3. 3
UNA TRAGEDIA DELAÑO DOS MIL
HAY gentes que piensan que en el futuro la vida será un camino de rosas por
donde los hombres transitarán gracias a los adelantos de la ciencia, embriagados
de felicidad.
Otros piensan lo contrario. En el futuro los hombres habrán vuelto a la edad de
piedra por culpa de la fatídica guerra nuclear y bacteriológica, que lenta pero
inexorablemente se acerca a nuestras vidas. Los pocos que se salven volverán a
la miseria y la barbarie.
La realidad, sin embargo, será distinta. Dentro de cien años la vida de los
hombres será trágica, pero de otra manera.
Será así:
A las ocho de la mañana sonará el despertador y el ciudadano XYZ322 se
levantará con desgana de la cama, se preparará el Nescafé y lo tomará con el pan
Bimbo de todos los días. Luego se pondrá el abrigo, el único abrigo de su vida, y
besará a su mujer, que tendrá un olor hediondo a tabaco como todas las mañanas.
Bajará a la calle y cogerá el Metro. Cientos de bellas adolescentes entrarán y
saldrán del vagón del Metro, llenando al pobre XYZ322 de intolerable
desasosiego. Fichará en la oficina y se ocupará de ordenar unos datos contables
y económicos que le mostrarán los enormes beneficios de la empresa y que él no
puede compartir porque las subidas de sueldos están bloqueados por el
Gobierno.
Más tarde, en el comedor de la empresa, XYZ322 sufrirá varias taquicardias al
ver que de nuevo han aumentado el paro y la delincuencia. Mentalmente
calculará cuántos años le quedan para la jubilación que desea y odia porque
cuando llegue se hundirá un poco más en la miseria.
Al atardecer volverá a casa. De nuevo sentirá el intolerable desasosiego al ver
a las bellas adolescentes entrar y salir ahora abrazadas a unos jóvenes
impertinentes y agresivos.
En casa pondrá la televisión y recordará los relatos que su abuelo le hacía de la
televisión de otros tiempos, cuando la televisión la dirigía una tal Pilar Miró.
Por fin se acostará junto a su eterna esposa y sentirá con tristeza cómo los dos
han retirado rápidamente los pies al sentir su mutuo contacto.
Se dormirá por fin y ni siquiera será capaz de tener sueños. Y de nuevo sonará
el despertador y volverá a repetir lo que hizo el día anterior y lo que seguirá
haciendo el resto de sus días.
Esa será la vida trágica de un hombre del futuro. Como la vida de ahora, como
la necia vida de siempre.
4. 4
PERFECCIÓN INTELECTUAL
HARTO de negocios sucios (ajenos): harto de las prostituciones físicas e
ideológicas de las poderosas y los poderosos; de la mentira del arte oficial; de oír
palabras solemnes e hinchadas, llenas ni siquiera de aire sino de anhídrido
carbónico adulterado; harto de contemplar las zancadillas entre los eruditos y los
intelectuales (sic) para conseguir la gloria efímera de calentar un sillón de la
Academia con sus escuálidas y dóciles, a la ley de la gravedad, nalgas, un día,
XYZ, harto de todo eso, como digo, huyó de sus pestilencias y quiso refugiarse
en los consuelos de las verdades de la ciencia, y no en los brazos de Dios porque
sus convicciones (las de XYZ) se lo impedían.
“En la ciencia está la verdad. La ciencia no admite trampas ni vanidades, ni
falsedades ni engaños” —se decía a sí mismo XYZ cuando se dirigía al instituto
oficial en el que ingresó con la humilde condición de hermano aprendiz lego.
Seis días después de su admisión contempló aterrado que de una selva había
pasado a una jungla. En aquel centro de la ciencia no se buscaba ninguna verdad
porque se carecía de medios para poder encontrarla y la única verdad que
buscaban sus ocupantes era la de los sueldos fijos, los quinquenios, las dietas,
los sobres clandestinos, los viajes a convenciones científicas en las que no se
enteraban de nada porque apenas si balbuceaban dos o tres palabras en inglés.
XYZ abandonó también aquel centro de sabiduría oficial y se fue a uno de los
espléndidos y desérticos páramos que adornan por doquier nuestra patria. Su
virtud y su amor a la verdad se hicieron famosos en la comarca y pronto miles de
fanáticos mentecatos empezaron a llamarle santo, XYZ intentó explicar a la
multitud de idólatras que él sólo era un hombre, pero no le hicieron caso. XYZ y
las hordas de admirados devotos acabaron discutiendo y llegaron a las manos.
Después de la lucha sus despojos se distribuyeron como reliquias entre los
adoradores de su santidad. Pasados quince días ya se pagaban precios
astronómicos por sus restos en los mercados y las subastas que se ocupan de las
cosas santas y espirituales.
(Continuará.)
5. 5
LA DECISIÓN
X. Y. Z., un día, por designios hasta el momento ignorados, decidió abandonar
todo lo que poseía: salud, dinero, amigos, familia, empresas, animales
domésticos, recuerdos, hogares tangenciales, ideas políticas, clientes y todo
cuanto le ataba a las vanidades del mundo, según comunicó al abogado que se
ocupó de liquidar todos sus asuntos.
Lo último que despidió fue a su familia; a su amantísima esposa, que había
compartido con él los años gloriosos de riqueza y poder conyugales; a sus
jovencísimos hijos mellizos, en el cenit de su vida (X. Y. Z. sólo engendraba
mellizos con su legítima esposa y trillizos con sus innumerables amantes, a las
que nos referiremos en capítulos posteriores), a sus padres, que fueron arrojados
por las ventanas de los dormitorios del servicio, a una cuñada embarazada
misteriosamente durante una manifestación autorizada, y a todo su árbol
genealógico, cuyos cráneos tenía colgados en un hermoso ciprés que se erguía en
el jardín de la casa.
Cuando se quedó solo, X. Y. Z. se desnudó y quemó toda su ropa en la
chimenea del salón, que, después de la desbandada obligatoria de cuanto
habitaba la casa, yacía solitaria con las llamas imprescindibles para quemar la
ropa, último bien que le quedaba a X. Y. Z.
Como es usual en estos casos, X. Y. Z. respiró profundamente, hizo varias
flexiones para estirar los cansados músculos que le sustentaban y se dirigió,
corriendo a un moderado galope, al cuarto de baño. Se sentó en la taza, que
tantos calores domésticos había sentido en la felicidad familiar ya extinguida, y
luego, empujando con todas sus fuerzas, fue hundiéndose poco a poco en el
fondo de la taza, y de allí, de aquellas profundidades, alegó la mano y tiró de la
cadena del depósito del agua, que como un enfurecido arroyo se llevó a X. Y. Z,
a los abismos cloacales de la ciudad que tanto odiaba.
Hoy, ya olvidado todo, sólo una humilde placa conmemorativa recuerda la
fecha en que
X. Y. Z. se fue voluntariamente de este mundo.
Descanse en paz el desdichado.
6. 6
UN CASO FÁCIL PARA HAMMET
UNA noche, un dignísimo caballero a quien por su expresa voluntad
llamaremos XYZ se despertó a las seis de la mañana con unos dolores
insoportables. Sentía como si algo cortante le separase la cabeza del tronco, un
pinchazo agudo en el bajo vientre y unos deseos violentos de estrangular a quien
estuviera a su lado.
No se descubrió nada patológico ni en su soma ni en su psiquis, así que le
mandaron de vacaciones al Caribe. Allí conoció a Jenarita, joven prostituta a
quien en un momento de desaliento le contó cómo su enfermedad ocurrió a los
diez años exactos, minuto más minuto menos, del día en que su mujer le
abandonó por lo aburrido e hipócrita que era. Luego se puso a llorar como un
artrópodo.
Jenarita, que le había cogido cariño, llamó aquella misma noche a Dashiell
Hammet a San Francisco y le contó la singular historia.
—¿Es rico? —preguntó Hammet.
—Lo suficiente para parecerlo aquí entre nosotros, en esta isla de pobres, pero
hay algo, además del dinero, que me “sentimentaliza” de este pobre hombre:
luchó en la guerra civil española y sufrió las desdichas de la derrota. El
abandono de su mujer, que huyó al parecer con un delegado de abastos, desbordó
los límites de su sufrimiento.
—”OK” —respondió Hammet—, retenlo hasta mañana. Ahora mismo me
pongo en camino. ¿Cómo tienes tus adorables nalgas?
—Para ti, Dashiell, sabes que mis nalgas siempre tienen diecisiete años. Y un
día, cuando mañana vengas a verme.
Al día siguiente cenaban los tres en un restaurante de la playa. Al segundo
plato Dashiell llamó a Madrid y pidió algunos datos sobre los homicidios
consuetudinarios que acontecieron en la rúa por aquellas fechas. Escuchó
atentamente cuanto le dijeron, contestó con un “hummmm” muy suyo y volvió a
la mesa, en la que, dirigiéndose a XYZ, dijo:
—Ha prescrito. Puede volver a España con la conciencia tranquila.
—Era un caso fácil —explicó Hammet a Jenarita mientras comprobaba lo de
las nalgas y un día—, XYZ no era su verdadero nombre, su esposa murió
guillotinada en el museo de cera y su cabeza no pudo ser hallada; alguien la
operó después de muerta de apendicitis sin la asepsia conveniente y lo demás te
lo puedes imaginar. XYZ lo hizo todo. Y ahora somatiza el crimen en su cuerpo.
Jenarita, que estaba enamorada como una loca de Hammet, dijo que sí a todo,
y ya avanzada la noche se quedó dormida en sus brazos.
Y nunca nadie volvió a hablar del asunto. Por eso creo que es bueno recordarlo
en uno de estos días de invierno en que, sin saber por qué, tanto nos suele doler a
todos el alma por culpa de la estupidez de este mundo incomprensible.
Lo demás será mejor que lo callemos. El crimen ha prescrito, como dijo
Hammet y la esposa está ya putrefacta y descompuesta, osea, que mejor no
“meneallo”.
7. 7
EL DETALLE
CUANDO por fin ganó las oposiciones, XYZ se enamoró y se casó como era
su deber. Alquiló una casa modesta y la fue llenando de todos los objetos
domésticos que hacen posible la felicidad matrimonial: el tresillo y la televisión
con mando a distancia, el coche, la lavadora, el vídeo y el humidificador.
Durante muchos años XYZ trabajó como un cerdo para tener lavavajillas,
microondas, segundo coche, apartamento en la Costal del Sol, aire
acondicionado, abrigo de visón para su señora. Por fin se trasladó a un chalet
adosado que decoró con jamones de Jabugo en la cocina y la enciclopedia
Espasa en el despacho. Toda su casa parecía un espléndido decorado para rodar
anuncios de televisión.
Un día, cuando XYZ volvía a casa en su coche con cambio automático, un
amigo se lo dijo: “Creo que tu mujer te está poniendo los cuernos. Hay alguien
que le manda flores y la visita cuando tu andas por ahí de congresos.”
XYZ agradeció la información, se dedicó a buscar las causas de aquel fallo
matrimonial y por fin un día atrapó a su mujer en la cama con su amante. Entre
los cuerpos desnudos de los adúlteros yacía un hermoso clavel rojo del tamaño
de los espárragos de los gordos.
—¿Cómo puedes ser tan abyecta y tan marrana? —reprendió XYZ a la abyecta
y marrana de su esposa cuando se quedaron solos—. ¿Por qué me engañas? ¿Por
qué me has hecho esto?
Ella respondió:
—Porque tú jamás tuviste conmigo un detalle delicado. Sólo me traías objetos
útiles que no mostraban amor. Jamás supiste conmoverme con una flor. Y él, sí.
Él me traía siempre flores. Sabía por qué se enamoran las mujeres.
XYZ no contestó nada. Pasaron las horas, los días, los meses y año y pico, y ya
se sabe cómo acaban estas cosas. Ahora siguen siendo felices y de vez en cuando
toman ensalada de pétalos de rosa, pero se hablan de usted. Ya no es lo de antes.
Algunos amigos dicen que los niños, hoy influyentes informadores políticos de
los medios audiovisuales, nunca llegaron a conocer la tragedia de su padre que
ya peina una calva que oculta perezosamente sus pesares.
Y en casa los días de la Constitución se cena con vajilla de plata. Cómo creen
que cenan los ricos.
8. 8
CUENTO TRISTE Y TONTO
X. Y. Z. todos los atardeceres se acercaba a la playa con el corazón lleno de
dos angustias: la que le producía la desaparición del Sol en el horizonte y la que
le producía el temor de que el Sol no volviese a aparecer al día siguiente.
Con el corazón palpitante se pasaba toda la noche mirando los horizontes del
Este hasta que veía como las tinieblas iban poco a poco siendo derrotadas por la
claridad del Sol, ya presente, aunque lejano todavía.
Entonces se iba a casa y, ya serenadas las angustias citadas, dormía todo el día
hasta que su señora le despertaba y le decía irónicamente: “Anda, vete a ver
cómo se marcha de juerga tu amiguito el Sol. Me parece a mí que esta historia de
la puesta del Sol no es trigo limpio...” Pero él no le hacía caso porque era un
hombre rico y colmaba de riquezas a su nauseabunda mujer que, cargada de
joyas y de solomillos con pimientos del Piquío, era feliz y le dejaba en paz
después de decirle las vejatorias ironías que le decía todos los atardeceres.
Y así, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, decenio tras
decenio, X. Y. Z. vivió su apasionada historia, su infinito amor al Sol y la infinita
tristeza de pensar que quizás algún día el Sol le traicionase y dejase de aparecer
por las costas del Este a las que hemos hecho referencia en líneas anteriores.
Y un día, un día terrible, la oscuridad de la noche duró horas y horas, días y
días, semanas y semanas, años y años, decenios y decenios, y el Sol no volvió a
aparecer nunca jamás por los horizontes del Este como había sido su costumbre
durante los días, las semanas, los meses, los años, los siglos, a los que ya, quizá
con excesiva frecuencia, hemos hecho referencia en este relato.
¿Y X. Y. Z.?, se preguntarán nuestros caritativos lectores. ¿Qué pensó el pobre
X. Y. Z. al ver que el Sol no aparecía por los horizontes del Este?
Pues la verdad es que a X. Y. Z. no le importó nada la traición del Sol porque
hacía ya seiscientos veintidós mil trescientos cuarenta y dos años que había
fallecido en la paz del Señor, un jueves no festivo, a las cuatro de la mañana, y
nunca llegó a saber que cientos de miles de años más tarde su amado dios, el
Sol, iba a traicionarle.
Su señora, al conocer la noticia de la muerte de X. Y. Z., murió aquella misma
tarde de un empacho de perlas naturales y sus correspondientes ostras, que
fueron, se calcula, unas tres mil ochocientas noventa y dos. Dios tenga a ambos
en el reino de los cielos. Y del Sol.
9. 9
NO SOMOS NADA
ESO decía X. Y. Z. joven capruloso conocido de sobra por todos ustedes,
cuando, palpitándole de angustia la entrepierna, se dirigía a recoger el resultado
de los análisis que iban a indicarle si padecía o no el temido síndrome de la
autoinmundicia adquirida.
La citada angustia le impedía ojear el periódico que hojeaba nervioso en la sala
de espera de la consulta. Pronto le sacaron de dudas, afortunadamente. Una
hermosa enfermera, desde una puerta entreabierta, le chistó y le hizo el signo de
la victoria.
A X. Y. Z. se le cambió el signo de las palpitaciones, que pasaron de ser de
gozo cuando la enfermera le dio los resultados de los análisis que certificaban la
limpieza de su sangre. No tenía sida.
La revelación hizo que al capruloso le renaciesen los instintos de siempre y
propuso a la bella y tentadora joven celebrar juntos la buena noticia. Ella aceptó
encantada la propuesta.
—Pero primero —le dijo— voy a ver si mi análisis es tan optimista como el
suyo.
Y así era, afortunadamente, en efecto. Al instante, radiante de alegría, de nuevo
a través de la misma puerta entreabierta, hizo el signo de la victoria. Ella
también se había librado del temido contagio. Le mandó un beso y con dos
gestos sucesivos le indicó que a las ocho se encontrarían allí mismo, Dios
mediante.
X. Y. Z. dio a Dios las gracias en silencio y en ese inusitado acto —jamás en su
vida había recordado que Dios existía—, al doblar el periódico vio algo que le
hizo exclamar con voz indescriptible:
—¡El treinta y tres mil novecientos treinta! ¡Por fin! ¡Diez años esperando este
momento!
Porque por fin, sí, por fin había sido premiado con el gordo de la lotería el
número al que llevaba suscrito el tiempo dicho.
X. Y. Z. levantó los ojos al cielo y en ese mismo instante, sin poder dar las
gracias que sin duda iba a dar al Señor, de quien nunca se acordaba, en ese
mismo instante, súbitamente, como si acabara de recibir una puñalada por los
intercostales, el corazón le estalló de alegría como un pequeño —big-bang— en
el grandioso espacio de su felicidad.
—Tenía razón yo —murmuró en el uno elevado a menos treinta mil de
segundo que precedió a su muerte—. ¡No somos nada!
Reflexión: ¡Qué vana es su vida y qué expuestos están a los caprichosos
rigores de la fortuna quienes buscan la felicidad en el placer fuera de sí mismos
y no en el sereno y continuado ejercicio de la virtud! ¿A que sí?
10. 10
MUERTE DE CALZÓN CORTO
X. Y. Z. soberbio potentado, consideró indigno de su nombre y de sus riquezas
que su muerte le fuese anunciada por la misma Muerte que desde hace miles de
siglos lleva haciéndolo a todos los muertos que han sido, lo están siendo en este
momento y lo serán hasta el fin de los siglos.
—Yo no puedo ser como los demás, y mi defunción no puede serme anunciada
por la vulgar muerte igualatoria que se les aparece a todos los hombres envuelta
en su sucio sudario. Mi muerte será distinta, particular, exclusivamente a mi
servicio, vestida de casaca y calzón corto.
Y dicho y hecho. Contrató a su propia muerte incluyendo en el contrato de
servicios una cláusula que le exigía extinguiese a su propia muerte en cuanto
cumpliese su misión de anunciadora privada.
Le incitó a tan descabellada idea una escena que había presenciado de joven,
en la que oyó a un miserable que contemplaba el panteón familiar de los X. Y. Z.
exclamar al contemplar su grandeza: “¡Qué injusto! Unos con estos
descomunales panteones y otros sin morirnos todavía. ¡Menos mal que al final a
todos nos visita la misma calva.”
Furioso de pensar que recibiría la noticia de su muerte de la misma manera que
aquel depauperado, contrató a un heraldo particular de la muerte para su único
uso particular el día en que le fuera anunciado su tránsito definitivo de este
mundo al desconocido, en el caso de que tal acontecimiento llegase a producirse.
Era lo único que podía hacer para distinguirse ante la equidad de la ejecución
que a todos los espera.
Su muerte estuvo vestida con lujo y vivió a cuerpo de rey mientras estuvo al
servicio de
X. Y. Z. Le acompañó en los momentos de soberbia sin sonreír jamás, con la
cínica sonrisa con que la muerte se ríe de las ingenuas vanidades de los ricos, y
un día, de improviso, se adelantó y le dijo.
—Señor, su infarto de miocardio.
X. Y. Z. falleció dignamente, no sin antes gratificar a su servidora con una
espléndida propina. Pero lo que nunca supo X. Y. Z. es que su suntuosa muerte
particular, instantes después de acabar su trabajo, se despojó de su peluca, de su
casaca, de su camisa con encajes, de sus calzones de terciopelo, de sus medias de
seda y de sus chapines dorados, y convertida de nuevo en la muerte democrática
de todos nosotros, se fue a anunciar su tránsito a un pobre miserable de los
suburbios.
Por caridad divina este acto de desprecio democrático jamás llegó a conocerlo
X. Y. Z. que murió feliz y distinguido.
11. 11
OTRO DÍA FELIZ
X. Y. Z. se levantó acongojado porque había tenido un sueño terrible: que la
vida era como es, catastrófica, desconsiderada con los justos y los honestos y,
además, mortal. Se medio lavó, se medio afeitó, se medio peinó, no se lavó los
dientes y salió a la calle en dirección a la oficina.
En el Metro, un amigo, al verle, sin siquiera saludarle, le dijo: “¿Sabes ese
chiste del elefante que se encuentra en la orilla del río con una hormiguita?” X.
Y. Z. aunque lo sabía, dijo que no conocía el chiste y su amigo se lo contó.
Sonrió con las mismas ganas que sonríen los que se juegan, a la fuerza
naturalmente, su vida por la patria.
En la oficina, un compañero, al verle, sin siquiera saludarle, le dijo: “¿Sabes
ese chiste de un lepero que se encuentra con el presidente Clinton en un
urinario?” X. Y. Z. admitió que no conocía ese chiste del lepero meón y escuchó
el infame acento andaluz de su compañero. Luego sonrió con las ganas con que
sonreían en la cruz los ladrones cuando oían palabras de consuelo.
El jefe de la oficina, después de llamarle numérica y metafóricamente imbécil,
para consolarle un poco, le dijo: “¿Sabe usted ese chiste en el que Franco
resucita y se encuentra con Juan Guerra?” X. Y. Z. admitió que no lo conocía,
escuchó a su jefe imitar las voces de Franco y de Juan Guerra y luego sonrió con
la sonrisa que exigía el reglamento de la empresa para esos casos.
Al llegar a casa, sus hijos le dijeron: “¿Papá, sabes ese chiste del padre que se
pone un póntelo, pónselo, con un agujero que le había hecho Jaimito?” X. Y. Z.
admitió que no lo sabía, y escuchó el chiste que le contaron los niños que le
sonrojó tanto como a su señora, que salió huyendo hacia la cocina al oír el final.
Después de comer, infinidad de cómicos contaron infinidades de chistes en la
infinidad de programas que ocupan las infinitas horas que dura una tarde en
familia X. Y. Z. pacientemente sonrió al escuchar los chistes, disimulando el tic
nervioso que se había apoderado de sus músculos risorios.
Y, por fin, cuando los niños se habían acostado, su señora roncaba, la
televisión yacía apagada y triste, X. Y. Z. buscó ansiosamente en las páginas del
periódico lo que había estado esperando todo el día, la página de las esquelas.
Con amargura comprobó que tampoco ese día estaba la suya.
Arrojó el periódico debajo de la cama, ofreció la espalda a la que ya le ofrecía
su esposa, se durmió y volvió a tener sueños terribles en los que buscaba en vano
dinero. Y así siguió un día y otro día y otro hasta que por fin apareció en el
periódico su esquela.
Pero él no pudo saborear el placer de verla.
12. 12
EL BOSTEZO
UNA tarde, después de un ansioso banqueta de reconciliación matrimonial, en
pleno sopor televisivo, Benito XYZ bostezó.
Al principio ni él ni su señora se sorprendieron aunque la dentadura de XYZ
salió disparada y rompió la pantalla gigante de la televisión familiar, y no se
sorprendieron demasiado de aquel bombardeo ortopédico dental porque ya
habían tenido experiencias parecidas en su vida de felicidad, tanto Benito como
su señora.
Sólo se empezaron a alarmar cuando vieron que las mandíbulas de Benito se
habían quedado trabadas y que la campanilla asomaba tímidamente por aquellas
fauces abiertas y cómo luego, menos tímidamente, aparecieron la laringe, la
faringe, la tráquea, los bronquios y los pulmones en aquel bostezo que parecía
inacabable.
Mientras la esposa llamaba a un médico de urgencia y explicaba el macabro
suceso, pudo contemplar como a continuación de los pulmones brotaron también
el esófago y el estómago y el duodeno y íleon y el yeyuno y el intestino grueso
entero con su recto y sus almorranas correspondientes. Gracias a Dios el corazón
no fue afectado por aquel bostezo que continuó arrastrando, tras las almorranas,
los muslos, las piernas enteras y los pues con sus correspondientes zapatillas de
franela.
La esposa, en las ansias de la espera de la llegada de los médicos de urgencia,
sólo pudo musitar, como se musita, dicen, en estos casos:
—¿Pero tanto te aburres conmigo, Benito?
Benito respondió que sí con la cabeza y expulsó un riñón con su piedrecita de
oxalatos correspondiente. Y luego añadió de palabra que sí, que se aburría
mucho, con una voz también dada la vuelta y que correspondía a esos sonidos
que los eruditos y fonólogos definen como inefables.
Cuando en el quirófano volvieron a su posición pequeño burguesa los
entresijos de Benito el matrimonio habló con sinceridad de su problema afectivo,
de su incomunicación, de su fracaso matrimonial. Admitieron su aburrimiento
oculto durante tantos años, se comunicaron sus penas y sus alegrías, sus
felicidades y sus angustias como nunca lo habían hecho antes entonces y de
nuevo se produjo un milagro del verbo: a partir de su confesión y tras aquel
exuberante y tropical prolapso volvieron a ser felices como el día en que se
conocieron.
Una vez más se demuestra lo que dice la sabiduría del pueblo. No hay bostezo
que por bien no venga.
13. 13
NEUROSIS DE ANGUSTIA
DE nuevo, el reptil de la ansiedad se apoderó del cuerpo y del alma de don X.
Y. Z. De nuevo sintió las mimas palpitaciones arrítmicas de su corazón
alborotado, la misma ansiedad difusa y grisácea, el mismo sudor en las palmas
de las manos, la misma sensación de que la nada le estaba esperando en el quinto
escalón de su vivienda, vieja y alquilada.
Un amigo le tranquilizó: “El psicoanálisis y su influencia han prescrito —le
dijo—. Ya no hay infancias culpables, ni deseos incestuosos, ni histerias, ni
patologías del alma o como quieran llamar a esa parte no carnal de nosotros que
la tradición religiosa dice que nos habita. Freud ha muerto. Ya no hay culpa, sólo
hay enfermedades orgánicas que podemos vencer con las nuevas medicinas
psicoanalépticas que estimulan nuestros neurotransmisores y nos alejan de la
tristeza, de la depresión, de la desesperanza y hacen que nos enfrentemos a la
realidad con optimismo y alegría. La materia se cura ya sola consigo misma, sin
necesidad de tratamientos espirituales o psicofármacos.”
Eso dijo el amigo de don X. Y. Z., quien, convencido por los argumentos de su
amigo materialista, se tomó un par de psicoanalépticos y se sintió aquella misma
tarde mucho más alegra y optimista que las últimas quinientas tardes de su vida.
Volvió a casa con un ramo de flores para su esposa. Su esposa olió las flores,
esparció varios pétalos sobre las patatas de pobre que estaba guisando y, con la
grandeza con que los héroes griegos aceptaban su destino, le dijo a su marido:
—Han llamado de tu oficina para decirnos que se confirma tu despido. ¿Ves
cómo es verdad lo que yo te dije, bragazas?, que eso es lo que tú eres: un
bragazas.
Y, súbitamente, como acaecen las tormentas que Zeus precipita sobre los
hombres, a don X. Y. Z. le volvieron los sudores, las ansiedades, las
palpitaciones y las colitis en chaparrón.
Su enfermedad —lo comprendió don X. Y. Z.— también súbitamente tenía un
origen social. El paro era la etiología de sus desdichas.
Y se hizo alcohólico, apostólico y romano.
Pero fue en vano.
15. 15
ÍNDICE
UNA TRAGEDIA DEL AÑO DOS MIL………………………...………..…….3
PERFECCIÓN INTELECTUAL………………………………………………..4
LA DECISIÓN…………………………………………………………….……..5
UN CASO FÁCIL PARA HAMMET………………………………………...….6
EL DETALLE…………………………………………………………….……...7
CUENTO TRISTE Y TONTO…………………………………………….……..8
NO SOMOS NADA………………………………………………………….….9
MUERTE DE CALZÓN CORTO……………………………………………...10
OTRO DÍA FELIZ……………………………………………………………...11
EL BOSTEZO…………………………………………………………………..12
NEUROSIS DE ANGUSTIA…………………………………………………..13