El documento analiza el modelo de desarrollo neoliberal implementado en Colombia en la década de 1990 y sus efectos económicos y sociales. Mientras que los críticos afirman que ha aumentado las desigualdades y perjudicado a los pobres, los datos muestran que la pobreza y otros indicadores sociales han mejorado. A pesar del progreso general, aún existen áreas como la desigualdad regional que deben abordarse.
1. PORTAFOLIO
20 años de neoliberalismo
POR:
HERNANDO ZULETA
SEPTIEMBRE 12 DE 2013
En la década de los 90, el Gobierno
colombiano implementa una serie de
reformas económicas dirigidas a liberalizar
los mercados y aumentar su eficiencia.
Desde entonces, diversos analistas y
políticos se refieren a ellas como las
reformas neoliberales. De forma similar,
afirman que desde los 90 Colombia sigue
un modelo de desarrollo neoliberal.
En general, son los críticos del sistema
quienes utilizan el término neoliberal.
Algunos afirman que este modelo aumenta
las diferencias sociales y, en general, va
abiertamente en contra de los pobres. Uno
de los trinos del senador Robledo ilustra
claramente esta posición: “Si las políticas
neoliberales llevan 20 años destruyendo a
Colombia, ¿no es una gran propuesta
plantear que no se insista más en ellas?”.
Estas críticas no suelen estar
acompañadas de evidencias que apoyen
las afirmaciones apocalípticas acerca de
2. las consecuencias del modelo de desarrollo
colombiano. En este orden de ideas, una
mirada a los indicadores económicos y
sociales desde la implantación del llamado
modelo neoliberal puede arrojar luz sobre
el debate.
En el ámbito macroeconómico, el ingreso
per cápita del 2010, medido por paridad de
poder adquisitivo es 2,22 veces el de 1990,
y la inflación pasa de 32 por ciento en 1990
a 3,17 por ciento en el 2000.
En lo referente a la pobreza, los diferentes
indicadores mejoran de manera sensible en
este periodo. Por ejemplo, el índice de
Necesidades Básicas Insatisfechas pasa
de 42 por ciento en 1985 a 27,7 por ciento
en el 2005. Asimismo, los indicadores de
salud y educación mejoraron
sensiblemente entre 1992 y el 2008: la tasa
de alfabetización de adultos pasa del 81
por ciento a 93 por ciento, la inscripción de
estudiantes en primaria pasa de 79 por
ciento a 93 por ciento, en secundaria de
60,8 por ciento a 97,6 por ciento, la tasa de
mortalidad infantil cae de 31 por ciento a
18,9 por ciento, el porcentaje de personas
con acceso a instalaciones sanitarias pasa
de 69 por ciento a 77 por ciento.
En resumen, una mirada general a las
cifras indica que el modelo de desarrollo
adoptado hace 20 años no está
destruyendo a Colombia, y tampoco ha
aumentado la desprotección de las clases
menos favorecidas. Por el contrario, el
progreso económico y social del país es
innegable.
A pesar de lo anterior, hay áreas en las
cuales los avances han sido pequeños o
inexistentes. Por ejemplo, los indicadores
de distribución regional del ingreso no han
mejorado en las últimas décadas. No hay
convergencia en ingresos, tasas de
pobreza ni cobertura de la educación. Con
contadas excepciones, las regiones más
atrasadas no crecen rápidamente y los
efectos de los programas sociales son más
fuertes en las áreas más ricas.
En este orden de ideas, el debate debería
centrarse sobre los mecanismos para
reducir desigualdades regionales, integrar
los mercados de bienes e insumos a nivel
nacional y aumentar la eficacia de los
programas sociales en las regiones más
pobres.
Seguramente hay otras cosas que se
deben mejorar y muchas medidas de
política se deben revisar. Pero, para
avanzar en esta dirección es necesario
señalar problemas y políticas puntuales y
sustentar las críticas con cifras.
Hernando Zuleta
Economista
Revista Semana
Simplemente neoliberales
ANTONIO CABALLERO | 2013/08/17
00:00
Como a los arroceros del Huila, pronto les
llegará su turno a los algodoneros, a los
paperos, a los cafeteros, a los zapateros y
a los músicos.
+
Para el 19 de agosto se anuncia un paro
agrario contra el gobierno. Un paro sobrado
de razones. Este gobierno –y todos los
anteriores, desde la apertura “hacia el
futuro”, este oscuro presente, que anunció
César Gaviria: todos los gobiernos
neoliberales que ha padecido Colombia–
ha llevado el campo a la ruina, agricultura y
ganadería confundidas por igual.
Hace veinticinco años Colombia exportaba
alimentos (y no solo café). Ahora los
importa (incluyendo el café). ¿Qué queda
3. hoy en el campo colombiano que todavía
sea rentable? Solamente la coca, que por
ser ilegal escapa al control del gobierno. El
cual, en consecuencia, la persigue. (Por
orden, no sobra decirlo, del gobierno de
Estados Unidos).
Piden tres cosas los promotores del paro
agrario reunidos en la MIA (Mesa Nacional
Agropecuaria y Popular de Interlocución y
Acuerdo). Una curiosa organización de
organizaciones que, curiosamente, no ha
sido señalada todavía (cuando esto
escribo) como un torpedo terrorista
manipulado por las Farc. Tal vez lo sea. En
todo caso, sus tres peticiones parecen
dictadas por la más elemental sensatez:
poner fin a las fumigaciones de los cultivos
ilícitos, suspender la importación de
alimentos de producción local, y revisar los
tratados de libre comercio firmados en los
últimos años por Colombia.
Lo de parar las fumigaciones es una
necesidad evidente. De sobra se ha
explicado que, además de ser
desproporcionadamente costosas por la
obligación de hacerlas con pilotos
mercenarios contratados en los Estados
Unidos y con venenos comprados allá, y no
aquí, a la empresa Monsanto, son inútiles y
dañinas.
Inútiles y dañinas porque no eliminan los
cultivos ilícitos sino que los empujan selva
adentro, provocando más deforestación en
un país que es casi el primero del mundo
en esa empresa destructora; y dañinas a
secas porque no solo envenenan los
cultivos prohibidos, sino también todo lo
que crece en torno: los cultivos de
pancoger, la gente, las aguas.
Lo de suspender la importación de
alimentos es cosa que también se cae de
su peso, porque los consumidores son los
mismos productores: el panelero compra
arroz, el arrocero compra panela. Y entra
ahí el tercer punto, que es el de la
renegociación o denuncia, por lesión
enorme de los tratados eufemísticamente
llamados de libre comercio, que son en
realidad de amarrado sometimiento.
Por ellos, la agricultura y la industria
colombianas –y también la cultura, y por
supuesto la minería, y la flora y la fauna–
están obligadas a renunciar a las
protecciones y defensas estatales que han
amparado a todas las agriculturas e
industrias de los países hoy desarrollados
en las etapas de su desarrollo: los
europeos, los de América del Norte, los
asiáticos. Y así desnudas, por así decirlo,
tienen que competir con ellos, ‘libremente’,
al tiempo que ellos, por su parte, siguen
cubiertos por su paraguas de
proteccionismo.
Así, por ejemplo, el TLC con los Estados
Unidos le prohíbe a Colombia subsidiar sus
productos agropecuarios, no solo para la
exportación sino para el consumo interno;
pero en los mismo días en que ese tratado
entraba en vigor, el Congreso
norteamericano decidía duplicar los
subsidios gubernamentales otorgados a su
propia agricultura, que pasaron de un golpe
de 50.000 a 90.000 millones de dólares
anuales. (Porque también sus recetas de
libre comercio son solo para la
exportación).
Vean en YouTube, por internet, un
documental de Victoria Solano titulado
9.70, que ilustra las consecuencias de una
sola resolución dictada por el ICA en
4. aplicación de uno solo de los parágrafos
del TLC. Una resolución por la cual, so
pena de altas multas, confiscación y cárcel,
se prohíbe a los arroceros del Huila
sembrar sus propias semillas y se les
obliga a comprar las “certificadas” por ese
organismo oficial: es decir, “mejoradas”
genéticamente y luego patentadas por las
multinacionales norteamericanas
Monsanto, Dupont o Syngenta. Hay otras
semillas mejores, aunque no hayan sido
“mejoradas”. Pero el TLC comprometió a
Colombia a usar solo esas.
Como a los arroceros del Huila, pronto les
llegará el turno a los algodoneros, a los
paperos, a los cafeteros, a los lecheros, a
los criadores de pollos y de cerdos. Y a los
zapateros, y a los músicos.
¿Y a los gobernantes no? Sí, claro. Son
ellos quienes han puesto a los demás en
ese brete, imponiéndoles su propia
sumisión. La cual es voluntaria. Debida “a
la convicción, y no a la coacción”, para usar
la frase de Ernesto Samper cuando
arrancaba en persona matas de coca para
que no le quitaran la visa.
No es que a Juan Manuel Santos, o a
Gaviria, o a todos los presidentes
intermedios y sus ministros de Hacienda y
de Comercio (Santos ha sido las dos
cosas) los hayan sometido por la fuerza o
por el chantaje, y ni siquiera que los hayan
sobornado de manera directa. Tampoco les
han lavado el cerebro con
burundanga–perdón: con escopolamina
patentada por un laboratorio farmacéutico a
partir del borrachero que crecía silvestre en
la sabana de Bogotá. Simplemente les han
hecho probar la ideología neoliberal. Y hoy
son adictos.