texto argumentativo, ejemplos y ejercicios prácticos
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Transferencia de géneros artísticos y función de la imagen mítica
1er Certamen Asteria de Creación Artística-Fundación Pons.
Madrid: CERSA, 2014, p. 4-9
(ISBN: 978-84-942812-6-6)
El mito es dinámico, está en continua tensión, evoluciona. Posee una energía propia que
aparentemente lo recrea y lo destruye; en realidad solo lo transforma. Encontramos este dinamismo
ya en los orígenes del mito, a menudo bañados de incertidumbre, y en sus fases subsiguientes, donde
parece que adopta una forma fija, definitiva. Pero esta impresión es solo un espejismo: sus elementos
invariantes están sometidos a procesos múltiples: distorsión, desvirtuación, desmitificación e incluso
remitificación. El resultado de estas modificaciones es impredecible.
Vale aquí la analogía del árbol. La forma final depende en gran medida de la especie arbórea,
pero también dejan su huella la tierra, la irrigación y el clima. En sus primeros años el árbol presenta
un aspecto aparentemente uniforme con el de otros árboles, pero pronto las ramas parten en todas
direcciones; luego brotan las hojas sin orden ni concierto, e incluso el jardinero puede injertarle un
esqueje… Así el mito, dinámico en su nacimiento y desarrollo.
Este dinamismo mítico se pone de manifiesto de manera particular en el diálogo que entablan
todas las artes con la literatura: en mitología no hay compartimentos estancos. Muchas
manifestaciones de las artes son retellings de los mitos literarios: los cuentan de otra manera.
Ciertamente existen las versiones míticas propiamente dichas: La Odisea, una secuela moderna de
Nikos Kazantzakis (1938), retoma en sus 24 rapsodias otras tantas de la obra homérica, si bien el
contenido de ambas historias no discurre por idénticos caminos: en la novela moderna, el héroe
insatisfecho, por la vida tranquila de Ítaca, decide acometer nuevas aventuras. En este caso, una obra
literaria recrea otra obra literaria.
Interesa sobremanera que un mito literario encuentre su caldo de cultivo en otra disciplina
artística. Mas el proceso de adaptación mítica de un arte a otro es complejo.
En primer lugar (esto se aplica a toda versión mítica), porque cada mito posee una idiosincrasia.
Esta particularidad explica la resistencia del mito a una modificación excesiva que le despoje de sus
propiedades invariables, sin las cuales el mito queda irreconocible.
En segundo lugar (y esto ya es propio de la transferencia artística), porque cada arte presenta
unas características inconfundibles e impone unas condiciones apropiadas. Transferir mitos de un
arte a otro presupone la adaptación de unas y otras. Verbigracia: la discursividad literaria no existe en
la escultura, ni el color en la música, por muchas metáforas que inventemos sobre el cromatismo de
una voz o un instrumento.
Pero los reparos a la transferencia artística no son invencibles. Todas las artes son
relativamente flexibles, se acomodan según el deseo del artista. El mito de Tristán e Iseo,
primariamente literario, ha sido musicalizado por Wagner, que no ha dudado en modularlo
exclusivamente según su concepción del amor para la muerte: Tristan und Isolde (1859) elimina las
encantadoras anécdotas previas al enamoramiento de los protagonistas, presentes en las versiones
literarias, y se centra en la renuncia a los propios deberes de los amantes (caballeresco en Tristán,
principesco en Isolda) que se entregan a la muerte por amor. Como este, abundan los ejemplos de
mitos que nacen en un medio de expresión, habitualmente literario, y son trasvasados a otros medios
artísticos previa remodelación.
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En estos casos el resultado ya no es únicamente literario; entonces incorpora, incrustados, los
elementos del soporte artístico receptor. El mito sigue siendo mito, pero ahora se adapta a un nuevo
medio.
Que el medio primigenio sea literario no prejuzga la calidad del producto final. La flexibilidad
del mito es tal que puede adaptarse a otro arte de tal modo que este parezca el más apropiado. Vale
el ejemplo mencionado del Tristán; valga también El trovador (1836), pieza de valía compuesta por
Antonio García Gutiérrez, pero de fama mundial gracias a la ópera de Verdi Il trovatore (1853), con
libreto parcial de Salvatore Cammarano.
Me detendré en una adaptación escultórica de una epopeya. En la Eneida (19 a.C.), Virgilio
cuenta cómo el sacerdote troyano Laocoonte rechaza el caballo que los griegos han dejado
abandonado: “Timeo Danaos et dona ferentes” (II, 49). Los troyanos desoyen su aviso y él procura quemar
el caballo de madera. Dos grandes serpientes emergen de las aguas y atacan a sus hijos. Cuando él se
lanza para salvarlos, también resulta estrangulado y envenenado.
El relato de Virgilio es sobrecogedor:
Las serpientes, sin titubear, se dirigen contra Laocoonte; primero rodean los cuerpos de sus dos tiernos
hijos, y atarazan a dentelladas sus miserables miembros. Cuando su padre se arroja armado con un dardo
a socorrerlos, las serpientes lo comprimen con grandes ligaduras; y aunque ceñidas ya con dos vueltas
sus escamosas espaldas a la mitad de su cuerpo, todavía sobresalen por encima sus cabezas y sus erguidas
cervices. Él pugna por desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre y negro veneno
que le tiñe las ínfulas y elevando a los astros horrendos clamores, semejantes al mugido del toro cuando,
herido, huye del ara y sacude de la cerviz la segur atestada con golpe no certero… (II, v. 212-224).
Conocido entre los latinistas, este acontecimiento es hoy día más célebre aún por la escultura
del siglo I a.C. a la que dio lugar, conjunto escultórico atribuido por Plinio el Viejo a Agesandro,
Polidoro y Atenodoro (Naturalis historia, lib. 36, cap. 5, 37). La obra original, destinada a decorar la
Domus Aurea del emperador Nerón, era de bronce, en tanto que la copia conservada está esculpida
en un solo bloque de mármol blanco, de un tamaño algo mayor al natural, y tiene estructura oblicua
de bulto redondo. Actualmente se encuentra expuesta en el museo Pío-Clementino de Roma.
La poesía “casi” nos muestra la escena. Pero el conjunto escultórico basado en el texto de la
Eneida va más allá: nos la muestra realmente, nos la hace “ver”. El sacerdote es el eje central. Su figura
se equilibra con las de sus hijos, de menor tamaño, y representa las emociones humanas en su máxima
expresión patética, el dolor y la impotencia ante lo sobrehumano. Los escultores no siguen al pie de
la letra la descripción virgiliana, sin embargo representan vivamente el dolor en el rostro del sacerdote,
su impotencia al verse a sí mismo y ver a sus hijos en una situación desesperada. Es más, precisamente
esta desesperación los une: el nexo entre el padre y los suyos lo constituyen, paradójicamente, las
serpientes, de las que no pueden soltarse y que los unen fatídicamente.
Decía que la poesía casi nos mostraba la escena. La acción de mostrar es propia de la escultura,
arte por naturaleza demostrativo; la hipotiposis literaria es solo prestada. A partir de la poesía, el
escultor imagina la escena y nos la representa de manera que nosotros no hemos de imaginarla: nos
basta verla. (Evidentemente, en ambos casos se trata de una imitación: solo la vieron los troyanos
junto a la orilla del mar…). Esta transferencia de un soporte artístico a otro permite resaltar aspectos
ocultos del mito. En este caso, pone especialmente de relieve el amargor de la impotencia humana
frente a la nefasta voluntad divina.
La obra es de tal factura y potencia artísticas que ha dejado su influencia en Miguel Ángel o
Juan de Bolonia. Muchos pintores han propuesto reinterpretaciones de la escultura griega: Tiziano,
Alessandro Allori, el Greco, William Blake, Max Ernst, Giacometti… Se cuentan por centenares las
adaptaciones contemporáneas de la escultura (Settis). El conjunto ha sido objeto de las más variadas
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modulaciones: reclamos publicitarios, alegatos políticos, transformaciones sexuales… Las múltiples
parodias le dan el marchamo de obra integrada definitivamente en el patrimonio común. El
Laocoonte se ha visto despojado de sus rasgos primigenios, ha adoptado otros: ya no es el sacerdote
castigado por sospechar de los griegos, sino el símbolo del dolor sobrehumanos, de las dificultades
de la vida, de los sufrimientos del individuo, de su soledad social, de su impotencia frente a las fuerzas
incontrolables del desarrollo científico o tecnológico.
El caso del Laocoonte es uno entre mil. Al mito le sienta bien el dinamismo interdisciplinar.
Hasta ahora, la mitocrítica, en sus diversas corrientes metodológicas, había procedido a la
identificación de los mitos dentro de las producciones literarias y artísticas de cada época. El enfoque
era eminentemente sincrónico o diacrónico y, por lo general, limitado a un único modo de expresión
literaria o artística. Ciertamente, la mitocrítica ilustraba la significación de los mitos a partir de su
función en los textos y en las obras de arte, pero no profundizaba en las razones de la utilización
simultánea de diversos medios. En la sociedad actual abundan las manifestaciones míticas en
multiplicidad de soportes. Por suerte, la mitocrítica contemporánea se entrega cada vez con más
ahínco a describir la versatilidad del mito y su utilización interdisciplinar: descubrir, analizar y explicar
los proteicos tratamientos de los mitos allá donde hay imbricación de al menos dos disciplinas.
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Esta transferencia genérica entre las artes es posible por la unidad interna que las une, algo así
como esas serpientes que entrelazaban a Laocoonte con sus hijos. Más importante es otro nexo más
sutil pero más fecundo en nuestro estudio sobre el mito.
Todas las artes son capaces de trascender la inmanencia; “trascendencia” se entiende aquí solo
en su acepción etimológica, profana: los objetos artísticos se prestan a sobrepasar los límites de la
pura materialidad. Una obra de arte, dice Genette, no solo consiste en un bloque de mármol o un
óleo sobre lienzo, sino que significa algo, evoca “otro modo de existencia” (p. 21), trasciende su propia
consistencia y permite una pervivencia independiente de la presencia de la obra en cuestión. Este
hecho se pone de manifiesto de manera ejemplar en las obras de arte desaparecidas, que aún hoy día
conservan, aunque destruidas, una dimensión estética.
Pero mi reflexión va más allá de esta trascendencia… empobrecida, a ras de suelo. Las obras
de arte, cuando abordan los mitos, son susceptibles de evocar una trascendencia enriquecida, y esto
es posible gracias a las características particulares de la imagen mítica.
Entre los modos de representación se encuentran las imágenes plásticas y los sonidos. Son
propios de la mímesis, modos de designación imitativos. (Dejo de lado los sonidos). Hay varios
estadios de transformación y comunicación por la imagen plástica o icono, reproducción o figuración
de un objeto. Su examen ahora es lo de menos: nos interesa ante todo el tránsito de la imagen icónica
a la imagen simbólica. Lo que lleva a considerar el significado trascendente encerrado en toda imagen
mítica, o sea, su funcionalidad contextual. Será necesario abordar con cierto detenimiento unos
principios sobre las imágenes con objeto de mostrar la función vinculante de la imagen mítica entre
los mundos sensible y ultrasensible.
Ninguna imagen surge de la nada: tiene su origen en una serie de factores sensitivos y
psicológicos.
a) El factor sensitivo más importante es la impresión producida en nuestros sentidos por el
mundo exterior. La reacción de nuestros sentidos es un modo de conocer, menos perfecto que el
propio del entendimiento, pero indispensable incluso para este.
b) El factor psicológico más importante es nuestro razonamiento discursivo. Gracias al
entendimiento, nos permite conocer las cosas a partir de una abstracción por la que accedemos a los
conceptos universales.
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La conjunción de estos factores sensitivos y psicológicos produce en nuestro psiquismo
imágenes de conocimiento.
Hay diversos tipos de imágenes de conocimiento.
a) La imagen mental propiamente dicha: el reflejo por impresión que, primeramente en
nuestros sentidos y seguidamente en nuestro pensamiento, producen las cosas exteriores. Esta
impresión puede ser visual (la más recurrida, al hablar de imagen), pero también auditiva, olfativa,
gustativa y táctil. Esta imagen es una representación neutra y fiel de un objeto externo (en la medida
en que nuestra imaginación y pensamiento no sufran anomalías).
b) La imagen producida a partir de esa imagen mental. Esta segunda imagen es una
representación modificada de la primera imagen mental: toda adaptación de la realidad externa a
nuestra imaginación requiere e impone una modificación en la que se conjugan los elementos de la
imagen mental y las condiciones de nuestra imaginación.
c) La imagen producida por nosotros en el mundo. También esta imagen es una representación
modificada, pero no solo de la primera imagen mental, sino también de la segunda: toda adaptación
de una imagen mental a la realidad externa requiere e impone una modificación en la que se combinan,
a los elementos ya conjugados de esa imagen mental y las condiciones de nuestra imaginación, las
condiciones del mundo exterior.
Entre las imágenes producidas por nosotros (tercer tipo de imágenes), cobra particular
relevancia en nuestro estudio la imagen literaria, es decir, la que recurre a la imitación poética en
sentido lato. Como consecuencia del complejo recorrido de su generación, la imagen literaria dista
mucho de las imágenes mentales producidas en nosotros a partir de los sentidos exteriores. Las
imágenes mentales (a y b) presentan una analogía de tipo neutro o literal. En cambio, las imágenes
literarias (c) confieren un sentido analógico de tipo simbólico (metafórico o metonímico) a un texto
según los casos.
En la mayoría de las imágenes, incluidas las literarias, hay analogía o contigüidad: guardan una
semejanza o una contextura con la cosa representada. La imagen que tenemos de un castillo no es
igual a una baraja de naipes colocados en forma de fortaleza, pero por substitución sémica nos permite
imaginarlo (metáfora); la imagen que tenemos de una almena no es un castillo, pero por traslación
sémica nos permite evocarlo (metonimia y sus derivados: sinécdoque, antonomasia…).
En sentido estricto, la imagen literaria es un procedimiento que consiste en remplazar un
término –denominado tema o comparado y que designa lo que se trata “en sentido propio”– sirviéndose
de otro término, que no mantiene con el primero sino una relación de analogía o una contigüidad
dejadas a la sensibilidad del autor y del lector. En la primera de estas relaciones, el término imaginado
es denominado foro (de ahí la palabra “metá-fora”) o término de comparación y se emplea para designar
la misma realidad mediante otra tomada “en sentido figurado”; en la segunda de estas relaciones, el
término imaginado es denominado con un nuevo nombre (de ahí la palabra “meto-nimia”, del griego
-ωνυμία, sufijo para nombrar figuras de la lengua) debido a la contextura interna existente entre dos
cosas.
No es cuestión de trazar ahora el trayecto histórico de la imagen literaria. Baste señalar
brevemente algunos pasos cruciales.
En el siglo XII, imago designaba la reproducción fiel de un modelo original. Salta a la vista la
limitación de este concepto de imagen: no existe una “fidelidad” absoluta al modelo original. A pesar
de este error, los medievales comprendían bien que toda imagen humana procede por imitación. Es
connatural al hombre proceder a la imitación de las imágenes mentales. Aristóteles ya había explicado
que “imitar es connatural al hombre desde la niñez” (Poética, 1448b). Esta mímesis está en la base de
nuestro modo analógico de conocer; decimos que conocemos a alguna estrella de la televisión cuando
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hemos visto su fotografía, su reproducción. Cualquier realidad, por desconocida que sea, puede ser
descrita mediante el recurso a otras realidades conocidas.
A partir del siglo XVIII (aunque no faltan excepciones anteriores), la imagen literaria tiende a
convertirse en sinónimo de figura por analogía y por combinación, a evocar incluso toda forma de
figura o anomalía semántica: ya no se da la habitual correspondencia entre sentido propio y sentido
figurado, entre término combinado y término de combinación. A este propósito, es ilustrativo que
Gilson caracterice la concepción moderna de arte “como producción de seres bellos que todavía no
existían” (181). En este sentido puede ser interesante aportar el pensamiento de D’Alembert. En su
Discurso preliminar de la Enciclopedia, describe una primera clase de operaciones cognitivas consistente
en recibir y ligar “nociones directas” o “ideas primitivas”. Posteriormente dedica un lugar importante
a las “ideas” o imágenes que nosotros construimos:
Hay otra especie de conocimientos por reflexión. […] Consisten en las ideas que nos formamos a
nosotros mismos, imaginando y componiendo seres semejantes a los que son objeto de nuestras ideas
directas: es lo que se llama la imitación de la naturaleza, tan conocida y recomendada por los antiguos
(37-38).
De aquí toma pie para su exposición sobre las artes, desde las más imitativas (la pintura, la
escultura), pasando por otras donde la imitación es más compleja (la arquitectura), hasta las menos
“imitativas” y más “imaginativas” (la poesía, la música). Hablando en propiedad, convendría decir
que estas últimas artes no son menos imitativas, sino que suponen otro grado de imitación. De hecho,
la imitación poética puede diferenciarse en función de los medios, los objetos y los modos de imitar
el mundo: de ahí su clasificación en diversos géneros.
En el romanticismo el proceso se complica: en un texto pueden abundar imágenes difíciles de
descodificar tanto en sentido propio como en sentido figurado. El desciframiento de esas imágenes
requiere el recurso a otras imágenes que permitan establecer un esquema común mediante
repeticiones significativas (Galland, 369-370).
El simbolismo y el surrealismo van aún más lejos. Diversos factores (el empleo del verso libre,
la búsqueda de ritmos propios a cada poeta, el hermetismo en busca de una inmanencia trascendente)
convierten a la imagen en “el elemento más estable de la nueva poesía” (Germain, 219). Baste
considerar lo que estos dos movimientos hacen con la imagen relativa a una palabra que señala cosas
en relación de semejanza: el simbolismo suprime prácticamente el tema o término comparado; el
surrealismo lo suprime de modo continuo y deliberado.
En la época contemporánea prosigue la modificación del concepto de imagen. Así, según
Sartre,
La palabra imagen no designaría más que la relación entre la conciencia y el objeto; dicho de otra manera,
es la manera como el objeto se presenta a la conciencia o, si se prefiere, cierta manera que tiene la
conciencia de darse un objeto (21).
Con esta disquisición, el autor de El ser y la nada persigue dos objetivos, uno explícito y otro
implícito. El primero: evitar la “ilusión de inmanencia” a la que estamos sometidos por nuestra
costumbre de imaginar siempre en términos espaciales. El segundo: ignorar o negar cualquier entidad
a la imagen y, consiguientemente, a todo universal; cumple así con uno de los principios
existencialistas. A esta definición de imagen, Sartre añade una tipología. Según afirma, las imágenes
pueden ser de dos modos: sensoriales y mentales. A diferencia de la imagen sensorial (un retrato, una
caricatura, una mancha), la imagen mental solo puede referirse a una cosa, existente en el mundo de
la percepción, a través de un contenido psíquico: dotada de contenido psíquico pero privada de toda
exterioridad, la imagen mental tiene que constituirse ella misma en objeto para la conciencia. Esta
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necesidad de constituirse en objeto de conciencia es la única “trascendencia” posible para Sartre: el
resto, nuestra costumbre de localizar contenidos en el espacio, es, de nuevo, “ilusión de
inmanencia”(110). De raigambre kantiana, el proceso sartriano niega, en última instancia, la capacidad
de la razón para conocer la realidad del mundo por medio de las imágenes.
Por suerte, el mundo no se resuelve en la pura materialidad. Tampoco se reduce a una
dispersión inconexa de cosas carentes de sentido. Existe una “armonía universal” (la expresión es de
Leibniz) gracias a la cual lo sensible puede constituirse en medio apto para la revelación auténtica de
lo invisible, incluso de lo espiritual. Existe una cadena sutil entre la estética analógica de tipo simbólico
y el razonamiento discursivo. Gracias a esta ligazón es posible enlazar la particularidad sensible de
cada ser y la universalidad suprasensible del todo. La dimensión sensible, limitada, de los seres, no
está en contraposición con la dimensión totalizadora del universo. Precisamente el nexo de unión
entre estas dos dimensiones es la imagen mítica que, en virtud de su carácter simultáneamente
analógico-simbólico (por su condición de imagen) y trascendente-espiritual (por su condición de
mito), actúa como factor de relación inmediata entre un acontecimiento particular y la totalidad
universal. Imagen mítica que, incluso en la multiplicidad de formas que adopta (literarias, pictóricas,
escultóricas…) expresa su aptitud para lo inconmensurable.
Particularidad material y universalidad espiritual parecían oponerse; sin embargo, la imagen
simbólica de cada mito, por aparentemente insignificante que parezca, provee precisamente de
sentido al mundo inabarcable:
Por un lado, resulta que incluso la formación mítica más inferior y primitiva es portadora de sentido:
porque ya está bajo el signo de esa “decisión” originaria que separa lo “sagrado” del mundo “profano”,
y que levanta una frontera entre ambos. Pero, por otro lado, esta “verdad” suprema del elemento
religioso queda unida a la existencia sensible, a la existencia de las imágenes y de las cosas (Cassirer, 319).
En efecto, la armonía entre la materialidad finita del mundo y su espiritualidad infinita se
encarna y toma vida en la imagen mítica, expresión particularmente adecuada del acontecimiento
extraordinario y trascendente. La literatura y las bellas artes, epítomes de toda imagen, parecen así los
medios más propicios para simbolizar, incluso a través de formas profanas, el misterio sagrado de
nuestro mundo.
Bibliografía
Aristóteles, Poética, ed. Valentín García Yebra, Gredos, 1974.
Cassirer, Ernst, Philosophie der symbolischen Formen, t. 2, Das mythische Denken, Bruno Cassirer, 1925.
D’Alembert, Œuvres, A. Belin et al., t. I, 1821.
Perrine Galand, “Image”, en Dictionnaire des genres et notions littéraires, Encyclopædia Universalis / Albin Michel,
1997.
Gérard Genette, L’Œuvre de l’art, Seuil, 2010.
Gabriel Germain, La Poésie corps et âme, Seuil, 1973.
Étienne Gilson, Introduction aux arts du beau, J. Vrin, 1963.
Jean-Paul Sartre, L’Imaginaire. Psychologie, phénoménologie de l’imagination, Gallimard, 1940.
Salvatore Settis, “La fortune du Laocoon au XXe siècle”, Revue Germanique Internationale, 19 (2003), p. 269-301.
Virgilio, Æneid. Selections from Books 1, 2, 4, 6, 10, and 12, ed. Barbara Weiden Boyd, Bolchazy-Carducci
Publishers, 2004, 2ª ed.