2. No oyes ladrar los perros
Juan Rulfo (1918 -1986)
« (…)-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo,
mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de
frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de
su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre.
Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo
hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido
para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da
ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras
dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el
sudor seco, volvía a sudar».
3. « (…)-¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo?
—dijo el Emperador.
Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la
habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que
los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de
los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En
esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían
organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en
ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las
almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros
súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al
umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel
hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. (…)Por la
noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y,
durante casi diez años, los miré todas las noches».
Como se salvó Wang Fo
Marguerite Yourcenar (1903- 1987)
4. El vaso de leche
Manuel Rojas (1896 – 1973)
“Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres
largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a
pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida,
esperando de la generosidad de los marineros algún paquete que
contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no
podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le
ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la
negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel
puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente de Punta
Arenas. (…)
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y
definidas como un brazo poderoso una delgada varilla”.
5. Al pie del acantilado
Julio Ramón Ribeyro (1929 -1994)
« (…) Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta
salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y
escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto
rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor
de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un
pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la
sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores,
pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose,
alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos
como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el
hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa
porque sabe que allí podrá también él vivir. Nosotros la
encontramos al fondo del barranco, en los viejos baños de
Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad como bandidos
porque los escribanos y los policías nos habían echado de
6. La casa de Asterión
Jorge Luis Borges (1899 -1986)
« (… ) El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre
pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada
es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales
minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta
impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A
veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a
embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo,
mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me
dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a
estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa».
7. «-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme.
Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a
ese baile. (…)-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio
de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de
Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para
tomarte esa libertad.
Al siguiente día, fue a casa de su amiga y le contó su apuro. La señora de
Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y
dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana
de oro, y pedrería primorosamente construida. (…) De repente descubrió, en
una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó
a latir de un modo inmoderado. Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso,
rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su
imagen».
El collar
Guy de Maupassant (1850 -1893)
8. « (…) Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja
del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
(…) Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la
parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina
de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa».
La casa tomada
Julio Cortázar (1914-1984)
9. «Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al
portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la
atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave
maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo
vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible
ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina
por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y
dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso
polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se
resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos
claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima
vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella
oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una
turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de
España».
Yo solo vine hablar por teléfono
Gabriel García Márquez (1927-2014)
10. • « (…) Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales
(enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui
volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos
ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y
terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No solo los descuidaba,
sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé
suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o
movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad,
empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-
, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo
enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor».
El gato negro
Edgard Allan Poe (1809-1849)
11. «El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al
apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria
el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera
vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-
Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un
paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la
vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la
educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un
padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción,
olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden
retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón».
El hijo
Horacio Quiroga (1878-1937)