Diana nació en la región del Lascio,
Italia, un 28 de abril de 1932.
Y volvió a nacer cuando se convirtió
en una inmigrante más después de la
Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo era irse, cuando subir a un barco significaba, quizás, no regresar nunca más?
La historia que muchos argentinos, traemos en nuestra sangre.
1. Diana Bongiovanni
Y un día terminó la guerra, y empezó la vida
Diana nació en la región del Lascio,
Italia, un 28 de abril de 1932.
Y volvió a nacer cuando se convirtió
en una inmigrante más después de la
Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo era
irse, cuando subir a un barco significaba,
quizás, no regresar nunca más?
La historia que muchos argentinos,
traemos en nuestra sangre.
Por Ludmila Brzozowski
bajo una licencia Creative Commons
Ver detalles al final del trabajo.
2. Introducción
de un final con sabor a budín
Habíamos repasado su historia, a lo largo de casi dos horas. Las fotografías, dispuestas
prolijamente sobre la mesa del comedor, ya habían perdido el orden cronológico con que
me esperaron. Los rostros en blanco y negro, nos miraban desde aquel pasado que supo de
los “mismos juegos que jugaron los niños de todas las épocas” sin diferencia de credos, ni de
nacionalidades, y hasta a pesar de los avances tecnológicos; pero que también supo que
correr hacia la oscuridad del campo no era tan divertido como las escondidas, cuando ello
significaba refugiarse de los bombarderos que surcaban el cielo italiano. Un pasado en que
aprendió que una Guerra podía significar perder mucho -y en algunos casos, todo- menos
la esperanza y ambición de ir en busca de un futuro mejor.
Los fragmentos de aquella Italia de la que se despidió en 1952 -a los 20 años- se delatan en
la voz de Diana, cuando se detiene en su relato para buscar “cómo se dice aquí en Argentina”
algún vocablo que viene a su memoria primero en su idioma natal. A pesar de que ha
transcurrido más de medio siglo desde aquel invierno que le dio la bienvenida a estas
tierras, sus raíces perduran en su tono de voz, ascendente1 y típicamente italiano.
Inmersas en un viaje a través del tiempo, de vez en cuando, un llamado telefónico
reclamando la presencia de Diana en un té entre amigas, una consulta sobre el Bingo que
organiza el Centro de Jubilados que preside, o las puntuales campanadas de un gran reloj
que oficia como centro de mesa, nos devuelven al presente. Sin darnos cuenta, las agujas
avanzaron a la vez que Mimo -el gato siamés fiel compañero de Diana- comenzaba a
impacientarse en busca de protagonismo y cariño. Muy a pesar mío, me dije que era hora
de finalizar la entrevista.
La puerta que hacía dos horas había atravesado llena de curiosidad e incertidumbre, me
esperaba ahora envuelta en una sensación difícil de explicar. Acaso uno de esos privilegios
que no se buscan y quién sabe si se merecen, pero así fue como lo sentí esa tarde.
A pesar de que Diana dirá que su vida “ha sido normal, con desgracias y felicidades, como les
ha pasado a todos”, esa mujer menuda y de mirada tranquila cuyos ojos resplandecen
cuando habla de sus nietos, es testimonio de una época de la que todos los que pisamos
suelo argentino, tenemos algún resabio. Porque quien más, quien menos, todos tenemos un
poco de aquellos inmigrantes que impulsados por “hacer la América”, contaron muchos
soles y lunas atravesando el océano.
Los mismos que la historia -esa que se traduce en los libros, y no en las arrugas de la piel-
dirá que forman parte de la "gran emigración (…) cuyas características la convirtieron en
un fenómeno diferente, por su masividad y por la preeminencia de destinos más allá de los
océanos”2. Un más allá incierto, cuando irse significaba no regresar nunca más.
Pero Diana prefiere atesorar estos recuerdos y disfrutar su presente. El mismo que nos
encontró a ambas reunidas aquella fría tarde de julio.
La tarde se hacía casi noche, y cuando me estaba marchando, Diana me hizo una invitación
imposible de rechazar. Un te con un delicioso budín hecho “con un poco de todo lo que
había”, fue una tentadora excusa para olvidarnos del pasado y compartir los pensamientos
y sentires de dos generaciones, unidas en ocasión de una entrevista.
1 referencia extraída de Entonaciones del lunfardo e italiano, del portal Unidad en la Diversidad
2 de “El camino de los Inmigrantes”, sección del sitio web del Museo Nacional de la Inmigración
Por Ludmila Brzozowski Página | 2
3. Y ahí estábamos, ella y yo, sumergidas en esa realidad que nos roza a todos por igual,
imposible de esquivar. Sin grabador de por medio, la Diana que se ruborizaba al hablar de
ciertos temas, se mostraba ahora preocupada por los problemas que acucian a la juventud
de estos tiempos. Indignada por la pérdida de valores, su tono de voz dulce y tranquilo, se
iba transformando al hablar de nuestros gobernantes, y al repasar nuestra realidad.
Entre rezongos, risas, y la nostalgia de dos tiempos diferentes pero unidos bajo el mismo
cielo, entendí aquello que hacía poco había leído por ahí: “…las generaciones futuras
necesitan beber en la cultura de sus ancestros para comprenderse y confirmar una vida que
fluye siempre en cambio y, sin embargo, tiene señas de eternidad”3.
Cuando regresé a mi casa, me di cuenta que en esas cuatro cuadras que me separaban de
Diana, había pasado por el lugar donde una partera la ayudó a dar a luz a su primer hija; en
otra esquina, la casa de aquel médico que supo de sus inquietudes de mamá primeriza, la
misma a la que una de sus amigas hacía instantes la había invitado a tomar un te y jugar a
las cartas…y pocos metros más allá, la casa que compartió con el amor de toda su vida.
Lindante a ella, el laboratorio donde su hija -y ahora también su primer nieta- trabajan a
diario, y -pared de por medio- el estudio desde donde su hijo proyectó el hogar que hoy es
su lugar en el mundo; apenas cuatro cuadras que sabe cuántas veces caminó Diana hasta el
Centro de Jubilados del que hoy es presidenta.
Entonces, aquella inexplicable sensación de privilegio dibujó una sonrisa cómplice en mi
rostro. Quien sabe cuántas historias encerrarán estas calles, cuántas hojas podríamos
escribir con el pasado que se refugia detrás de las puertas de aquellas casas que fueron
siempre parte de mi paisaje. Pensaba. A la vez que me resonaban las últimas palabras que,
con la mirada firme en el presente, me había confiado Diana.
3 de “Andaluces, perfiles y voces”, editado por el Centro Andaluz de Bahía Blanca. Año 2009
Por Ludmila Brzozowski Página | 3
4. Todos soltamos un hilo, como los gusanos de seda.
Roemos y nos disputamos las hojas de la morera,
pero ese hilo, si se entrecruza con otros, si se entrelaza, puede
hacer un hermoso tapiz. Una tela inolvidable.*
* de “El lápiz del carpintero”, Manuel Rivas (escritor y periodista español, 1957)
Por Ludmila Brzozowski Página | 4
5. Capítulo I
Volver a empezar
Ludmila - ¿Es feliz Diana?
Diana - Si, en este momento sí, porque no me falta nada…si, soy feliz, aunque no viajo
porque no me gusta mucho. No es que no me guste el lugar donde voy a ir, ¡lo que no
me gusta es el traslado! Preparar los bolsos, llenar la valija…¡eso no me gusta!
Ludmila - ¡¿Tendrá algo que ver con ese gran viaje que hizo a los 20 años?!
Diana - Y…capaz. Pero eso de que uno necesita de tantas cosas cuando viaja, de
cargar con todo…eso me molesta.
Ludmila - Cuando regresó a Italia, allá por el año 1970 ¿qué impresión tuvo?
Diana - Si, fuimos con mi marido…¡¡Fue realmente emocionante!! Imaginate, volver al
pueblo natal, a lugares por donde uno pasó antes, hace tantos años, y que uno pensaba
que no iba a ver nunca más. Claro que los lugares cambiaron mucho, aunque otros
estaban casi igual…pero la ciudad se extendió mucho, se hizo más grande.
Ludmila - ¿Encontró alguna persona conocida de cuando vivía allá?
Diana – No, no…a las amigas no las encontré, porque se fueron a vivir a otro lado
seguro. Porque después que yo vine para acá nos escribimos un tiempo, pero después
se perdió el contacto…
Se queda por unos segundos pensando, y mientras mira las fotografías que reflejan
aquellas amistades que supo forjar en su Italia natal, con tono nostálgico pero a la vez
seguro, me confiesa:
…Es como si después que vine acá, de los 20 años para acá, yo naci de nuevo. Si, de los
20 años para atrás no quedo nada casi….Nací de nuevo.
AL MARGEN DE UNA GUERRA
inevitablemente sufrida
Transcurría el año 1949, y Ovilio Bongiovanni -que ya acusaba 47 años- decidió emprender
aquel viaje que a su hija Diana le cambiaría la vida. La Segunda Guerra Mundial había finalizado
hacía cuatro años, pero el mundo tenía abiertas aún grandes heridas. El conflicto armado más
grande y sangriento de la historia mundial, del que participaron fuerzas armadas de más de
setenta países, había dejado alrededor de 60 millones de muertos, que en su mayoría eran
civiles; es decir, personas inocentes que nada sabían de estrategias de defensa ni de las tres
ideologías contrarias -el liberalismo democrático, el nazismo-fascismo y el comunismo
soviético- que se enfrentaban4.
El mundo había conocido hasta donde era capaz de llegar un hombre para enaltecer la
autoproclamada supremacía de su raza, por sobre aquellos “diferentes e inferiores”. A los
horrores propios de cualquier conflicto bélico, se sumaron formas de sufrimiento nunca
siquiera imaginadas. Deportaciones masivas a campos de concentración y de trabajo,
4 datos extraídos y reelaborados del sitio web Historiasiglo20.org
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6. organizados en Europa por Alemania (contra judíos, homosexuales, eslavos, discapacitados,
gitanos, Testigos de Jehová, comunistas, españoles republicanos, sacerdotes católicos y
ministros de otras religiones, etc.), que se convertirían en campos de exterminio donde tendría
lugar el Holocausto; violaciones masivas de mujeres por parte de tropas soviéticas y japonesas;
experimentos científicos usando prisioneros, que realizados por médicos nazis y japoneses,
solían acabar con la muerte del individuo; fueron solo una muestra de las circunstancias de un
conflicto que se tradujo en violaciones masivas de los derechos humanos, y que dio a conocer
el poder destructivo de la bomba atómica, de la que hasta hoy se descubren consecuencias.
Italia, como país integrante de las Potencias del Eje -junto a Alemania y Japón- no estuvo ajena
al conflicto. A pesar de que San Giovanni in Persiceto -el último pueblo en que vivió la familia
Bongiovanni en Italia- no fue escenario directo de la barbarie bélica, la miseria de la postguerra
invadía cada hogar. La crisis económica devastaba a toda Europa, y Don Ovilio, preocupado por
la falta de empleo y añorando un futuro mejor para su familia, decidió emprender aquel viaje
de ida hacia América. Su esposa y sus ocho hijos, esperarían pacientes en Italia, hasta que él
entendiera que el momento de reunir a la familia había llegado.
Ludmila - ¿La decisión de venir a la Argentina, fue hablada en familia?
Diana – No, no, se hablaba poco. La decisión la tomó mi padre…Es que él había sido siempre
muy aventurero. Antes de la guerra, él ya había estado en África, trabajando en una empresa
seguramente. Pero después, un poco por el clima y porque se enfermó, tuvo que regresar.
Ludmila - ¿Iba solo? Sin la familia…
Diana - Si, a África había viajado solo. Después fue a Albania, donde tuvo un restaurante, y ahí
si fue con una parte de la familia…con mi mamá, mi hermana mayor y quizás alguno de los hijos
varones. Yo ya había nacido, pero mis dos últimos hermanos creo que no.
…y bueno, estuvieron ahí un tiempo, les fue “para el
diablo” porque ya había comenzado la guerra y ahí
bombardeaban con todo, así que tuvieron que escapar. Provincia de Bolonia
Italia
Ludmila - ¿Usted y el resto de sus hermanos, dónde
estaban?
Diana - Nosotros nos quedamos en este pueblo, San
Giovanni in Persiceto, que quedaba en la provincia de
Bolonia. Ese tiempo nos criamos con la abuela
paterna…en ese entonces éramos seis hermanos en total.
Una vez que regresó al pueblo, mi padre siguió trabajando
en una empresa de construcción que se encargaba de
hacer puentes, desagües, obras viales…y, después él vino a
Argentina…
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7. Capítulo II
Comienzo de una historia
Desde un 28 de abril de 1932
ORIGEN DE SU NACIMIENTO
y regreso al pueblo paterno
El espíritu aventurero de su padre, y el afán de ir siempre en busca de mejores oportunidades
para la gran familia -que junto a su esposa Gertrude Brighetti, lograron mantener unida a pesar
de todas las circunstancias- hicieron que en 1932 se encontraran en San Felipe Circeo. En este
pueblo italiano ubicado en la región del Lascio -a cien kilómetros de Roma- Diana vino al mundo
un 28 de abril de aquel año.
En San Felipe Circeo vivieron hasta que Diana cumplió tres años y su padre nuevamente decidió
que regresarían a su pueblo natal: San Giovanni in Persiceto. En este lugar, perteneciente a la
provincia de Bolonia -al norte de Italia- Diana y su familia vivieron hasta el día en que
emprendieron su viaje a Argentina.
Su padre, que en su juventud había trabajado en varios oficios, logró estabilizarse
económicamente al incursionar en la construcción, donde fue reconocido por su habilidad y
condiciones para dibujar planos y hacer cálculos. Gracias a esto, la familia Bongiovanni pudo
vivir relativamente tranquila, o como dirá Diana “con lo necesario. Sin lujos, pero vivíamos
bien, nunca nos faltó nada…la peor parte fue en los tiempos de la guerra…”
Su madre, como ama de casa que era, se encargaba de los quehaceres domésticos. Diana la
recuerda como “una mujer muy casera, tranquila y especialmente muy bondadosa. Pero no se
ocupaba de otra cosa que no fuera la casa, como para saber si hubiera tenido una habilidad
para algo más. Es que antes era así, la mujer tenía que ocuparse de la casa y los hijos, y el resto
dependía todo de mi padre (…) Ella se encargaba de tener la comida a horario, la ropa limpia y
bien remendada…en cambio nosotros, los hijos, una vez que fuimos grandes tratamos de
trabajar y cambiar eso”.
Ludmila - ¿Y su papá cómo era?
Diana - Mi papá era un hombre machista -remarca con mucha seguridad, a la vez que sonríe al
recordarlo- él si era de carácter fuerte…Para él las mujeres debían hacer cosas de mujeres y los
hombres de hombres, estaba bien marcado. Y siempre demostró que prefería a los varones.
Ludmila - ¿Había diálogo con su papá?
Diana - No, no tanto…porque además él trabajaba, estaba menos en casa.
Ludmila - ¿Le tenia miedo a su papá?
Diana - Si, yo creo que si, que más que respeto era miedo…no se cómo explicarte, porque eso ya
era así, venía muy de nacimiento. Yo veo que a medida que fueron pasando las generaciones,
ese miedo ha ido cambiando, porque ya nosotros fuimos diferentes con nuestros hijos.
Por Ludmila Brzozowski Página | 7
8. LA FAMILIA UNIDA
y la gran casa de Italia
Cuando uno arma una postal imaginaria de una típica familia italiana, la retrata numerosa, con
todos sus integrantes reunidos en una interminable mesa donde la pasta amasada en casa, se
mezcla con alguna tarantella que musicaliza el bullicio familiar. Diana me cuenta que quizás a
estas tradiciones estaban más aferradas las familias que vivían en las afueras de la ciudad, en
las campiñas italianas, pero los Bongiovanni compartían uno de los rasgos de esta postal.
El matrimonio formado por Ovilio y Gertrude, logró formar una gran familia con sus ocho hijos;
cuatro mujeres y cuatro varones: María Luisa, Amadeo, Diana, Gilberto, Carlo, Gianni, Piero y
Liana. Junto a la abuela paterna, los Bongiovanni compartieron la última casa que los cobijó en
San Giovanni in Persiceto.
Ludmila - ¿Cómo era esa casa, se acuerda?
Diana - Si, un poco recuerdo. Esa casa…por supuesto que no era nuestra, era alquilada. Tenía
una planta baja, primero y segundo piso, y además, arriba del todo había un granero.
Ludmila - ¡Un granero! ¿Qué tenían allí?
Diana – Si, y había que subir por escalera…En el invierno, en el granero se guardaba la leña
para la calefacción -trata de explicarme el mecanismo que utilizaban para ello- había una
ventanita por la que entrábamos la leña, que subíamos por un sistema como de arandela. La
cosa es que se almacenaba la leña que comprábamos para calefaccionar la casa y
cocinar...porque en ese tiempo no era como ahora…después, en las ciudades grandes de Italia,
sí había más cocinas eléctricas…
Ludmila - ¿Ustedes tenían electricidad en su casa?
Diana – S, si, electricidad siempre, también había agua corriente. Pero cocinábamos a leña.
Ludmila – Y la casa sería amplia, me imagino…
Diana - Si, era una casa muy grande.
Ludmila - ¿Usted con quién compartía la habitación?
Diana - Y, con otra hermana.
Ludmila -¿Dormían las mujeres por un lado y los varones por otro?
Diana - Si, trataban de repartirlo. Mientras éramos chiquitos no importaba mucho, después
cuando crecimos si, trataban de separarnos y repartir, no mezclar. Igual, siempre alguno
dormía con los padres también.
RECUERDOS DE INFANCIA
entre juegos y sábanas ásperas
Los recuerdos de aquella infancia en la gran casa de Italia, van apareciendo tímidamente en el
relato de Diana. Me cuenta que en su niñez no hubo demasiados juguetes, y que los Reyes
Magos “nos traían alguna golosina cuando poníamos las medias, pero juguetes muy poco”. En
cambio, aquella etapa sí supo de juegos al aire libre en el gran patio que tenía su casa.
Subir a la higuera que había en ese patio, a veces le servía como refugio a su imaginación, y
otras, como pasaje a las pocas travesuras que se permitía. Pero la mayoría de las veces, Diana
afirma que “jugaba a todo lo que han jugado los chicos de acá también, creo”.
Por Ludmila Brzozowski Página | 8
9. Diana - Por ejemplo, hacíamos esa marca en la vereda o en la calle ¿cómo se llama?
Ludmila -¡La Rayuela! (respondo, con la nostalgia de haberla jugado también)
Diana - Eso, la rayuela, y con las piedritas también jugábamos….
(deduzco que se refiere a la popular “payana”)
...a todo eso se jugaba, eso parece que es mundial. Y siempre en el patio o en la calle, pero bien
cerquita de la casa.
Las reflexiones de Diana, me trasladan en el tiempo, hasta
mis propios juegos. Aun hoy, puede verse en las veredas
de los barrios más tranquilos, la mágica geometría de una
rayuela que se fue borrando tras las huellas de quienes la
transitan, sin pensar que caminan sobre el símbolo de la
vida misma. Y es que una de las versiones que circulan
respecto a su origen, data de muchos siglos atrás -quizás
en la penumbra de la Edad Media- cuando un Monje
español y anónimo, quiso representar con ello, las etapas
de la vida: el comienzo, la vida misma -con sus
dificultades y alternativas- y la muerte, en la antesala de
la cual aparecen el infierno y el purgatorio, esperando
llegar al tan anhelado cielo.5
El cielo, como coronación de una vida llena de bondades y
pocos pecados. Pero probablemente, ni Diana ni ninguno
de los niños de todas las generaciones y nacionalidades,
que han disfrutado jugando a la Rayuela, habrá pensado
en ella como metáfora de la vida. Poco interesaban estos
detalles simbólicos, en los juegos que aquella libertad
propia de la infancia, les prodigaba a Diana y sus
Fotografía: Estefanía Brzozowski
hermanos, el gran patio de su casa.
Al describir el patio, mencionando un lavadero ubicado al fondo, y un gran espacio para tender
la ropa, Diana se detiene en un recuerdo que parece muy especial: las sábanas de telar. Me
cuenta que en la región de Bolonia se cultivaba una planta de la que se extraía algo que luego
de un proceso sería el hilo con que tejían aquellas sábanas. Su memoria no alcanza a descifrar si
era cáñamo o algún otro cultivo, pero si que le decían cánepa y se parecía a lo que luego en
Argentina conoció como caña de azúcar. Después de un tratamiento de maceración en unos
piletones, la cánepa era extraída para que las mujeres -especialmente las que vivían en los
campos- lo hilaran en madejas, con las que luego tejían en un telar.
Aquellas sábanas de telar quedaron en su memoria porque “si ibas a la cama con medias, te
podías refregar”. Le pregunto si eran calentitas, y riendo efusivamente, me responde que “¡No,
eran muy ásperas, rústicas!!”.
Otra de las particularidades de aquel abrigo de cama, me da la pauta de lo diferente que eran
esos tiempos, pues recién de muchos lavados, el tejido adquiría una tonalidad blanquecina.
Cuando Diana me detalla el proceso doméstico de lavado, me doy cuenta de por qué aquellas
sábanas tan ásperas quedaron guardadas en su memoria. Lavarlas, debió haber sido todo un
evento, considerando la numerosa familia que eran.
5 datos extraídos del sitio web Educar.org
Por Ludmila Brzozowski Página | 9
10. Ludmila - ¿Y su mamá participaba de todo este proceso?
Diana - No, ella compraba los retazos de tela y luego confeccionaba las sábanas. En cambio la
abuela paterna si, porque ella nació en el año 1879, y solía contarnos que participaba en todo
este proceso, de remojar la cánepa, macerarla, y después hilarla.
…Por eso, de lavar se ocupaba mi abuela y yo le ayudaba cuando era más grandecita, porque
para lavar esa ropa (de cánepa) llevaba mucho tiempo. Se hacía en un recipiente de madera
enorme, grandote -lo compara con aquellos utilizados en los antiguos viñedos para “pisar” la
uva- y después, gracias a una caldera que había en otro sector de la casa, se calentaba agua
hasta que hervía. Con un lienzo más fino, se le volcaba el agua con cenizas, y eso era ¡¡como
una soda cáustica!!…era realmente un sacrificio, porque después tenías que estar golpeándolas,
y las sábanas eran pesadas.
De pronto, mi imaginación reconstruye un gran patio y toda una hilera de sábanas tendidas al
sol, quizás flameando con la brisa junto a ropa de todos los tamaños posibles, en una familia
donde ocho niños y adolescentes crecían día a día.
Por supuesto que siendo tantos hermanos, la ropa era heredada por los menores, cuando
alguno de los mayores “pegaba el estirón”. Aunque entre la mamá y la abuela solían tejer
algunos abrigos, y remendar las huellas que quedaban de alguna travesura en la higuera, la
mayoría era ropa comprada. En aquel tiempo, las mujeres vestían siempre faldas o vestidos,
nunca pantalones, pues no fue hasta muchos años más tarde -en 1960- en que su uso fue
aceptado socialmente. Mientras tanto, los pantalones eran prenda exclusiva de los varones, y
su largo indicaba la madurez del muchacho que lo llevaba puesto. Por las características
climáticas de la región, en todos los casos, la ropa era más bien abrigada, especialmente en los
pies, que se utilizaban “botitas”.
El clima no fue el único condicionante para elegir cómo vestir. A medida que transcurre el
relato de Diana, comprendo que la guerra influyó hasta en este aspecto, pues no solo significó
el desabastecimiento de productos alimenticios, sino también de elementos para la higiene
cotidiana, como lo era el jabón de lavar ropa. Tal es así, que el gobierno llegó a ordenar que los
guardapolvos utilizados en los colegios, cambiaran su habitual tonalidad blanca, y fueran
confeccionados con tela negra; contribuyendo así, a disimular las manchas de tinta que los
niños hacían en la prenda, junto a sus primeros garabatos.
Mientras tanto, era imposible ocultar otras manchas que se derramaban entre los cuerpos que
se apilaban después los bombardeos.
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11. Capítulo III
1939-1945 Segunda Guerra Mundial
Aprender a vivir y sobrevivir
ENTRE TIZAS Y SIRENAS
de casa al campo
Cuando comenzó oficialmente la Segunda Guerra Mundial, en 1939, Diana tenía 7 años. Y
aunque no comprendía a ciencia cierta qué estaba ocurriendo, muchas sensaciones quedaron
impregnadas en su recuerdo. Fueron esos, “los años feos, malos” como luego asegurará.
Ludmila - ¿Cómo se vivió la guerra? ¿Cómo la vivió usted?
Diana - ¡¡Siempre con el corazón en la boca!!
Ludmila - ¿Tiene algún recuerdo? Por ejemplo, de como se protegían…
Diana - En realidad, en esa zona no hubo bombardeos importantes, alguna bomba que otra si…
claro que cuando tocó, tocó…pero era algo chico comparado con lo que sucedía en otros
lugares. Pero por la noche pasaban los bombarderos y se sentía el ruido de los aviones.
Ludmila - ¿Tenían que esconderse?
Diana - Si, cuando tocaban la sirena de alarma teníamos que escapar hacia los campos, sea la
hora que fuera, de noche o de día. Era por seguridad (…) Cerrábamos la casa y nos íbamos, así
nomás sin nada. Después, cuando la sirena volvía a sonar, significaba que había pasado el
peligro, y entonces podíamos volver a la casa.
Hubo una temporada en que por la noche debían cerrar toda la casa y mantener “todo
oscurito”, porque el cielo era surcado por una avioneta que inspeccionaba la zona. Los vecinos -
utilizando un código propio- la apodaron “pipo” y entonces, cuando escuchaban el ruido del
motor solían alertar al resto de la presencia de la avioneta al grito de “¡cuidado, que pasa
pipo!”. En ese momento, apagaban hasta las velas.
Afortunadamente, su padre no tuvo que estar en el frente de batalla, y las noticias de la guerra
eran recibidas a través de la radio, y algún periódico que llegaba a la mesa familiar.
Ludmila - ¿Tenia conciencia de lo que estaba ocurriendo? ¿Le explicaban?
Diana - Yo creo que nos dábamos cuenta del peligro Pero tampoco era que tuviéramos siempre
miedo (…) En ciertos momentos teníamos que escapar hacia el campo, porque en nuestro pueblo
no había refugios como en las ciudades grandes; pero la actividad seguía…no digo normal,
pero había que continuar. La escuela, por ejemplo, no se paró.
Capítulo aparte podría ser una reflexión acerca de ello, si lo comparamos con las intermitencias
que sufre el ciclo escolar actual. Cuestión de valores -pienso- cuando la educación, primaba
antes que todo.
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12. De la escuela a casa, y a jugar
Por aquellos años, el ciclo escolar en Italia, comenzaba con el preescolar o jardín de infantes.
Esta etapa podía durar hasta dos años, hasta que el niño cumpliera seis años e ingresaba a la
primaria común. Diana cuenta que ingresaban a clase muy temprano, quizás a las 8 am, y
permanecían en la escuela hasta las 4 o 5 de la tarde aproximadamente. Lo recuerda como
“una guardería comunal, que era del Estado. ¡Ahí pasábamos casi todo el día! Almorzábamos y
jugábamos, pero ahí no aprendíamos a leer ni escribir todavía”.
Una vez que Diana cumplió seis años, comenzó la escuela básica primaria que quedaba cerca de
su casa. La institución era también Estatal y mixta, pero “como estaba muy poblado, había aulas
de varones y aulas de mujeres…”. Muchas de esas compañeras de curso, vivían en su barrio, por lo
que eran también aquellas amiguitas con quienes compartía los juegos, después de salir de la escuela.
Ludmila - ¿Y qué útiles llevaban a la escuela en ese entonces?
Diana - Recuerdo que llevábamos cuadernos y en los primeros grados usábamos solamente
lápiz. Después, en los grados más avanzados, ya podíamos escribir con tinta (…) porque en los
pupitres teníamos los tinteros, donde mojábamos la pluma.
Ludmila - ¿Iban con guardapolvo o uniforme escolar?
Diana – No, guardapolvo blanco. ¡Imaginate cómo quedaba lleno de manchas de tinta!...Pero
después, cuando empezó la guerra y ya no se conseguía jabón para lavar, el Gobierno decidió
que el guardapolvo fuera todo negro…todo negro.
De pronto, se hace difícil no asociar la tonalidad negra de aquellos guardapolvos infantiles, con
el mismo color que tantas culturas llevan en sus momentos de luto. Pienso que, aunque con la
elección de este color se pretendía disimular aquellos inevitables manchones de tinta china, de
algún modo también representarían los tiempos de muerte y temor que la guerra traía consigo.
Pero era otro de esos detalles que la inocencia infantil, aun ajena a ciertos simbolismos,
probablemente tampoco percibía.
Durante los cinco años que duraba esta etapa escolar, tenían la misma maestra, de primero a quinto
grado. Con ella compartían cuatro horas diarias -de lunes a viernes- donde aprendían a leer y a escribir,
a realizar cálculos matemáticos, a dibujar y conocían la historia y geografía que Diana luego aprendería
vivenciando.
Ludmila -¿Y cómo eran esos días en la escuela?
Diana – Y….la maestra era muy exigente, con los deberes, con todo…porque en realidad, todo
lo que uno aprendió en la primaria no se lo olvida más. Pero pienso que fue buena maestra.
Ludmila - ¿Y cómo era Diana en ese momento?
Diana - ….Creo que un poco tonta –ríe, mientras agacha la mirada- no se, porque en una familia
donde había tantos chicos, no se podía prestar atención a todos. Entonces, por ahí…yo creo que
he sido un poco retraída, tímida…
Diana se recuerda a si misma como una niña tímida, introvertida, que “no causaba demasiados
problemas”. Durante aquella infancia en Italia, sus días transcurrían entre la escuela y los juegos
que, al regresar a su casa, compartía con sus vecinitas y amigas de colegio. A medida que fue
creciendo, se sumaron otras responsabilidades, pues -como correspondía a toda hija mujer-
junto a su hermana mayor, comenzaba a colaborar con los quehaceres domésticos.
En aquel entonces, realizar deportes no era bien considerado en una niña, y mucho menos
cuando estaba creciendo y la femineidad comenzaba a vislumbrarse tras sus nuevas formas. Las
horas de gimnasia, en la escuela, eran el único acercamiento a una actividad física sana y
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13. disciplinada. El resto, corría por parte de aquella libertad de movimientos que le prodigaban los
juegos al aire libre, donde a la vez que disfrutaba y se entretenía, aprendía a compartir, a
respetar su turno, y las reglas que hasta en los clásicos juegos infantiles, siempre estaban
presente.
Crecer con Fe y responsabilidad
Entre las nuevas obligaciones que Diana debía asumir conforme a su edad, se encontraba
prepararse para realizar su Primera Comunión. Sus padres eran Católicos, aunque no
profesaban fervientemente la religión, pues como ella misma recuerda “mi padre era religioso
por temporada quizás, iba a misa o rezaba cuando o necesitaba porque le pasaba alguna cosa -
ríe- …y bueno, mi mamá, aunque era católica, nunca salía de la casa, ni para ir a la iglesia”.
A pesar de estas circunstancias, supieron transmitir a sus hijos, la importancia de recibir la
Primera Comunión, y con ello, el Sacramento de la Eucaristía. Diana recuerda que se preparó
durante mucho tiempo para ese momento, “íbamos cerca de dos años, o tres… ¡pero era
mucho tiempo para poder tomar la comunión!”.
En una comunidad mayoritariamente católica, las Iglesias estaban repartidas por todo el
pueblo, y siempre había alguna cerca de su casa. Junto a una amiga, asistían a Catecismo, dos o
tres veces por semana. De aquellas clases en que las Monjas le inculcaban la Fe Católica,
recuerda una “travesura bastante grande”…
Diana - Si, me acuerdo que sucedió cuando me mandaron a Catecismo (…) yo iba con una
amiga vecina, ¡¡y nos hicimos la rabona una semana entera!! -ríe efusivamente, rememorando
la anécdota- Si, una semana entera faltamos a clase, porque yo creo que íbamos todas las
tardes. Y bueno, hasta que un día, una de las Hermanas, la monja que nos daba Catecismo,
mandó a avisar a mi mamá
Ludmila - ¡¿….y como cayó en su casa?!
Diana -… ¡¡cayó tan mal que me dieron una paliza!!….y lo peor es que después yo le pregunté a
la otra -la amiga con la que nos hicimos la rabona- y ella me contaba ¡¡que en su casa no le
dijeron nada!! Eso a mi me daba más bronca todavía, porque a ella no la castigaron pero yo
ligué una paliza (…) Calculo que fue así porque sus padres eran diferentes…no eran tan rígidos.
Ludmila - ¿Había muchos castigos en la familia? Penitencias, por ejemplo.
Diana – Y si, si…había muchos…pero yo me acuerdo de ese nada más.
Ludmila - ¡¡Se debe haber portado muy bien!!
Diana - Capaz -ríe, a la vez que se ruboriza- después los varones sí, como ellos eran un poquito
más traviesos, seguro que alguna palmada en la cola deben haber ligado.
Por aquel tiempo, donde no existían ecografías y desear “que sea sanito” era más que una frase
hecha, cuando la partera anunciaba que una nueva niña había llegado al mundo, era también
recibir un listado de mandatos sociales correspondientes al género femenino. Hacer travesuras,
era un derecho solo ganado por los varones. Tanto como el exclusivo uso de los pantalones, o el
finalizar la escuela secundaria para poder emprender una formación profesional.
A pesar de todo, Diana completó los cinco años que correspondían al ciclo escolar básico. En la
próxima etapa -de escuela secundaria- la esperaban tres años de ciclo normal o técnico, y luego
dos años más de Bachillerato para acceder al título de Maestra. Luego de ello, ya estaría
preparada para una formación universitaria de la que “en ese momento no se hablaba”, como
me confesaría después. Pero cuando avanzaba en el primer año del ciclo normal, dos
circunstancias signaron el destino de su educación formal.
Por Ludmila Brzozowski Página | 13
14. TIEMPOS DE CAMBIOS
un adiós a la niñez y a la escuela
Diana - Yo tuve solamente primaria…porque cuando empecé la secundaria, en el primer año, no
pase de grado. Me quede con una materia, que era Latín, y bueno, como no podían mandarme a
particular porque era caro, cuando fui a rendir desaprobé.
… y ahí se terminó la escuela, no seguí estudiando. Esa materia fue la que me marcó que no
siguiera estudiando. Yo podría haber repetido, pero a lo mejor me encapriché…, y ahora si
estoy de acuerdo con que no tendría que haber dejado de estudiar (…) ojalá hubiera terminado,
aunque sea a los 14 años.
Con un dejo de nostalgia por lo que no pudo ser, Diana rememora esos momentos vividos, a la
vez que un nuevo drama en su cuerpo, anunciaba que ya había dejado de ser una niña.
Ludmila - ¿Se acuerda del día en que se hizo “señorita”?
Diana - Y si, me acuerdo ¡¡porque fue una tragedia!!
Sin entrar demasiado en detalles, rozamos aquel tema tabú, con la complicidad de saber que
hablamos de un fenómeno fisiológico que el lenguaje popular refiere como "se hizo señorita",
“tiene la regla", "el período", “está con Andrés”, o tantas otras frases hechas detrás de las que
se oculta una de las fuentes de mitos que todas las generaciones de mujeres -especialmente
“las de antes”- han conocido: que cuando se está “con la regla” no hay que lavarse la cabeza,
no hay que hacer gimnasia, y hasta es mejor no cocinar determinadas comidas. Y es que a estas
circunstancias normales del desarrollo femenino, se le atribuye el poder de agriar el vino y
cortar la leche, de marchitar las flores, y con un “está en esos días” se justifican también
determinadas conductas, estados de irritabilidad y una mayor labilidad emocional.6
Ludmila - ¿Y usted sabía algo acerca de lo que le estaba sucediendo?
Diana – No, nada de nada, porque además tenía 11 años y medio yo…
Ludmila - ¡¡¿Y que creyó que le estaba pasando?!!
Diana - Y…¡¡que estaba enferma!! Tampoco me dieron muchas explicaciones; lo único que
entendí es que “eso” ya era permanente y aprendí cómo me las tenía que arreglar cuando eso
pasara. Pero nada más….si, era aceptarlo y nada más.
Como bien dicen los libros, “cada mujer en su singularidad, de acuerdo a su historia, su medio
cultural, su etnia, y el momento del ciclo vital conformará su personal relación con su primera
menstruación. Luego, tendrá sus tiempos, sus ritmos, sus vicisitudes personales y sentirá que lo
rechaza, lo acepta, lo maldice o lo disfruta. Pero rehuirlo no puede, pues su condición de mujer
se lo impide”.7 Claro que muy lejos se estaba en aquel entonces, de analizar algo de lo que los
libros dirían.
Ludmila - ¿Nunca se hablaba nada de “esas cosas”, con su mamá?
Diana - No, y supongo que a mi hermana mayor le habrá pasado igual, con la diferencia de que
yo fui muy precoz…imaginate que a los 11 años y medio me sucedió. Me acuerdo porque fue
justo para la época en que yo fui a rendir ese examen que desaprobé…por eso, creo que se me
habían juntado algunas cosas, y capaz por esto tampoco seguí estudiando. Pero como uno ni lo
pensaba…¡¡qué íbamos a analizar!!
6 y 7 de Síndrome premenstrual, un abordaje Psicoanalítico. Sitio web psychoway.com
Por Ludmila Brzozowski Página | 14
15. Entre agujas, hilos y mostradores
La vida debía seguir su curso natural, y otras tareas se sumaron a la vida de Diana. Atrás habían
quedado los juegos en el gran patio, y ahora sus manos sabían de agujas e hilos. Tenía 13 o
quizás 14 años, cuando en el taller de un sastre, Diana aprendió corte y confección. Como su
hermana mayor, ya estaba aprendiendo a hacer camisas, ella debió optar por la confección de
pantalones. Era una prenda de vestir o la otra.
Ludmila - ¿Y cuál era el objetivo? ¿Confeccionar la ropa familiar?
Diana - No, para hacerlo como modista -afirma, después de buscar la palabra en español para
este oficio. Aprendía a hacer un molde maestro y entonces de ahí sacaban la medida para
cualquier tamaño. Pero había que saber usar la máquina de coser bien…
Ludmila - ¿Tenia máquina de coser en su casa?
Diana - Si, por supuesto, tenía todo.
Ludmila - ¿Y aprendió a hacer pantalones?
Diana - ¡¡No!! La verdad que no me gustaba mucho…
Ser modista no era lo que más le agradaba a Diana, pero aún así, aprendió el noble oficio de
confeccionar -en su caso- pantalones. Pero no fue este el trabajo
que realizó en los cinco años anteriores a que emprendiera aquel
viaje de ida, hacia Argentina. Por aquel entonces, Diana
incursionaba en el mundo laboral.
Su primer trabajo fue en una Lechería del pueblo, atendiendo a
los clientes que llegaban al local comercial a llenar sus propios
recipientes con leche fresca. Recuerda que el lechero, la
distribuía “de casa en casa, pero también se podía ir al negocio y
llenar su tarro de leche”.
Otro de sus empleos, fue en un galpón de frutas, donde se
encargaba -junto a otras personas- de seleccionar la fruta para la
venta. En todos los casos, el dinero que recibía se sumaba
íntegramente al presupuesto familiar; pero en Diana se fortalecía
esa virtud que años más tarde -también desde atrás de un
mostrador- la ayudarían a integrarse a una sociedad
completamente diferente a aquella Italia en la que su juventud
asomaba al mundo. Con el uniforme de la Lechería
La sana diversión de crecer
No todo era trabajo y quehaceres domésticos en la vida de los hermanos Bongiovanni. Mucho
menos en los mayores, que ya daban sus primeros pasos en los Bailes que congregaban a la
juventud de San Giovanni in Persiceto, casi ritualmente los sábados o domingos por la tarde.
Diana atesora aquellas experiencias con una alegría que sus ojos no pueden disimular.
Diana - ¡¡Los bailes eran muy lindos!! Empezaban temprano, porque a las 12 de la noche ya
había que regresar a la casa. No porque no te dejaban, ¡sino porque a esa hora ya terminaban!
Por Ludmila Brzozowski Página | 15
16. Eran solamente baile, no se comía, era solamente para ir a bailar y divertirse; los varones
siempre sacaba a bailar a las mujeres.
Ludmila -¿Recuerda qué música escuchaban y bailaban?
Diana - Era más que nada música romántica; no me acuerdo de cantantes ni músicos, pero si
que estaba el vals, la ranchera, el Blue (…) a mi me gustaba mucho bailar, aunque al principio
mucho no me dejaban ir porque yo todavía usaba trenzas.
Ludmila - ¿Como en esta foto, verdad? Tenía el pelo largo.
Diana – Si, y use trenza mucho tiempo. Me lo corté después de venir a
Argentina…¡¡pienso que hasta que mi mamá se cansó de peinarme!!
Usar el cabello trenzado, en aquel tiempo significaba un indicio más de
niñez, que de la jovencita en la que Diana se estaba convirtiendo. A pesar
de ello, llevar una larga trenza, era suficiente para que la vieran como una
persona de menor edad a la que tenía.
Sin embargo, cuando cumplió los 18 años, sus padres le permitieron trasnochar en los Bailes de
Carnaval que se realizaban dentro de lugares cerrados, como los teatros. Investigando un poco
en internet, descubro con sorpresa que hoy, aquella pequeña comunidad en que creció Diana,
tiene su sitio web y los mencionados carnavales, perduraron en el tiempo, como una festividad
tradicional.
Aunque el término carnaval, inmediatamente nos refiera a disfraces, máscaras y alegría, lo
cierto es que es una celebración pública que tiene lugar inmediatamente antes de la cuaresma
cristiana, con fecha variable (desde finales de enero hasta principios de marzo según el año).
Hay quienes sostienen que su origen se remonta a festividades paganas en la Edad Media, y
otros, lo asocian con el catolicismo. En cualquiera de los casos, y a pesar de las grandes
diferencias que su celebración presenta en el mundo, su característica común es la de ser un
período de permisividad y cierto descontrol.
Según la información que pude traducir del portal de San
Giovanni in Persiceto, estas festividades populares subsisten
desafiando toda circunstancia histórica. Sonrío para mis
adentro, cuando encuentro que en febrero pasado, se
realizó la 135º edición del Carnevale Storico Persicetano, en
homenaje a San Juan Bautista, patrono de este pueblo.
Mientras que año tras año, también se realiza el Carnevale
di Decima, en honor a San Matteo.8
Aquellos bailes a los que refiere Diana, estaban precedidos
por un desfile de carrozas que todos los años se realizaban
contemplando una temática diferente. En 1937, por ejemplo, el
lema era “El país de la abundancia”…cuán paradójico, pienso, a
sabiendas que la guerra que comenzaría dos años más tarde,
sería sinónimo de escasez. Aunque este conflicto interrumpió
por un tiempo la realización de los festejos, en 1950 -cuando
Diana ya contaba con 18 años- las carrozas y máscaras de
carnaval, regresaron a alegrar al pueblo, con la consigna
“Sueño de infancia”, también conocido como “El árbol de
Piven”, donde la leyenda decía que de la nada se encontraba un
enorme árbol de Navidad, completamente decorado.9
8 y 9 datos extraídos del sitio web de la Comunidad de San Giovanni in Persiceto / comunepersiceto.it
Por Ludmila Brzozowski Página | 16
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17. Ludmila - ¿Tenían alguna otra forma de divertirse, además de los bailes y el carnaval?
Diana – No, también solíamos hacer paseos, como cuando nos sacamos esa foto. Viste que el
pueblo estaba rodeado por un canal de agua, y ahí fueron haciendo como un lugar para pasear,
con plantas, bancos para sentarse…y los domingos solíamos ir a caminar ahí, con amigas.
Ludmila - ¿Y con sus papás, salían a pasear?
Diana – No, nunca.
Ludmila - ¿Y entre ellos, salían?
Diana – No, ellos siempre estaban en la casa (…) Tampoco nos íbamos de vacaciones; siempre
nos mantuvimos en ese pueblo y en esa casa.
A pesar de que Diana esquiva el tema, la pregunta es inevitable hacerla…
Ludmila - ¡¿Tuvo algún noviecito en su juventud?!
Diana - No, novios no. Solamente algunos “filitos” capaz…
(ambas estallamos a carcajadas, porque la respuesta de Diana, me tomó por sorpresa)
….y si, es que vine a los 20 años. Cuando me despedí, posiblemente tenia un chico, pero después
acá me encontré con el que fue mi esposo y uno ya se olvida de todo lo demás. Pero fueron así,
más que nada amistades, compañeros de baile…nada importante.
Ludmila - ¿Y usted qué soñaba en aquel entonces, cuando se imaginaba “de grande”?
Diana - Grande…cuando mi padre ya había venido acá a Argentina -y sabían que de un
momento a otro la familia también tendría que trasladarse- yo le decía a mis amigas…¡¡me
voy a América y voy a aprender a manejar y voy a tener un auto!! ¡¡Y nunca aprendí a
manejar!!
Diana y amiga
Por Ludmila Brzozowski Página | 17
18. Capítulo IV
Tiempos de post guerra
Después de 1945
DON OVILIO, INMIGRANTE
y un adiós con sabor a hasta luego
Finalmente, llegó aquel día de 1949, en que Don Ovilio Bongiovanni zarpó hacia América; sin su
familia, pero con muchas expectativas y ganas de trabajar. Diana recuerda que aquella
despedida no fue muy emotiva, pues su padre no era muy demostrativo “simplemente un beso y
a tener paciencia”; aunque luego me confesará que el reencuentro fue completamente
diferente, con total alegría.
Quizás esto se debió a que Ovilio sabía que el sacrificio sería mayor que en aquellas aventuras
que lo llevaron a África y Albania. Esta vez, las distancias que había que atravesar, hacían
imposible un regreso a su Italia natal. No había tiempo más que de pensar en conseguir aquella
estabilidad económica que le permitiera reunir a toda su familia nuevamente.
El Puerto de Buenos Aires, de una Argentina que supo ser “el granero del mundo”, fue el
destino final de aquella odisea en barco. Ya en 1853, a sabiendas de la necesidad de poblar el
extenso territorio que conocía más de “barbarie que de civilización”, desde nuestra
Constitución Nacional, se sentaban las bases para “promover el bienestar general, asegurar los
beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres que
quieran habitar en el suelo argentino”. Y si con ello no era suficiente, en su consagrado Art. 14,
desde un comienzo establecía que “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos
los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión, poseer
bienes raíces, comprarlos y enajenarlos, navegar sus ríos y costas, ejercer libremente su culto;
testar y casarse conforme a las leyes”. Bien se advierte en este párrafo, el sentimiento
predominante de aquella época, y el deseo de facilitar la llegada y permanencia de los
extranjeros para que, a la vez de ampliar la población del país, significasen un medio más para
promover el progreso general.10
Pero ser inmigrante, no era simplemente trasladarse con el baúl y los sueños a cuestas, sino
que había que cumplir determinados requisitos para ser considerado legalmente como tal. Las
leyes, lo definieron como "todo extranjero jornalero, artesano, industrial, agricultor o profesor,
que siendo menor de sesenta años y acreditando su moralidad y sus aptitudes, llegase a la
república para establecerse en ella, en buques a vapor o a vela, pagando pasaje de segunda o
tercera clase, o teniendo el viaje pagado por cuenta de la Nación, de las provincias o de las
empresas particulares, protectoras de la inmigración y la colonización”.11
Después de realizar los trámites pertinentes para integrarse oficialmente a este país, Don Ovilio
emprendió otro viaje, pero esta vez por tierra. El norte de Argentina, fue la primera región
hacia donde se dirigió; pero desalentado por el clima -demasiado caluroso, para él que venía de
una zona más fría- decidió torcer el rumbo y probar suerte en el sur.
10 y 11 de Legislación Migratoria, sección del sitio web del Museo Nacional de la Inmigración.
www.comunepersiceto.it.comunepersiceto.it.comunepersiceto.it
Por Ludmila Brzozowski Página | 18
19. Construyendo el futuro
El Valle del río Colorado, le deparó a Don Ovilio, un contrato laboral con una empresa
constructora de origen italiano, que por aquel entonces se encontraba en plena realización de
la Escuela Primaria Nro. 346 -a la que luego le seguiría la Escuela Nro. 91, de Villa Mitre- en la
Colonia Juliá y Echarren del pueblo de Río Colorado. Y allí, entre ladrillos y fratachos, el padre
de Diana hizo amistad con Andrea Zavatteri, un joven inmigrante italiano, que también sabía
del noble oficio de la construcción.
Una vez finalizada las obras en Río Colorado, la empresa siguió camino hacia el Alto Valle en su
misión de edificar escuelas. Pero el papá de Diana, optó por quedarse en estas tierras y junto a
su amigo Andrea Zavatteri, se asociaron formando una pequeña empresa que, con los años,
sería un emblema para el crecimiento edilicio en el pueblo.
En un principio, la empresa se dedicó a la
construcción de enormes piletas para las
bodegas que existían en la región, y luego -
aprovechando los conocimientos y
habilidades que Ovilio tenía para el dibujo
y la proyección de planos- incursionaron
en la realización de viviendas. Con
dedicación y sin pausa, la pequeña
sociedad fue forjándose un nombre y
ganando prestigio en base a la solidez y
prolijidad de sus obras. Su padre, junto a obreros de la construcción
Mientras tanto, el resto de los Bongiovanni, esperaba pacientemente en Italia, a la vez que
recibía noticias de su padre a través de las cartas que le llegaban después de un mes -o quizás
más- desde el otro lado del océano. Diana recuerda que para aquel entonces, la familia
sobrevivía económicamente con lo justo, pues el gobierno de Argentina, permitía a los
inmigrantes como Ovilio, enviar mensualmente a sus familias -que esperaban en el país de
origen- una cantidad máxima de dinero. Aquella suma, en Italia era representativa y suficiente
para que la madre de Diana, la abuela paterna, y los ocho hijos, pudieran vivir dignamente.
DIANA INMIGRANTE
memorias de una despedida
Hacia el año 1952, Don Ovilio, consideró que ya era momento de comenzar a reunir a la familia,
y amparado en la Ley de Inmigración -por la cual podían obtener cierta cantidad de pasajes en
barco sin costo- decidió la partida de cuatro de sus ocho hijos. En este grupo, debía venir
necesariamente una de las hijas mujeres, quien sería la encargada de los quehaceres
domésticos y de la organización del nuevo hogar de la familia Bongiovanni.
Diana, que a sus veinte años recién cumplidos, ya contaba con experiencia laboral en el mundo
del comercio, fue la elegida para zarpar junto a sus hermanos Amadeo (23 años), Gilberto (17) y
Carlo (16) en aquel verano europeo de junio de 1852.
Ludmila - ¿Recuerda los días previos a que usted se viajara?
Por Ludmila Brzozowski Página | 19
20. Diana - ¡¡Ay, si!! ¡¡Era una euforia tremenda!! Estaba muy contenta, porque yo esperaba ese
momento…no se si es porque no lográbamos salir de esa fea situación que se vivía en Italia, o
por qué sería….la verdad que es mejor no analizar tanto.
Ludmila - ¿Venían “a hacer la América, no?
Diana - Si, a hacer la América.
Y así fue como los cuatro jóvenes cargaron sus baúles y valijas con todas las pertenencias
posibles, y decididos a progresar junto a su padre, emprendieron el viaje de ida a la tierra que
auguraba un futuro mejor. El barco partía de Génova, por lo cual, desde su pueblo debieron
viajar por unas horas en tren hasta dicha ciudad portuaria. Y entonces, su mirada se pierde en
la emoción de aquella despedida en su pueblo natal.
Ludmila - ¿Y cómo fue ese momento en que zarpó el
barco? ¿Qué escenario quedaba atrás?
Diana - En realidad, el momento especial que me
quedó no fue tanto el del barco, sino antes…cuando
fuimos a tomar el tren (…) Porque entre mis tres
hermanos y yo, teníamos muchos amigos, y todos nos
fueron a despedir ese día. La cosa es que la cola de
amigos que nos acompañó a tomar el tren era
larguísima…¡¡eran tantos, que no pudimos
despedirnos uno por uno de todos!! Fue como una
cosa colectiva y eso me quedó en la memoria.
Ludmila - ¡¿Y había más conocidos que tomaban ese
mismo barco?
Diana - No, no, de mi pueblo éramos los únicos.
Hoy, a la distancia y ya habiendo atravesado más tormentas en tierra que en mar, se da cuenta
de la dimensión de aquel viaje en que “uno iba a lo desconocido” y se convence de que
“tuvimos mucho coraje después de todo”. Coraje, una palabra que parecía desentonar en los
delicados movimientos de aquella jovencita de cabellos largos, que ya había dejado atrás la
trenza. Sin embargo, la necesidad y ambición de mejorar, le dio el valor suficiente para partir
hacia un mundo desconocido. Era una cuestión de convicción.
Cuando el mundo entraba en un barco
El viaje en el Buque Paolo Toscanelli -que trasladaba tanto pasajeros como cargamento- duró
veintiún días. A medida que atravesaba mares, y el verano italiano se convertía en invierno en
el hemisferio sur, Diana y sus hermanos aprendían a convivir con personas desconocidas, de
otras nacionalidades, que hablaban los más diversos idiomas, y llevaban consigo todo tipo de
costumbres y formas de vida, pero a todos los unía un objetivo en común: el futuro.
El Paolo Toscanelli, en el año 1950 se popularizó por ser el barco que trasladó hasta Argentina -
con motivo de una fiesta patronal que desde aquel entonces se realiza en el barrio porteño de
La Boca- la única réplica exacta de la imagen de Santa Lucía Siracusana, cuyo original descansa
en la catedral de Siracusa (Italia) y que vino acompañada de una reliquia del cuerpo de la
santa12. Un dato significativo, entre los tantos viajes que hizo el Toscanelli surcando las aguas
que separaban a esta nación del viejo continente.
12 datos extraídos del sitio web arteargentino.buenosaires.gov.ar
Por Ludmila Brzozowski
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21. Diana recuerda aquel buque a vapor, con un gran salón donde se distribuían las camas cuchetas
donde podían dormir, siempre diferenciando los espacios por sexo. La cantidad de camas, era
interminable, pues el barco estaba completo; y aunque no tenían la comodidad de su casa ni
podía sentir la aspereza de aquellas sábanas de telar que abrigaron su infancia, le permitía
descansar después de pasar todo el día en la cubierta o el comedor. En estos espacios, se
reunía con sus hermanos, y se animó a conversar con otros pasajeros.
Entre las amistades o “simpatías” que forjó en aquella convivencia, recuerda una en especial,
con un muchacho italiano que viajaba junto a su madre rumbo a Brasil. Con él solía compartir
muchos de esos momentos en la cubierta del barco, quizás admirando los atardeceres que las
nuevas latitudes le prodigaban, o acaso, imaginando ese futuro que estaba cada vez más cerca.
Pero “eran cosas del momento, porque uno por ahí se atrevía a eso”, como dirá Diana, pues al
hacer escala en Brasil, su amigo se marchó, y simplemente quedó en el recuerdo.
El buque Paolo Toscanelli, en un viaje realizado en enero de 1952*
Ludmila - ¡¿Y cómo fue el viaje!?
Diana - ¡Uh, fue alegrísimo! ¡¡Como unas vacaciones!!
Ludmila - ¡¡Como un crucero!!
Diana -¡¡Si, como un crucero!! (afirma, mientras ríe efusivamente)
Ludmila - ¿Y qué hacían en el barco? ¿Cómo se entretenían?
Diana – Y, ese barco no tenía muchas diversiones, porque también llevaba carga, pero me
acuerdo que cuando se pasaba la línea del ecuador, se hacía la Fiesta del Ecuador. Y entonces
se elegía la reina, y se ponía muy entretenido (…) bailábamos, nos divertíamos, hacíamos
amistades rápidas…¡¡fue todo muy lindo!!
Ludmila - ¿Sintió miedo en algún momento?
Diana - No, no, fue muy tranquilo. Claro que siempre hay una parte en que el océano tiene más
fuerte el oleaje…es como que vos miras hacia el mar y parece que el barco se va a hundir en el
agua, pero después sube y se estabiliza…pero nunca tuve miedo.
Ludmila - ¡Qué valiente! ¡Qué coraje realmente!
Diana - ¡Ay, si, por eso yo digo que tuvimos coraje a pesar de todo!... no se como uno se las
arregló, pero lo hicimos…
* fotografía encontrada en el sitio web http://puntadelesteunlugarparavivir-luz.blogspot.com
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22. No fue fácil, pero tampoco imposible. Se trataba simplemente de tener paciencia y disfrutar
cada día y cada noche que aquella odisea les regalaba. El sacrificio tenía que valer la pena, pues
como Diana me cuenta entusiasmada “veníamos para acá, con muchas ganas de trabajar, y
progresar. Soñábamos con un futuro, y por más que fue sacrificado, que nos costó y demás, yo
no estoy arrepentida de haber venido, al contrario ¡¡yo estoy agradecida!! …estoy muy
agradecida de que me hayan aceptado acá. Porque yo no soy como otros que están siempre
criticando, diciendo que van a volver porque acá no les gusta ya…¡¡yo no volvería a vivir ahora
a Italia!! Aparte que mi familia ahora está establecida acá, y yo tampoco nunca les dije que
probaran suerte en otro lado. ¡¡Es todo un sacrificio volver a empezar…!!
Memorias de un Hotel y un reencuentro
Ese volver a empezar, se refería a aquel lugar tan lejano que
su padre había elegido para el nuevo hogar. Argentina, la
tierra soñada, a la que arribaron en invierno de 1952. Su
padre, había viajado hasta Buenos Aires para recibirlos en el
puerto y acompañarlos a realizar los trámites que
correspondían a todo inmigrante dispuesto a trabajar en este
lugar. Después de casi cuatro años sin verse, el reencuentro
con Don Ovilio, fue muy emotivo y afectuoso, a pesar de lo
poco demostrativo que era su padre, se estrecharon en un
gran abrazo, según lo recuerda Diana.
Como rezaba nuestra Constitución, todo inmigrante, siempre
que "acreditase suficientemente su buena conducta y su
aptitud para cualquier industria, arte u oficio útil", gozaba del
Reencuentro con su padre
derecho de ser alojado y mantenido a expensas del Estado
durante los cinco días siguientes a su desembarco ( art.45). Conforme a ello, y antes de partir
todos juntos hacia Río Colorado -donde ya estaba establecido su padre- se hospedaron unos
días en el conocido Hotel de los Inmigrantes, hasta tramitar la documentación correspondiente.
[En realidad, el hotel era parte de un complejo edilicio, conformado por diversos pabellones
destinados al desembarco, colocación, administración, atención médica, servicios, alojamiento
y traslado de los inmigrantes. Casi como una pequeña ciudadela, donde cada edificio cumplió
una función determinante en la organización general de las tareas vinculadas a la inmigración:
El acto de desembarco consistía en el abordaje de una junta de visita a cada barco que llegaba,
a fin de constatar la documentación exigida a los
inmigrantes, de acuerdo a las normas, y permitir o no
su desembarco. Luego, se realizaba control sanitario
a bordo, por un médico asignado a ese fin. La
legislación prohibía el ingreso de inmigrantes
afectados de enfermedades contagiosas, inválidos,
dementes o sexagenarios. La revisión de equipajes se
realizaba en uno de los galpones del
desembarcadero.
Desembarco
Por Ludmila Brzozowski Página | 22
23. Cuando ellos llegaban al hotel, se les entregaba un número que les servía para entrar y salir
libremente, y conocer de a poco la ciudad. El alojamiento, gratuito, era por cinco días, por
"Reglamento", pero generalmente se extendía por caso de enfermedad o de no haber
conseguido un empleo.
El Hotel de los Inmigrantes, que hoy funciona
como Museo, se trataba de una construcción de
cuatro pisos, de hormigón armado, con un
sistema de losas, vigas y columnas de ritmo
uniforme, que dio como resultado espacios
amplios dispuestos a ambos lados de un corredor
central. Íntegramente pintado de blanco, se
acentuaba en todos los ámbitos la sensación de
amplitud y luminosidad.
En la planta baja se encontraba el comedor, con
grandes ventanales hacia el jardín, la cocina y las dependencias auxiliares. Se habían dispuesto
turnos de almuerzo de hasta mil personas cada uno. Al toque de una campana, los inmigrantes
se agrupaban en la entrada del comedor, donde un cocinero les repartía las vituallas. Luego
ellos se instalaban a lo largo de las mesas a esperar su almuerzo. Este consistía, generalmente,
en un plato de sopa abundante, y guiso con carne,
Dormitorios puchero, pastas, arroz o estofado.
A las tres de la tarde a los niños se les daba la
merienda. A partir de las seis comenzaban los
turnos para la cena, y desde las siete quedaban
abiertos los dormitorios. Estos se ubicaban en los
pisos superiores, habiendo hasta cuatro
dormitorios por piso, con una capacidad para
doscientas cincuenta personas cada uno.
A los inmigrantes los despertaban las celadoras, muy
temprano. El desayuno consistía en café con leche, mate
cocido y pan horneado en la panadería del hotel. Durante la
mañana, las mujeres se dedicaban a los quehaceres
domésticos, como el lavado de la ropa en los lavaderos, o el
cuidado de los niños, mientras los hombres gestionaban su
colocación en la oficina de trabajo que el gobierno había Lavaderos
creado a los fines de emplear a los inmigrantes.]13
Diana conserva algunos recuerdos del famoso hotel. Las habitaciones amplias, la disciplina, la
austeridad y los pocos lujos marcaron la corta estadía de solo dos días, en que también el dicho
hotel, convivieron con personas de todas las nacionalidades. El crisol de razas característico de
estas latitudes de América, se comenzó a forjar en estos espacios de convivencia, en que se
construyeron los distintos "tipos" que se originaron en la mezcla de tradiciones: el gaucho
judío, el tano, el gallego, los comerciantes "turcos", y su caracterización según las distintas
formas de actividades económicas a las que se sumaron los recién llegados.
13 de Hotel de los Inmigrantes, sección del sitio web del Museo Nacional de la Inmigración.
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Por Ludmila Brzozowski Página | 23
24. A través de un desierto en tren
Ya en posesión de la documentación que los legitimaba en su condición de inmigrantes, los
cuatro hermanos junto a su padre partieron en tren rumbo a Río Colorado. Debido a la vasta
extensión del territorio argentino, viajar demandó “un día y una noche”, pero a Diana, las horas
se le hacían interminables por el paisaje que los acompañaba. Recuerda que su padre le decía
que viera el paisaje, y ella, para sus adentros, pensaba”¡¿qué paisaje?! Claro que no le dije
nada, pero yo pensaba que estábamos en un desierto…esa era la sensación…
…imaginate que era muy diferente a Italia. Allá estaba todo edificado, fueras donde fueras
estaba construido…y aquí, mi padre nos había traído a un lugar que era todo campo, sin
construcciones, tierras sin cultivar ¡¡parecía que no llegábamos nunca!!”
Después de las interminables horas, en la estación ferroviaria de Río Colorado, los esperaba un
vecino de su padre, para trasladarlos en camioneta hasta el nuevo hogar. Aunque esta casa, no
era propiamente de su padre, pues había sido construida por su socio, Andrea Zavatteri, que
apenas llegado a la zona había invertido algunos ahorros en la compra de un lote. No obstante,
fue el refugio en que compartieron todos sus anhelos, tristezas y alegrías, hasta que años más
tarde pudieron mudarse -todos juntos- a la casa propia.
La primer cena, fue un momento de reencuentro, en que a Diana la emoción se le mezclaba con
algunos miedos. “Yo creo que un poco asustada estaba, porque me hacía cargo de la familia, de
la casa y eso, de esa manera, ¡¡ no lo había hecho nunca!! Fue coraje, a fuerza de coraje…”
Diana veinteañera
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25. Capítulo V
1952, Argentina
Un mundo por descubrir
COLONIA JULIÁ Y ECHARREN
una casa, un idioma, costumbres, y un gran Amor
La casa estaba ubicada en el centro de aquella colonia frutícola que crecía lentamente, a orillas
del río Colorado, y que distaba casi 20 kilómetros del “pueblo”. Tal es así, que hasta el día de
hoy “ir al pueblo” es todo un acontecimiento para quienes pasan su jornada trabajando en las
chacras. Pero la familia Bongiovanni, a pesar de haberse instalado allí, inicialmente sentó sus
bases en el rubro de la construcción. En este ámbito -que necesitaba sangre joven y fuerte- Don
Ovilio hizo incursionar a los tres hijos varones que llegaron en 1952.
Sin embargo, fiel a su espíritu previsor -a la vez que edificaba la gran casa para reunir al resto
de la familia y la empresa constructora crecía- Don Ovilio emprendía la construcción de una
panadería, que serviría como negocio familiar. Pero para su inauguración, aun faltaba, y
mientras tanto Diana se encargaba de los quehaceres domésticos y de organizar diariamente el
hogar que compartían con el joven Zavatteri.
Tanto Diana como sus hermanos, solo hablaban italiano -su
idioma natal- pero no le fue difícil aprender a hablar el
español, “porque leía mucho, y después atendiendo el
negocio, aprendí mucho más”. Entre el material que le
servía para aprender a leer y escribir en castellano, Diana
recuerda que de vez en cuando compraba la famosa
revista Para Ti, y con nostalgia, me dice que “en aquella
época era muy linda, porque traía cuentos, traía más
cosas…era diferente.
También me gustaba leer revistas de historietas o los
diarios que a veces comprábamos. Con eso yo aprendí a
leer en español”
Y aunque les resultó fácil adaptarse al nuevo idioma, extrañaba algunas comodidades que -a
pesar de la guerra- les había prodigado la vida en Italia. El “desierto” al que su padre los había
traído, no disponía de energía eléctrica, los faroles eran algo desconocido, se iluminaban con
lámparas a kerosene, y como tampoco había agua corriente, debían bombear agua. Diana
debió adaptarse a estas nuevas condiciones, tanto como a las costumbres de esta pequeña
comunidad, cuya efusividad siempre encontraba un motivo para “compartir un asadito”.
Por Ludmila Brzozowski Página | 25
26. Costumbres argentinas
Además de la familia de Diana, otros inmigrantes convergieron en esta zona frutícola, que supo
de momentos gloriosos y también de crisis económicas. A pesar de todo, siempre se mantuvo la
unión y alegría que los congregaba todos los fines de semana, en los bailes que se realizaban en
los dos clubes de la Colonia Juliá y Echarren. El club Defensores de la Colonia, y el club Juventud
Unida, fueron testigos de esas fiestas comunales en las que participaba con sus hermanos.
Otro de los momentos ansiados, era cuando “iban al cine del pueblo”. Todos los sábados,
ritualmente, se preparaba para la función del cine Capitol, en que se ofrecía alguna película de
Tita Merello, o algún galán del momento. Pero a Diana, “no le importaba cuál fuera la película,
porque la cuestión era salir ¡¡sino ya me alunaba!!”. De vez en cuando, las visitas al cine se
interrumpían para presenciar algún desfile de carrozas con motivo de los carnavales que hacían
los más jóvenes. Pero ella “solo miraba. Mis hermanos capaz que participaban haciendo
carrozas, con alguno de los Espósito.”
UN AMOR A LA ITALIANA
el comienzo de un eterno romance
Por aquellos años, Diana aún no había hecho muchas amistades, pero si había sido
deslumbrada por el socio de su padre, Andrea Zavaterri, seis años mayor que ella. Entre risas y
mucha emoción, me confiesa que fue un “¡¡flechazo total!! El era morocho, alto, flaco…muy
pintón…y cuando lo vi, yo pensé a ¡¡este no lo voy a dejar escapar!!”
Con cierta complicidad a la distancia, está convencida que el nacimiento de este romance,
estaba en los planes y pensamientos de su padre, cuando no tuvo reparo en todos
compartieran la misma casa con su joven socio.
Ella, que había llegado bronceada después del largo viaje en barco, también gustó
inmediatamente a Andrea. No pasó mucho tiempo hasta que se oficializó el noviazgo, y
comenzaron a compartir paseos por el río, o quizás alguna salida al cine. Aunque en un
principio iban acompañados, su padre tenía confianza en su futuro yerno, por lo que Diana y
Andrea, de vez en cuando, tenían momentos a solas como aquel en que se dieron el primer
beso.
Diana - ¿El primer beso? ¡¡Ay, si, fue a escondidas!!...en aquella época las calles de la colonia
estaban oscuras, porque no había farolitos como ahora. Bueno, la cosa es que nosotros dos,
después de cenar, nos sentábamos en el paredoncito que estaba afuera de la casa.
La falta de luz eléctrica y la obligada oscuridad, sirvieron para que aquel instante fugaz en que
sobrevino el primer beso con que la pareja sellaba su amor, permaneciera en su recuerdo para
siempre. Y tan fugaz como aquel momento, fue también el noviazgo, que solo duró dos meses,
hasta que Diana y Andrea llegaron al altar. Pero como ella asegura “el noviazgo siguió después
de casados”, haciendo entrever la felicidad que compartió con su gran y único amor.
Como correspondía a las formalidades de la época- el novio pidió la mano de Diana a Don
Ovilio. Por supuesto, tuvo enseguida aprobación, ya que “ellos dos se llevaban muy bien, ya se
conocían y a mi papá le gustaba como trabajaban juntos, y eso era muy importante parece”.
Por Ludmila Brzozowski Página | 26
27. Como su futuro marido no tenía familiares en Argentina, y ella tampoco había hecho muchas
amistades, el casamiento fue rápido y la fiesta
pequeña.
Diana - Nos casamos primero por civil, y después en
fuimos a la Iglesia que está en el barrio de Villa
Mitre, todo el mismo día. Desde ahí, fuimos todos
juntos al Hotel Ideal a tomar un chocolate y
compartir el momento. Con mi marido ya íbamos con
las valijas, porque desde ahí nos fuimos a Bariloche
de luna de miel.
Ludmila - ¿Recuerda algo de aquel viaje? ¿Fue el
primero que hizo dentro de Argentina, cierto?
Diana - Si, ese viaje fue el primero. Me acuerdo que
hicimos un tramo en tren, de acá hasta Zapala, y de
ahí hasta Bariloche en colectivo. Fueron muchos días
Los recién casados, con Don Ovilio
de viaje, toda una aventura (…) y de Bariloche
recorrimos algunos lugares que ya en ese tiempo se podían conocer, como esa plaza que
también está ahora…el Centro Cívico.
Al regresar de su luna de miel en Bariloche, los recién casados siguieron compartiendo la misma
casa con Don Ovilio, y los tres hermanos de Diana, hasta que éstos se fueron yendo a medida
que formaban pareja y construían su propio hogar. Mientras tanto, las noticias iban y venían
desde y hacia Italia, donde aún esperaban su madre Gertrude y sus otros cuatro hermanos. Las
cartas que llevaban las buenas nuevas, estaban mayormente escritas por Don Ovilio, aunque
Diana recuerda que redactaba algunas líneas al final de las notas de su padre.
Aprendiendo a ser mamá
En el año 1953, al año de contraer matrimonio, Diana dio a luz a su primogénita, a la que
llamaron Amanda y quien hoy es una reconocida Bioquímica de la ciudad.
Ludmila - ¿Cómo fue el embarazo?
Diana - Fue normal, tranquilo, aunque el parto…¡¡sí que fueron muchas horas de dolor!!
Ludmila ¿Quién la acompaño en ese embarazo?
Diana – Aparte de mi marido, me acompañó mi hermano Gilberto, por eso también tengo mucha
afinidad con él (…) también me ayudó mucho la señora de un matrimonio amigo, que después se
fueron del pueblo, pero fueron los padrinos de Amanda. Ella me ayudó, pero igualmente me las
arreglé bastante sola.
Debido a sus responsabilidades laborales, cuando el momento del parto se acercaba, Andrea se
encontraba lejos de Río Colorado. Había viajado hacia un pequeño paraje llamado Guardia
Mitre, por lo que los primeros dolores que anunciaban la llegada de la pequeña Amanda,
encontraron a Diana, en compañía de su hermano Gilberto. Me cuenta que durante los nueve
meses de embarazo, fue atendida por el Dr. Elizari (uno de los primeros médicos de la zona), y
el día en que empezaron esos dolores y ella “no sabía qué me pasaba” un vecino los llevó con
su vehículo hasta su consultorio. El doctor, sabiendo lo que se aventuraba, la llevó hasta la casa
de “la señorita Ibáñez”, una partera que atendía a menos de una cuadra del consultorio de Don
Elizari. Allí permaneció en “trabajo de parto”, hasta que -cuando la partera lo consideró
necesario- llamaron a su médico para que finalmente Diana, “alumbrara” a su pequeña beba.
Por Ludmila Brzozowski Página | 27
28. Ludmila - ¿Y cuando vio a Amanda, qué pensó?
Diana - ¡¡¿Cómo puede ser que uno haya hecho eso?!! (…) Es que ser mamá es una sensación
muy especial, hay que ser mamá para entenderlo, porque es cierto que es todo un sacrificio
primero llevarla adentro nueve meses, y después tenerla…no es nada fácil, no…pero es una
sensación única.
Cuatro años más tarde, Diana y Andrea tuvieron a su segundo hijo, esta vez, un varón al que
llamaron Miguel y que sería quien heredaría aquella habilidad y pasión por el dibujo, la
proyección y construcción. Hoy, es también un reconocido profesional que, además de
continuar vinculado con el negocio que supieron fundar su padre y su abuelo, como Maestro
Mayor de Obras es el responsable de gran parte de las construcciones que se realizan en el
pueblo. Pero para aquel entonces, Diana ya contaba con la compañía de su mamá y el resto de
sus hermanos.
Andrea y Diana, junto a sus dos hijos
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29. Capítulo VI
1954, la familia unita
Y nuevos emprendimientos
Fue en el año 1954, en que después de una espera de cinco años, la
familia Bongiovanni logró reunirse íntegramente. La casa nueva ya
estaba lista para ser habitada, y fue así como Don Ovilio, escribió a
su esposa para concretar el reencuentro que le depararía emociones
incontenibles. Junto con Gertrude, llegó la abuela paterna, y los
otros hermanos de Diana: María Luisa, Gianni, Piero y la pequeña
Liana.
El nuevo hogar, que Don Ovilio había “levantado con sus propias
manos” tenía varios pisos, como la gran casa que habían dejado en
Italia. Arriba se ubicaban las habitaciones, junto con la cocina, el
baño y el comedor. En la planta baja, había previsto un gran salón,
con un espacio para armar un primer -y provisorio- horno de panadería. La escalera que
comunicaba ambos pisos, Diana la recuerda “bastante angosta, pero como éramos todos tan
jóvenes, no había problemas”.
La panadería de los Bongiovanni
Finalmente, en el año 1955, inauguraron la panadería familiar, que fue también la primera que
tuvo la Colonia Juliá y Echarren. Ya con su madre a cargo del gran hogar, Diana pudo desplegar
aquellas habilidades para el comercio, que supo aprender en sus primeras experiencias
laborales en Italia. En la panadería, se ocupó de la atención a los clientes que a diario, llegaban
a comprar el pan recién horneado por su hermano Gilberto, quien estaba a cargo de los
trabajos de la cuadra. Aunque en su Italia natal, su hermano había sido aprendiz de carnicero,
con dedicación aprendió rápidamente el oficio de panadero (paradójicamente, otro de sus
hermanos, sí había sido aprendiz de panadero, pero su padre determinó que lo ayudara en el
negocio de la construcción). Los momentos compartidos con su hermano Gilberto en la
panadería, sirvieron para forjar una afinidad especial.
Durante los 37 años que trabajo en la panadería, Diana conoció a mucha gente, aunque en un
principio le costaba hacer amistades por su particular timidez; sin embargo, reconoce que las
jornadas detrás del mostrador, le ayudaron a “abrirse y soltarse un poco”. Entonces, me surge
una curiosidad que me es inevitable no preguntar….
Ludmila - ¡¿A mis abuelos los conoció en aquel entonces?! Porque ellos vivían en la Colonia…
Diana - Si, los conocí, aunque no éramos vecinos porque ellos vivían en las chacras, pasando
Juventud Unida. Me acuerdo que tu abuelo -Estanislao- iba al negocio a comprar, pero tu
abuela Ana iba muy poco, porque ella se quedaba en el carro con el que salían a vender la
verdura (…) También me acuerdo que uno de los chicos andaba en un caballito (un pony) con el
que iba a la escuela también, en la Colonia…
Ludmila - ¡¡Si, ese era mi papá!!
El mundo es un pañuelo, dice una conocida frase y estos recuerdos la reivindican.
Por Ludmila Brzozowski Página | 29
30. Los años en la panadería, además de muchas personas conocidas, también le representaron
madrugar por muchos años, pero era un esfuerzo necesario para que todo estuviera en orden y
se pudiera vivir tranquilo. Una vez que la panadería quedó a cargo solo de ella y Gilberto, los
ingresos se repartían proporcionalmente, y dice “vivimos años buenos, pero también se tuvo que
sobrevivir un poco”.
El tiempo pasó, viviendo y sobreviviendo, entre mañanas y tardes atendiendo la panadería,
mediodías y noches reunidos en la mesa familiar, y haciéndose tiempo para compartir
momentos con sus dos hijos, que crecían día a día. De vez en cuando, el cine Capitol o los bailes
que se realizaban en los clubes de la zona, le brindaban momentos de distracción necesarios
después de una semana de arduo trabajo. Muchos años más tarde, también se atrevería a
recorrer parte de Argentina y el mundo, junto a su eterno compañero Andrea; como en aquel
viaje que en 1970, realizaron juntos a Italia.
Diana y Andrea, juntos por el mundo,
así como en la vida
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31. Capítulo VII
El pasado cercano
Un nuevo hogar, y muchas despedidas
Hacia el año 1975, la familia que Diana y Andrea habían formado, se mudó al centro de Río
Colorado, donde su marido había construido otra casa de ambientes grandes y amplios,
también de dos pisos. Atrás quedaban veinte años en que supieron convivir con su papá Ovilio,
su mamá Gertrude, la abuela paterna y con alguno de sus hermanos (hasta que se casaban y se
iban).
Diana, junto a sus dos hijos Amanda y Miguel, en la casa nueva
Una vez cumplido los sesenta años, Diana pudo jubilarse gracias a que tenía “todos los años de
aportes completos…por mis propios aportes me jubilé, no por este sistema nuevo de jubilación
de amas de casas”. Hasta que ello se concretó, siguió trabajando en la panadería, a la cual -
desde la mudanza en 1976- llegaba en el único colectivo del pueblo, después de recorrer los
casi 20 kilómetros que separaban de la zona de chacras. Solamente cuando su madre enfermó,
se quedaba al mediodía o a la noche, a hacerle compañía y cuidarla.
Un tiempo antes de aquella anhelada jubilación, a la vida de Diana llegó lo inevitable, pues con
los años, también llegaba la vejez de sus padres. Con tristeza y resignación, recuerda que su
padre tenía ya 82 años cuando enfermó y “uno ya se venía venir la muerte. Por esas
enfermedades tan feas, que son todo un sufrimiento, estuvo mucho tiempo postrado… y es como
que se enferma también la familia…”
Al poco tiempo de fallecer Don Ovilio, su esposa Gertrude, comenzó a cambiar. Diana
rememora “ella, mientras que él estuvo vivo lo cuidaba, lo sentía su obligación a pesar de que
estábamos nosotros también para ayudarla (…) Por eso, después que mi papá murió y ella ya no
tenía esa obligación, comenzó a cambiar para mal, porque ya no tenía esa motivación. Creo que
mientras tuvo el compromiso, su cabeza funcionó bien y al morirse papá, dejó de tener un
motivo para vivir, y al poco tiempo también falleció”.
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32. La vida le tenía signado aun otra gran pérdida, cuando en el año 1986, falleció su marido.
Pasaron veintitrés años de aquel momento, y aún se le nota en los ojos su enamoramiento.
Para aplacar la soledad y tristeza, durante los primeros años de aquella ausencia, su hija
Amanda vivió en la casa de Diana, junto a la familia que estaba comenzando a formar. Los
momentos de vacío, eran imposibles de llenar, aún trabajando todo el día en la panadería.
Quizás las sonrisas y llantos de los nietos que ya habían llegado al mundo y comenzaban a
crecer, apaciguaban la sensación de extrañar al que había sido compañero y amor desde el día
en que el destino los juntó. Aquel con el que conoció la felicidad, y pudo recorrer parte de la
Argentina y el mundo, en aquellos viajes en que aún se sentían novios.
Los Bongiovanni-Zavatteri, a pleno
Nueva casa, y nueva cama
Pero cuando Diana se jubiló y tuvo mucho más tiempos a solas, consigo misma, una nueva
mudanza la esperaría. En el año 1994, se trasladó a la casa en la que actualmente vive, y que se
encuentra a apenas una cuadra de aquella amplia vivienda que supo compartir con su marido.
Como no podía ser de otra manera, su nuevo hogar fue diseñado por su hijo Miguel, lo cual la
hace sentir más que orgullosa.
Cuando Diana se mudó al hogar que hoy comparte con su gato Mimo, prefirió solo conservar
los recuerdos que atesora su memoria. Del resto, aquellos meramente materiales, dice que “ni
la cama me traje, algunos muebles si por su utilidad, pero la cama matrimonial preferí dejarla y
comprarme dos camitas chicas”.
Definitivamente, la nueva casa está hecha a su medida, y es el fiel reflejo de la paz interior y
lozanía que irradia Diana. Hoy, desde los muchos portarretratos que decoran prolijamente el
gran living-comedor, sonríen sus cuatro nietos y llenan de colorido la casa que ya de por si,
parece luminosa con su vista hacia la plaza principal del pueblo. Apenas un cuadro, que ella
mandó a pintar y que es la réplica de la imagen de un palacete italiano, evidencian la nostalgia
de un pasado que Diana siempre afirma, que “es mejor dejarlo donde está”.
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33. Capítulo VIII
Pensar en tiempo presente
Entre nietos, una presidencia y mucha paz
A pesar de lo dicho, Diana sabe que en aquel pasado que prefiere no analizar, fue en el que sus
padres le transmitieron importantes valores que luego la ayudarían en su vida adulta: mantener
la familia unida, ser ahorrativo, o sea, no permitirse derroches (…) tener ambición de
progresar, de mejorar siempre la situación en la que uno vive, o por lo menos una vez que uno
formara su familia, tratar de que no fuera como habíamos tenido que vivir nosotros durante la
guerra…mi padre siempre quería algo mejor para nosotros, y esos valores nos supo transmitir”.
Ludmila - Y en función de toda la vida que ha tenido usted ¿Qué buscó transmitirle a sus hijos?
Diana - Bueno, más que nada que sean buenas personas, que vivan correctamente, ellos deben
de saber si tienen alguna enseñanza, habría preguntárselos (…) ellos tuvieron una vida muy
diferente a la mía, y no es que hayan tenido una vida muy holgada, porque cuando estudiaban
han tenido lo justo como les ha pasado a todos… pero una vez que se establecieron con sus
familias, se afirmaron en sus trabajos, yo creo que fue mucho mejor que la nuestra. ¡¡Claro que
problemas van a haber siempre!! Eso es indiscutible.
NIETOS A LA DISTANCIA
y una lasagna que se extraña
Hoy, la vida de Diana transcurre entre sus clases de yoga, las responsabilidades asumidas al ser
electa nuevamente Presidenta del Centro de Jubilados de Río Colorado, los cuidados de su
jardín -cuando el clima se lo permite-, las reuniones con sus queridas amigas, y las visitas de sus
cuatro nietos.
Valeria y Maricel –hijas de Amanda- y Matías y Anabella –hijos de Miguel- son esa “continuidad
de la vida” que a Diana le despertó sensaciones hermosas cada vez que supo que uno de ellos
llegaría al mundo. Sus cuatro nietos, los mismos cuyos rostros infantiles inundan gran parte de
la casa, son los mismos por los que hoy -ya grandes- confiesa sentir un orgullo incomparable.
Ludmila - ¿Ahora están viviendo y estudiando fuera de Río Colorado, verdad?
Diana - Si, aunque ahora, como están de vacaciones vinieron de visita al pueblo. A Valeria, la
mayor, le falta poco para recibirse de Bioquímica, pero ya trabaja en el laboratorio con la
madre. La otra, Maricel, estudia Ingeniería en Alimentos igual que Matías. Pero a mi me parece
que a él le gusta mucho estar en el negocio del padre…y Anabella que es Bióloga Marina, está
embarcada en Mar del Plata.
…si, siento gran orgullo ¡¡Ellos llegaron a hacer mucho más que yo!!
En estos tiempos en que las distancias se miden virtualmente, Diana se resiste a la tecnología. A
pesar de que sería un medio para recibir noticias de sus nietos, me confiesa que no ha podido
aprender a usar el teléfono celular que se compró, y por ello, piensa que mucho menos se
adaptaría a internet y las computadoras. Hasta en el mismo ámbito del Centro de Jubilados,
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34. han sugerido su utilización, pero ella cree que ya no va a poder aprender. Y agrega que “¡¡si es
para hacer un solitario, prefiero hacerlo con las cartas, que trabaja más la cabeza!!”.
Aunque por trabajar en la panadería, tuvo que privarse de compartir muchos momentos con
sus nietos, hoy se reconoce como una abuela que tiene un poco de diálogo pero no los invade
con llamados telefónicos permanentes, “ellos saben que si me necesitan, me encuentran”. A
pesar de que ya no disfruta tanto cocinando, cuando sus nietos se lo piden y llegan llenándola
de abrazos, no puede rehusarse a cocinarles la Lasagna a la Bolognesa o los Tortelloni de ricota
que tanto extrañan de la abuela. Entretanto, la familia conserva la tradición de reunirse a
almorzar todos los domingos, alternando entre la casa de Amanda y la de Miguel, y
ocasionalmente, en la pequeña casa de Diana.
Sus nietos, sus grandes orgullos:
Anabella, Valeria, Matías y Maricel junto a Diana.
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35. DIANA, HOY
Argentina, invierno de 2009
Ludmila - ¿Y hoy por hoy cómo es la vida de Diana?
Diana - Es tranquila, me ocupo del Centro de Jubilados, que me queda a pocas cuadras y al que
voy todas las mañanas. Por el momento soy Presidenta, ya voy por el segundo periodo, el año
que viene va a ser el cuarto año.
Ludmila - ¿Cómo Presidenta, qué tareas desempeña?
Diana - Ahora, por ejemplo, estamos organizando un Bingo que se postergó para 9 de agosto
por todo este asunto de la Gripe A.
Precisamente, en medio de la charla, tocaron el timbre para informarle sobre los últimos
detalles en la organización, y traerle los “cartones” del juego. Evidentemente, Diana es una
mujer muy activa y participativa, pienso, mientras ella sigue describiendo sus actividades…
…bueno, como el Centro de Jubilados también tiene salones en que se organizan fiestas -me
explica que como es una entidad sin fines de lucro, no pueden usar la palabra “alquiler”, pero
por el uso de los salones, reciben una retribución mínima para el mantenimiento del lugar- yo
me encargo de controlar que todo esté en orden, limpio, también se hacer arreglar todo lo que
se rompe, o reponer lo que falte….pagar los insumos…es decir ¡¡como si fuera una casa!!
Y así, mientras que las mañanas se las dedica a sus tareas en el Centro de Jubilados, y a hacer
las compras diarias, por la tarde confiesa que pasa mucho tiempo sola, aunque ocasionalmente
se reúne con sus amigas a tomar el té y jugar a las cartas. El pueblo, no ofrece muchos espacios
ni actividades recreativas para aquellos que ya se encuentran lejos de ser adolescentes. Y para
ver televisión, dice que no tiene paciencia, aunque sigue una o dos novelas, pero el resto de la
programación le disgusta porque es “todo chismerío o tiros”.
Pero Diana, cada tanto, suele escaparse de esa realidad que desde los noticieros la abruma y
entristece, y opta por ir a buscar un libro en la Biblioteca Popular “Domingo Faustino
Sarmiento”, de la que hace muchos años es socia. Si bien no recuerda ningún autor en especial,
sus géneros literarios preferidos son el suspenso “sin violencia”, y las novelas románticas.
Mientras que, cada tanto, alguna melodía de ensueños y tranquilizadora, como la música
clásica, inunda su casa.
Otras veces, suena el teléfono -como sucedió en el momento de la entrevista- y alguna de las
amistades que supo construir cuando se mudó “al pueblo”, reclama su presencia para jugar al
“desesperado” mientras comparten un te o comen alguna delicia hecha con sus propias manos.
Diana - Si, especialmente todos los sábados, nos reunimos a las 5 de la tarde, y estamos hasta
las 12 de la noche o más, compartiendo charlas, jugando a las cartas y poniéndonos al día (…)
Acá si pude hacer más amigas, quizás porque yo antes no tenía mucho tiempo y además era muy
cerrada. Pero una vez que me vine a vivir al pueblo, encontré amigas muy buenas, una amistad
puramente sincera…y somos todas mujeres grandes, como la que llamó recién, que era la
señora del Dr. Elizari.
Ludmila - ¿También hace yoga, cierto?
Diana - Si, hago yoga en el Centro de Jubilados desde hace 17 años.
Ludmila ¿Y qué la impulso a comenzar esta actividad?
Diana - Porque yo nunca había hecho gimnasia, y me daba cuenta que alguna actividad física
tenía que hacer para mantenerme bien. Pero cuando me decidí -cuando ya se había jubilado y
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36. tenía más tiempo libre- ya tenía 60 años, y era tarde para comenzar gimnasia rítmica o más
movida, porque yo nunca había hecho nada (…) Empezar de grande es diferente, así que
después que me hice los estudios médicos que me indicó la profesora, me sugirieron que hiciera
Yoga.
Diana aceptó el desafío, y por primera vez en su vida, a los 60 años se animó a mover su cuerpo
suavemente, respirando profundamente, a la vez que alivianaba los inevitables dolores de
huesos y de columna que llegan con la edad. Después de cada una de las clases a las que asiste
puntualmente desde hace 17 años, “se siente muy bien”. Además de esta actividad, su fórmula
para mantenerse bien y sana, dice que no tiene muchos secretos. Entre sus costumbres
culinarias, me cuenta que “tomo agua con limón, poca gaseosa porque me repugna, una copa de
vino de vez en cuando en los asados, y bueno, me gusta la comida sabrosa, pero como no le
puedo poner mucha sal por la presión la condimento con pimienta y hierbas”.
Sal y pimienta, casi como la vida misma, que aunque supo de disciplina, de sacrificio, de
miedos, de carencias y ausencias, también disfrutó con la libertad que se permitió al crecer;
bailó, viajó, besó, abrazó, sintió, dio vida, trabajó abnegadamente, crió a sus dos hijos en un
ambiente sano, rió y sigue sonriendo día a día al ver crecer a sus nietos, con la satisfacción de
que –a pesar de no haberse comprado ni aprendido a conducir aquel auto con el que soñaba al
llegar a América- “algo bueno deben haber hecho” con su marido, para que todos ellos sean las
personas que son.
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