Este documento discute la distinción entre el Estado y la Iglesia, y cómo cada uno debe mantener su autonomía para cumplir con su propia función. Argumenta que los Estados deben ofrecer bienestar a los ciudadanos, mientras que las religiones deben brindar una propuesta de salvación trascendente. También cita al Papa Benedicto XVI afirmando que el cristianismo siempre ha sido una religión universal, no identificada con ningún Estado en particular. Concluye que las relaciones entre el poder civil y espiritual deben darse con independencia de cada uno