8. 1ª Parte: Vida turbulenta
Página 11... Apuntes
Página 20... Sin niñez: la aparición en La
Contienda
Página 27... Tuerto de un ojo
Página 29... Arrojado a una cuneta
Página 30... Sin madriguera: huidas
Página 35... Escuela no, primera comunión sí
Página 38... ¿Primera fechoría?
Página 41... Otra huida
Página 41... Entretenimientos
Página 44... El primer hurto
Página 45... A la mili con apenas diez años
Página 47... Técnico en radios
Página 48... En Las Espinacas
Página 49... Como Ángel Nieto
9. Página 51... Tiros en Maiboza
Página 63... Manolito evita una tragedia
Página 68... En La Garrapata, a mi lado
Página 74... A los jabatos conmigo
Página 83... Plantas de hachís
Página 86... A por comida y bebidas
Página 96... Líos con Sebastián
2ª Parte
Página 100... María Rayo Lente obró el milagro
10. 10
Apuntes
En una mañana luminosa del año 2019, de ésas
que el cantar serrano anuncia que es el Mes de mayo,
mes de flores, de cenit primaveral, me dirijo hacia la casa
número 14 de la calle Maestro Lazo Real de Cor-
tegana, donde hoy habita la pareja formada por Ma-
ría Rayo Lente y Tomás Fernández Ruiz.
Dos ventanas con reja de hierro forjado y repletas
de geranios avisan al visitante de la sensibilidad y de
las cualidades personales de María. Llevo en mis
manos un cuaderno de notas y una pequeña graba-
dora digital, pero sobre todo voy cargado de im-
paciencia por que Tomás y María me cuenten las
desventuras y el milagro final de la persona que
convive con ellos desde hace una quincena de años:
Manuel Márquez López, Manolito.
Adelantaré que fue Manolo quien me insinuó, ha-
ce ya varios años, que escribiera un libro sobre él.
¿De tu vida?, le pregunté extrañado. Con sus manos
hizo un raro movimiento que interpreté que ése era
su deseo, estimulado quizás por sus amigos de casi-
no, Carvajal y Alfonso Lobo, quienes le habrían
ayudado previamente a levantar en su mente el cas-
11. 11
tillo de la ilusión de verse como personaje de uno
de mis libros.
Casa nº 14 de la calle Maestro Lazo Real de Cortegana
A Manolito le cuesta hilvanar una frase con senti-
do, habla con monosílabos cuando indica a los de-
más sus sentimientos o pareceres y, a veces, se es-
fuerza por dar coherencia a las dos o tres palabras
que nos regala distanciadas entre sí, aunque general-
mente prefiere silenciar sus ideas y estados de
ánimo.
Difícil empresa supone adentrarse en el alma de
una persona a quien le cuesta expresarse. Tomás se-
rá el medio necesario para que yo intente completar
fielmente su biografía, aunque el habla de éste
también conlleve muchas dificultades para la com-
prensión. Sobre todo, los hechos narrados por To-
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más carecen de una precisión temporal exacta, nun-
ca se refiere al año cuando ocurren, y su referencia a
los espacios y escenarios es también bastante am-
bigua.
Tomás Fernández Ruiz
La vida del protagonista tiene dos partes bien
diferenciadas: una primera etapa turbulenta, llena de
sufrimientos personales con sucesivas peripecias
contra los bienes ajenos; y otra segunda, claramente
humanizada y social. Ambas separadas milagrosa-
mente por María, quien con dulzura me recibe y
acomoda entre mis dos entrevistados. Ella goza de
una belleza natural que contagia a su manera de ser
y comportarse con quienes le rodean. Le digo que
su vida también merece ser conocida; y ella, que un
día me relató la odisea de su padre para traerla
13. 13
clandestinamente metida en una mochila desde la
casa de sus abuelos, allá en Sobral do Adiça, en Por-
tugal, hasta Aroche, me regala una sonrisa de ésas
que embelesan.
María Rayo Lente
Muestra orgullosa los rincones de su hogar, el tra-
zado popular de la vivienda con varios cuerpos as-
cendentes abiertos en arco hasta culminar en el sa-
lón principal. Todo está muy ordenado y repleto de
cacharros domésticos, y por entre los brazos de
cualquier visitante salta un perrito lanudo que ladra
repetidamente en señal de bienvenida.
"Esta casa era de Antonia López López, la Habi-
chuela. Al morir, la heredaron Tomás y Manolito",
me dice mientras saco la libreta y preparo la gra-
badora. "¿Y Tomás le tocaba algo a Antonia?". "No,
14. 14
nada. Tomás trabajaba en la finca Maiboza, que era
propiedad de Reyes López, la madre de Antonia.
Siempre trabajó con ella, y después siguió como en-
cargado en los terrenos que su hija Antonia heredó
de ella".
Manuel Márquez López
Manolo está sentado a mi izquierda, se muestra
contento al sentirse el centro de la conversación.
Viste una camisa celeste y un fino chaleco de lana
color granate, bien peinado y recién afeitado. Su bo-
ca oblicua y casi abierta deja entrever el hueco que
deja la ausencia de varios de los dientes centrales. La
nariz es prominente y respingona, la cara un poco
dilatada. Su ojo derecho es de cristal y, en el fondo
de la órbita izquierda, esconde un pequeño ojo al-
mendrado de color celeste. Hoy nadie le llama El
15. 15
Tuerto, El Habichuelo o El Linterna sino Manolito,
porque María Rayo consiguió sacarle de los caminos
tortuosos que él recorría desde la puesta del sol has-
ta las primeras claras del amanecer, lo humanizó y
elevó a la categoría de ciudadano. Ahí reside el se-
creto y la grandeza de mi atrevimiento a reflejar en
papel su transformación. Pero, sobre todo, valoro la
valentía que muestra Manolo para dejar que hurgue
en los entresijos de una vida tan agitada.
Casi todas las biografías suelen girar sobre hom-
bres y mujeres a quienes les hemos otorgado previa-
mente una celebridad digna de ser reconocida. La
historia y la literatura biográfica están llenas de hé-
roes guerreros, hombres malvados, físicos eminen-
tes, poetas románticos, mujeres apasionadas, inves-
tigadores que lograron salvarnos de enfermedades
antes incurables o líderes que ocasionaron a la hu-
manidad millones de muertos.
La persona de quien yo presento parte de sus an-
danzas no tiene nada que ver con el prototipo usual
de hombre biografiado. Participa, más bien, de la li-
teratura conocida como picaresca; pero con una
particularidad: Manuel Márquez López no es un
personaje de ficción. Los hechos protagonizados
por él durante la larga primera etapa de su vida sí
tuvieron bastante de pícaros. También, salvando las
16. 16
distancias con los personajes de la novela picaresca,
las andanzas y su final feliz nos retraen a la España
del siglo XVI.
¿Por qué me atrevo a contar parte de la vida de
una persona que hoy día se relaciona normalmente
con sus convecinos en un pueblo de la serranía de
Huelva? Precisamente, ahí reside la grandeza de su
vida: en gozar por fin del derecho de ser conside-
rado y respetado como un ciudadano más, en que
descubramos y valoremos a una mujer de la cate-
goría humana de María Rayo que obró el milagro.
Conocer la vida azarosa de Manolo nos ayuda a
valorar nuestra etapa infantil, la necesidad que tene-
mos del amor paterno y materno, la familia, la edu-
cación, la alimentación, la sanidad, la convivencia y
demás valores que consideramos como derechos
universales. Nuestro protagonista careció de casi to-
dos esos derechos...; y, como consecuencia de tales
necesidades, se comportó como un ser huraño, hui-
dizo, impasible ante el dolor y desconfiado.
Su biografía nos arrastra a que reflexionemos so-
bre cómo funcionaba en España la administración
pública durante la segunda mitad del siglo XX, el
total abandono que sufrieron algunos niños sin ha-
ber recibido respuesta de amparo por parte del es-
17. 17
tado ni de ninguna de las instituciones. Cualquier
hecho contado sobre las peripecias sufridas pudiera
parecernos intrascendente; pero, detrás de las cons-
tantes huidas de un niño que ha sido repudiado por
su madre, se esconden unas connotaciones que ha-
blan de posguerra y maltrato.
Manuel Márquez López tiene los apellidos de su
madre. Nunca conoció quién fue su progenitor ni
tampoco a su hermano. Nació el día 12 de marzo de
1951, a las 8 horas, en la calle Peña de Encinasola,
un bello pueblo de la serranía onubense y muy cer-
cano a las tierras alentejanas de Barrancos y fron-
terizas con Portugal. Su madre se llamaba Manuela,
de 37 años de edad, soltera y de oficio sus labores.
Manolo fue el segundo de sus hijos.
Le invito a que me hable de su hermano. No res-
ponde con palabra alguna, levanta la mano izquierda
y con los dedos unidos hace un movimiento ascen-
dente. Interpreto que quiere decir que su hermano
está por ahí, que no tiene relaciones de ninguna cla-
se con él. No obstante, pronuncia el nombre de
Fernando.
19. 19
Sin niñez: la aparición en la Contienda
Poco sabemos del trascurso de su vida desde su
nacimiento hasta el día en que se topó con Tomás
en la Contienda de Encinasola. Manolo no tiene re-
cuerdos anteriores al encuentro ni aporta detalle
alguno del mismo o es incapaz de expresarlos. In-
cluso, nuestro narrador no sabe situar ni espacial ni
cronológicamente ese hecho tan importante en el
devenir de nuestro protagonista. La referencia es
tan vaga, que Tomás sólo asegura que entonces
Manolito tendría unos seis o siete años de edad. El
encuentro es tan crudo que lo transcribo tal como
Tomás lo cuenta.
"Yo salí, una mañana, de mi casa con una bestia
del cortijo de Maiboza, derecho a lo del Prado, allí
tenía yo una sementera sembrá, sería el mes de ju-
nio, y fui a ver cómo iba aquello..., y allí conocía a
dos hombres y al salir de allí el trigo se movía mu-
cho. (Tomás se refiere a dos segadores que tenía
por su cuenta en la Contienda).
-¡Pues ahí viene lo que sea!
¡Él era, sí! ¡Figúrate, no se veía hasta que no salió de
lo segao! Entonces, ya vi a un muchacho tan chi-
co..., que tendría seis o siete añillos o por ahí. Es-
taba perdío..., y le pregunto yo:
20. 20
-Muchacho, ¿está tu padre por ahí con las ovejas y
eso?
-No, yo estoy solo.
-¿Cómo que solo?
Me quedé mirando pa`el.
-Sí, solo.
-¡Hombre, cómo vas a estar solo pa´hí! Te habrás
perdío..., y tu padre estará por ahí con ovejas, y te
habrás perdío. Dime dónde viven y yo te llevo.
-No, no señor. Yo no tengo aquí a nadie. -Porque
era muy redicho, aclara Tomás.
-¿Y dónde te has quedao esta noche?
-Yo, pa´hí.
-¿Pa´hí pa dónde?
-Pues pa´hí.
Para situar bien el encuentro entre Tomás y aquel
niño, aclaremos que las Contiendas constituyen una
vasta extensión de miles de hectáreas de propiedad
municipal y que pertenecen a los ayuntamientos de
Aroche y Encinasola. También hay otra tercera
Contienda de propiedad portuguesa. Tomás iden-
tifica su casa con el cortijo de Maiboza, finca que,
por entonces, era propiedad de Reyes López Váz-
quez. La finca Maiboza tenía una extensión de unas
doscientas hectáreas y limitaba con el barranco de la
Contienda de Encinasola, también llamada Con-
21. 21
tienda marocha, con la sierra de Picureña, con la
Corte Sonoble y con la finca la Bailaora, propiedad
de tío Leoncio. Maiboza pertenece al término muni-
cipal de Encinasola. En dicha finca, Tomás ejercía
como encargado y controlaba la crianza y venta de
chivos, cochinos, bestias y borregos.
Tomás aclara que el Prado se refiere a uno de los
lotes de tierra que los ayuntamientos solían arrendar
desde el tiempo de la siembra hasta la recogida de
los cereales, pertenecía a la Contienda de Aroche,
situado en el lugar conocido como Rodeo Pelao,
cerca de la Raya y próximo a la Contienda de En-
cinasola.
El niño no traía puesto ni pantalón ni trapo al-
guno que tapara su cuerpecillo, sólo vestía una ca-
misilla amarillenta muy corta que le dejaba el om-
bligo y su pene al aire. Ningún tipo de calzado cu-
bría sus pies, que aparecían rasguñados y mugrien-
tos de suciedad. Unos largos pelos del color de la
mierda apenas dejaban al descubierto su cara y el
ojo derecho que presentaba indicios de haber su-
frido el vaciado.
Al ver a los tres hombres frente a él, cuenta To-
más que se quedó sin habla, que sólo respondía
cuando le preguntaba de quién era hijo, y que él re-
petía "De la Manuela, de la Manuela".
22. 22
La aparición de aquel niño desvalido, sin vestir,
huidizo y hambriento aún no se comprende bien. El
paraje Rodeo Pelao dista de Encinasola más de
quince kilómetros, repleto de profundos barrancos,
y apretadas manchas de jarales que dificultan el paso
a cualquier persona adulta, cuanto más a un niño de
corta edad. Tuvo que atravesar la rivera del Múrtiga
y la extensa finca de El Bravo, Huerto Picón, la de-
hesa de Moreno, las Contiendas, la finca de Frías y
parte de Picureña. Nadie hasta ahora ha respondido
a cómo un niño pudo llegar solo desde Encinasola a
la Contienda.
Manolo no tiene conciencia de aquella aparición
ni recuerda nada de sus primeros años. Tomás se in-
clina por que anduvo desnortado desde el pueblo
hasta llegar a la Contienda. Cabe otra posibilidad:
que fuera abandonado allí. Lo lógico sería que hu-
biese constancia documental sobre la huida o el
abandono familiar de un niño; pero, como veremos
más adelante, las administraciones, municipal y esta-
tal, no estaban por desempeñar la labor social a que
estaban obligadas ni tampoco por cumplir la obli-
gación legal de amparar a nadie.
Los dos segadores le dieron al zagalillo un boca-
dillo con pan y chorizo. Tomás recuerda que se aba-
lanzó sobre él y se puso a comer como un "desco-
23. 23
sío", y añade que no había comido nada desde la
noche anterior. Luego, le preguntó:
-¿Y dónde te has quedao esta noche?
-Yo pa´hí.
-¿Pa´hí pa dónde?
-Pues, pa´hí.
Y de ese pa´hí no había quien le sacara. Estuvi-
mos un ratillo..., ¡claro, iba a decaer la noche. Bue-
no, entonces le digo:
-¿Tú te quieres venir conmigo?
-Yo sí.
Me monto en la yegua y le dije a uno de los mu-
chachos que me lo eche detrás. Se agarró a mí y...,
hasta el cortijo. Llego, y estaba allí Antonia, que en
paz descanse, y la madre, Reyes.
-Pues, ¿y este niño?
-Mira, Antonia, aquí ha pasao esto... Allí ha salío y le
pregunté si se quería venir... y me lo he traío.
-¿Y de dónde es este niño?
-Dice que de Encinasola. Yo le he preguntao de
quién es... y dice que de la Manuela. Yo no sé de
qué Manuela será.... pues yo no conozco a la madre,
y estoy harto de ir a Encinasola y tó. -La verdad es
que no lo conocía, dice Tomás como queriéndome
convencer.
24. 24
"Yo de la Manuela"... él ná más que sabía decir
"Yo de la Manuela". Pues nada, dicen Reyes y su hi-
ja Antonia:
-Pues tendrás que ir a Encinasola a decírselo a la
madre. Es que se habrá venido de casa... porque de
Encinasola a la Contienda hay unos pocos de kiló-
metros y una criaturita de ésta...
Tomás cuenta que el niño no sabía o no recorda-
ba su nombre, que siempre respondía "Yo de la
Manuela", que no sabía comer con la cuchara y que
cogía los alimentos que le daban con las manos..., y
que la primera noche comió garbanzos como un
"descosío".
Transcurrieron varios días desde la aparición del
zagalillo, y ni las autoridades ni ningún familiar se
interesaron por la ausencia de Manolito. Con trazos
narrativos entrecortados y muy rápidos, Tomás rela-
ta que aparejó su yegua y se dirigió a Encinasola pa-
ra averiguar quién era la tal Manuela: "Llego a casa
de Juan Dimas, que era donde yo paraba, pues era el
que estaba en la posá y le dije:
-Pues, yo vengo a ver qué pasa con un zagalillo que
me he encontrao allí en la Contienda, que dice que
es de la Manuela... yo no conozco a Manuela nin-
guna.
25. 25
- ¡Coño, ahora vamos a ir allá pa ver!
Total, que metí la bestia pa la cuadra del mucha-
cho y me refresqué un poquillo..., y Juan Dimas me
dijo:
-Vamos a ir a ver a la Manuela qué tal es.
Total, que fuimos a ver a la Manuela, apodada la
Chiveta. Al verla, yo quisiera conocerla... pero la
verdad es que no la conocía.
Tomás es incapaz de retratar físicamente a aquella
mujer y constantemente repite la desesperación que
le provocó la reacción de la madre, quien le insistía
en que ella no lo quería, que no lo quería, y que aho-
ra se tenía él que quedar con el zagal. Entonces, se
dijo entre dientes: "Esto es un lío... Yo voy a ir al
cuartel de la Guardia Civil".
Eso hice... Los guardias me conocían, porque iban
de servicio al cortijo de Maiboza y allí se quedaban a
dormir, a veces estaban hasta ocho días seguidos. El
guardia de puerta se llamaba Rasero, de Higue-ras, y
al verme preguntó:
-¿Qué pasa, a qué vienes?
-Vengo a esto... de casa de Manuela, la Chiveta, que
le dicen..., que me ha dicho que ella no lo quiere..., y
a ver qué hago yo con ese zagal.
-Vamos a ver al cabo Gerardo.
Otra vez, ¿Qué pasa, a qué vienes?, y el cabo me
dice:
26. 26
-Bueno, vamos a ir a hablar con el teniente.
-Entonces, ¿qué le pasa a usted?
-Pasa esto con el muchacho. Un muchacho que me
encontré en la Contienda..., y la madre dice que no,
que no lo quiere... que yo me la avíe con él como
pueda. ¡La madre que parió!
-Pues, déjelo usted allí, y si un día se lo pide, usted
se lo da... usted déjelo allí.
Me vine pa´l cortijo y se quedó allí porque el zagal
no tenía madriguera.
La historia contada por Tomás, además de ser
patética, nos ofrece una visión perfecta de la España
profunda en tiempos de posguerra. Ése proceder de
las autoridades desentendiéndose de los temas so-
ciales de protección a la infancia era muy frecuente,
al igual que la manera de resolver a su antojo una si-
tuación tan dramática, sin ser conscientes de las
consecuencias que se derivarían. Un zagal que, co-
mo dice Tomás, no tenía madriguera.
Tuerto de un ojo
Manolillo nunca les dijo a los moradores del cor-
tijo de Maiboza que no veía por el ojo derecho. Esa
falta de visión venía de años anteriores al día en que
se topó con Tomás en el Rodeo Pelao de la Con-
tienda. Aquel niño, al igual que hoy, es impasible
27. 27
ante el dolor físico. Dice Tomás que jamás se queja
por nada, que le da lo mismo comer que no comer,
que nunca comunica si tiene hambre o no, que tras
sus constantes huidas no pedía alimento alguno, que
no se inmuta por ningún acontecimiento, que si le
ocurre algo no se queja, aunque se partiera todos los
dientes. "Más duro que una piedra".
Manuel Márquez López
Sigue hablando de su resistencia ante el dolor:
Muchas veces, a la hora de comer, no venía y había
que buscarlo. Se llevaba por ahí tres o cuatro días y
no comía en ningún sitio. Llegaba al cortijo y él
nunca pedía nada. Sufrío era tela marinera. Nunca
muestra dolor ni queja alguna ni dice "Esto está
malo, esto lo quiero, esto no lo quiero". Una vez se
dio un porrazo en tó los dientes, echaba sangre por
28. 28
tó los sitios y no se quejaba. Con el ojo perdido, no
manifestaba nada y dicen los médicos que el dolor
debía de ser insoportable. De mí sí se reservaba. Le
preguntaba algo y él se encogía de hombros.
Intuyo que Manolo no sintió nunca complejos
por el estado en que se encontraba su ojo. Hoy sa-
bemos que el vaciado de su ojo derecho se lo pro-
dujo unas tijeras lanzadas con fuerza por su madre
contra él. No entramos en si hubo voluntariedad o
no, cuentan que el niño no se estaba quieto y aque-
lla fue la reacción violenta de una madre impaciente.
Al cabo de muchos años los residentes de Maiboza
lo llevaron a una clínica de Huelva. A partir de en-
tonces, Manolo disimula la fatal herida con un ojo
de cristal.
Arrojado a una cuneta
Tomás nos sorprende al contar una página de la
vida de Manolito que sobrecogerá a cualquier lector,
una página más de la España negra de posguerra
con abandono familiar y social incluidos. Es prefe-
rible no aderezarla con nada, presentarla con la mis-
ma crudeza que tuvo aquel acto despiadado. Está
narrada con mucha precipitación, pero el hecho
conmueve a cualquiera.
29. 29
"Cuando chico, cogió la madre pa tirarlo. Y lo tiró
en una carretera que va de Encinasola a Cumbres de
San Bartolomé, en una finca que le dicen Los Bai-
lones; pero había allí una cuadrilla de mujeres apa-
ñando bellotas. Una de las mujeres le dijo al mani-
jero "Aquella mujer que va allí y que no conozco ha
tirado lo que sea al barranco".
Acude el manijero pa´llá... y era el zagal que lo ha-
bía dejado allí.
Llama a la mujer y le dice "Llévese lo que ha tira-
do allí". Y se lo llevó".
Sin madriguera: huidas
Tomás resalta que Manolito no se entretenía con
nada, su "interés era por largarse". Yo le pregunto si
en los cortijos de los alrededores de Maiboza había
niños con quien él pudiera jugar. Me da a entender
que en la finca La Romana había muchos zagales,
luego supe que diez o doce niños de edades dife-
rentes.
Manolo no recuerda el nombre de ninguno de sus
vecinos ni es capaz de contar si jugaba con ellos.
Tan sólo trata de comunicarme que él cogía "repio-
nes" de las jaras para que "dieran vueltas".
-¿Y a qué más jugabas?, le pregunto.
30. 30
Únicamente pronuncia la palabra "raya", sin ser
capaz de describir someramente en qué consistía
aquel juego. Insisto, y le pregunto si armaba las
trampas en las bardas de vallados con la intención
de coger pájaros.
Pone cara de extraño y me deja sin saber con qué
se entretenía. Al rato, pronuncia la palabra "losa" y
lo imagino colocando una gran piedra plana sujeta
con un palo y esperando a que un pájaro perdiz
quedase aplastado cuando intentaba comer los gra-
nos de trigo rociados debajo de la losa.
Tras un rato en silencio, a Manolito se le vienen a
la cabeza algunas imágenes de su infancia. Trans-
cribo la narración inconexa que hace de uno de sus
juegos: "Un palo se pone po dentro. Qántes, a eso
se jugaba en el campo. Y otro, se hacía un joyo y a
ver quién lo cogía. ¡Tó eso!".
Luego le digo que me enseñe una foto suya de
cuando era niño y estaba en Maiboza. Me quedo sin
contestación y sin fotografía porque nunca se puso
delante de una cámara.
Un niño sin juegos y sin amigos que no se entre-
tenía con nada. "Su interés era largarse", dice To-
más. Y la primera huida protagonizada por Mano-
lito no tardó en llegar:
31. 31
"Un día el zagal se va pa´llí, y lo llamo y él se es-
correcía... no lo veía... lo llamaba., ¡me cago en dié!
s´a ido, ¡habrá que buscar al zagal!
Se vinieron las mujeres conmigo... -se refiere a
Reyes y Antonia- y ná, no aparecía. Salgo a buscar el
zagal aquella noche y me voy a la choza de una
pastora que estaba en la Contienda, que era tía del
zagal, hermana de la madre. Llego a la choza, y allí
estaban el pastor Félix y su mujer, la pastora.
-¿Habéis visto por aquí a Manolillo?
-¿Qué Manolillo?
-Pues, tu sobrino.
-¡Uy, no lo busques! ¡No lo busques, porque él lo
que hace es correr! -y Tomás resuelve la dificultad
de narrar los hechos con una frase recurrente: Yo
no sé qué, yo no sé cuánto.
-¡Cómo no lo voy a buscar!, a ver si por ahí hay un
lobo y se lo come. -El zagal era así, no era más
grande, y pone la palma de la mano para indicarme
la pequeña altura de Manolito.
Sólo llevaba una camisetina que le llegaba por el
ombligo. ¡Cago en la madre que lo parió! ¿Dónde se
ha ido ese zagal? Ya era de noche del tó. Él iba
también al cortijo de un tal Germán, en la Raya, que
era cuñao de Pedro Correales, un hombre muy lar-
guirucho que llevaba siempre una mascota puesta y
que iba mucho a Encinasola. Me lo había dicho una
32. 32
tía del zagal que era de Aroche. Así que fui a su
cortijo. Estaban Germán, su mujer y una muchacha
más.
-Por aquí hace ya mucho tiempo que no viene.
-¡Cago en dié! Si viene por aquí me lo recoges.
-No te preocupes, que a él no le pasa ná, está acos-
tumbrao... ¡a él no le pasa ná!
-¡Cómo no le vá pasar ná, hombre! Lo coge un lobo
y se lo traga de un par de bocaos,
Total, que al otro día o al otro fui a buscarlo a
otro sitio, porque Reyes y Antonia no me dejaban
vivir en paz... hasta que me lo vi venir de lejos una
trocha alante. Los andares eran de´l. Como era muy
chiquitillo, venía medio enjarbao. Cuando se dio
cuenta, estaba yo encima de´l. Como yo iba con el
caballo, me paré, no sea que salga a correr. Total, le
caí encima y me lo traje otra vez pál cortijo.
La narración de Tomás nos hace pensar en cuáles
serían las motivaciones para que Manolito empren-
diese con frecuencia y repentinamente estas huidas
y tendiera a esconderse constantemente. Se seguía
comportando como un animal sin madriguera. Lla-
ma la atención que un niño de corta edad tuviese
ese afán de deambular solo por la extensa planicie
de las Contiendas, se desplazase hasta la frontera
portuguesa y viviese la noche como si fuese un te-
jón. Resulta difícil comprender cómo un niño des-
33. 33
valido, hambriento y repudiado por su madre al que
le han dado cobijo y alimentación reaccionase con
continuas huidas que le arrastraban hacia situacio-
nes de mal vivir. Le pregunto a Manolo por qué
huía. No obtengo respuesta de él. Tomás apostilla:
"Él no dejaba de hacer cosas de ésas, ir y venir".
Al no haber precisión temporal en los hechos
narrados, es imposible conocer la edad de Manolito
cuando se le sitúa en el hecho narrado. Tomás los
cuenta como si los sucesos ocurriesen en espacios
de tiempos muy cortos y seguidos unos detrás de
otros. Suponemos que no sucedieron así, que Ma-
nolo fue creciendo y las situaciones contadas corres-
ponden a espacios temporales más distantes. Inclu-
so parece que existen vacilaciones al contar sucesos
que van hacia adelante y que, a veces, se retrotraen.
34. 34
Escuela no, primera comunión sí
Cortijo de La Torre y su ermita
Manolito nunca vio la palmeta que el maestro de
Encinasola acostumbraba poner encima de la mesa
ni se manchó de tinta el babi, porque ni tuvo babi ni
pisó escuela alguna. Ni siquiera trazó un redondel
de esos que llaman la "o" como un canuto. Tam-
poco fue en fila a la iglesia del pueblo para asistir a
la catequesis. En ese sentido sería una criatura vir-
gen de haber sufrido los hostigamientos del régimen
35. 35
estatal, pero quedaría marcado para siempre al no
haber compartido con otros niños de su edad el de-
sarrollo de sus capacidades, sobre todo las del área
del lenguaje. Yo, que he compartido y comparto
con Manolo algunos ratos de su vida, sé que su ca-
pacidad de comprensión oral es mediana, lo que no
le desarrollaron fueron las capacidades expresivas.
Le faltó la escuela, el recreo, los juegos, el inicio a la
lectoescritura. Ahora lo veo en el casino de Corte-
gana cómo hojea la revista de toros o cómo pasa las
páginas de un periódico y pienso en su despiadada
infancia, en quienes llevaban por entonces el deber
del amparo y que pregonaban una España grande y
libre.
Como socio de la Sociedad Nuevo Casino
36. 36
Cualquier niño o niña, en los años finales de la dé-
cada de los cincuenta, podía no asistir a la escuela
sin temor a que las autoridades lo obligasen. Sin em-
bargo, un niño o niña sin haber recibido el pan de
los ángeles sería forzado rápidamente a que lo to-
mase, aunque estuviese desmayado o deambulase
por entre los barbascos de las sierras huyendo hacia
no sabemos dónde.
Era costumbre, en las sierras de Aroche, que los
niños que vivían lejos de los pueblos y que nunca
pisaban la escuela fuesen atendidos espiritualmente
por los hacendados más ricos. Para ello la familia
Ternero, en las personas de don Enrique y sus hijos
Juan, Enrique y José, que poseían extensas dehesas
de encinas y alcornoques, contaban en sus fincas El
Álamo y La Torre con respectivas iglesias adonde
los campesinos de los alrededores llevaban a sus hi-
jos a que oyesen misa una vez al mes y, por supues-
to, a que allí hiciesen la primera comunión.
Manolito no iba a ser un niño menos de quedarse
sin el pan de los ángeles. Aún mantiene la con-
ciencia de que un día lo montaron en una bestia
detrás de Antonia. No recuerda si lo vistieron con
alguna camisetilla nueva o si lució zapatos de charol.
Tampoco hizo cursillo de preparación para tan ce-
lestial acto campestre. Aquella mañana de junio, so-
bre el año 1960, una comitiva formada por mujeres
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y los sobrinos carnales de Antonia -Antonio, José,
Juan y Toribio- partió del cortijo de Maiboza y
tomó el camino que va desde la Contienda a Las
Cefiñas. Pasaron por el collado del Miedo y atra-
vesaron la Corte Sonoble para finalmente adentrarse
en La Torre, una bellísima hacienda de centenarios
quejigos y alcornoques.
Antes de que los jinetes se apearan de las bestias,
ya estaba el cura de Aroche revestido de sagrado, y
la familia Ternero tenía floreada desde la entrada de
la iglesia hasta el altar.
Manolito no repartió estampas entre sus amigos y
familiares, porque no tenía ni lo uno ni lo otro. Sin
embargo, aquel acto lumínico tuvo que marcarle,
porque es capaz de hilvanar unas palabras de tan
singular momento: "El cura me dio eso que dan",
"No escupas", "Hasta que ya terminaba", "El cura
rezando".
¿Primera fechoría?
Cuenta Tomás que, durante aquella época de la
infancia de Manolito, dos albañiles de La Corte, un
tal Rodrigo y su hermano Urbano, estaban traba-
jando en Maiboza, levantando una pared de media-
nía. Él había ido a Encinasola y al llegar al cortijo
por la tarde le dijeron que la Guardia Civil había
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estado allí y se había llevado al zagal. Tomás le pre-
guntó a Rodrigo:
-¿Y eso, qué ha pasao?
-Yo no sé. Creo que la Corte Sonoble se ha que-
mao, y le echan la culpa al zagal.
A la mañana siguiente, Tomás fue a Cortegana y
les dijo a Reyes y Antonia: "Otra vez el zagal... se lo
ha llevao la Guardia a Aroche, y yo no he querío ir
pa´roche hasta no hablar con ustedes".
Apaño el camino y voy a hablar con don Dantón
Lobo, que era el juez. Le cuento la historia, y me
tranquilizó diciéndome "Tú no tengas cuidao ningu-
no. Si lo encuentras por las calles de Aroche, lo
recoges. Tú ve al secretario del juzgado, don Emilio,
y que te dé el zagal, porque a él se lo tiene que en-
tregar la Guardia Civil".
Dicho y hecho. Llego allí... y don Emilio me co-
nocía mucho, nos llevábamos bien porque le gusta-
ban mucho los caballos, y siempre estábamos ha-
blando de eso. Entonces, le dije al secretario del juz-
gado:
-Mire usted, pasa esto. Ese zagal que está ahí dentro
me lo tengo que llevar yo, que es mío.
-Yo, si le digo la verdad, no sé ni dónde está. Yo le
he dado de mano por ahí..., y estará jugando con los
zagales.
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-Pues, ¡ésta sí que está una! ¡Que yo me tengo que
ir... y no me puedo estar aquí!
Tomás sigue contando que se pasó por un zam-
puzo que le llamaban Los Chinos, que entró y se
encontró a un guardia civil que vivía en Cortegana y
a un municipal. Les preguntó si habían visto al zagal
por las calles. El narrador, con la celeridad narrativa
de costumbre, intenta reflejar parte del diálogo con
el guardia civil:
Que el chiquillo, que no sé qué, que no sé cuánto.
Total, que fueron por él y me lo trajeron al zampu-
zo. El guardia tenía orden de acompañarnos hasta
Maiboza, pero yo le convencí para que se volviera
a´roche y no se diera una panzá de andar. Y no pasó
ná, ná más que eso.
Nos explica que se había quemado la finca La To-
rre, próxima a Maiboza, y que la Guardia Civil cul-
paba a Manolito de haber prendido fuego. Él sólo
decía que estaba corriendo de un lado para otro
porque había muchos conejos y perdigones, y se
hartaba de reír viendo las carreras de los conejos.
Así que le echaron la culpa. Tomás se sincera, y co-
menta que Manolito nunca le dijo si él había sido
quien le prendió fuego a la finca. Insiste en que có-
mo iba a ser él si era muy chico. Tampoco sabía si
fumaba o no y así quedó aquel asunto del fuego de
La Torre, sin aclararse.
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Otra huida
Sin referencia alguna al año en que ocurrió tal su-
ceso, Tomás cuenta otra de las constantes huidas
que Manolito protagonizaba desde el cortijo de Mai-
boza. Dice así:
A los pocos días, el zagal s´a perdío. Y venga
pa´cá y venga pa´llá, y el zagal no aparecía. Cuando
ya una mujer de un campo vecino me dijo: "Iba por
allí", y yo no sé qué, yo no sé cuánto. El joío había
cogido pa la Huerta Barba, pa´llí. Total. que pa´llí
salí yo. Le di la vuelta por Las Alegrías pa´bajo, por
lo de Moreno, el Bravo... Y ya vi unos rastrillos por
allí. Yo miraba a ver si veía los zapatazos dél. Y digo
"por aquí va" al ver las pisadas en la arena. Más
adelante me lo encontré y le dije: "Vamos pa casa,
qué haces por aquí". Cuando se dio cuenta, estaba
yo encima dél. Total, que me lo llevé pa´l cortijo.
Entretenimientos
Le pregunto a Manolo si alguna vez tuvo amigos y
si recuerda cómo se llamaban. Calla, porque no tie-
ne conciencia de haber tenido amigos con quienes
jugar. Enseguida, Tomás relata una fechoría suya,
que podríamos interpretar como un juego de un ni-
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ño o, quizás mejor, acciones de un niño que nunca
tuvo amigos a su alrededor. Dice así:
Vine un día a Cortegana y, mientras tanto, el
ovejero de Maiboza le dijo al zagal que se quedara
un rato con las ovejas, que iba no sé a dónde a
hacer no sé qué no sé cuánto. De regreso al cortijo
venía conmigo un hombre de las Cefiñas y desde
lejos vio que Manolito cogía los borregos por el
pellejo.
- ¿Qué les está haciendo a los borregos el zagal ése?
¡Es que vas a matar el borrego! ¡Cago en la mal
serena! ¡Es que vas a matar el borrego! ¡Chiquillo!,
¿dónde has puesto el borrego?
Manolito se quedó parado y al vernos salió co-
rriendo".
En aquella ocasión, cuenta Tomás que su pre-
sencia evitó que los borregos hubiesen sido víctimas
del juego de un niño. Pero la tendencia natural de
cualquier niño es jugar; y aquel zagalillo, en aquel
medio lejano y sin haber mantenido relación alguna
con otros niños, tendía a entretenerse con los ani-
males sin prever las consecuencias fatales de aque-
llos entretenimientos. Otro día, en que momentá-
neamente Manolito se quedó a la custodia de la
piara de ovejas, siguió con el juego de los borregos.
Era un día invernal en que el cielo negruzco es-
taba chascando mucha agua, que provocó rápida-
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mente que los barrancos de las sierras de Picureña
cogieran un buen pompo. El escenario era el ideal
para la búsqueda de aventuras infantiles: cogía un
borrego por las patas y lo arrojaba al barranco.
Entonces, el zagal salía corriendo barranco abajo y
se detenía en una gran charca a la espera de la lle-
gada del borrego, que arrastrado por el ímpetu de la
corriente llegaba muerto a sus pies. Varias veces re-
pitió la escena. Tanto el ovejero como Tomás sin-
tieron berrear a las ovejas y corrieron hacia la
charca.
-¡Me cago en dié!, ¿qué has hecho con los borre-
gos?, le increpó Tomás.
-¡Yo qué sé, yo qué sé!
-¡Pues tú tienes que decir la verdad!
Como no soltaba palabra alguna, Tomás me
cuenta que tomó una decisión sin medias tintas. Le
dijo que le ayudara a llenar un saco de paja que le
hacía falta para cuidar las bestias. En el pajar, que
estaba detrás del cortijo, y a solas con él le pidió que
le dijera la verdad, que estaba una noche de lobo y
no era apetitoso estar buscando a todos los bo-
rregos que faltaban. Ante su callada por respuesta,
dice Tomás, que lo agarró por el cuello y lo zampó
dentro del saco con paja y todo. Esa vez quien
berreaba era un zagal. Contó lo ya conocido y
entonces reveló su manera de jugar. El narrador
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finalizó con unas frases significativas: "Y de esas
cosas... ¡uhhhh!, ¡miles de cosas! De niño no nos
ayudaba a nada. Sólo jugaba a irse. Yo dedicaba más
tiempo a buscarlo que a atender la finca. No hacía
ni pun, sólo daños".
Tomás recuerda que en la Raya portuguesa le
compraron una armónica, pero que no le echó ni
puta cuenta, que la dejó olvidada allí. Le pido a
Manolo una fotografía de cuando era niño. Pone
una cara extraña de la que soy incapaz de compren-
der los secretos que encierra. Tomás responde que
nunca se fotografió.
El primer hurto
El primer hurto de dinero ocurrió en el propio
cortijo de Maiboza. Reyes guardaba su capital en
una lata de carne membrillo, concretamente unas
ocho mil pesetas. Ni la dueña echó en falta sus
caudales ni las demás personas que habitaban el
cortijo le vieron a Manolito dinero alguno, a quien
le pregunto si recuerda aquella acción. Lo de siem-
pre, la callada por respuesta; pero que no está moti-
vada por su voluntad de no querérmelo contar.
La noticia de que Manolito andaba por Encinasola
con un dineral en sus manos la llevó hasta Maiboza
un vecino del pueblo rayano llamado Bartolo, un
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tratante de ganado que recorría las Contiendas y sus
alrededores, y que había visto al zagal en la tienda
de un tal Baltasar con la intención de comprar una
bicicleta. La vieja -así nombra Tomás a Reyes- sólo
dijo "¡Ay, madre!", corrió hacia su pequeña caja
fuerte y la encontró vacía. Al final, Manolito se
quedó sin bicicleta y, a partir de entonces, Reyes
protegió mucho mejor su dinero.
A la mili con apenas diez años
Esta historia real de la vida de Manolo tiene algo
de surrealista. Alguien de Encinasola hizo llegar
hasta Maiboza una carta del Ayuntamiento a
nombre de Manuel Márquez López. Tanto Reyes
como Tomás se acercaron a Antonia quien, con
impaciencia, empezó a leerla. Se quedaron de piedra
cuando leyó que reclamaban la presencia de Mano-
lito en el pueblo rayano con el fin de que se tallara
para cumplir con el obligatorio servicio militar.
-¡Y éste cómo se va a tallar!, exclamó Reyes extra-
ñada de la corta edad del futuro soldado.
Al día siguiente, Tomás aparejó una bestia y ca-
balgó hacia Encinasola. Nada más pisar las calles,
enseguida fue en busca de un tal Germán que traba-
jaba como contable. Me explica que ese muchacho
llevaba el censo del ganado y que él le pagaba la
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cerveza y lo que habían tratado. De ese modo se
quedaba tranquilo y evitaba que la Guardia Civil
fuera a contar el ganado a Maiboza. El narrador
reproduce a su manera el diálogo:
-Germán, ¡mira este papel! ¡Es imposible que se
talle, si el muchacho puede tener ahora diez o doce
años! ¿Cómo se va a tallar el muchacho?
-Pues, este papel es del zagal de la Manuela.
Que si yo no sé qué, que si yo no sé cuánto,
prosigue Tomás con esa frase que para él tanto
dice...
-¡Que no, que no pue ser!
Entonces ambos recurrieron a don Emilio, el se-
cretario del Ayuntamiento. Entraron en la secretaría
y le enseñaron el dichoso papel. El escribano sen-
tenció: "Esto lo tendrá que ver el juez, esto es cosa
del juez".
-Pues vamos a ver a don Eduardo -apostilló Ger-
mán.
Tomás continúa la historia con la frase "arran-
camos y vamos pa´llá".
-Esto pasa, don Eduardo.
-No, hombre. Es que esta mujer tiene otro hijo, y
ese hijo está en Huelva.
Tomás hace un inciso en su narración: Que no-
sotros hemos intentao dos o tres veces llevarlo pa
que se conocieran, pero nunca lo hicimos. No se
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conocen, ésa es la verdad. Y por ahí nos salvamos
de la lata del zagal. ¡Si me lo tallan con diez años!,
¿qué te parece? Con nosotros llevaba añillo y medio
o dos años, más no llevaba.
Técnico en radios
A Manolito le atraían los aparatos de radio. Le
pregunto por qué cada vez que entraba violenta-
mente en un cortijo se llevaba cualquier radio antes
que otros objetos de mayor valor. Contesta que
"porque canta y eso".
Pienso en sus palabras, no alcanzo a compren-
derlas del todo. Quizás el "eso" encierre la nece-
sidad que tenía de escuchar otra musiquilla a su al-
rededor. Lo cierto es que, según cuenta Tomás, ca-
da vez que tenía en sus manos un aparato de radio
trataba de abrirle las tripas para observar el laberinto
de cables de su interior. Tuvo que manosearlos tan-
to, que llegó a descubrir que casi todas las averías de
las radios se deben a un mal contacto. Como en las
sierras de Picureña y en la planicie de las Contiendas
no había cinta aislante, Manolito ideó su propia téc-
nica para solucionarles a los cortijeros de los cam-
pos vecinos el problema de que sus radios hubiesen
dejado de cantar. Así le ocurría a Constancio Frías
quien, cada vez que su aparato de radio se le esca-
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charraba, iba a Maiboza en busca del mecánico ofi-
cial de la zona, hasta que descubrió que la técnica
que Manolito empleaba para arreglarlas consistía en
sujetar los cables con una piedra.
En Las Espinacas
Las Espinacas
Manolo pasó casi toda su juventud en la finca Las
Espinacas, un bello paraje de encinares y alcorno-
cales que, entre montes de cierta pendiente, suben
hasta casi tocar las calles de la aldea corteganesa de
Puerto Lucía; mientras que las tierras bajas están
atravesadas por el río Caliente o la llamada rivera de
El Repilado y delimitadas por la vía del ferrocarril
de la línea Zafra a Huelva.
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La finca, al igual que Maiboza, también era pro-
piedad de Reyes López Vázquez, y en ella Tomás
ejercía como encargado mientras Manolito seguía
sin cumplir tarea alguna y con sus constantes huidas
que solían durar bastante tiempo.
Parte del cortijo de Las Espinacas donde vivió Manolito
Como Ángel Nieto
A Manolito le compraron en una tienda de El
Repilado una moto de esas que no necesitaban car-
net de conducir, una Ducati de 49 centímetros cúbi-
cos. Tomás reclamó en Las Espinacas la presencia
de un experto motorista: Sebastián, el Manganito,
quien le dio las primeras lecciones prácticas, le en-
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señó cómo se arrancaba, se aceleraba, se frenaba y
las demás triquiñuelas para que el futuro motorista
evitara los "jardazos".
Tuvo que ser un alumno avanzado de Sebastián,
pues enseguida, cogió su Ducati y recorrió el cami-
no que lleva desde Las Espinacas hasta la estación
de ferrocarril de El Repilado, atravesando varias
veces la rivera. Hasta el día en que a Manolito se le
escacharró su moto, los vecinos de las fincas ale-
dañas le llamaban Ángel Nieto cuando lo veían pa-
sar derecho como una vela en su moto y ajeno a los
comentarios de las gentes de los caminos vecinales.
Se metía con ella por todos los lugares más difí-
ciles de pasar, y se convirtió pronto en un hábil co-
rredor por los vericuetos y hondonadas de Las
Espinacas. Con su Ducati iba a Aroche y a Corte-
gana, y montado en ella se desplazó a La Contienda
y visitó de no muy buenas maneras a algunos de sus
antiguos vecinos, a devolverles algunos ajustes de
cuenta, según dice él. Incluso nos sorprende al
contarnos que una vez fue en su moto a Trigueros a
ver a una tía suya.
La Ducati estuvo presente en algunas de las co-
rrerías nocturnas de Manolito, quien terminó fun-
diendo el motor.
50. 50
Tiros en Maiboza
Maiboza: cortijos de Toribio y Manuel
El paraje de Maiboza no estuvo al margen de los
sucesos trágicos que solían ocurrir durante la época
de posguerra en la España rural. Hay constancia, en
el fondo documental de la Audiencia Provincial de
Huelva, que, en el año 1947, se produjeron disparos
de arma de fuego en la finca Maiboza. Todos los
hechos ocurridos están recogidos en el sumario
0110 de ese año. No fue un hecho aislado. Años
más tardes hubo también disparos entre vecinos de
aquel paraje. Aquella vez fueron tiros con pistola y,
por fortuna, los disparos alcanzaron unas piedras
"lavaeras" de una pared y se evitó una tragedia.
También está recogido en la crónica oral que un
51. 51
vecino del paraje de Maiboza se disparó voluntaria-
mente un tiro de escopeta por las quejadas que le
ocasionó posteriormente dificultades en el habla y
que lo hiciera de una manera gangosa. Pero el suce-
so que Tomás relata tuvo por protagonista a Mano-
lito, siendo ya un jovenzuelo. Por entonces, él ya no
vivía en el cortijo de Maiboza, que había pasado a
ser propiedad de uno de los hermanos de Antonia y
que había vendido a un vecino de Aroche llamado
Francisco Frías.
Tanto Antonia como Tomás y Manolito vivían
por entonces en la finca Las Espinacas. Allí tenían
un ovejero llamado Germán que frecuentaba con las
ovejas las bajas tierras de la rivera de El Repilado en
busca de frescos pastos. Raras veces, a la tarea del
cuidado del ganado le ayudaba Manolito con desga-
na. Uno de los días en que Tomás fue a ver al ove-
jero, éste le dijo que el muchacho llevaba varios días
sin estar con el ganado y que no lo veía por ningún
sitio ni vivo ni muerto.
El amo de la finca La Cadena, situada muy cerca
de Las Espinacas, le comentó a Tomás que había
oído que "Manolito le había pegao un tiro a Frías,
porque ha estao en el Campillo y en la Contienda...,
yo no sé qué, yo no sé cuánto". Tomás le dijo que él
no sabía nada de aquel asunto, que llevaba varios
días sin aparecer por el cortijo, y que él lo estaba
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buscando y no encontraba rastro de Manolito por
ninguna parte.
A los pocos días de la desaparición, una pareja de
la Guardia Civil de Cortegana se personó en el cor-
tijo de las Espinacas preguntando por Manolo. To-
más les informó a los guardias civiles que hacía va-
rios días que no aparecía por parte alguna. Los guar-
dias no dieron explicaciones sobre el suceso del tiro
y se marcharon del lugar; pero al día siguiente, la
misma pareja de guardias civiles volvió de nuevo a
Las Espinacas y le pidieron a Tomás que los acom-
pañara con intención de buscarlo por los alrededo-
res. Así lo hizo, buscaron por todas partes de la fin-
ca y en un cortijillo cercano vieron un cacho de pan.
-Esto es dél -dijo Tomás.
Decidieron dedicar todo el día y la noche a su
busca y detención. La pareja de guardias civiles se
mantuvo al acecho, esperando a que el huido vol-
viese a entrar en aquel cortijillo.
Tomás comenta que él sabía que Manolito deam-
bulaba de noche por los alrededores de la finca,
porque las carreras y la forma de ladrar de los pe-
rros del cortijo lo delataban, y que él incluso lo
llamaba para que regresase al cortijo, pero él "ni pu-
ñetera cuenta".
Al final, la Guardia Civil descubrió que el resto de
pan no pertenecía al huido, sino a unos albañiles
53. 53
que trabajaban en el cortijillo de un pastor llamado
Sánchez que guardaba las ovejas de un vecino de
Cortegana llamado Rafa, el Carbonero.
La Guardia Civil no dejaba de hacer servicios por
la rivera en busca de Manolito. Guardias civiles por
todo sitio. Así recoge Tomás el control de la zona
durante aquellos días de búsqueda:
Rivera de El Repilado y puente de la línea férrea, a orillas de Las Espinacas
Una tarde, me veo por la rivera a un hombre ves-
tido como un paisano más, y me digo ¿aquel tío
quién será? Voy hacia él, me acerco y digo en voz
baja: ¡Coño, si parece el guardia Iglesias!, y el joío
por lálma... sin rechistar. Ya encima dél, le digo:
-¿Usted, no es guardia?
-¿No me has conocido?
54. 54
-Es que me estás pareciendo Iglesias.
-Es que vengo así, por si está por ahí... que no corra
de mí.
Luego, Iglesias le explicó que él y otro compañero
que actuaba como cabo se mantendrían toda la no-
che al acecho en los alrededores del cortijo, por si a
Manolito se le ocurría esconderse allí.
Así lo hicieron. Llevaban ya media noche al ace-
cho, cuando Tomás se acercó a la pareja de apos-
tados y los invitó a que fueran al cortijo a tomarse
un "buchino de café". Abandonaron momentánea-
mente el apostamiento y entraron en la casa.
Aunque era ya muy de noche, Antonia estaba le-
vantada y les sirvió los correspondientes cafés. Un
par de minutos duró la estancia de los guardias ci-
viles dentro del cortijo, enseguida volvieron a su
servicio. ¡Cuál sería la sorpresa del cabo, que al
volver al lugar donde unos minutos antes había per-
manecido en alerta se encontró con que estaba allí
aparcada la moto de Manolito!
Por lo visto, con sigilo dejó la moto caída sobre el
tronco de una encina y fue detrás de los guardias
civiles, se coló en el cuarto del horno, a metros de
ellos, y estuvo escuchando la conversación que Re-
yes y Tomás habían mantenido con los guardias
civile; y antes de que éstos acabaran de tomarse el
café, Manolito salió del cuarto de horno y se largó
55. 55
tranquilamente. El cabo se encolerizó, y Tomás se
puso a darle voces al fugado de que no temiese y
volviese al cortijo. Pero, ni puñetero caso.
Cuarto del horno
Todas las noches, la misma cantinela de los ladri-
dos de los perros; y Tomás, que conocía perfecta-
mente aquel terreno de la confluencia de los térmi-
nos municipales de Cortegana y La Nava, sabía los
pasos que el escurridizo Manolito daba: subía por la
finca del Yuguero, saltaba a la umbría de Valdemaí-
llo y pun... pun se iba a un risco que sobresalía en lo
alto de una mancha y desde allí controlaba los mo-
vimientos de quienes llevaban días y noches detrás
de él.
56. 56
Casi una semana después de que la Guardia Civil
empezara a frecuentar Las Espinacas en busca de
Manolito, Antonia tuvo necesidad de desplazarse a
Cortegana. Se fue a la estación ferroviaria de La Na-
va y tomó el tren, que procedía de Zafra y que se di-
rigía a Huelva, con la intención de bajarse en la es-
tación de Cortegana. Allí se topó de sopetón con
Manolito, a quien no le dio tiempo de echarse a co-
rrer. Le preguntó que adónde iba, que Tomás lleva-
ba varios días buscándolo. Él le contestó:
-Yo voy a Huelva. Yo vengo el lunes, hasta el lunes
no vengo.
-Tú te vienes para casa -le contestó Antonia.
Manolito no le hizo ni puto caso y se montó en el
tren.
Una vez que Antonia dejó, en su casa de Corte-
gana, los bultos que llevaba consigo, se personó en
el cuartel de la Guardia Civil y puso en conoci-
miento del comandante de puesto que Manolito se
dirigía a Huelva en tren. Cuando se apeó en la esta-
ción de la capital, una pareja de guardias civiles lo
detuvo.
No transcurrieron ni veinticuatro horas para que
Manolito estuviese de nuevo en Las Espinacas, esta
vez custodiado por una pareja de guardias civiles,
quienes le preguntaron delante de Tomás si él había
sido quien le había disparado a Frías en La Contien-
57. 57
da. Tomás asegura que Manolito se irritó de mo-
mento y se enfrentó de mala manera al cabo, quien
desistió de hacerle más preguntas. Se lo llevaron al
cuartel de Cortegana y lo pusieron a disposición del
juez de Instrucción de Aracena.
Al día siguiente, Tomás cogió el autobús -Saurer
dice él- en Cortegana con dirección a Aracena. Una
vez que se bajó del autobús, se dirigió a la cárcel del
pueblo y le preguntó a uno de los municipales si
Manolito estaba detenido. Tomás incluso incluye en
su narración el diálogo que mantuvo con él:
-Sí, señor, aquí está ese muchacho que usted busca.
-¿No le hará falta ná?
.¡Qué va, hombre! Aquí ha estado la marquesa de
Aracena con cinco mil pesetas..., que yo no se las dé
todas juntas..., que él se vaya comprando lo que ne-
cesite.
Tomás no llegó a verlo, tomó el autobús de vuelta
y regresó a Cortegana. Enseguida se personó en el
juzgado de Paz y preguntó por don Carmelo, el se-
cretario del juzgado. A él le contó toda la trapisonda
de la detención, y éste le contestó que le expusiese
el caso al señor juez de Paz. Tomás relata su presen-
cia ante el juez:
-¿Qué le pasa a usted?
-Me pasa esto...
58. 58
-Se va usted a la parada de autobuses, que allí se lo
llevo yo.
Obedeció al señor juez de Paz y se fue al lugar
indicado por la autoridad a la espera de que llegase
Manolito. Con la expresión "Espera que te espera",
Tomás recalca el tiempo que pasó en la estación
viendo que la orden del juez no se cumplía. Prosi-
gue narrando su desesperación: "Agarré el camino y
me fui a ver otra vez al juez de Paz".
-Mire, usted. Estoy ya hasta los pelos. Me duele el
alma de ver caras.
-No le abandone, usted porque si lo vamos a aban-
donar todos, qué va a ser de él.
-Sí, eso digo yo también.
Desde el Juzgado de Paz, Tomás se encaminó a
Las Espinacas. Entró en el cortijo vociferando y re-
clamando la presencia de Antonia. Enseguida empe-
zó a contarle la trapisonda ante el juez, y ésta sólo le
dijo: "Pero si él está aquí desde esta mañana..., a las
diez y media ya estaba aquí".
Al parecer, enseguida que el juez de Instrucción
de Aracena dio la orden de liberación, Manolo se
fue desde Aracena a El Repilado en un camión y
luego cogió su moto y regresó a Las Espinacas.
Tomás relata minuciosamente muchos detalles del
suceso ocurrido en La Contienda. Según él, la ma-
drugada antes del día de auto, Manolito arrancó su
59. 59
Ducati y se dirigió a la finca Lolavieja, situada entre
Cortegana y la aldea de La Corte, propiedad del
vecino corteganés Bartolomé Martín, forzó una
ventana del cortijo y se coló dentro.
No sabemos si iba a tiro hecho, pues todo lo que
sustrajo de la vivienda estaba relacionado: una esco-
peta que había heredado Bartolomé de su suegro y
que estaba a nombre de Pepe, el de Vito, y una ca-
nana cargada con cartuchos de munición, balas y
postas. Precipitadamente, tuvo que abandonar Lola-
vieja, a tenor de los cartuchos desparramados sobre
el suelo que aparecieron al día siguiente y que mar-
caban el camino emprendido en la huida. Desco-
nocemos qué hizo desde la madrugada aquella hasta
el atardecer del día siguiente en que disparó un car-
tucho de munición desde una distancia media con-
tra Frías mientras éste ordeñaba tranquilamente sus
cabras.
El hombre tiroteado dio voces reclamando ayuda.
Acudió a socorrerle su vecino Eloy y le dijo que lo
llevara pronto en coche a Aroche para que el mé-
dico del pueblo le curara las heridas producidas. Fue
la mujer de Eloy quien, la tarde del suceso, barruntó
el ruido de una moto por el carril de la Contienda y
se lo comunicó a la Guardia Civil, que se personó
en el lugar donde había ocurrido el hecho.
60. 60
Pregunto a Manolo y a Tomás cuáles fueron las
motivaciones para que hubiese actuado tan violenta-
mente. Tomas me cuenta que el juez que instruyó la
causa le dijo que había habido previamente amena-
zas. No está claro que así fuera. Yo le pregunto a
Manolo si recuerda esas amenazas, y me contesta
aturrullado:
-Sí, que me cogía en el carril me mataba.
-¿Por qué te tenía ganas?
-Por eso.
-Porque quería, porque él nunca le había hecho
nada -tercia Tomás.
-¿Le tenías miedo?
-Sí, sí. Por eso que hacía él también le tenía yo
miedo.
Salen a relucir los enfrentamientos que anterior-
mente habían sucedido en los cortijos vecinales de
la zona y cuyos propietarios eran parientes entre sí.
Me habla de amenazas y palizas..., y que otra de las
causas pudiera haber sido que alguien de la zona le
hubiese ofrecido a Manolito alguna pequeña canti-
dad de dinero o un regalo con tal de que efectuara el
disparo.
La Guardia Civil acompañó a Manolo hasta la
umbría de Valdemaíllo, y bajo el rico más alto que
domina aquella sierra tenía escondida la escopeta de
Bartolomé. Luego, vendrían los líos administrativos
61. 61
para su propietario por haber abandonado un arma.
Le pregunto a Tomás si Manolo tuvo que ir a algún
juicio a declarar, y me contesta:
"¡Qué va, hombre, ni juicio ni ná! Si hubo juicio, lo
sabrían ellos y ellos. Manolito no iba a parte ningu-
na, hombre. Yo na más que iba por él, y lo traía... y
punto".
Manolito evita una tragedia
Restos de la Venta del Cuarto. Al fondo, Las Espinacas
La línea férrea que va desde Zafra a Huelva atra-
viesa parte de la finca Las Espinacas, una zona ba-
ñada por las aguas del río Caliente, al que los veci-
nos lugareños llaman la rivera de El Repilado. En el
62. 62
sitio conocido por la Venta del Cuarto, a la rivera se
le juntan las aguas del barranco de Los Molinos, la
vertiente que viene desde Cortegana a través de los
parajes de Cazalla, Carabaña, la Fuente de los Be-
rros y los Molinos. Son terrenos barrancosos que se
suceden entre huertos de frutales y recurvas obli-
gadas para salvar los desniveles con que las sierras
los aprietan. Antaño existía un camino frecuentado
por los arrieros que llevaban la harina desde los nu-
merosos molinos de agua existentes en el barranco
hasta Extremadura. Además de una venta llamada la
Posá y que hoy está habilitada como centro de turis-
mo, aún se conserva en la junta del barranco de los
Molinos y el río Caliente los restos de una venta
levantada con muros de adobe donde descansaban
los arrieros y abrevaban las caballerías: la citada
Venta del Cuarto.
En ese lugar de tanta historia popular sucedió el
suceso que voy a contar y que también tuvo como
protagonista a Manolito. Esta vez lo contado no
tiene nada que ver con los sufrimientos ni con el
maltrato padecido por un niño ni tampoco con las
fechorías cometidas por un jovenzuelo. Fue un
hecho heroico que nos descubre que cualquier per-
sona encierra rasgos de humanidad.
Era una tarde con el cielo encapotado y triste de
aquellas invernadas de hace cuarenta años, cuando
63. 63
las nubes chascaban agua en demasía que provo-
caban que los terrenos se cubrieran de pantanas ce-
nagosas que semejaban tierras movedizas y que se
tragaban casi al completo a las caballerías y vehí-
culos que trataban de atravesarlas, se arrumaran las
paredes de los cortinales y se vinieran abajo las trin-
cheras de los caminos.
Trinchera de la línea férrea Zafra-Huelva
Sobre las cuatro de la tarde, Manolito iba cargado
con un fardo a las espaldas. No le pregunto qué lle-
vaba en su interior para no llevarme ninguna sor-
presa pero me lo imagino. Caminaba paralelo a la
vía por una trocha que une el Puerto de la Zorra
con el puente de la Venta del Cuarto, y ante él se
deslizó desde lo alto de una trinchera un tremendo
64. 64
alud de barro y pizarra que cubrió de inmediato de-
cenas de metros de la vía.
A lo lejos oyó los pitidos del tren que había par-
tido desde la estación de La Nava con la intención
de parar en El Repilado. Manolito intuyó de inme-
diato cuáles serían las fatales consecuencias del des-
carrilamiento que se iba a producir justamente a po-
cos metros de él.
No lo dudó, descargó el fardo en medio de la
trocha y corrió el trayecto necesario hasta alcanzar
un rellano de vía que había entre dos pronunciadas
curvas, con la intención de que al maquinista del
tren le diera tiempo de verlo desde la lejanía y pu-
diera frenar el convoy.
Llegó justamente al rellano cuando el tren salía de
la primera curva y marchaba de frente hacia él.
Nuestro joven héroe empezó a agitar sus brazos
nerviosamente haciendo ademanes al maquinista de
que detuviera la locomotora que arrastraba tras de sí
unos diez vagones casi repletos de viajeros que te-
nían intención de apearse en las distintas estaciones
del trayecto hasta Huelva: gentes de Cortegana, Al-
monaster, Valdelamusa, El Cerro de Andévalo, Ca-
lañas...
El maquinista comprendió de inmediato el men-
saje que el joven le trasmitía con las manos. Amino-
65. 65
ró la marcha de la locomotora y paró el convoy
exactamente a varios metros del alud.
La vía se llenó de viajeros asustados, del personal
de Renfe que se echaba las manos a la cabeza y de la
pareja de guardias civiles que cumplía servicio en
dicho tren. A Manolito lo acosaban para felicitarle y
darle las gracias por haberse convertido en el sal-
vador de muchas personas. Pudo haber ocurrido
una tragedia y él la evitó. El cabo de los guardias ci-
viles lo llamó aparte y rellenó ante él un parte de
accidente. Luego, le tomó el nombre y la dirección.
Durante varios días Manolito no se movió del lu-
gar, sin perderse detalles de cómo los operarios de
Renfe restablecían el servicio y él era el foco de to-
das las miradas.
Al mes siguiente, recibió una carta procedente de
la oficina central de Renfe en Madrid, citándole para
que se presentara en la oficina del jefe de la estación
de El Repilado. Él estaba reacio a desplazarse, pues
desconfiaba de todo aquel "berenjená" adminis-
trativo que se le venía encima. Finalmente, Tomás y
Antonia le convencieron de que fuera.
El contenido de la carta resultó ser la comuni-
cación oficial de que el estado español le recom-
pensaba con cinco mil pesetas en metálico por ha-
ber evitado el descarrilamiento del tren. Además del
premio, la jefatura de Renfe le ofreció la posibilidad
66. 66
de que se incorporara a la plantilla de obreros de la
empresa pública. Él apañó el dinero y no quiso sa-
ber nada del ofrecimiento de un trabajo fijo.
Tomás recalca que "si no para el tren, el tren se
hubiese hecho polvo..., ¡y mira lo que hubiese pa-
sao!". Le pregunto a Manolo si se acuerda de aquel
suceso. Contesta que sí, le digo que lo cuente con
sus palabras:
Yo me fui más pa´lante, mucho pa´llá..., sí, pa´l
Cuarto la Venta o por ahí..., fui andando y ya cuan-
do venía se paró allí pegao.
-¿Viste cómo se caía la trinchera?
-Sí, la vi yo caer.
-¿Era grande la trinchera?
-Sí, vinieron las máquinas y tó pa quitar la mierda.
-Te felicitaron, ¿no?
-Sí, me cogió el nombre y ya está.
Sus amigos de casino conocen de sobra la historia
heroica de Manolo; y de vez en cuando, Alfonso
Lobo se la recuerda durante las tertulias que suelen
celebrar en las camillas del salón principal. Tal co-
mo responden los niños cuando destacamos sus
éxitos, Manolo les responde a todos con gestos de
alegría y sintiéndose un hombre importante que
realizó un acto heroico.
67. 67
En La Garrapata: a mi lado
Cortijo de Valconejo
En el año 1977 mi mujer y yo compramos la finca
Valconejo, que está orillada al camino viejo de Aro-
che, casi todo él empedrado por entonces con gran-
des pedruscos y encallejonado por una tupida vege-
tación compuesta de orilleras, murtas, zarzamoras,
quejigos, paletosas y zarzaparrillas.
El valle que conforman las alturas de Navarrayo
es de gran belleza, y desde ellas se descuelgan las
aguas que vierten al barranco de los Gargallones.
Luego, el camino continúa por Jabaca y la Corte
Romero donde los centenarios alcornoques le dan
68. 68
sombra, hasta que el caminante llega al mágico ca-
llejón de las Camorras, que es la entrada natural al
paraje de La Garrapata, tierras de olivos y espá-
rragos donde pacen piaras de ovejas.
Callejón de La Garrapata
Parte importante de la vida de Manolito ha
transcurrido en el bello paisaje de La Garrapata, tér-
mino municipal de Aroche, en la finca que Antonia
heredó de su madre Reyes, al lado de los vecinos el
Canario, José, Bernabé, o Eduardo, el de Maladúa.
De vez en cuando, por el callejón de Valconejo,
veía pasar a un hombre medio encorvado con un
saco a las espaldas. Me llamaba la atención que
aquel misterioso hombre se cruzara conmigo y no
piara ni desviara su vista del empedrado.
69. 69
Los vecinos de los alrededores me pusieron al
corriente de quién era el Tuerto, sus correrías y el
lugar donde vivía. Enseguida supe de sus andanzas
nocturnas y me advirtieron del peligro que corrían
las pertenencias de mi cortijo.
No pasó mucho tiempo en encontrarme la puerta
de nuestro cortijillo abierta de par en par. El la-
dronzuelo, con repetidas patadas, la había forzado.
Sentí una extraña sensación al encontrar los roperos
y las mesillas de noche revueltos y la ropa tirada por
el suelo.
Intenté recordar qué cosas me habría birlado, pe-
ro no eché en falta nada de importancia. Única-
mente, de las alacenas donde guardábamos las be-
bidas y los alimentos, una garrafa de vino, cervezas
y algunas latas de conserva habían desaparecido con
la entrada de un ratoncillo humano que buscaba
desesperadamente algo de comer y beber.
No tuve que hacer averiguaciones para saber el
nombre del hambriento que se había comido parte
de los alimentos de nuestra bodega. No denuncié el
asalto, recompusimos la puerta de entrada y volvi-
mos a rellenar las alacenas con latas de conservas y
cervezas.
No tardó mucho tiempo en que el misterioso
hombrecillo del saco a las espaldas volviese a visi-
tarnos. Recuerdo que el segundo asalto fue en el
70. 70
mes de agosto del año 1979. La puerta de entrada
estaba abierta y sin señales de haber sido forzada.
Esta vez nuestro visitador sólo había usado la puer-
ta para salir del cortijillo tranquilamente después de
haber pasado la madrugada dentro de él.
Debajo de una de las ventanas había dejado la
herramienta que había empleado para llevar a buen
término su fechoría: un largo pino que arrastró des-
de una cumbre distante unos doscientos metros y
que había dejado en la tierra las señales del esfuerzo
del ladronzuelo mientras lo arrastraba. Hábilmente,
el buscador de cosas ajenas metió la cabeza del pino
por entre los barrotes de la reja e hizo palanca hasta
conseguir abrir un hueco en el herraje por donde
colarse en la vivienda tras desprender después con
una navaja los junquillos de la ventana.
Esta segunda vez, sí sentí amargura y desconcierto
al cerciorarme de que el lugar que habíamos esco-
gido para pasar los días de descanso no era un sitio
seguro. ¡Qué sensación más extraña! Entré en el
salón de la chimenea y lo primero que vi fueron
cuatro vasos pequeños encima de un velador. No
entré en las habitaciones, ofuscado, salí a la terraza y
me monté en mi coche dispuesto a resolver aquel
caso y cortar por lo sano otros futuros asaltos. Sin
haber reflexionado previamente, pensé que esta vez
habían sido cuatro zagalones del pueblo quienes se
71. 71
habrían bañado en la alberca y habían querido de-
volverme alguna afrenta. Así que intenté informar-
me, en los bares de Cortegana y en un zampuzo que
habían montado en un lugar cercano a Valconejo
llamado la Fuente de los Santos, de si cuatro zagales
habían estado allí de copas la noche anterior. No
encontré pista alguna de desmadre juvenil: el pueblo
había estado en calma.
Decidí volver al cortijo y hacer balance de las co-
sas que faltaran. Entré en las habitaciones y otra vez
las mesillas de noche y los roperos aparecían con se-
ñales de haber sido revueltos. Me enrabieté al com-
probar que faltaba, de mi mesilla de noche, el reloj
Certina que mi padre siempre acostumbraba poner-
se en los días de cacerías. Maldije mil veces a los
cuatro ladrones. Me acerqué al velador y vi que ha-
bía unos migajones de pan, y deduje que el ladrón
era el hombre del saco, pues ningún zagalón hubiera
venido desde Cortegana con un pan bajo el brazo.
Faltaban una garrafa de vino blanco y unas latas de
conserva. No había dudas de que la manera de ope-
rar del ladronzuelo con hambre era la que ya cono-
cía por la información que me habían dado nuestros
vecinos. Pero, ¿y los cuatro vasos si Manolo nunca
se hacía acompañar de nadie? Los tomé en mis
manos uno por uno y, ¡ay, pícaro!, sólo uno de ellos
72. 72
estaba pringado con las señales de unos labios, los
otros tres vasos permanecían limpios.
Aquella misma tarde, Fernando Ruiz, lindero y
por entonces ya un amigo entrañable, me acompañó
hasta La Garrapata. Llevaba intenciones de hablar
claramente con el asaltante de cortijos, pero única-
mente nos recibió Tomás, a quien le conté la trapi-
sonda y la necesidad que tenía de recuperar el reloj
de mi padre.
-Voy a ir a la huerta, quedaros ustedes aquí, no sea
que os barrunte y se vaya a esconder pa´hí.
Al rato volvió y entró en el cortijo. Sacó el reloj y
me preguntó si era el mío.
La estratagema de poner cuatro vasos encima de
un velador con la intención de despistar a cualquiera
no la empleó Manolito como una excepción conmi-
go. Luego, supe que la había repetido en los asaltos
de algunos cortijos de Aroche. Recuerdo que dos
muchachos del pueblo vecino estaban limpiando mi
pozo, y no sé por qué salió a relucir las entradas
violentas en los cortijos en busca de alimentos y
bebidas. Les contaba cómo el hombre del saco trató
de confundirme con la disposición de cuatro peque-
ños vasos encima de un velador y cómo descubrí
que no se trataba de cuatro individuos sino de un
único ladronzuelo.
73. 73
Uno de los muchachos de Aroche picaba el fondo
del pozo; y al escuchar la historia real contada, soltó
el pico y exclamó ¡Hostia, pues eso mismo me hizo
a mí!
A los jabatos conmigo
Alcornocal del barranco de La Garrapata
Empecé a frecuentar los alrededores de La Garra-
pata por motivo relacionados con mi afición a la
caza, tanto a la menor como a la mayor de monte-
rías y recechos a los jabatos. Tomás nos había dado
permiso para que su finca estuviese incluida en el
coto de caza que estaba a mi nombre. Así que los
parajes de La Garrapata, Maladúa, Arroyo Frío, Las
Camorras, El Cañuelo y La Caballona eran mis terri-
74. 74
torios preferidos para practicar la caza de zorzales y
las llamadas "chipichangas" a los jabatos.
Recuerdo que, al rato de haber iniciado cualquier
cacería de las manchas cercanas a su cortijo, Manolo
aparecía con un escopeto al hombro y se incor-
poraba de sopetón entre los batidores. Aquel proce-
der suyo, silencioso y repentino, se hizo costumbre.
Ni durante ni una vez finalizada la cacería, él no ha-
blaba con nadie, se mostraba esquivo y nunca esta-
ba presente a la hora del inicio de la cacería; pero
por arte de magia surgía de improviso una vez que
empezaban a oírse las primeras voces de los jalea-
dores y las hipas de los perros.
Desde los riscales de Las Camorras, lo veía batir
los bajos de la mancha. Jamás tuve necesidad de
invitarle a una de nuestras correrías cinegéticas, él lo
hacía a su antojo. Yo solía mirar hacia otro lado y
me hacía el desentendido ante su presencia. No
obstante, sentía temor de que podría acarrearme
serios problemas con las autoridades al carecer del
permiso de arma; y además sin saber yo quién sería
el propietario del correspondiente escopeto que
portaba en las manos. No se me encajaba el cuerpo
en su sitio hasta que lo veía al atardecer cómo cogía
las trochas que le llevaban de regreso a su cortijo. A
pesar de los inconvenientes, era sensible a sus cir-
cunstancias personales y a la necesidad que, muchas
75. 75
veces, tenía de la carne para hacerse un cocido. Así
que siempre le llevaba a su cortijo una parte de la
carne repartida entre los participantes a la cacería
que hubiésemos celebrado y él la recogía después de
haberle dado las voces pertinentes de que le llevaba
su carne. Nunca salía de su cortijo a recibirme a la
primera voz que yo le daba, aun sabiendo que yo era
para él un hombre de paz. Siempre supuse que con-
trolaba mis movimientos desde el interior de una
marrada de coscojas. Luego, desconfiado y sin re-
chistar, se acercaba lentamente a mí, recogía el rega-
lo que le llevaba y se metía dentro de su cortijo sin
siquiera despedirse.
Mis primeras aproximaciones a él son difíciles de
explicar. Manolo era tan escurridizo que nunca pude
entablar con él una relación amistosa. Es más, su
proceder me desconcertaba. Recuerdo que, algunas
tardes, me ponía al paso de los zorzales en el rellano
de la cumbre de Las Camorras. Para ello, hacía un
pequeño parapeto de monte con el fin de que los
pájaros no me vieran cuando volaban de frente; y el
puñetero de Manolo los quemaba cuando le venía
en ganas delante de mí. Conociendo ya cómo re-
accionaba, nunca le decía nada sobre su mal pro-
ceder conmigo. Les prendía fuego, no emitía pala-
bra alguna y, cumplida su voluntad, regresaba a su
cortijo o a cualquier de sus escondrijos tan campan-
76. 76
te mientras yo quedaba con mis zorzales y sin
chozo.
De más sabía yo que Manolo cazaba nuestro coto
cuando se le antojaba. Sobre todo, constituía un
problema añadido para que los jabatos permanecie-
sen encamados tranquilamente y sin resabio en las
manchas de Las Camorras, debido a que constante-
mente pisaba las trochas interiores y se ponía de
rececho con la consiguiente espantada de los ja-
batos.
La presencia de Manolo a mi lado no le hacía mu-
cha gracia a algunos de los propietarios de las fincas
del coto. Generalmente ponían cara de poco amigo
cuando lo veían conmigo, y más de uno me advirtió
de que no lo quería ver en sus posesiones. Para mí
aquellos rechazos suponían un mal trago, pues yo
intentaba tenerle controlado y evitar cualquier tro-
pelía suya.
También hubo la excepción, como resultaba la
bienvenida que el amo de la Caballona, el señor Al-
fonso González, le daba cuando lo veía conmigo en
el cortijo de Los Comederos después de haberse
celebrado una cacería en su finca, conocedor de que
Manolito era quien se colaba por la chimenea y, tras
el correspondiente rebusco, se llevaba algunas pe-
queñeces que solían aparecer después en lugares
cercanos.
77. 77
En más de una ocasión, causó más daño con las
roturas de tejas que con el hurto de un viejo reloj
que cantaba las horas por medio de un cuco. Así
que el señor Alfonso le ponía en aviso de que respe-
tara sus bienes con unos tirones de su cuerpo al
tiempo que le decía ¡Que esto es mío, eh!
A propósito de su obsesión por las pequeñas co-
sas que le atraían, navajas, radios, relojes..., Tomás
refiere:
"A mí, no me cogía ni esto, a lo mío no tocaba ná.
Yo le veía algunas veces algunas cosillas en las ma-
nos, y me decía: ¿De dónde se habrá hecho de esto?
Algunas cosas eran muy bonitas, yo le decía que se
las diera al amo... y no se las daba".
Su mayor obsesión eran las escopetas, como en el
caso que Tomás nos relata:
"Otra vez se va pa´roche con el amoto. Yo no sa-
bía ná... y se encaja en el cortijo de Las Camorras
con una escopeta superpuesta que´staba nueva.
-¿Pues, ¿y eso, Manolo?
-Esto, que la he comprao.
-Que...¿la´s comprao? ¿Dónde has comprao tú esto?
¿Y los papeles? ¡Yo sin papeles no quiero estas
cosas!
-No, es de uno de Almonaster, qu´ha quedao en
darme los papeles.
-¿Cuándo viene?
78. 78
-El domingo.
-El domingo vas por los papeles, ¿eh?
Total, que así pasó el tiempo... y pasaron al menos
dos años sin papeles y sin saber yo si era verdad o
mentira eso. Hasta que un día vinieron un cabo y un
guardia civil de Aroche al cortijo y se llevaron al za-
gal, la escopeta y tó la pesca.
¡El cabo y el guardia civil también tienen unos
cojones! Pues no que, cuando iban llegando a Aro-
che, en La Coronela, van y le dicen a Manolito que
se fuera solo pa´l cuartel y los esperara allí... que
ellos se iban a acercar mientras a un cortijo para no
sé qué, no sé cuánto. El zagal no apareció en el
cuartel, se fue pa´hí y se llevó mucho tiempo es-
condío".
Desconozco cuántas escopetas ajenas fueron a
parar a sus manos, debieron de ser muchas. La ver-
dad es que nunca le vi disparar a nada, ni a zorzales
ni a jabato alguno. No obstante, Tomás me cuenta
que el zagal tenía mucho tino y detalla algunos de
sus éxitos en los recechos:
-Yo me voy a ir esta tarde a Las Camorras, a la
sierra, a ver si mato un jabato, que los jabatos están
saliendo ahí.
-¿Qué vas a matar allí, si llevas allí tó el día?
-Pues, yo me voy a ir pa´llá a ver si mato algo,
hombre.
79. 79
Cogió la escopeta mía y se fue pa´rriba, pá Las
Camorras. Y muy temprano, serían las cinco o las
seis de la tarde cuando más, oigo un tiro y digo "han
pegao un tiro y eso es en Las Camorras. Yo me voy
pa´casa. Eso no me huele a mí a cosa buena a estas
horas".
Llego a Cortegana y ya estaba Manolito en casa.
Al verlo, se me cayeron los palos del sombrajo.
-¿Y qué ha pasao? ¿Tú qué has hecho?
-Que matao un jabato. Salió una piara, y ná más que
maté uno.
-Pues ve y coge una bestia. Yo te ayudo a sacarlo.
-No, yo voy a la Suerte de la Iglesia, y el muchacho
que´stá allí me ayuda.
¡El jabato pesaba ocho o nueve arrobas!, ¡unas
navajas que tenía!
Estimulo a Manolo describiéndole los escenarios
de caza que ambos frecuentábamos, y enseguida me
cuenta con palabras sueltas sus historias nocturnas
tras los jabatos. Sale a relucir su puntería en la oscu-
ridad para alcanzar el corazón de una res. Me lo
imagino subido a las chaparras que yo conocía que
estaban situadas cercanas a las bañas del interior de
Las Camorras. Se contagia de las aventuras que yo
le insinúo y responde:
-Allí, en la era donde Eduardo tenía un chozo, cerca
de la fuente. Allí me ponía yo siempre, allí porque
80. 80
tenían los jabatos hechas las trochas pa pasar pa´trás
y pa´lante.
-¿Y mataste algunos?
-Sí, allí onde maté yo uno, el primero. Y el otro más
grande quél que maté en la rivera.
Manolo se ha entusiasmado contando sus cobras,
al sentirse un cazador importante. Le sorprendo
cuando le digo que ahora voy yo a contarle una his-
toria que tuvo a nosotros dos como protagonistas y
que él desconoce que yo fuera testigo de sus andan-
zas hurañas durante las noches y madrugadas por
entre los caminos casi perdidos de la sierra de Las
Camorras:
No sé si te acordarás. Una noche estaba yo puesto
al rececho de los jabatos en la junta que conforman
el barranco de Maladúa y la rivera Chanza. Era una
noche sin viento, de esas que nosotros llamamos
"seja". El sol hacía tiempo que se había ocultado
tras las montañas del poniente portugués y las
alcahuetas mirlas habían dejado de saltar por entre
las zarzal de los vallados riberos. Los montes habían
enmudecido y estaban cubiertos de negruras. De
pronto, oí el deslizar de unas matas. Agucé mi torpe
oído y enseguida corrí el seguro de mi escopeta. Mi
corazón respondió con varias palpitaciones. Fueron
segundos eternos. Como el camino daba varias re-
vueltas hasta alcanzar las tierras bajas de la ribera de
81. 81
chopos y alisos de las márgenes del Chanza, dejé de
oír los suaves chasquidos de las matas. Cuando el
camino se enderezó hacia mí, supe que los pasos no
eran de jabatos ni de animal alguno, sino que
correspondían a los andares de una persona.
Sabía que el noctámbulo caminante tenía que pa-
sar por debajo de mis pies, que colgaban desde una
rama de la chaparra donde yo estaba encaramado.
Efectivamente, camino abajo vislumbré el contorno
de un hombre inclinado hacia delante y que colgaba
a sus espaldas un saco de rafia vacío. La cabeza de
Manolo pasó a una cuarta de mis pies. No le silbé ni
hice señal alguna de que yo era testigo de una de sus
correrías. ¿A quién le tocará esta noche?, me dije
mientras Manolo se perdía entre las sombras cho-
peadas de la rivera.
No me quedé a solas en la junta de Maladúa, mi
querido amigo el cuentista Hipólito G. Navarro me
trajo a la memoria su Meditación del vampiro: "Luego,
en el campo, paradójicamente, se hace de noche
también muy pronto. Los mirlos apagan sus picos
naranjas y se confunden con el paisaje. Ya agrade-
cido yo, me descuelgo y salgo".
82. 82
Plantas de hachís
Una mañana me llamó la atención el paso conti-
nuado de coches de la Guardia Civil por el camino
de Valconejo con dirección a La Garrapata. Pronto
se corrió la voz entre los vecinos de los campos ori-
llados al camino que no se trataba de fuego alguno
sino de unas plantas de hachís que habían cogido en
un huerto.
Aquel suceso pasó casi desapercibido, pero hoy
conocemos algunos pormenores que son interesan-
tes, pues nos hablan de la ingenuidad de Manolito y
la mala fe de otros.
Con tantos líos de escopetas ajenas en manos de
Manolo, a Tomás no le extrañó que se personara
una pareja de la Guardia Civil en el cortijo de La
Garrapata para recuperar una escopeta que el zagal
se había traído de un caserío de Aroche.
Cuenta Tomás que, sin venir a cuento, porque los
guardias civiles estaban ajenos a tal plantación, a
Manolo se le ocurrió decirles "Yo tengo allí unas
plantas sembrás de hachís". De principios, los
guardias no le echaron cuenta, al creer que aquellas
palabras eran propias de un cuento de camino. Pe-
ro, al repetirles que las tenía sembradas en la hor-
taliza, Tomás y uno de los guardias civiles decidie-
ron bajar a la huerta a ver si era verdad. Mientras
83. 83
tanto, el otro guardia civil se quedó en el cortijo
controlando a Manolito.
Fueron a la huerta y cuenta Tomás que echaron
manos a buscar las matas, que no había nadie que
las viera. ¿Es posible?, ¡y este tío ha dicho lo de las
matas! Cuando ya nos veníamos sin dar con ellas,
dice el guardia "¡Pues mira dónde está una mata!".
La tenía escondía entre unos tronquillos de leña
seca, fuera de la hortaliza. ¡Cualquiera buscaba allí
las matas!".
Aparecieron siete plantas de hachís recién planta-
das. Pregunto a Tomás si las tenía sembradas en
macetas.
-En la tierra, con una cepa de tierra.
-Manolo, ¿quién te dio las plantas? -Tomás se
adelanta a la contestación: "Eso se las quitaría él a
cualquiera".
No obstante, Manolo no se corta con mi pre-
gunta.
-Sá muerto ya, vivía del muro de donde hacen la
aceituna. Tenía un camión el padre.
Le pregunto que para qué quería siete matas de
hachís si nunca ha fumado; y si el hombre que se las
dio le dijo que se las sembrara para él.
Contesta que sí, que se las sembró para que él se
las fumara. Tomás insiste en que no, que a la Guar-
dia Civil le dijo que eran para venderlas: "Eso le dijo
84. 84
a la Guardia, porque a mí no me contaba ná, a mí ni
esto. Yo las cosas que le preguntaba: ¡Que no, que
no y que no! En el cortijo pesaron las plantas con
tierra y tó, pesaron unos quince kilos, y los guardias
civiles se las llevaron.
-¿A él le pasó algo? ¿Tuvo que ir a juicio?
-¡A él qué le iba a pasar! A él nunca le pasó ná,
hombre... Ve a ver a éste, ve a ver al otro... pa luego
llevarte el niño pa casa. A él nunca lá pasao ná,
nunca ná. Si él no ha estao ni en la cárcel, hombre.
Pa lo que ha hecho, debía haber estao en la cárcel,
hombre"
¡A por comida y bebidas!
Los años en que Manolo vivió en La Garrapata
estuvieron plagados de asaltos a los cortijos de los
alrededores de Cortegana, Aroche, El Repilado y
aldeas correspondientes. Oralmente suenan tantos
atropellos que, quizás, fuese necesario nombrar
aquellos caseríos que se libraron de sufrir sus fe-
chorías. No obstante, Manolo se sincera conmigo al
explicarle que me tiene que contestar con la verdad,
pues sería injusto que se le echasen las culpas de he-
chos indeseables que él no cometió.
Le pregunto si fue él quien entró en el cortijo de
El Pontón, muy cercano a Cortegana y situado a
85. 85
metros de las primeras aguas del río Chanza, y se
llevó una extraordinaria romana de gran valor. Me
contesta "¡No! ¡Eso no!".
Comento su contestación negativa con los actua-
les propietarios de El Pontón, quienes siempre rece-
laron de Manolito. La respuesta coincide con las
palabras de quien se ha sincerado conmigo: que
ahora saben con certeza cómo se llamaba el hombre
que asaltó el cortijo y se llevó la célebre romana. Me
alegro porque sus aseveraciones muestran que Ma-
nolo está diciendo la verdad, y que por entonces
hubo otros asaltantes de cortijos que no se llamaban
Manolo.
-¿Y en el cortijo de Malván entraste? -Incluso le
pronuncio el nombre de quien era su propietario.
-No, ése no. -Entiendo que no conoce el cortijo que
le cito, aunque sé de más que ha deambulado por la
zona más de tres veces.
La historia del asalto al cortijo de Malván, por
aquellos años de la década de los ochenta, pro-
piedad de la familia Reyes, tiene tintes surrealistas
de la España rural y profunda: un campesino pasó
en coche camino de su propiedad y observó que un
trozo del tejado del caserío de su vecino había sido
levantado por alguien con intenciones dudosas. Co-
mo estaba amenazando lluvia y su lindero no vivía
allí habitualmente, decidió bajarse de su auto y po-
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ner de nuevo las tejas en su sitio. Luego, siguió de-
recho a su finca y cuidó el ganado.
Una vez acabada su tarea, se montó en su coche
con la intención de regresar a Cortegana. ¡Cuál no
sería su sorpresa al pasar otra vez por delante del
cortijo de su vecino y ver que la parte del tejado que
hacía un rato él había levantado estaba otra vez al
descubierto!
Insisto en preguntarle a Manolo si era él quien
permaneció dentro del cortijo mientras el campesi-
no lo techaba. "No, yo no", me repite.
Conozco bien otras historietas de asaltos a corti-
jos de la zona de Cortegana y Aroche que tampoco
tuvieron a Manolito como autor. Cito una de ellas.
Ocurrió en Maladúa, paraje lindero con La Ga-
rrapata: el amo de la finca volvió al cortijo principal,
después de finalizada sus tareas de campo, y vio que
en una de las dependencias aledañas sobresalían las
punteras de unas botas. Protegido con un hacha en
las manos, desde la puerta, le gritó a quien fuera que
saliera rápido. Así lo hizo y apareció ante él un
hombre que no se llamaba Manolo y que, además,
tenía algo perturbadas sus facultades.
-Manolo, ¿qué buscabas en los cortijos en los que
entraste?
-Vino, ná más que eso.
-¿Nada más?
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-Y radios, porque cantaban y eso.
Otro de esos hechos que resultan casi increíbles
sucedió en la finca Las Ánimas en el año 1992, un
paraje que linda con el barranco de los Gargallones.
Tuvo por protagonista a un campesino llamado
Anastasio.
Eran días de feria en Cortegana y Anastasio deci-
dió subir al pueblo, pero no las tenía todas consigo
al tener que dejar en el cortijo una lata donde guar-
daba todo su capital, unas 500.000 pesetas.
Empezó a maquinar mentalmente qué hacía con
su capital por si a algún ladronzuelo se le ocurría
visitarle mientras él estaba de fiesta.
Después de muchas insinuaciones por parte de un
hijo suyo, pensó que el lugar más seguro para sus
pesetas sería enterrar la lata en el rastrojo de las
patatas recién sacadas. Así lo hizo, cavó un hoyo,
metió dentro la lata, rellenó con tierra la oquedad y
encima puso varias paperas.
Buena idea tuvo el campesino, porque aquella
misma noche a alguien amante de lo ajeno le dio
por colarse en su cortijo, poner todo patas arriba y
llevarse las 5.000 pesetas que él dejó olvidadas en el
bolsillo de una chaqueta.
-Manolo, ¿fuiste tú acaso quien registró en el bol-
sillo de la chaqueta de Anastasio?
-No, yo eso no.
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Sí sé con certeza que a Manolo, alguna vez, tam-
bién se le fue la mano en busca de monedas que no
le pertenecían. No eran monedas de curso legal sino
de esas que llaman "alfonsinas" y hechas de plata.
Fue el propio comprador de aquellas monedas
quien me las enseñó y dijo que se las había compra-
do a Manolito. Reprendí a quien con malicia se ha-
bía aprovechado de sus necesidades, un hombre
perteneciente a un grupo de individuos a quienes la
sociedad tiene por honorables y de orden.
Siempre pensé que Manolito solía vender en la
calle todo aquello que el hurtaba y que tenía cierto
interés para personas poco escrupulosas. Tomás po-
ne en orden mis ideas, al asegurarme que aquellas
monedas pertenecían a la familia de Antonia y que
no procedían de ningún cortijo asaltado. Me quedo
más tranquilo.
Le voy citando casi todos los cortijos de los
distintos parajes que rodean Cortegana, y él me con-
testa uno por uno que sí los visitó de noche: los
ribereños del Chanza, Lolavieja, Los Andrinos, La
Corte Romero, Jabaca, Valconejo, Suerte de la
Iglesia, Barranco de los Cubos, Comederos, Ca-
ballona, Los Molinos...
En su defensa diré que no tengo constancia de
que Manolito robase cualquier tipo de ganado, aun-
que sé con certeza que otras personas que vivían en
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parajes cercanos a La Garrapata sí tenían costumbre
de apañar lo ajeno. Y no lo afirmo con suposi-
ciones, fui testigo, durante mis noches alunadas su-
bido a una encina, de quien robaba a sus vecinos y
escondía en marradas de coscojas los objetos que
no le pertenecían. Tampoco se llamaban Manolo, y
por supuesto que yo, al día siguiente, ponía al co-
rriente a los verdaderos propietarios.
Le hablo a Manolo de los procedimientos que él
usaba para colarse en los caseríos. Le recuerdo
cómo forzó la puerta de mi cortijo y se valió otra
vez de un pino para abrir los barrotes de una ven-
tana. Salen a relucir los postigos, los destejados, e
incluso la manera tan peculiar que tenía para des-
lizar su fino cuerpo por las chimeneas abajo, patear
a su antojo los doblados y habitaciones con una
linterna en sus manos para luego salir tranquila-
mente por la puerta. Algunas veces de vacío porque
no había nada en las alacenas que calmara sus tripas.
Pero no siempre encontró que el sitio que preten-
día visitar de noche estaba vacío de moradores. Más
de una vez se encontró con alguna sorpresa desa-
gradable. Manolo se sorprende que yo supusiese es-
tas historias suyas. En concreto le hablo de lo que le
sucedió en un cortijo situado en el paraje de Jabaca.
El citado caserío está a escasos metros del camino
viejo de Aroche, en una fría umbría repleta de altos
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y robustos alcornoques, a un kilómetro escaso de
que una gran recurva saque al caminante del térmi-
no municipal de Cortegana.
Por aquellos años ochenta, el amo de la finca Ja-
baca no tenía por costumbre pernoctar diariamente
en su cortijo, lo hacía de vez en cuando si las faenas
de campo lo reclamaban.
Aquella tarde Manolo debió ver al campesino có-
mo tomaba el camino de ida al pueblo, y pensó que
aquella noche el campo estaría despejado para él;
pero el cortijero, sin que él se percatara de ello, vol-
vió al cortijo ya casi oscuro, cenó y se acostó. El
ladronzuelo creyó que allí sólo habían quedado a la
custodia del cortijo varios perros, a los que él co-
nocía demás por el continuo trasiego que él hacía
por el camino en sus subidas a Cortegana.
Era una madrugada de verano de esas
bochornosas en que no se mueve una pizca de aire y
nuestro cuerpo sudoroso impide que seamos
capaces de conciliar el sueño. Mientras los perros
cortijeros se ladraban en la distancia, quizás el
campesino de Jabaca pensara en las tareas que
tendría que continuar al alba en la era si amaneciese
con una buena marea.
Por momentos sus perros acrecentaban la rabia
de sus ladridos, anunciadores de que algún intruso
caminaba a unas horas impropias..., luego oyó el
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deslizar del cerrojo de la portera que desde el
camino viejo de Aroche daba entrada a la cerca
arbolada donde estaba su caserío.
Desconfiado por los ladridos acelerados de los
perros, saltó de la cama y se asomó a una de las
ventanas. Por entre las sombras que dejaba la clara
luna vislumbró la silueta de una persona que con
pasos muy lentos se dirigía hacia la ventana.
Cogió una escopeta del rincón de su habitación
donde la mantenía apoyada, metió en ella dos
cartuchos de munición y volvió a la ventana. En-
seguida buscó de nuevo en las bajuras de los alcor-
noques al inesperado visitador nocturno, y lo halló a
escasos treinta metros de él.
Manolito estaba tan estático como si fuese cual-
quier alimaña antes de atacar a una pieza que tiene a
su alcance. La silueta corporal del asaltante era bien
conocida por el campesino, y además era sabedor de
sus continuas fechorías. No lo dudó, sacó por entre
el herraje de la ventana los cañones de su escopeta y
le gritó "Como des un paso más, te reviento las ta-
pas de los sesos".
Días después de que el campesino hubiese sufrido
el pretendido asalto de un hombre hambriento que
buscaba desesperadamente algo de comer y beber,
me contó que Manolito desapareció de su vista co-
mo la espuma..., que en un segundo dejó de oír có-
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mo sonaban los alambres de la portera en su volar
en busca del camino.
Le pregunto a Manolo si fue él quien pretendía
colarse en el cortijo de Jabaca. Me contesta "Eso sí".
Hay muchas más historias que contar de Manolo
Márquez López. Tomás me dice "¡Uf, de esas,
miles! ¡Él nunca dejaba de hacer cosas como ésas!".
Conocemos bien que detrás de casi todos sus atro-
pellos estaba la necesidad de meterse algo en la boca
para calmar los retortijones de sus tripas. Aclaremos
que Tomás por entonces hacía una vida de visitador
de tabernas del pueblo y apenas ya veía a Manolito,
que habitaba más las espesuras de las sierras y los
"lapares" de Las Camorras que su propio cortijillo.
Pasé cientos de veces por delante de su guarida
durante el caminar mañanero hacia Las Camorras
en busca de los rastros de los jabatos o en los atar-
deceres cuando iba presto a hacer una tirada de zor-
zales, y jamás pude verle ni oculto de mí ni hacien-
do alguna faena de campo. Se escondía como cual-
quier alimaña cuando barrunta los pasos de un hu-
mano.
Debía de poseer las propiedades de los camaleo-
nes para hacerse campo al camuflarse entre los tojos
u ocultarse detrás de una charneca ante cualquier
intruso que se adentrara en su territorio: siempre
alerta con su ojo de águila, quieto como una estatua,
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sin pestañear, dominando su respiración para cuan-
do fuera preciso deslizarse como una culebra hasta
alcanzar las trochas y las calvas de los aulagares y to-
jales tal como sólo son capaces de hacerlo los ja-
batos cuando son achuchados y quieren salir zorrea-
dos del monte.
Los cortijeros que sufrimos sus desmanes sólo
veíamos las señales del derribo de puertas y venta-
nas al día siguiente de haberse cometido la fechoría.
Hubo un avispado propietario que, cansado de que
Manolito entrase en su caserío en busca de comida y
bebida, pensó que era preferible dejarle en el umbral
de entrada un par de botellines de cerveza y que él
se despachara a su gusto. Desconozco si la estra-
tagema le sirvió de algo para frenar la inclinación de
Manolo o si, por el contrario, éste se bebía las cer-
vezas y después se descorrería chimenea abajo, pa-
saba las horas que se le antojara en el salón, rebus-
caba y luego salía tranquilamente por la puerta.
Tomás detalla a su manera una de estas correrías
nocturnas de Manolo:
"En la época del apañao de las aceitunas, algunos
vecinos se encajaban en La Garrapata en busca de
Manolo. Uno de ellos fue el amo de La Suerte de la
Iglesia.
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-¡Coño, venía a hablar contigo porque es que resulta
que, cada vez que llego de Huelva, veo que se ha
traído unas botellas de vino de allí.
Claro... a mí me decía por la tarde:
-Pues, yo voy a llegarme al pueblo por una botella
de vino para bebérnosla ahí.
Iba y tardaba... Algunas veces estaba yo acostado
cuando venía
-Chacho, ¿cómo has ido al pueblo por una botella
de vino?
Hasta que vino aquel hombre a hablar conmigo...
y dije: ¡Ah, entonces éstas son las botellas de vino
que se trae él! Iba al molino de la suerte de la Iglesia
y le quitaba las botellas... Y eso era lo que se traía,
una botella de vino. Si estaba llena, llena; y si estaba
media, media. El amo de la suerte de la Iglesia vino
a verme otra vez, preguntando por Manolo. ¡A él
como si no le dijeran ná! Él cogía y se iba pa´lante
pa´lante..., y me dejaba a mí con tres cuartas de
narices".
Líos con Sebastián
Sebastián Martín posee un terreno de parrales a
orillas del Chanza y tuvo a Manolito de medio veci-
no en su constante caminar desde La Garrapata
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hasta un cortijo que Tomás frecuentaba y que esta-
ba situado cerca de la rivera.
Esta vez prefiero que sea Sebastián el narrador de
sus desencuentros con Manolito:
En mi cortijo entró tres veces, y siempre se en-
contró con la puerta cerrada con llave. Cuando le
parecía, le pegaba un porrazo a la puerta, la abría y
entraba...; y si antes había visto alguna cosa que le
gustaba, iba a por ella.
Un día llegué por la mañana, muy temprano, y me
encontré al perro que estaba muy raro, muy raro,
metido en un rincón y muy nervioso. Abrí con llave,
entré y lo primero que veo en mi habitación es a
Manolito acostado en mi cama. "¿Y éste qué hace
aquí?".
-Pero, Manolo, ¿qué haces aquí?... ¡Venga ya por
coño!
Y lo eché fuera. Se había colado por detrás del
cortijo. Entró varias veces, abría la puerta y se ponía
a cenar; o si tenía ganas de beberse unos vasos de
vino tinto o lo que fuera, iba a mi cortijo y abría la
botella que se le antojara...; luego, él no quitaba la
botella ni el vaso del medio..., como diciendo
"¡jódete, me la he bebido y ahí se te queda la botella
vacía!", que se había trincado con lo que hubiera
por allí.
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Normalmente, se llevaba cosas de poca impor-
tancia o le daba por hacer lo que se le metía en la
cabeza. Recuerdo que un día se llevó una bomba de
metal, sería para inflar la rueda de un carrillo.
¡Hombre!, por decirte algo... yo no lo considero
mala persona, las cosas que hacía eran travesuras de
chiquillos, aunque él fuera una persona mayor.
Lo que no resultó igual para mí fue cuando se
llevó mi escopeta. Por entonces, yo tenía un perro
muy fuerte que estaba enseñado a que no dejase en-
trar allí a nadie, y él lo sabía. De hecho, en el círcu-
lo que iba dejando la cadena con que tenía amarrado
al perro, apareció lleno de cartuchos, porque no
había sido capaz de cogerlos del suelo cuando se le
cayeron.
Se llevó, además de mi escopeta, la canana. Había
entrado por la parte de atrás, por una cuadra que
comunicaba con el cortijo..., rompió el postigo de la
cuadra con una bovedilla de una obra que yo estaba
haciendo allí.
Cogí el camino y fui a hablar con Tomás y le dije:
-¡Mira que el zagal se ha llevado mi escopeta! -Ahí
metí yo la pata.
-No, eso no pue ser, vamos pál cortijo.
Llegamos, y Tomás me dijo que no entrara, que
me quedara arriba en la portera de entrada a La Ga-
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rrapata. ¡Claro, él lo que hizo fue avisar al zagal, y
éste escondió la escopeta!
Así que la escopeta no aparecía por parte alguna.
Entonces, pensé que lo mejor era amedrentarlo y
decirle a Manolito que iba a ahorcarlo, pero de tal
manera que pareciese que él mismo se había ahor-
cado.
Pensado y hecho: cogí una soga y me fui a La Ga-
rrapata, y esperé a que saliese de su cortijo.
-¡Ven para acá, que te voy a colgar..., pero que pa-
rezca que te has ahorcado tú mismo.
Pegó una huida para atrás y se lió a correr, y no
había quien lo cogiera.
Como no tuve más remedio que denunciar el ro-
bo de la escopeta, se celebró un juicio en Aracena.
El día señalado, antes de que abrieran la sala, ya
estaba yo esperando a la entrada y Manolo estaba
sentado en un banco. Al rato, llegó un señor que
resultó ser el abogado de Manolo y le dijo:
-Manolo, de todo lo que hemos hablado antes, de
eso no se va a comentar nada. Tú vas a decir que te
has encontrado la escopeta en la calle, que tú no has
entrado en la casa. -Claro, yo lo escuché.
Cuando empezó la sesión del juicio y el juez le
preguntaba a Manolito, levanté la mano y...
-¡Mire usted, señoría, que aquel señor y éste...!
-¡Usted, se calla!