“La antítesis poética del sepulcro en Víctor Hugo”, De Baudelaire a Lorca: acercamiento a la modernidad literaria, José Manuel Losada Goya, Kurt Reichenberger y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (eds.), Kassel (Alemania), Reichenberger Edition, col. “Problemata Literaria”, 1996, vol. 1, pp. 59-71. ISBN: 3-930700-60-3.
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LA ANTÍTESIS POÉTICA DEL SEPULCRO EN VÍCTOR HUGO
De Baudelaire a Lorca.
José Manuel Losada, Kurt Reichenberger & Alfredo Rodríguez (eds.),
Kassel: Reichenberger, 1996, I, p. 59-71.
ISBN: 3-930700-60-3.
Nous ne voyons qu’un côté des choses; Dieu voit l’autre
(Hugo, 1986: XI).
Toda la cosmovisión poética del gran autor que fue Víctor Hugo podría resumirse en estas
simples palabras; intento –más o menos fructuoso según la coyuntura vital de cada instante– por
aceptar nuestra ceguera al tiempo que admitimos la existencia de un mundo suprasensible; un
universo que nos supera y cuyo acceso nos está momentáneamente velado. El adverbio tiene su
importancia: el poeta, en sus esporádicos momentos de videncia, puede acceder a la auténtica verdad
de los sueños (Hugo, 1986: XI, Rimbaud, 1991: 183, 188, 244 y 429). El objetivo es conocer, ver para
profetizar, franquear el abismo insondable que se abre entre la vida y la muerte. Para ello le será
preciso lanzar un puente –la idea proviene aquí de los cantos II y X del Paradise lost de Milton–: el de
la oración a fin de poner en contacto dos mundos hasta ahora escindidos: el de abajo –esto es, el del
alma– y el de arriba –esto es, el de Dios– (Les Misérables, II, VII, V).
Poco desvelamos al reseñar aquí el maniqueísmo que embarga toda la visión hugoliana, la
prueba a la que todos estamos sometidos: “l’homme sur la terre est un ange à l’essai” (1986: 682), al
tiempo que el Mal y el Bien están juntos: “Le diable à côté du bon Dieu” (1986b: 155). Baste tenerlo
presente; es tarea del lector constatarlo cada vez que ángel y demonio pelean por arrebatarnos al
mundo que Dios –“sombre étoile” (1986: 721)– tiene reservado para el hombre redimido al final de
los tiempos; hasta entonces, todo se resume en una lucha fratricida, donde la sombra le dice “no” al
astro que le responde “sí” (1986: 677). Pero hasta entonces, en igualdad de condiciones, nosotros,
como los saltimbanquis de Rilke o Baudelaire, no hacemos sino piruetas al gusto del pasajero,
inconscientes de nuestro origen y destino: “Ô vivants, serions-nous l’objet d’une dispute? / L’un
veut-il notre gloire, et l’autre notre chute?” (1986: 651).
Muerte y exilio
Ahora bien, para introducirse en ese segundo espacio vital, es preciso admitir y abjurar
simultáneamente: abdicar, diría Rimbaud en una feliz expresión, primeramente revolucionaria (Lettre
à Georges Izambard, 1991: 183) o en una segunda versión tendenciosamente oximorónica (Lettre à Paul
Demeny, 1991: 188). Algunos genios creadores han alcanzado estos estados refulgentes gracias a
medios alucinatorios (De Quincey, Baudelaire); en lo que a nuestro autor respecta, le fueron precisas
dos muertes. En un primer momento la física de su hija Leopoldina (1843) y la social tras el escándalo
con Léonie Biard; en un segundo momento, la del exilio para hacerse gigante (cfr. Albouy, [in] Hugo,
1986, XIII). Desde Bruselas (1851), pasando por Jersey (1853) hasta Guernesey (1855), el poeta hubo
de someterse al enclaustramiento de una pequeña isla: allí, como dijera Dreyfus en la cárcel (“Je suis
sous terre comme un homme vivant”), como exultara el revenant “et, moi, je suis dans mon tombeau!”
(1986, 607), como gimiera su Caín “Je veux habiter sous la terre / Comme dans son sépulcre un
homme solitaire” (1984: 26), allí, único lugar donde pudo concluir sus Misérables –novela de la
redención de la prostituta y el presidiario (1986: 679)–, y solo allí, Víctor Hugo encontró su única
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religión: la de la antítesis y el progreso, elementos que poco a poco lo cubrirán todo hasta la
desaparición del mal, tal y como dijera en su apología de Tapner.
Precisamente aquí toma cuerpo toda su cosmología: el sepulcro, la tumba, representan para
Víctor Hugo un mundo diferente del habitual, distinto por el enigma que encierra y que él, poeta
traductor, descifrador de las analogías universales –permítasenos adoptar aquí el vocabulario que
Baudelaire utilizaba en 1860 (1971: 705)–, debe desvelar al peregrino que purga en esta vida sus
inconscientes maleficios. Hugo “ve” en y a través del sepulcro; nuestro poeta es uno de esos raros
mortales que “tirent une nouvelle force des années et qui vont, par un miracle incessamment répété,
se rajeunissant et se renforçant jusqu’au tombeau” (ibid.: 713).
Metamorfosis en el sepulcro
Toda esta insistencia en el más allá tiene un fundamento en la poética de nuestro autor; una y
otra vez, sin cesar, todo lo refiere a ese mundo que solo allí queda al descubierto. De hecho, siempre
que uno de sus amigos (p. ej. Hermann) le transmite su preocupación por los que ya no son, Hugo
se contenta respondiéndole: “Je pense aux tombeaux refermés!” (1986: 655): a pesar de las
apariencias, de que solo quienes viven deberían importarnos, el poeta es consciente de que la solución
solo se la darán quienes ya no están entre nosotros (ibid.), quienes ya “saben” como se lee en gran
parte de la poesía de la modernidad. Para Hugo, los únicos que saben son los muertos; nosotros,
mientras tanto, hemos de limitarnos a aceptar nuestra humilde condición que se resume en vagas
suposiciones; ellos, gracias a la videncia que los embarga, ya conocen toda la verdad. Por mucho que
nos empeñemos, mientras perdure nuestro peregrinar, nuestras suputaciones serán ociosas, cuando
no arriesgadas. Ellos ya conocen la Verdad: quién les dio la vida y quién se la conserva; de hecho,
ahora se limitan a dar buena cuenta de ello: “Les morts se dressent froids au fond du caveau sombre,
/ Et de leur doigt de spectre écrivent –DIEU– dans l’ombre / Sous la pierre de leur tombeau” (1986:
774).
Metempsícosis
Bien es cierto que su esoterismo no vio la luz por vez primera entre las olas del Atlántico: ya
en precedentes obras líricas se había gloriado de comunicarse con los espectros: “Je cause / Avec
toutes les voix de la métempsycose” (1986: 531; vid. especialmente, el poema “Ce que dit la bouche
d’ombre”, 1986: 801-822, que aquí no podemos desarrollar); posteriormente, en su viaje de Tolosa a
Pamplona había aludido a este mismo fenómeno; aun con todo no es menos cierto que en sus Quatre
Vents de l’Esprit (1881) declara con más vehemencia su avidez por el futuro que nos aguarda: “Je
voudrais bien savoir les choses que j’ignore / Et quelle est la blancheur qu’on voit dans le
tombeau…”. El deseo experimentado por el poeta lo abarca todo, tiene ansia de saber, de dilucidar
qué ocurre tras esta vida: “Je ne cacherai pas au peuple qui m’écoute / Que je songe souvent à ce que
font les morts” (1986: 578); pero no uno, sino todos, desde la araña hasta el caballo (1986: 573). En
realidad, el poeta está absolutamente convencido de que todos, tarde o temprano, haremos este viaje
destinado a todas las almas (1986: 579). Podría achacársenos la machaconería en el tema funerario;
preferimos que esto se lo recrimine nuestro lector al poeta: ¡Ay! Todo es sepulcro, ¡y los astros no
son sino piedras de la huesa Eternidad! (cfr. 1986: 775). Desde esta perspectiva, y en ello coincidimos
con grandes conocedores del tema, ya no nos parecerán tan extrañas las “inverosímiles”
imaginaciones teo-mitológicas de nuestro autor (Bénichou, 1988: 422-3; en el capítulo VII, que lleva
por título “Variétés théologiques”, encontrará el lector amplios y esclarecedores desarrollos de la
“Survie” hugoliana).
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Antítesis múltiples
Sería ilusorio querer ofrecer en estas líneas un panorama de la continua antítesis que circunda
el mundo de nuestro poeta. El abanico es inmenso, y se abre desde la metonimia hasta todo tipo de
imágenes visionarias. A propósito de este dualismo que llegó a obsesionar a nuestro poeta, Baudelaire
concluyó que, en sus últimas composiciones, Hugo veía “le mystère partout”, y así resumió cuanto
esbozamos en este trabajo: “Comment le père un a-t-il pu engendrer la dualité et s’est-il enfin
métamorphosé en une population innombrable de nombres? Mystère! […] La contemplation
suggestive du ciel occupe une place immense et dominante dans les derniers ouvrages de poëte. Quel
que soit le sujet traité, le ciel le domine et le surplombe comme une coupole immuable d’où plane le
mystère avec la lumière, où le mystère scintille, où le mystère invite la rêverie curieuse…” (1971: 709).
Las oposiciones no abundan: lo llenan todo: van desde antinomias de colores: “le chant que le cygne
offre aux tombes” (1986: 690), hasta las constantes paronomasias rítmicas en que “flambeau” y
“tombeau” establecen una correspondencia desmedida. David se enamora de Diana mientras Acteón
lo hace de Betsabé, el paraíso se convierte en tugurio, las meretrices en ángeles, los ángeles en
vampiros, el alabastro en carbón y el poeta, ansioso por ser sublime, constata su degradación (vid.
respectivamente, 1986b: 22, 31, 32, 95 y 69).
Cuna y sepulcro
Pero solo los muertos están capacitados para ver la otra cara de la luna: por ello Las
Contemplaciones deben ser leídas “comme on lirait le livre d’un mort” (Hugo, 1986: 481). Aunque
considerado fríamente, preferimos decir que esta no es sino una segunda condición: la primera, como
diría el inagotable Calderón, es haber nacido. De ahí que no nos extrañe el dilema que el mismo poeta
se plantea: nuestra existencia humana no sería entonces sino salir del enigma de la cuna para entrar
en el del sepulcro (cfr. ibid.); dicho con otras palabras, “l’homme est à peine né, qu’il est déjà passé.
[…] Le mort est le baiser de la bouche tombeau” (1986: 726).
Es precisamente en la cuna donde duermen los niños, lecho habitualmente placentero y
confeccionado para la comodidad del recién nacido. No fue este el caso de su hija, sepultada bajo las
aguas del Sena cerca de Villequier; su colchón es el limo del fondo, sus sábanas, las aguas que la mecen
sin cesar, en una tranquila ensoñación porque su padre sabe que ella está en paz; no es otra la razón
por la que se aventura a ir al lugar del naufragio y contemplar, una vez más, “la pierre où je sais que
dans l’ombre / Elle dort pour jamais” (1986: 658).
Aun entonces, Hugo no deja de plantearse preguntas que, bien lo sabe, no tienen respuesta; al
menos en esta vida –un caso evidente es el del poema “Les étoiles filantes”, 1986b: 58-64–. Sobre
este asunto, no está de más recordar la imagen que el mismo Baudelaire conservaba de Hugo desde
su marcha al exilio: “un homme solitaire mais enthousiaste de la vie, un esprit rêveur et interrogateur”
(1971: 702). Por ejemplo, dentro ya de su concepción social de la civilización humana, el hambre que
padecen los hijos de los hombres y la saciedad que a sus polluelos les procuran sus padres: “Dieu!
pourquoi l’orphelin, dans ses langes funèbres, / Dit-il: «J’ai faim!» L’enfant, n’est-ce pas un oiseau? /
Pourquoi le nid a-t-il ce qui manque au berceau?” (1986: 599). Pregunta insoluble, una vez más, y
Víctor Hugo lo sabe pero se obstina en rebelarse contra la condición humana, contra esa antítesis
que apenas le deja un instante de sosiego. ¿Acaso esto mismo no lo sabían las madres? “Ô mères, le
berceau communique à la tombe” (1986: 605). ¿Por qué, entonces, concibieron?, ¿por qué, aun a
sabiendas de que les apesadumbraría más el sudario que los pañales? (1986: 607). Es la pregunta que
nunca dejará de hacerse Víctor Hugo: la misma que se planteó en “La Vision d’où est sorti ce livre”
(prólogo de su Légende fechado en el exilio de 1859), cuando contemplaba “Tous les siècles, le front
ceint de tours ou d’épis”, y vio que allí estaban “mornes sphinx sur l’énigme accroupis” (1984: 8),
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cuyo lúgubre edificio habitamos inconscientemente (cfr. 1986: 668); no era, en resumidas cuentas,
sino la interrogante que el mismo Hugo simbolizaba según la feliz expresión de Baudelaire: “curiosité
d’un Œdipe obsédé par d’innombrables Sphinx” (1971: 709).
Luz en el sepulcro
Así como la conjunción del blanco y del negro produce el gris, no estaría de menos considerar
en nuestro poeta la síntesis de esos dos colores predominantes. Por todas partes aparece la luz,
hermana pequeña del primer hombre, del Verbo, la Palabra (1986: 502), íntimamente unida a la
obscuridad, sombra que refulge con el canto de los pájaros (1986: 519). Ahora bien, todo esto ocurre
de nuevo, y solamente, en la tumba, espacio exclusivo, ausencia del enigma, donde las aves hacen que
el sepulcro explote en risas sin fin (ibid.), donde “Le point d’obscurité se change / En un point de
rayonnement” (1986b: 143). Curiosamente es en el sepulcro donde abunda la luz; sus destellos son,
si cabe denominarlos así, deslumbrantes: “Je dis que le tombeau qui sur les morts se ferme / Ouvre
le firmament” (1986: 659).
Aún nos atreveríamos a ir más lejos: ¿y si acaso todo este mundo que ahora contemplamos a
ojos vista no fuera más que un enorme sepulcro?: “Oh! ce serait vraiment un mystère sublime / Que
ce ciel si profond, si lumineux, si beau, / Qui flamboie à nos yeux ouvert comme un abîme, / Fût
l’intérieur du tombeau!” (1986: 580). En asombrosa concomitancia con algunos desarrollos
posteriores del surrealismo, no podemos sino admirarnos y pensar que, admitida dicha hipótesis, los
únicos verdaderamente vivos, fueran los soñadores y los locos; no es otra la deducción que hacemos
de los dos últimos versos de Quia pulvis es: “Vivants! vous êtes des fantômes; / C’est nous qui sommes
les vivants!” (1986: 581).
La muerte, nada hay más solitario que la muerte. Cuando nuestro poeta la considera, la ve
como una segadora (1986: 663), pero, nueva paradoja, una segadora resplandeciente: “L’homme
suivait des yeux les lueurs de la faulx” (ibid.), similar a aquella otra que Ruth, medio desnuda junto a
Booz, contemplaba en el incomparable poema –adaptado por Juan Ramón Jiménez– de 1859; hoz
también refulgente, “faucille d’or”, que algún segador del infinito había dejado abandonada “dans le
champ des étoiles” (1984: 36).
Las estrellas forman de por sí toda una cosmovisión específicamente hugoliana; lo acabamos
de ver en este poema de “Booz endormi”; se deslinda también en tantos momentos de la lóbrega
tumba donde, de modo inexplicable, “les astres sont les cierges du cercueil” (1986: 716); lo
vislumbramos también en tantos otros donde cada circunstancia –la conmiseración por los pobres,
la creencia en los ángeles–, deja su rastro en tantas composiciones poéticas. Compadecido por el
mendigo, helado de frío debido a su abrigo mojado, Hugo dispuso el gabán colgándolo de modo que
se secara al fuego de la chimenea; cuál no sería su sorpresa al distinguir, por entre los agujeros del
viejo capote, una multitud de constelaciones… (1986: 692). Algo semejante ocurre en otra
“apparition” donde el visitante es un ángel femenino –como en Éloa de Vigny–; tras el diálogo que
intercambian, el poeta acaba rendido –como el Jacob de Delacroix– y nos confiesa su nueva visión:
“Et je voyais, dans l’ombre où brillaient ses prunelles, / Les astres à travers les plumes de ses ailes”
(1986: 703).
Ojo en el sepulcro
Precisamente aquí enlazamos con un nuevo aspecto que merece especial atención. Queremos
aquí hacer referencia a la visión que solo se hace posible desde dentro del sepulcro, iluminación que
únicamente es factible en el sombrío mundo antitético donde no penetran los rayos del sol. Le
ocurrió, decíamos, a Caín, “debout, échevelé” (1986: 690). El mismo Hugo es el gran espeluznado
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del aire: “je marche […] / échevelé parmi les ifs et les cyprès” (1986: 828), como tan lúcidamente ha
demostrado Duits. Cuando el ojo de Dios le perseguía sin cesar tras su fratricidio, cuando todos sus
congéneres y descendientes creían imposible que el anciano siguiera viendo el ojo hostigador, Caín
gritaba con más ahínco: “Je vois cet œil encore!” (1984: 25). Jabel, Jubal y Tubalcaín decidieron
entonces suprimir toda analogía con ese ojo perseguidor: “Et l’on crevait les yeux à quiconque passait;
/ Et, le soir, on lançait des flèches aux étoiles” (ibid., 26). Todo será en vano, y se yergue, nuevamente,
el recurso a la fosa: sin duda allí la entrada le será vedada al ojo divino. Cuál no sería la decepción del
hijo de Adán al comprobar, después de que hubieron corrido la losa sobre su frente, que “l’œil était
dans l’ombre et regardait Caïn”.
Pero debe quedar bien claro que, dentro del sepulcro, y solo ahí, se dan todas las condiciones
para “ver”: “Je dis qu’il faut être voyant, se faire voyant”, declaraba Rimbaud (1991: 188) –y el mismo
Hugo no fue, en este sentido, sino “un voyant parmi les fantômes” (1986b: 42); de modo que, a
condición de que poeta y universo hayan concurrido, si acaso la visión no se produce, debe quedar
bien claro que la culpa no es del primero, sino más bien del segundo: “C’est la faute au soleil et non
à la prunelle!” (1986: 681).
Vida en el sepulcro
En efecto, solo en el sepulcro, donde yace su hija, donde se desvanecen los enigmas que al
hombre interrogan sin cesar, solo en la tumba es posible la vida: allí la flor no puede morir (1986:
558). Cuando los árboles son profundos y las ramas negras, entonces es la hora suprema, el instante
en que “l’herbe s’éveille et parle aux sépulcres dormants” (1986: 563). La esperanza retorna, pues: su
hija, sus anhelos, no culminan en esta vida, pues siempre le queda la confianza de que la fosa, así, la
fosa abierta donde será enterrada la nueva Ofelia, hace que se estremezca la verde hierba: esta huesa,
fría, tranquila, estrecha e inanimada, conlleva acentos de optimista expectación, pues el alma del poeta
ve cómo de allí sale “ainsi qu’une fumée, / L’ombre de l’infini” (1986: 737).
Hemos dicho, y retomamos la expresión, que solo allí, dentro del sepulcro, la vida es posible.
Existe a este respecto un asunto muy interesante, redundante diríamos, en los autores que han “visto”
lo que ocurre bajo la fosa –piénsese en Jorge Manrique–. Recordamos ahora ese poema de Aleixandre,
“En el fondo del pozo”, de Espadas como labios, donde el enterrado experimenta sensaciones inusitadas.
Curiosamente, lo cual confirma nuestra hipótesis del sepulcro como espacio predilecto de la antítesis,
retornan imágenes paradójicas, como aquella de que “la eternidad era el minuto” (1972: 63) –Hugo
nos había dicho: “L’Éternité fait l’instant” (1986b: 174). Precisamente en este poema del “cadáver”
vivo, el tiempo no es sino una tremenda mano / sobre el cabello largo detenida (cfr. 1972: ibid.).
Retengamos de estos dos versos esa cabellera, motivo tan recurrente en Baudelaire y Mallarmé. Pero
prosigamos la lectura del poema aleixandriano y observemos nuevas sensaciones del muerto:
“Dormido como una tela / siento crecer la hierba el verde suave / que inútilmente aguarda ser
curvado / Una mano de acero sobre el césped…” (ibid., 64). Cabellera y hierba que crecen
simultáneamente: si crecen es porque todavía no están muertas; porque, contrariamente a cuanto
consideramos los “vivientes”, los cuerpos que yacen en los sepulcros tienen vida, una vida diferente,
más pura y prometedora –por cuanto reveladora– que la nuestra. No es otra cosa lo que nos remacha
una y otra vez Víctor Hugo. Cuando el enterrador se ha ido, al caer la noche, y el muerto queda solo
en su túmulo, entonces el muerto comienza a oír suspiros en las tumbas próximas, “Il sent la
chevelure affreuse des racines / Entrer dans son cercueil” (1986: 740). En contra de lo que cabría
esperar, no se refiere el poeta al cabello del enterrado, sino a la metafórica cabellera de la raíz,
monstruo tan espantoso como activo: su analógico mordisco –en el poema “Sous terre” de Les Quatre
Vents de l’Esprit (1870), el muerto dialoga con la raíz de un rosal que necesita beber su sangre para
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alimentar sus flores (Albouy [in] Hugo, 1986: 1617, nt. 3)– colabora con el sentimiento de la ferocidad
del universo (cfr. Albouy, 1985: 336). El aspecto “reptiliano” cobra aquí una fuerza espeluznante,
pues las raíces continúan en su incesante actividad subterránea (ibid., 337). En otro poema hugoliano,
“Cadaver”, vuelve a repetirse esta persistente actividad en medio de una auténtica profusión de
metáforas que denotan la vida en el sepulcro: “Les os ont déjà pris la majesté des marbres; / La
chevelure sent le grand frisson des arbres, / Et songe aux cerfs errants, au lierre, aux nids chantants
/ Qui vont l’emplir du souffle adoré du printemps” (1986: 762). Vida que nosotros consideramos
renacimiento, pues sus aspectos positivos no pueden ser más meridianos: “La vaste genèse est tournée
/ Vers son but: renaître à jamais” (1986b: 36): todo contribuye a la floración de nuevas vidas –ciervos,
plantas, pájaros–, incluso la muerte del que yace en el sepulcro.
Considerado bajo este aspecto, la vida en el “fondo del pozo” es altamente positiva; ahora
todo adquiere relevancia, desde la tétrica obscuridad que impedía ver cualquier cosa hasta las
constelaciones que toman nuevo sentido en el féretro: hasta el punto de que podríamos plantearnos,
como hace el mismo Hugo, si acaso “tous les clous d’or qu’on voit au ciel dans l’ombre / Ne sont
pas les clous du cercueil?” (1986: 768). Clavos, puntas de oro que lo han alicatado de forma que no
pueda salir, podría pensarse; de forma, también puede sugerirse, que aproveche mejor la nueva visión,
la auténtica visión de que goza el alma tras la sepultura: es más: en vano requeriríamos otra respuesta,
puesto que ahí, solamente ahí, se encuentra la solución a nuestras preguntas: “L’explication sainte et
calme est dans la tombe” (1986: 772); y más diáfano todavía: “Un jour, dans le tombeau, sinistre
vestiaire, / Tu le sauras; la tombe est faite pour savoir” (1986: 806).
Solo así podemos comprender cuanto prosigue: Les Contemplations comienzan así, con la muerte
y el pecado, síntesis antitética que le acompañaría como perro fiel; y también así concluirán (Albouy
[in] Hugo, 1986: LVI). Irrumpen con la aurora que todo lo deslumbra; pero, tras los acontecimientos
descritos, solo pueden finalizar, en un poema escrito el día de los difuntos, con una magnífica
composición, dirigida en clave apostrófica, a la tumba donde le espera su hija Leopoldina… “celle
qui est restée en France”.
En definitiva, todo se reduce a una operación lingüística –“car Dieu fait un poëme avec des
variantes” (1986: 708)–, donde la poética se asimila de manera profunda a la mente del artista, en un
insomnio creador donde atraviesa, espantado, los claros desiertos, aguas y verdes hierbas –todos los
elementos son aquí puestos a contribución–, hasta atravesar el bosque, el torrente, el breñal y la
espesura, un campo lleno de tumbas y sepulturas, “noir cheval galopant sous le noir chevalier” (1986:
603). La operación poética se ha ido consumando progresivamente; la estrofa, ella misma prisionera
en lo más profundo del alma de Víctor Hugo, solo sueña en la noche, como Proserpina, en la siniestra
obscuridad (1986: 710), produciendo tantas veces, mal que le pese, “le son creux du cercueil” (1986:
729). A ello se reduce, pues, la operación semántica de cada estrofa hugoliana: ella misma “n’est plus
qu’une stance” (1986b: 25) que debe dar debida cuenta de la eternidad que nos domina desde el
instante en el que fuimos creados: “Et toutes ces strophes ensemble / Chantent l’être et montent à
Dieu; / L’une adore et luit, l’’autre tremble; / Toutes sont les griffons de feu; / […] L’explication du
mystère / Et l’ouverture du tombeau!” (1986: 785).
Pero Víctor Hugo, obsesionado por la tumba, no es el Don Juan suicidario –ni siquiera
indirectamente, como en Lenau–, harto viril como para levantar la losa que le cubrirá por toda la
eternidad. Ama la vida, el destino del hombre, sin comprenderlo, porque sabe que algún día todas sus
dudas se desvanecerán. Como diría Breton: “Plutôt la vie!”
Bibliografía
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7. 7
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1986 (1967); nuestras referencias a esta edición pertenecen al compendio de Les Contemplations.
– Œuvres poétiques III, édition établie et annotée par Pierre Albouy, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade,
1986b (1984); nuestras referencias a esta edición pertenecen al compendio de Les Chansons des rues et des
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RIMBAUD (Arthur), Œuvre-vie. Édition du centenaire, établie par Alain Borer, Paris, Arléa, 1991.