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MARÍA LUZ MORALES
LA 1ª CRÍTICA DE CINE
Edición, textos, trascripción, corrección y notas:
© Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
ÍNDICE
-María Luz Morales, crítica de cine...................................3
-Biografía...........................................................................5
-María Luz Morales, premio “a la lealtad acrisolada”....9
-Una mujer en la aventura profesional............................13
-“Felipe Centeno”...........................................................18
-Comentarios y reseñas....................................................21
3
MARÍA LUZ MORALES, CRÍTICA DE CINE
Hubo un tiempo en que el cine estaba en palmitas, en el que la crítica cinematográfica
estaba en palmitas. Un tiempo en el que la crítica todavía no era algo endogámico,
egocéntrico, narcisista. Un tiempo ya lejano, extinto, en el que el cine era lo único
importante, lo que daba sentido al acto de escribir, de comunicar, para los demás, no
para uno mismo. Algo que debería ser la norma, y que en la actualidad, constituye la
excepción. Pocas personas, críticos casi ninguno, conservan la inocencia, el utópico
optimismo, de confiar, más bien creer, en la capacidad del cine como transformador
social, como vehículo para transmitir ideas, valores. Sus infinitas posibilidades como
instrumento educativo, que no adoctrinador, apenas si han sido exploradas, o de manera
muy superficial, rebajándolo a vulgar ilustración temática, argumental, obviando la
imagen, el sonido, el lenguaje. El cine lo ha invadido todo de tal manera que se ha
convertido en algo invisible, prescindible.
El placer de leer a una persona inteligente, lúcida, culta, antipretenciosa, mordaz,
sarcástica, incisiva, que va reflexionando sobre la marcha mientras todo se va gestando,
los años 20 y 30 (1924-1933), alguien que va descubriéndose a sí misma las inmensas
posibilidades del cine, de la crítica, y que lo analiza desde todas las vertientes, incluida
la sociológica, es algo impagable. Que esa persona sea una mujer es lo de menos, o
debería de serlo, lo fundamental es que es muy buena, brillante, sin distinción de
género. Pero lo que no se puede obviar es su dimensión histórica, como pionera, tanto
en el ámbito de la crítica cinematográfica en España, el periodismo en general, como en
el de la incorporación de la mujer a terrenos laborales hasta ese momento
completamente vedados. De hecho era la única mujer en toda la redacción de La
Vanguardia, firmando sus artículos con un seudónimo masculino, Felipe Centeno (F.C.
las reseñas), personaje galdosiano, y la primera que, durante la guerra civil, ocupó el
cargo de directora de un medio de gran tirada, y no destinado en exclusiva a las mujeres.
4
Por desgracia, la tragedia, también cultural, que supuso la Guerra Civil, el paso de la
modernidad al medievo sin transición, cuyas consecuencias todavía arrastramos,
sufrimos, gracias a la falta de valentía, de ambición, de los gobiernos socialistas, y a la
política reaccionaria, anticultural, antieducativa, de los gobiernos conservadores, cortó
de raíz la prometedora carrera de María Luz Morales, fue encarcelada y despojada del
carné de periodista, que aventuro hubiera podido llegar a Ministra de Cultura como
mínimo, y la de todas las mujeres españolas, que tuvieron que desandar a marchas
forzadas todo el camino recorrido, labrado, centímetro a centímetro, hacia la igualdad
de oportunidades reales, que tanto esfuerzo, renuncias, humillaciones, les había costado.
Sirva esta recopilación de sus artículos de cine y reseñas escritos en La Vanguardia
(que no han perdido un ápice de su vigencia, de su frescura, son perfectamente
extrapolables a la situación actual, tanto del cine como de la crítica, se ve que la palabra
evolución, progreso, asociada al cine, sobre todo a la crítica, carece de fundamento),
como desagravio a una de las críticas/os más interesantes, importantes, en mi opinión
la/el mejor, que ha dado este país, por desgracia completamente desconocida para el
común de los cinéfilos, de los espectadores. A pesar de que en plena dictadura, en los
años 50, acometió en solitario la titánica labor de redactar una de las mejores historias
del cine que se ha editado nunca en este país, “El cine. Historia ilustrada del Séptimo
Arte” (1950), además de colaborar en otra, “El cine. Desde Lumière hasta el Cinerama”
(1965). Amén de encargarse de los intertítulos durante el mudo, posteriormente de las
versiones españolas, de las películas de la Paramount. Labor que por supuesto jamás ha
sido reconocida, valorada, ni tan siquiera por las propias críticas, presumo que sólo por
desconocimiento, tan huérfanas de referentes cercanos, patrios. Susan Sontag, Kristin
Thompson, tienen a quien parecerse.
5
BIOGRAFÍA
A los 4 años
María Luz Morales Godoy, nace en el seno de una familia acomodada en Marineda
(La Coruña) el 23-04-1898 (el recuerdo de su infancia gallega aparece en su novela
“Balcón al Atlántico”), al poco tiempo la familia, sobre 1910, se traslada a Barcelona,
después de un breve periplo por Andalucía, donde frecuenta el Instituto de Cultura y
Biblioteca Popular de la Dona (Mujer), institución creada por Francesca Bonnemaison,
referente de la cultura para las mujeres durante esos años. También frecuenta el Ateneo
Barcelonés, cursa estudios de Pedagogía y Filosofía y Letras en la universidad Nova,
además de estudiar idiomas, inglés, francés, portugués, catalán e italiano, de los cuales
luego haría numerosas traducciones. A la muerte de su padre, a finales de la primera
guerra mundial, se ve obligada a trabajar por necesidades económicas, comenzando a
escribir con apenas 21 años en publicaciones femeninas, siendo de las primeras mujeres
dedicadas profesionalmente al periodismo junto con Carmen de Burgos, obteniendo en
1921 el puesto de directora de la revista “El hogar y la moda”, puesto obtenido gracias a
un concurso al que mandó varios artículos. En 1923 comienza a colaborar en La
Vanguardia, haciéndose cargo de la sección de cine, “Vida Cinematográfica” (17 de
noviembre de 1923), bajo el seudónimo galdosiano Felipe Centeno.
Gracias a estos artículos es contratada por la Paramount para la traducción de los
intertítulos, posteriormente, ya durante el sonoro, se encargará de la asesoría literaria de
las películas, de la redacción de textos, de supervisar las versiones españolas (la más
conocida “Doña Mentiras” (1930), versión española de “The Lady lies”) y de dirigir las
revistas de la Paramount (“Revista Paramount” y “Paramount Gráfico”). En 1926
comienza su colaboración con el diario madrileño El Sol, encargándose de una sección
fija “La mujer, el niño y el hogar”, tratando de modernizar la hasta ese momento pacata,
cursi, prensa destinada a las mujeres, teniendo habituales problemas con sus
conservadoras, retrógradas, lectoras. Seguirá colaborando hasta 1934, fecha de cierre
del diario.
6
Con las alumnas de la Residencia de señoritas de Barcelona
En sus desplazamientos a Madrid se aloja en la Residencia de Señoritas de María de
Maetzu, que además de albergue realiza todo tipo de actividades culturales.
Posteriormente, junto con Gabriela Mistral, funda en Barcelona una institución similar,
incluso realizan intercambios entre ellas, la Residencia de Señoritas de Barcelona, que
dirigió en 1931, localizada en el Palacio de Pedralbes. En los años 30, deja de escribir
sobre cine en La Vanguardia (sigue haciéndolo en la efímera revista (duró 25 números)
“Imatges. Semanari Gráfic d´actualitat”, dirigida por Josep María Planas, en “Filmes
Selectos. Semanario Cinematográfico Ilustrado”, dirigida por Tomás G. Larraya, y en
Fotogramas) pasando a hacerlo sobre temas femeninos, moda, y teatro, en la sección
“Teatros y Conciertos”, ya firmando con su propio nombre, lo que dada la importancia
del teatro en la época, muy superior a la del cine, supuso una especie de ascenso. Con la
llegada de la guerra civil el periódico es incautado por la Generalitat, tomando el control
un comité obrero formado por representantes de talleres, redacción y administración,
deciden elegir como director a un redactor, María Luz Morales, la única mujer de la
redacción.
Razón que la impedirá poder ser registrada como periodista al terminar la contienda, y
que motivó que la detuvieran en 1940, por hacer avales para periodistas y ocultar
perseguidos, dar cursillos en el Ateneo Enciclopédico Popular, centro cultural obrero de
Barcelona, y haber formado parte del rodaje de la película de propaganda republicana
“Sierra de Teruel” de Malraux en 1939, siendo recluida en un convento-cárcel, donde
permanece encerrada 40 días. Una vez fuera, la prohíben ejercer como periodista y lo
siguió haciendo con los seudónimos de Ariel y Jorge Marineda (lugar de nacimiento),
principalmente en la revista Lecturas, en la que colabora desde sus orígenes. A partir de
los años 50 vuelve a firmar crónicas sobre moda y teatro en varios diarios y revistas,
entre ellos “Diario de Barcelona”, “El noticiero Universal”, “Hoja del Lunes”,
“Mediterráneo”, y asume la presidencia del Círculo de Escritores de la Moda (de
Escritores y no de Periodistas, para que pudiera ejercer su labor sin cortapisas ya que
estaba vetada como periodista), sociedad dedicada a seguir las tendencias en la moda,
organización patrocinada por el emergente sector de la confección.
7
Con Madame Curie
Su presencia en cualquier acto dedicado a la moda, el teatro, o el cine, era habitual,
siendo también asidua Cineclubista. También dio gran cantidad de conferencias (en
1932 colabora en la redacción del ciclo de conferencias sobre cine que se celebraron en
la Universidad de Barcelona, y que supusieron la entrada por la puerta grande del cine
en el ámbito universitario) seminarios, talleres, charlas, presentaciones, y fue co-
fundadora de la Academia del Faro de Síntesis Cultural, miembro destacado del
Instituto del Teatro de Barcelona, e integrante de la peña teatral Carlos Lemos desde
1960.
Toda esta ingente producción periodística se complementa con múltiples traducciones,
adaptaciones, de grandes clásicos de la literatura universal para niños, para las
editoriales Araluce y Juventud (la primera traducción de “Peter Pan y Wendy” al
español es suya, 1925) y de textos históricos para la editorial Surco, de la que era co-
fundadora. A mayores escribió ensayos, antologías (“Libro de oro de la poesía en
lengua castellana” (1970)), teatro (junto con Elisabeth Mulder, “Romance de media
noche”, se estrenó en Bilbao, en el teatro Arriaga, en 1936), múltiples novelas tanto para
niños como para adultos, siendo su novela más conocida “Historias del décimo círculo”,
un conjunto de relatos ambientados en la Guerra Civil (la única de sus novelas llevada
al cine es “El amor empieza en Sábado” (1958) Victorio Aguado), y la elaboración de
dos enciclopedias, una de las primeras historias del cine ilustradas redactadas en
España, y tres tomos de la enciclopedia de la moda de Salvat. También dirige la
enciclopedia “Universitas” y “La enciclopedia del hogar”.
8
Con Gabriela Mistral
Ya rehabilitada como periodista, el 24-01-1978, seguirá escribiendo artículos hasta el
día de su muerte, 22-09-1980, haciendo honor al sobrenombre con el que era conocida
popularmente, “la Gran Señora de la prensa”.
Por todas estas actividades de difusión, divulgación, cultural, recibió numerosos
premios, los más destacados: Premio al mejor artículo publicado en la Prensa periódica
de Madrid y Barcelona, durante la Primera Fiesta del Libro, 1926, por el artículo
“Elogios del libro”, publicado el 14-09-1926 en La Vanguardia, Medalla y Diploma de
Caballero de las palmas Académicas de Francia (1956), Premio Nacional de teatro
(1963), Premio Periodismo Eugenio d´Ors en 1970, Lazo de Dama de la Orden de la
Reina Isabel la Católica (1971), Premio Ciudad de Barcelona en 1972, Premio Ramón
Godolallana en 1973, además de la Lanzadera de honor del comité internacional textil,
entre otros.
9
María Luz Morales, premio «a la lealtad acrisolada»
Le fue concedido el lazo de Isabel la Católica en reconocimiento a sus cincuenta
años de profesión periodística
Un despacho, como tantos otros, pero tremendamente femenino. Un ramo de rosas,
una mesa cubierta por un palmo de papeles amontonados, diplomas, premios. Un
retrato de ella, en la época de «los felices veinte»: pelo corto, sonrisa entre pícara y
tímida, un largo collar de perlas—«sautoir», los llamaban entonces—. Y en una mesita
auxiliar, entre fotos de prensa y una «Moreneta» de esmaltes, una caja abierta, forrada
de terciopelo: allí reposa el Lazo de Isabel a Católica, con su lema «A la lealtad
acrisolada», reconocimiento oficial de cincuenta años de profesión. El lazo que le fue
impuesto el pasado viernes, en el Palacete Albéniz, por el ministro de Información y
Turismo. Es la primera mujer periodista a quien se le concede una condecoración.
—Vamos, que todavía no sé por qué. Por los años, claro. Mi único orgullo es quizá
que ha servido de precedente para todas vosotras, las demás mujeres periodistas. Me lo
dijeron el martes pasado, y pensé que me lo impondrían con mucha otra gente. Pero no.
Fue para mí sola. ¡Qué susto pasé, qué susto!
10
Las críticas de cine de «Felipe Centeno»
— ¿Fue la pionera de las mujeres periodistas?
—Sí. En mi época había escritoras, pero no periodistas, en el sentido activo de la
palabra. Las mujeres escribían en los periódicos, en las revistas, pero no participaban en
las tareas de un periódico como se hace hoy día. Quizá por ello no encontré nunca
dificultades. Fui siempre aceptada cordialmente por mis compañeros, y encontrar un
trabajo fue algo natural. No se puso pega a mi condición de mujer. Quizá parezca
extraño, pero fue así. Acaso hoy en día os encontréis con más dificultades a la hora de
ejercer vuestra profesión que en mi época.
— ¿Cuáles fueron sus primeros pasos en el periodismo?
—Dirigiendo «El Hogar y la Moda», revista en la que continúo colaborando
habitualmente. Empecé poco después en «La Vanguardia», como colaboradora literaria,
al mismo tiempo que ejercía como corresponsal de «El Sol» de Madrid, el periódico de
la Intelectualidad. Después me llamaron para entrar en plantilla en «La Vanguardia»,
para hacer crítica de cine. Eso, en aquella época, era algo sin importancia, como muy
poca cosa. Yo, que tenía muchas pretensiones, no quise poner mi firma al pie de algo
tan nimio como la crítica de cine, y firmé con el seudónimo de «Felipe Centeno».
— ¿Seudónimo de hombre?
—Sí, era la costumbre de las mujeres en aquella época. Después pasé a hacer la
crítica de teatro, algo mucho más importante y mejor visto, y lo hice ya con mi firma.
La crítica teatral ha sido un poco el hilo de toda mi vida. He seguido haciéndola
siempre, aunque me haya dedicado también a otras cosas. Es mi cargo ahora en el
«Diario de Barcelona».
La poesía es algo demasiado íntimo para ser publicado
—En «La Vanguardia» llegó muy alto, y aquello fue muy doloroso para usted.
—En efecto, en un momento difícil, al estallar la guerra Civil, me, vi obligada por mis
compañeros a tomar la dirección del periódico, «Gaziel», huyó. La mía fue una misión
de servicio al propio periódico, meramente profesional, y en modo alguno política, con
el único fin de que pudiera aparecer cada mañana. Esta circunstancia me causó las
dificultades inherentes a todos aquellos que durante esos tres años continuaron en sus
puestos.
11
—¿Fue difícil encontrar un trabajo?
—Después sí, desde luego. Me dediqué a trabajos editoriales, hasta que me llamó «El
Diario de Barcelona», para dedicarme a la moda y al teatro. Sigo con el teatro, aunque
la moda la voy dejando. Es un mundo complejo de intereses creados.
—Ha cultivado todos los géneros. ¿También la poesía?
—Sólo para la familia. No me siento capaz de publicar mi poesía. Es algo demasiado
íntimo. He escrito novelas, como «Balcón al Atlántico», que se centra en La Coruña de
mis padres, cuentos de guerra, como «Historias del décimo círculo», una historia de
Polonia firmada con el seudónimo «Luzscienski» ensayo, como «Las Románticas»,
«Tres historias de amor de la Revolución Francesa», tantas cosas, en fin. No se trata de
hacer un catálogo, ¿verdad?
— ¿Ha pensado en escribir sus memorias?
—No creo que lo haga. No me considero un personaje importante como para escribir
mis memorias. Pero ahora estoy reviviendo recuerdos en el «Diario de Barcelona», en
torno a gente que conocí Madame Curie, Keyserling, Gabriela Mistral, García Lorca.
Esas son, en cierto modo, mis memorias. No las que hablan de mí, sino de la gente que,
por circunstancias especiales, he conocido.
— ¿Existe en usted una influencia gallega de su ciudad natal?
—Yo soy una mezcla rara. Nada de saudades ni nostalgias gallegas, pero creo, en
cambio, que mi fantasía, más que la reflexión, son célticas, y también mi gusto por
un cierto misterio de la vida. Me gustan las brujas y los fantasmas, y eso, es típicamente
gallego. Pero está templado por una educación y una formación estrictamente latina,
mediterránea, la educación de la Barcelona a la que llegué en mi niñez.
—Si pudiera, ¿volvería a empezar?
—Sí, desde luego. Se aviene con mi inquietud, mi curiosidad. Me gustan las cosas
espirituales, aunque sin profundizar demasiado, vivir el momento que pasa, captar la
palpitación del tiempo. Creo que no llego a más, pero tampoco me gustaría ser menos.
12
María Luz Morales sigue hablando, contando que uno de los primeros artículos que
escribió en «El Hogar y la Moda» se titulaba «¿Empleo o marido?» y que en él
se preguntaba por qué era necesario para la mujer la elección entre tener un marido
o trabajar, tal como se concebía —y se concibe— la situación de la mujer en la
sociedad.
—Yo siempre he tenido la casa llena de niños, he llevado una vida muy hogareña.
Quizá por ello no haya hecho un tipo de periodismo que me hubiera gustado hacer.
Siempre admiré a Sofía Casanovas, que hacía crónicas de guerra, en Polonia, cuando
la guerra del 14. Y ahora siento también admiración por Oriana Fallacci, capaz de
adentrarse en la selva del Vietnam.
María Luz Morales, con su tranquila vivacidad, es una lección palpitante de buen
hacer periodístico. Y es, además, una maravillosa mujer.
Soledad BALAGUER, La Vanguardia, miércoles 16 de junio de 1971
13
Una mujer en la aventura profesional
Si la mujer metida en política no ha proliferado en demasía, entre nosotros tampoco ha
sido corriente encontrarla dedicada al quehacer intelectual y cultural que es algo distinto
al hecho de escribir. Pues bien: de Galicia, precisamente la patria chica de Concepción
Arenal, de Rosalía de Castro, de Emilia Pardo Bazán..., salió María Luz Morales,
auténtica precursora, entre féminas, del oficio periodístico, de la dedicación editorial, de
la autonomía intelectual y de quehaceres diversos de la cultura, aparte de su inspiración
propia como escritora, vertida, sobre todo, en la literatura infantil y en la narrativa.
María Luz llegó a los ocho años a Barcelona, con su familia, y aquí ha vivido siempre y
aquí arrancó y creció su aventura.
—María Luz, ¿damos un poquito marcha atrás?
— ¿Por qué no?
—Tú formabas parte del equipo de «El Sol» y tu firma se codeaba con la de hombres
muy brillantes. Tu prestigio y tu solvencia literarios han estado y están de sobras
reconocidos. Sin embargo, ¿puedes asegurar que tu condición femenina no tropezó con
serias dificultades?
—Yo no sé si fueron serias... En realidad, eran ya tiempos de evolución, de apertura...
En España había repercusiones de los movimientos femeninos de otros países. Te diré
que a mí, el concepto de «lo feminista» nunca me ha gustado ni convencido. Creo que
hombres y mujeres, como seres humanos, tienen derecho a trabajar en aquello para lo
que se sientan dotados. Pero «los ismos», ¡ni hablar! Ni feminismo, ni masculinismo.
Hombres y mujeres, personas, como Dios nos ha hecho.
14
—Insisto... ¿tú no hubiste de usar un pseudónimo masculino como George Sand?
—Bueno... Si te empeñas, no me quedará más remedio que confesarte que me costó
poco trabajo ser admitida en la profesión periodística. Era el año 21 y entonces en
algunos ambientes resultaba bastante impensable que una muchacha aspirase a
matricularse en el Instituto de Segunda Enseñanza o en la Universidad: eso desde luego.
Pero en mi caso, puedo decir que el periodismo lo inicié con suerte.
Dos instituciones positivas
—Entonces no había escuelas de periodismo, ¿dónde te formaste?
—Yo debo mucho a una mujer: Paquita Bonnemaison de Verdaguer Callis, que fundó
el «Instituí de Cultura per la Dona». En el bufete del abogado Verdaguer se hizo
Cambó. Ella creó su centro docente sobre todo para abrir el mundo cultural a las
obreras, pues era además bolsa de trabajo, pero lo empezamos a frecuentar con gran
entusiasmo hijas de la burguesía y de las profesiones liberales. Se pagaba dos duros al
mes. Después, se abrió una matrícula proporcionada a la cédula del cabeza de familia.
—Por lo que me dices, en Barcelona cundía entonces cierta inquietud cultural...
—La ciudad era vibrante y muy abierta hacia el exterior. Había gran resonancia
europea, se recogían todas las corrientes extranjeras. Venían muchas compañías de
teatro, muchos conferenciantes, etcétera. Al cabo de algunos años, la Exposición del 29
fue una maravilla. Después, en el 34, me cupo crear en el Palacio de Pedralbes, una
residencia femenina de carácter internacional, como la de María de Maeztu, que se
llamó de «señoritas estudiantes». Costaba veinticuatro duros al mes, todo comprendido,
incluso coche diario a la plaza de la Universidad. Allí conocí a Gabriela Mistral,
Madame Curie: dos mujeres Premio Nóbel. En la guerra, los extremistas se cargaron
estas dos instituciones. La primera porque la sentían vinculada a la Lliga. Y la segunda
porque se ve que eso de «señoritas estudiantes» no les gustaba absolutamente nada. En
las cosas culturales no tendría que meterse nunca la política.
El cine y la moda
Nos hemos desviado del año 21, cuando iniciaste con suerte la profesión..., a tu
decir...
—Sí... Fue por un concurso que abrieron en «El Hogar y la Moda» para proveer la
plaza de director que estaba vacante. Consistía en mandar unas crónicas de modas. Las
mandé, gané y entré.
15
—Parece lo de Julio César. Pero seguimos sin saber lo del pseudónimo.
—Eso fue estando ya en «La Vanguardia». Yo iba enviando artículos a este periódico.
Recuerdo que el primero se titulaba «Las hadas vuelven» y versaba sobre teatro infantil.
El año 23 me propusieron que me encargara de una página de cine que se iba a perfilar
en la redacción al margen de la publicidad. Acepté y me pusieron en plantilla como
redactora cinematográfica. Y ahí nació «Felipe Centeno».
— ¿Para disimular las faldas?
—Te aseguro que no. Fue simplemente por una conveniencia interior del periódico.
Precisamente, no iban a pasar muchos años más sin que fueran mis propios compañeros
quienes me hicieran acreedora, en un momento muy crítico, de una responsabilidad
directiva que yo acepté por amor a la profesión y lealtad al oficio. Lo de Felipe Centeno
vino de que entonces le ocurría al cine lo mismo que a la moda: nadie le concedía
importancia y se pensaba que cualquiera podía comentarlo. Los propios corredores de
anuncios hacían las críticas. ¡Un desbarajuste! Los periodistas serios no querían firmar
las crónicas de cine, pero en «La Vanguardia» decidieron encomendarlo a un redactor
que firmase con pseudónimo para evitarle molestias y ataques a su independencia. No
querían que se supiese quién era. Luego fue del dominio público. Después, cuando
murió Rodríguez Codolá, me pasaron a teatro, considerándolo un ascenso.
—Posteriormente, se pudo demostrar que cine y moda no son tan parias...
—Yo les doy todo el valor. El cine es de capital importancia en la historia del siglo
XX. Y del análisis de una moda del vestir de una época, de un país, pueden deducirse
muchas cosas.
La humilde continuidad
— ¿Lo de «El Sol» te vino por «La Vanguardia»?
—Sí: por lo que escribía en «La Vanguardia». Me llamaron para que hiciera una
página semanal titulada «La mujer, el niño y el hogar». Dejé la dirección de «El Hogar
y la Moda», aunque seguí colaborando en él. En el centenario del Romanticismo, hablé
mucho en mi página de las románticas, publicando luego un libro sobre ese tema.
—El libro, los libros, el quehacer editorial, los clásicos para niños, Araluce, Salvat,
etcétera, también han sido puntos destacables en tu tarea.
—También están en mi vida, sin poder separarse de ella.
16
—María Luz, tú has hablado de lealtad al oficio, ¿qué es, ante todo, para ti, la lealtad
del periodista?
—Mira... ¡Cómo te lo explicaría yo! En un periodista puede bullir el escritor y por afán
de perennidad, o por amor a determinados temas o, simplemente por mayor lucimiento,
le cabe la tentación de dejar el periódico por los libros. Pues bien: el verdadero
periodista no abandona nunca su oficio, sigue en la brecha contra cualquier tentación y
sabe además que el oficio no lo da «más que el tener que hacerlo a pesar de todo». Se
sabe que a tal hora, aquel artículo, crónica, crítica o información se ha de entregar pase
lo que pase. Se tiene que dar con humildad, aunque haya salido más a nuestro disgusto
que a nuestro gusto. No podemos corregir apenas. Nosotros, los periodistas, somos
continuidad, humilde continuidad, un día, y al otro, y al otro..., y, claro, con humano
riesgo de equivocarnos.
—¿Tú has continuado siempre, a pesar del polifacetismo de tu pluma?
—Yo, lo único que puedo decir de mí misma es que he estado siempre en la brecha.
Un precedente
Cincuenta años en la brecha. María Luz Morales celebró en 1971 sus Bodas de Oro
con la profesión. Hace algunos años había celebrado las de Plata con la crítica teatral. El
pasado 11 de junio, el ministro de Información y Turismo, don Alfredo Sánchez Bella le
impuso el Lazo de Dama de la Orden de Isabel la Católica, en el curso de una cena, en
el Palacete de Albéniz, a la que asistieron los directores de los medios informativos de
Barcelona. «Por su lealtad acrisolada a 50 años de periodismo», rezaba la concesión.
Después, el Círculo de Escritores de la Moda, que ella preside, le ofreció un homenaje
íntimo. Hablamos de su serie publicada en «Diario de Barcelona», «Alguien a quien
conocí», cuya segunda parte no tardará mucho en aparecer.
— ¿Quiénes están en puerta?
—En principio, tal vez Paul Valéry y André Malraux.
Vemos en su despacho el diploma de las Palmas Académicas Francesas, el del Premio
Eugenio d'Ors, entre otros, y una placa de plata de los Productores y Distribuidores
Cinematográficos, mientras recordamos asimismo su pertenencia a la Academia del
Faro de San Cristóbal.
—Esta placa con fecha de 1971 es para mí un entrañable recuerdo de los tiempos
heroicos de que te hablaba. Nos la dieron a José Palau, Sebastián Gasch y a mí, que
fuimos los tres críticos de cine de entonces.
17
—María Luz, ¿1971 ha sido para ti un año radiante, después de algún tiempo en que
quizá pudiste haberte sentido inmersa en la llamada «generación perdida»?
—Sí. Ha sido un año muy feliz para mí. Me han pasado muchas cosas buenas. Tú
sabes... El Premio Eugenio d'Ors de la Asociación de la Prensa... Es por juicio de los
compañeros. Me conmovió. Y ése sí que era la primera vez que se concedía a una
mujer. Como puedes suponer, me llenó de satisfacción sentar el precedente.
María Pilar COMIN, La Vanguardia Española, miércoles 26 de enero de 1972
18
«FELIPE CENTENO»
Hace ya tiempo un amigo que me asegura que sigue con interés (lo dice por puro
cumplido; lo sé), mis «viajes sentimentales» por los cines de la ciudad, me preguntó
curioso quién era ese Felipe Centeno que cito a menudo en mis evocaciones. Le informo
que se trataba del pseudónimo periodístico de María Luz Morales. Quedó sorprendido:
¿Es posible que en los años veinte, en Barcelona una mujer ejerciera la crítica de cine?
Ante su extrañeza fui yo quien quedó pasmado. Dudar que hace 50 años una mujer
española pudiera dedicarse al periodismo y a la literatura cinematográfica, es algo así
como la autodenuncia del total desconocimiento de la existencia de un puñado de
mujeres dedicadas a la creación literaria, poética. Incluso política y social. Así mismo se
lo dije. Es más, le pregunté: ¿Es que no te suenan los nombres de doña Emilia de
Concha, de Rosalía, de Victoria, de Concepción, de Margarita, de Federica, de Dolores,
de Caterina, de...? Pues mira, chico, varios de los apellidos ilustres que completan estos
nombres de pila han sido aireados por Elisa Lamas en su columna semanal en
«Destino». Y por cierto que Elisa ha armado bastante revuelo entre quienes tienen la
estúpida pretensión de que todo eso de la promoción de la mujer española es cosa de
hoy, de las nuevas generaciones. Has de saber —continué— que en su gabinete de
trabajo, en su estudio, ante media docena de cuartillas, desde un escaño del Parlamento,
o en un mitin monstruo en una plaza de toros, aquellas mujeres supieron demostrar su
personalidad y sus facultades; incluso en épocas, circunstancias y sistemas políticos
adversos a su forma de ser y de pensar. En aquellos días ésta era una manera de
realizarse. Hoy los tiempos son otros y la mujer de nuestra época busca realizarse como
modelo de «spot» para TV, bebiendo güisquis, fumando superlargos, trasnochando en
Bocaccio, conduciendo un deportivo superserie o montando en una moto de «trial». Así
compensan, las mediocres, su falta de facultades. Que no debemos confundir con una
supuesta falta de oportunidades tantísimas veces alegada como excusa por los
Incapaces. A un pobre chaval tartamudo le suspendieron en unas pruebas de locutor
radiofónico. El muchacho aseguraba que lo habían eliminado por ser desafecto al
Régimen.
Si aquellas que he citado no se encararon con el hecho cinematográfico de manera
pública y notoria, ni tan siquiera desde el punto de vista crítico y analítico, fue
posiblemente debido a que el cine hace 50, 60 años se debatía en la encrucijada del
19
dilema del ser o no ser un arte cabal. Fueron aquéllos, días de vacilaciones, de
ambigüedades, de incertidumbres, de dudas; de dudas todas ellas razonables. Algunos
reparos aún subsisten en determinados medios. «Todavía no acabo de comprender por
qué dais tanta importancia al cine. ¿No os dais cuenta que es un simple pasatiempo que
cada vez se pone más aburrido y monótono?» Esto me fue dicho por un universitario en
una tertulia de amigos y conocidos.
El cine ¿es un arte?, ¿es una técnica?, ¿es una Industria?, ¿es un simple pasatiempo
cada vez mas aburrido? La respuesta hace años fue dada. Un primer plano de Griffith,
un trote de Rio Jim en su caballo bayo, una peripecia de Chaplin en un «set» de los
estudios Keystone, fueron el relámpago revelador del arte nuevo. Los elegidos para
propagar la buena nueva del prodigio surgieron de los reducidos grupos literarios,
artísticos, Intelectuales. A lo mejor fue un periodista curioso y aventajado que adivinó la
magia del hechizo multitudinario que se avecinaba. Es raro que todavía no se haya
escrito la historia de la crítica cinematográfica. El cine, en sus Jovencísimos 75 años de
edad es el arte que más papeles ha llenado y está llenando: monografías, historias,
biografías, ensayos sobre sus etapas, escuelas, géneros, personajes. Pero faltan las
páginas que nos informen sobre los críticos y tratadistas. ¿Quién fue el primero?, ¿un
escritor?, ¿un poeta?, ¿un comentarista literario?, ¿un crítico de teatro?, ¿un padre de
familia? A lo mejor —la solución correcta siempre es la más fácil de hallar—fue un
redactor anónimo de un periódico humilde, al que su Jefa le ordenó tajante: «Oye tú,
vete al cinematógrafo de la esquina y escribe lo que has visto. Hemos de llenar un
espacio, pero no pases de una holandesa. A ver que me traes.»
El día que un erudito Investigador se decida a escribir la historia de la crítica
cinematográfica el primer capítulo, sin duda, se abrirá con Barcelona y entre los
primeros nombres que deberá citar figurará el de «Felipe Centeno», es decir, el de María
Luz Morales, quien empezó, en 1923 en «La Vanguardia» la excitante aventura de la
crítica, del estudio, de la profundización en el fenómeno del cine. Sus cincuenta años de
brega en el campo del periodismo analítico y creativo han sido compensados con el
Premio Godo Lallana. 1973. Los amigos y compañeros han hablado, con tal motivo, de
María Luz Morales. Pero temo que, poco se ha dicho de su actividad en el mundo del
cine. María Luz sintonizó de inmediato con el arte nuevo. Militó en el grupo de aquellos
jóvenes ilusionados que emborrachaban sus retinas a diario en las salas barcelonesas,
Ferrán, Gasch, Palau, Jeroni de Moragas, María Luz iban de sorpresa en sorpresa. Un
día era un plano de Murnau, otro, un gesto de Jannings, al siguiente el pasmo ante el
decorado de «Caligari», enseguida el estremecimiento de las escaleras de Odesa y de
pronto el llanto contenido del «Mammee», de Jolson, en un disco de sincronización...
¡Cuántas cosas estupendas! Todas ellas vividas intensamente en su día, en su justo
momento, en el mismo meollo de la circunstancia que las creó, que las hizo posible.
Verlo hoy en una filmoteca no es lo mismo. Falta el clima del instante de su eclosión. El
Tapies expuesto ahora mismo en Gaspar, es uno; el que se contemplará dentro de 50
años en una sala de museo, siendo idéntico, será cabalmente otro. ¡Ojalá la ciencia
lograra el milagro de la conservación y trasplante de retinas impresionadas! Pagaría lo
que fuera para que me injertaran las de María Luz Morales, llenas de planos, de
secuencias, de gestos, de luces antológicos de todo el cine universal.
María Luz Morales colaboró con aquellos que en 1932 obligaron a que se abrieran de
par en par las puertas del Aula Magna de nuestra Universidad para que el Cine entrara
triunfalmente en sus claustros. «Nos tomaron por locos», recuerda a menudo María Luz
Morales «Fue nuestra gran Ilusión», añade. «No creas... no éramos muchos en el
20
empeño: Díaz-Plaja, Palau, Cabot, Moragas... pero, eso sí, metimos bastante ruido y
alboroto.»
María Luz Morales colaboró en casi todas las revistas, especializadas de la época.
Quiso conocer a fondo los secretos de la Industria y del comercio del cine y se
incorporó en el Departamento literario de Paramount Films de Barcelona. Fue una
experiencia llena de Interés. Conectó con los grandes de cine yanqui y supo de los
sistemas de producción de Hollywood en los días de su máximo esplendor. De cuando
los filmes Paramount eran «lo mejor del programa», otros eran «un Film Radio...
naturalmente» y el león de la Metro se ponía de perfil después de un bostezo doblado de
rugido.
Pido a todos aquellos que tuvieron la dicha de poder vivir esta época, de poder gozar
de la aventura del cine casi desde el principio, que nos leguen sus memorias, que nos
permitan participar de sus recuerdos, que nos confiesen sus vivencias ante el
descubrimiento de un filme de Pabst, ante un gesto de Greta, ante un gag de Keaton,
ante una colosal «machine» de Cecilio Blount de Mille. Venga ya de una vez: explícate
Gasch... cuenta Palau... evoca Ángel... Empieza tú, Mary Light. En 1923 te pusiste a la
vanguardia de las mujeres periodistas con tus lúcidas y certeras críticas
cinematográficas. Mantente en primera línea. Pon la holandesa en la underwood y
empieza: «He visto algo maravilloso, increíble... una película en la que Charlot es un
policía de Easy Street...»
Sigue, por favor, todos te escuchamos. Especialmente este amigo que te aprecia y te
admira.
Jorge TORRAS, La Vanguardia Española, sábado 9 de junio de 1973
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COMENTARIOS Y RESEÑAS
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LA INGENUIDAD EN PANTALLA
Lo único que puede disculpar la natural desmaña de lo bueno, de lo bello, de la
atractiva ingenuidad, es que sea verdadera. Una ingenuidad artificiosa o afectada es,
como una sinceridad falsa, algo absurdo y desde luego paradójico.
A esto se debe, acaso, el hastío, la repugnancia que nos causa la ingenuidad en el teatro
que, en cambio, parece constituir la obsesionante pesadilla de casi todas las actrices
españolas. Y es lamentablemente cierto que esta grotesca ingenuidad de guardarropía,
que se adereza con los últimos adelantos de la química, que habla a grititos, que brinca y
salta lo mismo para expresar la alegría que el pesar, que se mueve incesantemente como
impelida por resorte o víctima del baile de San Vito, se parece lo menos que parecerse
puede a la desconfiada, torpe, a veces reposada y siempre adorable e inquietante
ingenuidad de las ingenuas verdaderas. Y es que rara vez vemos en las tablas a una
ingenua real.
Ello es perfectamente comprensible. Como en las letras, no se dan, no pueden darse
prodigios de precocidad en el teatro. Aunque los actores lo olviden con frecuencia, para
interpretar a Shakespeare hay que ser capaz de comprender a Shakespeare y arder a su
contacto en la misma llama viva que es el genio del dramaturgo inglés; para representar
teatro de Lope hay que conocer a fondo la tradición gloriosa del teatro español. El
teatro, en el que la palabra revela por boca de sus intérpretes toda la intensidad del
pensamiento de los genios que fueron, no es arte de ingenuidad, sino de madurez. (Y las
demás artes también. Los dedos prodigiosamente ágiles de ese niño que interpreta al
piano una sonata de Beethoven, ¿nos traducen el alma de Beethoven, realmente?)
De otra parte la penuria de las compañías teatrales, la intransigencia de los cómicos,
convertidos todos en cabezas de ratón ¡hacen imposibles tantas cosas!... ¿Cómo una
actriz capaz de expresarnos el alma tenebrosa de «lady Macbeth», dirá de un modo
verosímil las palabras sencillas, ingenuas, de «Julieta» en la escena del balcón?
Y he aquí que la ingenuidad, la grata y atrayente ingenuidad se ha refugiado en la
pantalla. Por algo el séptimo arte, como llaman al cinematógrafo, tiene asentados sus
reales en ese país joven y desmodadamente ingenuo que es Norte América. Porque a sus
ingenuas—ingenuas silenciosas que no dan, por lo tanto, ridículos chillidos, que no
saltan ni brincan sin motivo, que permanecen muchos instantes inmóviles, todas
expresión, todas actitud de ingenuas verdad—debe la cinematografía americana sus
mejores triunfos. El tropel gentil de cabecitas risueñas o pensativas, reflexivas o
alocadas que formaron Margarita Clark, Mary Pickford, Mabel Normand, Norma y
Constanza, Talmadge y tantas otras, se renueva sin cesar en manantial de ingenuidad
fresca e inacabable... y estas ingenuas cuyas risas no escuchamos hacen asomar la
sonrisa, a nuestros labios.
Y en «ellos» se da un caso parecido: no conocemos tipo más cinematográfico—más
psicológicamente fotogénico, podríamos decir—que el de ese muchacho del Oeste,
torpe, desmañado, ingenuo de veras que atormenta el sombrero entre sus manos para
declararse a la novia, y vence a su rival a puñetazos.
A cada uno lo suyo. Arte intenso, sintético, el teatro, puede hallar en su medio de
expresión—la palabra—toda la gama del sentir, del amor y el sufrir más complicado.
(Lo que en la pantalla, al traducirse en gesto—véanse las películas italianas—llega a
parecer grotesco). Y para el arte mudo, más ancho, más superficial, más real, por lo
tanto, queda el representarnos con caracteres y actitudes reales la sana, la fresca, la
atrayente ingenuidad.
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La Vanguardia, sábado 17 de noviembre de 1923
Antonio Moreno, famoso artista español que reside en los Estados Unidos, con su
esposa Mrs. Moreno [Daisy Canfield Danziger].
[Actor, y director, madrileño, galán del cine mudo que compartió pantalla con Gloria Swanson,
Clara Bow, Pola Negri o Greta Garbo, con la llegada del sonoro su carrera entró en declive]
La precoz y graciosa artista Baby Pegy
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EL CINE Y LA CRÍTICA
Así como en los que siguen, juzgan y comentan la vida política de una nación puede
hacerse una distinción clara y absoluta entre el señor de sus ideas y el señor de su
periódico—que es el que en el periódico habitual halla el molde de todas sus ideas,—en
el público que sigue, comenta y vive la vida artística de una gran ciudad en todas sus
manifestaciones más o menos puras, más o menos intensas, puede precisarse también la
distinción entre público que mira, u oye, sencillamente, y público que, además de oír y
de ver, lee.
Salvo honrosas, pero contadas excepciones, en que el que mira u oye tiene criterio
propio o, lo que vale más, sensibilidad fina, la sensación estética del señor que forma
parte del primer grupo, suele pecar de rudimentaria y pasajera. Es el espectador
inconsciente, uno de tantos, entre los muchos que van al teatro por «matar» la tarde del
domingo; a la Exposición de pinturas por ver qué cuadro irá mejor con los muebles que
piensan adquirir si sale bien el negocio que tienen entre manos; al concierto... a
dormirse a la Biblioteca a disfrutar de la calefacción, y, en fin, al cinematógrafo a no
perder ni un episodio en las películas de series.
Es público que da su dinero, lo que ya es mucho, pero que no aporta en cambio ni un
átomo de entusiasmo—lo que es mucho más—ni de refinamiento. Público, eso sí,
incondicional, acude lo mismo a las audiciones de Beethoven que a escuchar los
«cacharrescos» desmanes de los chicos del Jazz, y apenas si, entre Moliere y Muñoz
Seca distingue cierta acentuación de su natural somnolencia en favor de este último. Es
éste, público mutilado, con la peor mutilación, ya que falta en él la inteligencia. Si fuese
único, si lo hubiese sido siempre, el arte limitado a su más ínfima categoría, la de simple
espectáculo, no hubiese adelantado un paso. Y daría lo mismo ver a la mujer-cañón en
una barraca de feria que asistir a una representación de «La vida es sueño».
El otro público, el corriente, el que vive por entero la vida del arte, se alimenta, tanto
como del arte mismo, de la crítica. No ya de la crítica meramente informativa y que
podríamos llamar también fotográfica, sino de la otra, de la alta, de la noble, de la
imprescindible crítica, de la que es expresión de un juicio inteligente o, lo que es más
aun, percepción de la obra de arte a través de una sensibilidad exquisita. Quisiéramos
por eso que todos los críticos fuesen poetas.
Porque la tarea de la crítica es indispensable si el público ha de lograr la plena
inteligencia, la fina sensibilidad, el claro juicio que para la percepción integral de la
obra de arte se requiere. Siéndonos tan familiar la visión del árbol y el jardín: ¿hemos
visto nunca en el jardín ni en el árbol lo que en ellos nos hicieron ver este cuadro,
aquellos versos?
Hasta ahora, y en todos los países en que existe, la producción cinematográfica no ha
despertado ni aun rumores de crítica. Y no es, ciertamente, que no se hayan
emborronado ya acerca del cine y de sus intérpretes tantas cuartillas como puedan
formar el monumento de la crítica, literaria francesa, por ejemplo; mas sucede que el
cine, arte nacido con carácter eminentemente industrial, arrastra consigo todo el pesado
lastre del industrialismo, y así, antes que la crítica hubiese ni aun intentado atacarle,
hubo ya de encontrarse con el bien templado escudo de «la réclame». Y he aquí como el
bombo y los platillos de la propaganda «ad libitum» y del reclamo sin sentido común
han ahogado la voz serena y clara de la crítica. Y sucede que al ver en un periódico o
revista un artículo que se refiere al cine, ya sabemos de antemano que la cinta de que
trate será una «superproducción» y «las ellas» y «los ellos» qué la interpreten serán
nada menos qué estrellas y luceros del arte del silencio. (En ocasiones para mayor
eficacia el reclamo se extiende a los más absurdos detalles de la vida privada del
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artista...) Algunas veces se da el caso contrario; todo en el film de que se habla es
francamente, detestablemente malo. Entonces es que actúan en el «contra-reclamo» (de
algún modo le hemos de llamar) las pesetas de la casa productora rival. En uno y otro
caso se nos quitan las ganas de leerlo.
De este modo seguirá el cine subsistiendo exclusivamente para el público inconsciente
que acude a él por matar la tarde del domingo... Pero sus posibilidades estéticas, que
deben ser muchas, pues es arte que nació ayer, seguirán de todos ignoradas. Yo veo que
ahora, que en todas partes se forman sociedades de «amigos del cine», si éstos lo son
realmente del nuevo arte más que de las pesetas que el nuevo arte pueda
proporcionarles, debería haber una voz que con serenidad, y con constancia lograse que,
al menos a intervalos, se la escuchase más que al consabido bombo y a los platillos
estridentes.
La Vanguardia, sábado 24 de noviembre de 1923
ARTISTAS AMERICANOS. —Frank Lloyd, Norma Talmadge y Conway Tearle
[Frank Lloyd, director escocés afincado en Hollywood, conocido por “Cabalgata” (1933), “La
tragedia de la Bounty” (1935), “Pasión de libertad” (1940) y “Sangre en el sol” (1945). La foto
corresponde al rodaje de la película “Ashes of violence” (1923)]
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EL CINE DE LOS NIÑOS
Un puñado de distinguidísimos profesores franceses ha clamado a voz en grito su
indignación ante la adopción del cinematógrafo como auxiliar de la enseñanza en las
escuelas. Y duramente, rotundamente, han declarado su decisión de rechazar en
pedagogía todo procedimiento «artificial» que tienda a disminuir la labor de la
inteligencia para poner en juego solamente la memoria visual del niño.
Según este razonamiento, deberían suprimirse también de la enseñanza los mapas, las
esferas armilares y cuanto, en fin, muestra la materia a aprender de una manera gráfica.
Aun comprendiendo las razones que dan voz al clamor de tan ilustres pedagogos, aun
creyendo con ellos en el reino de la inteligencia sobre todos los reinos y repúblicas, no
podemos estar a su lado en este caso. El esfuerzo que en los años de la primera
enseñanza se exige del niño—que alcanza a rendirlo sólo por ser el primero que da—es
demasiado grande, demasiado desproporcionado con relación a todo lo que pueda hacer
durante el resto de su vida, para que no nos parezca de perlas cuanto pueda servirle de
grato auxilio o de dulce empujón, bien está, pues, el cine en la escuela si con cine ha de
ser menos dolorosa la iniciación a la ciencia... Además de que la inteligencia no se está
quieta porque se abran bien sus ventanitas, que son los ojos, y la imagen viene a ser
como prueba palpable del principio o fenómeno que el profesor va explicando en clase
de un modo abstracto, casi siempre aburrido y en ocasiones no tan claro como de desear
sería.
Además de que la escuela es cosa muerta, interregno sombrío cuando—lo que ocurre
con bastante frecuencia—no entra en ella la vida a borbotones. Y el cinematógrafo
puede aportar a la escuela una buena parte de esa vida. Puede mostrar al niño lejanías
que acaso no verán jamás sus ojos, o que tal vez le lleven por la fecunda ruta aventurera;
conducirle a través de calles y de plazas, darle a conocer montañas y valles, mares y
ríos, bravas costas y orillas apacibles, fuentes y lagos, jardines, parques, edificios
magníficos, cabañas pintorescas, llanuras vestidas de blanca nieve y trigos quemados
por el sol, abismos, ruinas de los tiempos y las glorias que fueron, volcanes, cataratas,
icebergs ... Más deprisa que merced a la lectura, o acaso, al par que ella, el horizonte del
niño se ensancha, se ensancha...
Y aun esto no es todo. Que enseñando al niño gráficamente lo qué es el vivir de otros
hombres y de otros niños, le enseñaríamos tal vez a amar al hermano lapón, con su
grotesco aspecto de lío de trapos. Y es, sobre toda cosa, meritorio contribuir a estrechar
la distancia cordial que separa al hombre de un país y al del país opuesto, al hombre de
una profesión y al del oficio contrario.
Bien está, pues, el cinematógrafo en la escuela... Más no es precisamente a éste al que
llamamos «cine de los niños». Al lado de la vida escolar, corre la otra vida del chico que
tan pocos grandes conocen: su vida imaginativa, fantástica de una potencia tal que para
si la quisieran la mayoría de nuestros poetas. Destruirla es una mutilación, y, por tanto,
un pecado; darle libre rienda, una imprudencia.
Al niño le basta un atisbo de cinematógrafo, de lectura, de arte—y es imposible y aún
perjudicial privarle de él en absoluto—para edificar en su imaginación mares y
montañas. Por esto nosotros quisiéramos que el atisbo que el cine le ofreciera fuese el
más bello, el mejor... En un día especial que los cines debieran dedicar al niño,
querríamos que desfilaran ante los ojazos de nuestros chiquillos todos los prodigios del
cuento, de la leyenda, de la narración maravillosa puestas en acción merced al no menor
prodigio de la técnica cinematográfica. También esto ensancharía el horizonte de la vida
del niño.
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Y las películas pasionales, y las policíacas y las basadas en novelas tontas o comedias
cursis, bajo siete llaves; bien lejos del atisbo del niño. Por supuesto, en unión de las
novelas de folletín y los engendros del astracán teatralero.
La Vanguardia, sábado 1 de diciembre de 1923
Ligrist, el precoz artista francés
Elleen Percy, en una de sus más famosas creaciones
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CHARLOT, SENTIMENTAL
Esta noticia de que Charlot va a ponerse serio, nos inquieta. Y aun nos hace sonreír
levemente recordando a algunos de nuestros marineros de las costas norteñas, lobos de
mar hechos a luchar con los elementos cuerpo a cuerpo y a salir en tal pelea victoriosos
muchas veces, hábiles en el manejo de la jarcia basta poder llamarse «reyes de las
cuerdas», amos después de Dios sobre las cuatro tablas de su barco... y que cifran todo
su orgullo, toda su regia honrilla en saber sostenerse arbitrariamente sobre la
antiestética, absurda e inútil bicicleta. Así este clown de los tiempos modernos que tuvo
durante largos años pendiente de sus grotescas contorsiones, de sus zapatos estrafalarios
y su genial bigotín la risa de los chicos y los grandes de América y de Europa, que en
abrir paso a un largo cortejo de imitadores dejó pequeño a Rubén Darío, que creó toda
una escuela de moderno histrionismo, pone ahora todo su empeño en convencernos de
que colocado en el terreno de lo sentimental alcanza a arrancar lágrimas de emoción
cinemática ni más ni menos que sus estrellas hermanas la Menichelli o la Bertini. Por él
y por sus admiradores lo sentimos. Porque ello no le eleva, sino antes al contrario le
resto valor a nuestras ojos.
Si fuéramos capaces de ponernos tan serios como el mismo Charlot en la hora actual,
trataríamos de desentrañar la psicología del arbitrario personaje diciendo que debe sus
mejores éxitos a ser una viviente paradoja. Porque en efecto: Charlot que hizo su
aparición y logró su triunfo entre la turbulenta pandilla de Los Ángeles, es latino,
francés; su primer apellido no es el jocoso Chaplin, que suena a golpe de platillos o a
raro instrumento jazzbandesco, que evoca la idea de un pobre hombre sometido a todos
los rigores del ridículo y que tiene el poder de hacer asomar una inevitable sonrisa de
compasivo desdén a nuestros labios, sino el muy alto y muy serio Spencer (nombre de
filósofo nos atreveríamos a decir si a nuestra vez cayéramos en la ridiculez de sentirnos
trascendentales y profundos). Charlot al que vemos aparecer siempre en la pantalla
vestido de grotescos harapos, miserable y hambriento, disputando la escudilla de su
comida a un can o buscando una colocación que pone a prueba su torpeza, gana los
codiciados dólares a espuertas y se los sorbe como agua, si es cierto el decir de sus
biógrafos. Charlot, en fin, que debe una buena parte de su fama al flexible junquillo y al
escaso bigotín, va completamente afeitado y no lleva bastón jamás, inglés en su ser real,
según nos dicen sus últimos retratos, un correcto gentleman, un casi Adonis, conjunto
de todas las elegancias masculinas...
Ahora estos rumores acerca de la paradoja viviente que es Charlot, rumores cuyo eco
ha trastornado el juicio a más de cuatro niños cinemáticos, se extiende hasta su ser
moral y, lo que es más de lamentar para nosotros—esto es, para su público, —a la parte
que de arte hay en su arte. Resulta ahora que Charlot no es un muchacho alegre e
ingenioso que se gasta muy a gusto los dólares que le valen sus geniales contorsiones y
cuya aspiración se ve colmada al unir en la misma carcajada aliviadora a los chicos y a
los grandes de América y de Europa.... No. Charlot es un sentimental, un pensador, un
amargado, que reniega de sus cabriolas y pone en su risa conejil mucho de la amargura
barata de aquella aria famosa «¡Ride pagliacci!...» Por eso Carlos Spencer Chaplin—
antes Charlot—quiere dedicarse desde ahora a filmar fotodramas.
Lo sentimos de veras. Porque la música italiana está algo trasnochada, porque de
esas complicaciones psicológicas se ha abusado ya un poco y, en fin, porque ese Charlot
sentimental para el dominio público no nos resulta ni poco ni mucho. ¡Hallábamos
un alivio tan grande en creer que la sinceridad en el trabajo, el amor a la propia
profesión pudieran haberse refugiado en el bigotín, los zapatones y el junquillo
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charlotescos! ¿Cómo podrán desde ahora arrancarnos la aliviadora, risa las muecas de
un Charlot pensador y amargado?
Entre las películas que no deben filmarse ponemos desde luego ésta de Charles
Chaplin, «Hamlet».
La Vanguardia, sábado 8 de diciembre de 1923
Una escena muy frecuente en las películas americanas
Pauline Garon
[Actriz canadiense que trabajó con Griffith y DeMille entre otros, habitualmente haciendo de
flapper, chica alocada de los 20]
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SIN LA PALABRA
Es indudable que en el cinematógrafo, arte naciente sin raíces de tradición aún, no está
todo, ni muchísimo menos, dicho todavía. Como también es indudable que su estricta
dependencia, del industrialismo que le da vida y ser, no es nada favorable a su libre
desarrollo como arte, en la muy noble y muy alta acepción de la palabra. Así cuando
soñamos en lo que el séptimo arte puede llegar a ser, lo vemos siempre ir sensiblemente
desligándose de ese industrialismo que es el que a un terreno rastrero le sujeta, para
elevarse por su propia cuenta, más aislado y más puro. Por ser ello visto desde nuestro
plano actual, tan raro, tan difícil y tan incomprensible, se nos antoja ver en ello el ideal
lejano de lo que pudiera ser el cine de mañana.
Más no todos piensan como nosotros. En el vivir apresurado del hoy uno de cuyos
aspectos el cine representa hay quien quisiera saltarse en un instante los años que aún le
faltan al cine para adquirir sabor de fruto pleno, y nos dice, con misterioso aparato de
gran descubrimiento que el cinematógrafo alcanzará la máxima perfección cuando haga
suyo lo que ahora le falta: la palabra. Oyendo esto nuestra sensibilidad estética se
estremece de horror ni más ni menos que ante cierta escenografía moderna por virtud de
la cual llueve en los escenarios agua de veras que moja la lana auténtica de corderitos de
verdad. Y nos refugiamos en el silencio; y evocamos con nostalgia la sencilla cortina
roja ante la que los humanos muñecos de Shakespeare se movían.
Además de que esto del cine parlante no es en modo alguno cosa nueva. Ya en 1895—
antes de que nosotros pudiéramos siquiera sospechar que el cine existiría ideó Edison el
modo de combinar un fonógrafo y un dispositivo de imágenes animadas. Más tarde se
repitieron los esfuerzos en este sentido, con éxito positivo algunas veces, pero nunca
artístico. En 1902 Mr. León Gaumont presentó por primera vez a la Sociedad Francesa
de Fotografía un aparato de cinematógrafo y fonógrafo que funcionaban unidos
eléctricamente. A partir de esta época la casa Gaumont consagró su mayor empeño a
perfeccionar este aparato al que, en la actualidad, no hay nada que pedir. Con todo el
respeto debido a sus inventores y a sus explotadores, y después de declarar que lo
hemos visto y oído y que funciona con rara precisión, diremos que sí hay que pedirle
una cosa: que se calle.
La palabra grande, la palabra hermosa, la palabra que es, según la justa y alta
expresión maragallesca «la mayor maravilla del mundo porque en ella se abrazan y
confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra
naturaleza», nada tiene que hacer en el cinematógrafo. El arte mudo debe seguir siendo
el arte mudo. (Muda es también la danza y la pintura y la escultura...) Uno de los
mayores atractivos del cine es el silencio.
Que sin la palabra hemos admirado en la pantalla la importante majestad de las
montañas y la serenidad augusta de las lejanas perspectivas, el albo encaje sutil de las
olas al morir en la playa, el correr de los regatos y el despeñarse de las cataratas...
Hemos visto también algunas veces—no tantas como quisiéramos nosotros—la
expresión de un dolor sincero y sobrio, como es el dolor de verdad, sin quejas ni
alaridos; el gozo retratado en unos ojos todo vida, en una boca ingenua, por ingenua
callada... Hemos visto comedias deliciosas, a las que nosotros poníamos en nuestra
imaginación, palabras adecuadas, que no eran precisamente las que los personajes
hubieran pronunciado, pero que, en cambio, tenían el valor de estar de acuerdo con
nuestro estado de ánimo. Y hemos visto producciones absurdas y tediosas que solo
gracias al silencio hemos podido soportar, ya que nos evitaba las absurdas y tediosas
palabras.... Y hemos huido por unos momentos al rebajamiento del chiste de mala ley y
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a la pesadilla del astracán reinante... No, no es siempre, por desgracia, «la mayor
maravilla» la palabra.
Baste recordar lo que acerca de ello dice Ortega y Gasset: «Ha mostrado el
cinematógrafo como basta con suprimir la voz de los hombres y el ruido de las cosas
para que la vida, aún la más vulgar, deslizándose tácita sobre la pantalla, adquiera un
inesperado dramatismo. Que el silencio parece aguzar todo y dotarlo de patéticas
vibraciones.»
La Vanguardia, sábado 15 de diciembre de 1923
John Barrymore y Nita Naldi
[John Barrymore, “el gran perfil”, famoso actor shakesperiano, abuelo de Drew Barrymore, sus
actuaciones más recordadas en “El hombre y la bestia” (1920), “Gran Hotel” (1932) y “Cena a
las ocho” (1933). Nita Naldi, vampiresa del cine mudo, conocida como “la Valentino
femenina”, su papel más famoso fue en “Sangre y Arena” (1922), con Rodolfo Valentino]
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DE CERCA
«De carne y hueso», debiéramos mejor decir, ya que estas gráficas palabras eran las
que rezaban los carteles. Y a juzgar por el tamaño de éstos, por el detonante colorido de
las letras que en ellos campeaban, y por la elevación de los precios que, en la parte
inferior de los susodichos carteles y en cifras muy menudas como avergonzadas de la
propia osadía, aparecían, se trataba de un acontecimiento. Nos referimos a la actuación
de unos artistas de la pantalla de los más justamente celebrados y que «en carne y
hueso» han dado algunas representaciones en uno de nuestros más concurridos teatros.
Y que «en carne y hueso»—lamentamos tener que decirlo también—han fracasado.
El caso no ofrece ninguna novedad. Se ha repetido cuantas veces ha querido explotarse
la popularidad de un artista cinematográfico para ofrecerlo al mismo público que en la
pantalla lo había hecho su ídolo, sobre las tablas y de cerca (sabido es que los ídolos,
con la proximidad, pierden, bastante). Lo observamos por vez primera en los días
anteriores a la gran guerra., cuando, en plena apoteosis de triunfo peliculesco, radiante
de juventud, de elegancia y de «vis cómica», apareció Max Linder en uno de nuestros
escenarios. Entonces como ahora, la impresión recibida por el público a los cinco
minutos de levantarse el telón y aparecer en las tablas el ídolo, podría traducirse con
solo una palabra: decepción... y no era entonces, indudablemente, que el chaquet
ribeteado de Max no fuera elegante, ni que sus genuflexiones y piruetas carecieran de
gracia, como no ha sido ahora que Elmire Pautier no sea linda ni que Rene Navarre no
resulta, con sus sienes nevadas, su cuerpo enjuto y su perfil de águila, un tipo de hombre
interesante. Entonces, como ahora, fue la frialdad del público al ver ante sí «en carne y
hueso», a sus ídolos lejanos, prueba indudable de la derrota de la realidad por la ilusión,
de lo palpable por la imaginado, de lo tangible y próximo por lo que nos parecía, dada
su lejanía, inaccesible.
El artista de cine—en su dominio, la pantalla—es el que goza, de popularidad más
efusivamente apasionada por parte de un público que la universalidad del lenguaje
mudo y la comodidad de los viajes «en film», hace ilimitado. Y más cuanto más
exótico, cuanto más lejano nos parece. Ni el más alto filósofo, ni el poeta más cercano
al alma de las multitudes reciben en un año las cartas que Douglas Fairbanks o Mabel
Normad reciben en un día. Porque es de notar (y en este momento me refiero al público
español, naturalmente), que en punto a despertar entre nosotros devociones, son los
americanos los que llevan la palma. Y entre ellos un actor japonés, Sessue Hayakawa, el
noble «samurai»... Y William S'Hart, el hombre del lejano Oeste...
Italianos y franceses, los que están más cerca de nosotros, nos importan menos.
Dijérase que en este caso los términos naturales se invierten y las figuras cuanto más
lejanas más se agrandan.
Además, el gesto del actor cinematográfico ha de parecemos por fuerza, en las tablas y
de cerca, exagerado; su mímica arbitraria.
Del mismo modo que la sobriedad de las actrices y actores de comedia, parece rigidez
en la pantalla. Hay una ley de proporciones que exige para cada manifestación de arte
un marco adecuado. No se aprecian desde la misma distancia los valores de un fresco
mural y los de una miniatura.
Por todo ello, y algo más, si fuéramos artistas cinematográficos, nos gustaría filmar
nuestras creaciones en la Polinesia. Y desde luego no caeríamos en la tentación de
perder nuestro prestigio de ídolos, mostrándonos al público entre bambalinas de
percalina descolorida, con la concha del apuntador limitando nuestro campo de acción,
y en toda la vulgaridad de los cercanos seres «de carne y hueso».
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La Vanguardia, sábado 22 de diciembre de 1923
Uno de los mejores studios de Norte-América
Betty Campson
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LA NOVELA EN EL CINE
Es tal la actual avalancha de novelas filmadas que a los puntos de la pluma acude,
fatalmente, el comentario. Porque las hemos visto y las sabemos por revistas y diarios
que a cosas de la pantalla se dedican, de todas cataduras y tendencias, desde el novelón
folletinesco (Los misterios de París), pasando por la novela pseudohistórica (Los tres
mosqueteros, Veinte años después) sin arredrarse ante la psicológica (Crainqueville, de
Anatole France) y llegando a la obra maestra (Don Quijote). Sin olvidar la novela mal
llamada moderna con vistas a la pornografía y cuyos títulos, por conciencia, callaremos.
Y aun dando lugar algunas, como Los tres mosqueteros, a dos ediciones, la francesa y la
americana, además de la correspondiente parodia, por añadidura. Confesemos que, salvo
inevitables y honrosas excepciones, la tendencia no es de nuestro gusto.
Si la novela fuera como algunos tratados de preceptiva rezan, «la narración de una
acción de carácter dramático expuesta, de ordinario, en lenguaje prosado, y
perteneciente a la época», acaso, teniendo en cuenta la preponderancia que la acción
adquiere en la pantalla, admitiéramos que entre el cine y la novela pudiese existir fusión
perfecta. Pero los tratados de preceptiva no son precisamente, por suerte para los que los
estudian, oráculos en materias de arte. En lugar ninguno como en la novela
«perteneciente a la época» nos atrae y arrebata la lírica. Nada sería la acción en la
novela si no estuviese vista a través del particular temperamento del novelista; ninguna
impresión nos causa su «lenguaje prosado» cuando no surge de esa cantera de maravilla
que se llama el estilo. Entre un mismo tema, una misma acción tratada por Gustavo
Flaubert o por Paul Feval, mediaría un abismo. Y lo misma que en el cine ¿Qué
quedaría a la Divina Comedia sin los versos de Dante? ¿Qué al milagro que es el
Quijote sin la sensación justa, clara, precisa que de la tierra y el espíritu castellano nos
dejó Cervantes en el monumento nacional? En cuanto a toda psicología que no sea una
faceta del alma misma del psicólogo: ¿cómo puede en la acción traducirse no siendo en
la imperfecta mueca? Porque si es verdad que el actor, en las tablas, interpreta con el
gesto los más complicados personajes, lo es también que por su boca hablan
directamente Shakespeare, Moliere, Calderón, Lope.
No, no; no nos gusta la novela en el cine. Y menos cuanto mejor sea ella. Pasamos por
Los tres mosqueteros—en modo alguno por los de Fairbanks, naturalmente—porque
ello nos da un argumento entretenido sin molestarnos en leer la prosa mediocre de
Alejandro Dumas; pero protestamos de que se lleve a la pantalla a un France, a un
Flaubert, a un Loti. Ello nos causa la misma sensación de fastidio que el tener
forzosamente que recordar la Marión, de Prevost o La Vida Bohemia, de Murger,
asociadas a la ratonera música de Puccini. Por suerte nuestra las novelas, las buenas
novelas de la literatura española son poco filmables, como han sido poco operables,
hasta ahora. Ello nos salva. (Excepción de Don Quijote con que por esas tierras de Dios
nos amenazan). Porque hay que aclarar que ciertas novelas españolas que en la pantalla
se nos ofrecen, están de antemano confeccionadas en fórmula adecuada a la pantalla. Y
como novelas y como films llevan en el pecado sobrada penitencia.
No parezca ello desdén hacia el séptimo arte. Antes, por el contrario, nos duele verlo
inclinarse hacia terreno que no es el suyo propio, porque lo consideramos sobrado de
recursos para atenerse a ecos. Buen ejemplo nos ha dado hasta ahora la producción
americana.
La Vanguardia, 29 de diciembre de 1923
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Un descanso durante la «filmación» de una película
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EL CINE Y LA MODA
Que un extranjero se maraville de la elegancia y de la majestad de nuestras grandes
damas, de la soltura y de la gracia—elegancia también, —de nuestras modistillas y
costureras, podrá muy bien no tener gran cosa de particular y aun parecer homenaje
obligado a la belleza de las mujeres del país acogedor, que es éste, por lo visto, uno de
los homenajes que más agradecen, aquí y en China, los países. Aun sin ser verdad, el
halago para con las mujeres es pecado tan leve, mentira tan piadosa, que se recibe
siempre con el mismo agradecimiento y con el mismo orgullo que si de la verdad mas
rotunda se tratara. No digamos nada en este caso en que al pregonar la gracia y la
elegancia de nuestras mujercitas barcelonesas no hay mentira ni halago: la más rotunda
de las verdades, sólo.
Pero es que en estos días he escuchado de labios extranjeros algo más peregrino... No
se trataba ya de alabar a nuestras mujeres, las altas o las bajas; de revelar a toque de
clarín su belleza, su elegancia o su gracia... Se hablaba del conjunto de la ciudad en
general, del aspecto de distinción que sus gentes revelan, de la elegancia pulcra y
despreocupada de sus hombres. Y mis dos amigos, el de Budapest y el de Berlín,
insistieron sobre este punto.
El de París «siempre francés», con sus bigotes engomados, su pechera brillante, su
«chaquet» y su roseta en el ojal, asentía callando.
Confieso que lo de la elegancia pulcra y despreocupada de mis conciudadanos me
causó relativa impresión. No había reparado nunca en ella ni me parecía digna de
incluirse en el programa de la «Atracción de Forasteros», la verdad sea dicho.
Pero mi alemán y mi húngaro parecían concederle una tan extraordinaria importancia,
y aún otorgarnos, merced a ello, una tan desusada superioridad que me vi obligado a
fijarme. Y a asentir en lo de la elegancia pulcra y despreocupada de nuestros
barceloneses «del montón». Pero a disentir en cuanto a las causas de esta
transformación con respecto al barcelonés de hace unos cuantos años. Porque ellos la
atribuían a la buena situación de la peseta, y yo a la influencia de las películas
norteamericanas en el cinematógrafo.
El «muchacho simpático» del cine es un tipo especial, de pura cepa americana. Se
aparta cuanto apartarse puede del «lechuguino», del «gomoso». La exquisitez
extravagante del «dandy» no se aviene con la simplicidad del gesto en la pantalla. El
muchacho cinemático no puede llevar cuellos rígidos ni pecheras duras, porque necesita
lucir algo mejor que los primores de su planchadora: su educación física, su agilidad.
Este muchacho cinemático lleva trajes de cien dólares y abrigos de doscientos, pero
tiene la rara facultad de olvidar lo que gasta, una vez lo ha pagado, y no concede
importancia mayor a la ropa. Alguna mas le merecen los deportes y el agua fría. Y el
conjunto de su físico, que acaso hace medio siglo hubiera podido parecer algo plebeyo,
da hoy la impresión de una verdadera y bien cimentada elegancia.
Yo no sé si realmente serán así todos los hombres de los Estados Unidos. Me figuro
que no. Lo que si sé es que en los Estados Unidos se ha inventado el tipo del
«muchacho simpático» cuya característica es la «elegancia pulcra y despreocupada». Y
que tal maña de exportación se han dado que un portugués, un francés o un italiano nos
parecen ya físicamente bichos raros junto a nuestros «ramblistas», que cualquiera diría
arrancados del mismo Broadway.
Y es que el cine acerca. Y es bueno y es loable todo aquello que sirve para acercar a
los pueblos y a los hombres.
La Vanguardia, sábado 5 de enero de 1924
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Thomas Meighan Rodolfo Valentino
Jack Stalt
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LOS NIÑOS DEL CINE
En estos días en que el viejo Noël, el alegre San Nicolás y los tres poéticos Reyes
Orientales siguen las rutas blancas para poner el oro, el incienso y la mirra, los dones
legendarios, los presentes de ilusión, allí donde la fe ingenua y santa, los merece y
aguarda, los rostros regordetes y encantadores de todos los chiquillos del mundo
adquieren, aún para muchas gentes que durante el resto del año suelen tenerlos
olvidados, actualidad viva y palpitante. Y los niños del cine, tan familiares ya para
chicos y grandes, son de los que aparecen esto año en primer término. Así, las grandes
revistas de cine dedican páginas enteras a enterarnos de que Jackie Coogan ha pedido al
barbudo Noël un oso de tamaño natural y un revólver para matarlo, al mismo tiempo; de
que Babby Peggy quiere un piano de verdad para su muñeca y Regine Dumien, a quien
los generosos viajeros han otorgado un oso blanco, un polichinela azul y dos muñecas
japonesas, reclama una máquina de escribir y una Kodak. La gacetilla de actualidad se
redondea con los inevitables detalles íntimos. Jackie pidió a sus papás ser actor de cine
para poder trabajar con Mary Pickford, única estrella a quien admiraba. Bebé Daniels no
se prepara para ninguna sesión ante el objetivo si precisamente no le dan su ración de
bombones de chocolate... El incidente, la anécdota sirven de relleno a páginas y páginas.
Y las buenas gentes sonríen, sonríen...
Porque, con tal motivo, en lugar de los habituales retratos de «vedettes» de picaresca
expresión, gran belleza y poco traje, las páginas cinemáticas muestran, al cinemático
lector unos rostros ingenuos, rebosantes de gracia y de inocencia, unas piernecillas
regordetas, unas figurillas que, no obstante la costumbre que las inmoviliza sabiamente
ante el para ellas familiar objetivo, parece como si desearan echar a correr e irse a jugar.
Son niños como los otros. Y en ellos reside su encanto mejor: en que son,
sencillamente, niños.
Un conocido cronista observaba no ha mucho como los niños y los perros son
elementos de éxito seguro en el cinematógrafo. La observación es justa. Apenas aparece
en la pantalla un mamoncillo que pernea en una cuna; apenas Baby o Jackie sufren una
desdicha o hacen una travesura las buenas gentes se enternecen, lloran o ríen, según
haya sido de hacerles reír o de hacerles llorar la intención del autor del escenario y la
del «metteur en scéne». Es el triunfo de la ingenuidad, elemento esencial en la pantalla,
de que hablamos en otro de estos comentarios. Es que nada repugna tanto en el cine
como lo rebuscado—los complicados dramones de procedencia italiana, o los films
cubistas amañados en Alemania son buena prueba de ello—ni nada agrada tanto como
lo natural, lo que da impresión de vida cálida y vivida: el salto de un pájaro, el balanceo
de una rama, el rodar, monte abajo, del agua, el reír, fresco y puro, de un niño.
Y como el cine es y debe ser principalmente vida, o reflejo de vida, la figura del niño
en la pantalla no nos causa tampoco la impresión penosa de cosa ajada, mustia,
descoyuntada y fuera de lugar, contrahecha y grotesca que la presencia del niño en el
tablado de la farsa nos impone.
Su figurilla tal cual en el lienzo la vemos, se mueve libre al parecer; nadie impone a
su memoria y a sus labios la tortura del repetir papagayescamente palabras que no
responden a sus propias, infantiles ideas; el marco que le rodea es de luz, de sol y de
aire libre; al aire libre efectúa, generalmente, su trabajo...
Por todo eso las gentes sonríen, con sonrisa buena cuando en la pantalla aparece la
figura de un niño; por eso a nosotros no nos inspiran piedad (como nos la inspiran sus
hermanos del circo o del teatro) los chiquillos del cine, sino cuando los cronistas nos
recuerdan que aquella labor toda gracia y espontaneidad se trasluce en cifras de tantos o
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de cuantos dólares. Porque entra entonces en ello el provecho de los grandes y ello es
cuestión un poquitín más seria.
Porque son los niños en el cine—como el agua que corre o el pájaro que salta—una
sonrisa que a la sonrisa llama. Pero es a condición de que no dejen de ser niños como
los otros. Sencillamente, niños.
La Vanguardia, sábado 12 de enero de 1924
May J. Mc. Awy
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LA RISA DE DOUG
Esta extraña muñeca del cutis de cera—que ni el estrago del maquillaje preciso para
la labor ante la pantalla es bastante a empañar,—de los ojos de almendra y la sonrisa
indescifrable, nos vino del Japón como los abanicos y las teteras ahora en moda, se
llama Tsuru Aoki,—lo que en su pintoresco idioma quiere decir «bien amada del
sol»,—y está casada con un «ex-samurai». El ex samurai rompió con tradiciones y
parientes, para hacerse célebre en el mundo entero. Es Sessue Hayakawa, astro del cine
y en unión de su esposa, la muñequita del cutis de cera, recorre Europa con gesto
imposible y actitud triunfal.
La chinesca pareja, que sigue considerándose de la más celeste nobleza, que al orgullo
de raza une ahora el de su arte, que lee y comenta a Shakespeare y odia los rascacielos y
los autobuses sobre todas las cosas, se dedica en su largo viaje a estudiar los grandes
progresos técnicos y especialmente la distinta psicología que anima el arte mudo de los
diversos países. Con una precisión de juicio que a nosotros—naturalmente—nos parece
por entero occidental, habla así, a su paso por Francia, la muñequita de los ojos de
almendra y la sonrisa indescifrable, que del Oriente se trajo el peliculesco astro ex
samurai:
«París me gusta mucho y me gustaría más si supiera hablar bien el francés. Los
edificios, sobre todo, son en la sencillez clásica de su arquitectura, un descanso para los
ojos, cansados de mirar los molestos rascacielos. Sólo sigue siendo antiestética la
precipitación de la gente que, aunque no tanto como en Londres y Nueva York, anda
aun con excesiva prisa. Pero el público francés es más gentil, más sereno y correcto que
el americano... En cuanto a la producción cinematográfica francesa, nos parece un
milagro. Nada menos ¿cómo con tan poco dinero pueden hacerse cosas tan bonitas?...
No obstante, los «films» franceses no gustarían en América, ni su orientación general
me parece adecuada a hacerlos triunfar, como los nuestros, en el mundo entero. Son
demasiado tristes, cuando no son excesivamente cómicos, y les falta, en lo serio, la
risa.»
Creemos que Mme. Hayakawa, conoce bien a fondo la cinematografía de uno y otro
país.
En la constelación cinemática de Los Ángeles, hay un actor mediocre que ha alcanzado
uno de los primeros puestos, sólo por su risa. Porque Douglas Fairbanks, a quien el
público de América y Europa conoce familiarmente con el nombre de Doug, no es
guapo, ni elegante, ni gracioso, ni original, ni buen actor siquiera. Es menos genial que
Charlot, más zafio que Max, más feo que Carlos Ray, se viste mucho peor que Tom
Moore, que Mehigan o Moreno... Sus cabriolas tienen escasa gracia. Sus características
dejan, en más de una ocasión, mucho que desear. Y, sin embargo...
En su cara un poco tosca, bastante incorrecta y no excesivamente expresiva, brota en
todo momento una risa franca, jovial, sana, de chiquillo travieso, ingenuo, satisfecho de
sí mismo y de los demás, del trabajo y de la vida. Y esa risa de Doug pudiera traducirse
como expresión del espíritu que anima la cinematografía americana, la cual tiene para
nosotros, hombres de los países viejos, y un poco más serios pero más complicados, el
innegable encanto de lo infantil, de lo ingenuo, de lo sencillo, de lo grato a los ojos y al
alma. Es «en lo serio, la risa» de que habla la perspicaz madame Hayakawa, «née»
Tsuru Aoki, «Bien amada del sol». Es, además, el triunfo de la naturalidad y de la vida
que es en el séptimo arte elemento esencial. No hay que olvidar que en la pantalla las
lágrimas se obtienen por procedimientos especiales, por conocidos trucos que forman
parte de la técnica del «métier».
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La risa, en cambio, brota franca, espontánea, sin artificiosas solicitaciones, y
espontánea y franca atrae también, por lo menos, la sonrisa del que la ve y no es poco
atraer.
Tal es, sin duda, el secreto de la superioridad y del éxito de la cinematografía
americana que la esposa de Sessue Hayakawa ha precisado con justeza que a nosotros
nos parece—naturalmente—del todo occidental. Todos sabemos que entre las mujeres,
condenadas en buena parte y para toda la vida a novio malhumorado o marido sesudo,
tiene sus mayores triunfos la franca risa de Douglas Fairbanks.
La Vanguardia, sábado 19 de enero de 1924
Mary Astor
[Actriz americana, recordada por su papel protagonista junto con Humphrey Bogart en la
legendaria “El Halcón Maltés” (1941)]
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EL PAISAJE EN EL CINE
Inclinados a ello, no sabemos si por el rigor de su clima que no les brinda el regalo
del sol y de la luz con frecuencia bastante, o por una especialísima y muy germánica
concepción de la estética, o por una exageración de aquel principio que dice como antes
que esperar la ocasión es preferible crearla, los alemanes que de artes de la pantalla
entienden y se ocupan, han hecho surgir una segunda naturaleza dentro de los estudios.
Nada falta al coronamiento de este esfuerzo que pudiéramos calificar de colosal, para
emplear una palabra netamente germánica; importantes montañas, en las que se
desarrolla el mítico ciclo de los Nibelungos, tranquilos lagos de transparentes aguas,
edificios ruinosos o flamantes de todas las épocas y países de la historia, bosques de
árboles trasplantados de todos los climas, calles y plazas de todas las ciudades surgen
como por arte de encantamiento al mágico conjuro del «metteur en scéne», de los
técnicos a su servicio y de las numerosas cuadrillas de los más hábiles obreros. Las
reconstrucciones se ejecutan a base de una minuciosidad estricta, fidelísima, sobre
fotografías del lugar reconstruido. Los marcos corren, corren, en rápido correr sólo
comparable al de su célebre descenso... Potentísimos focos eléctricos fingen el ardiente
sol de Arabia, o la luz espectral del Spitzberg; en la tormenta los rayos zigzaguean... Y
así merced al sucesivo montaje de los distintos escenarios que permite aparezca hoy un
castillo feudal, donde hubo ayer un canal de Venecia y donde surgirá mañana un templo
egipcio o un oasis africano, puede decirse justamente que el mundo cabe dentro de un
estudio cinematográfico. Y sin embargo...
A todo paisaje así sabiamente, técnicamente, fiel y minuciosamente reconstruido con
cartón piedra, maña, y dinero... en marcos o en dólares, le faltará siempre algo esencial
y único: «ser» el paisaje, tener el «alma» del paisaje.
El paisaje—y ahora hablamos siempre de paisaje real, naturalmente—es el elemento
primero del cinematógrafo. Cuando el cine nos da una sensación de verdadero arte, el
paisaje interviene seguramente en ella. Si a la pantalla hemos de agradecer algo más que
el momento de distracción pueril que los amoríos de una ingenua de guardarropía con
un «cow-boy» de mentirijillas nos ofrecen, será cuando nos dé la visión real de
horizontes soñados y no vistos, de perspectivas largo tiempo acariciadas con el
pensamiento, de ciudades, por lejanas, para nosotros imposibles...
Tiene además el paisaje en el cine la inapreciable ventaja sentimental y estética de
que no es una imitación de la naturaleza, sino la naturaleza misma. El parecido servil,
la seca exactitud que en pintura o literatura—arte—nos repugnan, son en la pantalla
directa evocación, en la que es el mismo espectador quien interpreta, a través del alma
propia, el alma del paisaje. Al técnico corresponde sólo el mérito, —no flojo,—de dar a
nuestros ojos cansados de sombra y de vulgaridad, paisajes con alma y horizontes
inundados de luz. La melancolía del argentado encaje de las olas al morir en la playa, la
impresión de misterio de los bosques profundos, la sensación de grandeza de las altas
montañas, la maravilla de la niebla al romperse, el vibrante canto de vida que es el salir
del sol, no pueden ofrecérnoslas montes de cartón piedra, soles eléctricos y árboles
trasplantados sin alma, raíces ni misterio real. Y cuanto más perfecta sea la imitación
peor, ya que entonces es mayor la insinceridad.
Confesamos, pues, que no nos entusiasma el colosal esfuerzo de los cinematografistas
alemanes al hacer surgir una segunda naturaleza dentro de las estudios.
Creemos más «colosal» y más espléndido ir a buscar el paisaje donde esté. En cambio,
aplaudimos cordialmente, fervorosamente, la empresa del poeta Rey Soto al llevar una
serie de películas de paisajes gallegos, a sus hermanos los desterrados de Galicia, que
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con la mente y el corazón puestos en la «terriña» luchan a brazo partido con la vida en
América. Empresa de poeta...
La Vanguardia, sábado 26 de enero de 1924
CURIOSO PARECIDO DE DOS ARTISTAS
Recientemente, George Melford que acaba de llevar a la pantalla la versión cinematográfica de la novela
«La luz que se extinguió» (The Light That Failed), del famoso poeta inglés Rudyard Kipling, descubrió
un sorprendente parecido entre dos intérpretes que toman parte en ella, Percy Marmont y Winston Mille.
Del parecido de ambos puede juzgar el lector par la fotografía que aquí aparece.
Julia Faye Charles de Roche
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INTERIORES
En su lenguaje, por gráfico y exacto intraducible al nuestro, más abstracto y retórico,
definen los ingleses el «home» como «una casa dotada de un corazón». Difícil nos sería
hallar palabras más aladas ni de más bello significado para definir lo que quisiéramos
que fuese nuestro hogar.
Hay que reconocer que en nuestra España, si hay casas «dotadas de un corazón» son
pocas, o los que las habitan ocultan lo mejor que puedan tan rara cualidad. En general,
como en casi todos los países meridionales, ricos de sol y amantes de lo externo, se vive
aquí un poco «a la diabla» que dicen los franceses, mirando siempre hacia afuera, con
vistas a la calle, pero con un marcado desdén a lo de dentro, a lo que ahora, tomando la
palabra de otros países en donde por existir la idea existía el vocablo, empezamos a
llamar «lo interior».
En nuestra tierra no ha habido hasta ahora interiores porque faltaba el culto a lo
interior. Había sí, casas ricas y aristocráticas alhajadas unas veces con esplendidez y
otras con gusto—no son factores que vayan siempre de la mano;—casas lamentables de
la clase media o de la burguesía adinerada en que los muebles baratos o caros pero
invariablemente «haciendo juego» se alineaban a lo largo de las paredes en formación,
por correcta, fastidiosa e irritante; casas, en mayor o menor grado, humildes, bien
arregladas unas, otras patas arriba, sucias las más, relucientes algunas cual tacitas de
plata... En unas como en otras hemos podido admirar muchas veces el instinto de orden
de nuestras mujeres y el buen gusto o la repleta bolsa de sus maridos; pero... La flor en
el vaso, el libro a medio abrir, el rinconcito familiar, en que la vida «vivida» pone un
amable desorden, la estampa querida colocada al alcance de los ojos golosos, la mesa
del trabajo junto al fuego y los chiquillos jugando en la mejor habitación, ¿dónde los
hemos visto? ¿Dónde hemos notado la sensación cálida que da a la casa el «estar dotada
de un corazón»?
Yo no sé si para los norteamericanos es el «home» lo que para sus hermanos mayores,
los ingleses. No sé por lo tanto si los interiores que en la pantalla se nos muestran son
fantasía de los escenógrafos o copia fiel de lo que es por tierras de Hollywood el vivir.
Lo que sí sé—sin que entre en ello cinefilia ninguna—es la influencia que la visión
repetida de amables, lindos, confortables y cálidos interiores ha ejercido sobre nuestra
gente, sobre nuestras mujeres sobre todo, modificando y aún creando en ellas el
concepto de lo interior. En la casa humilde, en la casa modesta, en que reina el espíritu
de las hijas—las madres siguen cifrando su orgullo ordenador en arrimar las sillas a las
paredes—empieza a observarse el primor del detalle; ya es regalo preciado para nuestras
mujeres el libro, la rosa o la estampa que sobre la mesa, en el vaso, o pendiente de la
pared, a la altura de lo ojos golosos, ponen algo del espíritu de quien los dio en la casa,
en esta casa de España a la que hasta ahora ha faltado, al parecer, el corazón.
Hay en las ventanitas cortinas sencillas y baratas de cuadros blancos y azules, que
visten con gracia ingenua la desnudez de los marcos de madera... En las sillas de paja,
las más pobres o las más vulgares, hay almohadones de gayos colorines que prestan al
conjunto una nota de comodidad y de color; hay, a la hora del yantar, flores esparcidas
sobre el albo mantel, y, junto al fuego, están agrupados los muebles de modo que
formen cálido rinconcito familiar. No faltan flores en la mesa de trabajo, y los niños no
juegan en el cuarto oscuro, sino en el mejor de la casa, a plena luz... Y esto en casas
donde antes no se sospechaba siquiera que pudieran existir tales refinamientos en el
culto del hogar. Porque la revista que de estas cosas habla es rara y no siempre
divertida. El cine, en cambio, cuesta poco y divierte. Es la revista, la enciclopedia por
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excelencia de los pobres. Si bien no estaría de más que, en este sentido, algunos ricos se
dieran una vuelta por él.
No sabemos si los interiores que en la pantalla se nos dan son fantasía del «metteur en
scéne» o copia del vivir de por allá. De uno u otro modo son algo grato y meritorio: una
ventana abierta para que nosotros, los meridionales, ricos de sol y amantes de lo
externo, atisbemos como es la casa cuando está «dotada de un corazón.»
La Vanguardia, sábado 2 de febrero de 1924
Jack Hoxie Estelle Taylor
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LAS TORTURAS DE LA CINEFILIA
Para el espectador sereno, consciente y reposado cuya imaginación busca, más que
motivo de discusión y apasionamiento, momentos de leve distracción en la pantalla, el
cinéfilo y el cinéfobo, concurrentes asiduos y fatales a todos los cinematógrafos,
resultan igualmente insoportables.
Y aun, acaso el menos molesto de los dos tipos—siendo el más antipático, —es el
cinéfobo. Se le conoce por su cara hosca, por el gesto furibundo con que contempla la
ligereza de ropa de las «estrellas» y las actitudes triunfadoras de los «astros», por el
soberano desdén que, según su cara de pocos amigos exterioriza, le merecen el
argumento, los intérpretes, la técnica y la «mise en scéne» de la película... Este desdén
fulmina sobre todo a los que al lado del cinéfobo alaban o, sencillamente, atienden.
Cuando nadie se fija en el cinéfobo, cuya misión consiste en la patente personificación
del desagrado, el cinéfobo tose, gruñe sordamente, o da inequívocos golpecitos en el
suelo con la contera del bastón, en son de protesta inconfundible. Más, de uno u otro
modo, hace poco ruido.
El cinéfilo es más peligroso para la tranquilidad de su vecino cinemático, el espectador
reposado y sereno. Porque el cinéfilo es un ser verboso y cordial ante todo. Es también
—en el alarde de su ciencia frívola, especial y modernísima—un poquitín pedante. El
entusiasmo que cuanto ocurre en la pantalla le produce, tiene que compartirlo con
cuantos le rodean, y el conocimiento que de «cosas del cine» le proporciona su continua
asistencia a los cinematógrafos, le autoriza a poner cátedra ante los concurrentes. Es el
señor que lee en voz alta los títulos, que recita los subtítulos en tono grave y patético o
jocoso y regocijado, según el asunto lo requiera, que nos descubre la técnica de los
«trucos» arrancándonos nuestra leve e inocente ilusión confiada... y sobre todo cómoda.
Es el que detrás de nosotros, o a nuestro lado relata el argumento de lo que estamos
viendo, nos aclara los puntos oscuros y nos anticipa el desenlace que él ya conoce o,
más perspicaz que nosotros, adivina. Es el que tutea y conoce por sus nombres de pila a
la Normand, la Swanson, la Pickford, la Clark, las Talmadge y demás vía láctea de la
actual cinematografía.
Es el que entre una y otra película en voz más baja y tono casi confidencial, nos cuenta
los divorcios sucesivos de las «estrellas» y nos hace el balance de los dólares que
«ellas» y «ellos» ganan con una mano y arrojan por la ventana con la otra. Es el que
conoce los rumores y comidillas de Los Ángeles tan bien por lo menos, como los
chismes de su portería...
Y en tanto el espectador sereno ha perdido la tarde. No ha logrado el reposo que
buscaba, pues tiene en la cabeza, un verdadero caos de nombres. No ha gozado de las
impensadas bellezas que pudiera ofrecerle el espectáculo: majestuosos paisajes, exóticas
costumbres, risueños interiores... La trama, más o menos ingeniosa, de las sucesivas
películas forma en su mente un conjunto estrafalario con las historias particulares, más o
menos fantásticas, de estrellas y «vedettes». Ve por todas partes dólares y divorcios... A
la natural fatiga de la vista después de una tarde de «cine» se une un insoportable
zumbido de oídos... ¿Quién dijo que el arte mudo no exigía recogimiento por parte de
los espectadores?
En tanto el cinéfobo acentúa, los golpecitos de la contera de su bastón y muestra la
expresión más hosca y furibunda de su repertorio. Pero ya en la calle, sonríe... Él no ha
perdido la tarde... Ha hecho acopio de argumentos para alimentar su «fobia» que, según
dicen, es cosa que acompaña mucho.
La Vanguardia, sábado 9 de febrero de 1924
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Marie Prevost
[Actriz canadiense, comenzó siendo chica Mack Sennett, y llegó a protagonizar dos películas de
Ernst Lubitsch “Three Women” (1924) y “Kiss Me Again” (1925)]
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LA PELÍCULA QUE NO VEREMOS
En su «Viaje por España» hace notar muy espiritualmente Teófilo Gautier cómo los
españoles son gente tan paradójica que se prende si se retrata al vivo lo bello, lo poético,
lo característico y original que hay en la tierra, y cuya máxima aspiración consiste en
prescindir de su propio color para sumarse al monótono gris de los demás países
europeos. No hay para qué decir que «lo bello y lo poético» de España eran para
Gautier, como para todos los viajeros franceses del siglo XIX, los toros y la inquisición,
los chulos y las majas, los rondadores poéticos, los bandoleros románticos, las batallas
campales al pie de las rejas floridas, las mujeres—¡éstas nuestras pasivas mujeres
españolas!—haciendo surgir la castiza navaja de la pimpante liga al más ligero desdén
de su «toreador...»
Tal vez estaban en lo cierto los viajeros franceses y ese sabor de España para la
exportación, que acaso la costumbre hace que nuestro paladar no alcance a percibir,
fuera la única razón estética de que España existiera.
Tal vez nuestros varios paisajes, la turquesa única de nuestro cielo y el perenne verdor
de nuestro suelo, nuestras obras inmortales de arte, nuestro teatro glorioso, nuestro
Quijote y nuestras catedrales no tengan suficiente color para diferenciarnos del
monótono gris... Mas, de todos modos, es muy de lamentar que, dándose una razón de
pura estética para el cultivo y fomento de la españolada, quede, por regla general, la
estética tan mal parada en ella. La anécdota de aquel inglés que por haber oído a un
mendigo ciego desafinar coplas arrimado a una esquina juraba haber visito a las doce
del día en Barcelona a un galán con la capa terciada, cantando canciones al son de la
guitarra y al pie de un florido balcón, da justa idea de hasta qué punto las telarañas
literarias enturbian la vista de los que nos visitan dispuestos a gozar a toda costa del
consabido «sabor español». No es de extrañar que luego, al traducir allá esas fidelísimas
impresiones, den por resultado los engendros grotescos que las españoladas suelen ser.
Grotesco es también que ello sea hecho por gentes que dicen admirarnos, que sí creen
halagarnos, y que en ello ponen la mejor—si bien pésimamente empleada—intención.
Todo esto explica sólo de modo relativo que cuando en los Estados Unidos existe hoy
una viva corriente de hispanofilia, y en sus universidades se estudia nuestra lengua y en
sus museos se compran a peso de oro nuestros cuadros, un «cinematografista» del
talento de Roussell caiga en la tentación, que es para nosotros una injuria, de filmar una
película como «Los oprimidos».
En este film, del que es protagonista una artista española que no hemos de nombrar,
los españoles no cantan, precisamente amores bajo los balcones floridos y al son de la
guitarra... No es ya sólo la españolada ridícula: es también la españolada ofensiva. Del
rojo suave hemos pasado al más tétrico negro. Los españoles atrabiliarios para uso de la
cinematografía yanki que conocíamos ya: Carlos López, los González y los Rodríguez
— ¿quién no recordará «El signo del zorro»?—interpretado de modo repugnante y
absurdo por artistas tan inteligentes y completos como William Hart o Mac Lean se
quedan tamañitos al lado de este duque de Alba cinemático, conjunto de todas las
maldades, capaz de toda crueldad y toda infamia... La ficción se desarrolla en Flandes,
durante la dominación española. La película transcurre siempre en profundos tonos de
rojo y negro; va de horror en horror. Los folletinescos personajes que rodean al duque
forman un coro digno de él... La prensa de París al anunciar esta producción decía que
al verla era imposible «dejar de admirar y de odiar».
¡Odiar, odiar! La expresión nos parece demasiado fuerte... De todos modos bastaría
para que renunciásemos desde luego a ver, ya una vulgar y arbitraria película, sino la
49
obra de arte más genial. Y ello aun cuanto nuestro odio debiera recaer en los
antropófagos o en los cazadores de cabezas. Por ello para nosotros es «Los oprimidos»
la película que no hemos de ver.
Acaso para esta misma especial y benévola disposición de nuestro ánimo, no podemos
guardar rencor a M.Roussell. Ni creemos que los yankis al recargar tanto las tintas en
nuestro retrato tengan intención de ofendernos... Antes al contrario, de que no nos
confundamos con el gris monótono, de que aparezcamos, según su observación
particular, a pleno color.
La Vanguardia, sábado 16 de febrero de 1924
Virginia Valli Reginald Denny
MARÍA LUZ MORALES, la primera crítica de cine
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MARÍA LUZ MORALES, la primera crítica de cine

  • 1. MARÍA LUZ MORALES LA 1ª CRÍTICA DE CINE Edición, textos, trascripción, corrección y notas: © Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2 ÍNDICE -María Luz Morales, crítica de cine...................................3 -Biografía...........................................................................5 -María Luz Morales, premio “a la lealtad acrisolada”....9 -Una mujer en la aventura profesional............................13 -“Felipe Centeno”...........................................................18 -Comentarios y reseñas....................................................21
  • 3. 3 MARÍA LUZ MORALES, CRÍTICA DE CINE Hubo un tiempo en que el cine estaba en palmitas, en el que la crítica cinematográfica estaba en palmitas. Un tiempo en el que la crítica todavía no era algo endogámico, egocéntrico, narcisista. Un tiempo ya lejano, extinto, en el que el cine era lo único importante, lo que daba sentido al acto de escribir, de comunicar, para los demás, no para uno mismo. Algo que debería ser la norma, y que en la actualidad, constituye la excepción. Pocas personas, críticos casi ninguno, conservan la inocencia, el utópico optimismo, de confiar, más bien creer, en la capacidad del cine como transformador social, como vehículo para transmitir ideas, valores. Sus infinitas posibilidades como instrumento educativo, que no adoctrinador, apenas si han sido exploradas, o de manera muy superficial, rebajándolo a vulgar ilustración temática, argumental, obviando la imagen, el sonido, el lenguaje. El cine lo ha invadido todo de tal manera que se ha convertido en algo invisible, prescindible. El placer de leer a una persona inteligente, lúcida, culta, antipretenciosa, mordaz, sarcástica, incisiva, que va reflexionando sobre la marcha mientras todo se va gestando, los años 20 y 30 (1924-1933), alguien que va descubriéndose a sí misma las inmensas posibilidades del cine, de la crítica, y que lo analiza desde todas las vertientes, incluida la sociológica, es algo impagable. Que esa persona sea una mujer es lo de menos, o debería de serlo, lo fundamental es que es muy buena, brillante, sin distinción de género. Pero lo que no se puede obviar es su dimensión histórica, como pionera, tanto en el ámbito de la crítica cinematográfica en España, el periodismo en general, como en el de la incorporación de la mujer a terrenos laborales hasta ese momento completamente vedados. De hecho era la única mujer en toda la redacción de La Vanguardia, firmando sus artículos con un seudónimo masculino, Felipe Centeno (F.C. las reseñas), personaje galdosiano, y la primera que, durante la guerra civil, ocupó el cargo de directora de un medio de gran tirada, y no destinado en exclusiva a las mujeres.
  • 4. 4 Por desgracia, la tragedia, también cultural, que supuso la Guerra Civil, el paso de la modernidad al medievo sin transición, cuyas consecuencias todavía arrastramos, sufrimos, gracias a la falta de valentía, de ambición, de los gobiernos socialistas, y a la política reaccionaria, anticultural, antieducativa, de los gobiernos conservadores, cortó de raíz la prometedora carrera de María Luz Morales, fue encarcelada y despojada del carné de periodista, que aventuro hubiera podido llegar a Ministra de Cultura como mínimo, y la de todas las mujeres españolas, que tuvieron que desandar a marchas forzadas todo el camino recorrido, labrado, centímetro a centímetro, hacia la igualdad de oportunidades reales, que tanto esfuerzo, renuncias, humillaciones, les había costado. Sirva esta recopilación de sus artículos de cine y reseñas escritos en La Vanguardia (que no han perdido un ápice de su vigencia, de su frescura, son perfectamente extrapolables a la situación actual, tanto del cine como de la crítica, se ve que la palabra evolución, progreso, asociada al cine, sobre todo a la crítica, carece de fundamento), como desagravio a una de las críticas/os más interesantes, importantes, en mi opinión la/el mejor, que ha dado este país, por desgracia completamente desconocida para el común de los cinéfilos, de los espectadores. A pesar de que en plena dictadura, en los años 50, acometió en solitario la titánica labor de redactar una de las mejores historias del cine que se ha editado nunca en este país, “El cine. Historia ilustrada del Séptimo Arte” (1950), además de colaborar en otra, “El cine. Desde Lumière hasta el Cinerama” (1965). Amén de encargarse de los intertítulos durante el mudo, posteriormente de las versiones españolas, de las películas de la Paramount. Labor que por supuesto jamás ha sido reconocida, valorada, ni tan siquiera por las propias críticas, presumo que sólo por desconocimiento, tan huérfanas de referentes cercanos, patrios. Susan Sontag, Kristin Thompson, tienen a quien parecerse.
  • 5. 5 BIOGRAFÍA A los 4 años María Luz Morales Godoy, nace en el seno de una familia acomodada en Marineda (La Coruña) el 23-04-1898 (el recuerdo de su infancia gallega aparece en su novela “Balcón al Atlántico”), al poco tiempo la familia, sobre 1910, se traslada a Barcelona, después de un breve periplo por Andalucía, donde frecuenta el Instituto de Cultura y Biblioteca Popular de la Dona (Mujer), institución creada por Francesca Bonnemaison, referente de la cultura para las mujeres durante esos años. También frecuenta el Ateneo Barcelonés, cursa estudios de Pedagogía y Filosofía y Letras en la universidad Nova, además de estudiar idiomas, inglés, francés, portugués, catalán e italiano, de los cuales luego haría numerosas traducciones. A la muerte de su padre, a finales de la primera guerra mundial, se ve obligada a trabajar por necesidades económicas, comenzando a escribir con apenas 21 años en publicaciones femeninas, siendo de las primeras mujeres dedicadas profesionalmente al periodismo junto con Carmen de Burgos, obteniendo en 1921 el puesto de directora de la revista “El hogar y la moda”, puesto obtenido gracias a un concurso al que mandó varios artículos. En 1923 comienza a colaborar en La Vanguardia, haciéndose cargo de la sección de cine, “Vida Cinematográfica” (17 de noviembre de 1923), bajo el seudónimo galdosiano Felipe Centeno. Gracias a estos artículos es contratada por la Paramount para la traducción de los intertítulos, posteriormente, ya durante el sonoro, se encargará de la asesoría literaria de las películas, de la redacción de textos, de supervisar las versiones españolas (la más conocida “Doña Mentiras” (1930), versión española de “The Lady lies”) y de dirigir las revistas de la Paramount (“Revista Paramount” y “Paramount Gráfico”). En 1926 comienza su colaboración con el diario madrileño El Sol, encargándose de una sección fija “La mujer, el niño y el hogar”, tratando de modernizar la hasta ese momento pacata, cursi, prensa destinada a las mujeres, teniendo habituales problemas con sus conservadoras, retrógradas, lectoras. Seguirá colaborando hasta 1934, fecha de cierre del diario.
  • 6. 6 Con las alumnas de la Residencia de señoritas de Barcelona En sus desplazamientos a Madrid se aloja en la Residencia de Señoritas de María de Maetzu, que además de albergue realiza todo tipo de actividades culturales. Posteriormente, junto con Gabriela Mistral, funda en Barcelona una institución similar, incluso realizan intercambios entre ellas, la Residencia de Señoritas de Barcelona, que dirigió en 1931, localizada en el Palacio de Pedralbes. En los años 30, deja de escribir sobre cine en La Vanguardia (sigue haciéndolo en la efímera revista (duró 25 números) “Imatges. Semanari Gráfic d´actualitat”, dirigida por Josep María Planas, en “Filmes Selectos. Semanario Cinematográfico Ilustrado”, dirigida por Tomás G. Larraya, y en Fotogramas) pasando a hacerlo sobre temas femeninos, moda, y teatro, en la sección “Teatros y Conciertos”, ya firmando con su propio nombre, lo que dada la importancia del teatro en la época, muy superior a la del cine, supuso una especie de ascenso. Con la llegada de la guerra civil el periódico es incautado por la Generalitat, tomando el control un comité obrero formado por representantes de talleres, redacción y administración, deciden elegir como director a un redactor, María Luz Morales, la única mujer de la redacción. Razón que la impedirá poder ser registrada como periodista al terminar la contienda, y que motivó que la detuvieran en 1940, por hacer avales para periodistas y ocultar perseguidos, dar cursillos en el Ateneo Enciclopédico Popular, centro cultural obrero de Barcelona, y haber formado parte del rodaje de la película de propaganda republicana “Sierra de Teruel” de Malraux en 1939, siendo recluida en un convento-cárcel, donde permanece encerrada 40 días. Una vez fuera, la prohíben ejercer como periodista y lo siguió haciendo con los seudónimos de Ariel y Jorge Marineda (lugar de nacimiento), principalmente en la revista Lecturas, en la que colabora desde sus orígenes. A partir de los años 50 vuelve a firmar crónicas sobre moda y teatro en varios diarios y revistas, entre ellos “Diario de Barcelona”, “El noticiero Universal”, “Hoja del Lunes”, “Mediterráneo”, y asume la presidencia del Círculo de Escritores de la Moda (de Escritores y no de Periodistas, para que pudiera ejercer su labor sin cortapisas ya que estaba vetada como periodista), sociedad dedicada a seguir las tendencias en la moda, organización patrocinada por el emergente sector de la confección.
  • 7. 7 Con Madame Curie Su presencia en cualquier acto dedicado a la moda, el teatro, o el cine, era habitual, siendo también asidua Cineclubista. También dio gran cantidad de conferencias (en 1932 colabora en la redacción del ciclo de conferencias sobre cine que se celebraron en la Universidad de Barcelona, y que supusieron la entrada por la puerta grande del cine en el ámbito universitario) seminarios, talleres, charlas, presentaciones, y fue co- fundadora de la Academia del Faro de Síntesis Cultural, miembro destacado del Instituto del Teatro de Barcelona, e integrante de la peña teatral Carlos Lemos desde 1960. Toda esta ingente producción periodística se complementa con múltiples traducciones, adaptaciones, de grandes clásicos de la literatura universal para niños, para las editoriales Araluce y Juventud (la primera traducción de “Peter Pan y Wendy” al español es suya, 1925) y de textos históricos para la editorial Surco, de la que era co- fundadora. A mayores escribió ensayos, antologías (“Libro de oro de la poesía en lengua castellana” (1970)), teatro (junto con Elisabeth Mulder, “Romance de media noche”, se estrenó en Bilbao, en el teatro Arriaga, en 1936), múltiples novelas tanto para niños como para adultos, siendo su novela más conocida “Historias del décimo círculo”, un conjunto de relatos ambientados en la Guerra Civil (la única de sus novelas llevada al cine es “El amor empieza en Sábado” (1958) Victorio Aguado), y la elaboración de dos enciclopedias, una de las primeras historias del cine ilustradas redactadas en España, y tres tomos de la enciclopedia de la moda de Salvat. También dirige la enciclopedia “Universitas” y “La enciclopedia del hogar”.
  • 8. 8 Con Gabriela Mistral Ya rehabilitada como periodista, el 24-01-1978, seguirá escribiendo artículos hasta el día de su muerte, 22-09-1980, haciendo honor al sobrenombre con el que era conocida popularmente, “la Gran Señora de la prensa”. Por todas estas actividades de difusión, divulgación, cultural, recibió numerosos premios, los más destacados: Premio al mejor artículo publicado en la Prensa periódica de Madrid y Barcelona, durante la Primera Fiesta del Libro, 1926, por el artículo “Elogios del libro”, publicado el 14-09-1926 en La Vanguardia, Medalla y Diploma de Caballero de las palmas Académicas de Francia (1956), Premio Nacional de teatro (1963), Premio Periodismo Eugenio d´Ors en 1970, Lazo de Dama de la Orden de la Reina Isabel la Católica (1971), Premio Ciudad de Barcelona en 1972, Premio Ramón Godolallana en 1973, además de la Lanzadera de honor del comité internacional textil, entre otros.
  • 9. 9 María Luz Morales, premio «a la lealtad acrisolada» Le fue concedido el lazo de Isabel la Católica en reconocimiento a sus cincuenta años de profesión periodística Un despacho, como tantos otros, pero tremendamente femenino. Un ramo de rosas, una mesa cubierta por un palmo de papeles amontonados, diplomas, premios. Un retrato de ella, en la época de «los felices veinte»: pelo corto, sonrisa entre pícara y tímida, un largo collar de perlas—«sautoir», los llamaban entonces—. Y en una mesita auxiliar, entre fotos de prensa y una «Moreneta» de esmaltes, una caja abierta, forrada de terciopelo: allí reposa el Lazo de Isabel a Católica, con su lema «A la lealtad acrisolada», reconocimiento oficial de cincuenta años de profesión. El lazo que le fue impuesto el pasado viernes, en el Palacete Albéniz, por el ministro de Información y Turismo. Es la primera mujer periodista a quien se le concede una condecoración. —Vamos, que todavía no sé por qué. Por los años, claro. Mi único orgullo es quizá que ha servido de precedente para todas vosotras, las demás mujeres periodistas. Me lo dijeron el martes pasado, y pensé que me lo impondrían con mucha otra gente. Pero no. Fue para mí sola. ¡Qué susto pasé, qué susto!
  • 10. 10 Las críticas de cine de «Felipe Centeno» — ¿Fue la pionera de las mujeres periodistas? —Sí. En mi época había escritoras, pero no periodistas, en el sentido activo de la palabra. Las mujeres escribían en los periódicos, en las revistas, pero no participaban en las tareas de un periódico como se hace hoy día. Quizá por ello no encontré nunca dificultades. Fui siempre aceptada cordialmente por mis compañeros, y encontrar un trabajo fue algo natural. No se puso pega a mi condición de mujer. Quizá parezca extraño, pero fue así. Acaso hoy en día os encontréis con más dificultades a la hora de ejercer vuestra profesión que en mi época. — ¿Cuáles fueron sus primeros pasos en el periodismo? —Dirigiendo «El Hogar y la Moda», revista en la que continúo colaborando habitualmente. Empecé poco después en «La Vanguardia», como colaboradora literaria, al mismo tiempo que ejercía como corresponsal de «El Sol» de Madrid, el periódico de la Intelectualidad. Después me llamaron para entrar en plantilla en «La Vanguardia», para hacer crítica de cine. Eso, en aquella época, era algo sin importancia, como muy poca cosa. Yo, que tenía muchas pretensiones, no quise poner mi firma al pie de algo tan nimio como la crítica de cine, y firmé con el seudónimo de «Felipe Centeno». — ¿Seudónimo de hombre? —Sí, era la costumbre de las mujeres en aquella época. Después pasé a hacer la crítica de teatro, algo mucho más importante y mejor visto, y lo hice ya con mi firma. La crítica teatral ha sido un poco el hilo de toda mi vida. He seguido haciéndola siempre, aunque me haya dedicado también a otras cosas. Es mi cargo ahora en el «Diario de Barcelona». La poesía es algo demasiado íntimo para ser publicado —En «La Vanguardia» llegó muy alto, y aquello fue muy doloroso para usted. —En efecto, en un momento difícil, al estallar la guerra Civil, me, vi obligada por mis compañeros a tomar la dirección del periódico, «Gaziel», huyó. La mía fue una misión de servicio al propio periódico, meramente profesional, y en modo alguno política, con el único fin de que pudiera aparecer cada mañana. Esta circunstancia me causó las dificultades inherentes a todos aquellos que durante esos tres años continuaron en sus puestos.
  • 11. 11 —¿Fue difícil encontrar un trabajo? —Después sí, desde luego. Me dediqué a trabajos editoriales, hasta que me llamó «El Diario de Barcelona», para dedicarme a la moda y al teatro. Sigo con el teatro, aunque la moda la voy dejando. Es un mundo complejo de intereses creados. —Ha cultivado todos los géneros. ¿También la poesía? —Sólo para la familia. No me siento capaz de publicar mi poesía. Es algo demasiado íntimo. He escrito novelas, como «Balcón al Atlántico», que se centra en La Coruña de mis padres, cuentos de guerra, como «Historias del décimo círculo», una historia de Polonia firmada con el seudónimo «Luzscienski» ensayo, como «Las Románticas», «Tres historias de amor de la Revolución Francesa», tantas cosas, en fin. No se trata de hacer un catálogo, ¿verdad? — ¿Ha pensado en escribir sus memorias? —No creo que lo haga. No me considero un personaje importante como para escribir mis memorias. Pero ahora estoy reviviendo recuerdos en el «Diario de Barcelona», en torno a gente que conocí Madame Curie, Keyserling, Gabriela Mistral, García Lorca. Esas son, en cierto modo, mis memorias. No las que hablan de mí, sino de la gente que, por circunstancias especiales, he conocido. — ¿Existe en usted una influencia gallega de su ciudad natal? —Yo soy una mezcla rara. Nada de saudades ni nostalgias gallegas, pero creo, en cambio, que mi fantasía, más que la reflexión, son célticas, y también mi gusto por un cierto misterio de la vida. Me gustan las brujas y los fantasmas, y eso, es típicamente gallego. Pero está templado por una educación y una formación estrictamente latina, mediterránea, la educación de la Barcelona a la que llegué en mi niñez. —Si pudiera, ¿volvería a empezar? —Sí, desde luego. Se aviene con mi inquietud, mi curiosidad. Me gustan las cosas espirituales, aunque sin profundizar demasiado, vivir el momento que pasa, captar la palpitación del tiempo. Creo que no llego a más, pero tampoco me gustaría ser menos.
  • 12. 12 María Luz Morales sigue hablando, contando que uno de los primeros artículos que escribió en «El Hogar y la Moda» se titulaba «¿Empleo o marido?» y que en él se preguntaba por qué era necesario para la mujer la elección entre tener un marido o trabajar, tal como se concebía —y se concibe— la situación de la mujer en la sociedad. —Yo siempre he tenido la casa llena de niños, he llevado una vida muy hogareña. Quizá por ello no haya hecho un tipo de periodismo que me hubiera gustado hacer. Siempre admiré a Sofía Casanovas, que hacía crónicas de guerra, en Polonia, cuando la guerra del 14. Y ahora siento también admiración por Oriana Fallacci, capaz de adentrarse en la selva del Vietnam. María Luz Morales, con su tranquila vivacidad, es una lección palpitante de buen hacer periodístico. Y es, además, una maravillosa mujer. Soledad BALAGUER, La Vanguardia, miércoles 16 de junio de 1971
  • 13. 13 Una mujer en la aventura profesional Si la mujer metida en política no ha proliferado en demasía, entre nosotros tampoco ha sido corriente encontrarla dedicada al quehacer intelectual y cultural que es algo distinto al hecho de escribir. Pues bien: de Galicia, precisamente la patria chica de Concepción Arenal, de Rosalía de Castro, de Emilia Pardo Bazán..., salió María Luz Morales, auténtica precursora, entre féminas, del oficio periodístico, de la dedicación editorial, de la autonomía intelectual y de quehaceres diversos de la cultura, aparte de su inspiración propia como escritora, vertida, sobre todo, en la literatura infantil y en la narrativa. María Luz llegó a los ocho años a Barcelona, con su familia, y aquí ha vivido siempre y aquí arrancó y creció su aventura. —María Luz, ¿damos un poquito marcha atrás? — ¿Por qué no? —Tú formabas parte del equipo de «El Sol» y tu firma se codeaba con la de hombres muy brillantes. Tu prestigio y tu solvencia literarios han estado y están de sobras reconocidos. Sin embargo, ¿puedes asegurar que tu condición femenina no tropezó con serias dificultades? —Yo no sé si fueron serias... En realidad, eran ya tiempos de evolución, de apertura... En España había repercusiones de los movimientos femeninos de otros países. Te diré que a mí, el concepto de «lo feminista» nunca me ha gustado ni convencido. Creo que hombres y mujeres, como seres humanos, tienen derecho a trabajar en aquello para lo que se sientan dotados. Pero «los ismos», ¡ni hablar! Ni feminismo, ni masculinismo. Hombres y mujeres, personas, como Dios nos ha hecho.
  • 14. 14 —Insisto... ¿tú no hubiste de usar un pseudónimo masculino como George Sand? —Bueno... Si te empeñas, no me quedará más remedio que confesarte que me costó poco trabajo ser admitida en la profesión periodística. Era el año 21 y entonces en algunos ambientes resultaba bastante impensable que una muchacha aspirase a matricularse en el Instituto de Segunda Enseñanza o en la Universidad: eso desde luego. Pero en mi caso, puedo decir que el periodismo lo inicié con suerte. Dos instituciones positivas —Entonces no había escuelas de periodismo, ¿dónde te formaste? —Yo debo mucho a una mujer: Paquita Bonnemaison de Verdaguer Callis, que fundó el «Instituí de Cultura per la Dona». En el bufete del abogado Verdaguer se hizo Cambó. Ella creó su centro docente sobre todo para abrir el mundo cultural a las obreras, pues era además bolsa de trabajo, pero lo empezamos a frecuentar con gran entusiasmo hijas de la burguesía y de las profesiones liberales. Se pagaba dos duros al mes. Después, se abrió una matrícula proporcionada a la cédula del cabeza de familia. —Por lo que me dices, en Barcelona cundía entonces cierta inquietud cultural... —La ciudad era vibrante y muy abierta hacia el exterior. Había gran resonancia europea, se recogían todas las corrientes extranjeras. Venían muchas compañías de teatro, muchos conferenciantes, etcétera. Al cabo de algunos años, la Exposición del 29 fue una maravilla. Después, en el 34, me cupo crear en el Palacio de Pedralbes, una residencia femenina de carácter internacional, como la de María de Maeztu, que se llamó de «señoritas estudiantes». Costaba veinticuatro duros al mes, todo comprendido, incluso coche diario a la plaza de la Universidad. Allí conocí a Gabriela Mistral, Madame Curie: dos mujeres Premio Nóbel. En la guerra, los extremistas se cargaron estas dos instituciones. La primera porque la sentían vinculada a la Lliga. Y la segunda porque se ve que eso de «señoritas estudiantes» no les gustaba absolutamente nada. En las cosas culturales no tendría que meterse nunca la política. El cine y la moda Nos hemos desviado del año 21, cuando iniciaste con suerte la profesión..., a tu decir... —Sí... Fue por un concurso que abrieron en «El Hogar y la Moda» para proveer la plaza de director que estaba vacante. Consistía en mandar unas crónicas de modas. Las mandé, gané y entré.
  • 15. 15 —Parece lo de Julio César. Pero seguimos sin saber lo del pseudónimo. —Eso fue estando ya en «La Vanguardia». Yo iba enviando artículos a este periódico. Recuerdo que el primero se titulaba «Las hadas vuelven» y versaba sobre teatro infantil. El año 23 me propusieron que me encargara de una página de cine que se iba a perfilar en la redacción al margen de la publicidad. Acepté y me pusieron en plantilla como redactora cinematográfica. Y ahí nació «Felipe Centeno». — ¿Para disimular las faldas? —Te aseguro que no. Fue simplemente por una conveniencia interior del periódico. Precisamente, no iban a pasar muchos años más sin que fueran mis propios compañeros quienes me hicieran acreedora, en un momento muy crítico, de una responsabilidad directiva que yo acepté por amor a la profesión y lealtad al oficio. Lo de Felipe Centeno vino de que entonces le ocurría al cine lo mismo que a la moda: nadie le concedía importancia y se pensaba que cualquiera podía comentarlo. Los propios corredores de anuncios hacían las críticas. ¡Un desbarajuste! Los periodistas serios no querían firmar las crónicas de cine, pero en «La Vanguardia» decidieron encomendarlo a un redactor que firmase con pseudónimo para evitarle molestias y ataques a su independencia. No querían que se supiese quién era. Luego fue del dominio público. Después, cuando murió Rodríguez Codolá, me pasaron a teatro, considerándolo un ascenso. —Posteriormente, se pudo demostrar que cine y moda no son tan parias... —Yo les doy todo el valor. El cine es de capital importancia en la historia del siglo XX. Y del análisis de una moda del vestir de una época, de un país, pueden deducirse muchas cosas. La humilde continuidad — ¿Lo de «El Sol» te vino por «La Vanguardia»? —Sí: por lo que escribía en «La Vanguardia». Me llamaron para que hiciera una página semanal titulada «La mujer, el niño y el hogar». Dejé la dirección de «El Hogar y la Moda», aunque seguí colaborando en él. En el centenario del Romanticismo, hablé mucho en mi página de las románticas, publicando luego un libro sobre ese tema. —El libro, los libros, el quehacer editorial, los clásicos para niños, Araluce, Salvat, etcétera, también han sido puntos destacables en tu tarea. —También están en mi vida, sin poder separarse de ella.
  • 16. 16 —María Luz, tú has hablado de lealtad al oficio, ¿qué es, ante todo, para ti, la lealtad del periodista? —Mira... ¡Cómo te lo explicaría yo! En un periodista puede bullir el escritor y por afán de perennidad, o por amor a determinados temas o, simplemente por mayor lucimiento, le cabe la tentación de dejar el periódico por los libros. Pues bien: el verdadero periodista no abandona nunca su oficio, sigue en la brecha contra cualquier tentación y sabe además que el oficio no lo da «más que el tener que hacerlo a pesar de todo». Se sabe que a tal hora, aquel artículo, crónica, crítica o información se ha de entregar pase lo que pase. Se tiene que dar con humildad, aunque haya salido más a nuestro disgusto que a nuestro gusto. No podemos corregir apenas. Nosotros, los periodistas, somos continuidad, humilde continuidad, un día, y al otro, y al otro..., y, claro, con humano riesgo de equivocarnos. —¿Tú has continuado siempre, a pesar del polifacetismo de tu pluma? —Yo, lo único que puedo decir de mí misma es que he estado siempre en la brecha. Un precedente Cincuenta años en la brecha. María Luz Morales celebró en 1971 sus Bodas de Oro con la profesión. Hace algunos años había celebrado las de Plata con la crítica teatral. El pasado 11 de junio, el ministro de Información y Turismo, don Alfredo Sánchez Bella le impuso el Lazo de Dama de la Orden de Isabel la Católica, en el curso de una cena, en el Palacete de Albéniz, a la que asistieron los directores de los medios informativos de Barcelona. «Por su lealtad acrisolada a 50 años de periodismo», rezaba la concesión. Después, el Círculo de Escritores de la Moda, que ella preside, le ofreció un homenaje íntimo. Hablamos de su serie publicada en «Diario de Barcelona», «Alguien a quien conocí», cuya segunda parte no tardará mucho en aparecer. — ¿Quiénes están en puerta? —En principio, tal vez Paul Valéry y André Malraux. Vemos en su despacho el diploma de las Palmas Académicas Francesas, el del Premio Eugenio d'Ors, entre otros, y una placa de plata de los Productores y Distribuidores Cinematográficos, mientras recordamos asimismo su pertenencia a la Academia del Faro de San Cristóbal. —Esta placa con fecha de 1971 es para mí un entrañable recuerdo de los tiempos heroicos de que te hablaba. Nos la dieron a José Palau, Sebastián Gasch y a mí, que fuimos los tres críticos de cine de entonces.
  • 17. 17 —María Luz, ¿1971 ha sido para ti un año radiante, después de algún tiempo en que quizá pudiste haberte sentido inmersa en la llamada «generación perdida»? —Sí. Ha sido un año muy feliz para mí. Me han pasado muchas cosas buenas. Tú sabes... El Premio Eugenio d'Ors de la Asociación de la Prensa... Es por juicio de los compañeros. Me conmovió. Y ése sí que era la primera vez que se concedía a una mujer. Como puedes suponer, me llenó de satisfacción sentar el precedente. María Pilar COMIN, La Vanguardia Española, miércoles 26 de enero de 1972
  • 18. 18 «FELIPE CENTENO» Hace ya tiempo un amigo que me asegura que sigue con interés (lo dice por puro cumplido; lo sé), mis «viajes sentimentales» por los cines de la ciudad, me preguntó curioso quién era ese Felipe Centeno que cito a menudo en mis evocaciones. Le informo que se trataba del pseudónimo periodístico de María Luz Morales. Quedó sorprendido: ¿Es posible que en los años veinte, en Barcelona una mujer ejerciera la crítica de cine? Ante su extrañeza fui yo quien quedó pasmado. Dudar que hace 50 años una mujer española pudiera dedicarse al periodismo y a la literatura cinematográfica, es algo así como la autodenuncia del total desconocimiento de la existencia de un puñado de mujeres dedicadas a la creación literaria, poética. Incluso política y social. Así mismo se lo dije. Es más, le pregunté: ¿Es que no te suenan los nombres de doña Emilia de Concha, de Rosalía, de Victoria, de Concepción, de Margarita, de Federica, de Dolores, de Caterina, de...? Pues mira, chico, varios de los apellidos ilustres que completan estos nombres de pila han sido aireados por Elisa Lamas en su columna semanal en «Destino». Y por cierto que Elisa ha armado bastante revuelo entre quienes tienen la estúpida pretensión de que todo eso de la promoción de la mujer española es cosa de hoy, de las nuevas generaciones. Has de saber —continué— que en su gabinete de trabajo, en su estudio, ante media docena de cuartillas, desde un escaño del Parlamento, o en un mitin monstruo en una plaza de toros, aquellas mujeres supieron demostrar su personalidad y sus facultades; incluso en épocas, circunstancias y sistemas políticos adversos a su forma de ser y de pensar. En aquellos días ésta era una manera de realizarse. Hoy los tiempos son otros y la mujer de nuestra época busca realizarse como modelo de «spot» para TV, bebiendo güisquis, fumando superlargos, trasnochando en Bocaccio, conduciendo un deportivo superserie o montando en una moto de «trial». Así compensan, las mediocres, su falta de facultades. Que no debemos confundir con una supuesta falta de oportunidades tantísimas veces alegada como excusa por los Incapaces. A un pobre chaval tartamudo le suspendieron en unas pruebas de locutor radiofónico. El muchacho aseguraba que lo habían eliminado por ser desafecto al Régimen. Si aquellas que he citado no se encararon con el hecho cinematográfico de manera pública y notoria, ni tan siquiera desde el punto de vista crítico y analítico, fue posiblemente debido a que el cine hace 50, 60 años se debatía en la encrucijada del
  • 19. 19 dilema del ser o no ser un arte cabal. Fueron aquéllos, días de vacilaciones, de ambigüedades, de incertidumbres, de dudas; de dudas todas ellas razonables. Algunos reparos aún subsisten en determinados medios. «Todavía no acabo de comprender por qué dais tanta importancia al cine. ¿No os dais cuenta que es un simple pasatiempo que cada vez se pone más aburrido y monótono?» Esto me fue dicho por un universitario en una tertulia de amigos y conocidos. El cine ¿es un arte?, ¿es una técnica?, ¿es una Industria?, ¿es un simple pasatiempo cada vez mas aburrido? La respuesta hace años fue dada. Un primer plano de Griffith, un trote de Rio Jim en su caballo bayo, una peripecia de Chaplin en un «set» de los estudios Keystone, fueron el relámpago revelador del arte nuevo. Los elegidos para propagar la buena nueva del prodigio surgieron de los reducidos grupos literarios, artísticos, Intelectuales. A lo mejor fue un periodista curioso y aventajado que adivinó la magia del hechizo multitudinario que se avecinaba. Es raro que todavía no se haya escrito la historia de la crítica cinematográfica. El cine, en sus Jovencísimos 75 años de edad es el arte que más papeles ha llenado y está llenando: monografías, historias, biografías, ensayos sobre sus etapas, escuelas, géneros, personajes. Pero faltan las páginas que nos informen sobre los críticos y tratadistas. ¿Quién fue el primero?, ¿un escritor?, ¿un poeta?, ¿un comentarista literario?, ¿un crítico de teatro?, ¿un padre de familia? A lo mejor —la solución correcta siempre es la más fácil de hallar—fue un redactor anónimo de un periódico humilde, al que su Jefa le ordenó tajante: «Oye tú, vete al cinematógrafo de la esquina y escribe lo que has visto. Hemos de llenar un espacio, pero no pases de una holandesa. A ver que me traes.» El día que un erudito Investigador se decida a escribir la historia de la crítica cinematográfica el primer capítulo, sin duda, se abrirá con Barcelona y entre los primeros nombres que deberá citar figurará el de «Felipe Centeno», es decir, el de María Luz Morales, quien empezó, en 1923 en «La Vanguardia» la excitante aventura de la crítica, del estudio, de la profundización en el fenómeno del cine. Sus cincuenta años de brega en el campo del periodismo analítico y creativo han sido compensados con el Premio Godo Lallana. 1973. Los amigos y compañeros han hablado, con tal motivo, de María Luz Morales. Pero temo que, poco se ha dicho de su actividad en el mundo del cine. María Luz sintonizó de inmediato con el arte nuevo. Militó en el grupo de aquellos jóvenes ilusionados que emborrachaban sus retinas a diario en las salas barcelonesas, Ferrán, Gasch, Palau, Jeroni de Moragas, María Luz iban de sorpresa en sorpresa. Un día era un plano de Murnau, otro, un gesto de Jannings, al siguiente el pasmo ante el decorado de «Caligari», enseguida el estremecimiento de las escaleras de Odesa y de pronto el llanto contenido del «Mammee», de Jolson, en un disco de sincronización... ¡Cuántas cosas estupendas! Todas ellas vividas intensamente en su día, en su justo momento, en el mismo meollo de la circunstancia que las creó, que las hizo posible. Verlo hoy en una filmoteca no es lo mismo. Falta el clima del instante de su eclosión. El Tapies expuesto ahora mismo en Gaspar, es uno; el que se contemplará dentro de 50 años en una sala de museo, siendo idéntico, será cabalmente otro. ¡Ojalá la ciencia lograra el milagro de la conservación y trasplante de retinas impresionadas! Pagaría lo que fuera para que me injertaran las de María Luz Morales, llenas de planos, de secuencias, de gestos, de luces antológicos de todo el cine universal. María Luz Morales colaboró con aquellos que en 1932 obligaron a que se abrieran de par en par las puertas del Aula Magna de nuestra Universidad para que el Cine entrara triunfalmente en sus claustros. «Nos tomaron por locos», recuerda a menudo María Luz Morales «Fue nuestra gran Ilusión», añade. «No creas... no éramos muchos en el
  • 20. 20 empeño: Díaz-Plaja, Palau, Cabot, Moragas... pero, eso sí, metimos bastante ruido y alboroto.» María Luz Morales colaboró en casi todas las revistas, especializadas de la época. Quiso conocer a fondo los secretos de la Industria y del comercio del cine y se incorporó en el Departamento literario de Paramount Films de Barcelona. Fue una experiencia llena de Interés. Conectó con los grandes de cine yanqui y supo de los sistemas de producción de Hollywood en los días de su máximo esplendor. De cuando los filmes Paramount eran «lo mejor del programa», otros eran «un Film Radio... naturalmente» y el león de la Metro se ponía de perfil después de un bostezo doblado de rugido. Pido a todos aquellos que tuvieron la dicha de poder vivir esta época, de poder gozar de la aventura del cine casi desde el principio, que nos leguen sus memorias, que nos permitan participar de sus recuerdos, que nos confiesen sus vivencias ante el descubrimiento de un filme de Pabst, ante un gesto de Greta, ante un gag de Keaton, ante una colosal «machine» de Cecilio Blount de Mille. Venga ya de una vez: explícate Gasch... cuenta Palau... evoca Ángel... Empieza tú, Mary Light. En 1923 te pusiste a la vanguardia de las mujeres periodistas con tus lúcidas y certeras críticas cinematográficas. Mantente en primera línea. Pon la holandesa en la underwood y empieza: «He visto algo maravilloso, increíble... una película en la que Charlot es un policía de Easy Street...» Sigue, por favor, todos te escuchamos. Especialmente este amigo que te aprecia y te admira. Jorge TORRAS, La Vanguardia Española, sábado 9 de junio de 1973
  • 22. 22 LA INGENUIDAD EN PANTALLA Lo único que puede disculpar la natural desmaña de lo bueno, de lo bello, de la atractiva ingenuidad, es que sea verdadera. Una ingenuidad artificiosa o afectada es, como una sinceridad falsa, algo absurdo y desde luego paradójico. A esto se debe, acaso, el hastío, la repugnancia que nos causa la ingenuidad en el teatro que, en cambio, parece constituir la obsesionante pesadilla de casi todas las actrices españolas. Y es lamentablemente cierto que esta grotesca ingenuidad de guardarropía, que se adereza con los últimos adelantos de la química, que habla a grititos, que brinca y salta lo mismo para expresar la alegría que el pesar, que se mueve incesantemente como impelida por resorte o víctima del baile de San Vito, se parece lo menos que parecerse puede a la desconfiada, torpe, a veces reposada y siempre adorable e inquietante ingenuidad de las ingenuas verdaderas. Y es que rara vez vemos en las tablas a una ingenua real. Ello es perfectamente comprensible. Como en las letras, no se dan, no pueden darse prodigios de precocidad en el teatro. Aunque los actores lo olviden con frecuencia, para interpretar a Shakespeare hay que ser capaz de comprender a Shakespeare y arder a su contacto en la misma llama viva que es el genio del dramaturgo inglés; para representar teatro de Lope hay que conocer a fondo la tradición gloriosa del teatro español. El teatro, en el que la palabra revela por boca de sus intérpretes toda la intensidad del pensamiento de los genios que fueron, no es arte de ingenuidad, sino de madurez. (Y las demás artes también. Los dedos prodigiosamente ágiles de ese niño que interpreta al piano una sonata de Beethoven, ¿nos traducen el alma de Beethoven, realmente?) De otra parte la penuria de las compañías teatrales, la intransigencia de los cómicos, convertidos todos en cabezas de ratón ¡hacen imposibles tantas cosas!... ¿Cómo una actriz capaz de expresarnos el alma tenebrosa de «lady Macbeth», dirá de un modo verosímil las palabras sencillas, ingenuas, de «Julieta» en la escena del balcón? Y he aquí que la ingenuidad, la grata y atrayente ingenuidad se ha refugiado en la pantalla. Por algo el séptimo arte, como llaman al cinematógrafo, tiene asentados sus reales en ese país joven y desmodadamente ingenuo que es Norte América. Porque a sus ingenuas—ingenuas silenciosas que no dan, por lo tanto, ridículos chillidos, que no saltan ni brincan sin motivo, que permanecen muchos instantes inmóviles, todas expresión, todas actitud de ingenuas verdad—debe la cinematografía americana sus mejores triunfos. El tropel gentil de cabecitas risueñas o pensativas, reflexivas o alocadas que formaron Margarita Clark, Mary Pickford, Mabel Normand, Norma y Constanza, Talmadge y tantas otras, se renueva sin cesar en manantial de ingenuidad fresca e inacabable... y estas ingenuas cuyas risas no escuchamos hacen asomar la sonrisa, a nuestros labios. Y en «ellos» se da un caso parecido: no conocemos tipo más cinematográfico—más psicológicamente fotogénico, podríamos decir—que el de ese muchacho del Oeste, torpe, desmañado, ingenuo de veras que atormenta el sombrero entre sus manos para declararse a la novia, y vence a su rival a puñetazos. A cada uno lo suyo. Arte intenso, sintético, el teatro, puede hallar en su medio de expresión—la palabra—toda la gama del sentir, del amor y el sufrir más complicado. (Lo que en la pantalla, al traducirse en gesto—véanse las películas italianas—llega a parecer grotesco). Y para el arte mudo, más ancho, más superficial, más real, por lo tanto, queda el representarnos con caracteres y actitudes reales la sana, la fresca, la atrayente ingenuidad.
  • 23. 23 La Vanguardia, sábado 17 de noviembre de 1923 Antonio Moreno, famoso artista español que reside en los Estados Unidos, con su esposa Mrs. Moreno [Daisy Canfield Danziger]. [Actor, y director, madrileño, galán del cine mudo que compartió pantalla con Gloria Swanson, Clara Bow, Pola Negri o Greta Garbo, con la llegada del sonoro su carrera entró en declive] La precoz y graciosa artista Baby Pegy
  • 24. 24 EL CINE Y LA CRÍTICA Así como en los que siguen, juzgan y comentan la vida política de una nación puede hacerse una distinción clara y absoluta entre el señor de sus ideas y el señor de su periódico—que es el que en el periódico habitual halla el molde de todas sus ideas,—en el público que sigue, comenta y vive la vida artística de una gran ciudad en todas sus manifestaciones más o menos puras, más o menos intensas, puede precisarse también la distinción entre público que mira, u oye, sencillamente, y público que, además de oír y de ver, lee. Salvo honrosas, pero contadas excepciones, en que el que mira u oye tiene criterio propio o, lo que vale más, sensibilidad fina, la sensación estética del señor que forma parte del primer grupo, suele pecar de rudimentaria y pasajera. Es el espectador inconsciente, uno de tantos, entre los muchos que van al teatro por «matar» la tarde del domingo; a la Exposición de pinturas por ver qué cuadro irá mejor con los muebles que piensan adquirir si sale bien el negocio que tienen entre manos; al concierto... a dormirse a la Biblioteca a disfrutar de la calefacción, y, en fin, al cinematógrafo a no perder ni un episodio en las películas de series. Es público que da su dinero, lo que ya es mucho, pero que no aporta en cambio ni un átomo de entusiasmo—lo que es mucho más—ni de refinamiento. Público, eso sí, incondicional, acude lo mismo a las audiciones de Beethoven que a escuchar los «cacharrescos» desmanes de los chicos del Jazz, y apenas si, entre Moliere y Muñoz Seca distingue cierta acentuación de su natural somnolencia en favor de este último. Es éste, público mutilado, con la peor mutilación, ya que falta en él la inteligencia. Si fuese único, si lo hubiese sido siempre, el arte limitado a su más ínfima categoría, la de simple espectáculo, no hubiese adelantado un paso. Y daría lo mismo ver a la mujer-cañón en una barraca de feria que asistir a una representación de «La vida es sueño». El otro público, el corriente, el que vive por entero la vida del arte, se alimenta, tanto como del arte mismo, de la crítica. No ya de la crítica meramente informativa y que podríamos llamar también fotográfica, sino de la otra, de la alta, de la noble, de la imprescindible crítica, de la que es expresión de un juicio inteligente o, lo que es más aun, percepción de la obra de arte a través de una sensibilidad exquisita. Quisiéramos por eso que todos los críticos fuesen poetas. Porque la tarea de la crítica es indispensable si el público ha de lograr la plena inteligencia, la fina sensibilidad, el claro juicio que para la percepción integral de la obra de arte se requiere. Siéndonos tan familiar la visión del árbol y el jardín: ¿hemos visto nunca en el jardín ni en el árbol lo que en ellos nos hicieron ver este cuadro, aquellos versos? Hasta ahora, y en todos los países en que existe, la producción cinematográfica no ha despertado ni aun rumores de crítica. Y no es, ciertamente, que no se hayan emborronado ya acerca del cine y de sus intérpretes tantas cuartillas como puedan formar el monumento de la crítica, literaria francesa, por ejemplo; mas sucede que el cine, arte nacido con carácter eminentemente industrial, arrastra consigo todo el pesado lastre del industrialismo, y así, antes que la crítica hubiese ni aun intentado atacarle, hubo ya de encontrarse con el bien templado escudo de «la réclame». Y he aquí como el bombo y los platillos de la propaganda «ad libitum» y del reclamo sin sentido común han ahogado la voz serena y clara de la crítica. Y sucede que al ver en un periódico o revista un artículo que se refiere al cine, ya sabemos de antemano que la cinta de que trate será una «superproducción» y «las ellas» y «los ellos» qué la interpreten serán nada menos qué estrellas y luceros del arte del silencio. (En ocasiones para mayor eficacia el reclamo se extiende a los más absurdos detalles de la vida privada del
  • 25. 25 artista...) Algunas veces se da el caso contrario; todo en el film de que se habla es francamente, detestablemente malo. Entonces es que actúan en el «contra-reclamo» (de algún modo le hemos de llamar) las pesetas de la casa productora rival. En uno y otro caso se nos quitan las ganas de leerlo. De este modo seguirá el cine subsistiendo exclusivamente para el público inconsciente que acude a él por matar la tarde del domingo... Pero sus posibilidades estéticas, que deben ser muchas, pues es arte que nació ayer, seguirán de todos ignoradas. Yo veo que ahora, que en todas partes se forman sociedades de «amigos del cine», si éstos lo son realmente del nuevo arte más que de las pesetas que el nuevo arte pueda proporcionarles, debería haber una voz que con serenidad, y con constancia lograse que, al menos a intervalos, se la escuchase más que al consabido bombo y a los platillos estridentes. La Vanguardia, sábado 24 de noviembre de 1923 ARTISTAS AMERICANOS. —Frank Lloyd, Norma Talmadge y Conway Tearle [Frank Lloyd, director escocés afincado en Hollywood, conocido por “Cabalgata” (1933), “La tragedia de la Bounty” (1935), “Pasión de libertad” (1940) y “Sangre en el sol” (1945). La foto corresponde al rodaje de la película “Ashes of violence” (1923)]
  • 26. 26 EL CINE DE LOS NIÑOS Un puñado de distinguidísimos profesores franceses ha clamado a voz en grito su indignación ante la adopción del cinematógrafo como auxiliar de la enseñanza en las escuelas. Y duramente, rotundamente, han declarado su decisión de rechazar en pedagogía todo procedimiento «artificial» que tienda a disminuir la labor de la inteligencia para poner en juego solamente la memoria visual del niño. Según este razonamiento, deberían suprimirse también de la enseñanza los mapas, las esferas armilares y cuanto, en fin, muestra la materia a aprender de una manera gráfica. Aun comprendiendo las razones que dan voz al clamor de tan ilustres pedagogos, aun creyendo con ellos en el reino de la inteligencia sobre todos los reinos y repúblicas, no podemos estar a su lado en este caso. El esfuerzo que en los años de la primera enseñanza se exige del niño—que alcanza a rendirlo sólo por ser el primero que da—es demasiado grande, demasiado desproporcionado con relación a todo lo que pueda hacer durante el resto de su vida, para que no nos parezca de perlas cuanto pueda servirle de grato auxilio o de dulce empujón, bien está, pues, el cine en la escuela si con cine ha de ser menos dolorosa la iniciación a la ciencia... Además de que la inteligencia no se está quieta porque se abran bien sus ventanitas, que son los ojos, y la imagen viene a ser como prueba palpable del principio o fenómeno que el profesor va explicando en clase de un modo abstracto, casi siempre aburrido y en ocasiones no tan claro como de desear sería. Además de que la escuela es cosa muerta, interregno sombrío cuando—lo que ocurre con bastante frecuencia—no entra en ella la vida a borbotones. Y el cinematógrafo puede aportar a la escuela una buena parte de esa vida. Puede mostrar al niño lejanías que acaso no verán jamás sus ojos, o que tal vez le lleven por la fecunda ruta aventurera; conducirle a través de calles y de plazas, darle a conocer montañas y valles, mares y ríos, bravas costas y orillas apacibles, fuentes y lagos, jardines, parques, edificios magníficos, cabañas pintorescas, llanuras vestidas de blanca nieve y trigos quemados por el sol, abismos, ruinas de los tiempos y las glorias que fueron, volcanes, cataratas, icebergs ... Más deprisa que merced a la lectura, o acaso, al par que ella, el horizonte del niño se ensancha, se ensancha... Y aun esto no es todo. Que enseñando al niño gráficamente lo qué es el vivir de otros hombres y de otros niños, le enseñaríamos tal vez a amar al hermano lapón, con su grotesco aspecto de lío de trapos. Y es, sobre toda cosa, meritorio contribuir a estrechar la distancia cordial que separa al hombre de un país y al del país opuesto, al hombre de una profesión y al del oficio contrario. Bien está, pues, el cinematógrafo en la escuela... Más no es precisamente a éste al que llamamos «cine de los niños». Al lado de la vida escolar, corre la otra vida del chico que tan pocos grandes conocen: su vida imaginativa, fantástica de una potencia tal que para si la quisieran la mayoría de nuestros poetas. Destruirla es una mutilación, y, por tanto, un pecado; darle libre rienda, una imprudencia. Al niño le basta un atisbo de cinematógrafo, de lectura, de arte—y es imposible y aún perjudicial privarle de él en absoluto—para edificar en su imaginación mares y montañas. Por esto nosotros quisiéramos que el atisbo que el cine le ofreciera fuese el más bello, el mejor... En un día especial que los cines debieran dedicar al niño, querríamos que desfilaran ante los ojazos de nuestros chiquillos todos los prodigios del cuento, de la leyenda, de la narración maravillosa puestas en acción merced al no menor prodigio de la técnica cinematográfica. También esto ensancharía el horizonte de la vida del niño.
  • 27. 27 Y las películas pasionales, y las policíacas y las basadas en novelas tontas o comedias cursis, bajo siete llaves; bien lejos del atisbo del niño. Por supuesto, en unión de las novelas de folletín y los engendros del astracán teatralero. La Vanguardia, sábado 1 de diciembre de 1923 Ligrist, el precoz artista francés Elleen Percy, en una de sus más famosas creaciones
  • 28. 28 CHARLOT, SENTIMENTAL Esta noticia de que Charlot va a ponerse serio, nos inquieta. Y aun nos hace sonreír levemente recordando a algunos de nuestros marineros de las costas norteñas, lobos de mar hechos a luchar con los elementos cuerpo a cuerpo y a salir en tal pelea victoriosos muchas veces, hábiles en el manejo de la jarcia basta poder llamarse «reyes de las cuerdas», amos después de Dios sobre las cuatro tablas de su barco... y que cifran todo su orgullo, toda su regia honrilla en saber sostenerse arbitrariamente sobre la antiestética, absurda e inútil bicicleta. Así este clown de los tiempos modernos que tuvo durante largos años pendiente de sus grotescas contorsiones, de sus zapatos estrafalarios y su genial bigotín la risa de los chicos y los grandes de América y de Europa, que en abrir paso a un largo cortejo de imitadores dejó pequeño a Rubén Darío, que creó toda una escuela de moderno histrionismo, pone ahora todo su empeño en convencernos de que colocado en el terreno de lo sentimental alcanza a arrancar lágrimas de emoción cinemática ni más ni menos que sus estrellas hermanas la Menichelli o la Bertini. Por él y por sus admiradores lo sentimos. Porque ello no le eleva, sino antes al contrario le resto valor a nuestras ojos. Si fuéramos capaces de ponernos tan serios como el mismo Charlot en la hora actual, trataríamos de desentrañar la psicología del arbitrario personaje diciendo que debe sus mejores éxitos a ser una viviente paradoja. Porque en efecto: Charlot que hizo su aparición y logró su triunfo entre la turbulenta pandilla de Los Ángeles, es latino, francés; su primer apellido no es el jocoso Chaplin, que suena a golpe de platillos o a raro instrumento jazzbandesco, que evoca la idea de un pobre hombre sometido a todos los rigores del ridículo y que tiene el poder de hacer asomar una inevitable sonrisa de compasivo desdén a nuestros labios, sino el muy alto y muy serio Spencer (nombre de filósofo nos atreveríamos a decir si a nuestra vez cayéramos en la ridiculez de sentirnos trascendentales y profundos). Charlot al que vemos aparecer siempre en la pantalla vestido de grotescos harapos, miserable y hambriento, disputando la escudilla de su comida a un can o buscando una colocación que pone a prueba su torpeza, gana los codiciados dólares a espuertas y se los sorbe como agua, si es cierto el decir de sus biógrafos. Charlot, en fin, que debe una buena parte de su fama al flexible junquillo y al escaso bigotín, va completamente afeitado y no lleva bastón jamás, inglés en su ser real, según nos dicen sus últimos retratos, un correcto gentleman, un casi Adonis, conjunto de todas las elegancias masculinas... Ahora estos rumores acerca de la paradoja viviente que es Charlot, rumores cuyo eco ha trastornado el juicio a más de cuatro niños cinemáticos, se extiende hasta su ser moral y, lo que es más de lamentar para nosotros—esto es, para su público, —a la parte que de arte hay en su arte. Resulta ahora que Charlot no es un muchacho alegre e ingenioso que se gasta muy a gusto los dólares que le valen sus geniales contorsiones y cuya aspiración se ve colmada al unir en la misma carcajada aliviadora a los chicos y a los grandes de América y de Europa.... No. Charlot es un sentimental, un pensador, un amargado, que reniega de sus cabriolas y pone en su risa conejil mucho de la amargura barata de aquella aria famosa «¡Ride pagliacci!...» Por eso Carlos Spencer Chaplin— antes Charlot—quiere dedicarse desde ahora a filmar fotodramas. Lo sentimos de veras. Porque la música italiana está algo trasnochada, porque de esas complicaciones psicológicas se ha abusado ya un poco y, en fin, porque ese Charlot sentimental para el dominio público no nos resulta ni poco ni mucho. ¡Hallábamos un alivio tan grande en creer que la sinceridad en el trabajo, el amor a la propia profesión pudieran haberse refugiado en el bigotín, los zapatones y el junquillo
  • 29. 29 charlotescos! ¿Cómo podrán desde ahora arrancarnos la aliviadora, risa las muecas de un Charlot pensador y amargado? Entre las películas que no deben filmarse ponemos desde luego ésta de Charles Chaplin, «Hamlet». La Vanguardia, sábado 8 de diciembre de 1923 Una escena muy frecuente en las películas americanas Pauline Garon [Actriz canadiense que trabajó con Griffith y DeMille entre otros, habitualmente haciendo de flapper, chica alocada de los 20]
  • 30. 30 SIN LA PALABRA Es indudable que en el cinematógrafo, arte naciente sin raíces de tradición aún, no está todo, ni muchísimo menos, dicho todavía. Como también es indudable que su estricta dependencia, del industrialismo que le da vida y ser, no es nada favorable a su libre desarrollo como arte, en la muy noble y muy alta acepción de la palabra. Así cuando soñamos en lo que el séptimo arte puede llegar a ser, lo vemos siempre ir sensiblemente desligándose de ese industrialismo que es el que a un terreno rastrero le sujeta, para elevarse por su propia cuenta, más aislado y más puro. Por ser ello visto desde nuestro plano actual, tan raro, tan difícil y tan incomprensible, se nos antoja ver en ello el ideal lejano de lo que pudiera ser el cine de mañana. Más no todos piensan como nosotros. En el vivir apresurado del hoy uno de cuyos aspectos el cine representa hay quien quisiera saltarse en un instante los años que aún le faltan al cine para adquirir sabor de fruto pleno, y nos dice, con misterioso aparato de gran descubrimiento que el cinematógrafo alcanzará la máxima perfección cuando haga suyo lo que ahora le falta: la palabra. Oyendo esto nuestra sensibilidad estética se estremece de horror ni más ni menos que ante cierta escenografía moderna por virtud de la cual llueve en los escenarios agua de veras que moja la lana auténtica de corderitos de verdad. Y nos refugiamos en el silencio; y evocamos con nostalgia la sencilla cortina roja ante la que los humanos muñecos de Shakespeare se movían. Además de que esto del cine parlante no es en modo alguno cosa nueva. Ya en 1895— antes de que nosotros pudiéramos siquiera sospechar que el cine existiría ideó Edison el modo de combinar un fonógrafo y un dispositivo de imágenes animadas. Más tarde se repitieron los esfuerzos en este sentido, con éxito positivo algunas veces, pero nunca artístico. En 1902 Mr. León Gaumont presentó por primera vez a la Sociedad Francesa de Fotografía un aparato de cinematógrafo y fonógrafo que funcionaban unidos eléctricamente. A partir de esta época la casa Gaumont consagró su mayor empeño a perfeccionar este aparato al que, en la actualidad, no hay nada que pedir. Con todo el respeto debido a sus inventores y a sus explotadores, y después de declarar que lo hemos visto y oído y que funciona con rara precisión, diremos que sí hay que pedirle una cosa: que se calle. La palabra grande, la palabra hermosa, la palabra que es, según la justa y alta expresión maragallesca «la mayor maravilla del mundo porque en ella se abrazan y confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza», nada tiene que hacer en el cinematógrafo. El arte mudo debe seguir siendo el arte mudo. (Muda es también la danza y la pintura y la escultura...) Uno de los mayores atractivos del cine es el silencio. Que sin la palabra hemos admirado en la pantalla la importante majestad de las montañas y la serenidad augusta de las lejanas perspectivas, el albo encaje sutil de las olas al morir en la playa, el correr de los regatos y el despeñarse de las cataratas... Hemos visto también algunas veces—no tantas como quisiéramos nosotros—la expresión de un dolor sincero y sobrio, como es el dolor de verdad, sin quejas ni alaridos; el gozo retratado en unos ojos todo vida, en una boca ingenua, por ingenua callada... Hemos visto comedias deliciosas, a las que nosotros poníamos en nuestra imaginación, palabras adecuadas, que no eran precisamente las que los personajes hubieran pronunciado, pero que, en cambio, tenían el valor de estar de acuerdo con nuestro estado de ánimo. Y hemos visto producciones absurdas y tediosas que solo gracias al silencio hemos podido soportar, ya que nos evitaba las absurdas y tediosas palabras.... Y hemos huido por unos momentos al rebajamiento del chiste de mala ley y
  • 31. 31 a la pesadilla del astracán reinante... No, no es siempre, por desgracia, «la mayor maravilla» la palabra. Baste recordar lo que acerca de ello dice Ortega y Gasset: «Ha mostrado el cinematógrafo como basta con suprimir la voz de los hombres y el ruido de las cosas para que la vida, aún la más vulgar, deslizándose tácita sobre la pantalla, adquiera un inesperado dramatismo. Que el silencio parece aguzar todo y dotarlo de patéticas vibraciones.» La Vanguardia, sábado 15 de diciembre de 1923 John Barrymore y Nita Naldi [John Barrymore, “el gran perfil”, famoso actor shakesperiano, abuelo de Drew Barrymore, sus actuaciones más recordadas en “El hombre y la bestia” (1920), “Gran Hotel” (1932) y “Cena a las ocho” (1933). Nita Naldi, vampiresa del cine mudo, conocida como “la Valentino femenina”, su papel más famoso fue en “Sangre y Arena” (1922), con Rodolfo Valentino]
  • 32. 32 DE CERCA «De carne y hueso», debiéramos mejor decir, ya que estas gráficas palabras eran las que rezaban los carteles. Y a juzgar por el tamaño de éstos, por el detonante colorido de las letras que en ellos campeaban, y por la elevación de los precios que, en la parte inferior de los susodichos carteles y en cifras muy menudas como avergonzadas de la propia osadía, aparecían, se trataba de un acontecimiento. Nos referimos a la actuación de unos artistas de la pantalla de los más justamente celebrados y que «en carne y hueso» han dado algunas representaciones en uno de nuestros más concurridos teatros. Y que «en carne y hueso»—lamentamos tener que decirlo también—han fracasado. El caso no ofrece ninguna novedad. Se ha repetido cuantas veces ha querido explotarse la popularidad de un artista cinematográfico para ofrecerlo al mismo público que en la pantalla lo había hecho su ídolo, sobre las tablas y de cerca (sabido es que los ídolos, con la proximidad, pierden, bastante). Lo observamos por vez primera en los días anteriores a la gran guerra., cuando, en plena apoteosis de triunfo peliculesco, radiante de juventud, de elegancia y de «vis cómica», apareció Max Linder en uno de nuestros escenarios. Entonces como ahora, la impresión recibida por el público a los cinco minutos de levantarse el telón y aparecer en las tablas el ídolo, podría traducirse con solo una palabra: decepción... y no era entonces, indudablemente, que el chaquet ribeteado de Max no fuera elegante, ni que sus genuflexiones y piruetas carecieran de gracia, como no ha sido ahora que Elmire Pautier no sea linda ni que Rene Navarre no resulta, con sus sienes nevadas, su cuerpo enjuto y su perfil de águila, un tipo de hombre interesante. Entonces, como ahora, fue la frialdad del público al ver ante sí «en carne y hueso», a sus ídolos lejanos, prueba indudable de la derrota de la realidad por la ilusión, de lo palpable por la imaginado, de lo tangible y próximo por lo que nos parecía, dada su lejanía, inaccesible. El artista de cine—en su dominio, la pantalla—es el que goza, de popularidad más efusivamente apasionada por parte de un público que la universalidad del lenguaje mudo y la comodidad de los viajes «en film», hace ilimitado. Y más cuanto más exótico, cuanto más lejano nos parece. Ni el más alto filósofo, ni el poeta más cercano al alma de las multitudes reciben en un año las cartas que Douglas Fairbanks o Mabel Normad reciben en un día. Porque es de notar (y en este momento me refiero al público español, naturalmente), que en punto a despertar entre nosotros devociones, son los americanos los que llevan la palma. Y entre ellos un actor japonés, Sessue Hayakawa, el noble «samurai»... Y William S'Hart, el hombre del lejano Oeste... Italianos y franceses, los que están más cerca de nosotros, nos importan menos. Dijérase que en este caso los términos naturales se invierten y las figuras cuanto más lejanas más se agrandan. Además, el gesto del actor cinematográfico ha de parecemos por fuerza, en las tablas y de cerca, exagerado; su mímica arbitraria. Del mismo modo que la sobriedad de las actrices y actores de comedia, parece rigidez en la pantalla. Hay una ley de proporciones que exige para cada manifestación de arte un marco adecuado. No se aprecian desde la misma distancia los valores de un fresco mural y los de una miniatura. Por todo ello, y algo más, si fuéramos artistas cinematográficos, nos gustaría filmar nuestras creaciones en la Polinesia. Y desde luego no caeríamos en la tentación de perder nuestro prestigio de ídolos, mostrándonos al público entre bambalinas de percalina descolorida, con la concha del apuntador limitando nuestro campo de acción, y en toda la vulgaridad de los cercanos seres «de carne y hueso».
  • 33. 33 La Vanguardia, sábado 22 de diciembre de 1923 Uno de los mejores studios de Norte-América Betty Campson
  • 34. 34 LA NOVELA EN EL CINE Es tal la actual avalancha de novelas filmadas que a los puntos de la pluma acude, fatalmente, el comentario. Porque las hemos visto y las sabemos por revistas y diarios que a cosas de la pantalla se dedican, de todas cataduras y tendencias, desde el novelón folletinesco (Los misterios de París), pasando por la novela pseudohistórica (Los tres mosqueteros, Veinte años después) sin arredrarse ante la psicológica (Crainqueville, de Anatole France) y llegando a la obra maestra (Don Quijote). Sin olvidar la novela mal llamada moderna con vistas a la pornografía y cuyos títulos, por conciencia, callaremos. Y aun dando lugar algunas, como Los tres mosqueteros, a dos ediciones, la francesa y la americana, además de la correspondiente parodia, por añadidura. Confesemos que, salvo inevitables y honrosas excepciones, la tendencia no es de nuestro gusto. Si la novela fuera como algunos tratados de preceptiva rezan, «la narración de una acción de carácter dramático expuesta, de ordinario, en lenguaje prosado, y perteneciente a la época», acaso, teniendo en cuenta la preponderancia que la acción adquiere en la pantalla, admitiéramos que entre el cine y la novela pudiese existir fusión perfecta. Pero los tratados de preceptiva no son precisamente, por suerte para los que los estudian, oráculos en materias de arte. En lugar ninguno como en la novela «perteneciente a la época» nos atrae y arrebata la lírica. Nada sería la acción en la novela si no estuviese vista a través del particular temperamento del novelista; ninguna impresión nos causa su «lenguaje prosado» cuando no surge de esa cantera de maravilla que se llama el estilo. Entre un mismo tema, una misma acción tratada por Gustavo Flaubert o por Paul Feval, mediaría un abismo. Y lo misma que en el cine ¿Qué quedaría a la Divina Comedia sin los versos de Dante? ¿Qué al milagro que es el Quijote sin la sensación justa, clara, precisa que de la tierra y el espíritu castellano nos dejó Cervantes en el monumento nacional? En cuanto a toda psicología que no sea una faceta del alma misma del psicólogo: ¿cómo puede en la acción traducirse no siendo en la imperfecta mueca? Porque si es verdad que el actor, en las tablas, interpreta con el gesto los más complicados personajes, lo es también que por su boca hablan directamente Shakespeare, Moliere, Calderón, Lope. No, no; no nos gusta la novela en el cine. Y menos cuanto mejor sea ella. Pasamos por Los tres mosqueteros—en modo alguno por los de Fairbanks, naturalmente—porque ello nos da un argumento entretenido sin molestarnos en leer la prosa mediocre de Alejandro Dumas; pero protestamos de que se lleve a la pantalla a un France, a un Flaubert, a un Loti. Ello nos causa la misma sensación de fastidio que el tener forzosamente que recordar la Marión, de Prevost o La Vida Bohemia, de Murger, asociadas a la ratonera música de Puccini. Por suerte nuestra las novelas, las buenas novelas de la literatura española son poco filmables, como han sido poco operables, hasta ahora. Ello nos salva. (Excepción de Don Quijote con que por esas tierras de Dios nos amenazan). Porque hay que aclarar que ciertas novelas españolas que en la pantalla se nos ofrecen, están de antemano confeccionadas en fórmula adecuada a la pantalla. Y como novelas y como films llevan en el pecado sobrada penitencia. No parezca ello desdén hacia el séptimo arte. Antes, por el contrario, nos duele verlo inclinarse hacia terreno que no es el suyo propio, porque lo consideramos sobrado de recursos para atenerse a ecos. Buen ejemplo nos ha dado hasta ahora la producción americana. La Vanguardia, 29 de diciembre de 1923
  • 35. 35 Un descanso durante la «filmación» de una película
  • 36. 36 EL CINE Y LA MODA Que un extranjero se maraville de la elegancia y de la majestad de nuestras grandes damas, de la soltura y de la gracia—elegancia también, —de nuestras modistillas y costureras, podrá muy bien no tener gran cosa de particular y aun parecer homenaje obligado a la belleza de las mujeres del país acogedor, que es éste, por lo visto, uno de los homenajes que más agradecen, aquí y en China, los países. Aun sin ser verdad, el halago para con las mujeres es pecado tan leve, mentira tan piadosa, que se recibe siempre con el mismo agradecimiento y con el mismo orgullo que si de la verdad mas rotunda se tratara. No digamos nada en este caso en que al pregonar la gracia y la elegancia de nuestras mujercitas barcelonesas no hay mentira ni halago: la más rotunda de las verdades, sólo. Pero es que en estos días he escuchado de labios extranjeros algo más peregrino... No se trataba ya de alabar a nuestras mujeres, las altas o las bajas; de revelar a toque de clarín su belleza, su elegancia o su gracia... Se hablaba del conjunto de la ciudad en general, del aspecto de distinción que sus gentes revelan, de la elegancia pulcra y despreocupada de sus hombres. Y mis dos amigos, el de Budapest y el de Berlín, insistieron sobre este punto. El de París «siempre francés», con sus bigotes engomados, su pechera brillante, su «chaquet» y su roseta en el ojal, asentía callando. Confieso que lo de la elegancia pulcra y despreocupada de mis conciudadanos me causó relativa impresión. No había reparado nunca en ella ni me parecía digna de incluirse en el programa de la «Atracción de Forasteros», la verdad sea dicho. Pero mi alemán y mi húngaro parecían concederle una tan extraordinaria importancia, y aún otorgarnos, merced a ello, una tan desusada superioridad que me vi obligado a fijarme. Y a asentir en lo de la elegancia pulcra y despreocupada de nuestros barceloneses «del montón». Pero a disentir en cuanto a las causas de esta transformación con respecto al barcelonés de hace unos cuantos años. Porque ellos la atribuían a la buena situación de la peseta, y yo a la influencia de las películas norteamericanas en el cinematógrafo. El «muchacho simpático» del cine es un tipo especial, de pura cepa americana. Se aparta cuanto apartarse puede del «lechuguino», del «gomoso». La exquisitez extravagante del «dandy» no se aviene con la simplicidad del gesto en la pantalla. El muchacho cinemático no puede llevar cuellos rígidos ni pecheras duras, porque necesita lucir algo mejor que los primores de su planchadora: su educación física, su agilidad. Este muchacho cinemático lleva trajes de cien dólares y abrigos de doscientos, pero tiene la rara facultad de olvidar lo que gasta, una vez lo ha pagado, y no concede importancia mayor a la ropa. Alguna mas le merecen los deportes y el agua fría. Y el conjunto de su físico, que acaso hace medio siglo hubiera podido parecer algo plebeyo, da hoy la impresión de una verdadera y bien cimentada elegancia. Yo no sé si realmente serán así todos los hombres de los Estados Unidos. Me figuro que no. Lo que si sé es que en los Estados Unidos se ha inventado el tipo del «muchacho simpático» cuya característica es la «elegancia pulcra y despreocupada». Y que tal maña de exportación se han dado que un portugués, un francés o un italiano nos parecen ya físicamente bichos raros junto a nuestros «ramblistas», que cualquiera diría arrancados del mismo Broadway. Y es que el cine acerca. Y es bueno y es loable todo aquello que sirve para acercar a los pueblos y a los hombres. La Vanguardia, sábado 5 de enero de 1924
  • 37. 37 Thomas Meighan Rodolfo Valentino Jack Stalt
  • 38. 38 LOS NIÑOS DEL CINE En estos días en que el viejo Noël, el alegre San Nicolás y los tres poéticos Reyes Orientales siguen las rutas blancas para poner el oro, el incienso y la mirra, los dones legendarios, los presentes de ilusión, allí donde la fe ingenua y santa, los merece y aguarda, los rostros regordetes y encantadores de todos los chiquillos del mundo adquieren, aún para muchas gentes que durante el resto del año suelen tenerlos olvidados, actualidad viva y palpitante. Y los niños del cine, tan familiares ya para chicos y grandes, son de los que aparecen esto año en primer término. Así, las grandes revistas de cine dedican páginas enteras a enterarnos de que Jackie Coogan ha pedido al barbudo Noël un oso de tamaño natural y un revólver para matarlo, al mismo tiempo; de que Babby Peggy quiere un piano de verdad para su muñeca y Regine Dumien, a quien los generosos viajeros han otorgado un oso blanco, un polichinela azul y dos muñecas japonesas, reclama una máquina de escribir y una Kodak. La gacetilla de actualidad se redondea con los inevitables detalles íntimos. Jackie pidió a sus papás ser actor de cine para poder trabajar con Mary Pickford, única estrella a quien admiraba. Bebé Daniels no se prepara para ninguna sesión ante el objetivo si precisamente no le dan su ración de bombones de chocolate... El incidente, la anécdota sirven de relleno a páginas y páginas. Y las buenas gentes sonríen, sonríen... Porque, con tal motivo, en lugar de los habituales retratos de «vedettes» de picaresca expresión, gran belleza y poco traje, las páginas cinemáticas muestran, al cinemático lector unos rostros ingenuos, rebosantes de gracia y de inocencia, unas piernecillas regordetas, unas figurillas que, no obstante la costumbre que las inmoviliza sabiamente ante el para ellas familiar objetivo, parece como si desearan echar a correr e irse a jugar. Son niños como los otros. Y en ellos reside su encanto mejor: en que son, sencillamente, niños. Un conocido cronista observaba no ha mucho como los niños y los perros son elementos de éxito seguro en el cinematógrafo. La observación es justa. Apenas aparece en la pantalla un mamoncillo que pernea en una cuna; apenas Baby o Jackie sufren una desdicha o hacen una travesura las buenas gentes se enternecen, lloran o ríen, según haya sido de hacerles reír o de hacerles llorar la intención del autor del escenario y la del «metteur en scéne». Es el triunfo de la ingenuidad, elemento esencial en la pantalla, de que hablamos en otro de estos comentarios. Es que nada repugna tanto en el cine como lo rebuscado—los complicados dramones de procedencia italiana, o los films cubistas amañados en Alemania son buena prueba de ello—ni nada agrada tanto como lo natural, lo que da impresión de vida cálida y vivida: el salto de un pájaro, el balanceo de una rama, el rodar, monte abajo, del agua, el reír, fresco y puro, de un niño. Y como el cine es y debe ser principalmente vida, o reflejo de vida, la figura del niño en la pantalla no nos causa tampoco la impresión penosa de cosa ajada, mustia, descoyuntada y fuera de lugar, contrahecha y grotesca que la presencia del niño en el tablado de la farsa nos impone. Su figurilla tal cual en el lienzo la vemos, se mueve libre al parecer; nadie impone a su memoria y a sus labios la tortura del repetir papagayescamente palabras que no responden a sus propias, infantiles ideas; el marco que le rodea es de luz, de sol y de aire libre; al aire libre efectúa, generalmente, su trabajo... Por todo eso las gentes sonríen, con sonrisa buena cuando en la pantalla aparece la figura de un niño; por eso a nosotros no nos inspiran piedad (como nos la inspiran sus hermanos del circo o del teatro) los chiquillos del cine, sino cuando los cronistas nos recuerdan que aquella labor toda gracia y espontaneidad se trasluce en cifras de tantos o
  • 39. 39 de cuantos dólares. Porque entra entonces en ello el provecho de los grandes y ello es cuestión un poquitín más seria. Porque son los niños en el cine—como el agua que corre o el pájaro que salta—una sonrisa que a la sonrisa llama. Pero es a condición de que no dejen de ser niños como los otros. Sencillamente, niños. La Vanguardia, sábado 12 de enero de 1924 May J. Mc. Awy
  • 40. 40 LA RISA DE DOUG Esta extraña muñeca del cutis de cera—que ni el estrago del maquillaje preciso para la labor ante la pantalla es bastante a empañar,—de los ojos de almendra y la sonrisa indescifrable, nos vino del Japón como los abanicos y las teteras ahora en moda, se llama Tsuru Aoki,—lo que en su pintoresco idioma quiere decir «bien amada del sol»,—y está casada con un «ex-samurai». El ex samurai rompió con tradiciones y parientes, para hacerse célebre en el mundo entero. Es Sessue Hayakawa, astro del cine y en unión de su esposa, la muñequita del cutis de cera, recorre Europa con gesto imposible y actitud triunfal. La chinesca pareja, que sigue considerándose de la más celeste nobleza, que al orgullo de raza une ahora el de su arte, que lee y comenta a Shakespeare y odia los rascacielos y los autobuses sobre todas las cosas, se dedica en su largo viaje a estudiar los grandes progresos técnicos y especialmente la distinta psicología que anima el arte mudo de los diversos países. Con una precisión de juicio que a nosotros—naturalmente—nos parece por entero occidental, habla así, a su paso por Francia, la muñequita de los ojos de almendra y la sonrisa indescifrable, que del Oriente se trajo el peliculesco astro ex samurai: «París me gusta mucho y me gustaría más si supiera hablar bien el francés. Los edificios, sobre todo, son en la sencillez clásica de su arquitectura, un descanso para los ojos, cansados de mirar los molestos rascacielos. Sólo sigue siendo antiestética la precipitación de la gente que, aunque no tanto como en Londres y Nueva York, anda aun con excesiva prisa. Pero el público francés es más gentil, más sereno y correcto que el americano... En cuanto a la producción cinematográfica francesa, nos parece un milagro. Nada menos ¿cómo con tan poco dinero pueden hacerse cosas tan bonitas?... No obstante, los «films» franceses no gustarían en América, ni su orientación general me parece adecuada a hacerlos triunfar, como los nuestros, en el mundo entero. Son demasiado tristes, cuando no son excesivamente cómicos, y les falta, en lo serio, la risa.» Creemos que Mme. Hayakawa, conoce bien a fondo la cinematografía de uno y otro país. En la constelación cinemática de Los Ángeles, hay un actor mediocre que ha alcanzado uno de los primeros puestos, sólo por su risa. Porque Douglas Fairbanks, a quien el público de América y Europa conoce familiarmente con el nombre de Doug, no es guapo, ni elegante, ni gracioso, ni original, ni buen actor siquiera. Es menos genial que Charlot, más zafio que Max, más feo que Carlos Ray, se viste mucho peor que Tom Moore, que Mehigan o Moreno... Sus cabriolas tienen escasa gracia. Sus características dejan, en más de una ocasión, mucho que desear. Y, sin embargo... En su cara un poco tosca, bastante incorrecta y no excesivamente expresiva, brota en todo momento una risa franca, jovial, sana, de chiquillo travieso, ingenuo, satisfecho de sí mismo y de los demás, del trabajo y de la vida. Y esa risa de Doug pudiera traducirse como expresión del espíritu que anima la cinematografía americana, la cual tiene para nosotros, hombres de los países viejos, y un poco más serios pero más complicados, el innegable encanto de lo infantil, de lo ingenuo, de lo sencillo, de lo grato a los ojos y al alma. Es «en lo serio, la risa» de que habla la perspicaz madame Hayakawa, «née» Tsuru Aoki, «Bien amada del sol». Es, además, el triunfo de la naturalidad y de la vida que es en el séptimo arte elemento esencial. No hay que olvidar que en la pantalla las lágrimas se obtienen por procedimientos especiales, por conocidos trucos que forman parte de la técnica del «métier».
  • 41. 41 La risa, en cambio, brota franca, espontánea, sin artificiosas solicitaciones, y espontánea y franca atrae también, por lo menos, la sonrisa del que la ve y no es poco atraer. Tal es, sin duda, el secreto de la superioridad y del éxito de la cinematografía americana que la esposa de Sessue Hayakawa ha precisado con justeza que a nosotros nos parece—naturalmente—del todo occidental. Todos sabemos que entre las mujeres, condenadas en buena parte y para toda la vida a novio malhumorado o marido sesudo, tiene sus mayores triunfos la franca risa de Douglas Fairbanks. La Vanguardia, sábado 19 de enero de 1924 Mary Astor [Actriz americana, recordada por su papel protagonista junto con Humphrey Bogart en la legendaria “El Halcón Maltés” (1941)]
  • 42. 42 EL PAISAJE EN EL CINE Inclinados a ello, no sabemos si por el rigor de su clima que no les brinda el regalo del sol y de la luz con frecuencia bastante, o por una especialísima y muy germánica concepción de la estética, o por una exageración de aquel principio que dice como antes que esperar la ocasión es preferible crearla, los alemanes que de artes de la pantalla entienden y se ocupan, han hecho surgir una segunda naturaleza dentro de los estudios. Nada falta al coronamiento de este esfuerzo que pudiéramos calificar de colosal, para emplear una palabra netamente germánica; importantes montañas, en las que se desarrolla el mítico ciclo de los Nibelungos, tranquilos lagos de transparentes aguas, edificios ruinosos o flamantes de todas las épocas y países de la historia, bosques de árboles trasplantados de todos los climas, calles y plazas de todas las ciudades surgen como por arte de encantamiento al mágico conjuro del «metteur en scéne», de los técnicos a su servicio y de las numerosas cuadrillas de los más hábiles obreros. Las reconstrucciones se ejecutan a base de una minuciosidad estricta, fidelísima, sobre fotografías del lugar reconstruido. Los marcos corren, corren, en rápido correr sólo comparable al de su célebre descenso... Potentísimos focos eléctricos fingen el ardiente sol de Arabia, o la luz espectral del Spitzberg; en la tormenta los rayos zigzaguean... Y así merced al sucesivo montaje de los distintos escenarios que permite aparezca hoy un castillo feudal, donde hubo ayer un canal de Venecia y donde surgirá mañana un templo egipcio o un oasis africano, puede decirse justamente que el mundo cabe dentro de un estudio cinematográfico. Y sin embargo... A todo paisaje así sabiamente, técnicamente, fiel y minuciosamente reconstruido con cartón piedra, maña, y dinero... en marcos o en dólares, le faltará siempre algo esencial y único: «ser» el paisaje, tener el «alma» del paisaje. El paisaje—y ahora hablamos siempre de paisaje real, naturalmente—es el elemento primero del cinematógrafo. Cuando el cine nos da una sensación de verdadero arte, el paisaje interviene seguramente en ella. Si a la pantalla hemos de agradecer algo más que el momento de distracción pueril que los amoríos de una ingenua de guardarropía con un «cow-boy» de mentirijillas nos ofrecen, será cuando nos dé la visión real de horizontes soñados y no vistos, de perspectivas largo tiempo acariciadas con el pensamiento, de ciudades, por lejanas, para nosotros imposibles... Tiene además el paisaje en el cine la inapreciable ventaja sentimental y estética de que no es una imitación de la naturaleza, sino la naturaleza misma. El parecido servil, la seca exactitud que en pintura o literatura—arte—nos repugnan, son en la pantalla directa evocación, en la que es el mismo espectador quien interpreta, a través del alma propia, el alma del paisaje. Al técnico corresponde sólo el mérito, —no flojo,—de dar a nuestros ojos cansados de sombra y de vulgaridad, paisajes con alma y horizontes inundados de luz. La melancolía del argentado encaje de las olas al morir en la playa, la impresión de misterio de los bosques profundos, la sensación de grandeza de las altas montañas, la maravilla de la niebla al romperse, el vibrante canto de vida que es el salir del sol, no pueden ofrecérnoslas montes de cartón piedra, soles eléctricos y árboles trasplantados sin alma, raíces ni misterio real. Y cuanto más perfecta sea la imitación peor, ya que entonces es mayor la insinceridad. Confesamos, pues, que no nos entusiasma el colosal esfuerzo de los cinematografistas alemanes al hacer surgir una segunda naturaleza dentro de las estudios. Creemos más «colosal» y más espléndido ir a buscar el paisaje donde esté. En cambio, aplaudimos cordialmente, fervorosamente, la empresa del poeta Rey Soto al llevar una serie de películas de paisajes gallegos, a sus hermanos los desterrados de Galicia, que
  • 43. 43 con la mente y el corazón puestos en la «terriña» luchan a brazo partido con la vida en América. Empresa de poeta... La Vanguardia, sábado 26 de enero de 1924 CURIOSO PARECIDO DE DOS ARTISTAS Recientemente, George Melford que acaba de llevar a la pantalla la versión cinematográfica de la novela «La luz que se extinguió» (The Light That Failed), del famoso poeta inglés Rudyard Kipling, descubrió un sorprendente parecido entre dos intérpretes que toman parte en ella, Percy Marmont y Winston Mille. Del parecido de ambos puede juzgar el lector par la fotografía que aquí aparece. Julia Faye Charles de Roche
  • 44. 44 INTERIORES En su lenguaje, por gráfico y exacto intraducible al nuestro, más abstracto y retórico, definen los ingleses el «home» como «una casa dotada de un corazón». Difícil nos sería hallar palabras más aladas ni de más bello significado para definir lo que quisiéramos que fuese nuestro hogar. Hay que reconocer que en nuestra España, si hay casas «dotadas de un corazón» son pocas, o los que las habitan ocultan lo mejor que puedan tan rara cualidad. En general, como en casi todos los países meridionales, ricos de sol y amantes de lo externo, se vive aquí un poco «a la diabla» que dicen los franceses, mirando siempre hacia afuera, con vistas a la calle, pero con un marcado desdén a lo de dentro, a lo que ahora, tomando la palabra de otros países en donde por existir la idea existía el vocablo, empezamos a llamar «lo interior». En nuestra tierra no ha habido hasta ahora interiores porque faltaba el culto a lo interior. Había sí, casas ricas y aristocráticas alhajadas unas veces con esplendidez y otras con gusto—no son factores que vayan siempre de la mano;—casas lamentables de la clase media o de la burguesía adinerada en que los muebles baratos o caros pero invariablemente «haciendo juego» se alineaban a lo largo de las paredes en formación, por correcta, fastidiosa e irritante; casas, en mayor o menor grado, humildes, bien arregladas unas, otras patas arriba, sucias las más, relucientes algunas cual tacitas de plata... En unas como en otras hemos podido admirar muchas veces el instinto de orden de nuestras mujeres y el buen gusto o la repleta bolsa de sus maridos; pero... La flor en el vaso, el libro a medio abrir, el rinconcito familiar, en que la vida «vivida» pone un amable desorden, la estampa querida colocada al alcance de los ojos golosos, la mesa del trabajo junto al fuego y los chiquillos jugando en la mejor habitación, ¿dónde los hemos visto? ¿Dónde hemos notado la sensación cálida que da a la casa el «estar dotada de un corazón»? Yo no sé si para los norteamericanos es el «home» lo que para sus hermanos mayores, los ingleses. No sé por lo tanto si los interiores que en la pantalla se nos muestran son fantasía de los escenógrafos o copia fiel de lo que es por tierras de Hollywood el vivir. Lo que sí sé—sin que entre en ello cinefilia ninguna—es la influencia que la visión repetida de amables, lindos, confortables y cálidos interiores ha ejercido sobre nuestra gente, sobre nuestras mujeres sobre todo, modificando y aún creando en ellas el concepto de lo interior. En la casa humilde, en la casa modesta, en que reina el espíritu de las hijas—las madres siguen cifrando su orgullo ordenador en arrimar las sillas a las paredes—empieza a observarse el primor del detalle; ya es regalo preciado para nuestras mujeres el libro, la rosa o la estampa que sobre la mesa, en el vaso, o pendiente de la pared, a la altura de lo ojos golosos, ponen algo del espíritu de quien los dio en la casa, en esta casa de España a la que hasta ahora ha faltado, al parecer, el corazón. Hay en las ventanitas cortinas sencillas y baratas de cuadros blancos y azules, que visten con gracia ingenua la desnudez de los marcos de madera... En las sillas de paja, las más pobres o las más vulgares, hay almohadones de gayos colorines que prestan al conjunto una nota de comodidad y de color; hay, a la hora del yantar, flores esparcidas sobre el albo mantel, y, junto al fuego, están agrupados los muebles de modo que formen cálido rinconcito familiar. No faltan flores en la mesa de trabajo, y los niños no juegan en el cuarto oscuro, sino en el mejor de la casa, a plena luz... Y esto en casas donde antes no se sospechaba siquiera que pudieran existir tales refinamientos en el culto del hogar. Porque la revista que de estas cosas habla es rara y no siempre divertida. El cine, en cambio, cuesta poco y divierte. Es la revista, la enciclopedia por
  • 45. 45 excelencia de los pobres. Si bien no estaría de más que, en este sentido, algunos ricos se dieran una vuelta por él. No sabemos si los interiores que en la pantalla se nos dan son fantasía del «metteur en scéne» o copia del vivir de por allá. De uno u otro modo son algo grato y meritorio: una ventana abierta para que nosotros, los meridionales, ricos de sol y amantes de lo externo, atisbemos como es la casa cuando está «dotada de un corazón.» La Vanguardia, sábado 2 de febrero de 1924 Jack Hoxie Estelle Taylor
  • 46. 46 LAS TORTURAS DE LA CINEFILIA Para el espectador sereno, consciente y reposado cuya imaginación busca, más que motivo de discusión y apasionamiento, momentos de leve distracción en la pantalla, el cinéfilo y el cinéfobo, concurrentes asiduos y fatales a todos los cinematógrafos, resultan igualmente insoportables. Y aun, acaso el menos molesto de los dos tipos—siendo el más antipático, —es el cinéfobo. Se le conoce por su cara hosca, por el gesto furibundo con que contempla la ligereza de ropa de las «estrellas» y las actitudes triunfadoras de los «astros», por el soberano desdén que, según su cara de pocos amigos exterioriza, le merecen el argumento, los intérpretes, la técnica y la «mise en scéne» de la película... Este desdén fulmina sobre todo a los que al lado del cinéfobo alaban o, sencillamente, atienden. Cuando nadie se fija en el cinéfobo, cuya misión consiste en la patente personificación del desagrado, el cinéfobo tose, gruñe sordamente, o da inequívocos golpecitos en el suelo con la contera del bastón, en son de protesta inconfundible. Más, de uno u otro modo, hace poco ruido. El cinéfilo es más peligroso para la tranquilidad de su vecino cinemático, el espectador reposado y sereno. Porque el cinéfilo es un ser verboso y cordial ante todo. Es también —en el alarde de su ciencia frívola, especial y modernísima—un poquitín pedante. El entusiasmo que cuanto ocurre en la pantalla le produce, tiene que compartirlo con cuantos le rodean, y el conocimiento que de «cosas del cine» le proporciona su continua asistencia a los cinematógrafos, le autoriza a poner cátedra ante los concurrentes. Es el señor que lee en voz alta los títulos, que recita los subtítulos en tono grave y patético o jocoso y regocijado, según el asunto lo requiera, que nos descubre la técnica de los «trucos» arrancándonos nuestra leve e inocente ilusión confiada... y sobre todo cómoda. Es el que detrás de nosotros, o a nuestro lado relata el argumento de lo que estamos viendo, nos aclara los puntos oscuros y nos anticipa el desenlace que él ya conoce o, más perspicaz que nosotros, adivina. Es el que tutea y conoce por sus nombres de pila a la Normand, la Swanson, la Pickford, la Clark, las Talmadge y demás vía láctea de la actual cinematografía. Es el que entre una y otra película en voz más baja y tono casi confidencial, nos cuenta los divorcios sucesivos de las «estrellas» y nos hace el balance de los dólares que «ellas» y «ellos» ganan con una mano y arrojan por la ventana con la otra. Es el que conoce los rumores y comidillas de Los Ángeles tan bien por lo menos, como los chismes de su portería... Y en tanto el espectador sereno ha perdido la tarde. No ha logrado el reposo que buscaba, pues tiene en la cabeza, un verdadero caos de nombres. No ha gozado de las impensadas bellezas que pudiera ofrecerle el espectáculo: majestuosos paisajes, exóticas costumbres, risueños interiores... La trama, más o menos ingeniosa, de las sucesivas películas forma en su mente un conjunto estrafalario con las historias particulares, más o menos fantásticas, de estrellas y «vedettes». Ve por todas partes dólares y divorcios... A la natural fatiga de la vista después de una tarde de «cine» se une un insoportable zumbido de oídos... ¿Quién dijo que el arte mudo no exigía recogimiento por parte de los espectadores? En tanto el cinéfobo acentúa, los golpecitos de la contera de su bastón y muestra la expresión más hosca y furibunda de su repertorio. Pero ya en la calle, sonríe... Él no ha perdido la tarde... Ha hecho acopio de argumentos para alimentar su «fobia» que, según dicen, es cosa que acompaña mucho. La Vanguardia, sábado 9 de febrero de 1924
  • 47. 47 Marie Prevost [Actriz canadiense, comenzó siendo chica Mack Sennett, y llegó a protagonizar dos películas de Ernst Lubitsch “Three Women” (1924) y “Kiss Me Again” (1925)]
  • 48. 48 LA PELÍCULA QUE NO VEREMOS En su «Viaje por España» hace notar muy espiritualmente Teófilo Gautier cómo los españoles son gente tan paradójica que se prende si se retrata al vivo lo bello, lo poético, lo característico y original que hay en la tierra, y cuya máxima aspiración consiste en prescindir de su propio color para sumarse al monótono gris de los demás países europeos. No hay para qué decir que «lo bello y lo poético» de España eran para Gautier, como para todos los viajeros franceses del siglo XIX, los toros y la inquisición, los chulos y las majas, los rondadores poéticos, los bandoleros románticos, las batallas campales al pie de las rejas floridas, las mujeres—¡éstas nuestras pasivas mujeres españolas!—haciendo surgir la castiza navaja de la pimpante liga al más ligero desdén de su «toreador...» Tal vez estaban en lo cierto los viajeros franceses y ese sabor de España para la exportación, que acaso la costumbre hace que nuestro paladar no alcance a percibir, fuera la única razón estética de que España existiera. Tal vez nuestros varios paisajes, la turquesa única de nuestro cielo y el perenne verdor de nuestro suelo, nuestras obras inmortales de arte, nuestro teatro glorioso, nuestro Quijote y nuestras catedrales no tengan suficiente color para diferenciarnos del monótono gris... Mas, de todos modos, es muy de lamentar que, dándose una razón de pura estética para el cultivo y fomento de la españolada, quede, por regla general, la estética tan mal parada en ella. La anécdota de aquel inglés que por haber oído a un mendigo ciego desafinar coplas arrimado a una esquina juraba haber visito a las doce del día en Barcelona a un galán con la capa terciada, cantando canciones al son de la guitarra y al pie de un florido balcón, da justa idea de hasta qué punto las telarañas literarias enturbian la vista de los que nos visitan dispuestos a gozar a toda costa del consabido «sabor español». No es de extrañar que luego, al traducir allá esas fidelísimas impresiones, den por resultado los engendros grotescos que las españoladas suelen ser. Grotesco es también que ello sea hecho por gentes que dicen admirarnos, que sí creen halagarnos, y que en ello ponen la mejor—si bien pésimamente empleada—intención. Todo esto explica sólo de modo relativo que cuando en los Estados Unidos existe hoy una viva corriente de hispanofilia, y en sus universidades se estudia nuestra lengua y en sus museos se compran a peso de oro nuestros cuadros, un «cinematografista» del talento de Roussell caiga en la tentación, que es para nosotros una injuria, de filmar una película como «Los oprimidos». En este film, del que es protagonista una artista española que no hemos de nombrar, los españoles no cantan, precisamente amores bajo los balcones floridos y al son de la guitarra... No es ya sólo la españolada ridícula: es también la españolada ofensiva. Del rojo suave hemos pasado al más tétrico negro. Los españoles atrabiliarios para uso de la cinematografía yanki que conocíamos ya: Carlos López, los González y los Rodríguez — ¿quién no recordará «El signo del zorro»?—interpretado de modo repugnante y absurdo por artistas tan inteligentes y completos como William Hart o Mac Lean se quedan tamañitos al lado de este duque de Alba cinemático, conjunto de todas las maldades, capaz de toda crueldad y toda infamia... La ficción se desarrolla en Flandes, durante la dominación española. La película transcurre siempre en profundos tonos de rojo y negro; va de horror en horror. Los folletinescos personajes que rodean al duque forman un coro digno de él... La prensa de París al anunciar esta producción decía que al verla era imposible «dejar de admirar y de odiar». ¡Odiar, odiar! La expresión nos parece demasiado fuerte... De todos modos bastaría para que renunciásemos desde luego a ver, ya una vulgar y arbitraria película, sino la
  • 49. 49 obra de arte más genial. Y ello aun cuanto nuestro odio debiera recaer en los antropófagos o en los cazadores de cabezas. Por ello para nosotros es «Los oprimidos» la película que no hemos de ver. Acaso para esta misma especial y benévola disposición de nuestro ánimo, no podemos guardar rencor a M.Roussell. Ni creemos que los yankis al recargar tanto las tintas en nuestro retrato tengan intención de ofendernos... Antes al contrario, de que no nos confundamos con el gris monótono, de que aparezcamos, según su observación particular, a pleno color. La Vanguardia, sábado 16 de febrero de 1924 Virginia Valli Reginald Denny