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Manifiesto de derechos humanos
Julie Wark
Manifiesto
de derechos humanos
colección Documentos
Diseño de cubierta e interior: Carola Moreno y Joan Edo
Maquetación: Joan Edo
Revisión del texto: David Casassas
Fondo de la cubierta: Shutterstock
Imagen de la cubierta: graffiti del artista llamado Bansky
Título original: The Human Rights Manifesto
© Julie Wark
© 2011, Ediciones Barataria, S.l.
© de la traducción, Moreno y Wark
ISBN: 978-84-95764-77-5
Depósito legal: M-38447-2011
Impreso por Grefol
Esta obra es propiedad intelectual de la autora, que ha cedi-
do temporalmente a Ediciones Barataria los derechos de
edición. Tanto la autora como la editorial permiten, e inclu-
so recomiendan, la reproducción para fines no comerciales
de este Manifiesto de derechos humanos, siempre que se
conserve íntegramente esta versión del texto y se haga men-
ción a la autoría y propiedad de la obra.
Introducción
Este manifiesto va dirigido a todo el mundo. No se
trata de una declaración más ni de otra lista de dere-
chos humanos. Su tesis es que los derechos humanos
pertenecen a la esfera de la economía política; que
tienen que formar parte de los cimientos de toda
sociedad que funciona correctamente. Cualquiera
sabe que los seres humanos necesitan vivir en socie-
dad y que esta condición social fundamental requie-
re que esté cubierto el derecho básico de la existen-
cia material de sus miembros. Todos los demás dere-
chos, junto con el de la dignidad humana, derivan
de éste. Este manifiesto es una reclamación legítima
de los derechos humanos que ya están consagrados
en tantas declaraciones.
Aunque la Declaración Universal de Derechos
Humanos fue ratificada en la Asamblea General de
las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 con
cuarenta y ocho votos a favor, ninguno en contra y
7
ocho abstenciones,1 en términos reales el respaldo a
los derechos humanos ha sido muy escaso a nivel
mundial. Más del cincuenta por ciento de la pobla-
ción mundial vive en la pobreza, una cifra que se tra-
duce en que unos 3.500 millones de personas no
gozan de los derechos más básicos. La brecha cre-
ciente entre ricos y pobres es de una injusticia incon-
mensurable, incalificable. Para dar sólo un ejemplo,
las 1.210 personas más ricas del mundo suman un
patrimonio neto de 4,5 billones de dólares (un pro-
medio de aproximadamente 3.720 millones de dóla-
res cada uno). El conjunto del producto interior
bruto (PIB, el valor monetario de toda la riqueza de
un país durante un año) de los veinte países más
pobres del mundo2 asciende a unos 310.000 millo-
nes de dólares, por lo que la suma de esas fortunas
privadas es casi quince veces mayor que el valor
monetario combinado de todos estos países y sus
410 millones de personas (cuyos ingresos anuales
individuales apenas alcanzan cifras que van de los
300 a los 1.200 dólares). Como promedio, cada
archimillonario tiene más dinero, por ejemplo, que
el PIB de Liberia, Eritrea o la República Centroa-
fricana. Una persona en la pobreza extrema no
puede vivir en condiciones de libertad y dignidad.
En la otra cara de la moneda, tampoco tienen nin-
guna dignidad las vidas perversas y esperpénticas
dedicadas al consumo egoísta de lujos, a la posesión
8
de un sinfín de casas mastodónticas, flotas de auto-
móviles y aviones privados. Cualquiera con un míni-
mo sentido de la justicia puede ver lo torcido de una
situación en la que no hay nada a derechas y en la
que, por supuesto, tampoco hay DERECHOS.
La clave para remediar esta brutal injusticia, esta
cruel situación, está en la reclamación, en la exigen-
cia radical de esos derechos que ya están jurídica-
mente reconocidos como herencia natural de todo
ser humano; esos derechos que son inherentes a la
dignidad humana, la libertad y la igualdad que ésta
conlleva, y la fraternidad, que no puede existir sin
ellos. Los derechos humanos son una expresión de la
arraigada y profunda noción humana de la justicia, y
«humano» es una categoría universal que abarca a
todos los hombres y mujeres.
Éste es un llamamiento a las gentes de todas las
condiciones sociales para que reclamen los derechos
que constituyen la esencia de una existencia verda-
deramente humana porque, como reza el artículo 1
de la Declaración Universal de Derechos Humanos:
Todos los seres humanos nacen libres e iguales
en dignidad y derechos y, dotados como están
de razón y conciencia, deben comportarse fra-
ternalmente los unos con los otros.3
Esto significa que todos debemos reconocer y
respetar nuestra humanidad común y, sobre todo, el
9
hecho de que, en la vida social, los derechos y los
deberes son inseparables, que los derechos de unos
no pueden menoscabar los derechos de otros, que
los 1.210 multillonarios no deben pavonearse en sus
aviones privados a costa de los derechos de nadie, y
mucho menos de los de millones de personas. Hay
que establecer mecanismos políticos e instituciones
que, como obras de seres humanos «dotados de
razón y conciencia», protejan los derechos generales
de los abusos de aquellos cuya voracidad no tiene
límites. La codicia es repugnante. Dondequiera que
florece, mata el espíritu de la fraternidad y de la
humanidad compartida.
Cualquiera puede comprender que la necesidad
de los derechos universales y la libertad son cuestio-
nes de sentido común, sobre todo si pretendemos
que la dignidad se extienda a todos los seres huma-
nos. Se suele ridiculizar lo «universal» considerándo-
lo una noción utópica, una idea ingenua cuando se
combina con la palabra «derechos», pero también es
un concepto revolucionario, porque siempre habrá
quien pretenda más poder, riqueza y privilegios de
los que le corresponden, y siempre lo hará a expen-
sas de otros. Cuanto menos respeto muestran los
gobernantes por los derechos humanos, más enco-
nados son sus ataques contra quienes los reclaman.
Los que protestan contra el abuso de poder, la codi-
cia o su hermana gemela, la crueldad, serán tacha-
10
dos de alborotadores, renegados, traidores o subver-
sivos y, a menudo, sometidos por leyes muy disocia-
das de la justicia. Los enemigos de los derechos
humanos recurren a cualquier tipo de ensañamiento
a fin de preservar el botín de su avidez que, por algu-
na lógica delirante, consideran como algo merecido.
Mohamed Bouazizi, un vendedor callejero de la
ciudad tunecina de Sidi Bouzid, un hombre al que
no se le permitió vivir una existencia digna, lanzó un
grito de protesta estremecedor. Fue un acto de de-
sesperación que conmocionó a miles de personas y
que luego las inspiró para reclamar derechos huma-
nos y dignidad no sólo para sí mismas, sino para todo
el mundo. Ésta es una de las numerosas voces de
este Manifiesto. A diferencia de otros muchos terro-
ristas suicidas, Bouazizi no segó otras vidas, sino que
se autoinmoló: fue la declaración final de un hom-
bre despojado de su libertad y su dignidad y que
sentía que su derecho a la existencia material corría
peligro. Las llamas de su declaración se propagan rápi-
damente. Este manifiesto es una llamada a la acción.
La acción de Mohamed Bouazizi fue desesperada y
terminó en una muerte horrible y trágica, que despo-
jó a una familia –ya muy despojada– de uno de sus
valiosos miembros. Su sacrificio puso de manifiesto el
ultraje que supone verse privado de derechos –como
medio mundo– día tras día. Los derechos humanos
son vida: una vida libre y digna para todos. Son la
11
esencia de nuestra humanidad. Estos derechos han
sido secuestrados, socavados, negados y violados a
lo largo de la historia de la humanidad. Los derechos
humanos no son caridad. No son una concesión del
gobierno de turno que se pueda repartir de forma
caprichosa y a regañadientes. Son patrimonio de la
humanidad. Su reclamación es legítima, una afirma-
ción que debe proclamarse y oírse a escala global.
No hay derecho a que los derechos no sean para
todos.
. . . . . .
Un espectro recorre el mundo, el espectro de la dig-
nidad humana. Cuando Mohamed Bouazizi se pren-
dió fuego el 17 de diciembre de 2010 tras un acoso
implacable de las autoridades locales, se desató en el
país una serie de protestas y disturbios enraizados en
enconados rencores sociales y políticos. La mayoría
de la población de Túnez conocía muy bien su situa-
ción. Las llamas de su desesperación se convirtieron
en una antorcha de ira y valiente resolución que
siguió ardiendo, avivada por la rabia después de su
muerte, el 4 de enero, y que, finalmente, obligó al
autocrático presidente Zine El Abidine Ben Ali a huir
del país (con el equipaje de su enorme fortuna per-
sonal) diez días después. El «volcán de rabia» se
extendió rápidamente por todo el mundo árabe.
12
Hubo más piras humanas y los pueblos de Egipto,
Libia, Argelia, Bahrein, Yibuti, Irán, Irak, Jordania,
Omán, Yemen, Kuwait, Líbano, Mauritania, Ma-
rruecos, Arabia Saudita, Somalia, Sudán y Siria se
han movilizado con diversos grados de participación
y vehemencia. En Egipto, Mubarak ha sido derroca-
do. La gente de la calle está organizándose en gran-
des concentraciones, desafía a los ejércitos, a las
siniestras fuerzas militares y a los sicarios de la poli-
cía que antes los aterrorizaban. Lo celebran en la
plaza Tahrir (Liberación) de El Cairo y otros puntos
de otras ciudades, creando espacios públicos, un
mundo que antes sólo podían soñar. Hay una gran
presencia de mujeres entre los manifestantes, muje-
res hasta ahora encerradas en la esfera doméstica,
sometidas a todas las humillaciones de la pobreza;
mujeres con una nueva sensación de potestad.
El «volcán de rabia» –locución de la década de
1960, del himno del panarabismo– no es una expre-
sión específica de la indignación árabe o islámica, ni
un fenómeno impulsado por líderes religiosos y políti-
cos. Es la reivindicación de algo oficialmente declara-
do: el derecho de toda persona a vivir con dignidad.
La población joven de estos países, al igual que la del
resto del mundo, afronta un futuro poco prometedor,
incluso aterrador. La traición de los gobernantes,
como dijo una vez el difunto dramaturgo sirio Saada-
llah Wannous, los ha «condenado a la esperanza». Sin
13
embargo, la esperanza y la desesperación salen bara-
tas, como dice un viejo refrán, y cuando las elites
atrincheradas empiezan a jugar con las esperanzas del
pueblo, su mentira pronto queda al descubierto. En
marzo de 2009, Muammar el Gadafi celebró una
cumbre de jefes de estado árabes. La declaración final
–evidentemente redactada con fines «diplomáticos»–
respalda la propuesta del presidente de Túnez de
declarar el 2010 «Año de la Juventud». Los líderes
subrayaron la necesidad de «instaurar la cultura del
aperturismo y la aceptación del otro, apoyar los prin-
cipios de la fraternidad, la tolerancia y el respeto de
los valores que hacen hincapié en los derechos huma-
nos, respetar la dignidad humana y proteger la liber-
tad».4 Tan descarado cinismo pronto aniquiló toda
esperanza que pudiera haber sobrevivido hasta
entonces, y engendró la desesperación, la muerte o la
ira en forma de «volcán de rabia». La angustia de
Mohamed Bouazizi, según su hermana, era fruto del
largo calvario de «humillaciones e insultos, y porque
no le permitían vivir». El espectro que ahora recorre el
mundo y que acecha sobre todo a los tiranos que
caen, o temen caer, que se apresuran a preservar sus
miles de millones en cuentas en el extranjero y a bus-
car un palacio en el que vivir amparados por otro tira-
no, es el espectro de los humillados, de los insultados,
de los que no tienen permiso de vivir.
Parafraseando al Manifiesto5 más famoso de to-
14
dos los tiempos, la aparición de este espectro de una
reivindicación que es tan vieja como la humanidad
«se desprenden dos consecuencias»:
1. El poder intrínseco del derecho a la dignidad hu-
mana está siendo reconocido.
2. Es hora ya de que los derechos humanos se asu-
man en su esencia radical, que muestren «ante el
mundo entero» sus demandas y su fuerza para com-
batir «esa leyenda» que han sido hasta ahora, para
volver a luchar contra la estafa de la deformación de
sus términos y su atropello cotidiano mediante un
manifiesto que exponga sus exigencias. Si «toda la
historia de la sociedad humana, hasta la actualidad,
es una historia de luchas de clases», también es una
historia de atropellos contra los derechos humanos.
La historia ha proporcionado a la humanidad una
serie de declaraciones y pactos que reconocen
diversos tipos de derechos humanos, divididos en
generaciones y familias, y por lo tanto desnaturaliza-
dos. Se otorgan desde arriba. Flotan en el aire, aje-
nos a las instituciones sociales y jurídicas, como con-
cesiones de los líderes, de los privilegiados.
No; los derechos humanos no son divisibles por-
que todos proceden de un derecho básico, aplicable
a todos los seres humanos: el derecho a una exis-
tencia digna. No; no son un regalo ni se otorgan por
caridad, como pretende su actual forma tergiversada
de humanitarismo, sino que son un requisito huma-
15
no básico. No; no son ajenos a las instituciones
sociales, sino que deben constituir su base, y la base
de la república democrática es la libertad de todos
sus ciudadanos en el verdadero sentido humano de
la palabra. Privado de los medios de una existencia
digna, ningún ser humano puede ser libre. Los dere-
chos son la base de la dignidad, la libertad y la justi-
cia, nada menos que a escala universal. Los derechos
humanos son radicales.
16
1
El pueblo
contraelneoliberalismo
Y aquel hombre con hambre y sin hogar, que reco-
rría las carreteras con su mujer a su lado y sus hijos
flacos en el asiento trasero, miraba los campos bal-
díos que podían producir alimento pero no benefi-
cios, y aquel hombre sabía que un campo baldío es
pecado, y la tierra sin cultivar un crimen contra los
niños flacos.6
El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional
(1998),7 en el Artículo 7 (Crímenes de lesa humani-
dad) de la Parte II (De la competencia, la admisibili-
dad y derecho aplicable), establece lo siguiente:
1. A los efectos del presente Estatuto, se entenderá
por «crimen de lesa humanidad» cualquiera de los
actos siguientes cuando se cometa como parte de un
ataque generalizado o sistemático contra una pobla-
ción civil y con conocimiento de dicho ataque:
17
a) Asesinato;
b) Exterminio;
c) Esclavitud;
d) Deportación o traslado forzoso de
población;
e) Encarcelación u otra privación grave de
la libertad física en violación de normas fun-
damentales de derecho internacional;
f) Tortura;
g) Violación, esclavitud sexual, prostitu-
ción forzada, embarazo forzado, esteriliza-
ción forzada u otros abusos sexuales de gra-
vedad comparable;
h) Persecución de un grupo o colectividad
con identidad propia fundada en motivos polí-
ticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales,
religiosos, de género definido en el párrafo 3,
u otros motivos universalmente reconocidos
como inaceptables con arreglo al derecho
internacional, en conexión con cualquier acto
mencionado en el presente párrafo o con cual-
quier crimen de la competencia de la Corte;
i) Desaparición forzada de personas;
j) El crimen de apartheid;
k) Otros actos inhumanos de carácter
similar que causen intencionalmente grandes
sufrimientos o atenten gravemente contra la
integridad física o la salud mental o física.
18
El neoliberalismo a juicio
«La moderna sociedad burguesa que se alza sobre
las ruinas de la sociedad feudal»8 ha generado el
neoliberalismo a escala global, un sistema en el cual
la suprema libertad sólo existe para un abstracto e
inhumano ente llamado «mercado». En un sistema
en el que se respetaran de verdad los derechos
humanos, el mercado funcionaría como un instru-
mento de intercambio que, como cualquier institu-
ción social o política justa, estaría regulado con el fin
de impedir abusos contra los seres humanos que
conviven en ese mismo sistema. En el mercado neo-
liberal no regulado –o regulado a favor de unos po-
cos–, un ser humano es un objeto más que se puede
explotar. El ser engendrado por este mercado está
fielmente retratado en la descripción de Ernst Bloch
del hombre que ha alcanzado el libre albedrío total:
un hombre «para quien las circunstancias externas
no existen, ni siquiera como causas accesorias; se-
mejante hombre indeterminado no es un hombre
libre, sino un imbécil y un peligro público. Un hom-
bre totalmente irresponsable y cargado de palabrería
incoherente no sería un creador, sino más bien lo
contrario: sería la imagen y el modelo del caos».9
Todo es posible en el mercado neoliberal, el instru-
mento de hombres como el de Bloch, y si la culpa
de los fracasos, desastres y destrucciones de este sis-
19
tema oculto, sin rostro, cae sobre algunos, por lo
general es sobre figuras menores, eternos chivos
expiatorios. El culpable nunca será el mercado. El
sistema neoliberal es un sistema de delincuentes,
aberrante y con tendencias violentas y destructivas,
como el elefante apartado de su propia manada que
se desmanda fuera de todo control. El neoliberalis-
mo desprecia los valores humanos y abraza un valor
que no es humano: el dinero. ¿Qué beneficios se
obtienen utilizando a un ser humano, «almacenan-
do» a un ser humano o eliminando a un ser huma-
no? El mercado neoliberal es, por tanto, hostil a los
derechos humanos, al menos mientras no pueda
beneficiarse de ellos. Este trato a las personas como
instrumentos u obstáculos, manifiesto en todos los
mecanismos de exclusión, ya sea en aduanas, con
patrullas fronterizas o por el rechazo a los inmigran-
tes, hijos desposeídos de las antiguas colonias –ahora
devastadas– de las potencias occidentales, es una
afrenta a la dignidad de todos los que anhelan una
forma decente de vida y acaban marginados, crimi-
nalizados, abandonados en el desierto, ahogados en
el mar o explotados por los traficantes de seres hu-
manos.
En la Libia de Muammar el Gadafi existían acuer-
dos tácitos con las democracias europeas para «al-
macenar» a inmigrantes africanos (véase el Estatuto
de Roma, en adelante ER, apartados d, e, h, i, j y k)
20
a los que Gadafi, ahora que se encuentra arrincona-
do, amenaza con liberar, como si fueran fichas de un
tablero. El sistema ha destrozado el núcleo de valo-
res de la Ilustración que han determinado la noción
de los derechos humanos durante siglos. Por lo
tanto, todo el mundo se enfrenta a una elección:
neoliberalismo o derechos humanos universales. No
podemos tener ambas cosas.
Los derechos humanos no existen en una burbu-
ja de «soft power» para ser distribuidos a cuentago-
tas cuando la opción de engañar o cooptar a la gente
resulta ser un apaño mejor que machacarla. A raíz
de las revueltas democráticas en los países árabes en
2011, los gobernantes opresores ahora pretenden
aplacarlas mediante una estudiada selección de
derechos humanos, como por ejemplo la liberación
de los presos políticos, la reducción del precio de los
alimentos y la promesa de reformas democráticas.
Los derechos humanos se han convertido en un
«hard power». Sus raíces en la política y la economía
de los sistemas nacionales e internacionales han que-
dado al descubierto. Mientras el clamor por los dere-
chos humanos traspasa toda frontera, los poderes
nacionales tratan de contenerlos. Esta situación evi-
dencia el conflicto que ha surgido entre los derechos
humanos universales y las nociones tradicionales de
soberanía nacional, ya que el estado-nación ha deja-
do de ser el único y principal garante de los dere-
21
chos humanos dentro de sus fronteras. Este desfase,
otro aspecto más del sistema globalizado, puede
colocarse en el lado positivo de la balanza en tanto
que, como reclamo transnacional, el llamamiento a
favor de los verdaderos derechos humanos está fuera
del alcance de la represión estatal y, a diferencia de
otras iniciativas internacionales, no viene de arriba ni
por razones de Realpolitik, sino de un movimiento
de fondo, de los ciudadanos de a pie, de los ciuda-
danos indignados. Dado que es imposible pasarlo
por alto, también podría tener el efecto secundario
de convulsionar la complacencia e ignorancia de
personas en situaciones más privilegiadas, los indife-
rentes a la terrible privación de derechos humanos
en muchas partes del mundo.
En general, la internacionalización de los dere-
chos humanos adopta en la actualidad la forma de
«intervención humanitaria» (también llamada «R2P»
siglas del inglés responsibility (o a veces right) to pro-
tect o la «responsabilidad o el derecho de proteger»),
que es una parte intrínseca de la política nacional y
de los intereses económicos. Las cosas están cam-
biando. ¿Quién osaría negar que los pueblos del
norte de África y Oriente Medio están unidos en la
reivindicación de los derechos humanos, la libertad,
la democracia y la liberación de la opresión? Cuando
en los medios de comunicación occidentales se finge
apoyar sus luchas, la pieza que falta en la historia es
22
que fueron precisamente las «democracias» occiden-
tales quienes mimaban a sus tiranos, siempre y cuan-
do hubiera buenos beneficios. En el caso de Libia,
después de una larga demora, y en gran parte debi-
do a la insistencia del presidente Nicolás Sarkozy
–que necesitaba un poco de maquillaje humanitario
para redimir su imagen tras haberse ofrecido a enviar
policías antimotines para ayudar a aplastar la anterior
rebelión en Túnez (ER; véanse apartados a, e y k)– la
Resolución de Naciones Unidas número 1973 impu-
so una zona de exclusión aérea, un embargo de
armas y la congelación de activos, entre otras sancio-
nes, mientras que ahora se toman «todas las medidas
necesarias» para proteger a los ciudadanos. No es
que la cleptocracia violenta de Gadafi haya sido un
secreto durante las últimas cuatro décadas. En cam-
bio, si Faure Gnassingbe, el presidente de Togo (ele-
gido en circunstancias nada democráticas) persiguie-
ra callejón por callejón y casa por casa a los rebeldes,
castigándolos «sin piedad», como ha jurado hacer
Gadafi en Libia, no habría ninguna resolución de la
ONU, ni mucho menos una imposición de zonas de
exclusión aérea. Togo no tiene petróleo.
En cualquier caso, el «humanitarismo» no tiene
nada que ver con los derechos humanos. El humani-
tarismo es la forma posmoderna de la caridad del
siglo XIX, ofrecida de forma selectiva o impuesta
desde el exterior de forma temporal. Los derechos
23
humanos, en cambio, son intrínsecos al ser humano,
y deben ser considerados inalienables e inviolables y
para todos los seres humanos. Si han de ser recla-
mados como tales, hay que rescatarlos de la hipo-
cresía descarada, del desprecio con el que se suelen
tratar, y restaurar la buena reputación que merecen
tener.
El sistema neoliberal, por su propia naturaleza, se
muestra hostil a los derechos humanos. La farsa de
que los derechos humanos existen en este sistema
los condena a una mala reputación. Como el propio
pueblo, los derechos humanos son instrumentos de
un sistema injusto que los somete a la tiranía y los
reduce a una existencia marginal. Si los derechos
humanos, tal y como existen hoy en día, tuvieran
forma humana, sería la de los hombres hallados en
una mina de hierro en el norte de Omarska Bosnia
(ER; véanse a, c, e, h, i, k) el verano de 1992, casi
cincuenta años después de las espeluznantes imáge-
nes de los presos en los campos de concentración
nazis que elevaron el grito de «¡Nunca más!» y, más
adelante, dieron lugar a la Declaración Universal de
Derechos Humanos. Los hombres de Omarska, a
quienes los periodistas, incapaces de definirlos como
«hombres», llamaban «seres irreales», se estaban
pudriendo vivos. Sus articulaciones sobresalían de la
piel infectada y sólo encontraron una manera se
relatar la terrible verdad de lo que habían padecido:
24
el ardor de su mirada fija y acusadora. Refiriéndose
a los presos de Auschwitz, Primo Levi se preguntaba:
«¿Es esto un hombre?». La respuesta sólo puede ser
«sí». Uno de los prisioneros de Omarska, abordado
por un periodista y vigilado por unos forzudos guar-
dias, lo apartó diciéndole: «No quiero mentir y no
puedo decir la verdad». El hombre conservaba aún
su sentido de la dignidad. ¿Poseían también aquellos
guardias algún sentido de la dignidad humana?
La mirada del niño somalí, Mihag Gedi Farah,10
de siete meses, es otro grito mudo y acusador. Con
el gesto desesperado de sus brazos esqueléticos y el
horror que transmiten sus ojos, nos dice a todos que
él también es un ser humano. ¿Dónde están los
derechos humanos «universales» de este niño que es
la viva imagen del sufrimiento?
25
Han sido arrebatados por intereses privados (ER;
véanse a, b, d, e, h y k), que han infligido otra ham-
bruna más a los desposeídos. La Organización de las
Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimen-
tación informa de que la producción de alimentos
mundial podría mantener casi al doble de la actual
población del planeta. Por lo tanto el problema no es
de producción sino de acceso a ésta. A finales de los
años setenta Somalia era autosuficiente en produc-
tos alimenticios, pero las políticas de reembolso de la
deuda impuestas por el Fondo Monetario Interna-
cional y el Banco Mundial en los años ochenta impu-
sieron la liberalización de los mercados del país, lo
que produjo una masiva afluencia de alimentos no
tradicionales, como el arroz y el trigo producidos por
grandes multinacionales subvencionadas, que privó
a los productores nacionales de su sustento. La comi-
da que debía alimentar a Mihag Gedi Farah se ha
transformado en el forraje de los mercados financie-
ros, hasta el punto increíble (y totalmente inacepta-
ble en términos de cualquier principio ético) de que
el 75% de la inversión financiera en el sector agríco-
la es especulativa.11
El neoliberalismo es la doctrina económica según
la cual la mejor manera de asegurar el bienestar
«humano» (es decir, el de unos pocos humanos) es
convertirlo todo en mercancía. Todo vale para obte-
ner beneficios, incluso los seres humanos (ER; véan-
26
se a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k), que se conciben como
meros objetos de explotación. Esto invalida automá-
ticamente los principios fundamentales de los dere-
chos humanos: la libertad y la dignidad. Se trata de
un sistema de rápida acumulación de grandes fortu-
nas y de no menos rápida propagación del empo-
brecimiento más desesperado (ER; véanse a, c (en
algunos casos), d (en algunos casos), g (en algunos
casos), h (en algunos casos), j (en algunos casos) y k).
Casi todas sus instituciones se limitan a velar, por la
fuerza si es necesario, por los derechos de propie-
dad, blindada y oculta, de los ricos que han despo-
jado y siguen despojando a los pobres (ER; véase k,
por lo menos). Sin embargo, la literatura, y a veces la
historia, nos dice, mientras los economistas callan,
que las grandes fortunas tienden a acumularse sobre
la base de viejos (y nuevos) delitos, de aventuras
militares, de esclavitud, de despojo del dominio
público, de engaños, mentira, traición y de todo lo
más deleznable de las inclinaciones, actividades y
atributos humanos. La acumulación neoliberal no se
consigue a través de actividades productivas, tal
como se entendían en el pasado, sino a través de la
desposesión (ER; véanse h y k, como mínimo). En
este sistema, los derechos humanos se conceden en
las declaraciones para luego ser arrebatados en el
mundo real. Mientras se amasan las grandes fortu-
nas, los derechos humanos se arrojan a un lado. Peor
27
aún, el sesgo racista de los abusos queda patente con
sólo echar un vistazo a los veinte países más pobres
del mundo (ER; véanse a, b, c, d, e, h, j, k y a veces
g). La mayoría de las víctimas tiene la piel oscura,
pero suele quedar subsumida en un grupo sin color
denominado «los pobres», porque en el mundo real,
el racismo a escala masiva no encaja dentro del bri-
llante mito de la universalidad de los derechos.
Si se reinstauraran los derechos humanos y el res-
peto de la dignidad humana, dejarían de producirse
todos los crímenes cometidos en nombre del «pro-
greso», pero que, en realidad, nos llevan a un estado
de barbarie como el que precedió a la Ilustración.
Don Winslow, autor de novela negra, resume la si-
tuación en palabras que los economistas profesiona-
les parecen incapaces de emplear:
[...] Hay dos mundos:
El salvaje.
El menos salvaje.
El salvaje es el mundo de la fuerza bruta, el de la
ley del más fuerte, de los cárteles de la droga, los
escuadrones de la muerte, los dictadores y esbirros,
los ataques terroristas, la guerra entre bandas, el
odio interétnico, los asesinatos en masa, las violacio-
nes masivas.
El menos salvaje es el mundo del poder civiliza-
do, los gobiernos y los ejércitos, las multinacionales
y los bancos, las compañías petroleras, del «impacto
28
e intimidación», de «la muerte que viene del cielo»,
el genocidio, la violación económica masiva.
[...] Son el mismo mundo.12
Si el neoliberalismo no permite que los derechos
humanos florezcan, es necesario que todo el mundo
reclame los derechos universales para que no pueda
florecer el neoliberalismo.
Reyes, coltán, campos de exterminio
«y todas esas cosas»
Las formas grotescas adoptadas hoy por el neolibe-
ralismo no cayeron de un límpido cielo azul; tienen
profundas raíces oscuras, enredadas en los abusos
del pasado cometidos con impunidad, o «libremen-
te», con el pervertido sentido que se suele dar hoy a
la palabra «libertad». Por consiguiente, los crímenes
van en aumento. Hoy el país más pobre del mundo
es el Congo, y es sólo un ejemplo entre muchos.
Ilustra, en el sentido más trágico, cuán estrechamen-
te vinculados están los derechos humanos a la eco-
nomía política. Por lo tanto, la única forma de recu-
perarlos es a través de la acción política.
El rey Leopoldo II de Bélgica (1835-1909) se
adornó con el adjetivo «humanitario» mientras se
dedicaba a su «misión civilizadora» en su feudo pri-
vado del Congo «Belga», que nunca visitó. En reali-
29
dad, era el rey de los crímenes de lesa humanidad.
Pagó a mercenarios para que esclavizaran al pueblo
congoleño mediante el terror: asesinatos en masa,
violaciones y mutilaciones (ER; véanse a, b, c, d, e,
f, g, h, i, j y k). Cuando renunció a su enorme pro-
piedad privada africana a favor del Estado belga en
1908, ya había asesinado a unos diez millones de
personas para poder acumular su inmensa fortuna
personal, principalmente mediante la explotación
directa de las minas y las plantaciones de caucho e,
indirectamente, por el arrendamiento de concesio-
nes a empresas privadas que le pagaban el cincuen-
ta por ciento de sus ganancias.
En su discurso para celebrar la independencia del
Congo en 1960, el nuevo primer ministro, Patrice
Lumumba, sorprendió a la delegación belga cuando
denunció los crímenes atroces cometidos en África
por el «rey humanitario» y sus cómplices europeos. Lo
que decía era la verdad, pero la verdad no fue bien-
venida. Además, tuvo la audacia de expulsar a los
25.000 miembros de nacionalidad belga del cuerpo
de oficiales porque eran contrarios a los intereses de
una nación independiente. Otra verdad no bienveni-
da. Lumumba dijo la verdad y lo condenaron a muer-
te: fue capturado, torturado y asesinado. Su cuerpo
nunca fue hallado.
En los últimos días de la administración de Eisen-
hower, Mobutu Sese Seko, el hombre de Washing-
30
ton, ex soplón de la policía colonial, futuro poseedor
de una fortuna de unos 5.000 millones de dólares y
«encarnando a la nación» con su gorra de piel de
leopardo, tomó temporalmente el poder en 1960 y
lo consolidó cinco años después con un golpe de
estado respaldado por mercenarios financiados por
Estados Unidos y con la ayuda encubierta de la CIA.
El Congo se convirtió en el Zaire, y Mobutu en su
gobernante absoluto, emblema precursor del espíri-
tu nocivo del neoliberalismo e inspirador de la pala-
bra «cleptocracia» por el saqueo de las arcas del
Estado y de las industrias nacionales. Vendió la
inmensa riqueza mineral del país, incluyendo el
cobre y los diamantes, así como el 64% de las reser-
vas mundiales de columbita-tantalita (coltán), ele-
mento esencial para la fabricación de teléfonos
móviles y otros dispositivos electrónicos, por no
mencionar la edificación de sus castillos en el aire,
obras descomunales como la presa de Inga Dam que
supuestamente iba a producir un tercio de la energía
hidroeléctrica mundial.
A medida que el país se endeudaba cada vez
más, la solución reiterada de Mobutu fue simple-
mente reemplazar su consejo de ministros y emitir
nueva moneda, mientras las potencias capitalistas le
suministraban armas para sofocar las rebeliones. En
mayo de 1990, sus escuadrones de la muerte reci-
bieron la orden de masacrar a decenas de estudian-
31
tes (ER; véanse a y k) que protestaban en el campus
de la Universidad de Lubumbashi, en la provincia
separatista de Katanga (ahora Shaba), rica en cobre.
Sin embargo, Mobutu, elogiado por el presidente
norteamericano Reagan como «la voz del sentido
común y la buena voluntad», fue agasajado por
todos los presidentes, desde Eisenhower hasta Geor-
ge H. W. Bush, en parte porque se aprovechaban de
la posición estratégica de su país, que está rodeado
por otros nueve países africanos, para contener la
influencia soviética en el continente, y porque ofre-
cía refugio a los movimientos guerrilleros anticomu-
nistas, sobre todo a los angoleños que luchaban con-
tra el gobierno marxista de su país (rico en petróleo,
cómo no). Los poderosos amigos de Mobutu no lo
abandonaron hasta el final de la Guerra Fría, cuando
ya no les era útil. Fue entonces cuando contrató a
una empresa de relaciones públicas de Washington
para que lavara su imagen. Todo se puede comprar
en el sistema neoliberal.
Para su beneficio personal, Mobutu, con la ayuda
de sus socios occidentales, llevó a la bancarrota a un
país muy rico y pudo hacerlo porque estaba armado,
apoyado y encubierto por las potencias capitalistas.
Pero ahora ya nadie lo recuerda como el socio de los
hombres de traje y corbata que trabajaban desde sus
oficinas con aire acondicionado de todo el mundo,
sino de manera racista, como un monstruo, un cora-
32
zón de las tinieblas, un fantoche absurdo y vanidoso
que coleccionaba mansiones en todo el mundo,
invitaba a sus numerosos paniaguados a viajes de
compras a París o a retozar en Disneylandia; un
payaso que se construyó un palacio de mármol blan-
co conocido como el «Versalles de la selva» en su
ciudad natal de Gbadolite. De sus crímenes contra la
humanidad no se habla porque el corazón de las
tinieblas que lo sostuvo late en los bancos occiden-
tales, en las bolsas de valores y en las corporaciones
multinacionales.
Dos hombres, el rey Leopoldo II y Mobutu, con la
complicidad de sus socios «democráticos», llevaron al
desastre a la enorme y rica tierra de Zaire, ahora
República Democrática del Congo. Con su abundan-
cia de recursos naturales, y antaño el segundo país
más industrializado de África, ahora tiene el menor
PIB per cápita del mundo y fue el escenario de la lla-
mada «Primera Guerra Mundial de África» (1998-
2003) en la que murieron otros 5,4 millones de per-
sonas, principalmente por enfermedades e inanición,
mientras varios millones más fueron desplazados de
sus hogares (ER; véanse b, d, h, i y k). Hoy en día,
con la globalización, tanto de los intereses económi-
cos como de la guerra, la explotación de coltán, sin la
cual no habría industria informática, lejos de dar
prosperidad al pueblo congoleño, alimenta la indus-
tria de armas, ha llenado las arcas del Ejército Pa-
33
triótico ruandés y ha enriquecido enormemente a
algunos mandos militares y empresarios de Uganda.
Las corporaciones multinacionales extranjeras com-
pran el coltán de los rebeldes que utilizan esclavos en
las minas (ER; véanse c, d, e y k) y algunas empresas
occidentales proporcionan armas (ER; véanse a, c, d,
e y k) para ayudarlos a mantener sus redes ilegales.
Esto no es tanto una historia del fracaso «africano»
como del «éxito» del neoliberalismo.
Los títulos de los apartados del Informe de
Naciones Unidas sobre la Explotación ilegal de los
recursos naturales y otras riquezas del Congo
(2001)13 pueden leerse como minitratados sobre el
funcionamiento del neoliberalismo. Entre ellos se
mencionan «Estructuras preexistentes que facilitan la
explotación ilegal»; «Saqueo a gran escala»; «La
explotación sistemática y sistémica»; «Las estructuras
actuales de la explotación ilegal»; «Los actores indi-
viduales»; «Los datos económicos: la confirmación
de la explotación ilegal de los recursos naturales de
la República Democrática del Congo»; «Los vínculos
entre la explotación de los recursos naturales y la
continuación del conflicto»; «Los presupuestos com-
parados con los gastos militares»; «La financiación de
la guerra»; «Las características especiales de los vín-
culos entre la explotación de los recursos naturales y
la continuación del conflicto», y, por último el capí-
tulo que muestra, quizás, un amago de culpa: «Los
34
allanadores o cómplices pasivos». No hay ningún
capítulo dedicado específicamente a la historia de
las violaciones de los derechos humanos del país ni
a cómo el país en su conjunto ha sido y sigue siendo
sometido al empobrecimiento y a la guerra, ni a las
condiciones de esclavitud de los adultos y niños que
trabajan en las minas.
Las Naciones Unidas se abstienen de culpar
directamente al sistema económico neoliberal y a
sus empresas multinacionales de los crímenes de
guerra cometidos en el Congo, pero sí que llegan a
describirlos como «el motor del conflicto» (ER; véan-
se b, d y k, por lo menos). Veamos algunas: Cabor
Corporation, Grupo OM, AVX, Eagle Wings Resources
International, Trinitech International, Kemet Elec-
tronics Corporation, Viashay Sprague (todas con
sede en Estados Unidos), en competencia con, entre
otras, las alemanas HC Starc y EPCOS, Ningxia de
China, y Traxys y George Forrest International de
Bélgica. Estas empresas venden el coltán procesado
a empresas tan «respetables» como Nokia, Motorola,
Compaq, Dell, Hewlett Packard, IBM, Lucent,
Ericsson y Sony, que fabrican chips para ordenado-
res, teléfonos móviles y videoconsolas. La sangre no
sólo mancha las manos de los líderes de las despia-
dadas milicias africanas. Mancha a todos a lo largo
del camino, incluso a los consumidores, haciendo
cómplices a todos aquellos que poseen estos bienes
35
y que dependen cada vez más de ellos. Casi todos
los bienes de consumo en el mundo neoliberal están
contaminados por el abuso de los derechos huma-
nos en algún momento de su producción. Sólo las
víctimas están exentas del crimen. En Bagdad, los
padres de los niños fallecidos en los ataques con
bombas gritan: «¿Qué crimen han cometido nues-
tros hijos muertos?». Es la misma pregunta que debe-
ríamos hacernos si estuviéramos realmente preocu-
pados por los derechos humanos: ¿Qué es lo que no
funciona en el mundo si, para poder tener ordena-
dores tienen que sufrir tanto los adultos como los
niños?
Otro ejemplo más, la historia de un éxito conju-
rado mediante la prestidigitación de las estadísticas
neoliberales: Camboya, que revela similares patro-
nes de explotación. Este país siempre se recuerda
como la tierra de los «campos de exterminio» de los
Jemeres Rojos, como si los Jemeres Rojos hubieran
sido una aberración estrictamente local. Lo que nor-
malmente se omite es el hecho de que Camboya fue
sometida a un descomunal bombardeo, entre octu-
bre de 1965 y agosto de 1973, en el que unas
2.756.941 toneladas de bombas fueron lanzadas
sobre 113.716 puntos, de los cuales un diez por
ciento fueron ataques indiscriminados (ER; véase b).
El país todavía está sembrado de municiones sin
estallar, que mutilan y matan a los agricultores y que
36
convierten en inútiles los valiosos terrenos fértiles de
antaño (ER; véase k). Entre los «daños colaterales»
surgieron el régimen de Pol Pot y los «campos de
exterminio». Posteriormente, Camboya fue el esce-
nario de una operación humanitaria masiva supervi-
sada por la «comunidad internacional». Ahora, con
una tasa de crecimiento económico anual del 7%
desde mediados de 1990, tiende a ser galardonado
con el siguiente perfil neoliberal: a pesar del dudoso
historial de derechos humanos (mencionados en
contadas ocasiones) del actual gobierno encabezado
por el ex jemer rojo Hun Sen, Camboya se ha con-
vertido en la economía más liberal del sudeste de
Asia. Sería más exacto decir que debido al abuso de
los derechos humanos el régimen ha logrado este
índice de crecimiento; pero el lenguaje neoliberal lo
distorsiona todo y la pregunta que nunca se hace es
¿el crecimiento de qué y para quién?
Se trata de un régimen denunciado por Amnistía
Internacional por la tortura de miles de presos políti-
cos (ER; véanse e y f), un régimen que se ha apropia-
do de las tierras y, por tanto, ha privado de su sus-
tento a la población rural más pobre (ER; véanse d, h
y k), de modo que, en esta economía de «crecimien-
to» por lo menos el 30%, unos cinco millones de
camboyanos, vive muy por debajo del umbral de la
pobreza y muchos más lo rozan. La mayoría de la
población rural del país apenas subsiste en diminutas
37
parcelas de tierra o buscando comida en el bosque.
Además, la historia siempre ha demostrado que,
debido a las formas tradicionales de la división del
trabajo, cuando los especuladores arrebatan la tierra
en las zonas rurales, la pobreza adquiere rostro de
mujer.
¿Qué es lo que pueden comprar los especulado-
res extranjeros en la economía abierta de Camboya?
La elite se apoderó, para beneficio propio, de activos
estatales, como universidades, hospitales, edificios
ministeriales, comisarías y las concesiones para la ges-
tión del antiguo complejo de Angkor Wat y del campo
de exterminio Cheung Ek, sin contar con el 45% del
territorio, incluidos bosques, zonas pesqueras, arreci-
fes, islas, playas, lagos, concesiones mineras y verte-
deros de tóxicos. Por si fuera poco, esta elite negocia
con mujeres, niñas, niños y bebés (ER; véase g).
Expulsan a los pobladores de sus tierras sin disimulo ni
rodeos, entran con excavadoras para derribar sus
hogares y los golpean brutalmente si protestan. El país
es un Shangri-La fiscal para los especuladores que,
aprovechando la parálisis de los mercados financieros
occidentales, transfieren su activo líquido hacia
Oriente en busca de ganancias que se elevan por
encima del 30%. Los fondos de cobertura, los fondos
de capital privado y los fondos inmobiliarios prospe-
ran en este paraíso fiscal carente de leyes contra el
blanqueo de dinero. Cerca de dos mil millones de
38
dólares del extranjero entraron a raudales en Cam-
boya en 2007. Ni uno solo salió de un pequeño cír-
culo de poder. Pero, por supuesto, los efectos castiga-
ron a millones de personas, porque el objeto de la
inversión fue, para decirlo sin ambages, la expropia-
ción forzosa (ER; véanse d, h y k).
Aproximadamente la mitad del presupuesto na-
cional de Camboya procede de gobiernos y organis-
mos extranjeros cuyos bien pagados miembros se
concentran en la capital, Phnom Penh. Su estilo de
vida ha creado un boom artificial en la ciudad, que se
traduce en una carga más para la población rural. A
diferencia de Mobutu, Hun Sen no ha necesitado
contratar a una firma de relaciones públicas para
mantener limpio el rostro aparentemente benigno de
su neoliberalismo. Su represión ha creado un entorno
«seguro» para los turistas que pueden pagar sus pea-
jes para ver Angkor Wat y los campos de exterminio
mientras sus relaciones cordiales con Japón, China,
Estados Unidos, Rusia, Francia y Australia, junto con
la ayuda que le suministran, le dan una pátina de
legitimidad. Camboya no ha dejado atrás su antigua
barbarie. En términos de derechos humanos, los abu-
sos del pasado, ahora con nuevo nombre y nuevos
actores, proyectan una larga sombra sobre el futuro
de millones de personas. Los responsables de los abu-
sos actuales son chacales del neoliberalismo, como
ese bróker de divisas británico que detectó que allí
39
podía ganarse una fortuna amasada con el sufrimien-
to ajeno: «Me encantó el negocio desde el principio.
Seamos honestos, ¿quién quiere un 6%? Yo quería un
acuerdo que me despertara a medianoche bañado
en sudor. Podíamos forrarnos [...]. Camboya me chi-
fla, tiene algo que no hay en ningún sitio. Así es
Camboya: los campos de exterminio y todas esas
cosas. Algo diferente para enseñar a los amigos al vol-
ver a casa. Yo les enseño el visado de mi pasaporte.
Tengo algo que ellos no tienen».14 Los «campos de
exterminio» y todas esas cosas los «chiflan». Éste es el
lenguaje del neoliberalismo.
La República Democrática del Congo y Camboya
son sólo dos casos en un proceso generalizado que
ha penetrado en todos los rincones del mundo. Todo
lo que era colectivo en las comunidades humanas
–la tierra, el agua, los bosques, los minerales, el
conocimiento indígena y la estructura de la vida
misma con sus recursos genéticos, junto con los ser-
vicios públicos, como la sanidad, la educación, el
transporte y los sistemas de agua y alcantarillado– ha
sido privatizado. O los seres humanos ponen trabas
en el camino de la avidez o se convierten en pro-
ductos básicos con los que se puede comerciar en
los mercados del tráfico de personas de cualquier
edad para la esclavitud sexual, el trabajo infantil, la
maternidad de alquiler y la venta de órganos huma-
nos (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k).
40
¿Quién ha oído hablar del genocidio (ER; véanse
a, b, d, e, f, g, h, i y k) que se lleva a cabo desde
hace casi cincuenta años en Papúa occidental, don-
de los indígenas son un obstáculo para el «progreso»
neoliberal (saqueo), lo que de forma eufemística se
ha dado en llamar «industria de la minería» o «explo-
tación forestal»? Un informe de 2004 de la Facultad
de Derecho de Yale, Indonesian Human Rights Abuses
in West Papua: Application of the Law of Genocide to
the History of Indonesian Control (Abusos de Indo-
nesia contra los Derechos Humanos en Papúa
Occidental: Aplicación de la Ley de Genocidio a la
historia del dominio de Indonesia)15 concluye que «la
evidencia histórica y contemporánea que aquí se
expone demuestra claramente que el gobierno de
Indonesia ha cometido actos prohibidos con el pro-
pósito de destruir a los habitantes de Papúa occi-
dental, violando así la Convención de 1948 para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio y la
prohibición del derecho internacional consuetudina-
rio que esta Convención consagra». ¿Genocidio?
¿Cómo es que no sabemos nada al respecto? ¿No
nos importa? ¿Existen realmente los derechos huma-
nos? El genocidio impune parece sugerir que la res-
puesta es «no». La no tan secreta «industria» en
Papúa occidental es el asesinato, la tortura y el
saqueo y, en este mundo global, se apoya en la
industria internacional del armamento, que permite
41
al régimen de Indonesia continuar su trayectoria
genocida. Puede que el genocidio no sea de dominio
público (¡qué vergüenza, los medios!), pero siempre
ha habido algunas voces que claman contra los bár-
baros crímenes que se cometen en ese hermoso
país, aunque sus protestas hayan caído por lo gene-
ral en oídos sordos o indiferentes. ¿Por qué? ¿Acaso
no disponemos de las declaraciones de derechos
humanos y de una Corte Penal Internacional? ¿No
hemos avanzado más allá del pensamiento previo a
la Ilustración? ¿Estamos sumidos aún en una ideolo-
gía como la de san Agustín (354-430) para quien «la
primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado,
que somete un hombre a otro con el vínculo de la
posición social»16 (ER; véase c, con carácter retroac-
tivo), que considera la esclavitud una consecuencia
de la caída del hombre? ¿El supuesto pecado original
de nuestros dos dudosos antepasados excluye a los
habitantes de Papúa occidental de los derechos pro-
clamados en la Declaración «Universal»? La «caída
del hombre» no tiene nada que ver con la serpiente
y la manzana sino con la esclavitud. La dura realidad
es que los derechos humanos sólo benefician a algu-
nos y si los que gozan de ellos no reconocen el deber
de exigir y proteger los derechos de los demás, se
reducirá cada vez más el círculo de los afortunados,
que irán expoliando en proporción creciente. ¿Qué
será entonces de la humanidad?
42
Las mercancías pueden ser intangibles y secretas y
adoptan, cada vez más, la forma de transacciones
financieras, de especulación con la deuda individual y
soberana, y de elementos tan etéreos como los mer-
cados de derivados (futuros y opciones). El Estado
abandona sus funciones tradicionales para proteger
mediante la represión los bienes privados. Los diri-
gentes de los bancos centrales y los responsables de
los idearios políticos dan máxima prioridad al sector
financiero y se oponen a cualquier plan que pueda
elevar la tasa de inflación porque eso reduciría el
valor de sus bienes e ingresos, que se basan en el
interés. Mientras esos bienes se multiplican, los tra-
bajadores se ven obligados, por la presión del rápido
aumento de los niveles de desempleo (ER; véase k)
a aceptar salarios cada vez más bajos. En un mundo
justo, las personas que han provocado esta situación
serían los primeros en perder su empleo.
Los derechos humanos hoy no son universales. El
sistema de mercado neoliberal sí lo es. Es un tejido
global de interdependencias económicas, esencial-
mente por encima y más allá del control humano, un
ente fantasmagórico, supuestamente imparcial, que
gobierna todas las cosas. Hoy en día los «actores» no
son seres humanos autónomos que hacen sus pro-
pios planes de vida; son agentes financieros disfraza-
dos con muchos ropajes: corporaciones, alianzas de
empresas multinacionales, entidades invisibles,
43
comerciantes sin escrúpulos y consorcios financieros
que diseñan las políticas económicas que afectan a
cada individuo del planeta sin que nadie tenga la
posibilidad, por no hablar del derecho, de oponerse
a ellas.
La actual economía neorentista, cuyos orígenes
se remontan a las secuelas de la Primera Guerra
Mundial, cuando los créditos hipotecarios comenza-
ron a moverse en el terreno económico de la indus-
tria y el comercio, y que luego quedó reforzada por
la ideología de la Guerra Fría contra los trabajadores,
podría describirse como una forma neofeudal de ser-
vidumbre por deudas, tanto en términos económi-
cos como porque propugna los valores de la preilus-
tración. Incluso el calificativo «neoliberal» es enga-
ñoso porque en realidad, los verdaderos economis-
tas «liberales», como John Stuart Mill, por ejemplo,
intentaron mantener un equilibrio adecuado entre
los precios y los costes y proteger los mercados de los
intereses rentistas y del capitalismo salvaje.
Un fenómeno funesto conocido como «las finan-
zas» se ha adueñado de la esfera económica, de la
industria, de los bienes inmobiliarios y de los propios
gobiernos. Se considera una fuerza autónoma que
hace dinero por sí sola. Esto implica sigilo, falta de
responsabilidad y la conquista ideológica, centrada
sobre todo en una idea distorsionada, desquiciada,
de la «libertad». Para los financieros, la «libertad» de
44
especular implica «liberar» el mercado de obstáculos
(como los derechos humanos) que puedan interpo-
nerse en el camino del comercio y el lucro. La pros-
peridad financiera, construida en realidad sobre la
deuda en términos de los medios de producción y
de los ingresos de toda la sociedad, se presenta
como un sector visible y productivo de la economía
real, aunque lo único visible de esta «riqueza» sean
las cifras que parpadean febrilmente en las pantallas
de las bolsas. La situación ideal del banquero es una
economía que se capitaliza en su totalidad: cuando
los excedentes económicos no se reinvierten en acti-
vidad productiva sino que se abonan como intereses
(a ellos o a los financieros).
Los inmensos riesgos de esta especulación se
comprueban en el baile de cifras de casinos tan su-
puestamente venerables como la New York Clearing
House y la Chicago Mercantile Exchange, en los que
cada día el equivalente al PIB de todo un año de
Estados Unidos cambia de manos a la misma vertigi-
nosa velocidad que los cálculos de decenas de orde-
nadores. No es de extrañar que el sistema fomente el
fraude. En el caso de los préstamos hipotecarios de
alto riesgo en Estados Unidos, que implica a «respe-
tables» bancos y agencias de calificación, una investi-
gación del FBI (Servicio de Investigación Federal)
demostró que casi todos daban calificaciones fraudu-
lentas que rozaban los 750.000 millones de dólares
45
en las crisis de los mercados financieros de 2008 y
2009.17 Lejos de castigar a las instituciones financie-
ras culpables, se les dio un rescate de 13 billones de
dólares, que fue presentado como si toda la econo-
mía productiva dependiera de él.
Mohamed Bouazizi era un excelente economista.
Entendía los principios básicos de los economistas
políticos clásicos: la base productiva de una sociedad
no puede ser obra de una timba de jugadores com-
pulsivos que dicen ser ejecutivos de un banco, sino
que la construyen los trabajadores en sus puestos de
trabajo, y que las causas reales del desastre económi-
co había que buscarlas en las altas concentraciones de
riqueza, bienes e ingresos. En este sistema, los finan-
cieros criminales reciben escandalosos finiquitos y
convierten en chivos expiatorios a los ya castigados
trabajadores que acaban aún más penalizados. Todo
ello está íntimamente vinculado a los derechos huma-
nos. El problema se encuentra en el mismísimo cora-
zón podrido de la economía capitalista neoliberal.
Las cifras de las transacciones financieras revolo-
tean en el ciberespacio y a primera vista podría pare-
cer que tienen poco que ver con el común de los
mortales. La Europa del Este y la antigua Unión
Soviética, sin embargo, ofrecen un ejemplo de cómo
el poder de las lejanas finanzas afectan a las condi-
ciones reales de vida. Cuando el FMI impulsó su
«terapia de shock» a partir de 1989 para imponer «el
46
mercado» a un territorio totalmente desprevenido, el
número de personas que vivían en la pobreza en
estos países se triplicó y alcanzó la cifra de cien
millones. Esto dio lugar a una forma de capitalismo
mafioso en Rusia y Asia Central y a regímenes auto-
ritarios y corruptos que todavía afectan a un 80% de
los pueblos de la antigua Unión Soviética.18 Una
severa censura, elecciones fraudulentas, tribunales
controlados por el gobierno y una disidencia política
sistemáticamente reprimida marcan el descenso de
los indicadores de las actitudes democráticas.
Profundamente arraigada en la economía real, la
«leyenda» de los derechos humanos no es ninguna
fábula infantil. Esa economía financiera en la que
apenas se logra sobrevivir es una historia de terror,
donde la especulación criminal y el parasitismo se
presentan como productivos mientras el gasto públi-
co se tacha de «improductivo», cuando en realidad
la salud, la educación y el transporte son la columna
vertebral de un economía verdaderamente producti-
va. La falsedad se agrava y se extiende con el fin de
difundir el evangelio de la libertad neoliberal. La
ideología del libre mercado requiere tomar el con-
trol de la prensa y del sistema educativo (por ejem-
plo, eliminando la historia del pensamiento econó-
mico del plan de estudios universitarios e imponien-
do con fervor el cuento de hadas del individualista
resistente, del hombre afortunado que ha salido de
47
la pobreza gracias a sus muy denodados esfuerzos).
Para dar un ejemplo de los efectos del control des-
pótico sobre la prensa sin citar a los sospechosos habi-
tuales, como Fox News o Rupert Murdoch, la persona
más rica de Australia, una mujer llamada Gina
Rinehart (con una creciente fortuna procedente de la
minería, calculada hoy en 2.400 millones de dólares)
ha comprado participaciones en Fairfax y otros diez
medios de comunicación para explicar y predicar lo
que conviene a «la nación»; o sea, para despotricar
contra los impuestos sobre los archimillonarios y
expresar su opinión de que Australia necesita «mano
de obra invitada». Se refiere, naturalmente, a algo que
podríamos llamar semiesclavitud, a trabajadores «invi-
tados» pero infraremunerados (ER; véanse c, e, j y k)
que, según ella, deben ser semicualificados y quedar
confinados en las zonas más ardientes y remotas: en
una «zona económica del norte» que funcionaría
como un estado de excepción en el que los bajos sala-
rios salvarían a «la nación» del aumento de los precios.
Gina Rinehart, como sus iguales, cree que los más
ricos deben recibir beneficios fiscales especiales por-
que «trabajan para obtener ingresos» y son el motor
de la economía. Los parásitos, dicen, son los benefi-
ciarios de la asistencia social y no deben recibir ayu-
das porque representan lo «improductivo» del gasto
del Estado. O sea que los pobres no pueden tener
derechos porque no los merecen.
48
En el siglo XXI los estados son débiles y están
dominados por el mercado. Se caracterizan por los
delitos económicos y la corrupción. Funcionan a
menudo como estados de excepción en los que los
sistemas legales se ignoran y todo vale. Esto genera
una violencia a la que las instituciones débiles no
pueden hacer frente. Es así como la «seguridad» (de
los ricos) queda monopolizada por la empresa priva-
da y los organismos militares y paramilitares del
Estado. En 1999, había en Sudáfrica cuatro guardias
de seguridad por cada miembro de la policía unifor-
mada. En este caso, el ejército privado, representado
por el sector de la seguridad, cuenta con más perso-
nas armadas que el propio ejército regular. Entre sus
clientes figuran los ricos blancos que pagan por esa
seguridad, por lo que la brecha de las diferencias
raciales se ahonda. Todos los sistemas sociales están
violentamente divididos entre los que tienen mucho
(los ricos) y los que tienen poco o nada (los pobres),
y aún más profundamente fragmentados a causa de
los conflictos que surgen entre las personas que se
ven obligadas a escarbar entre la basura para ganarse
la vida en un mundo deshumanizado (ER; véase k).
Las cifras por sí solas son suficientemente horri-
bles. Sin embargo, deberíamos estar más horroriza-
dos. Para ser verdaderamente humanos, deberíamos
realizar la proeza de recrear y recordar que todas las
cifras que empleamos cuando queremos hablar de
49
los desposeídos representan a personas con nom-
bres, rostros, familias, historias y sentimientos; cual-
quier persona, cualquier Mohamed Bouazizi de la
vida real al que «no le permitieron vivir». Cada dígi-
to que forma las estadísticas de la tragedia: la pobre-
za, la indigencia, el hambre, la muerte, la tortura, los
mutilados por las minas, los desplazados, los refugia-
dos, los esclavizados, y así sucesivamente; cada dígi-
to, indisolublemente ligado al parpadeo de los nú-
meros de la bolsa de valores, representa el sufri-
miento de una vida humana única y los efectos per-
judiciales de todas las personas en relación con esa
persona. El sufrimiento no es una nube amorfa.
Afecta a los seres humanos, individuos de carne y
hueso, cada uno con su nombre y su firma, con su
estructura genética singular, su personalidad, su
forma particular de caminar, de sonreír, mirar y
amar, uno más uno más uno más uno más uno...
hasta sumar los miles de millones de seres humanos
en peligro. Aunque restemos unos cuantos miles, no
se alivia el dolor de los que quedan, porque el mal
es único para cada uno de ellos. Por eso, los dere-
chos humanos y la dignidad tienen que ser universa-
les. De lo contrario, la justicia se habrá esfumado.
Si los derechos humanos están para fomentar el
«espíritu de fraternidad» de la Declaración Universal
de Derechos Humanos, la empatía es necesaria, la
capacidad de ponerse en otra piel y sentir lo que sig-
50
nifica ganarse una existencia a duras penas sin saber
de dónde vendrá la próxima comida, siempre pen-
diente de los caprichos y la crueldad de otros, de ser
esclavo en condiciones infames, de ver cómo tus hijos
se consumen y se mueren de hambre, de diarrea,
paludismo y otras enfermedades fáciles de prevenir.
La denuncia al sistema de Mohamed Bouazizi horro-
rizó a muchas personas porque la autoinmolación es
un acto atroz de desesperación. No es menos terrible
la venta de niños para la esclavitud y la prostitución,
el trabajo forzoso (ER; véanse c, e, g, h y k) y el resto
de las atrocidades del neoliberalismo. ¿Es nuestra ima-
ginación tan limitada que enmudecemos ante seme-
jantes crímenes, que somos incapaces de gritar que
esto no se puede permitir, que todo ser humano tiene
sus derechos? ¿No pueden aquellos que disfrutan de
sus derechos, unos derechos que presuntamente son
universales, reclamar los de quien no los tiene, los de
los excluidos? Observemos ahora algunas de las cifras
que se barajan, cifras que no son abstractas porque
representan a seres humanos. Debemos intentar con-
cebir lo que siente una persona al tratar de sobrevivir
en condiciones en las que los números sólo son una
quimera. El ejercicio debe ser insoportable.
• Más de tres mil millones de personas (casi el
50% de la población mundial) subsisten con dos
dólares y medio, o menos, al día.19
51
• El 40% de la población mundial más pobre
representa el 5% del ingreso global. El 20% más rico
representa alrededor del 80% del ingreso mundial.20
• Unos mil millones de personas entraron en el
siglo XXI sin saber leer un libro ni poder firmar con su
nombre.21
• Más de 30.000 niños (o sea, «sólo» los meno-
res de cinco años) mueren cada día (cerca de once
millones cada año, cifra que equivale a la población
infantil de Francia, Alemania, Grecia e Italia juntas),
debido a la pobreza (ER; véanse a, b y k). Y «mue-
ren en silencio en algunas de las aldeas más pobres
de la tierra, lejos de la mirada y la conciencia del
mundo. Ser mansos y débiles en la vida hace que
estas multitudes agonizantes sean aún más invisibles
en la muerte».22
La tentación neoliberal no es nueva. Diez meses
antes de proclamarse la Declaración Universal de
Derechos Humanos, George Kennan, el arquitecto
del Plan Marshall y jefe del Departamento de Estado
de Planificación de Políticas de EE.UU., vio lo que se
avecinaba, el espejismo de un mundo aparentemente
unificado, dominado por las grandes potencias, pri-
mero en forma de estados y luego de corporaciones.
Tenemos alrededor del 50% de la riqueza del
mundo, pero sólo el 6,3% de su población. [...]
52
Nuestra gran tarea a partir de ahora es diseñar un
modelo de relaciones que nos permita mantener esta
posición de disparidad. [...] Dejemos de hablar de
objetivos difusos e irreales como los derechos huma-
nos, la mejora de las condiciones de vida y la demo-
cratización. Falta poco para el día en que tendremos
que trabajar con conceptos categóricos de poder.
Cuanto menos nos obstaculicen los eslóganes idealis-
tas, mejor.23
La Declaración de 1948 nació muerta porque,
incluso en su gestación, quedó condenada a langui-
decer entre los «objetivos irreales», sacrificada a los
«conceptos categóricos de poder» porque había que
mantener la disparidad de la riqueza. Las «consignas
idealistas» y la «leyenda» de la dignidad humana uni-
versal tenían que ser arrojadas al vertedero de los
sueños peligrosos, al que el arquitecto social Kennan
creía que pertenecían.
El concepto de Estado-nación sobre el que se
establecen las bases para la doctrina de los derechos
humanos ha cambiado. Estamos presenciando, no
sólo el debilitamiento del Estado-nación, sino tam-
bién el fortalecimiento simultáneo de los mercados
transnacionales y de los agentes financieros que, a
través de empresas o alianzas multinacionales, con-
sorcios financieros, camarillas como el misterioso
Grupo Bilderberg, e incluso acciones individuales,
definen la política económica que influye en todo el
53
planeta. El credo neoliberal unidimensional está am-
pliamente consolidado y listo para enfrentarse a nue-
vos e inciertos escenarios en el marco de la globali-
zación económica y política.
En la época feudal, los soberanos, reforzados por
todo un séquito de señores feudales y obispos, recla-
maron un «derecho divino» para privar a sus súbditos
de la libertad, imponer altas tasas a los ciudadanos e
impedir a los campesinos la posesión de las tierras en
las que vivían, por lo que éstos se empantanaron en
la pobreza y en la dependencia. Cuando los reyes
comenzaron a cobrar impuestos a los ricos para
financiar sus sueños de poder y codicia, las elites
finalmente comprendieron la conexión entre sus
bienes y sus libertades. Hoy en día, el mercado es el
que tiene el derecho divino de despojar a la gente de
su propiedad y la «crisis» estrecha con su mortífero
abrazo a la clase media, por ejemplo la estadouni-
dense, a los (ex) propietarios de casas con ejecucio-
nes hipotecarias. Hizo falta una revolución para aca-
bar con el feudalismo, y en esa revolución la íntima
conexión entre la propiedad y la libertad no se per-
dió: Maximilien Robespierre no podía ser más claro.
Si se pone en peligro la libertad, la propiedad se des-
legitima y la causa de la destrucción de la libertad es
la abismal desigualdad económica, «la fuente de
todos los males».24 En su discurso sobre la subsisten-
cia del 2 de diciembre de 1792, se preguntó: «¿Cuál
54
es el objetivo principal de la sociedad? Se trata de
mantener los derechos inalienables del hombre.
¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a
existir. Por lo tanto, la primera ley social es aquella
que garantiza a todos los miembros de la sociedad los
medios de la existencia; todos los demás están su-
bordinados a ésta; la propiedad fue instituida y
garantizada sólo con el fin de consolidar esta ley; si la
propiedad se tiene, es en primer lugar para vivir. Y no
es cierto que la propiedad pueda oponerse a la sub-
sistencia de los hombres». Robespierre se suele pre-
sentar hoy en día como el padre de todos los demo-
nios, probablemente porque su verdad es más que
evidente, irrefutable, sobre todo si se considera desde
el punto de vista de los derechos humanos universa-
les. La propiedad privada nunca debe arrebatar la
«subsistencia de los hombres». ¿No es acaso ésta la
declaración de un hombre justo?
Hoy en día un puñado de personas puede impug-
nar las órdenes nacionales e internacionales y actuar
en contra de la subsistencia de los ciudadanos con el
fin de imponer sus propios intereses. Ésta es una de las
principales causas de la pobreza extrema, por no decir
de la esclavitud pura y dura (ER; véanse c, d, g, h y
k).25 Si los seres humanos tienen reclamaciones váli-
da sobre sus necesidades, éstas deben ser los re-
quisitos básicos de la subsistencia y la seguridad que
permiten la libertad, es decir, los derechos básicos que
55
Henry Shue define como «... las exigencias mínimas
de cada persona respecto a las otras [...], la base racio-
nal de las exigencias admitidas, y que no es razonable
que una persona con un mínimo respeto por sí misma
se conforme con que le sean negadas». De esta mane-
ra, identifica el deber de todo el mundo de proteger
«los derechos de aquellas cosas sin las cuales no se
puede disfrutar de otros derechos».26
El filósofo alemán Thomas Pogge va al quid de la
cuestión, es decir a la cuestión de la responsabilidad:
«Somos cómplices de un crimen inconmensurable
contra la humanidad al defender el actual orden
económico mundial» (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g,
h, i, j y k).27 La pobreza se impone mediante las polí-
ticas de nuestros representantes electos, los magna-
tes no elegidos y sus instituciones económicas, den-
tro y fuera de las fronteras estatales. El neoliberalis-
mo y su mercado, que en gran parte promocionan el
hedonismo sin sentido, tienen muchas maneras de
desalentar la reflexión sobre nuestra propia respon-
sabilidad, sobre cómo nuestras decisiones de consu-
mo excesivo y frívolo afectan directamente a las
vidas de otras personas que están geográficamente
distantes, en el Congo, por ejemplo. Las violaciones
de los derechos humanos que causan la pobreza tie-
nen profundas raíces que extienden la responsabili-
dad más allá de las fronteras nacionales, en un pro-
ceso histórico en el cual se estableció la hegemonía
56
mediante la esclavitud, el colonialismo, la conquista
militar y el genocidio (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g,
h, i, j y k, con carácter retroactivo). Disfrutar del
botín de nuestros antepasados supone el saqueo
continuado de otras personas, principalmente de los
habitantes del tercer mundo, y sobre todo de las
mujeres y niños (ER; véase h). La carga ética de nues-
tras actuales generaciones consiste en identificar a
través del conocimiento del pasado los problemas de
hoy y tratar de ponerles remedio. ¿Cómo puede la
reivindicación de una necesidad –el derecho a no
padecer una debilitadora pobreza– convertirse en
un derecho jurídico especialmente instituido que
requiere agentes especializados en hacer cumplir las
obligaciones legalmente establecidas con el objetivo
de garantizarlas para todo el mundo? La condición
previa para la garantía de los derechos universales se
insinúa en el artículo 28 de la Declaración Universal
de Derechos Humanos, que es más relevante que
nunca en esta era de globalización: «Toda persona
tiene derecho a que se establezca un orden social e
internacional en el que los derechos y libertades pro-
clamados en esta Declaración se hagan plenamente
efectivos». Los derechos humanos no son sólo rei-
vindicaciones morales de unos individuos sobre
otros individuos y sus estados, sino esencialmente
sobre el orden institucional internacional en el que
se desenvuelven los individuos y los estados. El pro-
57
blema es que el sistema neoliberal no es un sistema
moral, ya que ha dado preferencia al «mercado»
sobre los seres humanos.
El 10 de mayo de 1793, Robespierre recalcó en
contundentes términos que «la miseria de los ciuda-
danos no es otra cosa que el crimen de los gobier-
nos». Sin embargo, los gobiernos y las corporaciones
no son los únicos criminales. Si disfrutamos de dere-
chos, incluso del derecho a conocer, y nos olvidamos
de los deberes que los acompañan y no hacemos
nada para impedir los crímenes, somos cómplices,
porque, como dijo James Baldwin a propósito de la
segregación y otros actos de lesa humanidad (ER;
véanse j y k) en Estados Unidos: «La inocencia cons-
tituye el delito».28 Sólo podemos mostrar indiferen-
cia o adoptar una actitud de impunidad si recurri-
mos al primitivismo de la preilustración y, en la
actualidad, en 2011, hay muchos signos inquietantes
que sugieren que éste es exactamente el horizonte
hacia el que nos dirigimos.
Veredicto
Culpable de todos los cargos.
58
2
El léxico
de los«derechos humanos»
Terreno extremadamente peligroso […] el lenguaje
constituye […] una poderosa arma [… y] el arte de la
oratoria se confunde en la China antigua con el arte
de la guerra, con la inteligencia estratégica […]. 29
Medio milenio antes de nuestra era, durante la épo-
ca de los Reinos Combatientes, Confucio advertía
del peligro de los hombres verbosos y su palabrería
en un sistema político dominado cada vez más por
oradores elocuentes, mercenarios de la palabra; el
equivalente a los asesores políticos que hoy doran la
píldora de los actos de sus amos. Los grandes sabios
de la época de Confucio señalaron en reiteradas
ocasiones que los oradores que utilizan la palabra
como instrumento de persuasión, o como un arma
cínicamente separada de su contexto y su sentido
original, negando así cualquier realidad que un
vocablo pudiera haber representado en su origen,
59
son una de las causas primordiales de todos los ma-
les y desgracias que amenazan a la nación. No
puede haber ningún contrato social si las palabras
que lo constituyen son dudosas porque, en ese caso,
el estado de la nación seguramente no sería lo que
dice ser. Cuando se despoja de su significado real a
las palabras que representan los valores y la ética de
una sociedad, podemos alarmarnos por la salud de
la realidad que pretenden transmitir. No nos deje-
mos engañar ni inducir a la inacción por el uso fal-
seado o a-histórico de las palabras. Reconocer que
las palabras tienen historia, revelar su pasado a fin de
arrojar luz sobre el presente, entender esa parte que
les hurtaron y valorar su poética original es un pro-
yecto fecundo, incluso revolucionario.
Hace poco, en su discurso tras la muerte de
Osama Bin Laden en Abbottabad, Pakistán, a manos
de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, el ex
profesor de derecho y presidente de Estados Unidos,
Barack Obama, proclamó el 2 de mayo de 2011:
«Vamos a ser fieles a los valores que hacen de no-
sotros lo que somos. Y en noches como ésta, pode-
mos decir a las familias que han perdido a seres que-
ridos ante el terror de Al Qaeda: se ha hecho justi-
cia». Tal vez el abogado Obama desconocía el axio-
ma nemo esse iudex in sua causa potest (nadie puede
ser juez de su propia causa). En cualquier caso, lo que
sucedió esa noche –entrar en el espacio de otro país
60
para ejecutar a un hombre desarmado, dispararle a la
cabeza delante de su familia, matar a cinco personas
más y luego, a toda prisa y en secreto, tirar el cuerpo
al mar– no tiene nada que ver con la justicia. La jus-
ticia implica necesariamente el debido proceso den-
tro de la ley: una garantía fundamental y constitucio-
nal para que todos los procedimientos judiciales sean
justos en un tribunal debidamente establecido, con
una acusación formal, una defensa, una audiencia
con pruebas y una sentencia, todo ello estrictamente
de acuerdo con la ley. Sin embargo, casi nadie se dio
cuenta de que la justicia también había sido asesina-
da. Los ciudadanos estadounidenses bailaron y
ondearon sus banderas en las calles de Washington y
Nueva York; el primer ministro británico, David
Cameron opinó que era un «gran paso adelante»
(¿hacia dónde?); el Ministerio de Relaciones Ex-
teriores de la India lo calificó de «hito victorioso»,
mientras que, para el primer ministro israelí, Ben-
jamin Netanyahu, fue un «triunfo rotundo».
La caza de Bin Laden, ese «triunfo rotundo», ha
tenido un coste de casi un millón y medio de muer-
tos en Irak,30 más de 10.000 civiles muertos en
Afganistán, un sacrificio que supera los 7.000 solda-
dos de las fuerzas de ocupación en Irak y Afganistán.
La factura total de la llamada «guerra contra el
terror» asciende a dos billones de dólares.31 Después
de la ejecución de Osama Bin Laden, el presidente
61
Obama concluyó su victorioso discurso declarando:
«Recordemos una vez más que Estados Unidos pue-
de hacer lo que se proponga». En el mismo discurso
habla de «la historia de nuestra historia», «la bús-
queda de la prosperidad para nuestro pueblo», «la
lucha por la igualdad para todos nuestros ciudada-
nos», la defensa de «nuestros valores en el extranje-
ro» y los sacrificios de Estados Unidos para hacer
«del mundo un lugar más seguro».
Esa «historia de nuestra historia» de la que habla
Obama se desliza suavemente sobre las duras proe-
zas de una nación construida sobre el genocidio, la
esclavitud y el racismo. No fue en absoluto acciden-
tal, ni siquiera uno de esos lapsus que revelan ver-
dades sorprendentes, que el nombre clave de la
operación de Abbottabad fuera «Gerónimo». «La
historia», en este caso, se remonta a una «justicia»
propia del salvaje Oeste, como el tiroteo en el OK
Corral. Gerónimo (Goyaałé, «el que bosteza»), un
guerrero legendario, famoso por su valentía, un gran
estratega capaz de eludir a las autoridades estadou-
nidense y mexicana, forma parte de una larga histo-
ria de resistencia de un pueblo contra los coloniza-
dores españoles, el pillaje de los soldados mexicanos
y estadounidenses, y el robo de la tierra de su pue-
blo, los apaches chiricahuas. Si nos proponemos insi-
nuar que Bin Laden es un antiguo enemigo de la
casta de los que fueron derrotados en el mito funda-
62
cional de América, bastaría una sola palabra, el nom-
bre de un apache «malo».
El presidente Obama dice que «pueden hacer lo
que se propongan». Pues resulta que la tasa de
pobreza de su país (14,3% en 2009) y la de pobreza
infantil (20%) es la segunda peor entre las naciones
desarrolladas, con una mortalidad infantil que las
supera a todas. ¿Es eso lo que se «proponen»? Así las
cosas, ¿cómo puede hablar de «la búsqueda de la
prosperidad de nuestro pueblo» y «la lucha por la
igualdad para todos nuestros ciudadanos»? Catorce
millones de estadounidenses están en paro y la tasa
de los afroamericanos desempleados duplica la de
los blancos. Si no se «propone» solucionar estos
enormes problemas sociales, ¿qué «valores» puede
difundir el presidente Obama en el extranjero? Es
más que probable que la muerte política de Bin
Laden se sellara definitivamente con las revoluciones
de masas que estallaron en el mundo árabe cuatro
meses antes de su muerte física, pero se ha querido
arrebatar esa victoria a los pueblos árabes y reem-
plazarla por el mensaje del OK Corral.
La etimología es muy reveladora. Si lo justo (del
latín justus, «honrado», «imparcial» y «equitativo», y
también de jus, «recto» y más aún, «derecho legal» o
«ley») pudo ser extirpado tan fácilmente de la noción
de justicia e integrado al mito racista de la fundación
de Estados Unidos, según el cual los vaqueros (en la
63
época considerados forajidos) ganaron a los indios
con armas de fuego, los «derechos humanos» tam-
bién han sido despojados tanto de lo «humano»
como del «derecho».
Ningún presidente ha hecho más que yo
por los derechos humanos.
GEORGE W. BUSH, The New Yorker,
19 de enero de 2004
En los últimos años hemos visto todos los inten-
tos de convencer al mundo de que Saddam Hussein
tenía armas de destrucción masiva, o de que el aho-
gamiento simulado no es tortura, o de que George
W. Bush es el campeón mundial de los derechos
humanos. Los presidentes de Estados Unidos hablan
mucho de los derechos humanos. George W. Bush,
el presidente que defendía la tortura, la entrega de
prisioneros a los calabozos más siniestros del
mundo, la tortura por waterboarding (ahogamiento
simulado), Abu Ghraib, Guantánamo y la suspen-
sión del habeas corpus, fue también el presidente
más conocido por sus garrafales errores en público,
por lo que quizá podríamos suponer que en reali-
dad quería decir: «Ningún presidente ha hecho más
que yo contra los derechos humanos». Sin embar-
go, el dominio de Bush de las preposiciones es una
cosa y su desprecio por los derechos humanos, que
64
se revela brutalmente en su arrogante y falsa afir-
mación, es otra. No es la gramática lo que nos
importa, sino el desprecio. Sean cuales fueren los
derechos a los que se refiere, seguro que no se trata
de los derechos humanos. Veamos una muestra de
cómo se autoconfirió el «derecho» a suspender los
derechos de otras personas con sus órdenes ejecuti-
vas (¡en total 262!), que equivalían a un estado de
excepción, entre ellas la derogación de la Ley de
Registros Presidenciales a favor de la transparencia
(orden número 13.233), la de esquivar los
Convenios de Ginebra (13.440), la de reestablecer
el tapujo mediante la retirada de documentos des-
clasificados (13.292), la de permitir todo tipo de
abusos en Irak (13.303 y 13.438) y la de alterar las
normas federales en materia de política ambiental a
favor de las grandes empresas (13.422). La idea de
Bush del «derecho» es uno de los pilares del neoli-
beralismo: el tipo de derecho que es sinónimo de
«poder». Dado que el término «derechos humanos»
ha sido tan difamado por los poderosos, un mani-
fiesto que reclame los derechos humanos en los tér-
minos que tan bien comprendió Mohamed Bouazizi
tendrá que volver a los orígenes radicales, al verda-
dero significado de las palabras.
65
Universal
Toda la filosofía moral puede aplicarse tanto a la vida
colectiva y privada como a otra forma de vida más
compleja: todo hombre abarca en sí mismo toda la
condición humana.
MICHEL DE MONTAIGNE,
XIV, «Sobre el arrepentimiento», Ensayos, 1580
Un derecho no es una pretensión arbitraria ni infun-
dada. Se trata de «una expectativa que aduce razo-
nes y argumentos, que se considera ‘‘bien fundada’’,
‘‘legítima’’, o si se prefiere, ‘‘justa’’».32 En teoría, la
naturaleza generalizada de un derecho humano lo
distingue de cualquier privilegio limitado a un grupo,
clase o casta y, por lo tanto, ponemos el énfasis en lo
«universal» de las declaraciones modernas de los de-
rechos humanos.
En la psicología globalizada de hoy, el alcance
global es un privilegio de los ricos y poderosos. La
suerte de los pobres y débiles es sufrir el alcance de
los ricos y poderosos. Los consumidores ricos, globa-
les, ven la universalidad tal y como se refleja en los
menús de sus restaurantes preferidos,33 que ofrecen
todo lujo de detalles acerca de los orígenes de los
ingredientes de sus selectos platos, en los que pue-
den degustar ostras de Kumamoto, guisantes ingle-
ses, zanahorias de Nantes, avellanas del Piamonte,
66
curry de Madrás, trufas de Périgord, tomates de San
Marzano o pistachos de Sicilia, y así sucesivamente.
Esta geografía culinaria pone de manifiesto cómo la
geografía real de los paisajes del mundo se ha redu-
cido a un centro comercial gigante y globalizado en
el que los ricos no aprecian una buena zanahoria si
no tiene denominación de origen. Ésta es la visión de
la universalidad que nos tenemos que tragar.
En el documento más famoso sobre los derechos
humanos de los tiempos modernos, la Declaración
Universal de Derechos Humanos, la colocación del
adjetivo es reveladora. El adjetivo «universal» no se
refiere a la esfera de aplicación de los derechos
humanos, sino de la declaración misma. En una era
globalizada, cualquiera puede hacer una declaración
«universal» con el objetivo de llegar a todo el
mundo. Este Manifiesto también podría ser «univer-
sal», en la medida en que se dirige a todo el mundo,
pero éste no es un asunto de tener más o menos
audiencia. «Universal» aquí está enlazado a otras dos
palabras: universal D derechos D humanos. Obama,
por ejemplo, puede declarar a todo el mundo que
«podemos hacer lo que nos propongamos», una afir-
mación tan absurda como arrogante. La aplicación
universal de los contenidos de la Declaración es otro
asunto muy diferente que trasciende esas palabras,
ahora tan faltas de significado real que se han vuelto
sospechosas. Tan pronto como una persona se con-
67
vierte en un ser humano «genérico», en el sentido
retórico de la palabra «universal», se ve privada de
derechos humanos, porque esta figura ideal no tiene
ciudadanía ni ocupa un lugar en las estructuras
sociales y económicas, ni tampoco en las relaciones
de poder que determinan la vida de todo el mundo,
genérica e individualmente.
Si la palabra «universal» se ha convertido en un
lugar común en el discurso de los derechos huma-
nos, esa vulgarización sólo puede entenderse como
otra afrenta para los millones de personas que, sin
los medios básicos para la existencia, no pueden
ejercer sus derechos humanos. De acuerdo con las
cifras proporcionadas por el Banco Mundial en
2005, unos 1.370 millones de personas malviven
con menos de 1,25 dólares al día; 2.560 millones
malviven con menos de 2 dólares al día, y 5.050
millones (más del 80% de la población mundial) mal-
viven con menos de 10 dólares al día.34 Dos conoci-
dos analistas de la pobreza, Thomas Pogge y Sanjay
Reddy,35 calculan que el número de pobres supera
en casi el 50% la cifra que apunta el Banco Mun-
dial.36 El hecho de que exista tan enorme discrepan-
cia en las cifras demuestra que las instituciones más
poderosas del mundo desarrollado no toman en
serio la pobreza, como parece sugerir este título des-
preocupado y veleidoso de un informe del Banco
Mundial: «El mundo en desarrollo es más pobre de
68
lo que pensábamos, pero no por ello menos exitoso
en la lucha contra la pobreza». El otro abismo, por
supuesto, es el que se abre entre los muy ricos y los
muy pobres. La suma de la riqueza de las tres perso-
nas más ricas del mundo es mayor que la suma de
los PIB de los cuarenta y ocho países más pobres
(alrededor del 25% del total de países).37 La pobreza
extrema se concentra en los estados y territorios con
instituciones frágiles, políticas deficientes, propensos
a las guerras y con crisis de refugiados. Una cuarta
parte de la población del mundo en desarrollo
(85,4% de los extremadamente pobres), unos 1.140
millones de personas, viven sin los medios impres-
cindibles para la supervivencia humana.
De alguna manera, hemos de suponer que exis-
te alguna base real para lo que declara el artículo 2
de la Declaración Universal de Derechos Humanos
(1948):
Toda persona tiene todos los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración, sin distinción
alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión
política o de cualquier otra índole, origen nacional o
social, posición económica, nacimiento o cualquier
otra condición. Además, no se hará distinción algu-
na fundada en la condición política, jurídica o inter-
nacional del país o territorio de cuya jurisdicción
dependa una persona, tanto si se trata de un país
independiente, como de un territorio bajo adminis-
69
tración fiduciaria, no autónomo o sometido a cual-
quier otra limitación de soberanía.
La Declaración es un documento de aspiraciones
legítimas y válidas. No fue redactada con intenciones
obscenas o hipócritas salvo, tal vez, la pretensión de
reforzar la brillante imagen de Estados Unidos (la «tie-
rra de los hombres libres») en tiempos de la Guerra
Fría, por contraste con los reinos opacos del comunis-
mo. El problema clave –que dispara la sospecha de
que lo fundamental era la imagen– es que el docu-
mento no ofrece ningún mecanismo que permita po-
ner en práctica o garantizar los derechos humanos. La
Declaración dice que los derechos humanos son pre-
rrogativa de los «seres humanos» en general, como si
se pudieran distribuir entre «todos»; y ese «todos» es
un ente abstracto, una masa de seres humanos divor-
ciada de lo social, de la identidad económica y políti-
ca y de las relaciones, sobre todo de clase. No se con-
templan como patrimonio de los individuos –de cada
individuo– que viven en sociedades diferentes y cuyas
vidas se rigen por determinadas estructuras sociales e
institucionales. Esta disociación del mundo real y las
relaciones sociales, económicas y políticas es la que
provoca que los derechos humanos se transformen en
poco más que una concesión arbitraria que emana de
las relaciones de poder, de la música celestial de las
generosas promesas.
70
El uso que se hace de los derechos humanos,
ahora travestidos de humanitarismo en el mundo
globalizado, delata cómo la supuesta defensa de los
derechos humanos se ha convertido en abuso. Un
ejemplo será suficiente: uno de los «8 objetivos de la
guerra» del Pentágono en Irak38 era «prestar inme-
diatamente ayuda humanitaria de alimentos y medi-
camentos a los desplazados y a los muchos ciudada-
nos iraquíes necesitados». La sorprendente lógica de
este humanitarismo parece haber sido, en primer lu-
gar, crear esos «desplazados» (muchos de ellos hacia
su «emplazamiento» definitivo en la tumba) y luego
repartir limosnas humanitarias a los supervivientes.
En este sentido, el casus belli parece cumplir parcial-
mente con los aspectos tópicos de los derechos
humanos: pocos son los que expresan su oposición
a la causa «humanitaria», lo que se entiende por ayu-
dar a los demás, especialmente a los niños vulnera-
bles y patéticos que se utilizan con tanta frecuencia
en las imágenes publicitarias empleadas para recau-
dar fondos destinados a la ayuda humanitaria. Los
planificadores del Pentágono lo tenían muy claro:
restaurar unos supuestos derechos humanos al otro
lado del mundo ofrecería una justificación mucho
más plausible para ir a la guerra que las inexistentes
«armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein.
Los derechos humanos se han diluido en el humani-
tarismo, una herramienta del imperialismo de finales
71
del siglo XX o, en ciertos aspectos ideológicos e ins-
trumentales, una versión moderna de la «misión civi-
lizadora» de la época colonial, lo que nos lleva de
nuevo al «humanitario» rey Leopoldo y a su genoci-
dio en el Congo. No es de extrañar, pues, que los
derechos humanos se hayan utilizado en muchos
casos como un pretexto para violar el derecho inter-
nacional y la soberanía nacional.
Hay muchos ejemplos que apoyan la afirmación
de que los derechos humanos, en forma de humani-
tarismo, se han convertido en un instrumento más de
la universalización del neoliberalismo. Queda palpa-
blemente claro en las indecentes palabras que pro-
nunció una poderosa mujer neoliberal poco después
del tsunami que arrasó el sudeste asiático y acabó con
300.000 vidas: «Estoy de acuerdo en que el tsunami
ha representado una maravillosa oportunidad para
dar protagonismo no sólo al gobierno de Estados
Unidos, sino también al corazón del pueblo estadou-
nidense, y creo que nos ha aportado grandes dividen-
dos» (France Press, 18 de enero de 2005). Estas pala-
bras salieron de labios de la entonces secretaria de
Estado en funciones, Condoleezza Rice. Los «grandes
dividendos» vuelven directamente a las empresas de
los países «donantes» y los gobiernos se benefician de
las ventajas geopolíticas. Pero las supuestas «donacio-
nes» se distribuyen de forma arbitraria y temporal a
gente desposeída de sus derechos, a las víctimas de la
72
guerra, el hambre, las sequías, las catástrofes naturales
o artificiales, a la gente en masa, cuyas vidas, despoja-
das de dignidad cívica, se reducen a la mera supervi-
vencia porque no tienen los medios materiales para
ejercer sus derechos. Las personas más pobres del
mundo se encuentran en esta situación, la de «catás-
trofe humanitaria». Y este panorama no implica sólo a
las zonas «aceptadas» de los desastres, tales como
Haití, Afganistán o Darfur, sino también a Estados
Unidos, donde la creciente polarización entre ricos y
pobres hace que algunos analistas hablen ya de «ser-
vidumbre por deudas».39
El alcance universal de los derechos humanos
militarizados y neoliberalizados de hoy es patente en
el pensamiento de la Oficina del Coordinador para la
Reconstrucción y la Estabilización del Departamento
de Estado de Estados Unidos (S/CRS). En su confesada
misión de ayudar a «las sociedades en transición tras
un conflicto o una guerra civil» a «llegar a un camino
sostenible hacia la paz, la democracia y una econo-
mía de mercado», una de sus principales estrategias
es la de «desplegar el Equipo Humanitario de Es-
tabilización y Reconstrucción [HSRT, por sus siglas en
inglés] en los Mandos de Combate para participar en
la planificación posterior al conflicto, en la que las
fuerzas militares de Estados Unidos participan de
manera muy activa».40 Las alusiones militares son
también muy claras en un discurso pronunciado por
73
el entonces secretario de Estado, Colin Powell, en
2001, cuando describió a las oenegés «como multi-
plicadoras de nuestras fuerzas, como una parte muy
importante de nuestro equipo de combate».41
Además de lo que está sucediendo en Irak y
Afganistán –la violencia, el sufrimiento, la bonanza
económica para las empresas constructoras y de
armas de Estados Unidos–,42 todas las misiones
humanitarias de Honduras, Guatemala y Nicaragua
después del huracán Mitch; en Aceh, Tailandia y Sri
Lanka tras el tsunami; en Camboya, y en el desastre
humanitario más reciente de Timor Oriental, impli-
can el desmantelamiento de las instituciones locales
y graves consecuencias cuando se introduce el siste-
ma neoliberal en estas economías y se las somete a
una «reconstrucción»: acaban hinchadas por la con-
siguiente inflación galopante. Como dice Shalmali
Guttal de Focus on Global South: «No tiene nada
que ver con la reconstrucción; se trata de remode-
larlo todo».43 «Universal» en el sentido neoliberal sig-
nifica que «no puede ser local».
Según los indios cree, «sólo cuando el último
árbol haya muerto, se haya envenenado el último río
y atrapado el último pez nos daremos cuenta de que
no podemos comer dinero», pero esa economía no
interesa a los banqueros de Wall Street ni al comple-
jo militar-industrial. La aplicación de lo que el Pen-
tágono llama «multiplicadores de fuerzas» de los
74
derechos humanos en los proyectos neoliberales es
lo que Naomi Klein denomina «capitalismo del de-
sastre». Este concepto describe el saqueo, pero no
identifica el otro desastre, que es la devaluación de
los derechos humanos y de lo que se supone que
representan.
Otro problema de la universalidad en el caso de
los derechos humanos es su división en diferentes
clases, como si fueran independientes unos de otros.
En Occidente, donde los proveedores de derechos
humanos no suelen tener ningún problema con sus
condiciones materiales de existencia, el discurso
dominante da prioridad a los derechos individuales
y políticos. Esto queda bien ilustrado por la actitud
despectiva de Jeane Kirkpatrick, ex embajadora de
Estados Unidos ante Naciones Unidas, cuando des-
cribió los derechos económicos y sociales como
«una carta a Papá Noel».44 Es cierto que la Decla-
ración de 1948 ofrece una concepción unitaria de
los derechos humanos, pero pronto quedaron divor-
ciados y aislados en dos documentos diferentes: el
Pacto Internacional de Derechos Económicos, So-
ciales y Culturales45 y el Pacto Internacional de Dere-
chos Civiles y Políticos.46
Esta división se vio exacerbada por la actual idea
profusamente utilizada de «generaciones». Después
del ampliamente citado e influyente esquema pro-
puesto en 1950 por T.H. Marshall,47 modificado a
75
finales de la década de 1970 por el jurista checo
Karel Vasak,48 la «primera generación» de derechos
humanos ha venido a representar los derechos civi-
les y políticos y la protección del individuo de los
excesos del Estado (libertad de expresión, derecho
de reunión y un juicio justo, etcétera). Los de la
«segunda generación», derechos sociales, económi-
cos y culturales tienen que ver con la igualdad (el
empleo, la seguridad social, la salud, etcétera), mien-
tras que los de la amplia y mal definida «tercera
generación» son esencialmente internacionales y
colectivos (como la autodeterminación, el desarrollo
social y económico, y el derecho a los recursos natu-
rales). Este enfoque «generacional» facilitó la superfi-
cialidad impúdica de las palabras del ex presidente
del gobierno español, José María Aznar, en marzo de
2008 para describir el estado de cosas en Irak: «... no
es idílica, pero es una situación muy buena».49
Algunos pensadores han insistido en que los dife-
rentes tipos de derechos son importantes y que se
refuerzan mutuamente. Por ejemplo, Amartya Sen
ofrece su harto conocido dictamen: «No se han pro-
ducido hambrunas de importancia en ningún país
independiente y democrático con una prensa relati-
vamente libre»50 y (empezando la casa por el tejado)
el verdadero desarrollo social y económico sólo
puede producirse en los países pobres cuando hay
una mayor libertad de elección para todos los miem-
76
bros de la sociedad.51 Sin embargo, la opinión pre-
dominante es la de las «generaciones» diferenciadas,
la falsa jerarquía de los derechos y las esferas inde-
pendientes, que han ocultado la necesidad de iden-
tificar y centrarse en el derecho sobre el que se eri-
gen todos los demás: el derecho a los medios mate-
riales de existencia. Resumiendo, la escisión formal y
artificial entre los derechos políticos y las condicio-
nes materiales de existencia ha borrado sistemática-
mente la pobreza como el problema más grave de
derechos humanos.
Si la palabra «universal» se refiere a una declara-
ción de derechos dirigida a y para todo el mundo,
entonces los derechos humanos tienen forzosamen-
te que ser radicales porque esto lleva implícitas la
igualdad, la fraternidad y la libertad para todos. De
hecho, «universal» podría ser redundante, porque
«humano» ya es una categoría universal. Un nombre
más acorde con la práctica actual de los derechos
humanos sería «Declaración Universal de los Dere-
chos Humanos para Algunos Humanos». Si un
miembro de la especie humana se considera huma-
no, tal como la palabra ha sido generalmente enten-
dida desde la Ilustración, él o ella debe gozar de los
derechos que hacen posible la condición humana.
Estos derechos deben ser universales porque, como
descendientes hipotéticos que somos de nuestro
último ancestro común de África oriental, conocido
77
con el nombre de Eva Mitocondria, todos los huma-
nos compartimos un tronco genético único que nos
distingue de otras especies. En general se acepta
que, para ser operativos o, mejor dicho, auténticos,
los derechos calificados con el adjetivo de «huma-
nos» requieren de la dignidad humana y de la liber-
tad que, a su vez, se basan en la condición funda-
mental del derecho a la existencia material. Nadie
puede negar la verdad evidente, aunque silenciada
con frecuencia, de que «sin vida, ningún otro valor
es sostenible».52
Los derechos humanos, incluso los más básicos,
no son hoy de aplicación universal. Es falsario suge-
rir que la condición plenamente «humana» es uni-
versal cuando los segurócratas se amparan en las
«fuerzas oscuras», el «eje del mal», los «nidos del
terrorismo» y otras emanaciones inhumanas de su
imaginación desquiciada para pisotear sistemática-
mente los derechos apelando a la protección del
«mundo libre» de sus propios monstruos. Tampoco
es humano este «mundo libre» que tiene que ser
«seguro» (¿para quién?). Es el mundo del libre mer-
cado capitalista. Además de las fantasías instrumen-
tales que forjan el mundo enloquecido y maniqueís-
ta dividido entre algunos seres humanos y los demás,
existe la trágica evidencia del mundo real de las con-
diciones inhumanas de existencia de al menos la
mitad de la humanidad, que reducen a estas perso-
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Manifiesto de Derechos Humanos - Juliet Wark

  • 1.
  • 2.
  • 4.
  • 5. Julie Wark Manifiesto de derechos humanos colección Documentos
  • 6. Diseño de cubierta e interior: Carola Moreno y Joan Edo Maquetación: Joan Edo Revisión del texto: David Casassas Fondo de la cubierta: Shutterstock Imagen de la cubierta: graffiti del artista llamado Bansky Título original: The Human Rights Manifesto © Julie Wark © 2011, Ediciones Barataria, S.l. © de la traducción, Moreno y Wark ISBN: 978-84-95764-77-5 Depósito legal: M-38447-2011 Impreso por Grefol Esta obra es propiedad intelectual de la autora, que ha cedi- do temporalmente a Ediciones Barataria los derechos de edición. Tanto la autora como la editorial permiten, e inclu- so recomiendan, la reproducción para fines no comerciales de este Manifiesto de derechos humanos, siempre que se conserve íntegramente esta versión del texto y se haga men- ción a la autoría y propiedad de la obra.
  • 7. Introducción Este manifiesto va dirigido a todo el mundo. No se trata de una declaración más ni de otra lista de dere- chos humanos. Su tesis es que los derechos humanos pertenecen a la esfera de la economía política; que tienen que formar parte de los cimientos de toda sociedad que funciona correctamente. Cualquiera sabe que los seres humanos necesitan vivir en socie- dad y que esta condición social fundamental requie- re que esté cubierto el derecho básico de la existen- cia material de sus miembros. Todos los demás dere- chos, junto con el de la dignidad humana, derivan de éste. Este manifiesto es una reclamación legítima de los derechos humanos que ya están consagrados en tantas declaraciones. Aunque la Declaración Universal de Derechos Humanos fue ratificada en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 con cuarenta y ocho votos a favor, ninguno en contra y 7
  • 8. ocho abstenciones,1 en términos reales el respaldo a los derechos humanos ha sido muy escaso a nivel mundial. Más del cincuenta por ciento de la pobla- ción mundial vive en la pobreza, una cifra que se tra- duce en que unos 3.500 millones de personas no gozan de los derechos más básicos. La brecha cre- ciente entre ricos y pobres es de una injusticia incon- mensurable, incalificable. Para dar sólo un ejemplo, las 1.210 personas más ricas del mundo suman un patrimonio neto de 4,5 billones de dólares (un pro- medio de aproximadamente 3.720 millones de dóla- res cada uno). El conjunto del producto interior bruto (PIB, el valor monetario de toda la riqueza de un país durante un año) de los veinte países más pobres del mundo2 asciende a unos 310.000 millo- nes de dólares, por lo que la suma de esas fortunas privadas es casi quince veces mayor que el valor monetario combinado de todos estos países y sus 410 millones de personas (cuyos ingresos anuales individuales apenas alcanzan cifras que van de los 300 a los 1.200 dólares). Como promedio, cada archimillonario tiene más dinero, por ejemplo, que el PIB de Liberia, Eritrea o la República Centroa- fricana. Una persona en la pobreza extrema no puede vivir en condiciones de libertad y dignidad. En la otra cara de la moneda, tampoco tienen nin- guna dignidad las vidas perversas y esperpénticas dedicadas al consumo egoísta de lujos, a la posesión 8
  • 9. de un sinfín de casas mastodónticas, flotas de auto- móviles y aviones privados. Cualquiera con un míni- mo sentido de la justicia puede ver lo torcido de una situación en la que no hay nada a derechas y en la que, por supuesto, tampoco hay DERECHOS. La clave para remediar esta brutal injusticia, esta cruel situación, está en la reclamación, en la exigen- cia radical de esos derechos que ya están jurídica- mente reconocidos como herencia natural de todo ser humano; esos derechos que son inherentes a la dignidad humana, la libertad y la igualdad que ésta conlleva, y la fraternidad, que no puede existir sin ellos. Los derechos humanos son una expresión de la arraigada y profunda noción humana de la justicia, y «humano» es una categoría universal que abarca a todos los hombres y mujeres. Éste es un llamamiento a las gentes de todas las condiciones sociales para que reclamen los derechos que constituyen la esencia de una existencia verda- deramente humana porque, como reza el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fra- ternalmente los unos con los otros.3 Esto significa que todos debemos reconocer y respetar nuestra humanidad común y, sobre todo, el 9
  • 10. hecho de que, en la vida social, los derechos y los deberes son inseparables, que los derechos de unos no pueden menoscabar los derechos de otros, que los 1.210 multillonarios no deben pavonearse en sus aviones privados a costa de los derechos de nadie, y mucho menos de los de millones de personas. Hay que establecer mecanismos políticos e instituciones que, como obras de seres humanos «dotados de razón y conciencia», protejan los derechos generales de los abusos de aquellos cuya voracidad no tiene límites. La codicia es repugnante. Dondequiera que florece, mata el espíritu de la fraternidad y de la humanidad compartida. Cualquiera puede comprender que la necesidad de los derechos universales y la libertad son cuestio- nes de sentido común, sobre todo si pretendemos que la dignidad se extienda a todos los seres huma- nos. Se suele ridiculizar lo «universal» considerándo- lo una noción utópica, una idea ingenua cuando se combina con la palabra «derechos», pero también es un concepto revolucionario, porque siempre habrá quien pretenda más poder, riqueza y privilegios de los que le corresponden, y siempre lo hará a expen- sas de otros. Cuanto menos respeto muestran los gobernantes por los derechos humanos, más enco- nados son sus ataques contra quienes los reclaman. Los que protestan contra el abuso de poder, la codi- cia o su hermana gemela, la crueldad, serán tacha- 10
  • 11. dos de alborotadores, renegados, traidores o subver- sivos y, a menudo, sometidos por leyes muy disocia- das de la justicia. Los enemigos de los derechos humanos recurren a cualquier tipo de ensañamiento a fin de preservar el botín de su avidez que, por algu- na lógica delirante, consideran como algo merecido. Mohamed Bouazizi, un vendedor callejero de la ciudad tunecina de Sidi Bouzid, un hombre al que no se le permitió vivir una existencia digna, lanzó un grito de protesta estremecedor. Fue un acto de de- sesperación que conmocionó a miles de personas y que luego las inspiró para reclamar derechos huma- nos y dignidad no sólo para sí mismas, sino para todo el mundo. Ésta es una de las numerosas voces de este Manifiesto. A diferencia de otros muchos terro- ristas suicidas, Bouazizi no segó otras vidas, sino que se autoinmoló: fue la declaración final de un hom- bre despojado de su libertad y su dignidad y que sentía que su derecho a la existencia material corría peligro. Las llamas de su declaración se propagan rápi- damente. Este manifiesto es una llamada a la acción. La acción de Mohamed Bouazizi fue desesperada y terminó en una muerte horrible y trágica, que despo- jó a una familia –ya muy despojada– de uno de sus valiosos miembros. Su sacrificio puso de manifiesto el ultraje que supone verse privado de derechos –como medio mundo– día tras día. Los derechos humanos son vida: una vida libre y digna para todos. Son la 11
  • 12. esencia de nuestra humanidad. Estos derechos han sido secuestrados, socavados, negados y violados a lo largo de la historia de la humanidad. Los derechos humanos no son caridad. No son una concesión del gobierno de turno que se pueda repartir de forma caprichosa y a regañadientes. Son patrimonio de la humanidad. Su reclamación es legítima, una afirma- ción que debe proclamarse y oírse a escala global. No hay derecho a que los derechos no sean para todos. . . . . . . Un espectro recorre el mundo, el espectro de la dig- nidad humana. Cuando Mohamed Bouazizi se pren- dió fuego el 17 de diciembre de 2010 tras un acoso implacable de las autoridades locales, se desató en el país una serie de protestas y disturbios enraizados en enconados rencores sociales y políticos. La mayoría de la población de Túnez conocía muy bien su situa- ción. Las llamas de su desesperación se convirtieron en una antorcha de ira y valiente resolución que siguió ardiendo, avivada por la rabia después de su muerte, el 4 de enero, y que, finalmente, obligó al autocrático presidente Zine El Abidine Ben Ali a huir del país (con el equipaje de su enorme fortuna per- sonal) diez días después. El «volcán de rabia» se extendió rápidamente por todo el mundo árabe. 12
  • 13. Hubo más piras humanas y los pueblos de Egipto, Libia, Argelia, Bahrein, Yibuti, Irán, Irak, Jordania, Omán, Yemen, Kuwait, Líbano, Mauritania, Ma- rruecos, Arabia Saudita, Somalia, Sudán y Siria se han movilizado con diversos grados de participación y vehemencia. En Egipto, Mubarak ha sido derroca- do. La gente de la calle está organizándose en gran- des concentraciones, desafía a los ejércitos, a las siniestras fuerzas militares y a los sicarios de la poli- cía que antes los aterrorizaban. Lo celebran en la plaza Tahrir (Liberación) de El Cairo y otros puntos de otras ciudades, creando espacios públicos, un mundo que antes sólo podían soñar. Hay una gran presencia de mujeres entre los manifestantes, muje- res hasta ahora encerradas en la esfera doméstica, sometidas a todas las humillaciones de la pobreza; mujeres con una nueva sensación de potestad. El «volcán de rabia» –locución de la década de 1960, del himno del panarabismo– no es una expre- sión específica de la indignación árabe o islámica, ni un fenómeno impulsado por líderes religiosos y políti- cos. Es la reivindicación de algo oficialmente declara- do: el derecho de toda persona a vivir con dignidad. La población joven de estos países, al igual que la del resto del mundo, afronta un futuro poco prometedor, incluso aterrador. La traición de los gobernantes, como dijo una vez el difunto dramaturgo sirio Saada- llah Wannous, los ha «condenado a la esperanza». Sin 13
  • 14. embargo, la esperanza y la desesperación salen bara- tas, como dice un viejo refrán, y cuando las elites atrincheradas empiezan a jugar con las esperanzas del pueblo, su mentira pronto queda al descubierto. En marzo de 2009, Muammar el Gadafi celebró una cumbre de jefes de estado árabes. La declaración final –evidentemente redactada con fines «diplomáticos»– respalda la propuesta del presidente de Túnez de declarar el 2010 «Año de la Juventud». Los líderes subrayaron la necesidad de «instaurar la cultura del aperturismo y la aceptación del otro, apoyar los prin- cipios de la fraternidad, la tolerancia y el respeto de los valores que hacen hincapié en los derechos huma- nos, respetar la dignidad humana y proteger la liber- tad».4 Tan descarado cinismo pronto aniquiló toda esperanza que pudiera haber sobrevivido hasta entonces, y engendró la desesperación, la muerte o la ira en forma de «volcán de rabia». La angustia de Mohamed Bouazizi, según su hermana, era fruto del largo calvario de «humillaciones e insultos, y porque no le permitían vivir». El espectro que ahora recorre el mundo y que acecha sobre todo a los tiranos que caen, o temen caer, que se apresuran a preservar sus miles de millones en cuentas en el extranjero y a bus- car un palacio en el que vivir amparados por otro tira- no, es el espectro de los humillados, de los insultados, de los que no tienen permiso de vivir. Parafraseando al Manifiesto5 más famoso de to- 14
  • 15. dos los tiempos, la aparición de este espectro de una reivindicación que es tan vieja como la humanidad «se desprenden dos consecuencias»: 1. El poder intrínseco del derecho a la dignidad hu- mana está siendo reconocido. 2. Es hora ya de que los derechos humanos se asu- man en su esencia radical, que muestren «ante el mundo entero» sus demandas y su fuerza para com- batir «esa leyenda» que han sido hasta ahora, para volver a luchar contra la estafa de la deformación de sus términos y su atropello cotidiano mediante un manifiesto que exponga sus exigencias. Si «toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases», también es una historia de atropellos contra los derechos humanos. La historia ha proporcionado a la humanidad una serie de declaraciones y pactos que reconocen diversos tipos de derechos humanos, divididos en generaciones y familias, y por lo tanto desnaturaliza- dos. Se otorgan desde arriba. Flotan en el aire, aje- nos a las instituciones sociales y jurídicas, como con- cesiones de los líderes, de los privilegiados. No; los derechos humanos no son divisibles por- que todos proceden de un derecho básico, aplicable a todos los seres humanos: el derecho a una exis- tencia digna. No; no son un regalo ni se otorgan por caridad, como pretende su actual forma tergiversada de humanitarismo, sino que son un requisito huma- 15
  • 16. no básico. No; no son ajenos a las instituciones sociales, sino que deben constituir su base, y la base de la república democrática es la libertad de todos sus ciudadanos en el verdadero sentido humano de la palabra. Privado de los medios de una existencia digna, ningún ser humano puede ser libre. Los dere- chos son la base de la dignidad, la libertad y la justi- cia, nada menos que a escala universal. Los derechos humanos son radicales. 16
  • 17. 1 El pueblo contraelneoliberalismo Y aquel hombre con hambre y sin hogar, que reco- rría las carreteras con su mujer a su lado y sus hijos flacos en el asiento trasero, miraba los campos bal- díos que podían producir alimento pero no benefi- cios, y aquel hombre sabía que un campo baldío es pecado, y la tierra sin cultivar un crimen contra los niños flacos.6 El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998),7 en el Artículo 7 (Crímenes de lesa humani- dad) de la Parte II (De la competencia, la admisibili- dad y derecho aplicable), establece lo siguiente: 1. A los efectos del presente Estatuto, se entenderá por «crimen de lesa humanidad» cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una pobla- ción civil y con conocimiento de dicho ataque: 17
  • 18. a) Asesinato; b) Exterminio; c) Esclavitud; d) Deportación o traslado forzoso de población; e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fun- damentales de derecho internacional; f) Tortura; g) Violación, esclavitud sexual, prostitu- ción forzada, embarazo forzado, esteriliza- ción forzada u otros abusos sexuales de gra- vedad comparable; h) Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos polí- ticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cual- quier crimen de la competencia de la Corte; i) Desaparición forzada de personas; j) El crimen de apartheid; k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. 18
  • 19. El neoliberalismo a juicio «La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad feudal»8 ha generado el neoliberalismo a escala global, un sistema en el cual la suprema libertad sólo existe para un abstracto e inhumano ente llamado «mercado». En un sistema en el que se respetaran de verdad los derechos humanos, el mercado funcionaría como un instru- mento de intercambio que, como cualquier institu- ción social o política justa, estaría regulado con el fin de impedir abusos contra los seres humanos que conviven en ese mismo sistema. En el mercado neo- liberal no regulado –o regulado a favor de unos po- cos–, un ser humano es un objeto más que se puede explotar. El ser engendrado por este mercado está fielmente retratado en la descripción de Ernst Bloch del hombre que ha alcanzado el libre albedrío total: un hombre «para quien las circunstancias externas no existen, ni siquiera como causas accesorias; se- mejante hombre indeterminado no es un hombre libre, sino un imbécil y un peligro público. Un hom- bre totalmente irresponsable y cargado de palabrería incoherente no sería un creador, sino más bien lo contrario: sería la imagen y el modelo del caos».9 Todo es posible en el mercado neoliberal, el instru- mento de hombres como el de Bloch, y si la culpa de los fracasos, desastres y destrucciones de este sis- 19
  • 20. tema oculto, sin rostro, cae sobre algunos, por lo general es sobre figuras menores, eternos chivos expiatorios. El culpable nunca será el mercado. El sistema neoliberal es un sistema de delincuentes, aberrante y con tendencias violentas y destructivas, como el elefante apartado de su propia manada que se desmanda fuera de todo control. El neoliberalis- mo desprecia los valores humanos y abraza un valor que no es humano: el dinero. ¿Qué beneficios se obtienen utilizando a un ser humano, «almacenan- do» a un ser humano o eliminando a un ser huma- no? El mercado neoliberal es, por tanto, hostil a los derechos humanos, al menos mientras no pueda beneficiarse de ellos. Este trato a las personas como instrumentos u obstáculos, manifiesto en todos los mecanismos de exclusión, ya sea en aduanas, con patrullas fronterizas o por el rechazo a los inmigran- tes, hijos desposeídos de las antiguas colonias –ahora devastadas– de las potencias occidentales, es una afrenta a la dignidad de todos los que anhelan una forma decente de vida y acaban marginados, crimi- nalizados, abandonados en el desierto, ahogados en el mar o explotados por los traficantes de seres hu- manos. En la Libia de Muammar el Gadafi existían acuer- dos tácitos con las democracias europeas para «al- macenar» a inmigrantes africanos (véase el Estatuto de Roma, en adelante ER, apartados d, e, h, i, j y k) 20
  • 21. a los que Gadafi, ahora que se encuentra arrincona- do, amenaza con liberar, como si fueran fichas de un tablero. El sistema ha destrozado el núcleo de valo- res de la Ilustración que han determinado la noción de los derechos humanos durante siglos. Por lo tanto, todo el mundo se enfrenta a una elección: neoliberalismo o derechos humanos universales. No podemos tener ambas cosas. Los derechos humanos no existen en una burbu- ja de «soft power» para ser distribuidos a cuentago- tas cuando la opción de engañar o cooptar a la gente resulta ser un apaño mejor que machacarla. A raíz de las revueltas democráticas en los países árabes en 2011, los gobernantes opresores ahora pretenden aplacarlas mediante una estudiada selección de derechos humanos, como por ejemplo la liberación de los presos políticos, la reducción del precio de los alimentos y la promesa de reformas democráticas. Los derechos humanos se han convertido en un «hard power». Sus raíces en la política y la economía de los sistemas nacionales e internacionales han que- dado al descubierto. Mientras el clamor por los dere- chos humanos traspasa toda frontera, los poderes nacionales tratan de contenerlos. Esta situación evi- dencia el conflicto que ha surgido entre los derechos humanos universales y las nociones tradicionales de soberanía nacional, ya que el estado-nación ha deja- do de ser el único y principal garante de los dere- 21
  • 22. chos humanos dentro de sus fronteras. Este desfase, otro aspecto más del sistema globalizado, puede colocarse en el lado positivo de la balanza en tanto que, como reclamo transnacional, el llamamiento a favor de los verdaderos derechos humanos está fuera del alcance de la represión estatal y, a diferencia de otras iniciativas internacionales, no viene de arriba ni por razones de Realpolitik, sino de un movimiento de fondo, de los ciudadanos de a pie, de los ciuda- danos indignados. Dado que es imposible pasarlo por alto, también podría tener el efecto secundario de convulsionar la complacencia e ignorancia de personas en situaciones más privilegiadas, los indife- rentes a la terrible privación de derechos humanos en muchas partes del mundo. En general, la internacionalización de los dere- chos humanos adopta en la actualidad la forma de «intervención humanitaria» (también llamada «R2P» siglas del inglés responsibility (o a veces right) to pro- tect o la «responsabilidad o el derecho de proteger»), que es una parte intrínseca de la política nacional y de los intereses económicos. Las cosas están cam- biando. ¿Quién osaría negar que los pueblos del norte de África y Oriente Medio están unidos en la reivindicación de los derechos humanos, la libertad, la democracia y la liberación de la opresión? Cuando en los medios de comunicación occidentales se finge apoyar sus luchas, la pieza que falta en la historia es 22
  • 23. que fueron precisamente las «democracias» occiden- tales quienes mimaban a sus tiranos, siempre y cuan- do hubiera buenos beneficios. En el caso de Libia, después de una larga demora, y en gran parte debi- do a la insistencia del presidente Nicolás Sarkozy –que necesitaba un poco de maquillaje humanitario para redimir su imagen tras haberse ofrecido a enviar policías antimotines para ayudar a aplastar la anterior rebelión en Túnez (ER; véanse apartados a, e y k)– la Resolución de Naciones Unidas número 1973 impu- so una zona de exclusión aérea, un embargo de armas y la congelación de activos, entre otras sancio- nes, mientras que ahora se toman «todas las medidas necesarias» para proteger a los ciudadanos. No es que la cleptocracia violenta de Gadafi haya sido un secreto durante las últimas cuatro décadas. En cam- bio, si Faure Gnassingbe, el presidente de Togo (ele- gido en circunstancias nada democráticas) persiguie- ra callejón por callejón y casa por casa a los rebeldes, castigándolos «sin piedad», como ha jurado hacer Gadafi en Libia, no habría ninguna resolución de la ONU, ni mucho menos una imposición de zonas de exclusión aérea. Togo no tiene petróleo. En cualquier caso, el «humanitarismo» no tiene nada que ver con los derechos humanos. El humani- tarismo es la forma posmoderna de la caridad del siglo XIX, ofrecida de forma selectiva o impuesta desde el exterior de forma temporal. Los derechos 23
  • 24. humanos, en cambio, son intrínsecos al ser humano, y deben ser considerados inalienables e inviolables y para todos los seres humanos. Si han de ser recla- mados como tales, hay que rescatarlos de la hipo- cresía descarada, del desprecio con el que se suelen tratar, y restaurar la buena reputación que merecen tener. El sistema neoliberal, por su propia naturaleza, se muestra hostil a los derechos humanos. La farsa de que los derechos humanos existen en este sistema los condena a una mala reputación. Como el propio pueblo, los derechos humanos son instrumentos de un sistema injusto que los somete a la tiranía y los reduce a una existencia marginal. Si los derechos humanos, tal y como existen hoy en día, tuvieran forma humana, sería la de los hombres hallados en una mina de hierro en el norte de Omarska Bosnia (ER; véanse a, c, e, h, i, k) el verano de 1992, casi cincuenta años después de las espeluznantes imáge- nes de los presos en los campos de concentración nazis que elevaron el grito de «¡Nunca más!» y, más adelante, dieron lugar a la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los hombres de Omarska, a quienes los periodistas, incapaces de definirlos como «hombres», llamaban «seres irreales», se estaban pudriendo vivos. Sus articulaciones sobresalían de la piel infectada y sólo encontraron una manera se relatar la terrible verdad de lo que habían padecido: 24
  • 25. el ardor de su mirada fija y acusadora. Refiriéndose a los presos de Auschwitz, Primo Levi se preguntaba: «¿Es esto un hombre?». La respuesta sólo puede ser «sí». Uno de los prisioneros de Omarska, abordado por un periodista y vigilado por unos forzudos guar- dias, lo apartó diciéndole: «No quiero mentir y no puedo decir la verdad». El hombre conservaba aún su sentido de la dignidad. ¿Poseían también aquellos guardias algún sentido de la dignidad humana? La mirada del niño somalí, Mihag Gedi Farah,10 de siete meses, es otro grito mudo y acusador. Con el gesto desesperado de sus brazos esqueléticos y el horror que transmiten sus ojos, nos dice a todos que él también es un ser humano. ¿Dónde están los derechos humanos «universales» de este niño que es la viva imagen del sufrimiento? 25
  • 26. Han sido arrebatados por intereses privados (ER; véanse a, b, d, e, h y k), que han infligido otra ham- bruna más a los desposeídos. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimen- tación informa de que la producción de alimentos mundial podría mantener casi al doble de la actual población del planeta. Por lo tanto el problema no es de producción sino de acceso a ésta. A finales de los años setenta Somalia era autosuficiente en produc- tos alimenticios, pero las políticas de reembolso de la deuda impuestas por el Fondo Monetario Interna- cional y el Banco Mundial en los años ochenta impu- sieron la liberalización de los mercados del país, lo que produjo una masiva afluencia de alimentos no tradicionales, como el arroz y el trigo producidos por grandes multinacionales subvencionadas, que privó a los productores nacionales de su sustento. La comi- da que debía alimentar a Mihag Gedi Farah se ha transformado en el forraje de los mercados financie- ros, hasta el punto increíble (y totalmente inacepta- ble en términos de cualquier principio ético) de que el 75% de la inversión financiera en el sector agríco- la es especulativa.11 El neoliberalismo es la doctrina económica según la cual la mejor manera de asegurar el bienestar «humano» (es decir, el de unos pocos humanos) es convertirlo todo en mercancía. Todo vale para obte- ner beneficios, incluso los seres humanos (ER; véan- 26
  • 27. se a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k), que se conciben como meros objetos de explotación. Esto invalida automá- ticamente los principios fundamentales de los dere- chos humanos: la libertad y la dignidad. Se trata de un sistema de rápida acumulación de grandes fortu- nas y de no menos rápida propagación del empo- brecimiento más desesperado (ER; véanse a, c (en algunos casos), d (en algunos casos), g (en algunos casos), h (en algunos casos), j (en algunos casos) y k). Casi todas sus instituciones se limitan a velar, por la fuerza si es necesario, por los derechos de propie- dad, blindada y oculta, de los ricos que han despo- jado y siguen despojando a los pobres (ER; véase k, por lo menos). Sin embargo, la literatura, y a veces la historia, nos dice, mientras los economistas callan, que las grandes fortunas tienden a acumularse sobre la base de viejos (y nuevos) delitos, de aventuras militares, de esclavitud, de despojo del dominio público, de engaños, mentira, traición y de todo lo más deleznable de las inclinaciones, actividades y atributos humanos. La acumulación neoliberal no se consigue a través de actividades productivas, tal como se entendían en el pasado, sino a través de la desposesión (ER; véanse h y k, como mínimo). En este sistema, los derechos humanos se conceden en las declaraciones para luego ser arrebatados en el mundo real. Mientras se amasan las grandes fortu- nas, los derechos humanos se arrojan a un lado. Peor 27
  • 28. aún, el sesgo racista de los abusos queda patente con sólo echar un vistazo a los veinte países más pobres del mundo (ER; véanse a, b, c, d, e, h, j, k y a veces g). La mayoría de las víctimas tiene la piel oscura, pero suele quedar subsumida en un grupo sin color denominado «los pobres», porque en el mundo real, el racismo a escala masiva no encaja dentro del bri- llante mito de la universalidad de los derechos. Si se reinstauraran los derechos humanos y el res- peto de la dignidad humana, dejarían de producirse todos los crímenes cometidos en nombre del «pro- greso», pero que, en realidad, nos llevan a un estado de barbarie como el que precedió a la Ilustración. Don Winslow, autor de novela negra, resume la si- tuación en palabras que los economistas profesiona- les parecen incapaces de emplear: [...] Hay dos mundos: El salvaje. El menos salvaje. El salvaje es el mundo de la fuerza bruta, el de la ley del más fuerte, de los cárteles de la droga, los escuadrones de la muerte, los dictadores y esbirros, los ataques terroristas, la guerra entre bandas, el odio interétnico, los asesinatos en masa, las violacio- nes masivas. El menos salvaje es el mundo del poder civiliza- do, los gobiernos y los ejércitos, las multinacionales y los bancos, las compañías petroleras, del «impacto 28
  • 29. e intimidación», de «la muerte que viene del cielo», el genocidio, la violación económica masiva. [...] Son el mismo mundo.12 Si el neoliberalismo no permite que los derechos humanos florezcan, es necesario que todo el mundo reclame los derechos universales para que no pueda florecer el neoliberalismo. Reyes, coltán, campos de exterminio «y todas esas cosas» Las formas grotescas adoptadas hoy por el neolibe- ralismo no cayeron de un límpido cielo azul; tienen profundas raíces oscuras, enredadas en los abusos del pasado cometidos con impunidad, o «libremen- te», con el pervertido sentido que se suele dar hoy a la palabra «libertad». Por consiguiente, los crímenes van en aumento. Hoy el país más pobre del mundo es el Congo, y es sólo un ejemplo entre muchos. Ilustra, en el sentido más trágico, cuán estrechamen- te vinculados están los derechos humanos a la eco- nomía política. Por lo tanto, la única forma de recu- perarlos es a través de la acción política. El rey Leopoldo II de Bélgica (1835-1909) se adornó con el adjetivo «humanitario» mientras se dedicaba a su «misión civilizadora» en su feudo pri- vado del Congo «Belga», que nunca visitó. En reali- 29
  • 30. dad, era el rey de los crímenes de lesa humanidad. Pagó a mercenarios para que esclavizaran al pueblo congoleño mediante el terror: asesinatos en masa, violaciones y mutilaciones (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k). Cuando renunció a su enorme pro- piedad privada africana a favor del Estado belga en 1908, ya había asesinado a unos diez millones de personas para poder acumular su inmensa fortuna personal, principalmente mediante la explotación directa de las minas y las plantaciones de caucho e, indirectamente, por el arrendamiento de concesio- nes a empresas privadas que le pagaban el cincuen- ta por ciento de sus ganancias. En su discurso para celebrar la independencia del Congo en 1960, el nuevo primer ministro, Patrice Lumumba, sorprendió a la delegación belga cuando denunció los crímenes atroces cometidos en África por el «rey humanitario» y sus cómplices europeos. Lo que decía era la verdad, pero la verdad no fue bien- venida. Además, tuvo la audacia de expulsar a los 25.000 miembros de nacionalidad belga del cuerpo de oficiales porque eran contrarios a los intereses de una nación independiente. Otra verdad no bienveni- da. Lumumba dijo la verdad y lo condenaron a muer- te: fue capturado, torturado y asesinado. Su cuerpo nunca fue hallado. En los últimos días de la administración de Eisen- hower, Mobutu Sese Seko, el hombre de Washing- 30
  • 31. ton, ex soplón de la policía colonial, futuro poseedor de una fortuna de unos 5.000 millones de dólares y «encarnando a la nación» con su gorra de piel de leopardo, tomó temporalmente el poder en 1960 y lo consolidó cinco años después con un golpe de estado respaldado por mercenarios financiados por Estados Unidos y con la ayuda encubierta de la CIA. El Congo se convirtió en el Zaire, y Mobutu en su gobernante absoluto, emblema precursor del espíri- tu nocivo del neoliberalismo e inspirador de la pala- bra «cleptocracia» por el saqueo de las arcas del Estado y de las industrias nacionales. Vendió la inmensa riqueza mineral del país, incluyendo el cobre y los diamantes, así como el 64% de las reser- vas mundiales de columbita-tantalita (coltán), ele- mento esencial para la fabricación de teléfonos móviles y otros dispositivos electrónicos, por no mencionar la edificación de sus castillos en el aire, obras descomunales como la presa de Inga Dam que supuestamente iba a producir un tercio de la energía hidroeléctrica mundial. A medida que el país se endeudaba cada vez más, la solución reiterada de Mobutu fue simple- mente reemplazar su consejo de ministros y emitir nueva moneda, mientras las potencias capitalistas le suministraban armas para sofocar las rebeliones. En mayo de 1990, sus escuadrones de la muerte reci- bieron la orden de masacrar a decenas de estudian- 31
  • 32. tes (ER; véanse a y k) que protestaban en el campus de la Universidad de Lubumbashi, en la provincia separatista de Katanga (ahora Shaba), rica en cobre. Sin embargo, Mobutu, elogiado por el presidente norteamericano Reagan como «la voz del sentido común y la buena voluntad», fue agasajado por todos los presidentes, desde Eisenhower hasta Geor- ge H. W. Bush, en parte porque se aprovechaban de la posición estratégica de su país, que está rodeado por otros nueve países africanos, para contener la influencia soviética en el continente, y porque ofre- cía refugio a los movimientos guerrilleros anticomu- nistas, sobre todo a los angoleños que luchaban con- tra el gobierno marxista de su país (rico en petróleo, cómo no). Los poderosos amigos de Mobutu no lo abandonaron hasta el final de la Guerra Fría, cuando ya no les era útil. Fue entonces cuando contrató a una empresa de relaciones públicas de Washington para que lavara su imagen. Todo se puede comprar en el sistema neoliberal. Para su beneficio personal, Mobutu, con la ayuda de sus socios occidentales, llevó a la bancarrota a un país muy rico y pudo hacerlo porque estaba armado, apoyado y encubierto por las potencias capitalistas. Pero ahora ya nadie lo recuerda como el socio de los hombres de traje y corbata que trabajaban desde sus oficinas con aire acondicionado de todo el mundo, sino de manera racista, como un monstruo, un cora- 32
  • 33. zón de las tinieblas, un fantoche absurdo y vanidoso que coleccionaba mansiones en todo el mundo, invitaba a sus numerosos paniaguados a viajes de compras a París o a retozar en Disneylandia; un payaso que se construyó un palacio de mármol blan- co conocido como el «Versalles de la selva» en su ciudad natal de Gbadolite. De sus crímenes contra la humanidad no se habla porque el corazón de las tinieblas que lo sostuvo late en los bancos occiden- tales, en las bolsas de valores y en las corporaciones multinacionales. Dos hombres, el rey Leopoldo II y Mobutu, con la complicidad de sus socios «democráticos», llevaron al desastre a la enorme y rica tierra de Zaire, ahora República Democrática del Congo. Con su abundan- cia de recursos naturales, y antaño el segundo país más industrializado de África, ahora tiene el menor PIB per cápita del mundo y fue el escenario de la lla- mada «Primera Guerra Mundial de África» (1998- 2003) en la que murieron otros 5,4 millones de per- sonas, principalmente por enfermedades e inanición, mientras varios millones más fueron desplazados de sus hogares (ER; véanse b, d, h, i y k). Hoy en día, con la globalización, tanto de los intereses económi- cos como de la guerra, la explotación de coltán, sin la cual no habría industria informática, lejos de dar prosperidad al pueblo congoleño, alimenta la indus- tria de armas, ha llenado las arcas del Ejército Pa- 33
  • 34. triótico ruandés y ha enriquecido enormemente a algunos mandos militares y empresarios de Uganda. Las corporaciones multinacionales extranjeras com- pran el coltán de los rebeldes que utilizan esclavos en las minas (ER; véanse c, d, e y k) y algunas empresas occidentales proporcionan armas (ER; véanse a, c, d, e y k) para ayudarlos a mantener sus redes ilegales. Esto no es tanto una historia del fracaso «africano» como del «éxito» del neoliberalismo. Los títulos de los apartados del Informe de Naciones Unidas sobre la Explotación ilegal de los recursos naturales y otras riquezas del Congo (2001)13 pueden leerse como minitratados sobre el funcionamiento del neoliberalismo. Entre ellos se mencionan «Estructuras preexistentes que facilitan la explotación ilegal»; «Saqueo a gran escala»; «La explotación sistemática y sistémica»; «Las estructuras actuales de la explotación ilegal»; «Los actores indi- viduales»; «Los datos económicos: la confirmación de la explotación ilegal de los recursos naturales de la República Democrática del Congo»; «Los vínculos entre la explotación de los recursos naturales y la continuación del conflicto»; «Los presupuestos com- parados con los gastos militares»; «La financiación de la guerra»; «Las características especiales de los vín- culos entre la explotación de los recursos naturales y la continuación del conflicto», y, por último el capí- tulo que muestra, quizás, un amago de culpa: «Los 34
  • 35. allanadores o cómplices pasivos». No hay ningún capítulo dedicado específicamente a la historia de las violaciones de los derechos humanos del país ni a cómo el país en su conjunto ha sido y sigue siendo sometido al empobrecimiento y a la guerra, ni a las condiciones de esclavitud de los adultos y niños que trabajan en las minas. Las Naciones Unidas se abstienen de culpar directamente al sistema económico neoliberal y a sus empresas multinacionales de los crímenes de guerra cometidos en el Congo, pero sí que llegan a describirlos como «el motor del conflicto» (ER; véan- se b, d y k, por lo menos). Veamos algunas: Cabor Corporation, Grupo OM, AVX, Eagle Wings Resources International, Trinitech International, Kemet Elec- tronics Corporation, Viashay Sprague (todas con sede en Estados Unidos), en competencia con, entre otras, las alemanas HC Starc y EPCOS, Ningxia de China, y Traxys y George Forrest International de Bélgica. Estas empresas venden el coltán procesado a empresas tan «respetables» como Nokia, Motorola, Compaq, Dell, Hewlett Packard, IBM, Lucent, Ericsson y Sony, que fabrican chips para ordenado- res, teléfonos móviles y videoconsolas. La sangre no sólo mancha las manos de los líderes de las despia- dadas milicias africanas. Mancha a todos a lo largo del camino, incluso a los consumidores, haciendo cómplices a todos aquellos que poseen estos bienes 35
  • 36. y que dependen cada vez más de ellos. Casi todos los bienes de consumo en el mundo neoliberal están contaminados por el abuso de los derechos huma- nos en algún momento de su producción. Sólo las víctimas están exentas del crimen. En Bagdad, los padres de los niños fallecidos en los ataques con bombas gritan: «¿Qué crimen han cometido nues- tros hijos muertos?». Es la misma pregunta que debe- ríamos hacernos si estuviéramos realmente preocu- pados por los derechos humanos: ¿Qué es lo que no funciona en el mundo si, para poder tener ordena- dores tienen que sufrir tanto los adultos como los niños? Otro ejemplo más, la historia de un éxito conju- rado mediante la prestidigitación de las estadísticas neoliberales: Camboya, que revela similares patro- nes de explotación. Este país siempre se recuerda como la tierra de los «campos de exterminio» de los Jemeres Rojos, como si los Jemeres Rojos hubieran sido una aberración estrictamente local. Lo que nor- malmente se omite es el hecho de que Camboya fue sometida a un descomunal bombardeo, entre octu- bre de 1965 y agosto de 1973, en el que unas 2.756.941 toneladas de bombas fueron lanzadas sobre 113.716 puntos, de los cuales un diez por ciento fueron ataques indiscriminados (ER; véase b). El país todavía está sembrado de municiones sin estallar, que mutilan y matan a los agricultores y que 36
  • 37. convierten en inútiles los valiosos terrenos fértiles de antaño (ER; véase k). Entre los «daños colaterales» surgieron el régimen de Pol Pot y los «campos de exterminio». Posteriormente, Camboya fue el esce- nario de una operación humanitaria masiva supervi- sada por la «comunidad internacional». Ahora, con una tasa de crecimiento económico anual del 7% desde mediados de 1990, tiende a ser galardonado con el siguiente perfil neoliberal: a pesar del dudoso historial de derechos humanos (mencionados en contadas ocasiones) del actual gobierno encabezado por el ex jemer rojo Hun Sen, Camboya se ha con- vertido en la economía más liberal del sudeste de Asia. Sería más exacto decir que debido al abuso de los derechos humanos el régimen ha logrado este índice de crecimiento; pero el lenguaje neoliberal lo distorsiona todo y la pregunta que nunca se hace es ¿el crecimiento de qué y para quién? Se trata de un régimen denunciado por Amnistía Internacional por la tortura de miles de presos políti- cos (ER; véanse e y f), un régimen que se ha apropia- do de las tierras y, por tanto, ha privado de su sus- tento a la población rural más pobre (ER; véanse d, h y k), de modo que, en esta economía de «crecimien- to» por lo menos el 30%, unos cinco millones de camboyanos, vive muy por debajo del umbral de la pobreza y muchos más lo rozan. La mayoría de la población rural del país apenas subsiste en diminutas 37
  • 38. parcelas de tierra o buscando comida en el bosque. Además, la historia siempre ha demostrado que, debido a las formas tradicionales de la división del trabajo, cuando los especuladores arrebatan la tierra en las zonas rurales, la pobreza adquiere rostro de mujer. ¿Qué es lo que pueden comprar los especulado- res extranjeros en la economía abierta de Camboya? La elite se apoderó, para beneficio propio, de activos estatales, como universidades, hospitales, edificios ministeriales, comisarías y las concesiones para la ges- tión del antiguo complejo de Angkor Wat y del campo de exterminio Cheung Ek, sin contar con el 45% del territorio, incluidos bosques, zonas pesqueras, arreci- fes, islas, playas, lagos, concesiones mineras y verte- deros de tóxicos. Por si fuera poco, esta elite negocia con mujeres, niñas, niños y bebés (ER; véase g). Expulsan a los pobladores de sus tierras sin disimulo ni rodeos, entran con excavadoras para derribar sus hogares y los golpean brutalmente si protestan. El país es un Shangri-La fiscal para los especuladores que, aprovechando la parálisis de los mercados financieros occidentales, transfieren su activo líquido hacia Oriente en busca de ganancias que se elevan por encima del 30%. Los fondos de cobertura, los fondos de capital privado y los fondos inmobiliarios prospe- ran en este paraíso fiscal carente de leyes contra el blanqueo de dinero. Cerca de dos mil millones de 38
  • 39. dólares del extranjero entraron a raudales en Cam- boya en 2007. Ni uno solo salió de un pequeño cír- culo de poder. Pero, por supuesto, los efectos castiga- ron a millones de personas, porque el objeto de la inversión fue, para decirlo sin ambages, la expropia- ción forzosa (ER; véanse d, h y k). Aproximadamente la mitad del presupuesto na- cional de Camboya procede de gobiernos y organis- mos extranjeros cuyos bien pagados miembros se concentran en la capital, Phnom Penh. Su estilo de vida ha creado un boom artificial en la ciudad, que se traduce en una carga más para la población rural. A diferencia de Mobutu, Hun Sen no ha necesitado contratar a una firma de relaciones públicas para mantener limpio el rostro aparentemente benigno de su neoliberalismo. Su represión ha creado un entorno «seguro» para los turistas que pueden pagar sus pea- jes para ver Angkor Wat y los campos de exterminio mientras sus relaciones cordiales con Japón, China, Estados Unidos, Rusia, Francia y Australia, junto con la ayuda que le suministran, le dan una pátina de legitimidad. Camboya no ha dejado atrás su antigua barbarie. En términos de derechos humanos, los abu- sos del pasado, ahora con nuevo nombre y nuevos actores, proyectan una larga sombra sobre el futuro de millones de personas. Los responsables de los abu- sos actuales son chacales del neoliberalismo, como ese bróker de divisas británico que detectó que allí 39
  • 40. podía ganarse una fortuna amasada con el sufrimien- to ajeno: «Me encantó el negocio desde el principio. Seamos honestos, ¿quién quiere un 6%? Yo quería un acuerdo que me despertara a medianoche bañado en sudor. Podíamos forrarnos [...]. Camboya me chi- fla, tiene algo que no hay en ningún sitio. Así es Camboya: los campos de exterminio y todas esas cosas. Algo diferente para enseñar a los amigos al vol- ver a casa. Yo les enseño el visado de mi pasaporte. Tengo algo que ellos no tienen».14 Los «campos de exterminio» y todas esas cosas los «chiflan». Éste es el lenguaje del neoliberalismo. La República Democrática del Congo y Camboya son sólo dos casos en un proceso generalizado que ha penetrado en todos los rincones del mundo. Todo lo que era colectivo en las comunidades humanas –la tierra, el agua, los bosques, los minerales, el conocimiento indígena y la estructura de la vida misma con sus recursos genéticos, junto con los ser- vicios públicos, como la sanidad, la educación, el transporte y los sistemas de agua y alcantarillado– ha sido privatizado. O los seres humanos ponen trabas en el camino de la avidez o se convierten en pro- ductos básicos con los que se puede comerciar en los mercados del tráfico de personas de cualquier edad para la esclavitud sexual, el trabajo infantil, la maternidad de alquiler y la venta de órganos huma- nos (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k). 40
  • 41. ¿Quién ha oído hablar del genocidio (ER; véanse a, b, d, e, f, g, h, i y k) que se lleva a cabo desde hace casi cincuenta años en Papúa occidental, don- de los indígenas son un obstáculo para el «progreso» neoliberal (saqueo), lo que de forma eufemística se ha dado en llamar «industria de la minería» o «explo- tación forestal»? Un informe de 2004 de la Facultad de Derecho de Yale, Indonesian Human Rights Abuses in West Papua: Application of the Law of Genocide to the History of Indonesian Control (Abusos de Indo- nesia contra los Derechos Humanos en Papúa Occidental: Aplicación de la Ley de Genocidio a la historia del dominio de Indonesia)15 concluye que «la evidencia histórica y contemporánea que aquí se expone demuestra claramente que el gobierno de Indonesia ha cometido actos prohibidos con el pro- pósito de destruir a los habitantes de Papúa occi- dental, violando así la Convención de 1948 para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio y la prohibición del derecho internacional consuetudina- rio que esta Convención consagra». ¿Genocidio? ¿Cómo es que no sabemos nada al respecto? ¿No nos importa? ¿Existen realmente los derechos huma- nos? El genocidio impune parece sugerir que la res- puesta es «no». La no tan secreta «industria» en Papúa occidental es el asesinato, la tortura y el saqueo y, en este mundo global, se apoya en la industria internacional del armamento, que permite 41
  • 42. al régimen de Indonesia continuar su trayectoria genocida. Puede que el genocidio no sea de dominio público (¡qué vergüenza, los medios!), pero siempre ha habido algunas voces que claman contra los bár- baros crímenes que se cometen en ese hermoso país, aunque sus protestas hayan caído por lo gene- ral en oídos sordos o indiferentes. ¿Por qué? ¿Acaso no disponemos de las declaraciones de derechos humanos y de una Corte Penal Internacional? ¿No hemos avanzado más allá del pensamiento previo a la Ilustración? ¿Estamos sumidos aún en una ideolo- gía como la de san Agustín (354-430) para quien «la primera causa de la servidumbre es, pues, el pecado, que somete un hombre a otro con el vínculo de la posición social»16 (ER; véase c, con carácter retroac- tivo), que considera la esclavitud una consecuencia de la caída del hombre? ¿El supuesto pecado original de nuestros dos dudosos antepasados excluye a los habitantes de Papúa occidental de los derechos pro- clamados en la Declaración «Universal»? La «caída del hombre» no tiene nada que ver con la serpiente y la manzana sino con la esclavitud. La dura realidad es que los derechos humanos sólo benefician a algu- nos y si los que gozan de ellos no reconocen el deber de exigir y proteger los derechos de los demás, se reducirá cada vez más el círculo de los afortunados, que irán expoliando en proporción creciente. ¿Qué será entonces de la humanidad? 42
  • 43. Las mercancías pueden ser intangibles y secretas y adoptan, cada vez más, la forma de transacciones financieras, de especulación con la deuda individual y soberana, y de elementos tan etéreos como los mer- cados de derivados (futuros y opciones). El Estado abandona sus funciones tradicionales para proteger mediante la represión los bienes privados. Los diri- gentes de los bancos centrales y los responsables de los idearios políticos dan máxima prioridad al sector financiero y se oponen a cualquier plan que pueda elevar la tasa de inflación porque eso reduciría el valor de sus bienes e ingresos, que se basan en el interés. Mientras esos bienes se multiplican, los tra- bajadores se ven obligados, por la presión del rápido aumento de los niveles de desempleo (ER; véase k) a aceptar salarios cada vez más bajos. En un mundo justo, las personas que han provocado esta situación serían los primeros en perder su empleo. Los derechos humanos hoy no son universales. El sistema de mercado neoliberal sí lo es. Es un tejido global de interdependencias económicas, esencial- mente por encima y más allá del control humano, un ente fantasmagórico, supuestamente imparcial, que gobierna todas las cosas. Hoy en día los «actores» no son seres humanos autónomos que hacen sus pro- pios planes de vida; son agentes financieros disfraza- dos con muchos ropajes: corporaciones, alianzas de empresas multinacionales, entidades invisibles, 43
  • 44. comerciantes sin escrúpulos y consorcios financieros que diseñan las políticas económicas que afectan a cada individuo del planeta sin que nadie tenga la posibilidad, por no hablar del derecho, de oponerse a ellas. La actual economía neorentista, cuyos orígenes se remontan a las secuelas de la Primera Guerra Mundial, cuando los créditos hipotecarios comenza- ron a moverse en el terreno económico de la indus- tria y el comercio, y que luego quedó reforzada por la ideología de la Guerra Fría contra los trabajadores, podría describirse como una forma neofeudal de ser- vidumbre por deudas, tanto en términos económi- cos como porque propugna los valores de la preilus- tración. Incluso el calificativo «neoliberal» es enga- ñoso porque en realidad, los verdaderos economis- tas «liberales», como John Stuart Mill, por ejemplo, intentaron mantener un equilibrio adecuado entre los precios y los costes y proteger los mercados de los intereses rentistas y del capitalismo salvaje. Un fenómeno funesto conocido como «las finan- zas» se ha adueñado de la esfera económica, de la industria, de los bienes inmobiliarios y de los propios gobiernos. Se considera una fuerza autónoma que hace dinero por sí sola. Esto implica sigilo, falta de responsabilidad y la conquista ideológica, centrada sobre todo en una idea distorsionada, desquiciada, de la «libertad». Para los financieros, la «libertad» de 44
  • 45. especular implica «liberar» el mercado de obstáculos (como los derechos humanos) que puedan interpo- nerse en el camino del comercio y el lucro. La pros- peridad financiera, construida en realidad sobre la deuda en términos de los medios de producción y de los ingresos de toda la sociedad, se presenta como un sector visible y productivo de la economía real, aunque lo único visible de esta «riqueza» sean las cifras que parpadean febrilmente en las pantallas de las bolsas. La situación ideal del banquero es una economía que se capitaliza en su totalidad: cuando los excedentes económicos no se reinvierten en acti- vidad productiva sino que se abonan como intereses (a ellos o a los financieros). Los inmensos riesgos de esta especulación se comprueban en el baile de cifras de casinos tan su- puestamente venerables como la New York Clearing House y la Chicago Mercantile Exchange, en los que cada día el equivalente al PIB de todo un año de Estados Unidos cambia de manos a la misma vertigi- nosa velocidad que los cálculos de decenas de orde- nadores. No es de extrañar que el sistema fomente el fraude. En el caso de los préstamos hipotecarios de alto riesgo en Estados Unidos, que implica a «respe- tables» bancos y agencias de calificación, una investi- gación del FBI (Servicio de Investigación Federal) demostró que casi todos daban calificaciones fraudu- lentas que rozaban los 750.000 millones de dólares 45
  • 46. en las crisis de los mercados financieros de 2008 y 2009.17 Lejos de castigar a las instituciones financie- ras culpables, se les dio un rescate de 13 billones de dólares, que fue presentado como si toda la econo- mía productiva dependiera de él. Mohamed Bouazizi era un excelente economista. Entendía los principios básicos de los economistas políticos clásicos: la base productiva de una sociedad no puede ser obra de una timba de jugadores com- pulsivos que dicen ser ejecutivos de un banco, sino que la construyen los trabajadores en sus puestos de trabajo, y que las causas reales del desastre económi- co había que buscarlas en las altas concentraciones de riqueza, bienes e ingresos. En este sistema, los finan- cieros criminales reciben escandalosos finiquitos y convierten en chivos expiatorios a los ya castigados trabajadores que acaban aún más penalizados. Todo ello está íntimamente vinculado a los derechos huma- nos. El problema se encuentra en el mismísimo cora- zón podrido de la economía capitalista neoliberal. Las cifras de las transacciones financieras revolo- tean en el ciberespacio y a primera vista podría pare- cer que tienen poco que ver con el común de los mortales. La Europa del Este y la antigua Unión Soviética, sin embargo, ofrecen un ejemplo de cómo el poder de las lejanas finanzas afectan a las condi- ciones reales de vida. Cuando el FMI impulsó su «terapia de shock» a partir de 1989 para imponer «el 46
  • 47. mercado» a un territorio totalmente desprevenido, el número de personas que vivían en la pobreza en estos países se triplicó y alcanzó la cifra de cien millones. Esto dio lugar a una forma de capitalismo mafioso en Rusia y Asia Central y a regímenes auto- ritarios y corruptos que todavía afectan a un 80% de los pueblos de la antigua Unión Soviética.18 Una severa censura, elecciones fraudulentas, tribunales controlados por el gobierno y una disidencia política sistemáticamente reprimida marcan el descenso de los indicadores de las actitudes democráticas. Profundamente arraigada en la economía real, la «leyenda» de los derechos humanos no es ninguna fábula infantil. Esa economía financiera en la que apenas se logra sobrevivir es una historia de terror, donde la especulación criminal y el parasitismo se presentan como productivos mientras el gasto públi- co se tacha de «improductivo», cuando en realidad la salud, la educación y el transporte son la columna vertebral de un economía verdaderamente producti- va. La falsedad se agrava y se extiende con el fin de difundir el evangelio de la libertad neoliberal. La ideología del libre mercado requiere tomar el con- trol de la prensa y del sistema educativo (por ejem- plo, eliminando la historia del pensamiento econó- mico del plan de estudios universitarios e imponien- do con fervor el cuento de hadas del individualista resistente, del hombre afortunado que ha salido de 47
  • 48. la pobreza gracias a sus muy denodados esfuerzos). Para dar un ejemplo de los efectos del control des- pótico sobre la prensa sin citar a los sospechosos habi- tuales, como Fox News o Rupert Murdoch, la persona más rica de Australia, una mujer llamada Gina Rinehart (con una creciente fortuna procedente de la minería, calculada hoy en 2.400 millones de dólares) ha comprado participaciones en Fairfax y otros diez medios de comunicación para explicar y predicar lo que conviene a «la nación»; o sea, para despotricar contra los impuestos sobre los archimillonarios y expresar su opinión de que Australia necesita «mano de obra invitada». Se refiere, naturalmente, a algo que podríamos llamar semiesclavitud, a trabajadores «invi- tados» pero infraremunerados (ER; véanse c, e, j y k) que, según ella, deben ser semicualificados y quedar confinados en las zonas más ardientes y remotas: en una «zona económica del norte» que funcionaría como un estado de excepción en el que los bajos sala- rios salvarían a «la nación» del aumento de los precios. Gina Rinehart, como sus iguales, cree que los más ricos deben recibir beneficios fiscales especiales por- que «trabajan para obtener ingresos» y son el motor de la economía. Los parásitos, dicen, son los benefi- ciarios de la asistencia social y no deben recibir ayu- das porque representan lo «improductivo» del gasto del Estado. O sea que los pobres no pueden tener derechos porque no los merecen. 48
  • 49. En el siglo XXI los estados son débiles y están dominados por el mercado. Se caracterizan por los delitos económicos y la corrupción. Funcionan a menudo como estados de excepción en los que los sistemas legales se ignoran y todo vale. Esto genera una violencia a la que las instituciones débiles no pueden hacer frente. Es así como la «seguridad» (de los ricos) queda monopolizada por la empresa priva- da y los organismos militares y paramilitares del Estado. En 1999, había en Sudáfrica cuatro guardias de seguridad por cada miembro de la policía unifor- mada. En este caso, el ejército privado, representado por el sector de la seguridad, cuenta con más perso- nas armadas que el propio ejército regular. Entre sus clientes figuran los ricos blancos que pagan por esa seguridad, por lo que la brecha de las diferencias raciales se ahonda. Todos los sistemas sociales están violentamente divididos entre los que tienen mucho (los ricos) y los que tienen poco o nada (los pobres), y aún más profundamente fragmentados a causa de los conflictos que surgen entre las personas que se ven obligadas a escarbar entre la basura para ganarse la vida en un mundo deshumanizado (ER; véase k). Las cifras por sí solas son suficientemente horri- bles. Sin embargo, deberíamos estar más horroriza- dos. Para ser verdaderamente humanos, deberíamos realizar la proeza de recrear y recordar que todas las cifras que empleamos cuando queremos hablar de 49
  • 50. los desposeídos representan a personas con nom- bres, rostros, familias, historias y sentimientos; cual- quier persona, cualquier Mohamed Bouazizi de la vida real al que «no le permitieron vivir». Cada dígi- to que forma las estadísticas de la tragedia: la pobre- za, la indigencia, el hambre, la muerte, la tortura, los mutilados por las minas, los desplazados, los refugia- dos, los esclavizados, y así sucesivamente; cada dígi- to, indisolublemente ligado al parpadeo de los nú- meros de la bolsa de valores, representa el sufri- miento de una vida humana única y los efectos per- judiciales de todas las personas en relación con esa persona. El sufrimiento no es una nube amorfa. Afecta a los seres humanos, individuos de carne y hueso, cada uno con su nombre y su firma, con su estructura genética singular, su personalidad, su forma particular de caminar, de sonreír, mirar y amar, uno más uno más uno más uno más uno... hasta sumar los miles de millones de seres humanos en peligro. Aunque restemos unos cuantos miles, no se alivia el dolor de los que quedan, porque el mal es único para cada uno de ellos. Por eso, los dere- chos humanos y la dignidad tienen que ser universa- les. De lo contrario, la justicia se habrá esfumado. Si los derechos humanos están para fomentar el «espíritu de fraternidad» de la Declaración Universal de Derechos Humanos, la empatía es necesaria, la capacidad de ponerse en otra piel y sentir lo que sig- 50
  • 51. nifica ganarse una existencia a duras penas sin saber de dónde vendrá la próxima comida, siempre pen- diente de los caprichos y la crueldad de otros, de ser esclavo en condiciones infames, de ver cómo tus hijos se consumen y se mueren de hambre, de diarrea, paludismo y otras enfermedades fáciles de prevenir. La denuncia al sistema de Mohamed Bouazizi horro- rizó a muchas personas porque la autoinmolación es un acto atroz de desesperación. No es menos terrible la venta de niños para la esclavitud y la prostitución, el trabajo forzoso (ER; véanse c, e, g, h y k) y el resto de las atrocidades del neoliberalismo. ¿Es nuestra ima- ginación tan limitada que enmudecemos ante seme- jantes crímenes, que somos incapaces de gritar que esto no se puede permitir, que todo ser humano tiene sus derechos? ¿No pueden aquellos que disfrutan de sus derechos, unos derechos que presuntamente son universales, reclamar los de quien no los tiene, los de los excluidos? Observemos ahora algunas de las cifras que se barajan, cifras que no son abstractas porque representan a seres humanos. Debemos intentar con- cebir lo que siente una persona al tratar de sobrevivir en condiciones en las que los números sólo son una quimera. El ejercicio debe ser insoportable. • Más de tres mil millones de personas (casi el 50% de la población mundial) subsisten con dos dólares y medio, o menos, al día.19 51
  • 52. • El 40% de la población mundial más pobre representa el 5% del ingreso global. El 20% más rico representa alrededor del 80% del ingreso mundial.20 • Unos mil millones de personas entraron en el siglo XXI sin saber leer un libro ni poder firmar con su nombre.21 • Más de 30.000 niños (o sea, «sólo» los meno- res de cinco años) mueren cada día (cerca de once millones cada año, cifra que equivale a la población infantil de Francia, Alemania, Grecia e Italia juntas), debido a la pobreza (ER; véanse a, b y k). Y «mue- ren en silencio en algunas de las aldeas más pobres de la tierra, lejos de la mirada y la conciencia del mundo. Ser mansos y débiles en la vida hace que estas multitudes agonizantes sean aún más invisibles en la muerte».22 La tentación neoliberal no es nueva. Diez meses antes de proclamarse la Declaración Universal de Derechos Humanos, George Kennan, el arquitecto del Plan Marshall y jefe del Departamento de Estado de Planificación de Políticas de EE.UU., vio lo que se avecinaba, el espejismo de un mundo aparentemente unificado, dominado por las grandes potencias, pri- mero en forma de estados y luego de corporaciones. Tenemos alrededor del 50% de la riqueza del mundo, pero sólo el 6,3% de su población. [...] 52
  • 53. Nuestra gran tarea a partir de ahora es diseñar un modelo de relaciones que nos permita mantener esta posición de disparidad. [...] Dejemos de hablar de objetivos difusos e irreales como los derechos huma- nos, la mejora de las condiciones de vida y la demo- cratización. Falta poco para el día en que tendremos que trabajar con conceptos categóricos de poder. Cuanto menos nos obstaculicen los eslóganes idealis- tas, mejor.23 La Declaración de 1948 nació muerta porque, incluso en su gestación, quedó condenada a langui- decer entre los «objetivos irreales», sacrificada a los «conceptos categóricos de poder» porque había que mantener la disparidad de la riqueza. Las «consignas idealistas» y la «leyenda» de la dignidad humana uni- versal tenían que ser arrojadas al vertedero de los sueños peligrosos, al que el arquitecto social Kennan creía que pertenecían. El concepto de Estado-nación sobre el que se establecen las bases para la doctrina de los derechos humanos ha cambiado. Estamos presenciando, no sólo el debilitamiento del Estado-nación, sino tam- bién el fortalecimiento simultáneo de los mercados transnacionales y de los agentes financieros que, a través de empresas o alianzas multinacionales, con- sorcios financieros, camarillas como el misterioso Grupo Bilderberg, e incluso acciones individuales, definen la política económica que influye en todo el 53
  • 54. planeta. El credo neoliberal unidimensional está am- pliamente consolidado y listo para enfrentarse a nue- vos e inciertos escenarios en el marco de la globali- zación económica y política. En la época feudal, los soberanos, reforzados por todo un séquito de señores feudales y obispos, recla- maron un «derecho divino» para privar a sus súbditos de la libertad, imponer altas tasas a los ciudadanos e impedir a los campesinos la posesión de las tierras en las que vivían, por lo que éstos se empantanaron en la pobreza y en la dependencia. Cuando los reyes comenzaron a cobrar impuestos a los ricos para financiar sus sueños de poder y codicia, las elites finalmente comprendieron la conexión entre sus bienes y sus libertades. Hoy en día, el mercado es el que tiene el derecho divino de despojar a la gente de su propiedad y la «crisis» estrecha con su mortífero abrazo a la clase media, por ejemplo la estadouni- dense, a los (ex) propietarios de casas con ejecucio- nes hipotecarias. Hizo falta una revolución para aca- bar con el feudalismo, y en esa revolución la íntima conexión entre la propiedad y la libertad no se per- dió: Maximilien Robespierre no podía ser más claro. Si se pone en peligro la libertad, la propiedad se des- legitima y la causa de la destrucción de la libertad es la abismal desigualdad económica, «la fuente de todos los males».24 En su discurso sobre la subsisten- cia del 2 de diciembre de 1792, se preguntó: «¿Cuál 54
  • 55. es el objetivo principal de la sociedad? Se trata de mantener los derechos inalienables del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a existir. Por lo tanto, la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de la existencia; todos los demás están su- bordinados a ésta; la propiedad fue instituida y garantizada sólo con el fin de consolidar esta ley; si la propiedad se tiene, es en primer lugar para vivir. Y no es cierto que la propiedad pueda oponerse a la sub- sistencia de los hombres». Robespierre se suele pre- sentar hoy en día como el padre de todos los demo- nios, probablemente porque su verdad es más que evidente, irrefutable, sobre todo si se considera desde el punto de vista de los derechos humanos universa- les. La propiedad privada nunca debe arrebatar la «subsistencia de los hombres». ¿No es acaso ésta la declaración de un hombre justo? Hoy en día un puñado de personas puede impug- nar las órdenes nacionales e internacionales y actuar en contra de la subsistencia de los ciudadanos con el fin de imponer sus propios intereses. Ésta es una de las principales causas de la pobreza extrema, por no decir de la esclavitud pura y dura (ER; véanse c, d, g, h y k).25 Si los seres humanos tienen reclamaciones váli- da sobre sus necesidades, éstas deben ser los re- quisitos básicos de la subsistencia y la seguridad que permiten la libertad, es decir, los derechos básicos que 55
  • 56. Henry Shue define como «... las exigencias mínimas de cada persona respecto a las otras [...], la base racio- nal de las exigencias admitidas, y que no es razonable que una persona con un mínimo respeto por sí misma se conforme con que le sean negadas». De esta mane- ra, identifica el deber de todo el mundo de proteger «los derechos de aquellas cosas sin las cuales no se puede disfrutar de otros derechos».26 El filósofo alemán Thomas Pogge va al quid de la cuestión, es decir a la cuestión de la responsabilidad: «Somos cómplices de un crimen inconmensurable contra la humanidad al defender el actual orden económico mundial» (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k).27 La pobreza se impone mediante las polí- ticas de nuestros representantes electos, los magna- tes no elegidos y sus instituciones económicas, den- tro y fuera de las fronteras estatales. El neoliberalis- mo y su mercado, que en gran parte promocionan el hedonismo sin sentido, tienen muchas maneras de desalentar la reflexión sobre nuestra propia respon- sabilidad, sobre cómo nuestras decisiones de consu- mo excesivo y frívolo afectan directamente a las vidas de otras personas que están geográficamente distantes, en el Congo, por ejemplo. Las violaciones de los derechos humanos que causan la pobreza tie- nen profundas raíces que extienden la responsabili- dad más allá de las fronteras nacionales, en un pro- ceso histórico en el cual se estableció la hegemonía 56
  • 57. mediante la esclavitud, el colonialismo, la conquista militar y el genocidio (ER; véanse a, b, c, d, e, f, g, h, i, j y k, con carácter retroactivo). Disfrutar del botín de nuestros antepasados supone el saqueo continuado de otras personas, principalmente de los habitantes del tercer mundo, y sobre todo de las mujeres y niños (ER; véase h). La carga ética de nues- tras actuales generaciones consiste en identificar a través del conocimiento del pasado los problemas de hoy y tratar de ponerles remedio. ¿Cómo puede la reivindicación de una necesidad –el derecho a no padecer una debilitadora pobreza– convertirse en un derecho jurídico especialmente instituido que requiere agentes especializados en hacer cumplir las obligaciones legalmente establecidas con el objetivo de garantizarlas para todo el mundo? La condición previa para la garantía de los derechos universales se insinúa en el artículo 28 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que es más relevante que nunca en esta era de globalización: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades pro- clamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». Los derechos humanos no son sólo rei- vindicaciones morales de unos individuos sobre otros individuos y sus estados, sino esencialmente sobre el orden institucional internacional en el que se desenvuelven los individuos y los estados. El pro- 57
  • 58. blema es que el sistema neoliberal no es un sistema moral, ya que ha dado preferencia al «mercado» sobre los seres humanos. El 10 de mayo de 1793, Robespierre recalcó en contundentes términos que «la miseria de los ciuda- danos no es otra cosa que el crimen de los gobier- nos». Sin embargo, los gobiernos y las corporaciones no son los únicos criminales. Si disfrutamos de dere- chos, incluso del derecho a conocer, y nos olvidamos de los deberes que los acompañan y no hacemos nada para impedir los crímenes, somos cómplices, porque, como dijo James Baldwin a propósito de la segregación y otros actos de lesa humanidad (ER; véanse j y k) en Estados Unidos: «La inocencia cons- tituye el delito».28 Sólo podemos mostrar indiferen- cia o adoptar una actitud de impunidad si recurri- mos al primitivismo de la preilustración y, en la actualidad, en 2011, hay muchos signos inquietantes que sugieren que éste es exactamente el horizonte hacia el que nos dirigimos. Veredicto Culpable de todos los cargos. 58
  • 59. 2 El léxico de los«derechos humanos» Terreno extremadamente peligroso […] el lenguaje constituye […] una poderosa arma [… y] el arte de la oratoria se confunde en la China antigua con el arte de la guerra, con la inteligencia estratégica […]. 29 Medio milenio antes de nuestra era, durante la épo- ca de los Reinos Combatientes, Confucio advertía del peligro de los hombres verbosos y su palabrería en un sistema político dominado cada vez más por oradores elocuentes, mercenarios de la palabra; el equivalente a los asesores políticos que hoy doran la píldora de los actos de sus amos. Los grandes sabios de la época de Confucio señalaron en reiteradas ocasiones que los oradores que utilizan la palabra como instrumento de persuasión, o como un arma cínicamente separada de su contexto y su sentido original, negando así cualquier realidad que un vocablo pudiera haber representado en su origen, 59
  • 60. son una de las causas primordiales de todos los ma- les y desgracias que amenazan a la nación. No puede haber ningún contrato social si las palabras que lo constituyen son dudosas porque, en ese caso, el estado de la nación seguramente no sería lo que dice ser. Cuando se despoja de su significado real a las palabras que representan los valores y la ética de una sociedad, podemos alarmarnos por la salud de la realidad que pretenden transmitir. No nos deje- mos engañar ni inducir a la inacción por el uso fal- seado o a-histórico de las palabras. Reconocer que las palabras tienen historia, revelar su pasado a fin de arrojar luz sobre el presente, entender esa parte que les hurtaron y valorar su poética original es un pro- yecto fecundo, incluso revolucionario. Hace poco, en su discurso tras la muerte de Osama Bin Laden en Abbottabad, Pakistán, a manos de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, el ex profesor de derecho y presidente de Estados Unidos, Barack Obama, proclamó el 2 de mayo de 2011: «Vamos a ser fieles a los valores que hacen de no- sotros lo que somos. Y en noches como ésta, pode- mos decir a las familias que han perdido a seres que- ridos ante el terror de Al Qaeda: se ha hecho justi- cia». Tal vez el abogado Obama desconocía el axio- ma nemo esse iudex in sua causa potest (nadie puede ser juez de su propia causa). En cualquier caso, lo que sucedió esa noche –entrar en el espacio de otro país 60
  • 61. para ejecutar a un hombre desarmado, dispararle a la cabeza delante de su familia, matar a cinco personas más y luego, a toda prisa y en secreto, tirar el cuerpo al mar– no tiene nada que ver con la justicia. La jus- ticia implica necesariamente el debido proceso den- tro de la ley: una garantía fundamental y constitucio- nal para que todos los procedimientos judiciales sean justos en un tribunal debidamente establecido, con una acusación formal, una defensa, una audiencia con pruebas y una sentencia, todo ello estrictamente de acuerdo con la ley. Sin embargo, casi nadie se dio cuenta de que la justicia también había sido asesina- da. Los ciudadanos estadounidenses bailaron y ondearon sus banderas en las calles de Washington y Nueva York; el primer ministro británico, David Cameron opinó que era un «gran paso adelante» (¿hacia dónde?); el Ministerio de Relaciones Ex- teriores de la India lo calificó de «hito victorioso», mientras que, para el primer ministro israelí, Ben- jamin Netanyahu, fue un «triunfo rotundo». La caza de Bin Laden, ese «triunfo rotundo», ha tenido un coste de casi un millón y medio de muer- tos en Irak,30 más de 10.000 civiles muertos en Afganistán, un sacrificio que supera los 7.000 solda- dos de las fuerzas de ocupación en Irak y Afganistán. La factura total de la llamada «guerra contra el terror» asciende a dos billones de dólares.31 Después de la ejecución de Osama Bin Laden, el presidente 61
  • 62. Obama concluyó su victorioso discurso declarando: «Recordemos una vez más que Estados Unidos pue- de hacer lo que se proponga». En el mismo discurso habla de «la historia de nuestra historia», «la bús- queda de la prosperidad para nuestro pueblo», «la lucha por la igualdad para todos nuestros ciudada- nos», la defensa de «nuestros valores en el extranje- ro» y los sacrificios de Estados Unidos para hacer «del mundo un lugar más seguro». Esa «historia de nuestra historia» de la que habla Obama se desliza suavemente sobre las duras proe- zas de una nación construida sobre el genocidio, la esclavitud y el racismo. No fue en absoluto acciden- tal, ni siquiera uno de esos lapsus que revelan ver- dades sorprendentes, que el nombre clave de la operación de Abbottabad fuera «Gerónimo». «La historia», en este caso, se remonta a una «justicia» propia del salvaje Oeste, como el tiroteo en el OK Corral. Gerónimo (Goyaałé, «el que bosteza»), un guerrero legendario, famoso por su valentía, un gran estratega capaz de eludir a las autoridades estadou- nidense y mexicana, forma parte de una larga histo- ria de resistencia de un pueblo contra los coloniza- dores españoles, el pillaje de los soldados mexicanos y estadounidenses, y el robo de la tierra de su pue- blo, los apaches chiricahuas. Si nos proponemos insi- nuar que Bin Laden es un antiguo enemigo de la casta de los que fueron derrotados en el mito funda- 62
  • 63. cional de América, bastaría una sola palabra, el nom- bre de un apache «malo». El presidente Obama dice que «pueden hacer lo que se propongan». Pues resulta que la tasa de pobreza de su país (14,3% en 2009) y la de pobreza infantil (20%) es la segunda peor entre las naciones desarrolladas, con una mortalidad infantil que las supera a todas. ¿Es eso lo que se «proponen»? Así las cosas, ¿cómo puede hablar de «la búsqueda de la prosperidad de nuestro pueblo» y «la lucha por la igualdad para todos nuestros ciudadanos»? Catorce millones de estadounidenses están en paro y la tasa de los afroamericanos desempleados duplica la de los blancos. Si no se «propone» solucionar estos enormes problemas sociales, ¿qué «valores» puede difundir el presidente Obama en el extranjero? Es más que probable que la muerte política de Bin Laden se sellara definitivamente con las revoluciones de masas que estallaron en el mundo árabe cuatro meses antes de su muerte física, pero se ha querido arrebatar esa victoria a los pueblos árabes y reem- plazarla por el mensaje del OK Corral. La etimología es muy reveladora. Si lo justo (del latín justus, «honrado», «imparcial» y «equitativo», y también de jus, «recto» y más aún, «derecho legal» o «ley») pudo ser extirpado tan fácilmente de la noción de justicia e integrado al mito racista de la fundación de Estados Unidos, según el cual los vaqueros (en la 63
  • 64. época considerados forajidos) ganaron a los indios con armas de fuego, los «derechos humanos» tam- bién han sido despojados tanto de lo «humano» como del «derecho». Ningún presidente ha hecho más que yo por los derechos humanos. GEORGE W. BUSH, The New Yorker, 19 de enero de 2004 En los últimos años hemos visto todos los inten- tos de convencer al mundo de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva, o de que el aho- gamiento simulado no es tortura, o de que George W. Bush es el campeón mundial de los derechos humanos. Los presidentes de Estados Unidos hablan mucho de los derechos humanos. George W. Bush, el presidente que defendía la tortura, la entrega de prisioneros a los calabozos más siniestros del mundo, la tortura por waterboarding (ahogamiento simulado), Abu Ghraib, Guantánamo y la suspen- sión del habeas corpus, fue también el presidente más conocido por sus garrafales errores en público, por lo que quizá podríamos suponer que en reali- dad quería decir: «Ningún presidente ha hecho más que yo contra los derechos humanos». Sin embar- go, el dominio de Bush de las preposiciones es una cosa y su desprecio por los derechos humanos, que 64
  • 65. se revela brutalmente en su arrogante y falsa afir- mación, es otra. No es la gramática lo que nos importa, sino el desprecio. Sean cuales fueren los derechos a los que se refiere, seguro que no se trata de los derechos humanos. Veamos una muestra de cómo se autoconfirió el «derecho» a suspender los derechos de otras personas con sus órdenes ejecuti- vas (¡en total 262!), que equivalían a un estado de excepción, entre ellas la derogación de la Ley de Registros Presidenciales a favor de la transparencia (orden número 13.233), la de esquivar los Convenios de Ginebra (13.440), la de reestablecer el tapujo mediante la retirada de documentos des- clasificados (13.292), la de permitir todo tipo de abusos en Irak (13.303 y 13.438) y la de alterar las normas federales en materia de política ambiental a favor de las grandes empresas (13.422). La idea de Bush del «derecho» es uno de los pilares del neoli- beralismo: el tipo de derecho que es sinónimo de «poder». Dado que el término «derechos humanos» ha sido tan difamado por los poderosos, un mani- fiesto que reclame los derechos humanos en los tér- minos que tan bien comprendió Mohamed Bouazizi tendrá que volver a los orígenes radicales, al verda- dero significado de las palabras. 65
  • 66. Universal Toda la filosofía moral puede aplicarse tanto a la vida colectiva y privada como a otra forma de vida más compleja: todo hombre abarca en sí mismo toda la condición humana. MICHEL DE MONTAIGNE, XIV, «Sobre el arrepentimiento», Ensayos, 1580 Un derecho no es una pretensión arbitraria ni infun- dada. Se trata de «una expectativa que aduce razo- nes y argumentos, que se considera ‘‘bien fundada’’, ‘‘legítima’’, o si se prefiere, ‘‘justa’’».32 En teoría, la naturaleza generalizada de un derecho humano lo distingue de cualquier privilegio limitado a un grupo, clase o casta y, por lo tanto, ponemos el énfasis en lo «universal» de las declaraciones modernas de los de- rechos humanos. En la psicología globalizada de hoy, el alcance global es un privilegio de los ricos y poderosos. La suerte de los pobres y débiles es sufrir el alcance de los ricos y poderosos. Los consumidores ricos, globa- les, ven la universalidad tal y como se refleja en los menús de sus restaurantes preferidos,33 que ofrecen todo lujo de detalles acerca de los orígenes de los ingredientes de sus selectos platos, en los que pue- den degustar ostras de Kumamoto, guisantes ingle- ses, zanahorias de Nantes, avellanas del Piamonte, 66
  • 67. curry de Madrás, trufas de Périgord, tomates de San Marzano o pistachos de Sicilia, y así sucesivamente. Esta geografía culinaria pone de manifiesto cómo la geografía real de los paisajes del mundo se ha redu- cido a un centro comercial gigante y globalizado en el que los ricos no aprecian una buena zanahoria si no tiene denominación de origen. Ésta es la visión de la universalidad que nos tenemos que tragar. En el documento más famoso sobre los derechos humanos de los tiempos modernos, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la colocación del adjetivo es reveladora. El adjetivo «universal» no se refiere a la esfera de aplicación de los derechos humanos, sino de la declaración misma. En una era globalizada, cualquiera puede hacer una declaración «universal» con el objetivo de llegar a todo el mundo. Este Manifiesto también podría ser «univer- sal», en la medida en que se dirige a todo el mundo, pero éste no es un asunto de tener más o menos audiencia. «Universal» aquí está enlazado a otras dos palabras: universal D derechos D humanos. Obama, por ejemplo, puede declarar a todo el mundo que «podemos hacer lo que nos propongamos», una afir- mación tan absurda como arrogante. La aplicación universal de los contenidos de la Declaración es otro asunto muy diferente que trasciende esas palabras, ahora tan faltas de significado real que se han vuelto sospechosas. Tan pronto como una persona se con- 67
  • 68. vierte en un ser humano «genérico», en el sentido retórico de la palabra «universal», se ve privada de derechos humanos, porque esta figura ideal no tiene ciudadanía ni ocupa un lugar en las estructuras sociales y económicas, ni tampoco en las relaciones de poder que determinan la vida de todo el mundo, genérica e individualmente. Si la palabra «universal» se ha convertido en un lugar común en el discurso de los derechos huma- nos, esa vulgarización sólo puede entenderse como otra afrenta para los millones de personas que, sin los medios básicos para la existencia, no pueden ejercer sus derechos humanos. De acuerdo con las cifras proporcionadas por el Banco Mundial en 2005, unos 1.370 millones de personas malviven con menos de 1,25 dólares al día; 2.560 millones malviven con menos de 2 dólares al día, y 5.050 millones (más del 80% de la población mundial) mal- viven con menos de 10 dólares al día.34 Dos conoci- dos analistas de la pobreza, Thomas Pogge y Sanjay Reddy,35 calculan que el número de pobres supera en casi el 50% la cifra que apunta el Banco Mun- dial.36 El hecho de que exista tan enorme discrepan- cia en las cifras demuestra que las instituciones más poderosas del mundo desarrollado no toman en serio la pobreza, como parece sugerir este título des- preocupado y veleidoso de un informe del Banco Mundial: «El mundo en desarrollo es más pobre de 68
  • 69. lo que pensábamos, pero no por ello menos exitoso en la lucha contra la pobreza». El otro abismo, por supuesto, es el que se abre entre los muy ricos y los muy pobres. La suma de la riqueza de las tres perso- nas más ricas del mundo es mayor que la suma de los PIB de los cuarenta y ocho países más pobres (alrededor del 25% del total de países).37 La pobreza extrema se concentra en los estados y territorios con instituciones frágiles, políticas deficientes, propensos a las guerras y con crisis de refugiados. Una cuarta parte de la población del mundo en desarrollo (85,4% de los extremadamente pobres), unos 1.140 millones de personas, viven sin los medios impres- cindibles para la supervivencia humana. De alguna manera, hemos de suponer que exis- te alguna base real para lo que declara el artículo 2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948): Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Además, no se hará distinción algu- na fundada en la condición política, jurídica o inter- nacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo adminis- 69
  • 70. tración fiduciaria, no autónomo o sometido a cual- quier otra limitación de soberanía. La Declaración es un documento de aspiraciones legítimas y válidas. No fue redactada con intenciones obscenas o hipócritas salvo, tal vez, la pretensión de reforzar la brillante imagen de Estados Unidos (la «tie- rra de los hombres libres») en tiempos de la Guerra Fría, por contraste con los reinos opacos del comunis- mo. El problema clave –que dispara la sospecha de que lo fundamental era la imagen– es que el docu- mento no ofrece ningún mecanismo que permita po- ner en práctica o garantizar los derechos humanos. La Declaración dice que los derechos humanos son pre- rrogativa de los «seres humanos» en general, como si se pudieran distribuir entre «todos»; y ese «todos» es un ente abstracto, una masa de seres humanos divor- ciada de lo social, de la identidad económica y políti- ca y de las relaciones, sobre todo de clase. No se con- templan como patrimonio de los individuos –de cada individuo– que viven en sociedades diferentes y cuyas vidas se rigen por determinadas estructuras sociales e institucionales. Esta disociación del mundo real y las relaciones sociales, económicas y políticas es la que provoca que los derechos humanos se transformen en poco más que una concesión arbitraria que emana de las relaciones de poder, de la música celestial de las generosas promesas. 70
  • 71. El uso que se hace de los derechos humanos, ahora travestidos de humanitarismo en el mundo globalizado, delata cómo la supuesta defensa de los derechos humanos se ha convertido en abuso. Un ejemplo será suficiente: uno de los «8 objetivos de la guerra» del Pentágono en Irak38 era «prestar inme- diatamente ayuda humanitaria de alimentos y medi- camentos a los desplazados y a los muchos ciudada- nos iraquíes necesitados». La sorprendente lógica de este humanitarismo parece haber sido, en primer lu- gar, crear esos «desplazados» (muchos de ellos hacia su «emplazamiento» definitivo en la tumba) y luego repartir limosnas humanitarias a los supervivientes. En este sentido, el casus belli parece cumplir parcial- mente con los aspectos tópicos de los derechos humanos: pocos son los que expresan su oposición a la causa «humanitaria», lo que se entiende por ayu- dar a los demás, especialmente a los niños vulnera- bles y patéticos que se utilizan con tanta frecuencia en las imágenes publicitarias empleadas para recau- dar fondos destinados a la ayuda humanitaria. Los planificadores del Pentágono lo tenían muy claro: restaurar unos supuestos derechos humanos al otro lado del mundo ofrecería una justificación mucho más plausible para ir a la guerra que las inexistentes «armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein. Los derechos humanos se han diluido en el humani- tarismo, una herramienta del imperialismo de finales 71
  • 72. del siglo XX o, en ciertos aspectos ideológicos e ins- trumentales, una versión moderna de la «misión civi- lizadora» de la época colonial, lo que nos lleva de nuevo al «humanitario» rey Leopoldo y a su genoci- dio en el Congo. No es de extrañar, pues, que los derechos humanos se hayan utilizado en muchos casos como un pretexto para violar el derecho inter- nacional y la soberanía nacional. Hay muchos ejemplos que apoyan la afirmación de que los derechos humanos, en forma de humani- tarismo, se han convertido en un instrumento más de la universalización del neoliberalismo. Queda palpa- blemente claro en las indecentes palabras que pro- nunció una poderosa mujer neoliberal poco después del tsunami que arrasó el sudeste asiático y acabó con 300.000 vidas: «Estoy de acuerdo en que el tsunami ha representado una maravillosa oportunidad para dar protagonismo no sólo al gobierno de Estados Unidos, sino también al corazón del pueblo estadou- nidense, y creo que nos ha aportado grandes dividen- dos» (France Press, 18 de enero de 2005). Estas pala- bras salieron de labios de la entonces secretaria de Estado en funciones, Condoleezza Rice. Los «grandes dividendos» vuelven directamente a las empresas de los países «donantes» y los gobiernos se benefician de las ventajas geopolíticas. Pero las supuestas «donacio- nes» se distribuyen de forma arbitraria y temporal a gente desposeída de sus derechos, a las víctimas de la 72
  • 73. guerra, el hambre, las sequías, las catástrofes naturales o artificiales, a la gente en masa, cuyas vidas, despoja- das de dignidad cívica, se reducen a la mera supervi- vencia porque no tienen los medios materiales para ejercer sus derechos. Las personas más pobres del mundo se encuentran en esta situación, la de «catás- trofe humanitaria». Y este panorama no implica sólo a las zonas «aceptadas» de los desastres, tales como Haití, Afganistán o Darfur, sino también a Estados Unidos, donde la creciente polarización entre ricos y pobres hace que algunos analistas hablen ya de «ser- vidumbre por deudas».39 El alcance universal de los derechos humanos militarizados y neoliberalizados de hoy es patente en el pensamiento de la Oficina del Coordinador para la Reconstrucción y la Estabilización del Departamento de Estado de Estados Unidos (S/CRS). En su confesada misión de ayudar a «las sociedades en transición tras un conflicto o una guerra civil» a «llegar a un camino sostenible hacia la paz, la democracia y una econo- mía de mercado», una de sus principales estrategias es la de «desplegar el Equipo Humanitario de Es- tabilización y Reconstrucción [HSRT, por sus siglas en inglés] en los Mandos de Combate para participar en la planificación posterior al conflicto, en la que las fuerzas militares de Estados Unidos participan de manera muy activa».40 Las alusiones militares son también muy claras en un discurso pronunciado por 73
  • 74. el entonces secretario de Estado, Colin Powell, en 2001, cuando describió a las oenegés «como multi- plicadoras de nuestras fuerzas, como una parte muy importante de nuestro equipo de combate».41 Además de lo que está sucediendo en Irak y Afganistán –la violencia, el sufrimiento, la bonanza económica para las empresas constructoras y de armas de Estados Unidos–,42 todas las misiones humanitarias de Honduras, Guatemala y Nicaragua después del huracán Mitch; en Aceh, Tailandia y Sri Lanka tras el tsunami; en Camboya, y en el desastre humanitario más reciente de Timor Oriental, impli- can el desmantelamiento de las instituciones locales y graves consecuencias cuando se introduce el siste- ma neoliberal en estas economías y se las somete a una «reconstrucción»: acaban hinchadas por la con- siguiente inflación galopante. Como dice Shalmali Guttal de Focus on Global South: «No tiene nada que ver con la reconstrucción; se trata de remode- larlo todo».43 «Universal» en el sentido neoliberal sig- nifica que «no puede ser local». Según los indios cree, «sólo cuando el último árbol haya muerto, se haya envenenado el último río y atrapado el último pez nos daremos cuenta de que no podemos comer dinero», pero esa economía no interesa a los banqueros de Wall Street ni al comple- jo militar-industrial. La aplicación de lo que el Pen- tágono llama «multiplicadores de fuerzas» de los 74
  • 75. derechos humanos en los proyectos neoliberales es lo que Naomi Klein denomina «capitalismo del de- sastre». Este concepto describe el saqueo, pero no identifica el otro desastre, que es la devaluación de los derechos humanos y de lo que se supone que representan. Otro problema de la universalidad en el caso de los derechos humanos es su división en diferentes clases, como si fueran independientes unos de otros. En Occidente, donde los proveedores de derechos humanos no suelen tener ningún problema con sus condiciones materiales de existencia, el discurso dominante da prioridad a los derechos individuales y políticos. Esto queda bien ilustrado por la actitud despectiva de Jeane Kirkpatrick, ex embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas, cuando des- cribió los derechos económicos y sociales como «una carta a Papá Noel».44 Es cierto que la Decla- ración de 1948 ofrece una concepción unitaria de los derechos humanos, pero pronto quedaron divor- ciados y aislados en dos documentos diferentes: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, So- ciales y Culturales45 y el Pacto Internacional de Dere- chos Civiles y Políticos.46 Esta división se vio exacerbada por la actual idea profusamente utilizada de «generaciones». Después del ampliamente citado e influyente esquema pro- puesto en 1950 por T.H. Marshall,47 modificado a 75
  • 76. finales de la década de 1970 por el jurista checo Karel Vasak,48 la «primera generación» de derechos humanos ha venido a representar los derechos civi- les y políticos y la protección del individuo de los excesos del Estado (libertad de expresión, derecho de reunión y un juicio justo, etcétera). Los de la «segunda generación», derechos sociales, económi- cos y culturales tienen que ver con la igualdad (el empleo, la seguridad social, la salud, etcétera), mien- tras que los de la amplia y mal definida «tercera generación» son esencialmente internacionales y colectivos (como la autodeterminación, el desarrollo social y económico, y el derecho a los recursos natu- rales). Este enfoque «generacional» facilitó la superfi- cialidad impúdica de las palabras del ex presidente del gobierno español, José María Aznar, en marzo de 2008 para describir el estado de cosas en Irak: «... no es idílica, pero es una situación muy buena».49 Algunos pensadores han insistido en que los dife- rentes tipos de derechos son importantes y que se refuerzan mutuamente. Por ejemplo, Amartya Sen ofrece su harto conocido dictamen: «No se han pro- ducido hambrunas de importancia en ningún país independiente y democrático con una prensa relati- vamente libre»50 y (empezando la casa por el tejado) el verdadero desarrollo social y económico sólo puede producirse en los países pobres cuando hay una mayor libertad de elección para todos los miem- 76
  • 77. bros de la sociedad.51 Sin embargo, la opinión pre- dominante es la de las «generaciones» diferenciadas, la falsa jerarquía de los derechos y las esferas inde- pendientes, que han ocultado la necesidad de iden- tificar y centrarse en el derecho sobre el que se eri- gen todos los demás: el derecho a los medios mate- riales de existencia. Resumiendo, la escisión formal y artificial entre los derechos políticos y las condicio- nes materiales de existencia ha borrado sistemática- mente la pobreza como el problema más grave de derechos humanos. Si la palabra «universal» se refiere a una declara- ción de derechos dirigida a y para todo el mundo, entonces los derechos humanos tienen forzosamen- te que ser radicales porque esto lleva implícitas la igualdad, la fraternidad y la libertad para todos. De hecho, «universal» podría ser redundante, porque «humano» ya es una categoría universal. Un nombre más acorde con la práctica actual de los derechos humanos sería «Declaración Universal de los Dere- chos Humanos para Algunos Humanos». Si un miembro de la especie humana se considera huma- no, tal como la palabra ha sido generalmente enten- dida desde la Ilustración, él o ella debe gozar de los derechos que hacen posible la condición humana. Estos derechos deben ser universales porque, como descendientes hipotéticos que somos de nuestro último ancestro común de África oriental, conocido 77
  • 78. con el nombre de Eva Mitocondria, todos los huma- nos compartimos un tronco genético único que nos distingue de otras especies. En general se acepta que, para ser operativos o, mejor dicho, auténticos, los derechos calificados con el adjetivo de «huma- nos» requieren de la dignidad humana y de la liber- tad que, a su vez, se basan en la condición funda- mental del derecho a la existencia material. Nadie puede negar la verdad evidente, aunque silenciada con frecuencia, de que «sin vida, ningún otro valor es sostenible».52 Los derechos humanos, incluso los más básicos, no son hoy de aplicación universal. Es falsario suge- rir que la condición plenamente «humana» es uni- versal cuando los segurócratas se amparan en las «fuerzas oscuras», el «eje del mal», los «nidos del terrorismo» y otras emanaciones inhumanas de su imaginación desquiciada para pisotear sistemática- mente los derechos apelando a la protección del «mundo libre» de sus propios monstruos. Tampoco es humano este «mundo libre» que tiene que ser «seguro» (¿para quién?). Es el mundo del libre mer- cado capitalista. Además de las fantasías instrumen- tales que forjan el mundo enloquecido y maniqueís- ta dividido entre algunos seres humanos y los demás, existe la trágica evidencia del mundo real de las con- diciones inhumanas de existencia de al menos la mitad de la humanidad, que reducen a estas perso- 78