte de tu familia —esos fracasos aún le pesaban. —No le culpo, majestad, eran demasiados. No teníamos oportuni- dad de ganar, pero al menos les dimos batalla, no sacaron gratis nuestra conquista. Además usted mató un gran número de enemigos y con ello también salvó a muchos de nosotros —le animó María. Samuel quedó mudo ante tanta generosidad de espíritu, él sí se culpaba. Debería haber peleado mejor, matado más hombres, defen- dido a las mujeres, quizás morir con sus padres. La perspectiva que le exponía María le quitó algo de esa culpa. En esos momentos un guardia pasó cerca y ambos callaron. Des- pués de esa conversación la noche transcurrió en silencio, de vez en cuando pasaba el sirviente asegurándose que todos estuvieran en sus celdas.
  • 70. – 70 – Samuel vio que empezaba a amanecer, en poco tiempo se levan- taría el jefe de sirvientes y lo azotaría, sólo esperaba que a María no la golpearan. El susodicho se presentó más tarde de lo normal, venía acompaña- do del ama. Dos esclavos traían el carro y otros dos sirvientes venían para servir de apoyo. Primero le soltaron las manos a Samuel, el par de esclavos le suje- taban un brazo y al otro lo sujetaban el par de sirvientes, lo incorpo- raron hasta ponerlo de rodillas, le ataron sus manos por delante y le cruzaron el palo del carro entre los codos y la espalda. Recién después le desataron sus pies. Lo incorporaron y pusieron en posición en el carruaje. Samuel aún estaba débil para resistirse. El jefe le hizo señas a uno de los sirvientes y éste se ubicó detrás de María con el kurtiz en la mano. Samuel ya interpretaba sus in- tenciones, cualquier problema que causara seguramente María sería castigada. El otro sirviente acercó la rienda, el jefe sonrió maliciosamente y se adelantó para colocársela a Samuel. El prisionero se revolvió un poco, su corazón se aceleró sabiéndose impotente ante esa situación. Samuel se quedó quieto al ver al sirviente apostado detrás de María levantar su kurtiz. El jefe le puso la rienda, aún tuvo que hacer algo de presión para lograr que Samuel abriera la boca y dejara entrar el ma- dero entre sus dientes. Esta brida era diferente a las que había visto, le estaban colocando una que se ataba atrás de la cabeza para asegurarse que quien la usara no la escupiera. Samuel tenía los ojos encendidos de furia, si no estuviera la vida de María en juego la suya no le importaría, pelearía como lo había hecho antes con las pocas fuerzas que le quedaban. Se sentía denigrado e impotente ante la situación, una lágrima de bronca se deslizó por su mejilla. María lo miró con ternura y agradecimiento, sabía el sacrificio que estaba haciendo su príncipe porque lo conocía bastante bien. A pesar que ella había sido invisible a los ojos de Samuel durante su vida en el palacio, él no había sido invisible a los ojos de ella. Había visto a ese joven crecer, sabía cuán orgulloso era y ahora se estaba tragando ese orgullo para protegerla.
  • 71. – 71 – El jefe de los sirvientes lo miró con satisfacción, había doblegando el espíritu libre de ese esclavo. El ama, quien a poca distancia seguía la escena, dio algunas órdenes y uno de los sirvientes subió al carro, tomó las riendas de la brida y fustigó al esclavo para que comenzara a caminar. Samuel obedeció, de reojo veía a María y al sirviente detrás de ella, sus opciones eran pocas, más le valía ser un esclavo dócil. Luego de hacer caminando una vuelta al patio de los esclavos el ama ordenó que lo hiciera más rápido. La fusta tradujo las palabras de la mujer al cuerpo de Samuel quien comenzó a trotar y luego a correr arrastrando el carruaje. El ama se mostró satisfecha y dio algunas instrucciones. Ese día Samuel debió dar casi treinta vueltas al patio arrastrando el carruaje cargado con bolsas de granos para que tuviera más peso. Al anochecer soltaron a María de los postes y la dejaron ir, a él lo encerraron en su celda encadenado por el collar a una de las argollas de la pared. Le trajeron agua y comida. Samuel calmó su apetito y su sed acumulada de varios iom. Se acostó a dormir pues estaba exhausto. Temprano lo despertaron con los alimentos de la mañana, un poco de comida y una infusión caliente. Uno de los esclavos acercó el carruaje a la puerta de la celda. Con un poco de fuerzas como tenía después de haber dormido y comido, Samuel se resistió nuevamente a ser enganchado. Las manos ágiles del joven comenzaron a eliminar sirvientes que se acercaban para ayudar al maltrecho infeliz quien había tenido la mala suerte de ser asignado para esa tarea. Luego de varios minutos de pelea y casi diez sirvientes neutralizados apareció el jefe arrastrando a María de los pelos. Tomó su cuello con una de las manos y con la otra levantó el kurtiz para pegarle. Samuel con gusto habría eliminado también al jefe de los sirvientes, pero aún se encontraba con el collar atado y su cadena no llegaba hasta donde ese hombre estaba con María. Verla de nuevo en peligro lo obligó a abandonar la lucha, comenzó a entender las intenciones del jefe: ante su rebelión María sería casti- gada. Así nunca tendría éxito pues no quería que la joven sufriera por su culpa.
  • 72. – 72 – Bien Samuel se quedó quieto los empleados que aún quedaban en pie le cayeron encima propinándole varios golpes para vengarse de los que él les había dado. Ahora estaba en el piso, tendido y doblado del dolor por las patadas y puñetazos recibidos. Lo obligaron a levantarse jalándolo por la cadena sujeta a la argolla del cuello, lo ataron nuevamente al carruaje y le colocaron la brida en la boca. Ahora cualquier resistencia sería inútil, María estaba en manos del jefe y pagaría por cualquier indisciplina. El día fue muy duro, lo hicieron correr la mayor parte del tiempo, el conductor del carruaje vengó con la fusta la paliza que esa mañana había recibido. Los conductores fueron rotando durante el día, pero todos los que subían habían sido golpeados y disfrutaban su pequeña venganza. Cerca del atardecer Samuel estaba extenuado, cayó de rodillas en la arena ardiente del patio de esclavos, correr todo el día sin comida ni agua lo tenía sin fuerzas. El conductor le hizo sentir su látigo en la espalda, pero Samuel no se levantó, le tiraba fuertemente de la brida y se la agitaba hiriéndole las mejillas y orejas del joven, pero su cansancio es mayúsculo. Al final, haciendo un gran sacrificio se puso nuevamente de pie, sólo esperaba que el conductor dejara de golpearlo. En esos momentos se acercaron unos esclavos, lo desengancharon del carruaje y lo ayudaron a llegar a su celda. Samuel ya no podía caminar y colgando de los dos esclavos por sus brazos, arrastraba sus pies en la arena. Al llegar lo encadenaron por el cuello como el iom anterior, sin soltarle sus muñecas atadas por delante y lo dejaron. El cansancio de Samuel hizo que quedara echado en el suelo. Fue grande su sorpresa al ver a María acercarse con un cuenco con agua para darle de beber. Ella lo ayudó a arrastrarse hasta el camastro para quedar tendido boca abajo, con cariño le limpió las heridas de la espalda fruto de la furia del látigo de los conductores del carruaje. María había sido llevada a la celda de Samuel y encadenada por el pie a una de las argollas de la pared, tanto su cadena como la de Samuel les permitían moverse por todo el recinto pero no eran tan largas como para traspasar la puerta. Esa noche Samuel deliró entre sueños, en un momento estaba en su ciudad natal, gozando de los favores de Estela y en otros revivía la
  • 73. – 73 – larga caminata por el desierto con el peso de las cadenas, los grilletes raspándole el cuello y las muñecas y los látigos de los comerciantes golpeándolo. Al iom siguiente María no lo despertó temprano, cuando abrió sus ojos el sol ya estaba alto, se escuchaba el clásico ruido de las rutinas del patio de esclavos. Samuel se incorporó, se sintió algo mareado pero logró sentarse. María se acercó y le dio de beber un poco de agua, sus ojos estaban llenos de ternura, cariño y agradecimiento. —No te va a pasar nada mientras eso dependa de mí, María —le aseguró Samuel. —Gracias mi señor, pero creo que ahora eso no depende solamente de usted —le respondió María. En ese momento el jefe de esclavos se acercó a las rejas de la celda, lo acompañaban otros dos sirvientes corpulentos. Samuel comenzaba a entender la lengua de ese pueblo, el látigo era un excelente traductor y maestro de idiomas. El jefe hizo un gesto y los acompañantes abrieron la celda, apartaron a María del lado de Samuel y lo tomaron por la cadena que unía las argollas de sus muñecas. El jefe soltó la cadena del cuello y llevaron a Samuel afuera de su celda. Dos sirvientes le acercaron el carruaje para que Samuel fuera engan- chado. El jefe tomó la brida y se la colocó en la boca, aún tuvo un atisbo de resistencia de parte de Samuel para abrir sus dientes que disuadió con un fuerte golpe en el estómago que lo hizo caer de rodillas. —Revélate y ella pagará —dijo el jefe, señalándole a María. Samuel empezaba a comprender su lengua. Ya no opondría resistencia nuevamente. María era lo único que le quedaba de su amada Kandás, él había sido criado para defender y gobernar a su gente y ahora ella era toda “su gente”. La defendería aunque para eso tuviera que tragarse todo su orgullo y sufrir lo que debiera sufrir, aún lo sentía su deber por haber sido su príncipe. El jefe de sirvientes, quien se llamaba Bahuan26 , sintió que acababa de quebrar totalmente su espíritu libre para hacerlo el más sumiso de los esclavos, una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro. 26 Memorioso.
  • 74. – 74 – Los iom subsiguientes tomaron una rutina, con la salida del sol levantaban a Samuel, le daban sus alimentos de la mañana, lo engan- chaban al carruaje y lo hacían correr tirando de él todo el día hasta la puesta de sol. Los conductores, con la fusta, se encargaban que sus piernas no perdieran velocidad. Cuando lo llevaban de regreso a su celda le entregaban los alimentos de la noche y María se encargaba de curarle sus heridas y atenderlo. A Samuel el ama lo nombró “Veloz” y a María “La-del-esclavo”, por lo menos de parte de sus dueños Samuel nunca más volvería a escuchar el que fuera su verdadero nombre. El lazo entre María y Samuel fue creciendo con los iom, ella se daba cuenta del sacrificio de él y se lo recompensaba con cuidados y caricias. Él veía que mientras obedeciera nadie la molestaba y la man- tenían dentro de su celda. Con el paso de los iom ese cariño se fue convirtiendo en amor y derivando en deseo. Samuel hacía tiempo que no compartía intimi- dad con una mujer. Su última aventura había sido Estela dos noches antes de la invasión, cuando ella por fin se lo había permitido, quizás previendo el resultado del asedio. Posiblemente por eso había sufrido tanto cuando la mataron delante de sus ojos y él no pudo impedirlo a pesar de su gran esfuerzo. Samuel estaba dispuesto a hacer sentir a María lo más libre posible. Se daba cuenta que se la habían entregado a cambio de su obediencia to- tal pero no quería hacerla sentir obligada a satisfacerlo sexualmente. Samuel de vez en cuando se excitaba con sólo mirar a María, quien usaba únicamente una túnica corta traslúcida atada en la cintura. El abultamiento de su faldilla delataba su condición. Ella se sonrojaba cuando lo veía así. Una de esas noches María se acostó al lado de Samuel poniéndose de costado y pegó su cuerpo al de él dándole la espalda. Samuel, con cautela, puso su mano sobre el hombro de María y comenzó a bajarla acariciando su torso hasta llegar a sus muslos, los apretó con un poco de fuerza y suavemente la llevó contra su cuerpo. María comenzó a moverse lentamente refregando sus nalgas contra los genitales de Samuel. Esa noche, a pesar de sus cadenas, él hizo gala de la fama de buen amante que gozaba entre las mujeres del palacio. Amó a María suave y dulcemente, la hizo sentir mujer.
  • 75. – 75 – Las celdas no tenían ninguna intimidad, todo se podía ver a través de las rejas. Por las noches un guardia pasaba regularmente frente a ellas corroborando que todos estuvieran en sus lugares. Cuando el guardia de ronda pasó frente a la celda los vio durmiendo juntos en la misma cama, sólo se sonrió imaginándose la escena anterior, había llegado tarde para ver el espectáculo. A los pocos iom a Samuel le cambiaron el carro que debía tirar, el nuevo no tenía el palo cruzado donde enganchaban sus brazos, por lo tanto después de dos jodesh y una shavua el jefe le soltó las cadenas de las pulseras para atar cada una de ellas a los maderos del costado. Ahora Samuel debía asir los palos del carruaje con las manos. A la brida no se la cambiaron, seguiría con la que se ataba en la parte posterior de su cabeza. Con el nuevo carruaje estuvo practicando cerca de otros dos jodesh y una shavua. Sus piernas, brazos, pecho y espalda fueron tornándose más fuertes. Tomaba gran velocidad cuando tiraba del carruaje llevando sólo al conductor, aunque la mayoría de las veces le hacían tirarlo con varias bolsas de granos encima para aumentarle el peso a su carga. Las noches con María también fueron haciéndose frecuentes, él trataba que se sintiera protegida y propietaria aunque sea sólo de esa celda... él la convertía en un mundo libre para ella. Una mañana, cuando fue despertado para cumplir con su rutina diaria, Bahuan le comunicó su próximo debut en las grandes pistas oficiales de carreras. —Veloz, mañana en la feria competirás en la pista del estadio mayor —le dijo. Las carreras de carros tirados por esclavos eran, por excelencia, las actividades más populares para esa gente. Por lo general se hacían los iom de feria —una vez cada siete iom—, se corría en grandes pistas y las apuestas eran muy altas. El ganador siempre se llevaba una buena cantidad del dinero de las entradas del espectáculo, los premios eran realmente cuantiosos. Tener esclavos exclusivos para esa actividad era oneroso, razón por la cual sólo los ricos podían aspirar a ser dueños de corredores. Ahora Samuel entendía por qué su ama lo había elegido esa mañana cuando lo compró, su complexión era envidiable entre los esclavos a pesar que, cuando llegó al puesto de ventas, estaba flaco y muy de-
  • 76. – 76 – macrado. Generalmente quienes caían prisioneros eran ciudadanos, nobles, artesanos y campesinos, pocas veces un soldado sobrevivía a las batallas. Además su ama había logrado su obediencia y sumisión gracias a su protección a María. Si él ganaba la carrera su dueña mul- tiplicaría la inversión realizada al comprarlo. El día de la carrera Bahuan puso a Samuel dentro de una jaula sobre una carreta, ataron sus manos y pies a los barrotes para asegurarse que no tuviera forma de escapar. Dos esclavos la tiraban, ellos caminaron por un buen rato atravesando el pueblo hasta su destino. El jefe de sirvientes iba observándolo constantemente. Samuel vio que se detenían frente a una enorme construcción. Era una gran pista de arena en forma oval con muchas gradas flanqueándola, todas estaban rebosantes de espectadores. Desataron sus manos de la jaula y se las ataron en la espalda, luego desamarraron sus pies, lo hicieron bajar de la carreta y lo guiaron por una puerta ubicada en la pared de las gradas a unos cuartos ubicados debajo de ellas. Allí vio a María atada por sus muñecas a un poste. —Si no ganas “La-del-esclavo” lo pagará —fueron las palabras de Bahuan señalando a María. Ahora Samuel tenía un gran incentivo para correr. El joven siempre había sido muy bueno en esa tarea. En sus prácticas militares era usual esa competencia entre los soldados y Samuel era el primero en llegar la mayoría de las veces. Le pusieron una protección de cuero sobre el pecho y en los brazos y le advirtieron que los conductores de los otros carruajes le pegarían para sacarlo de la competencia. Él debería resistir esos golpes además de correr como el viento. Una vez vestido lo llevaron a la arena para engancharlo al carruaje de competencia, le desataron las manos y se las encadenaron al carro, le pusieron la brida y lo condujeron a la marca de largada. Se escuchó un estampido y empezó la carrera. Samuel corría velozmente recibiendo muchos golpes y latigazos tanto de su conductor como de los otros. En la tercera vuelta estaba en primer lugar pero pisó una piedra escondida en la fina arena que lo hizo trastabillar, ese error le costó momentáneamente el primer puesto. El oponente le sacó una pequeña
  • 77. – 77 – ventaja. Samuel tuvo que esforzarse nuevamente para alcanzar al con- trincante y con unos certeros azotes de su conductor al otro corredor pudo pasarlo nuevamente cuando finalizaba la cuarta vuelta. La quinta y última vuelta fue la más sacrificada pues ya tenía poco aire y estaba muy cansado. “Ya termina —se repetía en su mente—, un poco más... ya termina” —se daba aliento solo. Pensaba en María y sacaba fuerzas de donde no las tenía. Por fin cruzó la meta. Cayó de rodillas del cansancio pero el con- ductor le hizo saber con su fusta que no podía quedarse allí, debía levantarse y dar una vuelta caminando así él podría saludar a su público que lo vitoreaba. Una vez concluida la vuelta el conductor se bajó del carruaje para ir al podio a recibir el premio y a Samuel lo llevaron a los cuartos bajo las gradas, allí lo desengancharon del carruaje y le permitieron sentarse. Le encadenaron las pulseras y se las ataron al poste donde estaba María, a ella la soltaron para que pudiera atenderlo. Tanto los sirvientes como los esclavos no le daban ni la más mínima oportunidad para que pudiera utilizar su fuerza o habilidad para luchar, lo vigilan muy de cerca y en todo momento estaba encadenado a algo. Luego de ese primer triunfo vinieron otros, los iom de carrera se aseguraban de llevarlo y traerlo encadenado a su jaula. Samuel ob- servaba el camino e intentaba memorizarlo, quizás algún iom tendría oportunidad de usar esos conocimientos en su fuga. Bahuan, quien era un hombre precavido y desconfiado, nunca le permitió estar fuera de la casa sin cadenas, era un esclavo demasiado valioso para que huyera. El sirviente se cercioraba de llevar previamente a María y traerla antes que a Samuel. Sabía que ella no se fugaría y que Samuel no se escaparía dejando sola a su esclava.
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  • 81. – 81 – UN IOM SU ama se presentó con un hombre muy bien ataviado, cruzaron algunas palabras y él realizó un generoso pago, acababa de realizar una compra, pronto Samuel se enteraría que la mercancía era él. Se acercaron al esclavo, engancharon sus anillos y los marcaron en el cuello de Samuel, los tatuajes quedaron a continuación de los que ya le habían hecho en la primera compra. El ama le recomendó al hombre que le comprara a “La-del-esclavo”, que le sería de mucha utilidad la esclava que lo hacía manso a su corredor, pero el hombre no quiso pagar más y desestimó la idea, su látigo haría que el prisionero obedeciera. La mujer se sonrió y le hizo su último ofrecimiento. —Si lleva ahora a la esclava pagará sólo cien dracs27 , si la viene a buscar después le costará el triple —le advirtió. —No se preocupe, sé tratar a los esclavos —le dijo con rispidez a la mujer. Él no lo sabía, pero más que un corredor de carruajes acababa de adquirir un gran problema. Su nuevo amo se llamaba Hooman28 Majeed29 , vivía de las minas de metales y tenía gran número de esclavos que trabajaban y morían en ellas, las jornadas eran agotadoras y el alimento escaso. En ésa época era más barato comprar un esclavo que alimentarlo y mantenerlo. Las hordas de bárbaros que arrasaban las ciudades les tenían muy bien provistos con mucha mano de obra. Para el amo el nuevo esclavo era un lujo pues era un corredor de carruajes ganador, con él no sólo tendría entretenimiento sino también 27 Moneda del imperio del Norte. 28 Benevolente. 29 Superior.