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6. EL «SISTEMA DE ESTADOS EUROPEOS» EN LA ERA DE BISMARCK.
LA FORMACIÓN DE LOS PRINCIPALES IMPERIOS COLONIALES. LA
CONFERENCIA DE BERLÍN (1885) Y EL REPARTO DE ÁFRICA

                                                        ©Rosario de la Torre del Río
                                              Catedrática de Historia Contemporánea
                                                Universidad Complutense de Madrid


       Entre 1871 y 1890, la vida internacional estuvo dominada por las políticas
(principios, objetivos e iniciativas) de un conjunto de grandes potencias europeas que se
estaban fortaleciendo con la industrialización mientras iban extendiendo sus dominios y
sus antagonismos a escala mundial. Aunque la extensión mundial del dominio europeo
provoque tensiones entre las potencias, el sistema internacional siguió siendo un sistema
multipolar europeo compatible con la nueva preponderancia continental del Reich Alemán
y con la vieja hegemonía marítima de Gran Bretaña. La dirección de la política
internacional siguió siendo responsabilidad de unas pocas personas aunque su manejo se
complique como consecuencia de tres factores nuevos: la intensificación de la agitación de
las minorías nacionales, el crecimiento de la intervención de la opinión pública y el
incremento de la competencia económica entre los Estados industrializados. La
desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco-
alemán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevarán a los
Estados a mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y
mejor armados. En cualquier caso, conviene no perder de vista que los años 1871-1890
no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El estadista prusiano empequeñeció,
pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales; unos y otros –en distinta
medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus consejos, sus amenazas
o sus halagos.


Europa, marco privilegiado de las relaciones internacionales
       En una época en la que se necesitaba una semana para ir de Londres a Nueva
York, más de tres semanas para ir de Barcelona a Buenos Aires y más de un mes para ir de
Marsella a Shanghai o a Tokio, no deba extrañarnos que las relaciones entre Europa y el
resto del mundo fueran limitadas. La desaparición de los espacios en blanco de los
mapamundis no significaba el inmediato desarrollo de los intercambios económicos, de
los desplazamientos humanos o del protagonismo de Estados extra-europeos en un juego
internacional tradicionalmente europeo; Europa –el continente y sus periferias- seguía
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siendo el espacio privilegiado de las relaciones internacionales mientras la pujante
civilización europea, que se presentaba a sí misma como el mejor símbolo de la marcha de
los hombres hacia el progreso y la razón, daba un fundamento común a la elitista sociedad
internacional cosmopolita formada por diplomáticos, políticos y monarcas que compartían
maneras de vivir y que se entendían entre sí fundamentalmente en francés.
       Por supuesto, la Europa política estaba lejos de ser un todo homogéneo, hacia 1871
se distinguían con claridad los Estados que contaban en las relaciones internacionales y los
secundarios. La lista de los primeros es breve y no difiere mucho de los protagonistas del
período anterior: Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Austria-Hungría y Francia. Tanto el
Imperio Otomano como Italia deberán colocarse en una posición secundaria. Los demás
Estados sólo podrán intervenir en los asuntos internacionales que les afecten directamente;
como consecuencia de ello, unos permanecerán marginales a las grandes cuestiones,
como siempre definidas por los intereses de las grandes potencias, otros buscarán el
patronazgo de alguna e ellas para mejorar su posición y, como consecuencia de ello,
podrán verse peligrosamente involucrados en la gran política internacional. En estas
condiciones, la vida internacional de los años que estamos estudiando estuvo dominada
por las relaciones entre las grandes potencias, por la fidelidad de sus políticas a objetivos y
estrategias tradicionales, por la necesidad de poner en marcha nuevas políticas para hacer
frente a una situación internacional distinta, en la que destacaba por encima de cualquier
otra cosa la formación –en el centro del continente europeo- de un nuevo Reich alemán
bajo la dirección de Prusia. Sin duda, Gran Bretaña seguía siendo la mayor potencia
marítima y seguía deseando el mantenimiento del equilibrio de poder entre las potencias
continentales –el equilibrio europeo-; tras las guerras napoleónicas, todo el mundo
entendía que Londres no consentirá nunca una hegemonía sobre el continente y que haría
todo lo que estuviese en su mano para proteger la ruta a la India por el Cabo de Buena
Esperanza y, sobre todo, por el Mediterráneo y por el Canal de Suez inaugurado en 1869.
En un grado distinto, el Imperio Zarista tenía unas preocupaciones similares; desde 1815
aparecía como el principal guardián del orden establecido, había encontrado en Asia
amplio espacio para su expansión y, con unas fronteras europeas que englobaban una
buena parte de Polonia, Finlandia, Besarabia y los países bálticos, no parecía desear un
mayor avance sobre sus fronteras occidentales; sin embargo, su percepción y objetivos
sobre el mar Negro y los estrechos Bósforo y Dardanelos no habían cambiado: haría todo
lo posible por abrirse paso hacia el Mediterráneo Oriental. Aunque tanto Gran Bretaña
como Rusia permanecieran neutrales durante la guerra franco-prusiana, la posición de las
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dos grandes potencias vencedoras de Napoleón quedó alterada por el rotundo triunfo de
Prusia y por la formación de un nuevo Reich alemán cuyos objetivos internacionales
podían ser mucho más ambiciosos que los de la vieja Prusia. Pero, sin duda, las posiciones
internacionales más alteradas eran la de Austria, expulsada del Norte de Italia y del
proyecto alemán, y la de Francia, vencida, amputada de dos provincias y estigmatizada
internacionalmente por su régimen republicano.


Las nuevas condiciones políticas
       El tratado de Frankfurt de 1871, al cerrar el período de inestabilidad, violencia y
revisión internacionales abierto por la guerra de Crimea, disipó las viejas ensoñaciones
románticas de una voluntaria federación de Estados construida por el empuje arrollador de
unos pueblos supuestamente más amantes de la paz que sus viejos dirigentes. La realidad
internacional que se impuso tras la guerra franco-prusiana de 1870 fue la del viejo sistema
europeo de grandes potencias soberanas, que ahora se presentaban en el escenario
internacional industrializadas y dirigidas por gobiernos cada vez más poderosos. Los jefes
de Estado, los jefes de Gobierno, los ministros de Asuntos Exteriores y los diplomáticos
siguieron desempeñando un papel fundamental en la política internacional y en Europa
siguió dominando el régimen monárquico; la conservación de las monarquías, incluso en
aquellos Estados cuyos parlamentos limitaban el poder de los soberanos, siguió
constituyendo un elemento básico de las relaciones internacionales. Los reyes europeos,
unidos por sólidos lazos familiares, mantuvieron una cierta solidaridad política entre ellos
y jugaron a menudo un papel moderador. A la inversa, la existencia de un régimen
republicano aislaba, de entrada, a quien lo establecía. A pesar de la difusión del telégrafo y
de las nuevas facilidades para los desplazamientos, los diplomáticos mantendrían su vieja
importancia en el manejo de unos asuntos, que siguieron dependiendo de las decisiones de
muy pocas personas muy condicionadas por la búsqueda de la seguridad militar de sus
Estados.
       Diplomáticos y políticos seguían pensando que los Estados estaban obligados a
disponer de fronteras defendibles que, teniendo en cuenta las técnicas militares de la
época, se afirmasen sobre las disposiciones naturales del territorio: mares, montañas y ríos.
En 1871, a pesar de las consecuencias de las guerras de período anterior, las grandes
potencias europeas entendieron que el beneficioso equilibrio de poder previamente
existente entre ellas se mantenía, aunque Prusia hubiese sido substituida por una Alemania
más poderosa, aunque Italia se hubiese unificado, aunque Austria hubiese quedado más
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debilitada y Francia vencida y amputada de Alsacia-Lorena. En 1871, medio siglo después
de haber derrotado a Napoleón, las grandes potencias seguían considerando que Europa
era múltiple y que lo peor para el conjunto era la hegemonía de uno; el equilibrio entre
ellas seguía existiendo y era fundamental evitar que se pusiera en cuestión, ya que eso
significaría probablemente la guerra –y la revolución- en Europa. De esta manera, en
1871, los políticos y los diplomáticos entendieron que debían evitar esa guerra mientras se
preparaban para enfrentarse a ella en las mejores condiciones; para responder a estos dos
objetivos aparentemente contradictorios, entendieron, como en el pasado, que debían
determinar de dónde les venían las amenazas y, en función de su situación geográfica,
buscar las alianzas que mejor reforzasen su poder.
       En cualquier caso, los diplomáticos tenían que tener en cuenta la naturaleza y la
extensión de las fuerzas militares en Europa. El Reich alemán disponía de un ejército de
tierra activo de 400.000 hombres en 1874 y de 490.000 en 1890, al que se añadían los
reservistas que, en caso de conflicto, permitía a Alemania, hacia 1885, poner en línea
1.800.000 hombres. Francia, a pesar de su menor potencia demográfica, podía disponer
(sobre el papel) de unos efectivos activos comparables. El Imperio Ruso, gracias a sus
reservas humanas, contaba con cerca de 1.000.000 hombres. Conviene recordar que, en
estos años, el papel de los militares en las relaciones internacionales se acrecienta y que no
habrá Embajada que no cuente entre su personal con agregados militares encargados del
espionaje y de la venta de armas.


Las nuevas condiciones económicas
       La manifestación más evidente de la existencia de las fronteras es la presencia de
las aduanas y la legislación aduanera es uno de los atributos esenciales de la autoridad de
los Estados. La política desarrollada por un Estado hacia los extranjeros se confunde a
menudo con el grado de permeabilidad de sus normas aduaneras. De manera general, el
periodo que estudiamos se caracteriza por una tendencia muy clara: la transición del
liberalismo al proteccionismo; de un mundo en el que las mercancías podían circular
libremente se pasa con rapidez a un mundo cerrado, erizado de barreras aduaneras que
encarecen fuertemente los productos extranjeros. El liberalismo, que había triunfado en la
Europa Occidental hacia 1860, se bate en retirada desde 1876. Las causas de este cambio
son múltiples; por una parte, la coyuntura económica mundial se transforme entre 1873 y
1878 y de una fase de prosperidad y de crecimiento rápido, que duraba desde 1848-1850,
se pasa a un período de contracción en el que bajan los precios y disminuye la producción;
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por otra parte, el desarrollo de los transportes marítimos y de las redes ferroviarias que
permiten colocar en los mercados europeos productos agrícolas a precios muy inferiores a
los que mantenían los productos nacionales similares; por último, los nuevos Estados
industriales, que no pueden competir en un mercado abierto, entienden que, para crecer,
necesitan asegurar las ventas de sus productos en unos mercados nacionales protegidos. La
multiplicación de las barreras aduaneras fortaleció en estos años los crecientes
nacionalismos europeos: del recelo hacia el competidor económico extranjero se pasaría
con rapidez a la desconfianza. Pronto la lucha comercial daría paso a verdaderas guerras
aduaneras como las que se desarrollaron en este período entre Francia e Italia en 1887-
1888 o entre Rusia y Alemania en 1886.
       El desarrollo de la industria pesada y el crecimiento de la red ferroviaria y de la
flota se convirtieron en bases tan necesarias para que un Estado fuera considerado una
gran potencia como la existencia de un amplio territorio y de una población muy
numerosa. En particular, la presión permanente del crecimiento demográfico europeo
exigió la búsqueda de recursos -materias primas y alimentos- más allá de las fronteras, y
los gobiernos se sintieron llamados a jugar un papel fundamental en todas las
manifestaciones de ese imperialismo económico: decidían las conquistas coloniales bajo la
inspiración de sus preocupaciones políticas y estratégicas; firmaban tratados de comercio
o tomaban medidas aduaneras que animaban rivalidades y suscitaban verdaderas guerras
económicas; orientaban las inversiones de capitales autorizando las iniciativas extranjeras
o presionando a los Estados que debían dar el visto bueno a las propias. Los hombres de
negocios, por su parte, pidieron el apoyo de sus gobiernos para facilitar su actividad en el
extranjero exagerando la relación existente entre los intereses generales del Estado y los
intereses económicos derivados de su presencia en el mundo. El desarrollo de los
intercambios internacionales de productos y de capitales profundizó la interdependencia
de los diferentes países y pareció anunciar el nacimiento de un mundo más solidario; sin
embargo las cosas no fueron por ese camino, sino por el del nacionalismo económico que
surgió tras el abandono generalizado del libre cambio. La nueva importancia de las
grandes rutas mundiales multiplicó el número de zonas peligrosas en la medida en que
varios Estados tuvieron interés en controlarlas.


El nuevo marco psicológico y social
       El aumento de las migraciones y la intensificación de las relaciones comerciales y
financieras facilitaron la percepción de que todos los hombres pertenecían a un mismo
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mundo. Aunque el horizonte cotidiano de la inmensa mayoría de la población
permaneciese limitado a pueblo o ciudad en la que habitaba, el conocimiento de “los
otros” progresó entre las poblaciones que disfrutaban de un cierto confort material. Tres
eran entonces las principales fuentes de información: 1) los viajes personales, muy
minoritarios, 2) los desplazamientos colectivos extraordinarios, que respondían a dos
tipos: las guerras, con sus cortejos de invasiones, movilizaciones y combates, y las
transferencias de población como consecuencia de acuerdos internacionales, y 3) la lectura
de los medios de información.
       El progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas facilitó la
participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que levantaban los
acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las rivalidades se
fueron exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a manejar
orientando la opinión en la dirección que les interesaba. Aunque el desarrollo de la nueva
prensa popular y la influencia creciente en las mentalidades colectivas sea posterior, los
años ochenta lo prepararían con la difusión de la alfabetización de las gentes –sobre todo
en Europa Occidental y América del Norte- e inventos como la rotativa (1872) o la
linotipia (1884). En cualquier caso, sorprende la mala calidad de las informaciones sobre
los vecinos -fragmentarias, falsas y estereotipadas- y la falta de objetividad con que se
recogían los problemas internacionales o coloniales. Como sabemos que los fondos
secretos de todos los Estados europeos fueron utilizados de manera generosa para sostener
a esa nueva prensa popular, debemos entender que, en aquellos años, cuando estaba a
punto de aparecer una sociedad de masas, las nuevas opiniones públicas fueron
ampliamente manipuladas.
       Pero para entender la elaboración de una política exterior, no basta con tener en
cuenta las “imágenes” que los habitantes de un Estado se hacen sobre los extranjeros,
debemos tener en cuenta sobre todo las ideas –verdaderas o falsas- que esos habitantes se
hacen de ellos mismos, de su lugar en el mundo, y de sus intereses fundamentales con
respecto a los demás. Cuando un conjunto de personas comparte el sentimiento de formar
un todo que hace cuerpo con un Estado, estamos ante lo que podemos denominar Nación-
Estado; si ese todo es una parte de un Estado más extenso, podemos denominarlo
Nacionalidad. Según los casos, las Nacionalidades pueden integrarse en un Estado federal
o oponerse al poder existente. La historia de Europa de los años que estamos estudiando
estuvo marcada por la constitución de Estados-Nación y por la existencia de
Nacionalidades que se consideraban oprimidas y que buscaban constituirse en un nuevo
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Estado-Nación o integrase en otro ya existente. Había nacido una potente ideología, el
nacionalismo, y se estaba desarrollando un importantísimo movimiento político, el
movimiento de las nacionalidades, que buscaba la coincidencia entre sentimiento de
pertenencia a una comunidad cultural con su articulación política en un Estado-Nación, y
que se había materializado tras la derrota de Napoleón tanto en el desarrollo de las
revoluciones de 1820, 1830 y 1848 como en los procesos de unificación italiana y
alemana. En los años que estudiamos, el movimiento de las nacionalidades sigue vivo
tanto en la Europa Occidental como en la Europa Oriental aunque no en todas partes
tenga consecuencias internacionales relevantes.
       Lo que caracteriza estos años es la profundidad con que la agitación de las
nacionalidades minoritarias empieza a debilitar a Estados multiculturales como Austria-
Hungría o Imperio Otomano. El dualismo austro-húngaro, instituido en 1867, no tuvo en
cuenta el evidente descontento de las demás nacionalidades, tanto de las efectivas (polaca,
checa y croata), como de las potenciales (eslovaca, rutena y eslovena), o de aquellas
(serbia, rumana e italiana) que podían buscar su incorporación a Estados-Nación ya
existentes. En la parte europea del Imperio Otomano el problema de las nacionalidades se
planteará de otra manera; en 1870, Grecia, Serbia, Montenegro y Rumania eran Estados
autónomos con fronteras que no incorporan a todos los que se sentían de la misma
comunidad nacional, que seguían estando bajo la soberanía otomana de la misma manera
que lo estaban los búlgaros. En 1878, los primeros obtendrán la independencia y, a partir
de ese momento, todos –también los búlgaros- reivindicarán su unidad nacional frente a
un Imperio Otomano muy debilitado. El problema internacional se complicó porque tanto
Austria-Hungría como Rusia animarán y utilizarán en beneficio propio las
reivindicaciones y rivalidades nacionales de los pueblos balcánicos.


La victoria alemana y el equilibrio europeo
       En 1871, tras las derrotas de Austria y Francia, la realización de la unidad alemana
transformó el equilibrio de poder entre las grandes potencias europeas no sólo porque se
creó un poderoso Estado alemán en el centro del continente, sino también porque aquello
alteró profundamente la posición relativa de Austria y de Francia en ese equilibrio de
poder. Alemania alcanzó así, de golpe, la preponderancia en Europa gracias al poder de su
ejército y Otto von Bismarck encarnó esa primacía; hábil en las negociaciones complejas y
en la adaptación de su sistema a las transformaciones sobrevenidas a lo largo de veinte
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años, el canciller alemán dirigió el juego diplomático con el objetivo de conservar un statu
quo europeo que favorecía los intereses prusianos que él representaba.
        La unificación de Italia y de Alemania redujo fuertemente la posición internacional
de Austria, simplificando y concentrado sus objetivos de política exterior en la región de
los Balcanes. Aunque Bismarck no quisiera unirla al nuevo Reich, deseó contar con ella;
pensaba que Austria había jugado un papel tan importante en el mundo germánico, que su
colaboración era indispensable para la existencia de una Alemania que se había unificado
sin ella. El emperador austriaco Francisco-José, por su parte, tras la derrota de Sadowa,
buscó la salvación del sistema político que coronaba en un compromiso con los
nacionalistas húngaros que, en la nueva Monarquía Dual, convertirían sus intereses
balcánicos en predominantes y facilitarían el compromiso con la nueva Alemania. La
influencia determinante del conde Gyula Andrássy, miembro de una distinguida familia
magiar, marcaría la dirección que la política exterior austro-húngara mantuvo hasta 1914,
una dirección que agudizaba un posible conflicto con el Imperio Ruso por el control de los
Balcanes.
        Francia, que disponía de unas finanzas y una economía muy sólidas, reconstruyó
rápidamente su ejército y no se resignó a la pérdida de Alsacia-Lorena. La revancha se
convirtió en un tema enquistado en el recuerdo de la derrota y en el fuerte sentimiento de
inseguridad y de aislamiento que aprisionó en estos años a la inmensa mayoría de los
franceses. Bismarck, que estaba convencido de que Francia no se conformaría, pensó que,
sin aliados, debería posponer la revancha. Para garantizar el aislamiento francés, Bismarck
establecería un sistema de alianzas permanentes y usaría la amenaza, más para intimidar
que con la voluntad de desencadenar una guerra preventiva. En cualquier caso, sus
maniobras anti-francesas contribuyeron a mantener la tensión internacional a lo largo de
estos años y a justificar el crecimiento de ejércitos y flotas.
        Con la seguridad que le proporcionaba la superioridad de su economía industrial y
de su marina comercial y de guerra, Inglaterra no se inquietaría por el establecimiento de
una preponderancia alemana que respetaría la independencia de los territorios
continentales del otro lado del puerto de Londres, que no incluiría la construcción de una
flota de guerra y que no ambicionaría un gran imperio colonial. Los británicos, que
seguían confiando en su flota y en las soluciones empíricas, se mantuvieron fieles a una
política exterior sin alianzas permanentes que pudieran comprometer un futuro cuyos
perfiles exactos se desconocían.
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El Mediterráneo y la cuestión de Oriente
       En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británi-
cos, que desde principios del siglo XVIII disfrutaban en ese mar de una posición hegemó-
nica, habían tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argel. La
apertura del canal de Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres
en un espacio estratégico que sin duda se complicaba un poco más.
       Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en Alemania, concentró toda
su atención en el Sur-Este, el único campo de acción posible, el único que interesaba a los
húngaros. Así, obtener en los Balcanes una zona de influencia que asegurase la
comunicación entre el valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una
necesidad vital desde el momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros
se mantuvo a costa de los intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el control- de los
territorios de soberanía otomana donde vivían otros eslavos y rumanos apareció como la
única posibilidad de evitar el contagio de una insurrección nacionalista que podría destruir
el Estado multinacional. Alemania favoreció esa dirección de la política austro-húngara;
su apoyo sería indispensable en la medida en que esa política enfrentaba a Austria-
Hungría con Rusia.
       Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó
la guerra franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su
economía y sus finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni,
a pesar de su crecimiento demográfico, reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar
Alejandro II y el canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del
Imperio Otomano les permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos
que se encontraban bajo su soberanía.
       El Imperio Otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las
tímidas reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes turcos no consiguieron
convertir en ciudadanos iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de
Constantinopla. El proceso de desmembración del Imperio continuó. Túnez y Egipto,
teóricamente vasallos, eran en realidad Estados independientes. En los Balcanes, Grecia,
un reino independiente, extendía su soberanía, tres principados vasallos que gozaban de
una cierta autonomía, Montenegro, Serbia y Rumania buscaban su total independencia y,
en las tierras europeas bajo dominio directo otomano, los cristianos se movilizaban y
dirigían sus esperanzas hacia sus hermanos emancipados políticamente. Por otra parte, la
debilidad económica del Imperio Otomano había permitido la entrada de capitales
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franceses y británicos que habían ido controlando su deuda pública. Pero aunque todo
pareciese presagiar la pronta desaparición del poder otomano en el Sur-Este europeo, el
enfrentamiento entre las grandes potencias impidió un acuerdo sobre su reparto; la
existencia de esos Estados ya emancipados y la agitación de los pueblos que se sentían
discriminados, favorecieron el crecimiento de las ambiciones de Rusia sobre la región, el
temor de Austria-Hungría de que el nacionalismo de los eslavos del sur se contagiase a su
Imperio y la necesidad del Imperio Británico de defender los accesos a la India. Las
grandes potencias no compartían intereses en esta zona de Europa y los turcos se
aprovecharon de ello para prolongar su poder: mientras Austria-Hungría y Rusia se
vigilaban y se neutralizaban, Inglaterra, que estaba decidida a frenar el avance ruso,
consideró prioritario conservar el statu quo de la región y retrasar el reparto de unos
territorios ambicionados por muchos. El problema internacional derivado de ese juego de
intereses encontrados se conoce en la historiografía como “cuestión de Oriente”.


Oposiciones a escala mundial e inicios de una paz armada
       La penetración occidental en Asia y África en estos años fue frenada más por los
enfrentamientos entre las potencias que por las resistencias locales. Estados Unidos se
opuso a toda acción política y militar de Europa en América, pero no pudo evitar la
intensificación de su penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con
asegurar su independencia mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarro-
llándose bajo todas sus formas, el imperialismo europeo profundizó las rivalidades
tradicionales y creó otras nuevas. Inglaterra evitó los problemas continentales y prefirió
garantizar y extender su posición en el mundo. Francia incrementó sus exportaciones de
capital y en 1881 se lanzó a una ambiciosa expansión colonial. Rusia aceleró su penetra-
ción en Asia. Italia probó suerte en África. Como consecuencia de todo ello, se
fortalecieron rivalidades antiguas y nacieron rivalidades nuevas; entre las rivalidades
antiguas que se fortalecieron destacan las que siguieron enfrentando al Imperio Británico
con Francia, por el reparto de África, y con Rusia, por la defensa de la India; entre las
nuevas rivalidades destaca la que empieza a enfrentar a Italia con Francia por el reparto de
África. Bismarck dará prioridad al aislamiento de Francia y al antagonismo franco-alemán
por Alsacia-Lorena y, fiel a consideraciones continentales en la tradición de Federico el
Grande, no quiso comprometer la seguridad del Reich con ganancias coloniales
conflictivas o que necesitase apoyar con una flota de alta mar cuya construcción le
enfrentaría con el Imperio Británico. La limitada ambición de Bismarck en la carrera
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colonial no quiere decir ni que el canciller alemán renuncie a toda conquista colonial, que
no es el caso, ni que no utilice los enfrentamientos coloniales de las demás potencias –en
particular, la que enfrentaba a franceses y británicos- en beneficio de sus objetivos
internacionales.
       Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos
africanos y asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de
1854-1871 fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que
ocurriría en los Balcanes. Podríamos pensar, por lo tanto, que las grandes potencias
europeas no sentirían la necesidad de rearmarse de manera compulsiva. Sin embargo, bajo
los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la cuestión de Oriente y de la
intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión entre las grandes potencias no
disminuyó. En concreto, la experiencia del inesperado y formidable éxito militar prusiano
incitó a la mayor parte de los Estados a imitar su sistema militar aprovechando las grandes
y nuevas posibilidades que les proporcionaba su creciente capacidad industrial. Por otra
parte, para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para favorecer los esfuerzos a
largo término, todos los Estados conservaron, de manera permanente, fuertes ejércitos
activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la única gran potencia que no
lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad y por la absoluta
superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa preparación
para poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus mandos;
de ahí el creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de
planes minuciosos, que incesantemente se elaborarían y se modificarían bajo la dirección
de escuelas de guerra y Estados-mayores. Se estaba poniendo en marcha la carrera de
armamentos que caracterizaría la paz armada de los años que conducen a la Gran Guerra.


Las primeras precauciones de Bismarck (1871-1875)
       Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de
1871 se inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los
planteamientos inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen
íntegramente las cláusulas del tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su
extrema dureza y buscó el aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización.
Para asegurar el pago de los cinco mil millones de francos-oro de la indemnización de
guerra, Bismarck, cuyo ejército ocupaba una parte del territorio francés, procuró explotar
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los inevitables incidentes que se produjeron. Para evitarlo, la República, presidida por
Adolphe Thiers, adelantó el pago, y las tropas alemanas tuvieron que retirarse en 1873.
       Bismarck procuró entonces garantizar el aislamiento internacional de la Francia
republicana; le tranquilizaba que Austria-Hungría se mostrase resignada ante la formación
de la Pequeña Alemania y le convenía que Rusia quisiera evitar la formalización del
apoyo alemán a la política balcánica de Austria-Hungría. Las tres tendencias confluyeron
en la firma de los dos textos que constituyen la Liga de los Tres Emperadores de 1873:
una convención militar defensiva germano-rusa y una convención política, a tres, en la que
los firmantes se comprometían a consultarse si aparecían dificultades. Alemania no tenía
ningún interés directo en la cuestión de Oriente y Bismarck esperaba poder conciliar los
intereses de austro-húngaros y rusos en los Balcanes.
       Pero en 1875 la tensión franco-alemana se disparó. Un proyecto de ley francés,
aumentando el número de los oficiales de su ejército para encuadrar mejor a sus
reservistas, llevó a algunos periódicos alemanes –bajo la inspiración directa de Bismarck-
a hablar de una guerra preventiva para evitar el rearme francés. En realidad, el canciller
sólo quería intimidar a Francia y obligarla a renunciar al incremento de oficiales; pero el
gobierno francés amplificó la crisis y pidió apoyo a Inglaterra y Rusia, que realizaron
iniciativas apaciguadoras, marcando con ellas límites al incipiente sistema bismarckiano:
las dos grandes potencias que habían derrotado a Napoleón no admitirían una mayor
expansión en el continente de la Alemania unificada que rompiese el equilibrio europeo.


La crisis oriental de 1875-1878 y el Congreso de Berlín
       En 1875 estalló también una insurrección eslava en Herzegovina que se extendió a
Bulgaria; el gobierno turco desató contra sus gentes toda su violencia. La situación se
complicó todavía más en 1876, cuando los pequeños Estados eslavos autónomos de Serbia
y Montenegro atacaron a los turcos y fueron rápidamente derrotados por ellos. La derrota
de serbios y montenegrinos vino a fortalecer a Austria-Hungría al impedir la formación de
una gran Serbia que se hubiese extendido a Herzegovina y a Bosnia, un triángulo de
tierras eslavas que se empotraba en la frontera de la Monarquía Dual, en medio de
territorios habitados por poblaciones descontentas también eslavas. Con el apoyo de
Bismarck, el conde Andrássy, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Viena,
intentó entonces controlar la situación liderando una presión colectiva de las potencias
para que los turcos emprendieran reformas políticas que apaciguaran el descontento de los
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eslavos y que impidieran las iniciativas rusas en nombre de la protección internacional
que entendía deber a los eslavos del sur.
        Pero el planteamiento de Andrássy no tuvo éxito y ello facilitó la intervención de
Benjamin Disraeli, primer ministro británico, que lógicamente puso el acento en el peligro
ruso y no quiso colaborar en la dirección por Viena. La posición británica permitió ganar
tiempo al Imperio Otomano. El sultán Abdul Hamid II entregó el poder a los jóvenes
turcos y prometió una constitución con el único objetivo de paralizar la acción de las
grandes potencias. Conseguido esto, retornó a sus anteriores prácticas políticas. En 1877,
Rusia decidió intervenir tras asegurarse la neutralidad austro-húngara y británica con la
promesa de no tocar ni Bosnia, ni Salónica ni los Estrechos. Animada por el entusiasmo de
los eslavófilos, la guerra ruso-turca de 1877-1878 se desarrolló en los Balcanes y en la
Transcaucasia. Aunque la campaña no fue un cómodo paseo militar, el ejército ruso
avanzó en pleno invierno hasta las cercanías de Constantinopla y, el 3 de marzo de 1878,
el Zar impuso a los turcos el Tratado de San Stefano, sin tener en cuenta el rechazo de sus
cláusulas por parte de británicos y austro-húngaros, ofuscado por su innegable éxito frente
a los turcos.
        Rusia había logrado una gran victoria: había extendido sus fronteras en
Transcaucasia y había incrementado su influencia sobre los Balcanes con el
reconocimiento de la independencia -con promesa de engrandecimiento- de Rumania,
Serbia y Montenegro y con el reconocimiento de la autonomía política de Bosnia-
Herzegovina y de una Gran Bulgaria que incorporaba territorios turcos, cortaba el camino
austro-húngaro a Salónica y se acercaba a los estrechos Bósforo y Dardanelos. Los
gobiernos de Londres y Viena no estuvieron dispuestos a permitirlo y amenazaron a Rusia
con el desencadenamiento de la guerra. Bismarck ejerció entonces una influencia
apaciguadora que, en realidad, beneficiaba a Austria-Hungría, y propuso la reunión de un
congreso internacional en Berlín para acordar de manera colectiva un nuevo statu quo para
la región. Rusia, aislada, tuvo que ceder y respetar los intereses de las otras potencias. Los
gobiernos británico, austro-húngaro y ruso acordaron primero las cuestiones esenciales;
después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-julio de 1878). Rusia tuvo
que reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la partición de su Gran Bulgaria. En
compensación, Austria-Hungría obtuvo el derecho de ocupar militarmente -y de
administrar- la provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra
recibió la administración provisional de Chipre como premio por su protección de los
intereses del gobierno turco. Rumania, Serbia y Montenegro vieron reconocidas
14

internacionalmente sus independencias. La ambición de Rusia había sido frenada en los
Balcanes; su descontento fue evidente para todos.


Europa y el mundo
       En los años 1871-1890, la época que estamos estudiando, así como en los años
inmediatamente posteriores, Europa estalló de hombres, de necesidades, de capitales, de
iniciativas y de ambiciones; sus emigrantes y sus escritores extendieron por todas partes
sus costumbres, su pensamiento y sus instituciones; sus hombres de negocios
establecieron su dominación económica incluso en las regiones más lejanas que se
convirtieron en una dependencia y en un complemento de su propia vida. En particular,
numerosos Estados engrandecieron o crearon, no sin rivalidades internacionales, imperios
coloniales, a menudo difíciles de organizar. Esta expansión, bajo todas sus formas, sirvió a
los intereses de los países europeos y provocó al mismo tiempo profundas
transformaciones en las sociedades extra-europeas que comienzan a reaccionar, unas
como Estados Unidos y Japón, compitiendo con Europa, otras con los primeros
nacionalismos anti-coloniales, intentando limitar la empresa europea.
       13 MM de europeos abandonaron Europa entre 1840 y 1880, otros 13 MM lo
hicieron entre 1880 y 1890, y 20 MM lo harán entre 1890 y 1914; eso sin contar a los
rusos que marchan a Siberia. ¿Por qué y cómo? Pasando de 266 MM en 1850 a 452 MM
en 1914, la población europea aumentó de manera más rápida que las demás, a pesar de la
emigración y los Estados animaron los desplazamientos para favorecer la estabilidad
social. Los transporte marítimos eran más abundantes y más baratos y algunos países
quisieron poner en valor sus inmensos territorios. En concreto, la palabra América
adquirió un valor mágico y evocó el camino hacia la prosperidad y la libertad. Británicos e
irlandeses fueron los primeros en partir, después fueron los escandinavos y alemanes, que
alcanzaron sus cifras más altas entre 1880 y 1890, finalmente sería la hora de eslavos y
latinos. El primer gran destino fue América de Norte, después llegará la hora de América
del Sur; destinos menos numerosos fueron también Australia, África del Sur y África del
Norte. También se produjeron corrientes migratorias entre países europeos o desde China
e India hacia el Sur-Este asiático, Insulindia, África del Sur y América.
       Además de a sus hombres, Europa envió en esta época al resto del mundo sus
capitales. En 1914, Gran Bretaña, Francia y Alemania, y en un grado menor, los Países
Bajos, Bélgica, Suiza y Suecia, habían colocado más de 200.000 MM de francos-oro en el
extranjero; el 75 % de esa cantidad, fuera de Europa. Esos Estados financiaban así no sólo
15

sus colonias sino también Estados Unidos, Turquía, Irán, China, Japón y América del Sur.
Los europeos, ampliamente provistos de capitales gracias a su crecimiento industrial,
encontraban tasas de interés ventajosas en los países en los que faltaban capitales o en
aquellos en los que promovían producciones que necesitaban. Empujados por
preocupaciones políticas y estratégicas, o influidos por los medios de negocios, en
particular por los bancos que servían de intermediarios, los gobiernos autorizaban estos
movimientos de fondos y a veces obligaban a los Estados desprovistos de capitales a
abrirse al comercio y a consentir la instalación de empresas extranjeras.
       La difusión de lenguas y obras europeas acompañó a la emigración, a la
colonización, a la creación de numerosos escuelas y de algunas universidades y a la
superioridad económica como había acompañado con anterioridad –y seguirá haciéndolo-
a las acciones misioneras. La consecuencia fue la expansión del pensamiento europeo en
general y de todas las formas del racionalismo y del positivismo en particular. Si Europa
extrae de sus relaciones con el mundo el gusto por lo exótico, el mundo extrajo de sus
relaciones con Europa el gusto por la literatura naturalista así como por las formas de
vestir y las distracciones de los europeos.
       Los espacios en blanco de los mapas fueron desapareciendo. El espíritu de
aventura y la curiosidad científica multiplicó las expediciones. El gran público se apasionó
con los relatos de viajes y las sociedades geográficas, a través de los periódicos, sugerían
proyectos y ofrecían premios. Los Estados, para preparar posibles penetraciones
coloniales, subvencionaban a las expediciones y les proporcionaban apoyo militar. A pesar
de la oposición –evidentemente por razones diferentes-, de musulmanes y negreros, África
fue el terreno fundamental de las expediciones de esta época en busca de las fuentes de los
ríos Nilo y Zambeze. El inglés Stanley, que encontró a Livingstone en 1871, siguió su
obra con evidente rudeza entre 1872 y 1877. De 1875 a 1885, el francés Brazza exploró en
tres viajes el territorio que se extendía de Gabon al Congo. Viajeros aislados habían
atravesado el Sahara a mediados del siglo XIX, ahora encontraremos misiones enviadas
sistemáticamente por Francia. Y no fue sólo África; también se enviaron exploraciones al
Asia Central; el ruso Prjevalsky estudió con asombroso detalle el Turquestán chino
(Sinkian) y Mongolia entre 1970 y 1885; el sueco Sven Hedin completará esas
exploraciones entre 1896 y 1910. En el mar, la exploración de los fondos reemplazó a la
exploración de la superficie; la oceanografía científica nació con la vuelta al mundo del
Challenger en 1873-1874 y se desarrolló después con las expediciones del príncipe de
16

Mónaco. La conquista de los polos corresponde al período posterior; 1909 el Norte y 1911
el Sur.
          Pero el ejemplo más espectacular de la expansión europea fue la expansión
colonial que se impuso a pesar de las iniciales reticencias de algunos países sin pasado
colonial, de algunos políticos que rechazaban la dispersión de los recursos y las
complicaciones internacionales, de algunos economistas liberales que denunciaban las
exclusividades comerciales y del movimiento obrero que condenaba la violación de los
derechos de los pueblos más débiles y el gasto de unos Estados que lo hurtaban a sus
políticas sociales. Pero a pesar de las reticencias y de los rechazos, una mentalidad
colonial e imperial se extendió por todo el tejido social europeo con el apoyo decidido de
teóricos, revistas especializadas y ligas coloniales. La explicación es compleja; existieron
factores materiales (necesidades de la industrialización, materias primas y mercados,
excedentes de población y de capitales, y unos transportes más fáciles), existieron factores
individuales (fuertes personalidades que se realizaron en las exploraciones, banqueros,
altos funcionarios y jefes militares decididos a empujar la empresa colonial), existieron
factores políticos y estratégicos (las flotas necesitaban puntos de apoyo para carbonear, los
territorios previos necesitaban protección contra vecinos turbulentos y el nacionalismo
entendía que las colonias significaban poder por el que luchar), y existieron factores
morales (la supresión de la trata de esclavos en África y la protección de los misioneros
por todas partes); todos esos factores promovieron la penetración colonial


Los imperios coloniales
          La primera oleada colonial estalló alrededor de 1880 con Disraeli, los rusos, Ferry,
Leopoldo II y algunos alemanes aislados. A pesar de las reticencias, entonces fuertes, la
competición fue lo suficientemente grave como para necesitar una reglamentación
internacional. Como vimos con anterioridad, la Conferencia de Berlín, al fijar en 1885 el
estatuto del Congo, decidió que sólo la ocupación efectiva, y no la instalación en las
costas, daba derecho a la posesión de un territorio. Esta decisión precipitó la carrera para
unir los pedazos coloniales existentes en conjuntos coherentes, y esa carrera por la
conquista colonial se aceleró con la entrada en el juego de Alemania, Italia, Estados
Unidos y Japón, y con la progresiva disminución de los territorios susceptibles de ser
conquistados. Los acuerdos de reparto se multiplicarán a finales del siglo.
          El Imperio Británico llegó a ser el más basto y el más poblado (la cuarta parte de la
tierra emergida en 1914) a pesar de hecho de que, hacia 1875, mostrasen un cierto
17

desinterés por sus colonias. Fue necesario que Gran Bretaña empezase a sufrir algunas
dificultades económicas para que se manifestase un despertar imperialista que desembocó,
pocos años después, en un frenesí de conquistas y de expansión de su poder. El Imperio
comprendía dos tipos de territorios: las colonias de poblamiento blanco y las colonias de
explotación.
       En primer lugar estaban las grandes colonias de poblamiento blanco; en Canadá y
en Australia, tierras muy poco pobladas, en Nueva Zelanda, donde los maoríes fueron
rápidamente diezmados, los colonos de origen británico se instalaron sin grandes
dificultades e implantaron instituciones y costumbres que reflejaban las abandonadas en
la metrópoli. En África del Sur, donde se descubrirían ricas minas de oro y diamantes a
finales del siglo, el empeño era más difícil ya que los dueños de la colonia del Cabo, los
británicos, si querían progresar hacia el interior, necesitaban enfrentarse a los colonos de
origen holandés organizados en las colonias boers de Orange y Transvaal, lo que se
producirá entre 1899 y 1902, a través de una terrible guerra muy costosa también para los
británicos. Desde 1867, los países de poblamiento blanco fueron recibiendo el estatuto de
dominio, amplia autonomía interior y fuertes lazos con la metrópoli que sigue dirigiendo
su diplomacia y su defensa.
       Por otra parte estaban las colonias de explotación, repartidas por todos los
continentes, que proporcionaban a Gran Bretaña productos coloniales, materias primas y
mercados de sus productos industriales. La clave del arco de todo el Imperio era India, de
la que Victoria pasará a ser Emperatriz en 1877 y donde los británicos dominaban
aprovechando los enfrentamientos entre príncipes y comunidades religiosas. Para proteger
la ruta de la India, los británicos mantienen un cierto número de enclaves estratégicos,
como Gibraltar, Malta, Adén y Singapur, consiguen asegurarse el control del Canal de
Suez, construido bajo el Segundo Imperio Francés, y terminan por imponer su
protectorado a Egipto, provincia del Imperio Otomano, a pesar de la oposición de Francia.
       La Tercera República Francesa completaría y ampliaría la obra colonial de la
Monarquía de Luis Felipe y del Segundo Imperio de Napoleón III. Además de las islas y
de los territorios en América, en India y en Oceanía, el Imperio Francés estaba formado
por dos piezas maestras, la africana y la asiática. En África los franceses controlaron un
inmenso territorio comprendido entre el Mediterráneo y la desembocadura del Congo, el
Atlántico y los países del Nilo. La ocupación del África Negra se realizó sin grandes
oposiciones, lo mismo que la de Madagascar, sometida en 1885. La ocupación del África
del Norte fue más difícil. Conquistada a partir de 1830, Argelia fue lentamente pacificada
18

y los franceses necesitaron dos expediciones para someter Túnez, cuyo Bey firmó en 1881
el Tratado del Bardo, que colocó al país bajo el protectorado de Francia. En cuanto a
Marruecos, los franceses penetraron lentamente y necesitarán esperar hasta 1912 para ver
reconocido su protectorado. En        Asia Sur-Oriental, los franceses habían ocupado
Conchinchina y Camboya durante el Segundo Imperio y necesitaron una guerra muy
difícil para conquistar Tonkin. Esos territorios, junto a los de Annan y Laos, formaron en
1887 la Unión Indochina.
       Además de los británico y francés, otros imperios coloniales se engrandecieron
durante la segunda mitad del siglo XIX. Bélgica, España y Portugal se hicieron con
territorios en África. Los Países Bajos conservaron de su gran pasado colonial importantes
territorios en Indonesia y numerosos enclaves. En cuanto a Alemania, llegada más tarde
que los demás al reparto del mundo, tuvo que contentarse con algunas posesiones
insulares en el Pacífico y modestos territorios en el África Subecuatorial.
       La nueva conquista colonial planteó a las metrópolis importantes problemas
administrativos; es evidente que se crearon cuerpos especializados para administrar las
colonias, pero también es verdad que los políticos o los generales encargados de su
dirección gobernaron frecuentemente como verdaderos procónsules y que, en algunos
casos privatizaron la administración de las colonias a través de compañías contratadas. En
todos los casos, un problema no menor era cómo proceder con los autóctonos, cómo
utilizar los cuadros locales, qué derechos políticos reconocerles.
       En general, las metrópolis quisieron desarrollar en sus colonias actividades
económicas complementarias de las suyas; es lo que se ha llamado pacto colonial: muchas
materias primas y pocas industrias de transformación y, sobre todo, mucho
proteccionismo. Para poner en valor los recursos coloniales que les interesaban, capitales
metropolitanos fueron invertidos para construir ferrocarriles y puertos. Como es lógico,
todas aquellas actuaciones económicas transformaron la vida de las colonias.
       Los nuevos estatutos políticos, las nuevas relaciones económicas y los contactos
con una civilización diferente comenzaron a transformar también a los hombres. En
algunos lugares se implantaron doblamientos europeos aunque la vida de los colonos no
favorecía las relaciones con los autóctonos como consecuencias de las medidas de
segregación. La esclavitud fuese abolida por todas partes mientras la demografía local
evolucionaba profundamente; a menudo, los combates, el trabajo forzado, y la
introducción del alcohol provocaron un aumento de la mortalidad, después, el desarrollo
del comercio, la disminución de las hambrunas y el progreso de la higiene neutralizó la
19

mortalidad y fortaleció el desarrollo demográfico. En cualquier caso, allí donde llega el
colonialismo europeo se produjo una importante modificación de las estructuras sociales.
La colonización sacudió a las agrupaciones sociales que rodeaban a los individuos; el
servicio militar, el trabajo en las obras públicas y el inicio del crecimiento urbano alejaron
a los hombres de su mundo de origen. La creación de escuelas planteó problemas
delicados. ¿Había que respetar la cultura local con el riesgo de separar a las poblaciones
autóctonas de los supuestos beneficios del pensamiento y las técnicas modernas europeas?
       Para terminar, conviene recordar que el imperialismo europeo no se manifestó
solamente a través de las conquistas territoriales. Allí donde subsistían grandes imperios
militarmente débiles, aunque herederos de antiguas y muchas veces brillante
civilizaciones, las grandes potencias se contentaron con extender su influencia económica.
Es el caso del Imperio Otomano donde dominó la influencia alemana antes de 1914, y es
el caso sobre todo de China que, a pesar de las resistencias, fue repartida en zonas de
influencia, concesiones de vías férreas, puertos y territorios en alquiler. En 1911 la dinastía
manchú será destronada y se proclamará la República bajo la dirección del partido
nacionalista del Kuomintang.


Las nuevas rivalidades a escala mundial de los años ochenta
       Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansionistas del
británico Benjamin Disraeli, del francés Jules Ferry y del belga Leopoldo II. Allí donde
encontraban pueblos primitivos o Estados débiles, sus imperios coloniales crecían como
no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Allí donde encontraban la ambición de otra
potencia, el conflicto internacional en Asia o África afectaba al juego de poder europeo.
Así, Rusia, frenada en los Balcanes, concentró entonces su atención en Asia e intensificó
su viejo conflicto con una Inglaterra que la veía acercarse demasiado a las fronteras de la
India; la presión rusa sobre Afganistán y la determinación británica provocó una amenaza
de guerra en 1884-1885; en realidad, los diplomáticos rusos esperaban que su presión
sobre la India llevara a los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los
Balcanes. El acuerdo de 1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado
tapón que separaba los Imperios ruso y británico.
       Por otra parte, la penetración financiera facilitó la penetración política occidental
en Túnez y Egipto que, casi al mismo tiempo, pasaron a estar controlados el primero por
Francia y el segundo por Inglaterra. En 1881, la instalación de Francia en Túnez suscitó el
resentimiento de Italia que, a partir de ese momento, concentraría su interés en
20

Tripolitania. Las relaciones franco-británicas entraron entonces, en 1882, en un largo
período de rivalidad que se concentraría en Egipto. Francia había permitido, en 1875, que
Inglaterra comprara las acciones de la Compañía del Canal de Suez en poder del Kedive
egipcio y, en 1876, había aceptado el condominio financiero. Pues bien, esta actitud
cambió en 1882 y aunque, en un primer momento, la Cámara de Diputados francesa se
había retirado de la acción militar conjunta que habían propuesto los británicos para
terminar con un pequeño levantamiento egipcio contra los intereses occidentales, cuando
la intervención militar británica tenga lugar y prefigure el establecimiento de un
protectorado informal, Francia no lo aceptará y reclamará la retirada de las tropas enviadas
por el gobierno de Londres. Desde ese momento -y hasta 1904- París y Londres sosten-
drán una querella internacional continuada por el control de Egipto que se ampliaría con
los conflictos sobre Madagascar, Indochina, China y Siam. Bismarck, que alentó la
expansión colonial de Francia, se beneficiaría de la intensificación de los conflictos
coloniales de los británicos con rusos y franceses. Conviene no perder de vista que, en los
años que estamos estudiando, los gobiernos de Londres no se sintieron amenazados por
Alemania y que siguieron más preocupados por las amenazas de las ambiciones coloniales
de rusos y de franceses que por el predominio alemán en Europa.
       Finalmente, Francia y Leopoldo II -en su condición de presidente de una compañía
privada- venían intentando controlar el comercio del centro de África. Inglaterra que no
deseaba que la cuenca del río Congo se convirtiera en un mercado exclusivo de sus
competidores, apoyó los intereses de Portugal, que poseía territorios en las costas
cercanas, y procuró conducir el asunto a una Conferencia internacional que se reunió en
Berlín en 1884-1885 y que fijó el estatuto del Estado Libre del Congo y decidió que sólo
la ocupación efectiva de los territorios daba, en principio, derechos de soberanía. Esta
decisión internacional precipitaría la carrera colonial, acelerada por la entrada en ella de
alemanes e italianos, para unir los pedazos ocupados en conjuntos territoriales sin solución
de continuidad.


La plenitud del sistema bismarckiano (1879-1885)
       Bismarck aprovechó las rivalidades austro-rusa, anglo-rusa, franco-británica y
franco-italiana para establecer un sistema defensivo que asegurase, mejor que el de 1873,
la preponderancia europea del II Reich. La primera pieza del nuevo sistema se estableció
en 1879, cuando Alemania y Austria-Hungría concluyeron una alianza defensiva frente
Rusia: la Dúplice, que se renovaría sin cambio alguno hasta 1914. Bismarck y el Kaiser
21

Guillermo I sintieron reparos al establecer una alianza para frenar a una Rusia que no tenía
aliados, pero se impusieron los planteamientos de Andrássy, y Bismarck cedió para
asegurar la amistad austro-húngara. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de
los peligros que se derivarían para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no
fue difícil la conclusión, en 1881, de un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre
la base del respeto a los recientes compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de
neutralidad que no contradecía formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que
Rusia no ayudaría a Francia, y Rusia se aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra.
       La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a
Alemania, Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó
el apoyo alemán para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una
negociación en la que no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó
neutralizar el irredentismo italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo
podían ser aliadas o enemigas, condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por
cinco años, que se renovaría, con cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un
compromiso anti-francés que comprometía a italianos y alemanes, completado con la
promesa de neutralidad italiana en caso de conflicto austro-ruso.
       A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en
los Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio
Otomano había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército
y sus compras de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y
Rumania se venían orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia
profundizó el compromiso y, en 1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un
acuerdo defensivo anti-ruso, a Alemania, Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania
dominaba el juego internacional: Dúplice con Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y
Triples con Italia y Rumania. Pero es más; Bismarck, que desde 1884 apoyaba una política
colonial alemana más incisiva, mantenía relaciones cordiales con Inglaterra y colaboraba
ocasionalmente con Francia, a la que animaba a realizar una política colonial ambiciosa
con la esperanza de posponer la revancha e incrementar el antagonismo franco-británico.


La crisis búlgara y la transformación del sistema (1886-1887)
       En 1886 una nueva crisis búlgara reabrió la cuestión de Oriente. Bulgaria era una
pieza de la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un
príncipe de la casa Battenberg, supuestamente amigo, pero que de manera inmediata
22

intentó escapar de su influencia; el gobierno ruso favoreció entonces un golpe de Estado
para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un Sajonia-Coburgo
protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio como su influencia en la región
quedaba reducida.
       De manera paralela, la conjunción de los intereses políticos internos de Bismarck y
del general francés Georges Boulanger condujo a la intensificación de la permanente
tensión franco-germana. Boulanger quería aparecer ante el electorado de la República
como el hombre de la revancha y Bismarck necesitaba justificar una nueva ley militar del
Reich; un incidente menor facilitó, en 1887, la escalada de provocaciones. En este
contexto, cuando llegó el momento de renovar la Triple, Italia pareció a ojos de Bismarck
más útil que en 1882 y la renovación de 1887 introdujo nuevos compromisos: Alemania
prometió a Italia apoyo militar en Tripolitania y a Austria-Hungría compensaciones si se
introducían cambios en los Balcanes. Bismarck asumía más riesgos y se comprometía a
sostener militarmente tanto a Italia, frente a una Francia que se extendiese en el Norte de
África, como a Austria-Hungría, frente a una Rusia que se extendiese en los Balcanes.
       Pero como su objetivo seguía siendo mantener el statu quo, Bismarck entendió
entonces que debía impedir que las pretensiones francesas en Egipto y en Marruecos y las
pretensiones rusas en Bulgaria y en los Estrechos desencadenaran una crisis en la que él
estaría obligado a apoyar respuestas militares de Roma o de Viena. Para mantener el statu
quo en el Mediterráneo, Bismarck, que lógicamente podía contar con los intereses
hegemónicos de Imperio Británico en ese mar y en sus accesos (Gibraltar y Suez), se
mantuvo en la sombra: no le importaba que se supiese que estaba detrás de un
compromiso anti-francés, porque todo el mundo sabía que su política buscaba aislar a
Francia, pero no quería aparecer detrás de un acuerdo anti-ruso, porque no quería aislar a
San Petersburgo. Se establecieron así los Acuerdos Mediterráneos de 1887 por los que
Gran Bretaña, Italia y Austria-Hungría –a través de un conjunto de Notas intercambiadas
entre sí- se comprometieron a mantener el equilibrio existente. Roma y Viena, bajo la
mirada atenta de Berlín, se comprometieron con Londres a no extender su control en el
Mediterráneo; la participación británica en un compromiso para conservar el statu quo del
Mediterráneo reducía el peligro de guerra que implicaba el Segundo Tratado de la Triple
Alianza.
       En este contexto, España –con Sagasta en el poder y con Segismundo Moret
dirigiendo sus relaciones internacionales- volvió a intentar la conexión con el sistema
bismarckiano. España volvió a buscar una alianza e intentó abrir unas negociaciones para
23

adherirse a la Triple. Aunque Berlín, Viena y Roma rechacen la pretensión del gobierno
de Sagasta, en aquel contexto internacional, podía tener sentido para las grandes potencias
fortalecer la posición internacional de España en el Mediterráneo Occidental dándole
alguna seguridad sobre el mantenimiento del statu quo de Marruecos a cambio de su
compromiso de no secundar allí las ambiciones francesas. Este fue el sentido del Acuerdo
Hispano-Italiano de 6 de mayo de 1887 –otro intercambio de Notas- que conectar a
España con los Acuerdos Mediterráneos, fortalecía también su conexión tanto con la
Triple Alianza como con Inglaterra.
       De manera paralela, el profundo descontento de Rusia por el desarrollo de la crisis
búlgara y su recelo hacia la política balcánica de Austria-Hungría impidió la renovación
del Acuerdo de los Tres Emperadores. Fue entonces cuando dio sus frutos la discreción de
la posición adoptada por Bismarck en la negociación de los Acuerdos Mediterráneos. En
el mayor de los secretos, Bismarck negoció con San Petersburgo un tratado de reaseguro
por tres años: a cambio de la neutralidad rusa si Francia atacaba a Alemania, Bismarck
prometía apoyo a la política rusa en los Balcanes. Bismarck evitaba el aislamiento de
Rusia consciente de que su temor a encontrarse sola frente a la política balcánica de
Austria-Hungría podía llevar a su gobierno a buscar un acercamiento a Francia.


El final del sistema bismarckiano (1887-1893)
       No resulta fácil discernir si el juego de alianzas alcanzado por Bismarck en 1887
significaba el apogeo de su habilidad diplomática o la evidencia de la fragilidad de su
sistema. Realmente, el Tratado de reaseguro con Rusia contradecía a la Dúplice y a los
Acuerdos Mediterráneos. De hecho, Bismarck seguía favoreciendo a Austria a costa de
Rusia, aunque su habilidad diplomática le permitiese rehacer, una y otra vez, el lazo que
mantenía a Rusia unida a su sistema. Sin embargo, desde 1887, el gobierno del Zar tenía
un nuevo e importante motivo de disgusto: no estaba encontrando en la Bolsa de Berlín los
capitales que necesitaba para abordar su equipamiento militar y ferroviario. Si añadimos a
ese problema el hecho de que, en 1889, Bismarck parezca acercarse a Inglaterra, la gran
antagonista de Rusia, entenderemos que, en 1890, San Petersburgo quisiera renovar el
Tratado de reaseguro sobre bases más firmes.
       Estas contradicciones -y las complicaciones que desencadenaron- favorecieron la
caída de Bismarck en 1890. El nuevo káiser Guillermo II decidió apartar al viejo canciller;
considerando políticamente imposible el acercamiento del autocrático Imperio Ruso a la
liberal República Francesa, pensó que la política rusa de Bismarck constituía una traición
24

innecesaria al imprescindible aliado austro-húngaro y no renovó el Tratado de
Reaseguro. El gobierno del zar Alejandro III entendió esta negativa como la evidencia del
aumento de unos riesgos que debía contrarrestar.
       En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un
acercamiento a Rusia, pero el Imperio oriental no había querido saber nada ni de
revanchas en el Rin ni de compromisos con un régimen político que le repugnaba. El
deterioro de las relaciones germano-rusas que siguió a la crisis búlgara favoreció el
acercamiento. Los hechos decisivos fueron tres: las facilidades que la Bolsa de París
ofrecía a los requerimientos rusos de capitales desde 1888, la negativa alemana a la
propuesta rusa de renovar del Tratado de Reaseguro y el temor ruso a que Inglaterra
terminara por unirse a la Triple Alianza. En 1891 se estableció un acuerdo político franco-
ruso muy vago: los dos Estados se consultarían en caso de peligro. El gobierno francés
insistió en su deseo de lograr un acuerdo militar que, finalmente, sería firmado en 1892 y
que supondría una verdadera alianza defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no
permitía ni la revancha francesa ni una acción fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar
Alejandro III dudó mucho antes de poner su firma en el documento. Pero el gobierno
alemán no sólo no hizo nada para evitar la sensación de inseguridad que embargaba a los
rusos, además, bajo la presión de los grandes propietarios de la tierra, se embarcó en una
guerra aduanera con Rusia que terminó por decidir la situación. En 1893 el Zar ratificó el
nuevo tratado; con él desaparecía el principal rasgo de la diplomacia bismarckiana.

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  • 1. 1 6. EL «SISTEMA DE ESTADOS EUROPEOS» EN LA ERA DE BISMARCK. LA FORMACIÓN DE LOS PRINCIPALES IMPERIOS COLONIALES. LA CONFERENCIA DE BERLÍN (1885) Y EL REPARTO DE ÁFRICA ©Rosario de la Torre del Río Catedrática de Historia Contemporánea Universidad Complutense de Madrid Entre 1871 y 1890, la vida internacional estuvo dominada por las políticas (principios, objetivos e iniciativas) de un conjunto de grandes potencias europeas que se estaban fortaleciendo con la industrialización mientras iban extendiendo sus dominios y sus antagonismos a escala mundial. Aunque la extensión mundial del dominio europeo provoque tensiones entre las potencias, el sistema internacional siguió siendo un sistema multipolar europeo compatible con la nueva preponderancia continental del Reich Alemán y con la vieja hegemonía marítima de Gran Bretaña. La dirección de la política internacional siguió siendo responsabilidad de unas pocas personas aunque su manejo se complique como consecuencia de tres factores nuevos: la intensificación de la agitación de las minorías nacionales, el crecimiento de la intervención de la opinión pública y el incremento de la competencia económica entre los Estados industrializados. La desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco- alemán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevarán a los Estados a mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y mejor armados. En cualquier caso, conviene no perder de vista que los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales; unos y otros –en distinta medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus consejos, sus amenazas o sus halagos. Europa, marco privilegiado de las relaciones internacionales En una época en la que se necesitaba una semana para ir de Londres a Nueva York, más de tres semanas para ir de Barcelona a Buenos Aires y más de un mes para ir de Marsella a Shanghai o a Tokio, no deba extrañarnos que las relaciones entre Europa y el resto del mundo fueran limitadas. La desaparición de los espacios en blanco de los mapamundis no significaba el inmediato desarrollo de los intercambios económicos, de los desplazamientos humanos o del protagonismo de Estados extra-europeos en un juego internacional tradicionalmente europeo; Europa –el continente y sus periferias- seguía
  • 2. 2 siendo el espacio privilegiado de las relaciones internacionales mientras la pujante civilización europea, que se presentaba a sí misma como el mejor símbolo de la marcha de los hombres hacia el progreso y la razón, daba un fundamento común a la elitista sociedad internacional cosmopolita formada por diplomáticos, políticos y monarcas que compartían maneras de vivir y que se entendían entre sí fundamentalmente en francés. Por supuesto, la Europa política estaba lejos de ser un todo homogéneo, hacia 1871 se distinguían con claridad los Estados que contaban en las relaciones internacionales y los secundarios. La lista de los primeros es breve y no difiere mucho de los protagonistas del período anterior: Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Austria-Hungría y Francia. Tanto el Imperio Otomano como Italia deberán colocarse en una posición secundaria. Los demás Estados sólo podrán intervenir en los asuntos internacionales que les afecten directamente; como consecuencia de ello, unos permanecerán marginales a las grandes cuestiones, como siempre definidas por los intereses de las grandes potencias, otros buscarán el patronazgo de alguna e ellas para mejorar su posición y, como consecuencia de ello, podrán verse peligrosamente involucrados en la gran política internacional. En estas condiciones, la vida internacional de los años que estamos estudiando estuvo dominada por las relaciones entre las grandes potencias, por la fidelidad de sus políticas a objetivos y estrategias tradicionales, por la necesidad de poner en marcha nuevas políticas para hacer frente a una situación internacional distinta, en la que destacaba por encima de cualquier otra cosa la formación –en el centro del continente europeo- de un nuevo Reich alemán bajo la dirección de Prusia. Sin duda, Gran Bretaña seguía siendo la mayor potencia marítima y seguía deseando el mantenimiento del equilibrio de poder entre las potencias continentales –el equilibrio europeo-; tras las guerras napoleónicas, todo el mundo entendía que Londres no consentirá nunca una hegemonía sobre el continente y que haría todo lo que estuviese en su mano para proteger la ruta a la India por el Cabo de Buena Esperanza y, sobre todo, por el Mediterráneo y por el Canal de Suez inaugurado en 1869. En un grado distinto, el Imperio Zarista tenía unas preocupaciones similares; desde 1815 aparecía como el principal guardián del orden establecido, había encontrado en Asia amplio espacio para su expansión y, con unas fronteras europeas que englobaban una buena parte de Polonia, Finlandia, Besarabia y los países bálticos, no parecía desear un mayor avance sobre sus fronteras occidentales; sin embargo, su percepción y objetivos sobre el mar Negro y los estrechos Bósforo y Dardanelos no habían cambiado: haría todo lo posible por abrirse paso hacia el Mediterráneo Oriental. Aunque tanto Gran Bretaña como Rusia permanecieran neutrales durante la guerra franco-prusiana, la posición de las
  • 3. 3 dos grandes potencias vencedoras de Napoleón quedó alterada por el rotundo triunfo de Prusia y por la formación de un nuevo Reich alemán cuyos objetivos internacionales podían ser mucho más ambiciosos que los de la vieja Prusia. Pero, sin duda, las posiciones internacionales más alteradas eran la de Austria, expulsada del Norte de Italia y del proyecto alemán, y la de Francia, vencida, amputada de dos provincias y estigmatizada internacionalmente por su régimen republicano. Las nuevas condiciones políticas El tratado de Frankfurt de 1871, al cerrar el período de inestabilidad, violencia y revisión internacionales abierto por la guerra de Crimea, disipó las viejas ensoñaciones románticas de una voluntaria federación de Estados construida por el empuje arrollador de unos pueblos supuestamente más amantes de la paz que sus viejos dirigentes. La realidad internacional que se impuso tras la guerra franco-prusiana de 1870 fue la del viejo sistema europeo de grandes potencias soberanas, que ahora se presentaban en el escenario internacional industrializadas y dirigidas por gobiernos cada vez más poderosos. Los jefes de Estado, los jefes de Gobierno, los ministros de Asuntos Exteriores y los diplomáticos siguieron desempeñando un papel fundamental en la política internacional y en Europa siguió dominando el régimen monárquico; la conservación de las monarquías, incluso en aquellos Estados cuyos parlamentos limitaban el poder de los soberanos, siguió constituyendo un elemento básico de las relaciones internacionales. Los reyes europeos, unidos por sólidos lazos familiares, mantuvieron una cierta solidaridad política entre ellos y jugaron a menudo un papel moderador. A la inversa, la existencia de un régimen republicano aislaba, de entrada, a quien lo establecía. A pesar de la difusión del telégrafo y de las nuevas facilidades para los desplazamientos, los diplomáticos mantendrían su vieja importancia en el manejo de unos asuntos, que siguieron dependiendo de las decisiones de muy pocas personas muy condicionadas por la búsqueda de la seguridad militar de sus Estados. Diplomáticos y políticos seguían pensando que los Estados estaban obligados a disponer de fronteras defendibles que, teniendo en cuenta las técnicas militares de la época, se afirmasen sobre las disposiciones naturales del territorio: mares, montañas y ríos. En 1871, a pesar de las consecuencias de las guerras de período anterior, las grandes potencias europeas entendieron que el beneficioso equilibrio de poder previamente existente entre ellas se mantenía, aunque Prusia hubiese sido substituida por una Alemania más poderosa, aunque Italia se hubiese unificado, aunque Austria hubiese quedado más
  • 4. 4 debilitada y Francia vencida y amputada de Alsacia-Lorena. En 1871, medio siglo después de haber derrotado a Napoleón, las grandes potencias seguían considerando que Europa era múltiple y que lo peor para el conjunto era la hegemonía de uno; el equilibrio entre ellas seguía existiendo y era fundamental evitar que se pusiera en cuestión, ya que eso significaría probablemente la guerra –y la revolución- en Europa. De esta manera, en 1871, los políticos y los diplomáticos entendieron que debían evitar esa guerra mientras se preparaban para enfrentarse a ella en las mejores condiciones; para responder a estos dos objetivos aparentemente contradictorios, entendieron, como en el pasado, que debían determinar de dónde les venían las amenazas y, en función de su situación geográfica, buscar las alianzas que mejor reforzasen su poder. En cualquier caso, los diplomáticos tenían que tener en cuenta la naturaleza y la extensión de las fuerzas militares en Europa. El Reich alemán disponía de un ejército de tierra activo de 400.000 hombres en 1874 y de 490.000 en 1890, al que se añadían los reservistas que, en caso de conflicto, permitía a Alemania, hacia 1885, poner en línea 1.800.000 hombres. Francia, a pesar de su menor potencia demográfica, podía disponer (sobre el papel) de unos efectivos activos comparables. El Imperio Ruso, gracias a sus reservas humanas, contaba con cerca de 1.000.000 hombres. Conviene recordar que, en estos años, el papel de los militares en las relaciones internacionales se acrecienta y que no habrá Embajada que no cuente entre su personal con agregados militares encargados del espionaje y de la venta de armas. Las nuevas condiciones económicas La manifestación más evidente de la existencia de las fronteras es la presencia de las aduanas y la legislación aduanera es uno de los atributos esenciales de la autoridad de los Estados. La política desarrollada por un Estado hacia los extranjeros se confunde a menudo con el grado de permeabilidad de sus normas aduaneras. De manera general, el periodo que estudiamos se caracteriza por una tendencia muy clara: la transición del liberalismo al proteccionismo; de un mundo en el que las mercancías podían circular libremente se pasa con rapidez a un mundo cerrado, erizado de barreras aduaneras que encarecen fuertemente los productos extranjeros. El liberalismo, que había triunfado en la Europa Occidental hacia 1860, se bate en retirada desde 1876. Las causas de este cambio son múltiples; por una parte, la coyuntura económica mundial se transforme entre 1873 y 1878 y de una fase de prosperidad y de crecimiento rápido, que duraba desde 1848-1850, se pasa a un período de contracción en el que bajan los precios y disminuye la producción;
  • 5. 5 por otra parte, el desarrollo de los transportes marítimos y de las redes ferroviarias que permiten colocar en los mercados europeos productos agrícolas a precios muy inferiores a los que mantenían los productos nacionales similares; por último, los nuevos Estados industriales, que no pueden competir en un mercado abierto, entienden que, para crecer, necesitan asegurar las ventas de sus productos en unos mercados nacionales protegidos. La multiplicación de las barreras aduaneras fortaleció en estos años los crecientes nacionalismos europeos: del recelo hacia el competidor económico extranjero se pasaría con rapidez a la desconfianza. Pronto la lucha comercial daría paso a verdaderas guerras aduaneras como las que se desarrollaron en este período entre Francia e Italia en 1887- 1888 o entre Rusia y Alemania en 1886. El desarrollo de la industria pesada y el crecimiento de la red ferroviaria y de la flota se convirtieron en bases tan necesarias para que un Estado fuera considerado una gran potencia como la existencia de un amplio territorio y de una población muy numerosa. En particular, la presión permanente del crecimiento demográfico europeo exigió la búsqueda de recursos -materias primas y alimentos- más allá de las fronteras, y los gobiernos se sintieron llamados a jugar un papel fundamental en todas las manifestaciones de ese imperialismo económico: decidían las conquistas coloniales bajo la inspiración de sus preocupaciones políticas y estratégicas; firmaban tratados de comercio o tomaban medidas aduaneras que animaban rivalidades y suscitaban verdaderas guerras económicas; orientaban las inversiones de capitales autorizando las iniciativas extranjeras o presionando a los Estados que debían dar el visto bueno a las propias. Los hombres de negocios, por su parte, pidieron el apoyo de sus gobiernos para facilitar su actividad en el extranjero exagerando la relación existente entre los intereses generales del Estado y los intereses económicos derivados de su presencia en el mundo. El desarrollo de los intercambios internacionales de productos y de capitales profundizó la interdependencia de los diferentes países y pareció anunciar el nacimiento de un mundo más solidario; sin embargo las cosas no fueron por ese camino, sino por el del nacionalismo económico que surgió tras el abandono generalizado del libre cambio. La nueva importancia de las grandes rutas mundiales multiplicó el número de zonas peligrosas en la medida en que varios Estados tuvieron interés en controlarlas. El nuevo marco psicológico y social El aumento de las migraciones y la intensificación de las relaciones comerciales y financieras facilitaron la percepción de que todos los hombres pertenecían a un mismo
  • 6. 6 mundo. Aunque el horizonte cotidiano de la inmensa mayoría de la población permaneciese limitado a pueblo o ciudad en la que habitaba, el conocimiento de “los otros” progresó entre las poblaciones que disfrutaban de un cierto confort material. Tres eran entonces las principales fuentes de información: 1) los viajes personales, muy minoritarios, 2) los desplazamientos colectivos extraordinarios, que respondían a dos tipos: las guerras, con sus cortejos de invasiones, movilizaciones y combates, y las transferencias de población como consecuencia de acuerdos internacionales, y 3) la lectura de los medios de información. El progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas facilitó la participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que levantaban los acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las rivalidades se fueron exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a manejar orientando la opinión en la dirección que les interesaba. Aunque el desarrollo de la nueva prensa popular y la influencia creciente en las mentalidades colectivas sea posterior, los años ochenta lo prepararían con la difusión de la alfabetización de las gentes –sobre todo en Europa Occidental y América del Norte- e inventos como la rotativa (1872) o la linotipia (1884). En cualquier caso, sorprende la mala calidad de las informaciones sobre los vecinos -fragmentarias, falsas y estereotipadas- y la falta de objetividad con que se recogían los problemas internacionales o coloniales. Como sabemos que los fondos secretos de todos los Estados europeos fueron utilizados de manera generosa para sostener a esa nueva prensa popular, debemos entender que, en aquellos años, cuando estaba a punto de aparecer una sociedad de masas, las nuevas opiniones públicas fueron ampliamente manipuladas. Pero para entender la elaboración de una política exterior, no basta con tener en cuenta las “imágenes” que los habitantes de un Estado se hacen sobre los extranjeros, debemos tener en cuenta sobre todo las ideas –verdaderas o falsas- que esos habitantes se hacen de ellos mismos, de su lugar en el mundo, y de sus intereses fundamentales con respecto a los demás. Cuando un conjunto de personas comparte el sentimiento de formar un todo que hace cuerpo con un Estado, estamos ante lo que podemos denominar Nación- Estado; si ese todo es una parte de un Estado más extenso, podemos denominarlo Nacionalidad. Según los casos, las Nacionalidades pueden integrarse en un Estado federal o oponerse al poder existente. La historia de Europa de los años que estamos estudiando estuvo marcada por la constitución de Estados-Nación y por la existencia de Nacionalidades que se consideraban oprimidas y que buscaban constituirse en un nuevo
  • 7. 7 Estado-Nación o integrase en otro ya existente. Había nacido una potente ideología, el nacionalismo, y se estaba desarrollando un importantísimo movimiento político, el movimiento de las nacionalidades, que buscaba la coincidencia entre sentimiento de pertenencia a una comunidad cultural con su articulación política en un Estado-Nación, y que se había materializado tras la derrota de Napoleón tanto en el desarrollo de las revoluciones de 1820, 1830 y 1848 como en los procesos de unificación italiana y alemana. En los años que estudiamos, el movimiento de las nacionalidades sigue vivo tanto en la Europa Occidental como en la Europa Oriental aunque no en todas partes tenga consecuencias internacionales relevantes. Lo que caracteriza estos años es la profundidad con que la agitación de las nacionalidades minoritarias empieza a debilitar a Estados multiculturales como Austria- Hungría o Imperio Otomano. El dualismo austro-húngaro, instituido en 1867, no tuvo en cuenta el evidente descontento de las demás nacionalidades, tanto de las efectivas (polaca, checa y croata), como de las potenciales (eslovaca, rutena y eslovena), o de aquellas (serbia, rumana e italiana) que podían buscar su incorporación a Estados-Nación ya existentes. En la parte europea del Imperio Otomano el problema de las nacionalidades se planteará de otra manera; en 1870, Grecia, Serbia, Montenegro y Rumania eran Estados autónomos con fronteras que no incorporan a todos los que se sentían de la misma comunidad nacional, que seguían estando bajo la soberanía otomana de la misma manera que lo estaban los búlgaros. En 1878, los primeros obtendrán la independencia y, a partir de ese momento, todos –también los búlgaros- reivindicarán su unidad nacional frente a un Imperio Otomano muy debilitado. El problema internacional se complicó porque tanto Austria-Hungría como Rusia animarán y utilizarán en beneficio propio las reivindicaciones y rivalidades nacionales de los pueblos balcánicos. La victoria alemana y el equilibrio europeo En 1871, tras las derrotas de Austria y Francia, la realización de la unidad alemana transformó el equilibrio de poder entre las grandes potencias europeas no sólo porque se creó un poderoso Estado alemán en el centro del continente, sino también porque aquello alteró profundamente la posición relativa de Austria y de Francia en ese equilibrio de poder. Alemania alcanzó así, de golpe, la preponderancia en Europa gracias al poder de su ejército y Otto von Bismarck encarnó esa primacía; hábil en las negociaciones complejas y en la adaptación de su sistema a las transformaciones sobrevenidas a lo largo de veinte
  • 8. 8 años, el canciller alemán dirigió el juego diplomático con el objetivo de conservar un statu quo europeo que favorecía los intereses prusianos que él representaba. La unificación de Italia y de Alemania redujo fuertemente la posición internacional de Austria, simplificando y concentrado sus objetivos de política exterior en la región de los Balcanes. Aunque Bismarck no quisiera unirla al nuevo Reich, deseó contar con ella; pensaba que Austria había jugado un papel tan importante en el mundo germánico, que su colaboración era indispensable para la existencia de una Alemania que se había unificado sin ella. El emperador austriaco Francisco-José, por su parte, tras la derrota de Sadowa, buscó la salvación del sistema político que coronaba en un compromiso con los nacionalistas húngaros que, en la nueva Monarquía Dual, convertirían sus intereses balcánicos en predominantes y facilitarían el compromiso con la nueva Alemania. La influencia determinante del conde Gyula Andrássy, miembro de una distinguida familia magiar, marcaría la dirección que la política exterior austro-húngara mantuvo hasta 1914, una dirección que agudizaba un posible conflicto con el Imperio Ruso por el control de los Balcanes. Francia, que disponía de unas finanzas y una economía muy sólidas, reconstruyó rápidamente su ejército y no se resignó a la pérdida de Alsacia-Lorena. La revancha se convirtió en un tema enquistado en el recuerdo de la derrota y en el fuerte sentimiento de inseguridad y de aislamiento que aprisionó en estos años a la inmensa mayoría de los franceses. Bismarck, que estaba convencido de que Francia no se conformaría, pensó que, sin aliados, debería posponer la revancha. Para garantizar el aislamiento francés, Bismarck establecería un sistema de alianzas permanentes y usaría la amenaza, más para intimidar que con la voluntad de desencadenar una guerra preventiva. En cualquier caso, sus maniobras anti-francesas contribuyeron a mantener la tensión internacional a lo largo de estos años y a justificar el crecimiento de ejércitos y flotas. Con la seguridad que le proporcionaba la superioridad de su economía industrial y de su marina comercial y de guerra, Inglaterra no se inquietaría por el establecimiento de una preponderancia alemana que respetaría la independencia de los territorios continentales del otro lado del puerto de Londres, que no incluiría la construcción de una flota de guerra y que no ambicionaría un gran imperio colonial. Los británicos, que seguían confiando en su flota y en las soluciones empíricas, se mantuvieron fieles a una política exterior sin alianzas permanentes que pudieran comprometer un futuro cuyos perfiles exactos se desconocían.
  • 9. 9 El Mediterráneo y la cuestión de Oriente En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británi- cos, que desde principios del siglo XVIII disfrutaban en ese mar de una posición hegemó- nica, habían tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argel. La apertura del canal de Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres en un espacio estratégico que sin duda se complicaba un poco más. Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en Alemania, concentró toda su atención en el Sur-Este, el único campo de acción posible, el único que interesaba a los húngaros. Así, obtener en los Balcanes una zona de influencia que asegurase la comunicación entre el valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una necesidad vital desde el momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros se mantuvo a costa de los intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el control- de los territorios de soberanía otomana donde vivían otros eslavos y rumanos apareció como la única posibilidad de evitar el contagio de una insurrección nacionalista que podría destruir el Estado multinacional. Alemania favoreció esa dirección de la política austro-húngara; su apoyo sería indispensable en la medida en que esa política enfrentaba a Austria- Hungría con Rusia. Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó la guerra franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su economía y sus finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni, a pesar de su crecimiento demográfico, reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar Alejandro II y el canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del Imperio Otomano les permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos que se encontraban bajo su soberanía. El Imperio Otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las tímidas reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes turcos no consiguieron convertir en ciudadanos iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de Constantinopla. El proceso de desmembración del Imperio continuó. Túnez y Egipto, teóricamente vasallos, eran en realidad Estados independientes. En los Balcanes, Grecia, un reino independiente, extendía su soberanía, tres principados vasallos que gozaban de una cierta autonomía, Montenegro, Serbia y Rumania buscaban su total independencia y, en las tierras europeas bajo dominio directo otomano, los cristianos se movilizaban y dirigían sus esperanzas hacia sus hermanos emancipados políticamente. Por otra parte, la debilidad económica del Imperio Otomano había permitido la entrada de capitales
  • 10. 10 franceses y británicos que habían ido controlando su deuda pública. Pero aunque todo pareciese presagiar la pronta desaparición del poder otomano en el Sur-Este europeo, el enfrentamiento entre las grandes potencias impidió un acuerdo sobre su reparto; la existencia de esos Estados ya emancipados y la agitación de los pueblos que se sentían discriminados, favorecieron el crecimiento de las ambiciones de Rusia sobre la región, el temor de Austria-Hungría de que el nacionalismo de los eslavos del sur se contagiase a su Imperio y la necesidad del Imperio Británico de defender los accesos a la India. Las grandes potencias no compartían intereses en esta zona de Europa y los turcos se aprovecharon de ello para prolongar su poder: mientras Austria-Hungría y Rusia se vigilaban y se neutralizaban, Inglaterra, que estaba decidida a frenar el avance ruso, consideró prioritario conservar el statu quo de la región y retrasar el reparto de unos territorios ambicionados por muchos. El problema internacional derivado de ese juego de intereses encontrados se conoce en la historiografía como “cuestión de Oriente”. Oposiciones a escala mundial e inicios de una paz armada La penetración occidental en Asia y África en estos años fue frenada más por los enfrentamientos entre las potencias que por las resistencias locales. Estados Unidos se opuso a toda acción política y militar de Europa en América, pero no pudo evitar la intensificación de su penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con asegurar su independencia mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarro- llándose bajo todas sus formas, el imperialismo europeo profundizó las rivalidades tradicionales y creó otras nuevas. Inglaterra evitó los problemas continentales y prefirió garantizar y extender su posición en el mundo. Francia incrementó sus exportaciones de capital y en 1881 se lanzó a una ambiciosa expansión colonial. Rusia aceleró su penetra- ción en Asia. Italia probó suerte en África. Como consecuencia de todo ello, se fortalecieron rivalidades antiguas y nacieron rivalidades nuevas; entre las rivalidades antiguas que se fortalecieron destacan las que siguieron enfrentando al Imperio Británico con Francia, por el reparto de África, y con Rusia, por la defensa de la India; entre las nuevas rivalidades destaca la que empieza a enfrentar a Italia con Francia por el reparto de África. Bismarck dará prioridad al aislamiento de Francia y al antagonismo franco-alemán por Alsacia-Lorena y, fiel a consideraciones continentales en la tradición de Federico el Grande, no quiso comprometer la seguridad del Reich con ganancias coloniales conflictivas o que necesitase apoyar con una flota de alta mar cuya construcción le enfrentaría con el Imperio Británico. La limitada ambición de Bismarck en la carrera
  • 11. 11 colonial no quiere decir ni que el canciller alemán renuncie a toda conquista colonial, que no es el caso, ni que no utilice los enfrentamientos coloniales de las demás potencias –en particular, la que enfrentaba a franceses y británicos- en beneficio de sus objetivos internacionales. Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos africanos y asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de 1854-1871 fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que ocurriría en los Balcanes. Podríamos pensar, por lo tanto, que las grandes potencias europeas no sentirían la necesidad de rearmarse de manera compulsiva. Sin embargo, bajo los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la cuestión de Oriente y de la intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión entre las grandes potencias no disminuyó. En concreto, la experiencia del inesperado y formidable éxito militar prusiano incitó a la mayor parte de los Estados a imitar su sistema militar aprovechando las grandes y nuevas posibilidades que les proporcionaba su creciente capacidad industrial. Por otra parte, para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para favorecer los esfuerzos a largo término, todos los Estados conservaron, de manera permanente, fuertes ejércitos activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la única gran potencia que no lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad y por la absoluta superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa preparación para poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus mandos; de ahí el creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de planes minuciosos, que incesantemente se elaborarían y se modificarían bajo la dirección de escuelas de guerra y Estados-mayores. Se estaba poniendo en marcha la carrera de armamentos que caracterizaría la paz armada de los años que conducen a la Gran Guerra. Las primeras precauciones de Bismarck (1871-1875) Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de 1871 se inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los planteamientos inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen íntegramente las cláusulas del tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su extrema dureza y buscó el aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización. Para asegurar el pago de los cinco mil millones de francos-oro de la indemnización de guerra, Bismarck, cuyo ejército ocupaba una parte del territorio francés, procuró explotar
  • 12. 12 los inevitables incidentes que se produjeron. Para evitarlo, la República, presidida por Adolphe Thiers, adelantó el pago, y las tropas alemanas tuvieron que retirarse en 1873. Bismarck procuró entonces garantizar el aislamiento internacional de la Francia republicana; le tranquilizaba que Austria-Hungría se mostrase resignada ante la formación de la Pequeña Alemania y le convenía que Rusia quisiera evitar la formalización del apoyo alemán a la política balcánica de Austria-Hungría. Las tres tendencias confluyeron en la firma de los dos textos que constituyen la Liga de los Tres Emperadores de 1873: una convención militar defensiva germano-rusa y una convención política, a tres, en la que los firmantes se comprometían a consultarse si aparecían dificultades. Alemania no tenía ningún interés directo en la cuestión de Oriente y Bismarck esperaba poder conciliar los intereses de austro-húngaros y rusos en los Balcanes. Pero en 1875 la tensión franco-alemana se disparó. Un proyecto de ley francés, aumentando el número de los oficiales de su ejército para encuadrar mejor a sus reservistas, llevó a algunos periódicos alemanes –bajo la inspiración directa de Bismarck- a hablar de una guerra preventiva para evitar el rearme francés. En realidad, el canciller sólo quería intimidar a Francia y obligarla a renunciar al incremento de oficiales; pero el gobierno francés amplificó la crisis y pidió apoyo a Inglaterra y Rusia, que realizaron iniciativas apaciguadoras, marcando con ellas límites al incipiente sistema bismarckiano: las dos grandes potencias que habían derrotado a Napoleón no admitirían una mayor expansión en el continente de la Alemania unificada que rompiese el equilibrio europeo. La crisis oriental de 1875-1878 y el Congreso de Berlín En 1875 estalló también una insurrección eslava en Herzegovina que se extendió a Bulgaria; el gobierno turco desató contra sus gentes toda su violencia. La situación se complicó todavía más en 1876, cuando los pequeños Estados eslavos autónomos de Serbia y Montenegro atacaron a los turcos y fueron rápidamente derrotados por ellos. La derrota de serbios y montenegrinos vino a fortalecer a Austria-Hungría al impedir la formación de una gran Serbia que se hubiese extendido a Herzegovina y a Bosnia, un triángulo de tierras eslavas que se empotraba en la frontera de la Monarquía Dual, en medio de territorios habitados por poblaciones descontentas también eslavas. Con el apoyo de Bismarck, el conde Andrássy, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Viena, intentó entonces controlar la situación liderando una presión colectiva de las potencias para que los turcos emprendieran reformas políticas que apaciguaran el descontento de los
  • 13. 13 eslavos y que impidieran las iniciativas rusas en nombre de la protección internacional que entendía deber a los eslavos del sur. Pero el planteamiento de Andrássy no tuvo éxito y ello facilitó la intervención de Benjamin Disraeli, primer ministro británico, que lógicamente puso el acento en el peligro ruso y no quiso colaborar en la dirección por Viena. La posición británica permitió ganar tiempo al Imperio Otomano. El sultán Abdul Hamid II entregó el poder a los jóvenes turcos y prometió una constitución con el único objetivo de paralizar la acción de las grandes potencias. Conseguido esto, retornó a sus anteriores prácticas políticas. En 1877, Rusia decidió intervenir tras asegurarse la neutralidad austro-húngara y británica con la promesa de no tocar ni Bosnia, ni Salónica ni los Estrechos. Animada por el entusiasmo de los eslavófilos, la guerra ruso-turca de 1877-1878 se desarrolló en los Balcanes y en la Transcaucasia. Aunque la campaña no fue un cómodo paseo militar, el ejército ruso avanzó en pleno invierno hasta las cercanías de Constantinopla y, el 3 de marzo de 1878, el Zar impuso a los turcos el Tratado de San Stefano, sin tener en cuenta el rechazo de sus cláusulas por parte de británicos y austro-húngaros, ofuscado por su innegable éxito frente a los turcos. Rusia había logrado una gran victoria: había extendido sus fronteras en Transcaucasia y había incrementado su influencia sobre los Balcanes con el reconocimiento de la independencia -con promesa de engrandecimiento- de Rumania, Serbia y Montenegro y con el reconocimiento de la autonomía política de Bosnia- Herzegovina y de una Gran Bulgaria que incorporaba territorios turcos, cortaba el camino austro-húngaro a Salónica y se acercaba a los estrechos Bósforo y Dardanelos. Los gobiernos de Londres y Viena no estuvieron dispuestos a permitirlo y amenazaron a Rusia con el desencadenamiento de la guerra. Bismarck ejerció entonces una influencia apaciguadora que, en realidad, beneficiaba a Austria-Hungría, y propuso la reunión de un congreso internacional en Berlín para acordar de manera colectiva un nuevo statu quo para la región. Rusia, aislada, tuvo que ceder y respetar los intereses de las otras potencias. Los gobiernos británico, austro-húngaro y ruso acordaron primero las cuestiones esenciales; después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-julio de 1878). Rusia tuvo que reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la partición de su Gran Bulgaria. En compensación, Austria-Hungría obtuvo el derecho de ocupar militarmente -y de administrar- la provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra recibió la administración provisional de Chipre como premio por su protección de los intereses del gobierno turco. Rumania, Serbia y Montenegro vieron reconocidas
  • 14. 14 internacionalmente sus independencias. La ambición de Rusia había sido frenada en los Balcanes; su descontento fue evidente para todos. Europa y el mundo En los años 1871-1890, la época que estamos estudiando, así como en los años inmediatamente posteriores, Europa estalló de hombres, de necesidades, de capitales, de iniciativas y de ambiciones; sus emigrantes y sus escritores extendieron por todas partes sus costumbres, su pensamiento y sus instituciones; sus hombres de negocios establecieron su dominación económica incluso en las regiones más lejanas que se convirtieron en una dependencia y en un complemento de su propia vida. En particular, numerosos Estados engrandecieron o crearon, no sin rivalidades internacionales, imperios coloniales, a menudo difíciles de organizar. Esta expansión, bajo todas sus formas, sirvió a los intereses de los países europeos y provocó al mismo tiempo profundas transformaciones en las sociedades extra-europeas que comienzan a reaccionar, unas como Estados Unidos y Japón, compitiendo con Europa, otras con los primeros nacionalismos anti-coloniales, intentando limitar la empresa europea. 13 MM de europeos abandonaron Europa entre 1840 y 1880, otros 13 MM lo hicieron entre 1880 y 1890, y 20 MM lo harán entre 1890 y 1914; eso sin contar a los rusos que marchan a Siberia. ¿Por qué y cómo? Pasando de 266 MM en 1850 a 452 MM en 1914, la población europea aumentó de manera más rápida que las demás, a pesar de la emigración y los Estados animaron los desplazamientos para favorecer la estabilidad social. Los transporte marítimos eran más abundantes y más baratos y algunos países quisieron poner en valor sus inmensos territorios. En concreto, la palabra América adquirió un valor mágico y evocó el camino hacia la prosperidad y la libertad. Británicos e irlandeses fueron los primeros en partir, después fueron los escandinavos y alemanes, que alcanzaron sus cifras más altas entre 1880 y 1890, finalmente sería la hora de eslavos y latinos. El primer gran destino fue América de Norte, después llegará la hora de América del Sur; destinos menos numerosos fueron también Australia, África del Sur y África del Norte. También se produjeron corrientes migratorias entre países europeos o desde China e India hacia el Sur-Este asiático, Insulindia, África del Sur y América. Además de a sus hombres, Europa envió en esta época al resto del mundo sus capitales. En 1914, Gran Bretaña, Francia y Alemania, y en un grado menor, los Países Bajos, Bélgica, Suiza y Suecia, habían colocado más de 200.000 MM de francos-oro en el extranjero; el 75 % de esa cantidad, fuera de Europa. Esos Estados financiaban así no sólo
  • 15. 15 sus colonias sino también Estados Unidos, Turquía, Irán, China, Japón y América del Sur. Los europeos, ampliamente provistos de capitales gracias a su crecimiento industrial, encontraban tasas de interés ventajosas en los países en los que faltaban capitales o en aquellos en los que promovían producciones que necesitaban. Empujados por preocupaciones políticas y estratégicas, o influidos por los medios de negocios, en particular por los bancos que servían de intermediarios, los gobiernos autorizaban estos movimientos de fondos y a veces obligaban a los Estados desprovistos de capitales a abrirse al comercio y a consentir la instalación de empresas extranjeras. La difusión de lenguas y obras europeas acompañó a la emigración, a la colonización, a la creación de numerosos escuelas y de algunas universidades y a la superioridad económica como había acompañado con anterioridad –y seguirá haciéndolo- a las acciones misioneras. La consecuencia fue la expansión del pensamiento europeo en general y de todas las formas del racionalismo y del positivismo en particular. Si Europa extrae de sus relaciones con el mundo el gusto por lo exótico, el mundo extrajo de sus relaciones con Europa el gusto por la literatura naturalista así como por las formas de vestir y las distracciones de los europeos. Los espacios en blanco de los mapas fueron desapareciendo. El espíritu de aventura y la curiosidad científica multiplicó las expediciones. El gran público se apasionó con los relatos de viajes y las sociedades geográficas, a través de los periódicos, sugerían proyectos y ofrecían premios. Los Estados, para preparar posibles penetraciones coloniales, subvencionaban a las expediciones y les proporcionaban apoyo militar. A pesar de la oposición –evidentemente por razones diferentes-, de musulmanes y negreros, África fue el terreno fundamental de las expediciones de esta época en busca de las fuentes de los ríos Nilo y Zambeze. El inglés Stanley, que encontró a Livingstone en 1871, siguió su obra con evidente rudeza entre 1872 y 1877. De 1875 a 1885, el francés Brazza exploró en tres viajes el territorio que se extendía de Gabon al Congo. Viajeros aislados habían atravesado el Sahara a mediados del siglo XIX, ahora encontraremos misiones enviadas sistemáticamente por Francia. Y no fue sólo África; también se enviaron exploraciones al Asia Central; el ruso Prjevalsky estudió con asombroso detalle el Turquestán chino (Sinkian) y Mongolia entre 1970 y 1885; el sueco Sven Hedin completará esas exploraciones entre 1896 y 1910. En el mar, la exploración de los fondos reemplazó a la exploración de la superficie; la oceanografía científica nació con la vuelta al mundo del Challenger en 1873-1874 y se desarrolló después con las expediciones del príncipe de
  • 16. 16 Mónaco. La conquista de los polos corresponde al período posterior; 1909 el Norte y 1911 el Sur. Pero el ejemplo más espectacular de la expansión europea fue la expansión colonial que se impuso a pesar de las iniciales reticencias de algunos países sin pasado colonial, de algunos políticos que rechazaban la dispersión de los recursos y las complicaciones internacionales, de algunos economistas liberales que denunciaban las exclusividades comerciales y del movimiento obrero que condenaba la violación de los derechos de los pueblos más débiles y el gasto de unos Estados que lo hurtaban a sus políticas sociales. Pero a pesar de las reticencias y de los rechazos, una mentalidad colonial e imperial se extendió por todo el tejido social europeo con el apoyo decidido de teóricos, revistas especializadas y ligas coloniales. La explicación es compleja; existieron factores materiales (necesidades de la industrialización, materias primas y mercados, excedentes de población y de capitales, y unos transportes más fáciles), existieron factores individuales (fuertes personalidades que se realizaron en las exploraciones, banqueros, altos funcionarios y jefes militares decididos a empujar la empresa colonial), existieron factores políticos y estratégicos (las flotas necesitaban puntos de apoyo para carbonear, los territorios previos necesitaban protección contra vecinos turbulentos y el nacionalismo entendía que las colonias significaban poder por el que luchar), y existieron factores morales (la supresión de la trata de esclavos en África y la protección de los misioneros por todas partes); todos esos factores promovieron la penetración colonial Los imperios coloniales La primera oleada colonial estalló alrededor de 1880 con Disraeli, los rusos, Ferry, Leopoldo II y algunos alemanes aislados. A pesar de las reticencias, entonces fuertes, la competición fue lo suficientemente grave como para necesitar una reglamentación internacional. Como vimos con anterioridad, la Conferencia de Berlín, al fijar en 1885 el estatuto del Congo, decidió que sólo la ocupación efectiva, y no la instalación en las costas, daba derecho a la posesión de un territorio. Esta decisión precipitó la carrera para unir los pedazos coloniales existentes en conjuntos coherentes, y esa carrera por la conquista colonial se aceleró con la entrada en el juego de Alemania, Italia, Estados Unidos y Japón, y con la progresiva disminución de los territorios susceptibles de ser conquistados. Los acuerdos de reparto se multiplicarán a finales del siglo. El Imperio Británico llegó a ser el más basto y el más poblado (la cuarta parte de la tierra emergida en 1914) a pesar de hecho de que, hacia 1875, mostrasen un cierto
  • 17. 17 desinterés por sus colonias. Fue necesario que Gran Bretaña empezase a sufrir algunas dificultades económicas para que se manifestase un despertar imperialista que desembocó, pocos años después, en un frenesí de conquistas y de expansión de su poder. El Imperio comprendía dos tipos de territorios: las colonias de poblamiento blanco y las colonias de explotación. En primer lugar estaban las grandes colonias de poblamiento blanco; en Canadá y en Australia, tierras muy poco pobladas, en Nueva Zelanda, donde los maoríes fueron rápidamente diezmados, los colonos de origen británico se instalaron sin grandes dificultades e implantaron instituciones y costumbres que reflejaban las abandonadas en la metrópoli. En África del Sur, donde se descubrirían ricas minas de oro y diamantes a finales del siglo, el empeño era más difícil ya que los dueños de la colonia del Cabo, los británicos, si querían progresar hacia el interior, necesitaban enfrentarse a los colonos de origen holandés organizados en las colonias boers de Orange y Transvaal, lo que se producirá entre 1899 y 1902, a través de una terrible guerra muy costosa también para los británicos. Desde 1867, los países de poblamiento blanco fueron recibiendo el estatuto de dominio, amplia autonomía interior y fuertes lazos con la metrópoli que sigue dirigiendo su diplomacia y su defensa. Por otra parte estaban las colonias de explotación, repartidas por todos los continentes, que proporcionaban a Gran Bretaña productos coloniales, materias primas y mercados de sus productos industriales. La clave del arco de todo el Imperio era India, de la que Victoria pasará a ser Emperatriz en 1877 y donde los británicos dominaban aprovechando los enfrentamientos entre príncipes y comunidades religiosas. Para proteger la ruta de la India, los británicos mantienen un cierto número de enclaves estratégicos, como Gibraltar, Malta, Adén y Singapur, consiguen asegurarse el control del Canal de Suez, construido bajo el Segundo Imperio Francés, y terminan por imponer su protectorado a Egipto, provincia del Imperio Otomano, a pesar de la oposición de Francia. La Tercera República Francesa completaría y ampliaría la obra colonial de la Monarquía de Luis Felipe y del Segundo Imperio de Napoleón III. Además de las islas y de los territorios en América, en India y en Oceanía, el Imperio Francés estaba formado por dos piezas maestras, la africana y la asiática. En África los franceses controlaron un inmenso territorio comprendido entre el Mediterráneo y la desembocadura del Congo, el Atlántico y los países del Nilo. La ocupación del África Negra se realizó sin grandes oposiciones, lo mismo que la de Madagascar, sometida en 1885. La ocupación del África del Norte fue más difícil. Conquistada a partir de 1830, Argelia fue lentamente pacificada
  • 18. 18 y los franceses necesitaron dos expediciones para someter Túnez, cuyo Bey firmó en 1881 el Tratado del Bardo, que colocó al país bajo el protectorado de Francia. En cuanto a Marruecos, los franceses penetraron lentamente y necesitarán esperar hasta 1912 para ver reconocido su protectorado. En Asia Sur-Oriental, los franceses habían ocupado Conchinchina y Camboya durante el Segundo Imperio y necesitaron una guerra muy difícil para conquistar Tonkin. Esos territorios, junto a los de Annan y Laos, formaron en 1887 la Unión Indochina. Además de los británico y francés, otros imperios coloniales se engrandecieron durante la segunda mitad del siglo XIX. Bélgica, España y Portugal se hicieron con territorios en África. Los Países Bajos conservaron de su gran pasado colonial importantes territorios en Indonesia y numerosos enclaves. En cuanto a Alemania, llegada más tarde que los demás al reparto del mundo, tuvo que contentarse con algunas posesiones insulares en el Pacífico y modestos territorios en el África Subecuatorial. La nueva conquista colonial planteó a las metrópolis importantes problemas administrativos; es evidente que se crearon cuerpos especializados para administrar las colonias, pero también es verdad que los políticos o los generales encargados de su dirección gobernaron frecuentemente como verdaderos procónsules y que, en algunos casos privatizaron la administración de las colonias a través de compañías contratadas. En todos los casos, un problema no menor era cómo proceder con los autóctonos, cómo utilizar los cuadros locales, qué derechos políticos reconocerles. En general, las metrópolis quisieron desarrollar en sus colonias actividades económicas complementarias de las suyas; es lo que se ha llamado pacto colonial: muchas materias primas y pocas industrias de transformación y, sobre todo, mucho proteccionismo. Para poner en valor los recursos coloniales que les interesaban, capitales metropolitanos fueron invertidos para construir ferrocarriles y puertos. Como es lógico, todas aquellas actuaciones económicas transformaron la vida de las colonias. Los nuevos estatutos políticos, las nuevas relaciones económicas y los contactos con una civilización diferente comenzaron a transformar también a los hombres. En algunos lugares se implantaron doblamientos europeos aunque la vida de los colonos no favorecía las relaciones con los autóctonos como consecuencias de las medidas de segregación. La esclavitud fuese abolida por todas partes mientras la demografía local evolucionaba profundamente; a menudo, los combates, el trabajo forzado, y la introducción del alcohol provocaron un aumento de la mortalidad, después, el desarrollo del comercio, la disminución de las hambrunas y el progreso de la higiene neutralizó la
  • 19. 19 mortalidad y fortaleció el desarrollo demográfico. En cualquier caso, allí donde llega el colonialismo europeo se produjo una importante modificación de las estructuras sociales. La colonización sacudió a las agrupaciones sociales que rodeaban a los individuos; el servicio militar, el trabajo en las obras públicas y el inicio del crecimiento urbano alejaron a los hombres de su mundo de origen. La creación de escuelas planteó problemas delicados. ¿Había que respetar la cultura local con el riesgo de separar a las poblaciones autóctonas de los supuestos beneficios del pensamiento y las técnicas modernas europeas? Para terminar, conviene recordar que el imperialismo europeo no se manifestó solamente a través de las conquistas territoriales. Allí donde subsistían grandes imperios militarmente débiles, aunque herederos de antiguas y muchas veces brillante civilizaciones, las grandes potencias se contentaron con extender su influencia económica. Es el caso del Imperio Otomano donde dominó la influencia alemana antes de 1914, y es el caso sobre todo de China que, a pesar de las resistencias, fue repartida en zonas de influencia, concesiones de vías férreas, puertos y territorios en alquiler. En 1911 la dinastía manchú será destronada y se proclamará la República bajo la dirección del partido nacionalista del Kuomintang. Las nuevas rivalidades a escala mundial de los años ochenta Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansionistas del británico Benjamin Disraeli, del francés Jules Ferry y del belga Leopoldo II. Allí donde encontraban pueblos primitivos o Estados débiles, sus imperios coloniales crecían como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Allí donde encontraban la ambición de otra potencia, el conflicto internacional en Asia o África afectaba al juego de poder europeo. Así, Rusia, frenada en los Balcanes, concentró entonces su atención en Asia e intensificó su viejo conflicto con una Inglaterra que la veía acercarse demasiado a las fronteras de la India; la presión rusa sobre Afganistán y la determinación británica provocó una amenaza de guerra en 1884-1885; en realidad, los diplomáticos rusos esperaban que su presión sobre la India llevara a los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los Balcanes. El acuerdo de 1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado tapón que separaba los Imperios ruso y británico. Por otra parte, la penetración financiera facilitó la penetración política occidental en Túnez y Egipto que, casi al mismo tiempo, pasaron a estar controlados el primero por Francia y el segundo por Inglaterra. En 1881, la instalación de Francia en Túnez suscitó el resentimiento de Italia que, a partir de ese momento, concentraría su interés en
  • 20. 20 Tripolitania. Las relaciones franco-británicas entraron entonces, en 1882, en un largo período de rivalidad que se concentraría en Egipto. Francia había permitido, en 1875, que Inglaterra comprara las acciones de la Compañía del Canal de Suez en poder del Kedive egipcio y, en 1876, había aceptado el condominio financiero. Pues bien, esta actitud cambió en 1882 y aunque, en un primer momento, la Cámara de Diputados francesa se había retirado de la acción militar conjunta que habían propuesto los británicos para terminar con un pequeño levantamiento egipcio contra los intereses occidentales, cuando la intervención militar británica tenga lugar y prefigure el establecimiento de un protectorado informal, Francia no lo aceptará y reclamará la retirada de las tropas enviadas por el gobierno de Londres. Desde ese momento -y hasta 1904- París y Londres sosten- drán una querella internacional continuada por el control de Egipto que se ampliaría con los conflictos sobre Madagascar, Indochina, China y Siam. Bismarck, que alentó la expansión colonial de Francia, se beneficiaría de la intensificación de los conflictos coloniales de los británicos con rusos y franceses. Conviene no perder de vista que, en los años que estamos estudiando, los gobiernos de Londres no se sintieron amenazados por Alemania y que siguieron más preocupados por las amenazas de las ambiciones coloniales de rusos y de franceses que por el predominio alemán en Europa. Finalmente, Francia y Leopoldo II -en su condición de presidente de una compañía privada- venían intentando controlar el comercio del centro de África. Inglaterra que no deseaba que la cuenca del río Congo se convirtiera en un mercado exclusivo de sus competidores, apoyó los intereses de Portugal, que poseía territorios en las costas cercanas, y procuró conducir el asunto a una Conferencia internacional que se reunió en Berlín en 1884-1885 y que fijó el estatuto del Estado Libre del Congo y decidió que sólo la ocupación efectiva de los territorios daba, en principio, derechos de soberanía. Esta decisión internacional precipitaría la carrera colonial, acelerada por la entrada en ella de alemanes e italianos, para unir los pedazos ocupados en conjuntos territoriales sin solución de continuidad. La plenitud del sistema bismarckiano (1879-1885) Bismarck aprovechó las rivalidades austro-rusa, anglo-rusa, franco-británica y franco-italiana para establecer un sistema defensivo que asegurase, mejor que el de 1873, la preponderancia europea del II Reich. La primera pieza del nuevo sistema se estableció en 1879, cuando Alemania y Austria-Hungría concluyeron una alianza defensiva frente Rusia: la Dúplice, que se renovaría sin cambio alguno hasta 1914. Bismarck y el Kaiser
  • 21. 21 Guillermo I sintieron reparos al establecer una alianza para frenar a una Rusia que no tenía aliados, pero se impusieron los planteamientos de Andrássy, y Bismarck cedió para asegurar la amistad austro-húngara. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de los peligros que se derivarían para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no fue difícil la conclusión, en 1881, de un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre la base del respeto a los recientes compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de neutralidad que no contradecía formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que Rusia no ayudaría a Francia, y Rusia se aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra. La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a Alemania, Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó el apoyo alemán para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una negociación en la que no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó neutralizar el irredentismo italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo podían ser aliadas o enemigas, condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por cinco años, que se renovaría, con cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un compromiso anti-francés que comprometía a italianos y alemanes, completado con la promesa de neutralidad italiana en caso de conflicto austro-ruso. A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en los Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio Otomano había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército y sus compras de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y Rumania se venían orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia profundizó el compromiso y, en 1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un acuerdo defensivo anti-ruso, a Alemania, Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania dominaba el juego internacional: Dúplice con Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y Triples con Italia y Rumania. Pero es más; Bismarck, que desde 1884 apoyaba una política colonial alemana más incisiva, mantenía relaciones cordiales con Inglaterra y colaboraba ocasionalmente con Francia, a la que animaba a realizar una política colonial ambiciosa con la esperanza de posponer la revancha e incrementar el antagonismo franco-británico. La crisis búlgara y la transformación del sistema (1886-1887) En 1886 una nueva crisis búlgara reabrió la cuestión de Oriente. Bulgaria era una pieza de la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un príncipe de la casa Battenberg, supuestamente amigo, pero que de manera inmediata
  • 22. 22 intentó escapar de su influencia; el gobierno ruso favoreció entonces un golpe de Estado para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un Sajonia-Coburgo protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio como su influencia en la región quedaba reducida. De manera paralela, la conjunción de los intereses políticos internos de Bismarck y del general francés Georges Boulanger condujo a la intensificación de la permanente tensión franco-germana. Boulanger quería aparecer ante el electorado de la República como el hombre de la revancha y Bismarck necesitaba justificar una nueva ley militar del Reich; un incidente menor facilitó, en 1887, la escalada de provocaciones. En este contexto, cuando llegó el momento de renovar la Triple, Italia pareció a ojos de Bismarck más útil que en 1882 y la renovación de 1887 introdujo nuevos compromisos: Alemania prometió a Italia apoyo militar en Tripolitania y a Austria-Hungría compensaciones si se introducían cambios en los Balcanes. Bismarck asumía más riesgos y se comprometía a sostener militarmente tanto a Italia, frente a una Francia que se extendiese en el Norte de África, como a Austria-Hungría, frente a una Rusia que se extendiese en los Balcanes. Pero como su objetivo seguía siendo mantener el statu quo, Bismarck entendió entonces que debía impedir que las pretensiones francesas en Egipto y en Marruecos y las pretensiones rusas en Bulgaria y en los Estrechos desencadenaran una crisis en la que él estaría obligado a apoyar respuestas militares de Roma o de Viena. Para mantener el statu quo en el Mediterráneo, Bismarck, que lógicamente podía contar con los intereses hegemónicos de Imperio Británico en ese mar y en sus accesos (Gibraltar y Suez), se mantuvo en la sombra: no le importaba que se supiese que estaba detrás de un compromiso anti-francés, porque todo el mundo sabía que su política buscaba aislar a Francia, pero no quería aparecer detrás de un acuerdo anti-ruso, porque no quería aislar a San Petersburgo. Se establecieron así los Acuerdos Mediterráneos de 1887 por los que Gran Bretaña, Italia y Austria-Hungría –a través de un conjunto de Notas intercambiadas entre sí- se comprometieron a mantener el equilibrio existente. Roma y Viena, bajo la mirada atenta de Berlín, se comprometieron con Londres a no extender su control en el Mediterráneo; la participación británica en un compromiso para conservar el statu quo del Mediterráneo reducía el peligro de guerra que implicaba el Segundo Tratado de la Triple Alianza. En este contexto, España –con Sagasta en el poder y con Segismundo Moret dirigiendo sus relaciones internacionales- volvió a intentar la conexión con el sistema bismarckiano. España volvió a buscar una alianza e intentó abrir unas negociaciones para
  • 23. 23 adherirse a la Triple. Aunque Berlín, Viena y Roma rechacen la pretensión del gobierno de Sagasta, en aquel contexto internacional, podía tener sentido para las grandes potencias fortalecer la posición internacional de España en el Mediterráneo Occidental dándole alguna seguridad sobre el mantenimiento del statu quo de Marruecos a cambio de su compromiso de no secundar allí las ambiciones francesas. Este fue el sentido del Acuerdo Hispano-Italiano de 6 de mayo de 1887 –otro intercambio de Notas- que conectar a España con los Acuerdos Mediterráneos, fortalecía también su conexión tanto con la Triple Alianza como con Inglaterra. De manera paralela, el profundo descontento de Rusia por el desarrollo de la crisis búlgara y su recelo hacia la política balcánica de Austria-Hungría impidió la renovación del Acuerdo de los Tres Emperadores. Fue entonces cuando dio sus frutos la discreción de la posición adoptada por Bismarck en la negociación de los Acuerdos Mediterráneos. En el mayor de los secretos, Bismarck negoció con San Petersburgo un tratado de reaseguro por tres años: a cambio de la neutralidad rusa si Francia atacaba a Alemania, Bismarck prometía apoyo a la política rusa en los Balcanes. Bismarck evitaba el aislamiento de Rusia consciente de que su temor a encontrarse sola frente a la política balcánica de Austria-Hungría podía llevar a su gobierno a buscar un acercamiento a Francia. El final del sistema bismarckiano (1887-1893) No resulta fácil discernir si el juego de alianzas alcanzado por Bismarck en 1887 significaba el apogeo de su habilidad diplomática o la evidencia de la fragilidad de su sistema. Realmente, el Tratado de reaseguro con Rusia contradecía a la Dúplice y a los Acuerdos Mediterráneos. De hecho, Bismarck seguía favoreciendo a Austria a costa de Rusia, aunque su habilidad diplomática le permitiese rehacer, una y otra vez, el lazo que mantenía a Rusia unida a su sistema. Sin embargo, desde 1887, el gobierno del Zar tenía un nuevo e importante motivo de disgusto: no estaba encontrando en la Bolsa de Berlín los capitales que necesitaba para abordar su equipamiento militar y ferroviario. Si añadimos a ese problema el hecho de que, en 1889, Bismarck parezca acercarse a Inglaterra, la gran antagonista de Rusia, entenderemos que, en 1890, San Petersburgo quisiera renovar el Tratado de reaseguro sobre bases más firmes. Estas contradicciones -y las complicaciones que desencadenaron- favorecieron la caída de Bismarck en 1890. El nuevo káiser Guillermo II decidió apartar al viejo canciller; considerando políticamente imposible el acercamiento del autocrático Imperio Ruso a la liberal República Francesa, pensó que la política rusa de Bismarck constituía una traición
  • 24. 24 innecesaria al imprescindible aliado austro-húngaro y no renovó el Tratado de Reaseguro. El gobierno del zar Alejandro III entendió esta negativa como la evidencia del aumento de unos riesgos que debía contrarrestar. En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un acercamiento a Rusia, pero el Imperio oriental no había querido saber nada ni de revanchas en el Rin ni de compromisos con un régimen político que le repugnaba. El deterioro de las relaciones germano-rusas que siguió a la crisis búlgara favoreció el acercamiento. Los hechos decisivos fueron tres: las facilidades que la Bolsa de París ofrecía a los requerimientos rusos de capitales desde 1888, la negativa alemana a la propuesta rusa de renovar del Tratado de Reaseguro y el temor ruso a que Inglaterra terminara por unirse a la Triple Alianza. En 1891 se estableció un acuerdo político franco- ruso muy vago: los dos Estados se consultarían en caso de peligro. El gobierno francés insistió en su deseo de lograr un acuerdo militar que, finalmente, sería firmado en 1892 y que supondría una verdadera alianza defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no permitía ni la revancha francesa ni una acción fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar Alejandro III dudó mucho antes de poner su firma en el documento. Pero el gobierno alemán no sólo no hizo nada para evitar la sensación de inseguridad que embargaba a los rusos, además, bajo la presión de los grandes propietarios de la tierra, se embarcó en una guerra aduanera con Rusia que terminó por decidir la situación. En 1893 el Zar ratificó el nuevo tratado; con él desaparecía el principal rasgo de la diplomacia bismarckiana.