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Economía
paso a paso
Recopilado por Jose Luis Bellod Cisneros
Índice
1. El complejo mundo de la Economía
2. No es un juego de suma cero
3. ¿Por qué usamos el dinero?
4. Los faros del capitalismo
5. ¿Qué son los tipos de interés?
6. El capitalismo depende del ahorro, no del consumo
7. ¿Puede ser cualquier cosa un buen dinero?
8. ¿Por qué hay paro?
9. ¿Por qué ganan dinero las empresas?
10. ¿Por qué nos empobrecen las catástrofes naturales?
11. La economía asamblearia no puede funcionar
12. ¿Por qué los despiden si se están forrando?
13. ¿Es el dinero electrónico el dinero del futuro?
14. ¿Para qué sirve la negociación colectiva?
15. ¡Que paguen los más ricos!
16. Pero, ¿habría suficiente oro?
17. ¿Qué es una burbuja?
18. Atesoramiento, ¿un arma de destrucción masiva?
19. ¡Viva la especulación!
20. ¿Hay una burbuja en el precio del oro?
21. ¿Cómo crean dinero los bancos?
22. ¿Especulación buena, especulación mala?
23. ¿Por qué la bolsa se comporta a veces como una montaña rusa?
24. ¿Pueden los empresarios explotar a los trabajadores?
25. Por qué la universidad debería ser totalmente privada
26. ¿Nos roban el trabajo los chinos?
27. Contra El concursante
28. ¿Somos esclavos del mercado?
29. ¿Hay algo de malo en querer ganar mucho dinero?
30. ¿Sirve para algo la economía financiera?
31. Contra los estabilizadores automáticos
32. ¿Necesita un mercado libre de agentes racionales?
33. Los rentistas no son vampiros
34. La deuda pública es un fraude
35. ¿Quién es el culpable del exceso de deuda privada?
36. ¿Es el crédito de los bancos ilimitado?
37. ¿Qué es el dinero fiduciario?
38. ¿En qué consiste la monetización de deuda pública?
39. El gasto público no estimula la economía
40. La inflación, un mal remedio contra la depresión
41. Menos gasto o más impuestos: no es lo mismo
42. Depreciar la moneda: una enorme chapuza
43. ¿Es malo reducir el déficit en plena recesión?
44. ¿Hay que estabilizar la cantidad de medios de pago?
45. ¿Puede una reforma laboral crear empleo por sí sola?
46. ¿Cuál es el verdadero salario mínimo de España?
47. ¿Qué salario mínimo le impondría a su peor enemigo?
48. ¿Cuál es ahora mismo la inversión más rentable de España?
49. Pero, ¿cómo pueden ser tan ricos?
50. ¿Qué es el efecto expulsión?
51. ¿Es excluyente un mercado libre?
52. ¿Cuáles son los efectos de subir el IVA?
53. ¿Es la Reserva Federal una entidad privada?
54. ¿Cuáles son los zapatos adecuados para un economista?
55. ¿Quién debe cargar con los costes de la crisis?
56. ¿En qué consiste la expansión artificial del crédito?
57. ¿Es el liberalismo una ideología al servicio de los empresarios?
58. ¿Refutó Milton Friedman a los austriacos?
59. ¿Y si sólo compráramos productos españoles?
60. Apéndice: comentarios de los lectores
El complejo mundo de la Economía
Publicado el 09 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo
La práctica totalidad de los teoremas de la ciencia económica van
destinados a explicar el funcionamiento del mercado, esto es, de un orden
complejo que en absoluto resulta fácilmente inteligible para el ser humano.
Nuestras intuiciones económicas más primarias, fruto de una mente que ha
sido incapaz de evolucionar al mismo ritmo al que lo ha hecho nuestro
entorno, nos sugieren que toda la riqueza está dada, que por tanto una
persona sólo puede enriquecerse si, al mismo tiempo, otra se empobrece,
que las sociedades funcionan mejor si hay alguien que las está dirigiendo
desde arriba, que un bien vale lo que ha costado producirlo, que en todo
intercambio hay siempre una parte que engaña a la otra, etc.
Además, y por si nuestra resistencia natural a comprender la operativa de un
mercado libre no fuera suficiente, la práctica totalidad de los economistas
ha optado por encerrarse en su torre de marfil y construir modelos no ya
incomprensibles para el público en general, sino deliberadamente alejados
de la realidad. Milton Friedman, quien sentó las bases de la metodología de
la economía, lo dejó bien claro:
Una hipótesis es importante si explica mucho con poco, esto es, si
logra resumir los elementos cruciales de entre la masa de complejas y
detalladas circunstancias que giran en torno a los fenómenos que
deben explicarse y si permite hacer predicciones válidas sólo a partir
de ella. Par ser importante, por consiguiente, una hipótesis debe ser
descriptivamente falsa en sus supuestos; ni toma en consideración ni
responde a ninguna del resto de múltiples circunstancias, pues su
propio éxito demuestra que esas otras circunstancias son irrelevantes
para el fenómeno que se intenta explicar.
En otras palabras, no sólo nuestra comprensión natural del mundo en el que
vivimos es bastante deficiente, sino que además el esfuerzo intelectual que
hemos pergeñado (profesión económica mediante) para entenderlo ha
degenerado, a propósito, en confusión e irrealidad. A estas alturas creo que
resulta bastante evidente que el capitalismo sólo ha sido capaz de sobrevivir
a los muy arraigados sesgos intervencionistas del ser humano porque la
utilidad que nos proporciona el mercado no depende de que sus usuarios
comprendan hasta el último detalle de su complejísimo funcionamiento,
basta con que se beneficien de él.
Sin embargo, qué duda cabe de que la demagogia liberticida supone una
rémora y una amenaza para el mantenimiento del orden de mercado. Una
rémora porque las supersticiones populares en todos los ámbitos –precios,
competencia, dinero, distribución de la renta…– son el soporte último de
disparatadas regulaciones y políticas estatales que padecemos; una amenaza
porque esas supersticiones van permeando cada vez más a través de unas
instituciones públicas que, bajo el pretexto del absolutismo democrático,
ven cómo sus poderes están cada vez menos limitados.
Mal haríamos desde un periódico que se denomina con orgullo Libre
Mercado si no tratáramos de mejorar esa pobre y deplorable comprensión
sobre los mercados libres. Uno de los objetivos que desde el comienzo ha
inspirado, y seguirá inspirando, mis columnas sobre actualidad económica
ha sido el de lograr que una materia tan enrevesada como la teoría
económica fuera más fácilmente accesible para el público profano. No
obstante, no es en esas columnas donde corresponde desentrañar las
interioridades de esa teoría económica, pues un comentario de actualidad
sólo debería de ser eso: la aplicación de un conocimiento teórico
preexistente a un acontecimiento reciente.
De ahí que me haya decidido a abrir este espacio para, pasa a paso y de
manera espero que asequible, ir explicando cómo funciona el capitalismo o
cómo no funciona el intervencionismo. Quizá con una excesiva dosis de
ingenuidad, sí creo que una mejor formación económica contribuye, aunque
sea marginalmente, a que disfrutemos de un orden social más libre y
próspero.
Temas a tratar los hay abundantísimos y ya tengo una larga lista de
comentarios pendientes; pero, aún así, para el mejor desarrollo de la sección
me gustaría contar con la colaboración de ustedes, los lectores. Plantéenme
a contacto@juanramonrallo.com cualquier duda o prejuicio que tengan
contra la economía de libre mercado; en la medida de mis posibilidades
intentaré resolverlas, esto es, trataré de explicar cuáles son los procesos
económicos que tienen lugar en nuestras sociedades y que generalmente
pasan desapercibidos a la simple primera mirada del ojo humano.
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No es un juego de suma cero
Publicado el 19 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo
Varios lectores me han pedido que explique por qué la economía no es un
juego de suma cero, esto es, por qué la tarta de nuestra riqueza no está dada
sino que crece de tal modo que cada vez hay más cantidad disponible para
todos.
El fundador de la Escuela Austriaca de economía, Carl Menger, dejó
establecido que para que una ‘cosa’ pudiera considerarse un bien
económico debían conjugarse cuatro circunstancias: a) debía existir una
necesidad humana, b) la cosa en cuestión debía ser capaz de satisfacer esa
necesidad humana, c) el individuo debía conocer la idoneidad de la cosa
para satisfacerla, d) el individuo debía gozar de poder de disposición sobre
la cosa.
De estas cuatro características a las que el austriaco condiciona la existencia
de bienes económicos podemos deducir por qué la economía no es un juego
de suma cero en el que toda la riqueza posible ya se encuentre dada de
antemano.
Primero, la inmensa mayoría de las cosas, tal como se encuentran en su
estado natural, no nos permiten satisfacer nuestras necesidades. Puede que
toda la materia esté dada, pero desde luego no nos ha venido dada en una
forma que permita satisfacer nuestras necesidades. La madera de los árboles
debe cortarse y procesarse para fabricar cabañas en las que guarecernos; las
tierras tienen que ararse y cultivarse para cosechar alimentos con los que
saciar nuestro apetito; el hierro o el aluminio deben extraerse de las minas
para construir aviones con los que desplazarnos de un sitio a otro del globo.
En definitiva, creamos riqueza cuando transformamos las cosas –que no
satisfacen directamente nuestros fines– en bienes –que sí lo hacen–.
Segundo, parte de la inadecuación de las cosas en su estado natural para
satisfacer directamente nuestras necesidades procede del hecho de que ni
siquiera conocemos todas sus combinaciones y usos posibles. La
tecnología, que es el arte de combinar y clasificar la materia para que arroje
el resultado deseado, tampoco nos viene dada, sino que en sí misma debe
ser descubierta a través de la investigación y la experimentación; dos
actividades que a su vez requieren del uso de otros bienes económicos. En
otras palabras, como no somos omniscientes, no sólo hemos de crear bienes
económicos a partir de las cosas que nos rodean, sino que también hemos
de descubrir la información acerca de cómo transformar esas cosas en
bienes económicos; información que en sí misma constituye una nueva
fuente de riqueza.
Y tercero y último, por muy idóneo que sea un bien para satisfacer nuestras
necesidades, éste será del todo inútil si no lo tenemos a nuestro alcance. La
naturaleza puede haber sido generosa al brindarnos caudalosos ríos por todo
el planeta que, no obstante, no proporcionarán ningún servicio a aquel que
se encuentre en medio del desierto. En otras palabras, no sólo hay que
producir los bienes, sino distribuirlos a sus usuarios finales. En nuestros
sistemas económicos, producción y distribución van de la mano: con tal de
maximizar nuestra eficiencia en la fabricación bienes económicos, cada
individuo nos hemos especializado en producir uno o dos bienes
económicos a lo sumo, aun cuando necesitemos multitud de ellos para
satisfacer nuestras muy diversas necesidades (es decir, somos productores
especializados y, a la vez, consumidores generalistas). La forma de acceder
a los amplios y variopintos bienes que demandamos a partir de nuestra muy
limitada y específica oferta de los mismos es el intercambio.
El problema es que desde Aristóteles hemos pensado que los intercambios
se producían entre igualdades de valor. Si A se trocaba por B es que
necesariamente el valor de A debía ser igual al valor de B. Por consiguiente,
ningún intercambio podía generar valor sino sólo redistribuirlo. La
interpretación alternativa (que el valor de A fuera superior al de B o
viceversa) sería todavía más desalentadora, pues implicaría que en los
intercambios una parte saldría ganando a costa de la otra (se entregaría algo
con un valor objetivo mayor a cambio de algo con un valor objetivo
menor).
Sin embargo, gracias a que el propio Menger popularizó el hallazgo de que
el valor de los bienes no es objetivo sino subjetivo, la realidad se vuelve
bastante distinta: en todo intercambio cada parte valora más aquello que
recibe que aquello de lo que se desprende (en caso contrario semejante
intercambio no tendría lugar). Merced a esta vía, los individuos generan
riqueza simplemente al intercambiar bienes económicos y, por tanto, al
acercar esos medios a la satisfacción de aquellos fines que resultan más
valiosos.
En definitiva, la economía no es un juego de suma cero en la medida en que
durante todo el proceso de producción de bienes y servicios se está
generando riqueza: ya sea cuando investigamos cómo convertir las cosas en
bienes, cuando convertimos las cosas en bienes o cuando distribuimos los
bienes mediante los intercambios. Al contrario de lo que presuponen los
socialistas –que toda la riqueza ya está creada y que sólo es necesario
redistribuirla–, el mercado libre es el marco en el que los individuos pueden
organizarse para incrementar tanto como les sea posible nuestras
disponibilidades de bienes y servicios con los que satisfacer de manera
continuada sus muy variados fines.
La economía no es un juego de suma cero, sino de saldo positivo y
expansivo, salvo si el Estado genera sustraendos aun mayores. La tarta no
está dada, sino que crece arrojando unas porciones cada vez mayores para
todos, salvo si el Estado se come de un bocado al horno y al panadero.
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¿Por qué usamos el dinero?
Publicado el 25 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo
Los economistas clásicos creyeron que el dinero sólo era un velo que
ocultaba la realidad de los intercambios: en última instancia, las mercancías
se intercambian por otras mercancías. ¿Qué papel fundamental desempeña
entonces el dinero? Nada, apenas un convidado de piedra que sí, engrasa y
facilita los intercambios frente al trueque, pero poco más.
Lo cierto, sin embargo, es que el dinero es un elemento esencial dentro de
nuestro sistema económico. No sólo porque actúe como medio generalizado
de intercambio –que también– sino porque desempeña otras dos funciones
de tanta o mayor importancia: ser un depósito de valor y una unidad de
cuenta.
Empecemos por lo básico: los seres humanos tenemos problemas para
coordinarnos en órdenes sociales muy extensos. Por un lado, somos
productores especializados y consumidores generalistas, lo que implica que,
en ausencia de dinero, sólo podríamos realizar intercambios mutuamente
beneficios con aquellas personas que tuvieran lo que nosotros queremos y,
al mismo tiempo, quisieran lo que nosotros tenemos. Viviríamos merced al
trueque y como nuestra área de conocimiento estaría muy limitada, apenas
intercambiaríamos nada. ¿Acaso conozco yo las necesidades del chino que
ha fabricado el ordenador con el que estoy escribiendo este artículo? Ni
siquiera sé quién es; difícil, pues, que hubiésemos podido llegar a realizar
algún intercambio que nos beneficiara a ambos.
Por otro, los seres humanos también deseamos trasladar parte del valor de
nuestra producción presente al futuro. Nos gusta acaparar lo que no
necesitamos ahora para poderlo emplear después. El problema es que, salvo
algunos bienes muy básicos, no sabemos qué vamos a necesitar o desear en
el futuro (y aparte, muchas de las cosas que podamos desear se estropean o
pasan de moda con el tiempo). Tampoco, ni mucho menos, sabemos qué va
a necesitar o desear en el futuro la persona que pueda proporcionarnos esos
ignotos bienes que nosotros necesitaremos o desearemos con el paso de los
meses. Entonces, entre tanto barullo y confusión, ¿cómo preparar hoy, a
partir de nuestra producción actual, la satisfacción de nuestras necesidades
futuras?
Una forma es utilizando el dinero como depósito de valor, es decir,
atesorándolo. Yo vendo mi producción en el presente, obtengo dinero y me
lo guardo debajo del colchón consciente de que en cualquier momento
futuro podré echar mano de él para comprar lo que quiera… sea esto lo que
sea. La otra forma sería tratando de anticipar las necesidades futuras de los
consumidores: vendo mi mercancía presente a cambio de dinero e invierto
ese dinero en producir bienes futuros que les venderé a los consumidores
por más dinero (el famoso D-M-D’ de Marx) y con el cual ya podré
comprar cualesquiera bienes que demande en ese momento.
Mucha gente considera que atesorar dinero es una estupidez individual
(renunciamos a la rentabilidad de las inversiones) y un suicidio social (si la
gente atesora dinero, no se gasta y la actividad económica se contrae). Es
una excusa como cualquier otra para justificar que los Gobiernos generen
inflación, “incentivando” el desatesoramiento de dinero. Otro día les
hablaré sobre las diferencias entre atesorar el dinero e invertirlo y sobre por
qué no podemos decir que una de las dos alternativas sea siempre superior a
la otra. No es un tema baladí: los errores fundamentales de keynesianos y
monetaristas nacen de no entender este punto básico.
Por último, en una economía de intercambio, donde cada persona produce
para satisfacer las necesidades ajenas como paso previo a satisfacer las
propias, debe de existir algún método para averiguar qué producciones son
las más valiosas. Al cabo, las materias primas y trabajadores que yo utilizo
para producir, por ejemplo, corbatas son materias primas y trabajadores que
otro no podrá utilizar otra persona para producir, por ejemplo, maletines.
¿Qué les es más valioso a los consumidores? ¿Cómo comparar las
manzanas-corbatas con las peras-trabajadores o con los melocotones-
maletines? De nuevo, el dinero entra en acción: si reducimos todos los
bienes y factores a un precio monetario que se haya determinado a través de
intercambios voluntarios en el mercado, podremos calcular si los
consumidores valoran más, en dinero, las corbatas que los maletines o que
el resto de usos alternativos que se les podría haber dado a los trabajadores
y a las materias primas. El dinero, pues, también sirve como común
denominador y herramienta de cálculo para tomar decisiones empresariales.
Lejos de lo que parece transmitir la expresión clásica del “velo monetario”,
el dinero presta un servicio (o triple servicio) esencial e insustituible dentro
de nuestras sociedades. Es el dinero, al final, lo que fuerza a los
empresarios a competir para ponerse al servicio de los consumidores, lo que
valida la soberanía del consumidor: si éstos no enajenan sus mercancías a
cambio de dinero, se quedan atascados con ellas, lo que significa que no
podrán acceder ni hoy ni mañana a las mercancías que hubiesen deseado
adquirir. Por eso, Gobiernos y empresarios ineficientes llevan siglos
atacando al dinero desde todos los frentes. Viva la inflación es muera el
dinero y muera la división del trabajo.
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Los faros del capitalismo
Publicado el 01 abril 2011 por Juan Ramón Rallo
Que el capitalismo nos conduce al caos parece algo evidente desde el
momento en que multitud de individuos toman decisiones por su riesgosa
cuenta y fijándose poco o nada en las decisiones que ha tomado el vecino.
¿Cómo esperar la más mínima pizca se sensatez colectiva de un sistema que
se asienta en la atomizada disposición de los recursos? Bueno, aunque le
cueste creerlo, el mercado llega a un orden sin plan; un orden que, por
supuesto, dista mucho de ser perfecto –pues en tal caso, ¿qué sentido
tendría continuar recurriendo al mercado?– pero que en todo caso es
superior a las ordenaciones de recursos que puedan lograrse por vías
alternativas (a través del ordeno y mando estatal).
¿Y cómo logra ese impersonal mercado coordinar a todos los seres
humanos? No esperen que les cuente otra vez la historia de la mano
invisible, analogía que todos pretenden haber entendido por cuanto guarda
de similar con un planificador que centralizadamente distribuye los recursos
allí donde sabe (¿seguro que lo sabe?) que son más valiosos. No, la manera
de alcanzar la cooperación social a través del mercado es un tanto más
compleja y pasa especialmente (que no exclusivamente) por el sistema de
precios.
Tengamos presente que un precio es sólo el rastro que ha dejado un
intercambio mutuamente beneficioso entre dos partes. Es una ratio entre las
mercancías entregadas y las mercancías recibidas, una de las cuales, tras
abandonar el trueque, pasa a ser el dinero. Al observar un precio, pues,
podemos sentenciar que en ese momento histórico, cuando las dos partes se
traspasaron sus respectivas mercancías, ambas creían que iban a salir
ganando.
Y esto, créanme, da mucho juego. Al cabo, si empresarialmente
descubrimos que en Burgos hay un pastor que está dispuesto a vender su
lana por 5 monedas de oro, que en Madrid hay un obrero que acepta
cardarla e hilarla por 10 monedas más, que para llevarla a Valencia hemos
de abonarle al transportista 3 monedas y que una vez allí los consumidores
valencianos suelen pagar por la ropa 25 monedas, podremos lucrarnos al
lograr que el pastor, el obrero, el transportista y los consumidores se
coordinen merced a intercambios mutuamente beneficiosos. Y no olvide
que si los consumidores disponen de 25 monedas de oro es porque
previamente han contribuido a producir o comercializar otros bienes que
otros consumidores han valorado en más que esas 25 monedas de las que se
han desprendido.
Supongamos ahora que otra persona cree poder producir colchones de lana
por 30 monedas de oro y venderlos por 35. En tal caso, el colchonero le
arrebatará la lana al ropero debido a que puede abonarle al pastor un precio
más alto al de este último. De este modo, la lana actualmente existente se
dirigirá hacia su uso más importante, que no es la fabricación de ropa sino
de colchones. ¿La razón última? Que, a cambio de su lana, los compradores
de colchones están dispuestos a entregarle al pastor más bienes de consumo
que los que están dispuestos a traspasarle los compradores de ropa y, por
tanto, a éste le conviene más proporcionársela a los primeros que a los
segundos.
A largo plazo, sin embargo, si al pastor le cuesta producir la lana bastante
menos de lo que el ropero y el colchonero están dispuestos a pagarle por la
misma, éste tenderá a criar más ovejas –aunque fuera contratando a otros
trabajadores para vigilarlas– para poder suministrársela a sus dos clientes y
para que éstos, a su vez, puedan producir tanto ropa como colchones de lana
para los consumidores. Eso sí, tengamos presente que el aumento de la
producción de lana se realizará a costa de la reducción de la producción de
otros bienes y servicios, pues el mayor número de trabajadores, tierras o
forraje necesario para criar más ovejas será detraído procederá de otros
proyectos empresariales que no llegarán a completarse, por ejemplo la
producción de trigo y de pan: simplemente, la evolución de los precios de
los bienes de consumo y de los factores productivos (lo que llamamos
costes) indicará que hay que fabricar más colchones y más ropa (y, por
tanto, más lana) y menos pan.
Mas, ¿qué sucedería si el colchonero le arrebata la lana al ropero y, sin
embargo, los mismos consumidores que en el pasado habían desembolsado
35 monedas por los colchones ya no siguen dispuestos a hacerlo? Pues que
el colchonero se comerá una pérdida que equivaldrá a la riqueza de aquellos
bienes que ha impedido que se crearan (la ropa) y en lo sucesivo el ropero
podrá volver a abastecerse del pastor burgalés sin que el pastor tenga que
producir más lana a costa de que se hornee menos pan. ¿Moraleja? Los
precios relevantes son los futuros y esos jamás podemos conocerlos con
certeza (por si alguien lo dudaba, no somos prescientes), sólo podemos
tratar de anticiparlos fijándonos, en parte, en los precios pasados.
En definitiva, los precios de mercado, que se encuentran en permanente
cambio según las fluctuantes condiciones de la demanda y de la oferta de
los distintos bienes y servicios, permiten un elevadísimo grado de
coordinación voluntaria y mutuamente beneficiosa entre todos los agentes
económicos. Como decíamos al comienzo, no es ni mucho menos una
coordinación perfecta, pero sí, desde luego, una coordinación mucho mayor
–sobre todo cuando se la complementa con otras instituciones espontáneas
propias del libre mercado– que la que puede darse por parte del Estado, esto
es, fuera del mercado. Por eso el socialismo y el intervencionismo
generalizado no funcionan.
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¿Qué son los tipos de interés?
Publicado el 08 abril 2011 por Juan Ramón Rallo
Desde antaño se ha sostenido que el dinero es estéril. Y algo de verdad hay
en eso: hasta donde me alcanza, nunca he visto a las monedas o billetes de
mi cartera reproducirse y engendrar nuevas monedas o billetes. De hecho,
aunque lo hicieran, difícilmente nos volveríamos más ricos, pues la
tendencia sería a que el precio del resto de bienes y servicios se encareciera.
Pero entonces, si el dinero ni se reproduce ni es directamente productivo, ¿a
qué viene que cobremos intereses por prestarlo?
Creo no tergiversar demasiado si digo que el fenómeno del interés es uno de
los peor entendidos en toda la ciencia económica. Para empezar, como el
interés se paga en dinero y por el dinero, se ha generalizado la idea de que
es un fenómeno enteramente monetario. Keynes pensaba que si se
incrementaba lo suficiente la cantidad de dinero, el tipo de interés nominal
podría caer al 0% de manera permanente. Sin embargo, piénselo un
momento: ¿hay alguien que se endeude simplemente para atesorar el
dinero? Es decir, ¿hay alguien que pida prestados 200.000 euros durante un
año al 10% simplemente para guardarlos debajo del colchón? Sería un poco
absurdo, porque pasado el año debería devolver 220.000 euros.
En realidad, y he ahí el primer error, cuando demandamos crédito estamos
demandando, no dinero, sino bienes y servicios. El dinero es sólo el medio
necesario para, en esta sociedad monetaria nuestra, comprar esos bienes y
servicios. O dicho de otra manera, cuando pedimos una hipoteca queremos,
en realidad, una vivienda; cuando pedimos un préstamo al consumo
queremos, en realidad, un coche; cuando pedimos un préstamo empresarial
queremos, en realidad, fichar a trabajadores, comprar maquinaria, contratar
el suministro eléctrico…
Bien, sentado esto, imagine que mucha otra gente desea comprar la misma
casa, el mismo coche o contratar a los mismos factores productivos. ¿Cómo
decidimos quién se los queda? Básicamente a través del sistema de precios:
aquellos que estén dispuestos a ofrecer más por esos bienes y servicios
serán quienes los captarán. Pero imagine que usted no tiene hoy nada que
ofrecerles, ¿significa ello que tiene las manos atadas para pujar? No,
siempre y cuando sí pueda ofrecerles algo en el futuro.
Suponga que va a comprarle un inmueble a un promotor inmobiliario. Éste
le exige 200.000 euros y usted está hoy sin blanca, pero sabe que dentro de
un año va a cobrar una cuantiosa herencia de 500.000 euros. En tal caso
podría prometerle al promotor que le pagará la vivienda en doce meses.
Ahora bien, ¿cuánto piensa que debería pagarle dentro de un año al
promotor para que acepte entregarle hoy la vivienda? ¿200.000 euros? No
parece que al promotor le vaya a resultar una oferta muy atractiva, por
cuanto hay otra gente interesada en pagarle eso mismo hoy. ¿200.001
euros? Tampoco resulta probable que el promotor esté dispuesto a esperar
un año sólo para embolsarse un euro de diferencia.
Lo cierto es que usted debería ofrecerle suficiente dinero como para que a él
le compensara esperar un año a cobrar los 200.000 euros (tal vez, por
ejemplo, 220.000 euros). Al cabo, todos preferimos disponer del dinero
antes que después, lo que equivale a decir que todos le asignamos valor al
hecho de poder disponer de los bienes y servicios antes que después (es lo
que se conoce como “preferencia temporal” o, simplemente,
“impaciencia”). No olvidemos que los bienes presentes nos sirven o para
satisfacer nuestras necesidades presentes (bienes de consumo) o para
preparar la satisfacción de nuestras necesidades futuras (factores
productivos) de modo que por fuerza le otorgaremos valor a disponer lo
antes posible de esos bienes presentes: dicho de otro modo, el tiempo, la
anticipación, es útil.
He ahí el fundamento del interés: el exceso de valor de los bienes presentes
sobre los bienes futuros o, dicho de otro modo, la utilidad de anticipar la
disposición de esos bienes presentes. Por ejemplo, si intercambiamos una
casa que vale 200.000 euros por 220.000 euros dentro de un año, estamos
diciendo que para que el promotor acepte desprenderse de su casa sin
recibir nada a cambio durante un año, hay que compensarle en 20.000 euros
(lo que sobre los 200.000 euros que vale el inmueble, equivale a un interés
del 10%). Si los bienes presentes no fueran más valiosos que los futuros, el
promotor sería indiferente entre recibir 200.000 euros hoy o mañana. Pero
como es obvio no lo es.
Lo mismo sucede si le pedimos a otra persona que nos preste 200.000 euros
para pagarle a tocateja la casa al promotor. Nuestro prestamista podría
haber utilizado esos 200.000 euros en otras cosas: en consumir más, en
invertir o en mantenerlos atesorados para lo que pueda venir (como es
obvio, si no quisiera utilizarlos para nada en ningún momento, no se habría
preocupado desde el comienzo en acumularlos produciendo bienes y
servicios para el mercado mientras renunciaba a su tiempo libre).
En definitiva, los tipos de interés sólo son un precio más dentro del
mercado: el precio del tiempo (¡no del dinero!) que depende de la distinta
impaciencia de los agentes a la hora de anticipar la disposición de bienes
presentes o de aceptar retrasarla. Se trata de un precio que impregnará todas
las transacciones en las que participe el tiempo: no sólo en las de tipo
monetario y desde luego no sólo en las que tengan lugar en los mercados
crediticios. Por dar dos ejemplos muy sencillos: en los contratos de
aparecería y en las relaciones laborales hay implícito un tipo de interés. El
cesionario aparecero comparte una parte de sus aprovechamientos futuros
con el cedente aparcero debido a que éste le adelanta sus factores
productivos sin cobrarle nada hasta el momento futuro en el que produzca;
lo mismo sucede en las relaciones laborales, donde el capitalista adelanta
los salarios (y la maquinaria) a cambio de quedarse con una parte de la
producción futura (la famosa plusvalía que Marx jamás comprendió).
No quiero con ello decir que en la determinación de los tipos de interés sólo
influya la preferencia temporal; también tienen relevancia otras variables
como las perspectivas de inflación, la prima de liquidez o las
manipulaciones crediticias. Más bien, lo que quiero señalar, es que la
existencia de los tipos de interés depende por entero de la preferencia
temporal (y de otra categoría hermana como es la aversión al riesgo, de la
que hablaremos otro día). Sin preferencia temporal no habría tipos de
interés, aun cuando hubiese manipulaciones del volumen de crédito; con
preferencia temporal habrá tipos de interés, aun cuando estos puedan ser
distorsionados por otras variables como las expansiones crediticias.
¡De cuántas barbaridades nos habríamos librado si los economistas
hubiesen entendido adecuadamente este sencillo concepto!
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El capitalismo depende del ahorro, no del
consumo
Publicado el 17 abril 2011 por Juan Ramón Rallo
Uno de los mayores problemas de los que adolecen nuestros juicios
económicos es que tratamos de elucubrarlos a la luz de nuestra experiencia
diaria. En ocasiones el resultado puede ser satisfactorio pero en otras puede
resultar bastante catastrófico. Por ejemplo, por todos es sabido que al
capitalismo lo mueve el consumo; basta con darse un paseo por la calle para
darse cuenta: cuando las tiendas están a rebosar, se crea empleo, y cuando
están vacías, se destruye. Sencillo, ¿no?
Pues no tanto. A quienes creen que el capitalismo se sustenta sobre el
consumo –o incluso sobre el consumismo– debería extrañarles el étimo
mismo de “capitalismo”. Capitalismo procede de capital (esa parte de
nuestro patrimonio destinada a generar riqueza para el resto de agentes de
un mercado) y para amasar un capital hay que ahorrar y para ahorrar hay
que restringir el consumo. ¿Qué sentido tiene entonces decir que un
sistema, el capitalismo, cuya misma existencia depende de la virtud de no
consumir sólo puede sobrevivir y medrar cuando se consume masivamente?
Ninguno, salvo porque aquello que conocemos del capitalismo son sus
expresiones más primarias y más mundanas: como productores
especializados y consumidores generalistas que somos, cada semana
visitamos decenas de tiendas distintas, pero muy pocos serán quienes a lo
largo de toda su vida visiten decenas de centros de producción diferentes.
Mas las cosas son así: el capitalismo no depende del consumo sino del
ahorro. Una sociedad donde se consumiera el 100% de la renta sería una
sociedad nada capitalista. No tendríamos ni un solo bien de capital: ni
viviendas, ni fábricas, ni infraestructuras, ni laboratorios, ni científicos, ni
arquitectos, ni universidades ni nada. Simplemente, todos los individuos
tendrían que estar ocupados permanentemente en producir bienes de
consumo –comida, vestidos, mantas…– y no dedicarían ni un segundo a
producir bienes de inversión (por definición, si se consume el 100% de la
renta es que no se producen bienes que no sean de consumo). Es el ahorro,
el no desear consumir todo lo que podamos, lo que nos permite dirigir
durante un tiempo nuestros esfuerzos, no a satisfacer nuestra más
inmediatas necesidades, sino a preocuparnos por satisfacer nuestras
necesidades futuras: producimos bienes de capital para que éstos, a su vez,
fabriquen los bienes de consumo futuros que podamos necesitar.
Pero entonces, ¿acaso la economía no entra en crisis cuando cae el
consumo? No, quienes entran en crisis cuando cae el consumo son los
negocios que venden directamente a los consumidores, pero no toda la
economía. Salvando el caso –que trataremos en otro artículo– de que el
consumo caiga porque aumente el atesoramiento de dinero (el dinero debajo
del colchón), un menor consumo implica que hay disponibles una mayor
cantidad de fondos y recursos para invertir. En otras palabras, cuando caiga
el consumo, los tipos de interés también se reducirán, con lo que la
inversión aumentará; es decir, pasarán a producirse más bienes de capital
contratando a los factores que habían quedado desempleados en las
languidecientes industrias de bienes de consumo.
Alto. Pero, ¿acaso no son las industrias de bienes de consumo las que
compran los bienes de capital (máquinas, productos intermedios, grúas,
patentes, material de oficina, ordenadores…)? Entonces, si las industrias
que producen bienes de consumo entran en crisis porque venden menos,
¿acaso no reducirán sus compras a las industrias que fabrican bienes de
capital? ¿Para qué querrían éstas incrementar su producción?
No, no están locas. Que el consumo caiga significa que las empresas de
bienes de consumo ya no pueden vender una parte de sus mercancías al
mismo precio que antes. Si no rebajan los precios, parte del género se les
queda en las estanterías sin vender, pero si lo hacen, deja de salirles a
cuenta comercializar muchos de esos productos. ¿Callejón sin salida? No.
Toda empresa que vea minorar su margen de ganancia tiene dos opciones: o
comprar el mismo producto más barato a sus proveedores o adquirirles un
producto igual de caro pero de mayor calidad por el que los consumidores
estén dispuestos a pagar más. En ambos casos, el margen de beneficio de
estos productos vuelve a ser positivo: o los precios caen pero los costes
también lo hacen, o los costes se mantienen constantes pero los precios de
venta suben.
Así pues, sí existe una demanda potencial insatisfecha por parte de las
empresas de bienes de consumo y, en definitiva, por parte de los
consumidores: demandan bienes de consumo o más baratos o de mayor
calidad. Y es a esto a lo que se dedicarán los asequibles fondos y recursos
que quedan disponibles tras la minoración del gasto en consumo: a fabricar
más bienes de capital que, gracias a su superior productividad, permitan
producir en el futuro bienes de consumo más baratos o de mayor calidad.
¿A qué creen que se están dedicando si no las compañías que ahora mismo
están buscando nuevos pozos de petróleo o minas de cobre, experimentando
con motores de gas más eficientes o investigando como abaratar y
perfeccionar las tabletas de los próximos cinco años? Justamente a eso.
¿Piensa que su actividad sería más fácil si todos consumiéramos aún más de
lo que ya lo hacemos ahora? Es decir, ¿piensa que su actividad sería más
fácil si los tipos de interés se dispararan y si, por tanto, les metiéramos más
prisa para que concluyeran todos sus proyectos? No, muchos los
terminarían de forma chapucera a los pocos meses y muchos otros ni
siquiera los emprenderían.
Por este motivo, en contra de lo que piensan los subconsumistas, no existe
ninguna paradoja del ahorro: el ahorro es tanto individual como socialmente
beneficioso. Más ahorro incrementa nuestro patrimonio individual y,
también, la capitalización de toda la economía: es un poquito menos de pan
hoy a cambio de muchísimo más pan mañana. El capitalismo no ha
medrado sobre el consumismo, pues en tal caso las sociedades más pobres
del planeta –aquellas que para sobrevivir se ven forzadas a consumir todo lo
que tienen– serían las más ricas; ha medrado, en cambio, sobre la virtud de
la frugalidad de unas clases bajas que se han ido convirtiéndose en medias
y, en algunos casos, en capitalistas.
Y ahora, la pregunta estrella: ¿podemos llevar este principio hasta el
extremo? ¿Acaso si todos dejáramos de consumir por completo la economía
no se desmoronaría? Pues depende de qué entendamos por “dejar de
consumir por completo”. Si con ello queremos decir que nunca más, jamás,
nadie sobre la faz de la tierra piensa volver a adquirir un bien de consumo,
entonces sí. Pero por un motivo elemental: producimos para consumir (nota
al margen: el ingenuo pensamiento keynesiano razona al revés;
consumimos para producir y para tener empleo en algo). Si nadie quiere
consumir ni hoy ni mañana, no hay objeto para que sigamos produciendo;
podemos tumbarnos todos el día a la bartola en lugar de perder el tiempo y
las energías en fabricar algo que nadie desea.
Pero si por “dejar de consumir por completo” entendemos, verbigracia,
abstenernos de consumir durante cinco años (en caso de que fuera posible),
entonces sí tendría sentido económico que durante esos cinco años
dejáramos de fabricar bienes de consumo (esto es, que las empresas que los
comercializaran y los ensamblaran cesaran en su actividad) y nos
concentráramos en producir unos excelentes y punteros bienes de capital
que nos permitieran dar a luz a fabulosos y baratísimos bienes de consumo
al cabo de esos cinco años. Es simple: a más ahorro, más riqueza futura…
siempre, claro, que valoremos y deseemos más esa riqueza futura que
convertirnos en unos austeros anacoretas.
No, el capitalismo no tiene nada que ver con el consumismo. Bueno, en
realidad una sola cosa: tanto nos ha enriquecido el ahorro de nuestras
generaciones pasadas que ahora, como nuevos ricos, podemos disfrutar de
más bienes de consumo de los que jamás soñaron disponer los faraones y
los monarcas absolutos. Eso es a lo que los carcas abuelos cebolletas de 30
ó 40 años llaman consumismo y lo que muchos de ellos consideran que
debería ser regulado o prohibido (es intolerable que la prosperidad del
capitalismo afee la progresista miseria del comunismo). Pero, en todo caso,
tengamos bien presente que el afluente consumo actual son los frutos de las
privaciones del consumo de ayer y anteayer. El consumo es la cosecha, no
la plantación. La plantación es el capital y el sistema social de plantaciones
empresariales que nos permite disfrutar de un abundante y variado consumo
es el capitalismo.
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¿Puede ser cualquier cosa un buen dinero?
Publicado el 22 abril 2011 por Juan Ramón Rallo
Ya sabemos cuáles son las ventajas que nos proporciona la existencia del
dinero: medio de cambio generalmente aceptado, depósito de valor y unidad
de cuenta. Si a eso debe dedicarse el dinero, parece claro que el buen dinero
será aquella mercancía que mejores aptitudes posea para desarrollar esas
funciones. Por ejemplo, la fruta no sería un buen depósito de valor porque
se pudre; las viviendas serían un mal medio de cambio porque no pueden
desplazarse (aunque probablemente el Carl Fredricksen de Up opine algo
distinto); y las obras de arte serían una mala unidad de cuenta debido a la
enorme heterogeneidad de su valor.
Parece claro, pues, que para que el dinero sea un bien dinero –para que
desarrolle de manera adecuada sus funciones–deberá reunir ciertas
cualidades. No vale cualquier cosa: del mismo modo que la cicuta no
constituye un alimento recomendable para gozar de buena salud, no todos
los bienes económicos pueden desarrollar adecuadamente las funciones del
dinero. De ahí que, dejados en libertad, lo habitual será que los individuos
tiendan a seleccionar como dinero aquellos bienes que reúnan una serie de
cualidades físicas y económicas.
Físicamente, el dinero debe ser fácil y barato de transportar, almacenar y
transformar. Si no puede transportarse con sencillez, no será un buen medio
de cambio; si no puede atesorarse de manera asequible, no será un buen
depósito de valor; y si no puede transformarse sin dificultades, no podrán
crearse piezas monetarias que sean homogéneas y no podrá actuar como
unidad de cuenta.
Económicamente, los individuos necesitan un dinero cuyo valor sea estable:
debe poder intercambiarse en grandes cantidades sin depreciarse (pues en
caso contrario sería un mal medio de cambio) y debe poder almacenarse sin
perder valor con el paso del tiempo (pues en caso contrario sería un mal
depósito de valor y una mala unidad de cuenta). En otras palabras, los
individuos elegirán como dinero aquellos bienes económicos con una
demanda final muy amplia (un bien del que todo el mundo quiera disfrutar
en abundancia) y con una oferta muy rígida (un bien que no pueda
producirse en grandes cantidades por muy elevado que sea su precio y que
tampoco pueda falsificarse).
Así, por ejemplo, los libros de sánscrito serían muy mal medio de cambio,
ya que si quisiéramos intercambiar muchos de ellos por otros bienes o
servicios, deberíamos rebajar de manera notable su precio unitario (la
demanda de los libros de sánscrito es muy baja porque satisface fines muy
pocos valiosos de mucha gente, con lo que a poco que aumenta su oferta, su
precio se desmorona); asimismo, los automóviles o los ordenadores
personales serían muy mal depósito y muy mala unidad de cuenta, no sólo
porque se deterioran y quedan obsoletos con el paso de los años, sino
porque pueden fabricarse muchos más de ellos con rapidez, erosionando su
valor.
Históricamente, el bien económico que mejor que ha reunido todas estas
cualidades, y que ha sido elevado espontáneamente a la categoría de dinero
universal, ha sido el oro: tiene una amplia demanda ornamental en casi
todas las culturas, épocas y lugares, su oferta es muy inelástica en relación
con su stock (cada año sólo sus disponibilidades sólo se incrementan un
1,5% y es muy díficil de falsificar), es el metal más dúctil y maleable que
existe, es muy resistente a los agentes externos (ni siquiera el ácido
sulfúrico lo daña), y posee un alto valor unitario, lo que rebaja
enormemente los costes de almacenamiento y transporte.
Una vez generalizado su uso, los comerciantes y los bancos comenzaron a
emitir sus propios medios de pago –letras de cambio, billetes o depósitos a
la vista–, que en realidad no eran otra cosa que promesas a entregar oro: es
decir, el dinero no eran los billetes de banco –ni siquiera los billetes de los
bancos centrales– sino el oro en el que eran pagaderos esos billetes. En
esencia, porque un billete (no digamos ya una anotación contable en forma
de cuenta corriente) no es más que un trozo de papel que por sí mismo es
incapaz de mantener estable su valor, sobre todo a lo largo del tiempo (su
demanda final es muy poco intensa y su oferta puede incrementarse
asintóticamente).
En la actualidad, manejamos un engendro monetario llamado “dinero
fiduciario”, que ni es un trozo de papel sin más ni tampoco un billete de
banco convertible en oro. En otro momento profundizaremos en su
naturaleza, pero por ahora fijémonos en que cumple de manera
extremadamente deficiente la función de depósito de valor, lo que explica
que sólo haya logrado circular merced a su imposición por parte del
Gobierno a través de todo tipo de tretas (leyes de curso forzoso, restricción
de la competencia, desestabilización del valor del oro…).
No es casualidad: a los Estados, a los bancos y a los empresarios
ineficientes les interesa que los individuos no puedan decidir no consumir y
no invertir (a saber, que no puedan escaparse de sus garras). Nos han
impuesto un mal dinero a sabiendas de que era un mal dinero y de que, por
consiguiente, distorsionaba la coordinación intertemporal de los agentes. La
misma descoordinación intertemporal que se encuentra en la raíz de la
presente crisis.
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¿Por qué hay paro?
Publicado el 30 abril 2011 por Juan Ramón Rallo
Con la losa de los cinco millones de desempleados encima, puede que
resulte de interés explicar someramente a qué se debe esa lacra social
conocida como paro.
Por empleo cabe entender el trabajo remunerado y por cuenta ajena: son los
servicios que el trabajador desempeña dentro de un plan empresarial
dirigido a lograr un lucro monetario. Es decir, en toda relación laboral hay
un capitalista que arrienda los servicios de otra persona –el trabajador– a
cambio de una remuneración –el salario– que el primero abona con cargo a
su capital, es decir, a su ahorro (el salario es un adelanto en el presente de
las ventas futuras del capitalista).
El salario que obtiene el trabajador depende de dos elementos: uno, el valor
de sus servicios laborales dentro del plan de negocios del empresario (su
productividad); dos, de lo fácilmente sustituible –por otros trabajadores o
por otros factores productivos– que sean esos servicios. Así, por ejemplo,
las funciones muy valiosas pero que todo el mundo puede desempeñar
tienden a ser poco remuneradas. Si un empleado desea aspirar a salarios
más altos, deberá incrementar su productividad y su diferenciación en
relación con el resto de factores competitivos. Subir los salarios por decreto
es una mala opción, pues si el salario exigido por el trabajador o fijado por
el Gobierno supera su productividad, éste no será contratado (pues el
capitalista le estaría adelantando más dinero del que espera recuperar con
sus servicios) y el puesto quedará vacante o será cubierto por otros factores
cuyos precios no están regulados.
El paro, por consiguiente, es consecuencia de que los empresarios no
encuentren a trabajadores que encajen dentro de sus planes y que exijan una
remuneración igual o inferior a su productividad o de que los trabajadores
no encuentren a empresarios dispuestos a abonarles el salario que ellos
exigen.
Cuando la causa de esta falta de conexión entre trabajadores y empresarios
sea simplemente la insuficiente coordinación entre unos y otros, suele
hablarse de “paro friccional”: aquel desempleo, generalmente de corta
duración, que resulta de los reajustes entre unos empresarios que quieren
modificar su plantilla y unos trabajadores que desean cambiar de compañía.
Cuando un país sólo padece desempleo friccional suele decirse que se
encuentra en una situación de “pleno empleo técnico”.
Otras veces, sin embargo, el desempleo tiene causas más profundas y
estructurales: si la inmensa mayoría de proyectos empresariales de un país
son incapaces de generar una sustanciosa riqueza adicional –pues nadie, ni
dentro ni fuera de ese país, está dispuesto a pagar lo suficiente por su nueva
mercancía–, los capitalistas sólo podrán ofrecer salarios muy bajos que los
trabajadores o se negarán a aceptar o tendrán prohibido aceptar debido a la
existencia de salarios mínimos en forma de leyes o de convenios colectivos.
En esas situaciones puede hablarse de un “desempleo estructural”: a corto
plazo, los empresarios son incapaces de trazar planes de negocio que
generen la suficiente riqueza como para que sea rentable contratar a
trabajadores al salario que solicitan o que se les impone que soliciten. Esa
incapacidad puede ser responsabilidad del capitalista, del trabajador o de
ambos; el capitalista puede haber inmovilizado su ahorro en forma de un
equipo productivo que se ha quedado súbitamente obsoleto y sin demanda
(por ejemplo, las cementeras que abastecían a las constructoras), lo que le
impide rentabilizar a un trabajador dentro de esas estructuras; el trabajador,
por su parte, puede carecer de formación o puede haberse especializado en
ciertas áreas que también hayan quedado obsoletas (como ocurre
parcialmente con los arquitectos), todo lo cual obstaculiza que los
empresarios puedan pergeñar e incorporarlos dentro de planes de negocio
donde es necesaria otra especialización.
La solución al desempleo estructural no es sencilla ni, sobre todo,
inmediata. A corto plazo, lo máximo que puede hacerse es eliminar todas
las regulaciones que añadan costes redundantes a la contratación (por
ejemplo, costes por despido o liberados sindicales) y que socaven la
flexibilidad salarial. Con ello será posible que una parte de la fuerza laboral
encuentre ocupación: aun cuando sea poco productiva dentro de los actuales
planes empresariales, la eliminación de costes artificiales y la minoración
salarial facilita que aquellos que se contenten con bajos sueldos puedan
encontrar trabajo.
A largo plazo, no obstante, la única solución pasa por un reajuste de la
estructura productiva. Los empresarios tienen que generar nuevos bienes de
capital con los que poder fabricar las mercancías que sí demandan los
consumidores nacionales y extranjeros y los trabajadores deben adaptar su
formación para encajar adecuadamente en esos nuevos planes de negocio.
Para todo ello, es menester generar un clima favorable a la inversión a largo
plazo, tanto en capital físico como en capital humano: altas tasas de ahorro,
tributación moderada, ausencia de rescates indiscriminados de los sectores
moribundos, certidumbre legislativa, independencia judicial, sistema
educativo de calidad, dinámico y adaptable a los cambios del entorno…
Así las cosas, debería resultar evidente por qué no debemos caer en la treta
keynesiana de que el desempleo es consecuencia de una insuficiencia de
demanda: no se trata que, de repente, la sociedad se haya vuelto loca y haya
dejado de consumir e invertir, sino de que ciertos consumos basados en un
crédito muy inflado (como la vivienda) han devenido ruinosos y de que la
inversión no puede reanudarse sin que los empresarios localicen las nuevas
oportunidades de negocio y exista ese clima amigable con la misma que
acabo de describir. Los planes de estímulo de la demanda sólo generan
aumentos transitorios e insostenibles del empleo con cargo a mayores
impuestos futuros (y, por tanto, a menor inversión y empleo de calidad).
Los políticos españoles lo han hecho todo al revés y lo ha pagado con cinco
millones de parados: ante una economía que necesitaba una reconversión
generaliza, ni flexibilizaron el mercado laboral por complicidad con los
sindicatos, ni renunciaron a las drogas estimulantes, ni han favorecido un
clima que incentive la inversión a largo plazo –el país padece una
tributación cada vez más salvaje, una absoluta incertidumbre legislativa,
rescates a diestro y siniestro, un sometimiento radical del poder judicial al
ejecutivo, la destrucción de su sistema educativo…–. España, para
desgracia nuestra, es un caso de manual de cómo perpetuar el pleno
desempleo.
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¿Por qué ganan dinero las empresas?
Publicado el 06 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo
Los beneficios astronómicos de las compañías suelen desatar reacciones
negativas entre el público. Si comparamos las cifras de negocio y las
ganancias de cualquier gran empresa con el salario de cualquier trabajador
corriente, la diferencia resulta inconmensurable. Tan es así que numerosos
economistas a lo largo de la historia se han apresurado a explicarlos por la
explotación más o menos descarada que las compañías ejercen sobre otros:
ayer eran los curritos, hoy son los guisantes. La duda en cualquier caso es
razonable: ¿por qué las empresas ganan dinero? ¿Acaso no estaríamos todos
mejor si esos beneficios se repartieran entre trabajadores, consumidores,
proveedores y políticos? ¿Qué función desempeñan los beneficios?
Bueno, empecemos definiendo qué son los beneficios monetarios:
beneficios son los ingresos que exceden a los costes de producción (de ahí
que también se les denomine ingresos netos). Las empresas obtienen sus
ingresos vendiendo sus servicios o sus mercancías manufacturadas a los
consumidores (o a otras empresas que, en última instancia, los venderán a
los consumidores) e incurren en costes cuando adquieren o alquilan los
factores productivos que necesitan para fabricar o proporcionar esos bienes
o servicios. Si los consumidores pagan por las mercancías más de lo que les
ha costado fabricarlas, entonces se genera un excedente monetario que se
queda en la empresa: los beneficios.
Ahora bien, si nos creemos el cuento chino de la virulenta competencia
perfecta entre empresas, en principio parecería lógico que los beneficios
cayeran a cero. Las empresas rivalizarían entre sí bajando los precios a los
que venden sus productos y subiendo los precios que están dispuestas a
pagar por los factores productivos. Empero, nunca, jamás, bajo ninguna
circunstancia, un sistema económico lograría funcionar y sobrevivir si todas
sus compañías obtuvieran beneficios cero. Y el motivo de esto sólo en parte
se debe a que no existe en el mundo real nada parecido a la competencia
perfecta; o dicho de otro modo, aun cuando existiera competencia perfecta,
los beneficios monetarios no podrían caer a cero.
La razón es que las empresas, cuando adquieren o contratan a un factor
productivo, le están adelantando un dinero que sólo recuperarán en el
futuro, cuando se complete el proceso de fabricar y comercializar la
mercancía. Es decir, el capitalista es aquel que, por ejemplo, inmoviliza en
su empresa un capital de 1.000.000 euros durante cinco años para ganar
50.000 euros anuales en beneficios. Por eso ningún capitalista estará nunca
dispuesto a pagarle a los factores tanto como lo que obtendrá por vender sus
mercancías: estamos ante la cuestión del tipo de interés que ya expusimos.
¿Acaso usted pagaría 50.000 euros por un bono que le devolviera dentro de
un año solamente esos 50.000 euros? No, y el capitalista tampoco.
En este sentido, tampoco deberíamos dejarnos llevar por las abultadas cifras
de ganancias y las presuntamente exiguas cuantías de los salarios. En 2009,
por ejemplo, Carrefour ganó 437 millones de euros, pero ese guarismo
apenas proporcionaba una rentabilidad del 3,9% a sus accionistas. Así, los
miles de propietarios de Carrefour (sus accionistas) han tenido que
adelantar e inmovilizar 11.000 millones de euros para obtener, año a año,
apenas un rendimiento que no alcanza el medio millardo: o dicho de otra
manera, aportando unos 14,5 euros por acción, apenas han logrado 0,5
euros en 2009. No es un negocio tan redondo como podría parecer:
comprando deuda del Gobierno alemán usted lo hubiese podido hacer
prácticamente igual de bien. Por ello, por cierto, una empresa puede llegar a
desaparecer aun cuando no sufra pérdidas: si no proporciona una
rentabilidad atractiva a sus propietarios, éstos simplemente dejarán de
reinvertir en ella para reponer y de modernizar sus bienes de equipo.
En otras palabras, una parte del beneficio que obtienen las empresas no es
más que el tipo de interés de mercado: la remuneración que logran los
capitalistas por ahorrar (abstenerse de consumir) durante el tiempo que
están implementando un determinado proceso productivo. Sin esa mínima
rentabilidad, los capitalistas no reinvertirían sus ahorros en seguir
fabricando bienes y regresaríamos a una sociedad salvaje y atomizada
donde la división del trabajo sería historia: recuerde que la base del
capitalismo no es el consumo, sino el ahorro y que sin éste todo se viene
abajo. Por tanto, una parte de los beneficios no son más que la
remuneración del capitalista por no consumir y financiar todo el chiringuito
productivo; de idéntico modo a que los salarios son la remuneración de los
empleados por trabajar.
Mas aquí no termina toda la película. Dado que no existe ese engendro de la
competencia perfecta (sobre el cual ya hablaremos otro día), muchas
empresas suelen obtener unos ingresos netos por encima (en ocasiones muy
por encima) de los tipos de interés de mercado. Son los llamados
“beneficios extraordinarios” que muchos economistas, en su constante
huida de la realidad, suelen atribuir a la existencia de plutocráticos
monopolios que dominan el mundo desde Bilderberg o Zúrich.
En ausencia de restricciones gubernamentales a la competencia, la realidad,
sin embargo, es muy otra. Los beneficios extraordinarios se deben a que una
empresa va dos pasos por delante del resto de compañías. Dado que todas
no hacen lo mismo, no todas sirven igual de bien a los consumidores y por
tanto no todas ganan el mismo dinero: unas se forran, otras se ganan el pan
y otras pierden hasta la camisa. Google no es Alcoa y ésta no es Virgin
Media: en 2010, el primero proporcionó una rentabilidad del 20% para sus
accionistas, la segunda un 2% y la tercera un -11%. Así pues, la otra parte
de los beneficios empresariales no es más que la remuneración a aquellos
capitalistas que confeccionan excelentes planes de negocio y que le facilitan
mucho más la vida al consumidor que la competencia.
Así que ya sabe: si un capitalista sirve al consumidor mucho mejor que el
resto, ganará mucho dinero; si lo sirve de manera decentilla pero nada
destacable, se embolsará el tipo de interés, como quien acude a realizar un
depósito bancario; y si despilfarra los recursos en proyectos nada valiosos
para sus clientes, entonces obtendrá unos rendimientos inferiores al tipo de
interés e incluso acumulará pérdidas. No busque en la explotación la causa
de los beneficios que se obtienen en un mercado libre: apunte más bien
hacia el ahorro, la coordinación empresarial y la satisfacción del
consumidor.
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¿Por qué nos empobrecen las catástrofes
naturales?
Publicado el 14 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo
Aunque se trate de un asunto muy manido y del que ya se ha hablado en
numerosas ocasiones, el reciente terremoto de Lorca, y el no mucho más
lejano en el tiempo de Japón, nos ofrece la oportunidad de volver a
reflexionar sobre el tema.
Riqueza es toda aquella acumulación de bienes que nos permite, directa o
indirectamente, satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. Tan
riqueza es, aunque con distinta forma y probablemente dispar valor, un
almacén lleno de trigo que un campo para cultivarlo: el primero lo podemos
comer directamente para saciar nuestro apetito y el segundo nos puede
proporcionar el trigo con el que hacer lo propio. En definitiva, para
volvernos más ricos hemos de disponer de más bienes con los que directa o
indirectamente satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. De ahí la
muy elemental proposición de que la destrucción indeseada de bienes
materiales nunca –insisto, nunca– nos vuelve más ricos. Tal vez sea por ello
que a las catástrofes naturales se las llame “catástrofes” y no “bendiciones
naturales”.
Sentado lo evidentemente cierto, conviene, sin embargo, perder algo de
tiempo refutando lo evidentemente falso y, sobre todo, explicando por qué
son tantos los que compran las mercancías escacharradas de que destruir es
crear y pobreza es riqueza.
Dos de los errores que más ha contribuido a popularizar el keynesianismo
son: por un lado, que la medición más aproximada de nuestra riqueza no la
constituye el valor de los bienes y servicios que producimos, sino la
cantidad de trabajo existente; por otro, que la riqueza no nace de producir y
acumular bienes que satisfacen nuestras necesidades, sino de gastar en
demandarlos.
Recordemos, además, que el keynesianismo es un engendro teórico
concebido en tiempos de estancamiento. En un momento de parálisis
económica, como en las fases más depresivas de un ciclo, el desempleo
tiende a ser muy elevado y el gasto suele congelarse. Es razonable: los
empresarios todavía están recomponiendo sus planes de negocio y el
conjunto de los agentes económicos está más preocupado por amortizar sus
deudas que por mantener unos niveles de gasto (generalmente basados en
un sobreendeudamiento previo) que son insostenibles. En esa coyuntura,
pues, cualquier circunstancia, por desgraciada que ésta sea, que contribuya
a reanimar el empleo y el gasto será considerada por los keynesianos como
“estimulante” para el crecimiento.
Así, si un terremoto destruye varios millares de viviendas, por mucha crisis
que haya, dos cosas son evidentes: la primera, que los afectados por el
seísmo, aun cuando acumulen ingentes deudas y aun cuando sean muy
reacios a gastar a ciegas, harán lo que sea –liquidar otros activos,
endeudarse todavía más, recortar otros desembolsos…– para gastar en
reparar sus casas; la segunda que, precisamente por lo anterior, existe una
oportunidad de negocio bastante grande y bastante evidente en reedificarlas
(sobre todo para las empresas que ya cuenten con el equipo para ello), de
modo que por dubitativa que estuviera una parte del empresariado acerca de
cuál debe ser su oficio futuro, durante un tiempo concentrará sus esfuerzos
en construir nuevas viviendas, para lo cual contratará a nuevos trabajadores,
reduciendo el nivel de paro.
Ahí lo tienen: si más gasto y más empleo equivalen a más riqueza para los
keynesianos –y, por desgracia, para mucha gente que ha sido contaminada
por sus ideas–, es consecuente que se tienda a pensar que las catástrofes
naturales nos vuelven más prósperos colectivamente por generar, en ciertas
circunstancias, más empleo y gasto a muy corto plazo.
¿Dónde está el error de tan primario razonamiento? Antes del terremoto, los
agentes económicos estaban paralizados (trabajadores sin empleo,
empresarios que no invierten, consumidores que no gastan…) porque no
sabían cómo generar riqueza adicional sobre la ya existente. Después del
terremoto se han empobrecido, de modo que esos mismos agentes pueden
movilizarse durante un tiempo para reponer la riqueza que existía
previamente. ¿Acaso se vuelven más ricos volviendo a producir una riqueza
que previamente poseían? No, pierden tiempo y recursos; por tanto, se
empobrecen. Cierto: hay más empleo que antes, pero no empleo dirigido a
incrementar su riqueza sino a restituirla; cierto: hay más gasto en viviendas,
pero también menos gasto, presente o futuro, en todos aquellos otros bienes
que podrían haber producido y adquirido en ausencia del terremoto.
Ninguna devastación involuntaria mejora nuestro bienestar, ni siquiera
cuando sustituyamos las antiguas casas –o la antigua riqueza, más en
general– por otras de mejores y más resistentes. Pues, ¿por qué esperar al
terremoto para remplazarlas? O, más simplemente, si de crear nuevos
bienes desde cero se trata, ¿no sería preferible quedarse con los bienes
viejos y con los nuevos? ¿Qué es mejor? ¿Un tractor nuevo o dos tractores,
uno nuevo y otro viejo? ¿Una casa recién reformada o dos viviendas, una
reformada y otra sin reformar? Puede, es verdad, que cuando vayamos
justitos de espacio sí convenga destruir lo viejo para quedarnos sólo con lo
nuevo –el espacio también puede ser objeto de economización–, pero en tal
caso no necesitamos de terremotos, nos basta con dinamita. Al cabo, el
único beneficio de los terremotos sería el de ahorrarnos el coste de los
explosivos: claro que la ventaja de estos últimos es que permiten focalizar
la destrucción allí donde nos conviene; la pequeña desventaja de las
catástrofes naturalezas es que la generalizan de manera indiscriminada.
A diferencia de keynesianos y animistas, no confiaría demasiado en la
sapiencia innata de Gaia para seleccionar con precisión cirujana qué obras
deben ser derruidas con tal de maximizar nuestro bienestar colectivo.
Seguro que al llenar de explosivos todo un territorio, algún error de bulto
comete.
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La economía asamblearia no puede funcionar
Publicado el 20 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo
Aunque cada vez son menos, todavía los hay que defienden planificar
asambleariamente la economía: democracia económica, lo llaman. Al cabo,
¿no sería más lógico que todos los ciudadanos votaran en común cuáles son
los bienes y servicios que debe producir la comunidad? ¿Por qué eso ha de
determinarlo un grupo de empresarios sin escrúpulos que sólo buscan su
lucro personal? Se trata, sin duda, de un pensamiento instintivo –tal vez
correcto en grupos humanos de tamaño muy reducido– pero
extremadamente erróneo cuando se trata de hacerlo un orden social tan
amplio y complejo como son las economías actuales (en realidad, la
economía actual, pues gracias al libre comercio la organización económica
es internacional).
Los problemas de la democracia económica son dos: los primeros surgen a
la hora de seleccionar qué bienes deben ser producidos y los segundos a la
hora de escoger cómo deben ser producidos.
¿Qué bienes deben producirse? La cuestión podría parecer sencilla: basta
con que la Asamblea someta esta cuestión a votación popular y asunto
resuelto; los bienes más votados serán los que pasarán a ser producidos. De
acuerdo, pero deténgase un momento y mire a su alrededor: ¿se da cuenta
de la enormidad de bienes distintos que le rodean? No se fije sólo en el
ordenador, la mesa o el televisor. Piense en los pomos de las puertas, en las
baldas de las estanterías, en los cojines del sofá, en el papel blanco (o
reciclado) de los libros, en los tornillos que mantienen unidas las piezas que
conforman la silla, en las diversas lámparas, bombillas o velas que lo
iluminan, en las muy variadas prendas de ropa que lleva puestas o que tiene
en su armario, etc. Y todo eso sin salir de casa… ¿Son muchos, verdad?
Muy bien, pues ahora piense en todos los bienes que no le rodean porque ni
siquiera se han llegado a producir o a imaginar. El número es inabarcable.
Una Asamblea que pretendiera sustituir al mercado tendría que someter a
votación qué cantidad debe producirse de todos los bienes que ahora mismo
podemos observar (para aprobarlos) pero, también, de todos aquellos que
no observamos (para rechazarlos). Y tendría que hacerlo para todas las
variantes de esos bienes. Cojamos las camisetas: las hay (o puede haber)
rojas, verdes, azules, blancas, negras, estampadas (¿qué tipo de
estampado?), de algodón, de lana, de poliéster (o una combinación de ellas),
con el cuello redondo, con el cuello en pico, grande, pequeña, mediana, de
buena calidad, de mala calidad…
El número de variantes para todos los productos es casi infinito: aquí tiene
una lista, no especialmente exhaustiva ni detallada con respecto a la
realidad, de todos los productos que deberían como mínimo someterse a
sufragio. En otras palabras, la Asamblea –compuesta por toda la sociedad–
debería pasarse debatiendo, deliberando y votando la mayor parte de su
tiempo. Pues, si de igualar al mercado se trata, no debería tratarse de una
votación mensual, anual o decenal, sino diaria, al minuto, continuada.
Parece claro que la sociedad asamblearia debería estar tan focalizada en
votar (y en informarse sobre qué votar) que a duras penas podría dedicarse a
producir. Por mera división del trabajo, la Asamblea tendería a encargarle la
ardua tarea de escoger qué producir a algún planificador central, como
sucedía en los países comunistas. Pero, ¿dónde quedaría ahí la democracia
asamblearia? ¿Deberíamos contentarnos con consumir lo que ese señor, o
grupo de señores, imagina que deseamos?
Sin embargo, el problema de elegir qué producir es meramente trivial al
lado del de seleccionar cómo producir los bienes. De nuevo, en principio
ésta parece una dificultad meramente técnica: una vez votado que hay que
erigir una casa, el arquitecto y el constructor se encargarán de todos los
detalles.
Mas el problema sólo es en parte técnico; en su mayoría es económico.
Dado que los recursos son escasos, habrá que redistribuirlos entre los bienes
que se ha votado fabricar. ¿Y cómo hacerlo? Por ejemplo, puede que la
Asamblea haya decidido a la vez producir 10.000 litros de leche de vaca y
5.000 pares de botas de cuero, pero para manufacturar las botas habrá que
sacrificar las vacas, con lo que nos quedaremos sin leche… a menos que
criemos más vacas retirando trabajadores de la producción de, verbigracia,
colchones. ¿Es preferible la leche, las botas o los colchones (o distintas
proporciones de los mismos)? Pero los conflictos entre recursos no
terminan ahí: recordemos que más producción de bienes de consumo hoy
implica menos producción de bienes de consumo mañana (pues mientras
fabricamos bienes de consumo no fabricamos bienes de capital); es decir,
también hay que distribuir intertemporalmente los bienes de consumo a
fabricar.
¿Debería la Asamblea someter a votación todos los millones de conflictos
que surjan entre los usos competitivos de los recursos? Fijémonos en que
esto no es un asunto técnico: los técnicos señalan qué recursos necesitan
ellos para su línea productiva, pero no pueden valorar si esos recursos son
más valiosos en otros procesos fabriles donde también son requeridos. En
otras palabras, la Asamblea debería conocer al detalle todos los procesos
técnicos y votar dónde cada recurso resulta más valioso. Y, de nuevo, esta
tarea no es en absoluto delegable pues, ¿de qué modo podría saber un
planificador central cuáles de los millones usos alternativos de los recursos
prefiere la sociedad sin siquiera preguntarle?
Queda claro, pues, que la inmensidad de la información necesaria para
someter la economía a una democracia asamblearia la haría del todo
inviable. El mercado, por suerte para todos nosotros, funciona de un modo
radicalmente distinto: no es la colectividad la que tiene que decidirlo todo,
sino que cada individuo, de manera descentralizada, es el que tiene la
opción de hacer sus propuestas de producción a la sociedad y someterlas en
cada momento al sufragio continuado y permanente de los intercambios
mutuamente beneficiosos. Cada individuo no tiene que conocerlo todo, sino
que basta con que se especialice en una línea productiva muy concreta que
atiende a un perfil muy determinado de consumidores.
Estos son los dos obstáculos económicos fundamentales que abocarían al
fracaso a cualquier economía asamblearia. Luego hay otro problemilla
menor, que no interesa en absoluto a la izquierda pero que sí debería
concernirnos a los liberales: la hipótesis implícita a todas las votaciones
asamblearias anteriores era que todos los individuos se sometían sin
rechistar a los designios de la Asamblea. Si ésta establece que hay que
extraer hierro de una mina profundísima para fabricar los motores de los
automóviles que se ha votado fabricar, alguien tendrá que extraerlo aunque
nadie quiera. Es decir, el tiempo de los distintos miembros de una
comunidad pasa a ser un recurso que la Asamblea distribuye como ella
escoge: no hay espacio para la libertad, pues la libertad –la autonomía de
negarse a realizar la función encomendada por la Asamblea– resulta
equivalente a sabotear el plan de producción que ésta ha trazado.
Mucho me temo que la tan democratizadora economía asamblearia es
igualita a una tiranía política: miseria generalizada y nula autonomía
personal. Todo lo contrario, por fortuna, de lo que ofrece un mercado libre.
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¿Por qué los despiden si se están forrando?
Publicado el 01 junio 2011 por Juan Ramón Rallo
Gran parte de la población tiende a pensar que la función principal de las
empresas es generar empleo. Sólo cuando una compañía empieza a perder
dinero, se tolera que pueda prescindir de una parte de sus empleados para
reducir costes y regresar a la rentabilidad. Y aun en esos casos, se suelen
atribuir las pérdidas a los altos sueldos de los directivos, exigiendo a
renglón seguido rebajas sustanciales en sus emolumentos para mantener el
nivel de empleo.
El escándalo por supuesto estalla cuando una empresa con beneficios
comienza a despedir gente. Rápidamente se acusa al capitalismo de ser un
sistema inmoral y perverso que sacrifica cuantos valores haya con tal de
maximizar sus ganancias. Si la empresa es rentable (incluso muy rentable),
si puede permitirse mantenerlos en plantilla, ¿a qué viene despedirlos?
Lo primero a destacar es que la tarea principal de las empresas no es
generar empleo, sino crear riqueza. Su cometido es dar lugar a una
organización de factores productivos capaz de engendrar bienes y servicios
por los que los consumidores estén dispuestos a pagar un precio lo
suficientemente elevado como para rentabilizar esa organización (esto es,
que le permita a la empresa remunerar a los factores implicados
compensándoles el tiempo que dedican a producir esos bienes o servicios).
A los consumidores, la organización productiva les resulta irrelevante:
prácticamente nadie conoce ni está interesado en conocer los detalles de la
elaboración de una determinada mercancía. Lo único que les concierne es
que las prestaciones que les proporciona esa mercancía sean más valiosas
que el precio que deben pagar por ella (y que habrían podido gastar en otros
bienes de consumo o de capital que les hubiesen proporcionado otro tipo de
prestaciones y satisfacciones en el presente o en el futuro). O dicho de otra
manera, una mercancía será igual de valiosa si ha sido producida por
10.000 trabajadores que si no ha requerido los servicios de ningún obrero.
Dado que las empresas nacen para producir bienes y servicios, resulta
absurdo el exigirles un nivel mínimo de empleo (o un nivel mínimo de
consumo de gasolina, de cobre, de horas de encendido de los
ordenadores…).
Ahora bien, que la organización productiva les resulte irrelevante a los
consumidores no significa, ni mucho menos, que realmente lo sea. Dado
que los recursos son más escasos que nuestras necesidades, mal haríamos
en ignorar el uso o mal uso que estamos haciendo de los mismos: al cabo,
cada vez que utilizamos los factores productivos de un modo, estamos
impidiendo que se utilicen de otro, esto es, estamos impidiendo que se
produzcan otros bienes y servicios que podrían satisfacernos otras
necesidades. Los empresarios se dedican justamente a eso: a trazar aquellos
planes empresariales que minimicen los fines a los que los consumidores
deben renunciar por el hecho de producir unos determinados bienes y
servicios. Por eso tratan de vender al precio más alto (lo que indica una alta
valoración de los consumidores) y de producir producen al menor coste
posible (lo que significa que acaparan pocos recursos que pueden destinarse
a otros planes de negocio).
El progreso y el crecimiento económico, más allá del descubrimiento de
nuevos recursos, provienen, precisamente, de sacar un mayor partido a los
factores que ya controlamos: o de producir una mayor cantidad de bienes
con los mismos recursos o de producir lo mismo recursos con una menor
cantidad de recursos, de modo que los sobrantes queden disponibles para
fabricar otros bienes y servicios. Tal es el significado que en el uso corriente
le damos a la palabra “economizar”; evitar las duplicidades, redundancias o
despilfarros para lograr el mismo objetivo con menos esfuerzo o gasto.
En consecuencia, no es ni mucho menos necesario que las empresas esperen
a incurrir en pérdidas para que se dediquen a economizar sus recursos: su
misión es estar haciéndolo continuamente. Por mucho dinero que ganen,
sería nocivo para accionistas y consumidores que, si pueden reducir sus
costes manteniendo sus niveles de producción, no lo hicieran. Para los
accionistas, porque estarían renunciando a ganar más dinero (al menos a
corto y medio plazo, hasta que la competencia les forzara a bajar los precios
hasta los menores costes); para los consumidores, porque podrían disfrutar
de más bienes o servicios si los factores con funciones redundantes se
concentraran en otros procesos productivos (obviamente, en caso de que la
compañía opte por “prejubilar” a los trabajadores, los consumidores no se
verían beneficiados por la economización, sino que las ganancias
resultantes de esa economización se repartirían entre accionistas y los
trabajadores prejubilados).
En otras palabras, no existe ninguna incompatibilidad entre ganar dinero y
despedir trabajadores: las ganancias son una muestra de que la empresa está
haciendo un uso eficiente de los factores productivos y la decisión de
economizarlos todavía más es una señal de que pretende seguir haciéndolo.
Aunque la teoría de la explotación marxista es más falsa que un duro
sevillano, sí contiene una intuición que puede sernos útil: si el empresario
se estuviera lucrando a costa de un determinado trabajador, ¿por qué lo
despide? ¿Acaso pueden los vampiros chupar la sangre a distancia?
La economización de recursos, por cierto, suele generar mucho escándalo
cuando afecta a trabajadores, sin embargo suele ser recibida entre ovaciones
cuando se trata de racionar el consumo energético. ¿Se imaginan que la
opinión pública vituperara a las compañías por decidir minorar su consumo
de petróleo con el argumento de que con ello estarían perjudicando a las
petroleras? Yo no, porque afortunadamente la gente sí suele entender que la
economía no debe estar orientada a maximizar el gasto de petróleo sino la
producción.
Por supuesto, despedir a trabajadores puede ser un drama dentro de una
economía donde las rigideces institucionales impidan su pronta
recolocación; un drama para el consumidor que no se beneficiará de una
expansión en el número de bienes y servicios y un drama sobre todo para el
trabajador, que si no ha logrado amasar un patrimonio que le proporcione
rentas alternativas, se verá privado de su única fuente de ingresos. Pero la
responsabilidad de ello no corresponde a las empresas que economizan sus
recursos, sino a los políticos y sindicatos que mantienen unas instituciones
que obstaculizan o impiden la creación de empleo; y por ello no debería ser
la empresa la que pagara los platos rotos. A la postre, impedirle que
prescinda de sus trabajadores redundantes sería tanto como permitirle que
los despida para, acto seguido, imponerle un tributo cuya recaudación fuera
a parar a esos trabajadores.
Cuestión distinta, claro está, es que haya que subvencionar esos despidos.
Por los mismos motivos por los que no debe subvencionarse la eficiencia
energética, tampoco debería subvencionarse la “eficiencia obrera”. La
economización de recursos no debería beneficiar a accionistas y
consumidores a costa de los contribuyentes.
En definitiva, es comprensible que la natural aversión que mucha gente
siente hacia que una empresa rentable despida a parte de su plantilla se
camufle con críticas (razonables) a que las instituciones laborales
obstaculizan su pronta recolocación o a que los contribuyentes están
sufragando parte del despido. Pero, en tal caso, la exigencia no debería ser
la de prohibir esos despidos, sino la de reformar el mercado laboral y la de
poner fin a tales subvenciones.
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¿Es el dinero electrónico el dinero del futuro?
Publicado el 05 junio 2011 por Juan Ramón Rallo
El progresivo descontento hacia nuestro actual sistema monetario está
llevando a muchos a plantearse nuevos sistemas de intercambio que
escapen al inflacionismo y a la manipulación de los gobiernos. No es que la
humanidad no hubiese conocido nunca nada así; al cabo, el patrón oro
decimonónico desempeñaba de manera casi óptima este papel. Sin
embargo, la extendida superchería keynesiana de que el oro es una “bárbara
reliquia”, unida a las posibilidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías,
está llevando a muchos de ellos, no a demandar un retorno al patrón oro,
sino a la promoción privada del llamado dinero electrónico.
¿Qué es esto del dinero electrónico? Básicamente, una empresa genera una
serie de unidades monetarias virtuales, bajo una serie de condiciones que
garanticen la estabilidad de su valor, por las que se espera que los
individuos comiencen a pujar intercambiándolas por sus propiedades. Por
ejemplo, si hay 100.000 unidades de dinero electrónico, una persona podría
ofrecer su casa a cambio de 10.000 de ellas siempre y cuando otras estén
vendiendo su coche por 1.000 o 500. Se trata, en definitiva, de “traducir” el
valor de nuestras propiedades en términos del nuevo dinero electrónico para
que podamos proceder a comparar e intercambiar nuestras propiedades de
un modo similar a cómo lo hacemos hoy con el dinero fiduciario. En el
fondo no es más que un masivo trueque de propiedades reducidas al común
denominador del dinero electrónico.
Las ventajas de este último como medio de pago frente el dinero fiduciario,
o incluso frente al oro, son bastante evidentes: sus costes de transporte y
almacenamiento son mínimos; con el diseño adecuado, permite ligar cada
unidad monetaria a su propietario, dificultando enormemente el robo; a
medida que aumenta su base de usuarios es una divisa que podría emplearse
globalmente; el rastreo de sus operaciones, incluso a escala internacional,
puede ocultarse a los gobiernos con las consiguientes ventajas fiscales; su
cantidad es gestionada por una empresa y no tiene por qué someterse a la
manipulación inflacionista de los bancos centrales…
Con todo, en esas evidentes ventajas como medio de pago también se
encuentran sus desventajas: las nacionalizaciones o expropiaciones podrían
llegar a ser mucho más sencillas; es susceptible de ataques informáticos (al
igual que el dinero fiduciario es, en principio, susceptible a falsificaciones)
o de fallos más generales en la red; su monopolización otorgaría un poder
desproporcionado a los gobiernos…
En general, creo que el dinero electrónico posee su nicho de mercado dentro
de las heterogéneos medios de pago que ya empleamos en nuestras
transacciones diarias (euros, dólares, libras, yenes, cheques, letras de
cambio…) y que a buen seguro acrecerán en el futuro. Sin embargo, mal
haríamos en convertirnos en unos geeks fascinados por el revolucionario
papel que el emoney jugará en el sistema monetario del futuro. A la postre,
no olvidemos que los agentes económicos buscamos que el dinero
desempeñe dos papeles: medio de cambio y depósito de valor, y éste último
sólo puede ser ejecutado de un modo muy deficiente por el dinero
electrónico.
Parémonos un momento a pensar. ¿Cuál es el valor que hay detrás del
dinero electrónico? ¿Por qué la gente lo acepta en sus transacciones? En el
caso del oro, o incluso del dinero fiduciario, es relativamente fácil: el oro ya
poseía un elevado valor antes de actuar como dinero (metal precioso) y el
dinero fiduciario puede emplearse para pagar impuestos, evitando así la
expropiación de una parte de nuestras propiedades. Pero, ¿sucede lo mismo
con un dinero electrónico que apenas está constituido por unos bits de
información autorreferencial?
No, en realidad lo que da valor al dinero electrónico es la expectativa de
que otra persona nos lo aceptará para adquirir alguna de sus propiedades.
Dicho de otro modo, el valor del dinero fiduciario depende del tamaño
actual y futuro de su red de usuarios: cuanta más gente acepte ese dinero
electrónico, más robustez tendrá su valor; y, por el contrario, si muy pocos
lo aceptan –y por tanto no nos sirve para adquirir casi ninguno de los
productos que deseamos– tenderemos a deshacernos de él aun con grandes
descuentos. No estamos hablando de otra Visa o American Express, pues
estas compañías sólo facilitan los pagos pero no crean los medios de pago y,
por tanto, el tamaño de su red de usuarios no influye sobre el valor del
dinero que canalizan (euros o dólares).
¿Y de qué depende el tamaño de la red del emoney? De muchas variables:
la calidad del servicio (bajos costes, facilidades de pago…), la fiabilidad del
emisor (que no sea un pirata que pretenda devaluar la moneda a las
primeras de cambio), la difusión publicitaria, la ausencia de competidores
que ofrezcan una mejor divisa… No obstante, al final, el éxito o el fracaso
puede convertirse en una profecía autocumplida: si muchos usuarios en
pelotón comienzan a usarlo o dejan de hacerlo, su valor fluctuará en
consecuencia.
Dicho de otro modo, el valor futuro del dinero electrónico es altamente
incierto y, por consiguiente, no es el instrumento más recomendable para
que atesoremos valor durante dilatados períodos de tiempo. Dado que
carece de un ancla con la realidad (tanto el dinero fiduciario como sobre
todo el oro tienen sus funciones, y su valor, al margen de que sean más o
menos aceptados), las fluctuaciones de precios y usuarios podrían ser
bastante bruscas.
Por mucho que nos entusiasme llegar a una nueva era tecnológica donde, al
igual que el correo postal ha sido sustituido por el email, el dinero metálico
sea reemplazado por el electrónico, hay que ser prudentes. En la medida
que los agentes económicos intercambiamos nuestras valiosísimas
propiedades por dinero, sería conveniente que ese dinero no fuera una
patata caliente (virtual o no) que vayamos pasándonos de mano en mano;
más que nada, para no ser los últimos en abrasarnos. El riesgo de
quemaduras puede ser mínimo si confiamos en desprendernos de esa patata
a muy corto plazo (si pretendemos comprar unos bienes nada más acabamos
de vender otros), pero va incrementándose según queramos diferir el
momento de enajenarlo.
De hecho, combinar el oro y el dinero electrónico no es ni mucho menos
imposible. Nada impide que el valor de este último se ligue a ciertas
cantidades de oro (o a una cesta de divisas) con tal de estabilizarlo. Casi
todas las ventajas del emoney subsistirían, al tiempo que se eliminarían
prácticamente todos sus inconvenientes: pero, en tal caso, el dinero seguiría
siendo el oro, y los medios electrónicos sólo se utilizarían para vestir y
agilizar sus pagos.
Entiendo que para muchos partidarios del dinero electrónico el oro sea un
arcaísmo impropio de los tiempos modernos, pero también lo es el
abecedario y no se nos ocurriría prescindir de él en los emails. Mientras no
se entienda esto, el emoney estará cojo y no podrá desplegar todo su
potencial. Puede que tenga futuro, sí, pero un futuro bastante menos
esplendoroso que si sus creadores no se empeñaran en reinventar desde cero
la rueda monetaria.
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¿Para qué sirve la negociación colectiva?
Publicado el 10 junio 2011 por Juan Ramón Rallo
La negociación colectiva es un modo de organizar las relaciones laborales
en una industria, sector o territorio concreto. Su funcionamiento consiste en
que las negociaciones individuales entre trabajador y empresario son
sustituidas por una negociación vis-à-vis entre quienes ostentan –o
detentan– la representación de unos y otros.
A priori parecería que ninguno de ambos sistemas es mejor que el otro,
pues lo que importan son los resultados y no tanto los procedimientos a
seguir. El problema, claro, es precisamente que en sistemas de información
y organización tan complejos como una economía de mercado, el resultado
deviene indisociable del procedimiento. Al cabo, la gran ventaja del
mercado, de las negociaciones descentralizadas entre propietarios, es que
permiten manejar un volumen de información tan enorme que ningún
individuo o grupo sería capaz de adquirirla, procesarla o entenderla en su
totalidad.
El error de la negociación colectiva consiste en meter a todas las empresas
de un sector o territorio en el mismo saco, como si fueran idénticas o
pudieran llegar a serlo. Si Zara no es igual a cualquier camisería de barrio,
no parece demasiado lógico que la base de la organización laboral de ambas
firmas sea la misma, tal como pretende el convenio. Así, cuanto más se
aleje el ámbito de negociación de las normas laborales del ámbito de
aplicación de esas normas, mayor cantidad de ruido, errores e
inadecuaciones tenderán a introducirse en los contratos laborales. Por eso,
el resultado habitual de una ronda de negociaciones colectivas serán
condiciones contractuales que, lejos de adaptarse al contexto particular de
cada compañía, se ceñirán a las preferencias o a la ideología de los
negociantes. Que esto constituye un error es de puro sentido común: si lo
que buscamos son los planos de las estructuras de un edificio, no
recurriremos a un mapamundi. Y si queremos unos contratos laborales que
se ajusten como guantes a la situación de cada empresa, no habría que
recurrir a convenios colectivos territoriales o sectoriales.
Claro que uno podría elucubrar que lo conveniente es que la negociación
colectiva sirva para igualar a todos los trabajadores por arriba. A saber,
puede que Zara no sea lo mismo que una pequeña camisería, pero las
condiciones laborales de Zara deberían extenderse a toda la competencia.
De este modo, los convenios colectivos servirían para evitar
discriminaciones entre trabajadores según la compañía en la que operen. Al
cabo, ¿por qué si diversos obreros se dedican a lo mismo pero en distintas
empresas han de estar sometidos a diferentes condiciones laborales?
Planteémoslo desde otra perspectiva. Imagine que los representantes de los
compradores de inmuebles se reúnen con los representantes de los
propietarios de inmuebles y ambos firman un convenio colectivo dirigido a
regular las condiciones de la compraventa de viviendas. Si los propietarios
logran imponer una cláusula que establezca, por ejemplo, que el precio
mínimo de los inmuebles, sea cual sea su superficie, localización o calidad,
será de 150.000 euros, ¿qué cree que sucederá? Pues que muchos pisos que
podrían haberse enajenado por menos de 150.000 euros ahora quedarán
fuera del mercado.
La cosa sólo cambiará levemente en caso de que el convenio trate de
segmentar territorial o funcionalmente el tipo de operaciones de
compraventa. Si, por ejemplo, el convenio anterior deja de ser aplicable a
toda España y se limita a la Comunidad de Madrid, donde el metro
cuadrado es de media más oneroso, parece claro que resultará menos
restrictivo y que generará menos distorsiones, pero, aun así, seguirá
habiendo pisos por debajo de 150.000 –presentes en mayor o menor medida
en todos los barrios de la capital– que no encontrarán comprador.
Asimismo, que se creen dos categorías de inmuebles residenciales –
vivienda familiar y vivienda de lujo, verbigracia– con distintos precios
mínimos de compraventa –75.000 y 500.000 euros– tampoco solventará el
problema, pues o bien los precios mínimos serán demasiado bajos como
para limitar los libres pactos entre compradores y vendedores (y por tanto
serán irrelevantes para beneficiar a los propietarios de viviendas) o bien, si
resultan demasiado altos, seguirán restringiendo el número de operaciones
posibles. Además, el hecho de que existan varias categorías no garantiza
necesariamente una mayor flexibilidad contractual, pues perfectamente los
“inspectores inmobiliarios” podrían etiquetar a una vivienda normalita
como “de lujo”, impidiendo en consecuencia que su propietario la venda
por menos de 500.000 euros.
El despropósito anterior puede empeorar todavía más si esos convenios de
compraventa de viviendas se prorrogan automáticamente en ausencia de
una nueva ronda de negociaciones colectivas (lo que se conoce como
ultraactividad de los convenios). Imaginen que los precios mínimos de
compraventa de viviendas se pactaron en el momento más elevado de una
burbuja inmobiliaria y que, al cabo de tres años, la sequedad del crédito y la
competencia de un alquiler mucho más asequible fuerzan caídas de precios
del 50% en los pisos. Obviamente, perpetuar durante la crisis unos precios
mínimos de compraventa que ya eran demasiado elevados para la época de
burbuja sólo provocará un desplome brutal de las operaciones, dejando un
colosal stock de viviendas invendido.
Y quede claro que los precios mínimos son sólo una de las muchas
cláusulas que integran un convenio. Existe un amplio rango de
intervenciones posibles sobre la contratación: cláusulas que prohíban darle
un uso comercial a un inmueble, que restrinjan el número de horas al día
que puede ser habitado, que establezcan la necesidad de que toda vivienda
cuente con una zona libre de humos, etc. Todas éstas, si bien no regularían
directamente el precio de venta de los inmuebles, sí erosionarían su utilidad
o rentabilidad, forzando a los potenciales inversores a exigir importantes
descuentos en sus precios para que les resulte atractivo adquirirlos.
En definitiva, los convenios colectivos sobre cualquier bien económico
tenderán a reducir su uso, volviéndolo artificialmente sobreabundante
(desempleo). Pero en el caso específico del factor trabajo, los perjuicios no
terminan ahí: dado que se trata de un recurso productivo, los convenios, al
reducir su ocupación, también minorarán la producción de bienes de
consumo y de capital, lo que los encarecerá y empobrecerá al resto de la
población.
Los trabajadores sólo pueden escapar a esta dictadura de los convenios
colectivos en caso de que éstos sólo regulen algunas industrias concretas.
En ese supuesto, la destrucción de empleo y de producción se concentrará
en esas áreas de la economía, que pasarán a operar por debajo de su
potencial, mientras que los trabajadores desempleados podrán buscar
ocupación en otras industrias no sometidas a convenio. Claro que, como
resulta bastante probable que la productividad de esos trabajadores sea
menor en esos otros sectores, aun así los convenios seguirían destruyendo
parte de la riqueza que podría llegar a crearse sin ellos.
Por supuesto, cuando todos o casi todos los sectores de una economía estén
sometidos a convenio –situación de España–, no habrá vía de escape
posible y es muy probable que el desempleo generalizado haga acto de
presencia, sobre todo si media una crisis económica que erosione la
productividad de la mayor parte de los trabajadores.
He aquí lo irónico de la negociación colectiva: si bien ésta se justifica
políticamente por la peregrina necesidad de nivelar el poder de negociación
de trabajadores y empresarios, son los propios convenios los que, al
masificar el paro, colocan a los trabajadores en una posición de absoluta
inferioridad frente a los empresarios. La mejor baza negociadora del
trabajador frente al empresario no es una pauperizadora negociación
colectiva, sino la facilidad de rechazar un empleo cuyas condiciones no le
agraden porque tenga la seguridad de que puede encontrar ocupación en
otras partes de la economía.
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¡Que paguen los más ricos!
Publicado el 17 junio 2011 por Juan Ramón Rallo
Una de las principales críticas que se dirigen contra el capitalismo es la
desigual distribución de la riqueza. Los hay muy pudientes y los hay muy
desharrapados, de modo que aparentemente la equidad exigiría que parte de
la riqueza de los primeros fuera a parar a los segundos para nivelar las
diferencias: al cabo, los acaudalados ni siquiera lo notarían y los más pobres
obtendrían suculentos beneficios.
De hecho, éste es en parte el propósito de nuestros modernos Estados del
Bienestar y, asimismo, ésta es la receta mágica que algunos propugnan para
lograr atajar los déficits públicos actuales sin recortar el “gasto social”:
recuperar o subir el impuesto sobre el patrimonio y sobre sucesiones, crear
un impuesto para las grandes fortunas, gravar con mayor intensidad las
rentas procedentes del ahorro… Pero, ¿realmente nos conviene que toda la
fiesta la paguen los más ricos? Mejor dicho, ¿qué significa exactamente eso
de que “paguen los más ricos”?
Muchas veces –demasiadas– tendemos a simplificar la realidad económica
en imágenes o conceptos que nos resulten manejables y que podamos
entender. Cuando pensamos en una persona rica, nos imaginamos de
inmediato a un individuo que, cual Tío Gilito, tiene piscinas llenas de oro (o
de dinero fiduciario) que le permiten comprar cualesquiera bienes y
servicios. La redistribución de la renta, por consiguiente, sería algo tan fácil
como arrebatarles unas poquitas monedas de oro a los tíos gilitos para
dárselas a los carpantas de este mundo.
El problema es que la estampa no resulta en absoluto realista. Los ricos no
son unas personas que tienen muchísimo dinero en el banco, sino gentes
que poseen un enorme patrimonio en forma de tierras, inmuebles o, sobre
todo en nuestras sociedades capitalistas, participaciones en empresas.
Cuanto oímos que Bill Gates o Warren Buffett poseen zillones de dólares,
no es que acumulen entre los dos el 99% de todos los dólares en
circulación, sino que su cartera de propiedades y empresas (como Microsoft
o Coca-Cola) alcanza un valor de mercado de zillones de dólares.
Y, ahora, deténgase a pensar un momento. ¿Por qué Microsoft o Coca-Cola
valen lo que valen? ¿Porque tienen ambas un almacén gigantesco repleto de
miles de millones de sistemas operativos y de latas de cola? No
precisamente: las mercancías presentes de esas compañías son una
minúscula parte de su valor de mercado; a fecha de hoy, por ejemplo,
Microsoft tiene un valor bursátil de 204.000 millones de dólares y sus
inventarios apenas ascienden a 1.000 millones; Coca-Cola asciende a
150.000 millones con unos inventarios de apenas 3.000. ¿De dónde viene
entonces el enorme valor de mercado de estas empresas que convierte a sus
principales propietarios en los hombres más ricos del planeta?
Pues de los bienes que se espera que produzcan dentro de 5, 10 ó 20 años.
Dicho de otra manera, Microsoft, Coca-Cola (y todas las demás empresas)
no son valiosas por lo que han producido hasta la fecha hoy, sino por lo que
producirán mañana. Es más, me atrevería a decir que ni siquiera derivan su
valor de lo que producirán mañana, pues nadie, ni siquiera Bill Gates, sabe
qué productos sacará a la venta Microsoft dentro de 20 años (en el caso de
Coca-Cola este juicio predictivo resulta algo más sencillo). El valor de las
compañías –y por tanto, el patrimonio de los “ricos”– procede de su
capacidad para generar, mantener y ampliar un modelo de negocio que sirva
al consumidor mejor que sus competidores, esto es, de su capacidad para
generar beneficios de manera sostenida a lo largo del tiempo (lo que en
términos contables se conoce como “fondo de comercio” o Goodwill).
Por desgracia para los redistribucionistas, esa capacidad de generación
futura de beneficios no puede consumirse en el presente (no nos podemos
beber los millones de litros de cola que se fabricarán en el año 2025), de
modo que para perseguir fiscalmente a los ricos sólo quedan dos opciones:
o quedarse con una parte de la renta que su patrimonio genera en el presente
o apropiarse directamente de una porción de ese patrimonio (de sus
empresas, inmuebles, tierras…).
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Economía paso a paso - Juan Ramón Rallo

  • 1.
  • 2.
  • 3. Economía paso a paso Recopilado por Jose Luis Bellod Cisneros
  • 4. Índice 1. El complejo mundo de la Economía 2. No es un juego de suma cero 3. ¿Por qué usamos el dinero? 4. Los faros del capitalismo 5. ¿Qué son los tipos de interés? 6. El capitalismo depende del ahorro, no del consumo 7. ¿Puede ser cualquier cosa un buen dinero? 8. ¿Por qué hay paro? 9. ¿Por qué ganan dinero las empresas? 10. ¿Por qué nos empobrecen las catástrofes naturales? 11. La economía asamblearia no puede funcionar 12. ¿Por qué los despiden si se están forrando? 13. ¿Es el dinero electrónico el dinero del futuro? 14. ¿Para qué sirve la negociación colectiva? 15. ¡Que paguen los más ricos! 16. Pero, ¿habría suficiente oro? 17. ¿Qué es una burbuja? 18. Atesoramiento, ¿un arma de destrucción masiva? 19. ¡Viva la especulación! 20. ¿Hay una burbuja en el precio del oro? 21. ¿Cómo crean dinero los bancos? 22. ¿Especulación buena, especulación mala? 23. ¿Por qué la bolsa se comporta a veces como una montaña rusa? 24. ¿Pueden los empresarios explotar a los trabajadores? 25. Por qué la universidad debería ser totalmente privada 26. ¿Nos roban el trabajo los chinos? 27. Contra El concursante 28. ¿Somos esclavos del mercado? 29. ¿Hay algo de malo en querer ganar mucho dinero? 30. ¿Sirve para algo la economía financiera? 31. Contra los estabilizadores automáticos 32. ¿Necesita un mercado libre de agentes racionales? 33. Los rentistas no son vampiros
  • 5. 34. La deuda pública es un fraude 35. ¿Quién es el culpable del exceso de deuda privada? 36. ¿Es el crédito de los bancos ilimitado? 37. ¿Qué es el dinero fiduciario? 38. ¿En qué consiste la monetización de deuda pública? 39. El gasto público no estimula la economía 40. La inflación, un mal remedio contra la depresión 41. Menos gasto o más impuestos: no es lo mismo 42. Depreciar la moneda: una enorme chapuza 43. ¿Es malo reducir el déficit en plena recesión? 44. ¿Hay que estabilizar la cantidad de medios de pago? 45. ¿Puede una reforma laboral crear empleo por sí sola? 46. ¿Cuál es el verdadero salario mínimo de España? 47. ¿Qué salario mínimo le impondría a su peor enemigo? 48. ¿Cuál es ahora mismo la inversión más rentable de España? 49. Pero, ¿cómo pueden ser tan ricos? 50. ¿Qué es el efecto expulsión? 51. ¿Es excluyente un mercado libre? 52. ¿Cuáles son los efectos de subir el IVA? 53. ¿Es la Reserva Federal una entidad privada? 54. ¿Cuáles son los zapatos adecuados para un economista? 55. ¿Quién debe cargar con los costes de la crisis? 56. ¿En qué consiste la expansión artificial del crédito? 57. ¿Es el liberalismo una ideología al servicio de los empresarios? 58. ¿Refutó Milton Friedman a los austriacos? 59. ¿Y si sólo compráramos productos españoles? 60. Apéndice: comentarios de los lectores
  • 6. El complejo mundo de la Economía Publicado el 09 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo La práctica totalidad de los teoremas de la ciencia económica van destinados a explicar el funcionamiento del mercado, esto es, de un orden complejo que en absoluto resulta fácilmente inteligible para el ser humano. Nuestras intuiciones económicas más primarias, fruto de una mente que ha sido incapaz de evolucionar al mismo ritmo al que lo ha hecho nuestro entorno, nos sugieren que toda la riqueza está dada, que por tanto una persona sólo puede enriquecerse si, al mismo tiempo, otra se empobrece, que las sociedades funcionan mejor si hay alguien que las está dirigiendo desde arriba, que un bien vale lo que ha costado producirlo, que en todo intercambio hay siempre una parte que engaña a la otra, etc. Además, y por si nuestra resistencia natural a comprender la operativa de un mercado libre no fuera suficiente, la práctica totalidad de los economistas ha optado por encerrarse en su torre de marfil y construir modelos no ya incomprensibles para el público en general, sino deliberadamente alejados de la realidad. Milton Friedman, quien sentó las bases de la metodología de la economía, lo dejó bien claro: Una hipótesis es importante si explica mucho con poco, esto es, si logra resumir los elementos cruciales de entre la masa de complejas y detalladas circunstancias que giran en torno a los fenómenos que deben explicarse y si permite hacer predicciones válidas sólo a partir de ella. Par ser importante, por consiguiente, una hipótesis debe ser descriptivamente falsa en sus supuestos; ni toma en consideración ni responde a ninguna del resto de múltiples circunstancias, pues su propio éxito demuestra que esas otras circunstancias son irrelevantes para el fenómeno que se intenta explicar. En otras palabras, no sólo nuestra comprensión natural del mundo en el que vivimos es bastante deficiente, sino que además el esfuerzo intelectual que hemos pergeñado (profesión económica mediante) para entenderlo ha
  • 7. degenerado, a propósito, en confusión e irrealidad. A estas alturas creo que resulta bastante evidente que el capitalismo sólo ha sido capaz de sobrevivir a los muy arraigados sesgos intervencionistas del ser humano porque la utilidad que nos proporciona el mercado no depende de que sus usuarios comprendan hasta el último detalle de su complejísimo funcionamiento, basta con que se beneficien de él. Sin embargo, qué duda cabe de que la demagogia liberticida supone una rémora y una amenaza para el mantenimiento del orden de mercado. Una rémora porque las supersticiones populares en todos los ámbitos –precios, competencia, dinero, distribución de la renta…– son el soporte último de disparatadas regulaciones y políticas estatales que padecemos; una amenaza porque esas supersticiones van permeando cada vez más a través de unas instituciones públicas que, bajo el pretexto del absolutismo democrático, ven cómo sus poderes están cada vez menos limitados. Mal haríamos desde un periódico que se denomina con orgullo Libre Mercado si no tratáramos de mejorar esa pobre y deplorable comprensión sobre los mercados libres. Uno de los objetivos que desde el comienzo ha inspirado, y seguirá inspirando, mis columnas sobre actualidad económica ha sido el de lograr que una materia tan enrevesada como la teoría económica fuera más fácilmente accesible para el público profano. No obstante, no es en esas columnas donde corresponde desentrañar las interioridades de esa teoría económica, pues un comentario de actualidad sólo debería de ser eso: la aplicación de un conocimiento teórico preexistente a un acontecimiento reciente. De ahí que me haya decidido a abrir este espacio para, pasa a paso y de manera espero que asequible, ir explicando cómo funciona el capitalismo o cómo no funciona el intervencionismo. Quizá con una excesiva dosis de ingenuidad, sí creo que una mejor formación económica contribuye, aunque sea marginalmente, a que disfrutemos de un orden social más libre y próspero. Temas a tratar los hay abundantísimos y ya tengo una larga lista de comentarios pendientes; pero, aún así, para el mejor desarrollo de la sección
  • 8. me gustaría contar con la colaboración de ustedes, los lectores. Plantéenme a contacto@juanramonrallo.com cualquier duda o prejuicio que tengan contra la economía de libre mercado; en la medida de mis posibilidades intentaré resolverlas, esto es, trataré de explicar cuáles son los procesos económicos que tienen lugar en nuestras sociedades y que generalmente pasan desapercibidos a la simple primera mirada del ojo humano. Ir a los comentarios
  • 9. No es un juego de suma cero Publicado el 19 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo Varios lectores me han pedido que explique por qué la economía no es un juego de suma cero, esto es, por qué la tarta de nuestra riqueza no está dada sino que crece de tal modo que cada vez hay más cantidad disponible para todos. El fundador de la Escuela Austriaca de economía, Carl Menger, dejó establecido que para que una ‘cosa’ pudiera considerarse un bien económico debían conjugarse cuatro circunstancias: a) debía existir una necesidad humana, b) la cosa en cuestión debía ser capaz de satisfacer esa necesidad humana, c) el individuo debía conocer la idoneidad de la cosa para satisfacerla, d) el individuo debía gozar de poder de disposición sobre la cosa. De estas cuatro características a las que el austriaco condiciona la existencia de bienes económicos podemos deducir por qué la economía no es un juego de suma cero en el que toda la riqueza posible ya se encuentre dada de antemano. Primero, la inmensa mayoría de las cosas, tal como se encuentran en su estado natural, no nos permiten satisfacer nuestras necesidades. Puede que toda la materia esté dada, pero desde luego no nos ha venido dada en una forma que permita satisfacer nuestras necesidades. La madera de los árboles debe cortarse y procesarse para fabricar cabañas en las que guarecernos; las tierras tienen que ararse y cultivarse para cosechar alimentos con los que saciar nuestro apetito; el hierro o el aluminio deben extraerse de las minas para construir aviones con los que desplazarnos de un sitio a otro del globo. En definitiva, creamos riqueza cuando transformamos las cosas –que no satisfacen directamente nuestros fines– en bienes –que sí lo hacen–. Segundo, parte de la inadecuación de las cosas en su estado natural para satisfacer directamente nuestras necesidades procede del hecho de que ni
  • 10. siquiera conocemos todas sus combinaciones y usos posibles. La tecnología, que es el arte de combinar y clasificar la materia para que arroje el resultado deseado, tampoco nos viene dada, sino que en sí misma debe ser descubierta a través de la investigación y la experimentación; dos actividades que a su vez requieren del uso de otros bienes económicos. En otras palabras, como no somos omniscientes, no sólo hemos de crear bienes económicos a partir de las cosas que nos rodean, sino que también hemos de descubrir la información acerca de cómo transformar esas cosas en bienes económicos; información que en sí misma constituye una nueva fuente de riqueza. Y tercero y último, por muy idóneo que sea un bien para satisfacer nuestras necesidades, éste será del todo inútil si no lo tenemos a nuestro alcance. La naturaleza puede haber sido generosa al brindarnos caudalosos ríos por todo el planeta que, no obstante, no proporcionarán ningún servicio a aquel que se encuentre en medio del desierto. En otras palabras, no sólo hay que producir los bienes, sino distribuirlos a sus usuarios finales. En nuestros sistemas económicos, producción y distribución van de la mano: con tal de maximizar nuestra eficiencia en la fabricación bienes económicos, cada individuo nos hemos especializado en producir uno o dos bienes económicos a lo sumo, aun cuando necesitemos multitud de ellos para satisfacer nuestras muy diversas necesidades (es decir, somos productores especializados y, a la vez, consumidores generalistas). La forma de acceder a los amplios y variopintos bienes que demandamos a partir de nuestra muy limitada y específica oferta de los mismos es el intercambio. El problema es que desde Aristóteles hemos pensado que los intercambios se producían entre igualdades de valor. Si A se trocaba por B es que necesariamente el valor de A debía ser igual al valor de B. Por consiguiente, ningún intercambio podía generar valor sino sólo redistribuirlo. La interpretación alternativa (que el valor de A fuera superior al de B o viceversa) sería todavía más desalentadora, pues implicaría que en los intercambios una parte saldría ganando a costa de la otra (se entregaría algo con un valor objetivo mayor a cambio de algo con un valor objetivo menor).
  • 11. Sin embargo, gracias a que el propio Menger popularizó el hallazgo de que el valor de los bienes no es objetivo sino subjetivo, la realidad se vuelve bastante distinta: en todo intercambio cada parte valora más aquello que recibe que aquello de lo que se desprende (en caso contrario semejante intercambio no tendría lugar). Merced a esta vía, los individuos generan riqueza simplemente al intercambiar bienes económicos y, por tanto, al acercar esos medios a la satisfacción de aquellos fines que resultan más valiosos. En definitiva, la economía no es un juego de suma cero en la medida en que durante todo el proceso de producción de bienes y servicios se está generando riqueza: ya sea cuando investigamos cómo convertir las cosas en bienes, cuando convertimos las cosas en bienes o cuando distribuimos los bienes mediante los intercambios. Al contrario de lo que presuponen los socialistas –que toda la riqueza ya está creada y que sólo es necesario redistribuirla–, el mercado libre es el marco en el que los individuos pueden organizarse para incrementar tanto como les sea posible nuestras disponibilidades de bienes y servicios con los que satisfacer de manera continuada sus muy variados fines. La economía no es un juego de suma cero, sino de saldo positivo y expansivo, salvo si el Estado genera sustraendos aun mayores. La tarta no está dada, sino que crece arrojando unas porciones cada vez mayores para todos, salvo si el Estado se come de un bocado al horno y al panadero. Ir a los comentarios
  • 12. ¿Por qué usamos el dinero? Publicado el 25 marzo 2011 por Juan Ramón Rallo Los economistas clásicos creyeron que el dinero sólo era un velo que ocultaba la realidad de los intercambios: en última instancia, las mercancías se intercambian por otras mercancías. ¿Qué papel fundamental desempeña entonces el dinero? Nada, apenas un convidado de piedra que sí, engrasa y facilita los intercambios frente al trueque, pero poco más. Lo cierto, sin embargo, es que el dinero es un elemento esencial dentro de nuestro sistema económico. No sólo porque actúe como medio generalizado de intercambio –que también– sino porque desempeña otras dos funciones de tanta o mayor importancia: ser un depósito de valor y una unidad de cuenta. Empecemos por lo básico: los seres humanos tenemos problemas para coordinarnos en órdenes sociales muy extensos. Por un lado, somos productores especializados y consumidores generalistas, lo que implica que, en ausencia de dinero, sólo podríamos realizar intercambios mutuamente beneficios con aquellas personas que tuvieran lo que nosotros queremos y, al mismo tiempo, quisieran lo que nosotros tenemos. Viviríamos merced al trueque y como nuestra área de conocimiento estaría muy limitada, apenas intercambiaríamos nada. ¿Acaso conozco yo las necesidades del chino que ha fabricado el ordenador con el que estoy escribiendo este artículo? Ni siquiera sé quién es; difícil, pues, que hubiésemos podido llegar a realizar algún intercambio que nos beneficiara a ambos. Por otro, los seres humanos también deseamos trasladar parte del valor de nuestra producción presente al futuro. Nos gusta acaparar lo que no necesitamos ahora para poderlo emplear después. El problema es que, salvo algunos bienes muy básicos, no sabemos qué vamos a necesitar o desear en el futuro (y aparte, muchas de las cosas que podamos desear se estropean o pasan de moda con el tiempo). Tampoco, ni mucho menos, sabemos qué va a necesitar o desear en el futuro la persona que pueda proporcionarnos esos
  • 13. ignotos bienes que nosotros necesitaremos o desearemos con el paso de los meses. Entonces, entre tanto barullo y confusión, ¿cómo preparar hoy, a partir de nuestra producción actual, la satisfacción de nuestras necesidades futuras? Una forma es utilizando el dinero como depósito de valor, es decir, atesorándolo. Yo vendo mi producción en el presente, obtengo dinero y me lo guardo debajo del colchón consciente de que en cualquier momento futuro podré echar mano de él para comprar lo que quiera… sea esto lo que sea. La otra forma sería tratando de anticipar las necesidades futuras de los consumidores: vendo mi mercancía presente a cambio de dinero e invierto ese dinero en producir bienes futuros que les venderé a los consumidores por más dinero (el famoso D-M-D’ de Marx) y con el cual ya podré comprar cualesquiera bienes que demande en ese momento. Mucha gente considera que atesorar dinero es una estupidez individual (renunciamos a la rentabilidad de las inversiones) y un suicidio social (si la gente atesora dinero, no se gasta y la actividad económica se contrae). Es una excusa como cualquier otra para justificar que los Gobiernos generen inflación, “incentivando” el desatesoramiento de dinero. Otro día les hablaré sobre las diferencias entre atesorar el dinero e invertirlo y sobre por qué no podemos decir que una de las dos alternativas sea siempre superior a la otra. No es un tema baladí: los errores fundamentales de keynesianos y monetaristas nacen de no entender este punto básico. Por último, en una economía de intercambio, donde cada persona produce para satisfacer las necesidades ajenas como paso previo a satisfacer las propias, debe de existir algún método para averiguar qué producciones son las más valiosas. Al cabo, las materias primas y trabajadores que yo utilizo para producir, por ejemplo, corbatas son materias primas y trabajadores que otro no podrá utilizar otra persona para producir, por ejemplo, maletines. ¿Qué les es más valioso a los consumidores? ¿Cómo comparar las manzanas-corbatas con las peras-trabajadores o con los melocotones- maletines? De nuevo, el dinero entra en acción: si reducimos todos los bienes y factores a un precio monetario que se haya determinado a través de intercambios voluntarios en el mercado, podremos calcular si los
  • 14. consumidores valoran más, en dinero, las corbatas que los maletines o que el resto de usos alternativos que se les podría haber dado a los trabajadores y a las materias primas. El dinero, pues, también sirve como común denominador y herramienta de cálculo para tomar decisiones empresariales. Lejos de lo que parece transmitir la expresión clásica del “velo monetario”, el dinero presta un servicio (o triple servicio) esencial e insustituible dentro de nuestras sociedades. Es el dinero, al final, lo que fuerza a los empresarios a competir para ponerse al servicio de los consumidores, lo que valida la soberanía del consumidor: si éstos no enajenan sus mercancías a cambio de dinero, se quedan atascados con ellas, lo que significa que no podrán acceder ni hoy ni mañana a las mercancías que hubiesen deseado adquirir. Por eso, Gobiernos y empresarios ineficientes llevan siglos atacando al dinero desde todos los frentes. Viva la inflación es muera el dinero y muera la división del trabajo. Ir a los comentarios
  • 15. Los faros del capitalismo Publicado el 01 abril 2011 por Juan Ramón Rallo Que el capitalismo nos conduce al caos parece algo evidente desde el momento en que multitud de individuos toman decisiones por su riesgosa cuenta y fijándose poco o nada en las decisiones que ha tomado el vecino. ¿Cómo esperar la más mínima pizca se sensatez colectiva de un sistema que se asienta en la atomizada disposición de los recursos? Bueno, aunque le cueste creerlo, el mercado llega a un orden sin plan; un orden que, por supuesto, dista mucho de ser perfecto –pues en tal caso, ¿qué sentido tendría continuar recurriendo al mercado?– pero que en todo caso es superior a las ordenaciones de recursos que puedan lograrse por vías alternativas (a través del ordeno y mando estatal). ¿Y cómo logra ese impersonal mercado coordinar a todos los seres humanos? No esperen que les cuente otra vez la historia de la mano invisible, analogía que todos pretenden haber entendido por cuanto guarda de similar con un planificador que centralizadamente distribuye los recursos allí donde sabe (¿seguro que lo sabe?) que son más valiosos. No, la manera de alcanzar la cooperación social a través del mercado es un tanto más compleja y pasa especialmente (que no exclusivamente) por el sistema de precios. Tengamos presente que un precio es sólo el rastro que ha dejado un intercambio mutuamente beneficioso entre dos partes. Es una ratio entre las mercancías entregadas y las mercancías recibidas, una de las cuales, tras abandonar el trueque, pasa a ser el dinero. Al observar un precio, pues, podemos sentenciar que en ese momento histórico, cuando las dos partes se traspasaron sus respectivas mercancías, ambas creían que iban a salir ganando. Y esto, créanme, da mucho juego. Al cabo, si empresarialmente descubrimos que en Burgos hay un pastor que está dispuesto a vender su lana por 5 monedas de oro, que en Madrid hay un obrero que acepta
  • 16. cardarla e hilarla por 10 monedas más, que para llevarla a Valencia hemos de abonarle al transportista 3 monedas y que una vez allí los consumidores valencianos suelen pagar por la ropa 25 monedas, podremos lucrarnos al lograr que el pastor, el obrero, el transportista y los consumidores se coordinen merced a intercambios mutuamente beneficiosos. Y no olvide que si los consumidores disponen de 25 monedas de oro es porque previamente han contribuido a producir o comercializar otros bienes que otros consumidores han valorado en más que esas 25 monedas de las que se han desprendido. Supongamos ahora que otra persona cree poder producir colchones de lana por 30 monedas de oro y venderlos por 35. En tal caso, el colchonero le arrebatará la lana al ropero debido a que puede abonarle al pastor un precio más alto al de este último. De este modo, la lana actualmente existente se dirigirá hacia su uso más importante, que no es la fabricación de ropa sino de colchones. ¿La razón última? Que, a cambio de su lana, los compradores de colchones están dispuestos a entregarle al pastor más bienes de consumo que los que están dispuestos a traspasarle los compradores de ropa y, por tanto, a éste le conviene más proporcionársela a los primeros que a los segundos. A largo plazo, sin embargo, si al pastor le cuesta producir la lana bastante menos de lo que el ropero y el colchonero están dispuestos a pagarle por la misma, éste tenderá a criar más ovejas –aunque fuera contratando a otros trabajadores para vigilarlas– para poder suministrársela a sus dos clientes y para que éstos, a su vez, puedan producir tanto ropa como colchones de lana para los consumidores. Eso sí, tengamos presente que el aumento de la producción de lana se realizará a costa de la reducción de la producción de otros bienes y servicios, pues el mayor número de trabajadores, tierras o forraje necesario para criar más ovejas será detraído procederá de otros proyectos empresariales que no llegarán a completarse, por ejemplo la producción de trigo y de pan: simplemente, la evolución de los precios de los bienes de consumo y de los factores productivos (lo que llamamos costes) indicará que hay que fabricar más colchones y más ropa (y, por tanto, más lana) y menos pan.
  • 17. Mas, ¿qué sucedería si el colchonero le arrebata la lana al ropero y, sin embargo, los mismos consumidores que en el pasado habían desembolsado 35 monedas por los colchones ya no siguen dispuestos a hacerlo? Pues que el colchonero se comerá una pérdida que equivaldrá a la riqueza de aquellos bienes que ha impedido que se crearan (la ropa) y en lo sucesivo el ropero podrá volver a abastecerse del pastor burgalés sin que el pastor tenga que producir más lana a costa de que se hornee menos pan. ¿Moraleja? Los precios relevantes son los futuros y esos jamás podemos conocerlos con certeza (por si alguien lo dudaba, no somos prescientes), sólo podemos tratar de anticiparlos fijándonos, en parte, en los precios pasados. En definitiva, los precios de mercado, que se encuentran en permanente cambio según las fluctuantes condiciones de la demanda y de la oferta de los distintos bienes y servicios, permiten un elevadísimo grado de coordinación voluntaria y mutuamente beneficiosa entre todos los agentes económicos. Como decíamos al comienzo, no es ni mucho menos una coordinación perfecta, pero sí, desde luego, una coordinación mucho mayor –sobre todo cuando se la complementa con otras instituciones espontáneas propias del libre mercado– que la que puede darse por parte del Estado, esto es, fuera del mercado. Por eso el socialismo y el intervencionismo generalizado no funcionan. Ir a los comentarios
  • 18. ¿Qué son los tipos de interés? Publicado el 08 abril 2011 por Juan Ramón Rallo Desde antaño se ha sostenido que el dinero es estéril. Y algo de verdad hay en eso: hasta donde me alcanza, nunca he visto a las monedas o billetes de mi cartera reproducirse y engendrar nuevas monedas o billetes. De hecho, aunque lo hicieran, difícilmente nos volveríamos más ricos, pues la tendencia sería a que el precio del resto de bienes y servicios se encareciera. Pero entonces, si el dinero ni se reproduce ni es directamente productivo, ¿a qué viene que cobremos intereses por prestarlo? Creo no tergiversar demasiado si digo que el fenómeno del interés es uno de los peor entendidos en toda la ciencia económica. Para empezar, como el interés se paga en dinero y por el dinero, se ha generalizado la idea de que es un fenómeno enteramente monetario. Keynes pensaba que si se incrementaba lo suficiente la cantidad de dinero, el tipo de interés nominal podría caer al 0% de manera permanente. Sin embargo, piénselo un momento: ¿hay alguien que se endeude simplemente para atesorar el dinero? Es decir, ¿hay alguien que pida prestados 200.000 euros durante un año al 10% simplemente para guardarlos debajo del colchón? Sería un poco absurdo, porque pasado el año debería devolver 220.000 euros. En realidad, y he ahí el primer error, cuando demandamos crédito estamos demandando, no dinero, sino bienes y servicios. El dinero es sólo el medio necesario para, en esta sociedad monetaria nuestra, comprar esos bienes y servicios. O dicho de otra manera, cuando pedimos una hipoteca queremos, en realidad, una vivienda; cuando pedimos un préstamo al consumo queremos, en realidad, un coche; cuando pedimos un préstamo empresarial queremos, en realidad, fichar a trabajadores, comprar maquinaria, contratar el suministro eléctrico… Bien, sentado esto, imagine que mucha otra gente desea comprar la misma casa, el mismo coche o contratar a los mismos factores productivos. ¿Cómo decidimos quién se los queda? Básicamente a través del sistema de precios:
  • 19. aquellos que estén dispuestos a ofrecer más por esos bienes y servicios serán quienes los captarán. Pero imagine que usted no tiene hoy nada que ofrecerles, ¿significa ello que tiene las manos atadas para pujar? No, siempre y cuando sí pueda ofrecerles algo en el futuro. Suponga que va a comprarle un inmueble a un promotor inmobiliario. Éste le exige 200.000 euros y usted está hoy sin blanca, pero sabe que dentro de un año va a cobrar una cuantiosa herencia de 500.000 euros. En tal caso podría prometerle al promotor que le pagará la vivienda en doce meses. Ahora bien, ¿cuánto piensa que debería pagarle dentro de un año al promotor para que acepte entregarle hoy la vivienda? ¿200.000 euros? No parece que al promotor le vaya a resultar una oferta muy atractiva, por cuanto hay otra gente interesada en pagarle eso mismo hoy. ¿200.001 euros? Tampoco resulta probable que el promotor esté dispuesto a esperar un año sólo para embolsarse un euro de diferencia. Lo cierto es que usted debería ofrecerle suficiente dinero como para que a él le compensara esperar un año a cobrar los 200.000 euros (tal vez, por ejemplo, 220.000 euros). Al cabo, todos preferimos disponer del dinero antes que después, lo que equivale a decir que todos le asignamos valor al hecho de poder disponer de los bienes y servicios antes que después (es lo que se conoce como “preferencia temporal” o, simplemente, “impaciencia”). No olvidemos que los bienes presentes nos sirven o para satisfacer nuestras necesidades presentes (bienes de consumo) o para preparar la satisfacción de nuestras necesidades futuras (factores productivos) de modo que por fuerza le otorgaremos valor a disponer lo antes posible de esos bienes presentes: dicho de otro modo, el tiempo, la anticipación, es útil. He ahí el fundamento del interés: el exceso de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros o, dicho de otro modo, la utilidad de anticipar la disposición de esos bienes presentes. Por ejemplo, si intercambiamos una casa que vale 200.000 euros por 220.000 euros dentro de un año, estamos diciendo que para que el promotor acepte desprenderse de su casa sin recibir nada a cambio durante un año, hay que compensarle en 20.000 euros (lo que sobre los 200.000 euros que vale el inmueble, equivale a un interés
  • 20. del 10%). Si los bienes presentes no fueran más valiosos que los futuros, el promotor sería indiferente entre recibir 200.000 euros hoy o mañana. Pero como es obvio no lo es. Lo mismo sucede si le pedimos a otra persona que nos preste 200.000 euros para pagarle a tocateja la casa al promotor. Nuestro prestamista podría haber utilizado esos 200.000 euros en otras cosas: en consumir más, en invertir o en mantenerlos atesorados para lo que pueda venir (como es obvio, si no quisiera utilizarlos para nada en ningún momento, no se habría preocupado desde el comienzo en acumularlos produciendo bienes y servicios para el mercado mientras renunciaba a su tiempo libre). En definitiva, los tipos de interés sólo son un precio más dentro del mercado: el precio del tiempo (¡no del dinero!) que depende de la distinta impaciencia de los agentes a la hora de anticipar la disposición de bienes presentes o de aceptar retrasarla. Se trata de un precio que impregnará todas las transacciones en las que participe el tiempo: no sólo en las de tipo monetario y desde luego no sólo en las que tengan lugar en los mercados crediticios. Por dar dos ejemplos muy sencillos: en los contratos de aparecería y en las relaciones laborales hay implícito un tipo de interés. El cesionario aparecero comparte una parte de sus aprovechamientos futuros con el cedente aparcero debido a que éste le adelanta sus factores productivos sin cobrarle nada hasta el momento futuro en el que produzca; lo mismo sucede en las relaciones laborales, donde el capitalista adelanta los salarios (y la maquinaria) a cambio de quedarse con una parte de la producción futura (la famosa plusvalía que Marx jamás comprendió). No quiero con ello decir que en la determinación de los tipos de interés sólo influya la preferencia temporal; también tienen relevancia otras variables como las perspectivas de inflación, la prima de liquidez o las manipulaciones crediticias. Más bien, lo que quiero señalar, es que la existencia de los tipos de interés depende por entero de la preferencia temporal (y de otra categoría hermana como es la aversión al riesgo, de la que hablaremos otro día). Sin preferencia temporal no habría tipos de interés, aun cuando hubiese manipulaciones del volumen de crédito; con
  • 21. preferencia temporal habrá tipos de interés, aun cuando estos puedan ser distorsionados por otras variables como las expansiones crediticias. ¡De cuántas barbaridades nos habríamos librado si los economistas hubiesen entendido adecuadamente este sencillo concepto! Ir a los comentarios
  • 22. El capitalismo depende del ahorro, no del consumo Publicado el 17 abril 2011 por Juan Ramón Rallo Uno de los mayores problemas de los que adolecen nuestros juicios económicos es que tratamos de elucubrarlos a la luz de nuestra experiencia diaria. En ocasiones el resultado puede ser satisfactorio pero en otras puede resultar bastante catastrófico. Por ejemplo, por todos es sabido que al capitalismo lo mueve el consumo; basta con darse un paseo por la calle para darse cuenta: cuando las tiendas están a rebosar, se crea empleo, y cuando están vacías, se destruye. Sencillo, ¿no? Pues no tanto. A quienes creen que el capitalismo se sustenta sobre el consumo –o incluso sobre el consumismo– debería extrañarles el étimo mismo de “capitalismo”. Capitalismo procede de capital (esa parte de nuestro patrimonio destinada a generar riqueza para el resto de agentes de un mercado) y para amasar un capital hay que ahorrar y para ahorrar hay que restringir el consumo. ¿Qué sentido tiene entonces decir que un sistema, el capitalismo, cuya misma existencia depende de la virtud de no consumir sólo puede sobrevivir y medrar cuando se consume masivamente? Ninguno, salvo porque aquello que conocemos del capitalismo son sus expresiones más primarias y más mundanas: como productores especializados y consumidores generalistas que somos, cada semana visitamos decenas de tiendas distintas, pero muy pocos serán quienes a lo largo de toda su vida visiten decenas de centros de producción diferentes. Mas las cosas son así: el capitalismo no depende del consumo sino del ahorro. Una sociedad donde se consumiera el 100% de la renta sería una sociedad nada capitalista. No tendríamos ni un solo bien de capital: ni viviendas, ni fábricas, ni infraestructuras, ni laboratorios, ni científicos, ni arquitectos, ni universidades ni nada. Simplemente, todos los individuos tendrían que estar ocupados permanentemente en producir bienes de consumo –comida, vestidos, mantas…– y no dedicarían ni un segundo a
  • 23. producir bienes de inversión (por definición, si se consume el 100% de la renta es que no se producen bienes que no sean de consumo). Es el ahorro, el no desear consumir todo lo que podamos, lo que nos permite dirigir durante un tiempo nuestros esfuerzos, no a satisfacer nuestra más inmediatas necesidades, sino a preocuparnos por satisfacer nuestras necesidades futuras: producimos bienes de capital para que éstos, a su vez, fabriquen los bienes de consumo futuros que podamos necesitar. Pero entonces, ¿acaso la economía no entra en crisis cuando cae el consumo? No, quienes entran en crisis cuando cae el consumo son los negocios que venden directamente a los consumidores, pero no toda la economía. Salvando el caso –que trataremos en otro artículo– de que el consumo caiga porque aumente el atesoramiento de dinero (el dinero debajo del colchón), un menor consumo implica que hay disponibles una mayor cantidad de fondos y recursos para invertir. En otras palabras, cuando caiga el consumo, los tipos de interés también se reducirán, con lo que la inversión aumentará; es decir, pasarán a producirse más bienes de capital contratando a los factores que habían quedado desempleados en las languidecientes industrias de bienes de consumo. Alto. Pero, ¿acaso no son las industrias de bienes de consumo las que compran los bienes de capital (máquinas, productos intermedios, grúas, patentes, material de oficina, ordenadores…)? Entonces, si las industrias que producen bienes de consumo entran en crisis porque venden menos, ¿acaso no reducirán sus compras a las industrias que fabrican bienes de capital? ¿Para qué querrían éstas incrementar su producción? No, no están locas. Que el consumo caiga significa que las empresas de bienes de consumo ya no pueden vender una parte de sus mercancías al mismo precio que antes. Si no rebajan los precios, parte del género se les queda en las estanterías sin vender, pero si lo hacen, deja de salirles a cuenta comercializar muchos de esos productos. ¿Callejón sin salida? No. Toda empresa que vea minorar su margen de ganancia tiene dos opciones: o comprar el mismo producto más barato a sus proveedores o adquirirles un producto igual de caro pero de mayor calidad por el que los consumidores estén dispuestos a pagar más. En ambos casos, el margen de beneficio de
  • 24. estos productos vuelve a ser positivo: o los precios caen pero los costes también lo hacen, o los costes se mantienen constantes pero los precios de venta suben. Así pues, sí existe una demanda potencial insatisfecha por parte de las empresas de bienes de consumo y, en definitiva, por parte de los consumidores: demandan bienes de consumo o más baratos o de mayor calidad. Y es a esto a lo que se dedicarán los asequibles fondos y recursos que quedan disponibles tras la minoración del gasto en consumo: a fabricar más bienes de capital que, gracias a su superior productividad, permitan producir en el futuro bienes de consumo más baratos o de mayor calidad. ¿A qué creen que se están dedicando si no las compañías que ahora mismo están buscando nuevos pozos de petróleo o minas de cobre, experimentando con motores de gas más eficientes o investigando como abaratar y perfeccionar las tabletas de los próximos cinco años? Justamente a eso. ¿Piensa que su actividad sería más fácil si todos consumiéramos aún más de lo que ya lo hacemos ahora? Es decir, ¿piensa que su actividad sería más fácil si los tipos de interés se dispararan y si, por tanto, les metiéramos más prisa para que concluyeran todos sus proyectos? No, muchos los terminarían de forma chapucera a los pocos meses y muchos otros ni siquiera los emprenderían. Por este motivo, en contra de lo que piensan los subconsumistas, no existe ninguna paradoja del ahorro: el ahorro es tanto individual como socialmente beneficioso. Más ahorro incrementa nuestro patrimonio individual y, también, la capitalización de toda la economía: es un poquito menos de pan hoy a cambio de muchísimo más pan mañana. El capitalismo no ha medrado sobre el consumismo, pues en tal caso las sociedades más pobres del planeta –aquellas que para sobrevivir se ven forzadas a consumir todo lo que tienen– serían las más ricas; ha medrado, en cambio, sobre la virtud de la frugalidad de unas clases bajas que se han ido convirtiéndose en medias y, en algunos casos, en capitalistas. Y ahora, la pregunta estrella: ¿podemos llevar este principio hasta el extremo? ¿Acaso si todos dejáramos de consumir por completo la economía
  • 25. no se desmoronaría? Pues depende de qué entendamos por “dejar de consumir por completo”. Si con ello queremos decir que nunca más, jamás, nadie sobre la faz de la tierra piensa volver a adquirir un bien de consumo, entonces sí. Pero por un motivo elemental: producimos para consumir (nota al margen: el ingenuo pensamiento keynesiano razona al revés; consumimos para producir y para tener empleo en algo). Si nadie quiere consumir ni hoy ni mañana, no hay objeto para que sigamos produciendo; podemos tumbarnos todos el día a la bartola en lugar de perder el tiempo y las energías en fabricar algo que nadie desea. Pero si por “dejar de consumir por completo” entendemos, verbigracia, abstenernos de consumir durante cinco años (en caso de que fuera posible), entonces sí tendría sentido económico que durante esos cinco años dejáramos de fabricar bienes de consumo (esto es, que las empresas que los comercializaran y los ensamblaran cesaran en su actividad) y nos concentráramos en producir unos excelentes y punteros bienes de capital que nos permitieran dar a luz a fabulosos y baratísimos bienes de consumo al cabo de esos cinco años. Es simple: a más ahorro, más riqueza futura… siempre, claro, que valoremos y deseemos más esa riqueza futura que convertirnos en unos austeros anacoretas. No, el capitalismo no tiene nada que ver con el consumismo. Bueno, en realidad una sola cosa: tanto nos ha enriquecido el ahorro de nuestras generaciones pasadas que ahora, como nuevos ricos, podemos disfrutar de más bienes de consumo de los que jamás soñaron disponer los faraones y los monarcas absolutos. Eso es a lo que los carcas abuelos cebolletas de 30 ó 40 años llaman consumismo y lo que muchos de ellos consideran que debería ser regulado o prohibido (es intolerable que la prosperidad del capitalismo afee la progresista miseria del comunismo). Pero, en todo caso, tengamos bien presente que el afluente consumo actual son los frutos de las privaciones del consumo de ayer y anteayer. El consumo es la cosecha, no la plantación. La plantación es el capital y el sistema social de plantaciones empresariales que nos permite disfrutar de un abundante y variado consumo es el capitalismo. Ir a los comentarios
  • 26. ¿Puede ser cualquier cosa un buen dinero? Publicado el 22 abril 2011 por Juan Ramón Rallo Ya sabemos cuáles son las ventajas que nos proporciona la existencia del dinero: medio de cambio generalmente aceptado, depósito de valor y unidad de cuenta. Si a eso debe dedicarse el dinero, parece claro que el buen dinero será aquella mercancía que mejores aptitudes posea para desarrollar esas funciones. Por ejemplo, la fruta no sería un buen depósito de valor porque se pudre; las viviendas serían un mal medio de cambio porque no pueden desplazarse (aunque probablemente el Carl Fredricksen de Up opine algo distinto); y las obras de arte serían una mala unidad de cuenta debido a la enorme heterogeneidad de su valor. Parece claro, pues, que para que el dinero sea un bien dinero –para que desarrolle de manera adecuada sus funciones–deberá reunir ciertas cualidades. No vale cualquier cosa: del mismo modo que la cicuta no constituye un alimento recomendable para gozar de buena salud, no todos los bienes económicos pueden desarrollar adecuadamente las funciones del dinero. De ahí que, dejados en libertad, lo habitual será que los individuos tiendan a seleccionar como dinero aquellos bienes que reúnan una serie de cualidades físicas y económicas. Físicamente, el dinero debe ser fácil y barato de transportar, almacenar y transformar. Si no puede transportarse con sencillez, no será un buen medio de cambio; si no puede atesorarse de manera asequible, no será un buen depósito de valor; y si no puede transformarse sin dificultades, no podrán crearse piezas monetarias que sean homogéneas y no podrá actuar como unidad de cuenta. Económicamente, los individuos necesitan un dinero cuyo valor sea estable: debe poder intercambiarse en grandes cantidades sin depreciarse (pues en caso contrario sería un mal medio de cambio) y debe poder almacenarse sin perder valor con el paso del tiempo (pues en caso contrario sería un mal depósito de valor y una mala unidad de cuenta). En otras palabras, los
  • 27. individuos elegirán como dinero aquellos bienes económicos con una demanda final muy amplia (un bien del que todo el mundo quiera disfrutar en abundancia) y con una oferta muy rígida (un bien que no pueda producirse en grandes cantidades por muy elevado que sea su precio y que tampoco pueda falsificarse). Así, por ejemplo, los libros de sánscrito serían muy mal medio de cambio, ya que si quisiéramos intercambiar muchos de ellos por otros bienes o servicios, deberíamos rebajar de manera notable su precio unitario (la demanda de los libros de sánscrito es muy baja porque satisface fines muy pocos valiosos de mucha gente, con lo que a poco que aumenta su oferta, su precio se desmorona); asimismo, los automóviles o los ordenadores personales serían muy mal depósito y muy mala unidad de cuenta, no sólo porque se deterioran y quedan obsoletos con el paso de los años, sino porque pueden fabricarse muchos más de ellos con rapidez, erosionando su valor. Históricamente, el bien económico que mejor que ha reunido todas estas cualidades, y que ha sido elevado espontáneamente a la categoría de dinero universal, ha sido el oro: tiene una amplia demanda ornamental en casi todas las culturas, épocas y lugares, su oferta es muy inelástica en relación con su stock (cada año sólo sus disponibilidades sólo se incrementan un 1,5% y es muy díficil de falsificar), es el metal más dúctil y maleable que existe, es muy resistente a los agentes externos (ni siquiera el ácido sulfúrico lo daña), y posee un alto valor unitario, lo que rebaja enormemente los costes de almacenamiento y transporte. Una vez generalizado su uso, los comerciantes y los bancos comenzaron a emitir sus propios medios de pago –letras de cambio, billetes o depósitos a la vista–, que en realidad no eran otra cosa que promesas a entregar oro: es decir, el dinero no eran los billetes de banco –ni siquiera los billetes de los bancos centrales– sino el oro en el que eran pagaderos esos billetes. En esencia, porque un billete (no digamos ya una anotación contable en forma de cuenta corriente) no es más que un trozo de papel que por sí mismo es incapaz de mantener estable su valor, sobre todo a lo largo del tiempo (su
  • 28. demanda final es muy poco intensa y su oferta puede incrementarse asintóticamente). En la actualidad, manejamos un engendro monetario llamado “dinero fiduciario”, que ni es un trozo de papel sin más ni tampoco un billete de banco convertible en oro. En otro momento profundizaremos en su naturaleza, pero por ahora fijémonos en que cumple de manera extremadamente deficiente la función de depósito de valor, lo que explica que sólo haya logrado circular merced a su imposición por parte del Gobierno a través de todo tipo de tretas (leyes de curso forzoso, restricción de la competencia, desestabilización del valor del oro…). No es casualidad: a los Estados, a los bancos y a los empresarios ineficientes les interesa que los individuos no puedan decidir no consumir y no invertir (a saber, que no puedan escaparse de sus garras). Nos han impuesto un mal dinero a sabiendas de que era un mal dinero y de que, por consiguiente, distorsionaba la coordinación intertemporal de los agentes. La misma descoordinación intertemporal que se encuentra en la raíz de la presente crisis. Ir a los comentarios
  • 29. ¿Por qué hay paro? Publicado el 30 abril 2011 por Juan Ramón Rallo Con la losa de los cinco millones de desempleados encima, puede que resulte de interés explicar someramente a qué se debe esa lacra social conocida como paro. Por empleo cabe entender el trabajo remunerado y por cuenta ajena: son los servicios que el trabajador desempeña dentro de un plan empresarial dirigido a lograr un lucro monetario. Es decir, en toda relación laboral hay un capitalista que arrienda los servicios de otra persona –el trabajador– a cambio de una remuneración –el salario– que el primero abona con cargo a su capital, es decir, a su ahorro (el salario es un adelanto en el presente de las ventas futuras del capitalista). El salario que obtiene el trabajador depende de dos elementos: uno, el valor de sus servicios laborales dentro del plan de negocios del empresario (su productividad); dos, de lo fácilmente sustituible –por otros trabajadores o por otros factores productivos– que sean esos servicios. Así, por ejemplo, las funciones muy valiosas pero que todo el mundo puede desempeñar tienden a ser poco remuneradas. Si un empleado desea aspirar a salarios más altos, deberá incrementar su productividad y su diferenciación en relación con el resto de factores competitivos. Subir los salarios por decreto es una mala opción, pues si el salario exigido por el trabajador o fijado por el Gobierno supera su productividad, éste no será contratado (pues el capitalista le estaría adelantando más dinero del que espera recuperar con sus servicios) y el puesto quedará vacante o será cubierto por otros factores cuyos precios no están regulados. El paro, por consiguiente, es consecuencia de que los empresarios no encuentren a trabajadores que encajen dentro de sus planes y que exijan una remuneración igual o inferior a su productividad o de que los trabajadores no encuentren a empresarios dispuestos a abonarles el salario que ellos exigen.
  • 30. Cuando la causa de esta falta de conexión entre trabajadores y empresarios sea simplemente la insuficiente coordinación entre unos y otros, suele hablarse de “paro friccional”: aquel desempleo, generalmente de corta duración, que resulta de los reajustes entre unos empresarios que quieren modificar su plantilla y unos trabajadores que desean cambiar de compañía. Cuando un país sólo padece desempleo friccional suele decirse que se encuentra en una situación de “pleno empleo técnico”. Otras veces, sin embargo, el desempleo tiene causas más profundas y estructurales: si la inmensa mayoría de proyectos empresariales de un país son incapaces de generar una sustanciosa riqueza adicional –pues nadie, ni dentro ni fuera de ese país, está dispuesto a pagar lo suficiente por su nueva mercancía–, los capitalistas sólo podrán ofrecer salarios muy bajos que los trabajadores o se negarán a aceptar o tendrán prohibido aceptar debido a la existencia de salarios mínimos en forma de leyes o de convenios colectivos. En esas situaciones puede hablarse de un “desempleo estructural”: a corto plazo, los empresarios son incapaces de trazar planes de negocio que generen la suficiente riqueza como para que sea rentable contratar a trabajadores al salario que solicitan o que se les impone que soliciten. Esa incapacidad puede ser responsabilidad del capitalista, del trabajador o de ambos; el capitalista puede haber inmovilizado su ahorro en forma de un equipo productivo que se ha quedado súbitamente obsoleto y sin demanda (por ejemplo, las cementeras que abastecían a las constructoras), lo que le impide rentabilizar a un trabajador dentro de esas estructuras; el trabajador, por su parte, puede carecer de formación o puede haberse especializado en ciertas áreas que también hayan quedado obsoletas (como ocurre parcialmente con los arquitectos), todo lo cual obstaculiza que los empresarios puedan pergeñar e incorporarlos dentro de planes de negocio donde es necesaria otra especialización. La solución al desempleo estructural no es sencilla ni, sobre todo, inmediata. A corto plazo, lo máximo que puede hacerse es eliminar todas las regulaciones que añadan costes redundantes a la contratación (por ejemplo, costes por despido o liberados sindicales) y que socaven la flexibilidad salarial. Con ello será posible que una parte de la fuerza laboral
  • 31. encuentre ocupación: aun cuando sea poco productiva dentro de los actuales planes empresariales, la eliminación de costes artificiales y la minoración salarial facilita que aquellos que se contenten con bajos sueldos puedan encontrar trabajo. A largo plazo, no obstante, la única solución pasa por un reajuste de la estructura productiva. Los empresarios tienen que generar nuevos bienes de capital con los que poder fabricar las mercancías que sí demandan los consumidores nacionales y extranjeros y los trabajadores deben adaptar su formación para encajar adecuadamente en esos nuevos planes de negocio. Para todo ello, es menester generar un clima favorable a la inversión a largo plazo, tanto en capital físico como en capital humano: altas tasas de ahorro, tributación moderada, ausencia de rescates indiscriminados de los sectores moribundos, certidumbre legislativa, independencia judicial, sistema educativo de calidad, dinámico y adaptable a los cambios del entorno… Así las cosas, debería resultar evidente por qué no debemos caer en la treta keynesiana de que el desempleo es consecuencia de una insuficiencia de demanda: no se trata que, de repente, la sociedad se haya vuelto loca y haya dejado de consumir e invertir, sino de que ciertos consumos basados en un crédito muy inflado (como la vivienda) han devenido ruinosos y de que la inversión no puede reanudarse sin que los empresarios localicen las nuevas oportunidades de negocio y exista ese clima amigable con la misma que acabo de describir. Los planes de estímulo de la demanda sólo generan aumentos transitorios e insostenibles del empleo con cargo a mayores impuestos futuros (y, por tanto, a menor inversión y empleo de calidad). Los políticos españoles lo han hecho todo al revés y lo ha pagado con cinco millones de parados: ante una economía que necesitaba una reconversión generaliza, ni flexibilizaron el mercado laboral por complicidad con los sindicatos, ni renunciaron a las drogas estimulantes, ni han favorecido un clima que incentive la inversión a largo plazo –el país padece una tributación cada vez más salvaje, una absoluta incertidumbre legislativa, rescates a diestro y siniestro, un sometimiento radical del poder judicial al ejecutivo, la destrucción de su sistema educativo…–. España, para
  • 32. desgracia nuestra, es un caso de manual de cómo perpetuar el pleno desempleo. Ir a los comentarios
  • 33. ¿Por qué ganan dinero las empresas? Publicado el 06 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo Los beneficios astronómicos de las compañías suelen desatar reacciones negativas entre el público. Si comparamos las cifras de negocio y las ganancias de cualquier gran empresa con el salario de cualquier trabajador corriente, la diferencia resulta inconmensurable. Tan es así que numerosos economistas a lo largo de la historia se han apresurado a explicarlos por la explotación más o menos descarada que las compañías ejercen sobre otros: ayer eran los curritos, hoy son los guisantes. La duda en cualquier caso es razonable: ¿por qué las empresas ganan dinero? ¿Acaso no estaríamos todos mejor si esos beneficios se repartieran entre trabajadores, consumidores, proveedores y políticos? ¿Qué función desempeñan los beneficios? Bueno, empecemos definiendo qué son los beneficios monetarios: beneficios son los ingresos que exceden a los costes de producción (de ahí que también se les denomine ingresos netos). Las empresas obtienen sus ingresos vendiendo sus servicios o sus mercancías manufacturadas a los consumidores (o a otras empresas que, en última instancia, los venderán a los consumidores) e incurren en costes cuando adquieren o alquilan los factores productivos que necesitan para fabricar o proporcionar esos bienes o servicios. Si los consumidores pagan por las mercancías más de lo que les ha costado fabricarlas, entonces se genera un excedente monetario que se queda en la empresa: los beneficios. Ahora bien, si nos creemos el cuento chino de la virulenta competencia perfecta entre empresas, en principio parecería lógico que los beneficios cayeran a cero. Las empresas rivalizarían entre sí bajando los precios a los que venden sus productos y subiendo los precios que están dispuestas a pagar por los factores productivos. Empero, nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia, un sistema económico lograría funcionar y sobrevivir si todas sus compañías obtuvieran beneficios cero. Y el motivo de esto sólo en parte se debe a que no existe en el mundo real nada parecido a la competencia
  • 34. perfecta; o dicho de otro modo, aun cuando existiera competencia perfecta, los beneficios monetarios no podrían caer a cero. La razón es que las empresas, cuando adquieren o contratan a un factor productivo, le están adelantando un dinero que sólo recuperarán en el futuro, cuando se complete el proceso de fabricar y comercializar la mercancía. Es decir, el capitalista es aquel que, por ejemplo, inmoviliza en su empresa un capital de 1.000.000 euros durante cinco años para ganar 50.000 euros anuales en beneficios. Por eso ningún capitalista estará nunca dispuesto a pagarle a los factores tanto como lo que obtendrá por vender sus mercancías: estamos ante la cuestión del tipo de interés que ya expusimos. ¿Acaso usted pagaría 50.000 euros por un bono que le devolviera dentro de un año solamente esos 50.000 euros? No, y el capitalista tampoco. En este sentido, tampoco deberíamos dejarnos llevar por las abultadas cifras de ganancias y las presuntamente exiguas cuantías de los salarios. En 2009, por ejemplo, Carrefour ganó 437 millones de euros, pero ese guarismo apenas proporcionaba una rentabilidad del 3,9% a sus accionistas. Así, los miles de propietarios de Carrefour (sus accionistas) han tenido que adelantar e inmovilizar 11.000 millones de euros para obtener, año a año, apenas un rendimiento que no alcanza el medio millardo: o dicho de otra manera, aportando unos 14,5 euros por acción, apenas han logrado 0,5 euros en 2009. No es un negocio tan redondo como podría parecer: comprando deuda del Gobierno alemán usted lo hubiese podido hacer prácticamente igual de bien. Por ello, por cierto, una empresa puede llegar a desaparecer aun cuando no sufra pérdidas: si no proporciona una rentabilidad atractiva a sus propietarios, éstos simplemente dejarán de reinvertir en ella para reponer y de modernizar sus bienes de equipo. En otras palabras, una parte del beneficio que obtienen las empresas no es más que el tipo de interés de mercado: la remuneración que logran los capitalistas por ahorrar (abstenerse de consumir) durante el tiempo que están implementando un determinado proceso productivo. Sin esa mínima rentabilidad, los capitalistas no reinvertirían sus ahorros en seguir fabricando bienes y regresaríamos a una sociedad salvaje y atomizada donde la división del trabajo sería historia: recuerde que la base del
  • 35. capitalismo no es el consumo, sino el ahorro y que sin éste todo se viene abajo. Por tanto, una parte de los beneficios no son más que la remuneración del capitalista por no consumir y financiar todo el chiringuito productivo; de idéntico modo a que los salarios son la remuneración de los empleados por trabajar. Mas aquí no termina toda la película. Dado que no existe ese engendro de la competencia perfecta (sobre el cual ya hablaremos otro día), muchas empresas suelen obtener unos ingresos netos por encima (en ocasiones muy por encima) de los tipos de interés de mercado. Son los llamados “beneficios extraordinarios” que muchos economistas, en su constante huida de la realidad, suelen atribuir a la existencia de plutocráticos monopolios que dominan el mundo desde Bilderberg o Zúrich. En ausencia de restricciones gubernamentales a la competencia, la realidad, sin embargo, es muy otra. Los beneficios extraordinarios se deben a que una empresa va dos pasos por delante del resto de compañías. Dado que todas no hacen lo mismo, no todas sirven igual de bien a los consumidores y por tanto no todas ganan el mismo dinero: unas se forran, otras se ganan el pan y otras pierden hasta la camisa. Google no es Alcoa y ésta no es Virgin Media: en 2010, el primero proporcionó una rentabilidad del 20% para sus accionistas, la segunda un 2% y la tercera un -11%. Así pues, la otra parte de los beneficios empresariales no es más que la remuneración a aquellos capitalistas que confeccionan excelentes planes de negocio y que le facilitan mucho más la vida al consumidor que la competencia. Así que ya sabe: si un capitalista sirve al consumidor mucho mejor que el resto, ganará mucho dinero; si lo sirve de manera decentilla pero nada destacable, se embolsará el tipo de interés, como quien acude a realizar un depósito bancario; y si despilfarra los recursos en proyectos nada valiosos para sus clientes, entonces obtendrá unos rendimientos inferiores al tipo de interés e incluso acumulará pérdidas. No busque en la explotación la causa de los beneficios que se obtienen en un mercado libre: apunte más bien hacia el ahorro, la coordinación empresarial y la satisfacción del consumidor.
  • 36. Ir a los comentarios
  • 37. ¿Por qué nos empobrecen las catástrofes naturales? Publicado el 14 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo Aunque se trate de un asunto muy manido y del que ya se ha hablado en numerosas ocasiones, el reciente terremoto de Lorca, y el no mucho más lejano en el tiempo de Japón, nos ofrece la oportunidad de volver a reflexionar sobre el tema. Riqueza es toda aquella acumulación de bienes que nos permite, directa o indirectamente, satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. Tan riqueza es, aunque con distinta forma y probablemente dispar valor, un almacén lleno de trigo que un campo para cultivarlo: el primero lo podemos comer directamente para saciar nuestro apetito y el segundo nos puede proporcionar el trigo con el que hacer lo propio. En definitiva, para volvernos más ricos hemos de disponer de más bienes con los que directa o indirectamente satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. De ahí la muy elemental proposición de que la destrucción indeseada de bienes materiales nunca –insisto, nunca– nos vuelve más ricos. Tal vez sea por ello que a las catástrofes naturales se las llame “catástrofes” y no “bendiciones naturales”. Sentado lo evidentemente cierto, conviene, sin embargo, perder algo de tiempo refutando lo evidentemente falso y, sobre todo, explicando por qué son tantos los que compran las mercancías escacharradas de que destruir es crear y pobreza es riqueza. Dos de los errores que más ha contribuido a popularizar el keynesianismo son: por un lado, que la medición más aproximada de nuestra riqueza no la constituye el valor de los bienes y servicios que producimos, sino la cantidad de trabajo existente; por otro, que la riqueza no nace de producir y acumular bienes que satisfacen nuestras necesidades, sino de gastar en demandarlos.
  • 38. Recordemos, además, que el keynesianismo es un engendro teórico concebido en tiempos de estancamiento. En un momento de parálisis económica, como en las fases más depresivas de un ciclo, el desempleo tiende a ser muy elevado y el gasto suele congelarse. Es razonable: los empresarios todavía están recomponiendo sus planes de negocio y el conjunto de los agentes económicos está más preocupado por amortizar sus deudas que por mantener unos niveles de gasto (generalmente basados en un sobreendeudamiento previo) que son insostenibles. En esa coyuntura, pues, cualquier circunstancia, por desgraciada que ésta sea, que contribuya a reanimar el empleo y el gasto será considerada por los keynesianos como “estimulante” para el crecimiento. Así, si un terremoto destruye varios millares de viviendas, por mucha crisis que haya, dos cosas son evidentes: la primera, que los afectados por el seísmo, aun cuando acumulen ingentes deudas y aun cuando sean muy reacios a gastar a ciegas, harán lo que sea –liquidar otros activos, endeudarse todavía más, recortar otros desembolsos…– para gastar en reparar sus casas; la segunda que, precisamente por lo anterior, existe una oportunidad de negocio bastante grande y bastante evidente en reedificarlas (sobre todo para las empresas que ya cuenten con el equipo para ello), de modo que por dubitativa que estuviera una parte del empresariado acerca de cuál debe ser su oficio futuro, durante un tiempo concentrará sus esfuerzos en construir nuevas viviendas, para lo cual contratará a nuevos trabajadores, reduciendo el nivel de paro. Ahí lo tienen: si más gasto y más empleo equivalen a más riqueza para los keynesianos –y, por desgracia, para mucha gente que ha sido contaminada por sus ideas–, es consecuente que se tienda a pensar que las catástrofes naturales nos vuelven más prósperos colectivamente por generar, en ciertas circunstancias, más empleo y gasto a muy corto plazo. ¿Dónde está el error de tan primario razonamiento? Antes del terremoto, los agentes económicos estaban paralizados (trabajadores sin empleo, empresarios que no invierten, consumidores que no gastan…) porque no sabían cómo generar riqueza adicional sobre la ya existente. Después del terremoto se han empobrecido, de modo que esos mismos agentes pueden
  • 39. movilizarse durante un tiempo para reponer la riqueza que existía previamente. ¿Acaso se vuelven más ricos volviendo a producir una riqueza que previamente poseían? No, pierden tiempo y recursos; por tanto, se empobrecen. Cierto: hay más empleo que antes, pero no empleo dirigido a incrementar su riqueza sino a restituirla; cierto: hay más gasto en viviendas, pero también menos gasto, presente o futuro, en todos aquellos otros bienes que podrían haber producido y adquirido en ausencia del terremoto. Ninguna devastación involuntaria mejora nuestro bienestar, ni siquiera cuando sustituyamos las antiguas casas –o la antigua riqueza, más en general– por otras de mejores y más resistentes. Pues, ¿por qué esperar al terremoto para remplazarlas? O, más simplemente, si de crear nuevos bienes desde cero se trata, ¿no sería preferible quedarse con los bienes viejos y con los nuevos? ¿Qué es mejor? ¿Un tractor nuevo o dos tractores, uno nuevo y otro viejo? ¿Una casa recién reformada o dos viviendas, una reformada y otra sin reformar? Puede, es verdad, que cuando vayamos justitos de espacio sí convenga destruir lo viejo para quedarnos sólo con lo nuevo –el espacio también puede ser objeto de economización–, pero en tal caso no necesitamos de terremotos, nos basta con dinamita. Al cabo, el único beneficio de los terremotos sería el de ahorrarnos el coste de los explosivos: claro que la ventaja de estos últimos es que permiten focalizar la destrucción allí donde nos conviene; la pequeña desventaja de las catástrofes naturalezas es que la generalizan de manera indiscriminada. A diferencia de keynesianos y animistas, no confiaría demasiado en la sapiencia innata de Gaia para seleccionar con precisión cirujana qué obras deben ser derruidas con tal de maximizar nuestro bienestar colectivo. Seguro que al llenar de explosivos todo un territorio, algún error de bulto comete. Ir a los comentarios
  • 40. La economía asamblearia no puede funcionar Publicado el 20 mayo 2011 por Juan Ramón Rallo Aunque cada vez son menos, todavía los hay que defienden planificar asambleariamente la economía: democracia económica, lo llaman. Al cabo, ¿no sería más lógico que todos los ciudadanos votaran en común cuáles son los bienes y servicios que debe producir la comunidad? ¿Por qué eso ha de determinarlo un grupo de empresarios sin escrúpulos que sólo buscan su lucro personal? Se trata, sin duda, de un pensamiento instintivo –tal vez correcto en grupos humanos de tamaño muy reducido– pero extremadamente erróneo cuando se trata de hacerlo un orden social tan amplio y complejo como son las economías actuales (en realidad, la economía actual, pues gracias al libre comercio la organización económica es internacional). Los problemas de la democracia económica son dos: los primeros surgen a la hora de seleccionar qué bienes deben ser producidos y los segundos a la hora de escoger cómo deben ser producidos. ¿Qué bienes deben producirse? La cuestión podría parecer sencilla: basta con que la Asamblea someta esta cuestión a votación popular y asunto resuelto; los bienes más votados serán los que pasarán a ser producidos. De acuerdo, pero deténgase un momento y mire a su alrededor: ¿se da cuenta de la enormidad de bienes distintos que le rodean? No se fije sólo en el ordenador, la mesa o el televisor. Piense en los pomos de las puertas, en las baldas de las estanterías, en los cojines del sofá, en el papel blanco (o reciclado) de los libros, en los tornillos que mantienen unidas las piezas que conforman la silla, en las diversas lámparas, bombillas o velas que lo iluminan, en las muy variadas prendas de ropa que lleva puestas o que tiene en su armario, etc. Y todo eso sin salir de casa… ¿Son muchos, verdad? Muy bien, pues ahora piense en todos los bienes que no le rodean porque ni siquiera se han llegado a producir o a imaginar. El número es inabarcable.
  • 41. Una Asamblea que pretendiera sustituir al mercado tendría que someter a votación qué cantidad debe producirse de todos los bienes que ahora mismo podemos observar (para aprobarlos) pero, también, de todos aquellos que no observamos (para rechazarlos). Y tendría que hacerlo para todas las variantes de esos bienes. Cojamos las camisetas: las hay (o puede haber) rojas, verdes, azules, blancas, negras, estampadas (¿qué tipo de estampado?), de algodón, de lana, de poliéster (o una combinación de ellas), con el cuello redondo, con el cuello en pico, grande, pequeña, mediana, de buena calidad, de mala calidad… El número de variantes para todos los productos es casi infinito: aquí tiene una lista, no especialmente exhaustiva ni detallada con respecto a la realidad, de todos los productos que deberían como mínimo someterse a sufragio. En otras palabras, la Asamblea –compuesta por toda la sociedad– debería pasarse debatiendo, deliberando y votando la mayor parte de su tiempo. Pues, si de igualar al mercado se trata, no debería tratarse de una votación mensual, anual o decenal, sino diaria, al minuto, continuada. Parece claro que la sociedad asamblearia debería estar tan focalizada en votar (y en informarse sobre qué votar) que a duras penas podría dedicarse a producir. Por mera división del trabajo, la Asamblea tendería a encargarle la ardua tarea de escoger qué producir a algún planificador central, como sucedía en los países comunistas. Pero, ¿dónde quedaría ahí la democracia asamblearia? ¿Deberíamos contentarnos con consumir lo que ese señor, o grupo de señores, imagina que deseamos? Sin embargo, el problema de elegir qué producir es meramente trivial al lado del de seleccionar cómo producir los bienes. De nuevo, en principio ésta parece una dificultad meramente técnica: una vez votado que hay que erigir una casa, el arquitecto y el constructor se encargarán de todos los detalles. Mas el problema sólo es en parte técnico; en su mayoría es económico. Dado que los recursos son escasos, habrá que redistribuirlos entre los bienes que se ha votado fabricar. ¿Y cómo hacerlo? Por ejemplo, puede que la Asamblea haya decidido a la vez producir 10.000 litros de leche de vaca y
  • 42. 5.000 pares de botas de cuero, pero para manufacturar las botas habrá que sacrificar las vacas, con lo que nos quedaremos sin leche… a menos que criemos más vacas retirando trabajadores de la producción de, verbigracia, colchones. ¿Es preferible la leche, las botas o los colchones (o distintas proporciones de los mismos)? Pero los conflictos entre recursos no terminan ahí: recordemos que más producción de bienes de consumo hoy implica menos producción de bienes de consumo mañana (pues mientras fabricamos bienes de consumo no fabricamos bienes de capital); es decir, también hay que distribuir intertemporalmente los bienes de consumo a fabricar. ¿Debería la Asamblea someter a votación todos los millones de conflictos que surjan entre los usos competitivos de los recursos? Fijémonos en que esto no es un asunto técnico: los técnicos señalan qué recursos necesitan ellos para su línea productiva, pero no pueden valorar si esos recursos son más valiosos en otros procesos fabriles donde también son requeridos. En otras palabras, la Asamblea debería conocer al detalle todos los procesos técnicos y votar dónde cada recurso resulta más valioso. Y, de nuevo, esta tarea no es en absoluto delegable pues, ¿de qué modo podría saber un planificador central cuáles de los millones usos alternativos de los recursos prefiere la sociedad sin siquiera preguntarle? Queda claro, pues, que la inmensidad de la información necesaria para someter la economía a una democracia asamblearia la haría del todo inviable. El mercado, por suerte para todos nosotros, funciona de un modo radicalmente distinto: no es la colectividad la que tiene que decidirlo todo, sino que cada individuo, de manera descentralizada, es el que tiene la opción de hacer sus propuestas de producción a la sociedad y someterlas en cada momento al sufragio continuado y permanente de los intercambios mutuamente beneficiosos. Cada individuo no tiene que conocerlo todo, sino que basta con que se especialice en una línea productiva muy concreta que atiende a un perfil muy determinado de consumidores. Estos son los dos obstáculos económicos fundamentales que abocarían al fracaso a cualquier economía asamblearia. Luego hay otro problemilla menor, que no interesa en absoluto a la izquierda pero que sí debería
  • 43. concernirnos a los liberales: la hipótesis implícita a todas las votaciones asamblearias anteriores era que todos los individuos se sometían sin rechistar a los designios de la Asamblea. Si ésta establece que hay que extraer hierro de una mina profundísima para fabricar los motores de los automóviles que se ha votado fabricar, alguien tendrá que extraerlo aunque nadie quiera. Es decir, el tiempo de los distintos miembros de una comunidad pasa a ser un recurso que la Asamblea distribuye como ella escoge: no hay espacio para la libertad, pues la libertad –la autonomía de negarse a realizar la función encomendada por la Asamblea– resulta equivalente a sabotear el plan de producción que ésta ha trazado. Mucho me temo que la tan democratizadora economía asamblearia es igualita a una tiranía política: miseria generalizada y nula autonomía personal. Todo lo contrario, por fortuna, de lo que ofrece un mercado libre. Ir a los comentarios
  • 44. ¿Por qué los despiden si se están forrando? Publicado el 01 junio 2011 por Juan Ramón Rallo Gran parte de la población tiende a pensar que la función principal de las empresas es generar empleo. Sólo cuando una compañía empieza a perder dinero, se tolera que pueda prescindir de una parte de sus empleados para reducir costes y regresar a la rentabilidad. Y aun en esos casos, se suelen atribuir las pérdidas a los altos sueldos de los directivos, exigiendo a renglón seguido rebajas sustanciales en sus emolumentos para mantener el nivel de empleo. El escándalo por supuesto estalla cuando una empresa con beneficios comienza a despedir gente. Rápidamente se acusa al capitalismo de ser un sistema inmoral y perverso que sacrifica cuantos valores haya con tal de maximizar sus ganancias. Si la empresa es rentable (incluso muy rentable), si puede permitirse mantenerlos en plantilla, ¿a qué viene despedirlos? Lo primero a destacar es que la tarea principal de las empresas no es generar empleo, sino crear riqueza. Su cometido es dar lugar a una organización de factores productivos capaz de engendrar bienes y servicios por los que los consumidores estén dispuestos a pagar un precio lo suficientemente elevado como para rentabilizar esa organización (esto es, que le permita a la empresa remunerar a los factores implicados compensándoles el tiempo que dedican a producir esos bienes o servicios). A los consumidores, la organización productiva les resulta irrelevante: prácticamente nadie conoce ni está interesado en conocer los detalles de la elaboración de una determinada mercancía. Lo único que les concierne es que las prestaciones que les proporciona esa mercancía sean más valiosas que el precio que deben pagar por ella (y que habrían podido gastar en otros bienes de consumo o de capital que les hubiesen proporcionado otro tipo de prestaciones y satisfacciones en el presente o en el futuro). O dicho de otra manera, una mercancía será igual de valiosa si ha sido producida por 10.000 trabajadores que si no ha requerido los servicios de ningún obrero.
  • 45. Dado que las empresas nacen para producir bienes y servicios, resulta absurdo el exigirles un nivel mínimo de empleo (o un nivel mínimo de consumo de gasolina, de cobre, de horas de encendido de los ordenadores…). Ahora bien, que la organización productiva les resulte irrelevante a los consumidores no significa, ni mucho menos, que realmente lo sea. Dado que los recursos son más escasos que nuestras necesidades, mal haríamos en ignorar el uso o mal uso que estamos haciendo de los mismos: al cabo, cada vez que utilizamos los factores productivos de un modo, estamos impidiendo que se utilicen de otro, esto es, estamos impidiendo que se produzcan otros bienes y servicios que podrían satisfacernos otras necesidades. Los empresarios se dedican justamente a eso: a trazar aquellos planes empresariales que minimicen los fines a los que los consumidores deben renunciar por el hecho de producir unos determinados bienes y servicios. Por eso tratan de vender al precio más alto (lo que indica una alta valoración de los consumidores) y de producir producen al menor coste posible (lo que significa que acaparan pocos recursos que pueden destinarse a otros planes de negocio). El progreso y el crecimiento económico, más allá del descubrimiento de nuevos recursos, provienen, precisamente, de sacar un mayor partido a los factores que ya controlamos: o de producir una mayor cantidad de bienes con los mismos recursos o de producir lo mismo recursos con una menor cantidad de recursos, de modo que los sobrantes queden disponibles para fabricar otros bienes y servicios. Tal es el significado que en el uso corriente le damos a la palabra “economizar”; evitar las duplicidades, redundancias o despilfarros para lograr el mismo objetivo con menos esfuerzo o gasto. En consecuencia, no es ni mucho menos necesario que las empresas esperen a incurrir en pérdidas para que se dediquen a economizar sus recursos: su misión es estar haciéndolo continuamente. Por mucho dinero que ganen, sería nocivo para accionistas y consumidores que, si pueden reducir sus costes manteniendo sus niveles de producción, no lo hicieran. Para los accionistas, porque estarían renunciando a ganar más dinero (al menos a corto y medio plazo, hasta que la competencia les forzara a bajar los precios
  • 46. hasta los menores costes); para los consumidores, porque podrían disfrutar de más bienes o servicios si los factores con funciones redundantes se concentraran en otros procesos productivos (obviamente, en caso de que la compañía opte por “prejubilar” a los trabajadores, los consumidores no se verían beneficiados por la economización, sino que las ganancias resultantes de esa economización se repartirían entre accionistas y los trabajadores prejubilados). En otras palabras, no existe ninguna incompatibilidad entre ganar dinero y despedir trabajadores: las ganancias son una muestra de que la empresa está haciendo un uso eficiente de los factores productivos y la decisión de economizarlos todavía más es una señal de que pretende seguir haciéndolo. Aunque la teoría de la explotación marxista es más falsa que un duro sevillano, sí contiene una intuición que puede sernos útil: si el empresario se estuviera lucrando a costa de un determinado trabajador, ¿por qué lo despide? ¿Acaso pueden los vampiros chupar la sangre a distancia? La economización de recursos, por cierto, suele generar mucho escándalo cuando afecta a trabajadores, sin embargo suele ser recibida entre ovaciones cuando se trata de racionar el consumo energético. ¿Se imaginan que la opinión pública vituperara a las compañías por decidir minorar su consumo de petróleo con el argumento de que con ello estarían perjudicando a las petroleras? Yo no, porque afortunadamente la gente sí suele entender que la economía no debe estar orientada a maximizar el gasto de petróleo sino la producción. Por supuesto, despedir a trabajadores puede ser un drama dentro de una economía donde las rigideces institucionales impidan su pronta recolocación; un drama para el consumidor que no se beneficiará de una expansión en el número de bienes y servicios y un drama sobre todo para el trabajador, que si no ha logrado amasar un patrimonio que le proporcione rentas alternativas, se verá privado de su única fuente de ingresos. Pero la responsabilidad de ello no corresponde a las empresas que economizan sus recursos, sino a los políticos y sindicatos que mantienen unas instituciones que obstaculizan o impiden la creación de empleo; y por ello no debería ser la empresa la que pagara los platos rotos. A la postre, impedirle que
  • 47. prescinda de sus trabajadores redundantes sería tanto como permitirle que los despida para, acto seguido, imponerle un tributo cuya recaudación fuera a parar a esos trabajadores. Cuestión distinta, claro está, es que haya que subvencionar esos despidos. Por los mismos motivos por los que no debe subvencionarse la eficiencia energética, tampoco debería subvencionarse la “eficiencia obrera”. La economización de recursos no debería beneficiar a accionistas y consumidores a costa de los contribuyentes. En definitiva, es comprensible que la natural aversión que mucha gente siente hacia que una empresa rentable despida a parte de su plantilla se camufle con críticas (razonables) a que las instituciones laborales obstaculizan su pronta recolocación o a que los contribuyentes están sufragando parte del despido. Pero, en tal caso, la exigencia no debería ser la de prohibir esos despidos, sino la de reformar el mercado laboral y la de poner fin a tales subvenciones. Ir a los comentarios
  • 48. ¿Es el dinero electrónico el dinero del futuro? Publicado el 05 junio 2011 por Juan Ramón Rallo El progresivo descontento hacia nuestro actual sistema monetario está llevando a muchos a plantearse nuevos sistemas de intercambio que escapen al inflacionismo y a la manipulación de los gobiernos. No es que la humanidad no hubiese conocido nunca nada así; al cabo, el patrón oro decimonónico desempeñaba de manera casi óptima este papel. Sin embargo, la extendida superchería keynesiana de que el oro es una “bárbara reliquia”, unida a las posibilidades que nos ofrecen las nuevas tecnologías, está llevando a muchos de ellos, no a demandar un retorno al patrón oro, sino a la promoción privada del llamado dinero electrónico. ¿Qué es esto del dinero electrónico? Básicamente, una empresa genera una serie de unidades monetarias virtuales, bajo una serie de condiciones que garanticen la estabilidad de su valor, por las que se espera que los individuos comiencen a pujar intercambiándolas por sus propiedades. Por ejemplo, si hay 100.000 unidades de dinero electrónico, una persona podría ofrecer su casa a cambio de 10.000 de ellas siempre y cuando otras estén vendiendo su coche por 1.000 o 500. Se trata, en definitiva, de “traducir” el valor de nuestras propiedades en términos del nuevo dinero electrónico para que podamos proceder a comparar e intercambiar nuestras propiedades de un modo similar a cómo lo hacemos hoy con el dinero fiduciario. En el fondo no es más que un masivo trueque de propiedades reducidas al común denominador del dinero electrónico. Las ventajas de este último como medio de pago frente el dinero fiduciario, o incluso frente al oro, son bastante evidentes: sus costes de transporte y almacenamiento son mínimos; con el diseño adecuado, permite ligar cada unidad monetaria a su propietario, dificultando enormemente el robo; a medida que aumenta su base de usuarios es una divisa que podría emplearse globalmente; el rastreo de sus operaciones, incluso a escala internacional, puede ocultarse a los gobiernos con las consiguientes ventajas fiscales; su
  • 49. cantidad es gestionada por una empresa y no tiene por qué someterse a la manipulación inflacionista de los bancos centrales… Con todo, en esas evidentes ventajas como medio de pago también se encuentran sus desventajas: las nacionalizaciones o expropiaciones podrían llegar a ser mucho más sencillas; es susceptible de ataques informáticos (al igual que el dinero fiduciario es, en principio, susceptible a falsificaciones) o de fallos más generales en la red; su monopolización otorgaría un poder desproporcionado a los gobiernos… En general, creo que el dinero electrónico posee su nicho de mercado dentro de las heterogéneos medios de pago que ya empleamos en nuestras transacciones diarias (euros, dólares, libras, yenes, cheques, letras de cambio…) y que a buen seguro acrecerán en el futuro. Sin embargo, mal haríamos en convertirnos en unos geeks fascinados por el revolucionario papel que el emoney jugará en el sistema monetario del futuro. A la postre, no olvidemos que los agentes económicos buscamos que el dinero desempeñe dos papeles: medio de cambio y depósito de valor, y éste último sólo puede ser ejecutado de un modo muy deficiente por el dinero electrónico. Parémonos un momento a pensar. ¿Cuál es el valor que hay detrás del dinero electrónico? ¿Por qué la gente lo acepta en sus transacciones? En el caso del oro, o incluso del dinero fiduciario, es relativamente fácil: el oro ya poseía un elevado valor antes de actuar como dinero (metal precioso) y el dinero fiduciario puede emplearse para pagar impuestos, evitando así la expropiación de una parte de nuestras propiedades. Pero, ¿sucede lo mismo con un dinero electrónico que apenas está constituido por unos bits de información autorreferencial? No, en realidad lo que da valor al dinero electrónico es la expectativa de que otra persona nos lo aceptará para adquirir alguna de sus propiedades. Dicho de otro modo, el valor del dinero fiduciario depende del tamaño actual y futuro de su red de usuarios: cuanta más gente acepte ese dinero electrónico, más robustez tendrá su valor; y, por el contrario, si muy pocos lo aceptan –y por tanto no nos sirve para adquirir casi ninguno de los
  • 50. productos que deseamos– tenderemos a deshacernos de él aun con grandes descuentos. No estamos hablando de otra Visa o American Express, pues estas compañías sólo facilitan los pagos pero no crean los medios de pago y, por tanto, el tamaño de su red de usuarios no influye sobre el valor del dinero que canalizan (euros o dólares). ¿Y de qué depende el tamaño de la red del emoney? De muchas variables: la calidad del servicio (bajos costes, facilidades de pago…), la fiabilidad del emisor (que no sea un pirata que pretenda devaluar la moneda a las primeras de cambio), la difusión publicitaria, la ausencia de competidores que ofrezcan una mejor divisa… No obstante, al final, el éxito o el fracaso puede convertirse en una profecía autocumplida: si muchos usuarios en pelotón comienzan a usarlo o dejan de hacerlo, su valor fluctuará en consecuencia. Dicho de otro modo, el valor futuro del dinero electrónico es altamente incierto y, por consiguiente, no es el instrumento más recomendable para que atesoremos valor durante dilatados períodos de tiempo. Dado que carece de un ancla con la realidad (tanto el dinero fiduciario como sobre todo el oro tienen sus funciones, y su valor, al margen de que sean más o menos aceptados), las fluctuaciones de precios y usuarios podrían ser bastante bruscas. Por mucho que nos entusiasme llegar a una nueva era tecnológica donde, al igual que el correo postal ha sido sustituido por el email, el dinero metálico sea reemplazado por el electrónico, hay que ser prudentes. En la medida que los agentes económicos intercambiamos nuestras valiosísimas propiedades por dinero, sería conveniente que ese dinero no fuera una patata caliente (virtual o no) que vayamos pasándonos de mano en mano; más que nada, para no ser los últimos en abrasarnos. El riesgo de quemaduras puede ser mínimo si confiamos en desprendernos de esa patata a muy corto plazo (si pretendemos comprar unos bienes nada más acabamos de vender otros), pero va incrementándose según queramos diferir el momento de enajenarlo.
  • 51. De hecho, combinar el oro y el dinero electrónico no es ni mucho menos imposible. Nada impide que el valor de este último se ligue a ciertas cantidades de oro (o a una cesta de divisas) con tal de estabilizarlo. Casi todas las ventajas del emoney subsistirían, al tiempo que se eliminarían prácticamente todos sus inconvenientes: pero, en tal caso, el dinero seguiría siendo el oro, y los medios electrónicos sólo se utilizarían para vestir y agilizar sus pagos. Entiendo que para muchos partidarios del dinero electrónico el oro sea un arcaísmo impropio de los tiempos modernos, pero también lo es el abecedario y no se nos ocurriría prescindir de él en los emails. Mientras no se entienda esto, el emoney estará cojo y no podrá desplegar todo su potencial. Puede que tenga futuro, sí, pero un futuro bastante menos esplendoroso que si sus creadores no se empeñaran en reinventar desde cero la rueda monetaria. Ir a los comentarios
  • 52. ¿Para qué sirve la negociación colectiva? Publicado el 10 junio 2011 por Juan Ramón Rallo La negociación colectiva es un modo de organizar las relaciones laborales en una industria, sector o territorio concreto. Su funcionamiento consiste en que las negociaciones individuales entre trabajador y empresario son sustituidas por una negociación vis-à-vis entre quienes ostentan –o detentan– la representación de unos y otros. A priori parecería que ninguno de ambos sistemas es mejor que el otro, pues lo que importan son los resultados y no tanto los procedimientos a seguir. El problema, claro, es precisamente que en sistemas de información y organización tan complejos como una economía de mercado, el resultado deviene indisociable del procedimiento. Al cabo, la gran ventaja del mercado, de las negociaciones descentralizadas entre propietarios, es que permiten manejar un volumen de información tan enorme que ningún individuo o grupo sería capaz de adquirirla, procesarla o entenderla en su totalidad. El error de la negociación colectiva consiste en meter a todas las empresas de un sector o territorio en el mismo saco, como si fueran idénticas o pudieran llegar a serlo. Si Zara no es igual a cualquier camisería de barrio, no parece demasiado lógico que la base de la organización laboral de ambas firmas sea la misma, tal como pretende el convenio. Así, cuanto más se aleje el ámbito de negociación de las normas laborales del ámbito de aplicación de esas normas, mayor cantidad de ruido, errores e inadecuaciones tenderán a introducirse en los contratos laborales. Por eso, el resultado habitual de una ronda de negociaciones colectivas serán condiciones contractuales que, lejos de adaptarse al contexto particular de cada compañía, se ceñirán a las preferencias o a la ideología de los negociantes. Que esto constituye un error es de puro sentido común: si lo que buscamos son los planos de las estructuras de un edificio, no recurriremos a un mapamundi. Y si queremos unos contratos laborales que
  • 53. se ajusten como guantes a la situación de cada empresa, no habría que recurrir a convenios colectivos territoriales o sectoriales. Claro que uno podría elucubrar que lo conveniente es que la negociación colectiva sirva para igualar a todos los trabajadores por arriba. A saber, puede que Zara no sea lo mismo que una pequeña camisería, pero las condiciones laborales de Zara deberían extenderse a toda la competencia. De este modo, los convenios colectivos servirían para evitar discriminaciones entre trabajadores según la compañía en la que operen. Al cabo, ¿por qué si diversos obreros se dedican a lo mismo pero en distintas empresas han de estar sometidos a diferentes condiciones laborales? Planteémoslo desde otra perspectiva. Imagine que los representantes de los compradores de inmuebles se reúnen con los representantes de los propietarios de inmuebles y ambos firman un convenio colectivo dirigido a regular las condiciones de la compraventa de viviendas. Si los propietarios logran imponer una cláusula que establezca, por ejemplo, que el precio mínimo de los inmuebles, sea cual sea su superficie, localización o calidad, será de 150.000 euros, ¿qué cree que sucederá? Pues que muchos pisos que podrían haberse enajenado por menos de 150.000 euros ahora quedarán fuera del mercado. La cosa sólo cambiará levemente en caso de que el convenio trate de segmentar territorial o funcionalmente el tipo de operaciones de compraventa. Si, por ejemplo, el convenio anterior deja de ser aplicable a toda España y se limita a la Comunidad de Madrid, donde el metro cuadrado es de media más oneroso, parece claro que resultará menos restrictivo y que generará menos distorsiones, pero, aun así, seguirá habiendo pisos por debajo de 150.000 –presentes en mayor o menor medida en todos los barrios de la capital– que no encontrarán comprador. Asimismo, que se creen dos categorías de inmuebles residenciales – vivienda familiar y vivienda de lujo, verbigracia– con distintos precios mínimos de compraventa –75.000 y 500.000 euros– tampoco solventará el problema, pues o bien los precios mínimos serán demasiado bajos como para limitar los libres pactos entre compradores y vendedores (y por tanto
  • 54. serán irrelevantes para beneficiar a los propietarios de viviendas) o bien, si resultan demasiado altos, seguirán restringiendo el número de operaciones posibles. Además, el hecho de que existan varias categorías no garantiza necesariamente una mayor flexibilidad contractual, pues perfectamente los “inspectores inmobiliarios” podrían etiquetar a una vivienda normalita como “de lujo”, impidiendo en consecuencia que su propietario la venda por menos de 500.000 euros. El despropósito anterior puede empeorar todavía más si esos convenios de compraventa de viviendas se prorrogan automáticamente en ausencia de una nueva ronda de negociaciones colectivas (lo que se conoce como ultraactividad de los convenios). Imaginen que los precios mínimos de compraventa de viviendas se pactaron en el momento más elevado de una burbuja inmobiliaria y que, al cabo de tres años, la sequedad del crédito y la competencia de un alquiler mucho más asequible fuerzan caídas de precios del 50% en los pisos. Obviamente, perpetuar durante la crisis unos precios mínimos de compraventa que ya eran demasiado elevados para la época de burbuja sólo provocará un desplome brutal de las operaciones, dejando un colosal stock de viviendas invendido. Y quede claro que los precios mínimos son sólo una de las muchas cláusulas que integran un convenio. Existe un amplio rango de intervenciones posibles sobre la contratación: cláusulas que prohíban darle un uso comercial a un inmueble, que restrinjan el número de horas al día que puede ser habitado, que establezcan la necesidad de que toda vivienda cuente con una zona libre de humos, etc. Todas éstas, si bien no regularían directamente el precio de venta de los inmuebles, sí erosionarían su utilidad o rentabilidad, forzando a los potenciales inversores a exigir importantes descuentos en sus precios para que les resulte atractivo adquirirlos. En definitiva, los convenios colectivos sobre cualquier bien económico tenderán a reducir su uso, volviéndolo artificialmente sobreabundante (desempleo). Pero en el caso específico del factor trabajo, los perjuicios no terminan ahí: dado que se trata de un recurso productivo, los convenios, al reducir su ocupación, también minorarán la producción de bienes de
  • 55. consumo y de capital, lo que los encarecerá y empobrecerá al resto de la población. Los trabajadores sólo pueden escapar a esta dictadura de los convenios colectivos en caso de que éstos sólo regulen algunas industrias concretas. En ese supuesto, la destrucción de empleo y de producción se concentrará en esas áreas de la economía, que pasarán a operar por debajo de su potencial, mientras que los trabajadores desempleados podrán buscar ocupación en otras industrias no sometidas a convenio. Claro que, como resulta bastante probable que la productividad de esos trabajadores sea menor en esos otros sectores, aun así los convenios seguirían destruyendo parte de la riqueza que podría llegar a crearse sin ellos. Por supuesto, cuando todos o casi todos los sectores de una economía estén sometidos a convenio –situación de España–, no habrá vía de escape posible y es muy probable que el desempleo generalizado haga acto de presencia, sobre todo si media una crisis económica que erosione la productividad de la mayor parte de los trabajadores. He aquí lo irónico de la negociación colectiva: si bien ésta se justifica políticamente por la peregrina necesidad de nivelar el poder de negociación de trabajadores y empresarios, son los propios convenios los que, al masificar el paro, colocan a los trabajadores en una posición de absoluta inferioridad frente a los empresarios. La mejor baza negociadora del trabajador frente al empresario no es una pauperizadora negociación colectiva, sino la facilidad de rechazar un empleo cuyas condiciones no le agraden porque tenga la seguridad de que puede encontrar ocupación en otras partes de la economía. Ir a los comentarios
  • 56. ¡Que paguen los más ricos! Publicado el 17 junio 2011 por Juan Ramón Rallo Una de las principales críticas que se dirigen contra el capitalismo es la desigual distribución de la riqueza. Los hay muy pudientes y los hay muy desharrapados, de modo que aparentemente la equidad exigiría que parte de la riqueza de los primeros fuera a parar a los segundos para nivelar las diferencias: al cabo, los acaudalados ni siquiera lo notarían y los más pobres obtendrían suculentos beneficios. De hecho, éste es en parte el propósito de nuestros modernos Estados del Bienestar y, asimismo, ésta es la receta mágica que algunos propugnan para lograr atajar los déficits públicos actuales sin recortar el “gasto social”: recuperar o subir el impuesto sobre el patrimonio y sobre sucesiones, crear un impuesto para las grandes fortunas, gravar con mayor intensidad las rentas procedentes del ahorro… Pero, ¿realmente nos conviene que toda la fiesta la paguen los más ricos? Mejor dicho, ¿qué significa exactamente eso de que “paguen los más ricos”? Muchas veces –demasiadas– tendemos a simplificar la realidad económica en imágenes o conceptos que nos resulten manejables y que podamos entender. Cuando pensamos en una persona rica, nos imaginamos de inmediato a un individuo que, cual Tío Gilito, tiene piscinas llenas de oro (o de dinero fiduciario) que le permiten comprar cualesquiera bienes y servicios. La redistribución de la renta, por consiguiente, sería algo tan fácil como arrebatarles unas poquitas monedas de oro a los tíos gilitos para dárselas a los carpantas de este mundo. El problema es que la estampa no resulta en absoluto realista. Los ricos no son unas personas que tienen muchísimo dinero en el banco, sino gentes que poseen un enorme patrimonio en forma de tierras, inmuebles o, sobre todo en nuestras sociedades capitalistas, participaciones en empresas. Cuanto oímos que Bill Gates o Warren Buffett poseen zillones de dólares, no es que acumulen entre los dos el 99% de todos los dólares en
  • 57. circulación, sino que su cartera de propiedades y empresas (como Microsoft o Coca-Cola) alcanza un valor de mercado de zillones de dólares. Y, ahora, deténgase a pensar un momento. ¿Por qué Microsoft o Coca-Cola valen lo que valen? ¿Porque tienen ambas un almacén gigantesco repleto de miles de millones de sistemas operativos y de latas de cola? No precisamente: las mercancías presentes de esas compañías son una minúscula parte de su valor de mercado; a fecha de hoy, por ejemplo, Microsoft tiene un valor bursátil de 204.000 millones de dólares y sus inventarios apenas ascienden a 1.000 millones; Coca-Cola asciende a 150.000 millones con unos inventarios de apenas 3.000. ¿De dónde viene entonces el enorme valor de mercado de estas empresas que convierte a sus principales propietarios en los hombres más ricos del planeta? Pues de los bienes que se espera que produzcan dentro de 5, 10 ó 20 años. Dicho de otra manera, Microsoft, Coca-Cola (y todas las demás empresas) no son valiosas por lo que han producido hasta la fecha hoy, sino por lo que producirán mañana. Es más, me atrevería a decir que ni siquiera derivan su valor de lo que producirán mañana, pues nadie, ni siquiera Bill Gates, sabe qué productos sacará a la venta Microsoft dentro de 20 años (en el caso de Coca-Cola este juicio predictivo resulta algo más sencillo). El valor de las compañías –y por tanto, el patrimonio de los “ricos”– procede de su capacidad para generar, mantener y ampliar un modelo de negocio que sirva al consumidor mejor que sus competidores, esto es, de su capacidad para generar beneficios de manera sostenida a lo largo del tiempo (lo que en términos contables se conoce como “fondo de comercio” o Goodwill). Por desgracia para los redistribucionistas, esa capacidad de generación futura de beneficios no puede consumirse en el presente (no nos podemos beber los millones de litros de cola que se fabricarán en el año 2025), de modo que para perseguir fiscalmente a los ricos sólo quedan dos opciones: o quedarse con una parte de la renta que su patrimonio genera en el presente o apropiarse directamente de una porción de ese patrimonio (de sus empresas, inmuebles, tierras…).