1. FUNÁMBULO: LA MUSA DEL ARTISTA
La línea interminable entre la ficción la “realidad” van más allá de lo cotidiano, se
lleva al plano análogo de la muerte, la vida, Dios y lo infernal. Entre lo tierno y lo
siniestro. La perfecta armonía de la complejidad dicotómica del arte ensoñado de
cualquier artista con la herencia de un pasado decimonónico occidental; que no
hemos podido superar y que se ha visto arraigado con mayor vigor desde los años
70 con la experimentación, los descubrimientos y los planteamientos de las “otras
realidades”. Es por eso que Genet sigue siendo un vanguardista.
Su amor apasionado por Adballah, es más por el sentido de su arte que por su
persona. Lo configura como el epítome del artista escénico, consagrándolo a la
maldición de la soledad eterna y la tristeza intermitente de unos ojos que rayan
entre lo mundano y lo divino, haciendo gala del equilibrismo necesario para
entregarse al mundo de la perfección y la precisión, a cambio de aplausos que van
más allá de caras sonrientes y gestos estupefactos. Aplausos vacíos y sonrisas
inertes en las que el artista se ciñe para encontrarse en ese segundo de eterno de
sordidez, lleno de ecos afilados para dejar de ser la máscara, el funámbulo, el
bailarín, el saltimbanqui, el malabarista; y buscar con toda desesperación al ser
que se quedó tras bambalinas, al ser ordinario que nunca ha de encontrar y que
sin embargo está condenado a buscarlo a sabiendas de su fracaso predestinado
por entregarse al escenario. Por entregárselo todo y no dejarse nada para sí. Por
ser grande entre los grandes y entre los ordinarios, es grande por su incapacidad
de ser alguien, por ser nadie, por estar tan lleno de vacío para contenerlo todo.
El artista incomprendido va de la mano del poeta maldito, hacia las glorias del
infierno maquillado de paraíso. A sabiendas del engaño, a sabiendas del artificio
se vuelven adictos al vacío. Se arriesga el pellejo por un público pelado, por un
montón de gente que de no ser por un alambre y el juego de la muerte, a plena luz
del sol, sin reflectores, sin alambre y sin muerte, no lo reconocería sino como un
mendigo más. Y es esa la grandeza del amor, no por la humanidad, sino del odio
por la misma, mostrarle su miseria de forma tan grotesca, tan artificial que no se
den cuenta y que encima se quede contenta.