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Joscp Fontana y Gon/.aio Pontón
El arte de lo obvio
El aprendizaje de la práctica
de la psicoterapia
Bruno Bettelheim
y
Alvin A Rosenfeld
Quedan ngurosainenle piohihái.'i.s, sin la aulori/.acíón cserila de los lilnlarcs del C(i/nrií;lii,
bajo las sanciones csíablecklas por las leyes, la reproducción lolal o parcial ile eslii obra
por cn¡ilt|iiicr medio o procedimiento, coniprcmlidos la reprogralía y el Iralaniienlo
¡nlonnalico, y la disii'ihiición de ejemplares tic ella ineilianle :il(|iiilüro prcslamo públicos.
Tílulo original:
'Mil: ART()l'"Ml"í¡ OHVIOll.S.
DliVIil.OI'INC! INSKillT I'OK l'.SYCIKrrilliRAI'Y AND ItVIiKYDAY l.lh'l:
All'rcd A. Knopl, NUOVÜ York
l'radiicción caslellana de MARTA I. (¡HASTAVINO
Diseño tic la colección y cubierla: HNRIC SATUf:
(!) 1993: Hric Bellelheim y Alvin A Rosenlekl
'!"' IW4 de la Irailucciói) caslellana pura lispaña y América:
CRÍTICA (drijalbo Comerciül, S.A.), Anigó, .185, 0X013 Barcelona
ISBN: X4-7423-636-3
Depósilo legal: I!. I I.I8I-IW4
Impreso en ¡ispaña
IW4. ¡IIIROI'H, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona
A nuestras amadas esposas,
en memoria de Trude Weinfeld Bettelheim,
en honor de Dorothy Levine Rosenfeld,
y con gratitud a nuestros estudiantes
V a nuestros mejores maestros, nuestros pacientes
Prefacio
JT!
ste libro presenta un enfoque del aprendizaje de la práctica de
JCJ la psicoterapia, pero refleja también una colaboración que se
inició después de incorporarme a la División de Psiquiatría infan-
til de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, y
trasladarme, en 1977, al área de la bahía de San Francisco, don-
de Bruno Bettelheim se había retirado al jubilarse. Tuve el privile-
gio de trabajar en estrecha relación con él y de llegar a ser su ami-
go a pesar de nuestra diferencia de edad: cuando nos conocimos,
él tenía setenta y cuatro años, y yo treinta y dos.
Poco después de haber llegado a Stanford, invité a Bettelheim a
que impartiéramos juntos un seminario semanal de psicoterapia
para terapeutas en formación o en período de prácticas. Pasamos
mucho tiempo juntos, analizando en privado lo que había sucedido
en la sesión de la semana, y hablando de mis pacientes y de nues-
tras preocupaciones. Cuando me fui de Stanford, nuestra colabo-
ración continuó y se profundizó nuestra amistad. Durante toda mi
vida no podré olvidar el tiempo que pasamos juntos.
A lo largo de toda su carrera, Bruno Bettelheim dirigió cente-
nares de sesiones de enseñanza individual centradas en la psicote-
rapia. En los seis años que pasamos juntos en Stanford, dirigimos
bastante más de un centenar de sesiones en un seminario semanal
abierto a los estudiantes de psiquiatría de niños y de adultos, de
psicología y de trabajo social. También asistieron, de cuando en
cuando, otros médicos residentes en la comunidad. Las sesiones
eran movidas, estimulaban a pensar, no faltaba en ellas el sentido
10 El arte de lo obvio
del humor, y en ocasiones se daba un intercambio de ideas tenso,
incluso crispado, y sin embargo vital, centrado en los problemas
que para Bellelheim eran motivo de honda preocupación.
Desde el comienzo, estimulamos a los participantes a que tra-
jeran al seminario casos particularmente difíciles, para los cuales
necesitaran una ayuda que no pudieran conseguir en otra parte.
Para, mí estuvo claro desde nuestro primerísimo seminario que. Bet-
telheim era un maestro brillante y un virtuoso de la psicoterapia.
Cuando ensayé con mis pacientes algunas de sus ideas y de sus
técnicas, comprobé que eran mucho más eficaces que mis cuidado-
samente pensados métodos propios. Pero la coherencia de su enfo-
que no se ponía inmediatamente de manifiesto, y me llevó cierto
tiempo captar cuáles eran la actitud, y la forma de pensamiento
subyacentes en él. Cuando entendí con más claridad su enfoque,
me di cuenta de su singularidad y, después de un par de años, me
encontré con que estaba incorporándolo al mío propio.
Aunque Bettelheim escribió muchos libros extraordinarios,
siento que ninguno de ellos está cerca de presentar el tipo de libre
intercambio de ideas sobre la forma de tratar con un paciente psi-
coterapéutico de la cual pude tener experiencia en. aquellos semi-
narios. Durante el tiempo que traté a Bettelheim, llegué a pensar
que su manera de enseñar psicoterapia a los estudiantes debía ser
compartida con otros, en forma de libro. El propósito de éste sería
presentar las ideas de Bettelheim y las mías como un instrumento
útil para psicoterapeutas y estudiantes de psicoterapia. Como las
intuiciones de Bettelheim eran de carácter tan universal, tuve ade-
más la. sensación de que interesarían a un público más amplio.
Aunque el propio Bettelheim se mostró dispuesto a dejarme
intentar el proyecto, lo hizo con sumo escepticismo. Se había de-
cepcionado con el fracaso de su libro de 1962, Dialogues with
Mothers, que no había interesado a un espectro de gente tan am-
plio como él había esperado, y atribuía el fracaso, en gran parte,
a su forma. Si no recuerdo mal, dijo que el último libro de diálo-
gos que se había ganado a los lectores había sido el de Platón. Y
él sentía que ningún libro podía, ni remotamente, captar el espíri-
tu de un seminario ni enseñar como podía hacerlo un seminario.
Había que reducir a lo esencial aquello que afloraba en las se-
siones: aclararlo, reelaborarlo, completarlo, hacerlo más conciso.
Prefacio 11
Yo quería transformar el. material en algo que tuviera tanta vida
sobre el papel como la había tenido en la realidad; quería dar una
impresión exacta de lo que era acudir durante varios años a los se-
minarios de Bruno Bettelheim.
Desde el comienzo me di cuenta de que a la mayoría de los lec-
tores se les haría tedioso abrirse paso entre transcripciones litera-
les de los seminarios, y decidí que el libro no debería, en modo al-
guno, proponerse la presentación de un registro factualmente exac-
to de las sesiones que habían tenido lugar. Por lo tanto, seleccioné
parles tomadas de muchas sesiones diferentes que trataban del
mismo tema, o de temas ajines, y luego fui uniéndolas con un en-
tramado narrativo que le diera, unidad a la obra.
Por aquel entonces yo me había trasladado a la ciudad de Nue-
va York, y Bettelheim y yo vivíamos a. un. continente de distancia.
Cuando le envié el resultado de mis primeros esfuerzos, para su
propia sorpresa y deleite, empezó a ver que el proyecto podría fun-
cionar. Con el generoso apoyo de la Fundación Rockefeller, Bettel-
heim y yo trabajamos juntos, en agosto de 1985, en. Villa Serballo-
ni, el centro de estudios de la fundación, en Bellagio, en el lago de
Como, en Italia. Ensayamos diversas maneras de presentar este
material, pero finalmente nos conformamos con que los seminarios
reconstituidos hicieran que algunas ideas complejas, y en ocasio-
nes sutiles, fueran mucho más accesibles para el lector. Durante
ese mes, en nuestros esfuerzos de colaboración, reflexionamos más
en profundidad sobre aquellas ideas, y como resultado de ello el
material se amplió y adquirió unas resonancias y una profundidad
nuevas, que no siempre se habrían puesto de manifiesto en los se-
minarios, con el ritmo rápido y con frecuencia rico en digresiones
que de hecho los había caracterizado.
En la presentación del trabajo psicoterapéutico, la protección
de la confidencialidad del paciente es una necesidad obvia. Y pues-
to que, como era característico en el enfoque de Bettelheim, aque-
llas sesiones se centraban con frecuencia no solamente en las difi-
cultades emocionales del paciente, sino también en las limitaciones
del terapeuta teníamos que respetar el derecho a la privacidad, de
los estudiantes de psicoterapia, que habían sido abiertos y sinceros
al hablar de sí. mismos y de los límites de su conocimiento y de su
experiencia en conversaciones que, en ocasiones, resultaron incó-
12 El arte de lo obvio
modas. Por esta razón, las personas que en el libro hemos sentado
alrededor de la mesa del seminario son personajes creados a par-
tir de más de cuarenta profesionales que concurrieron a los semi-
narios durante esos seis años, y de estudiantes que hemos conoci-
do en otros lugares. Saúl Wasserman es la única excepción; él tra-
bajó conmigo en algunos aspectos del capítulo titulado «Sacos de
arena y salvavidas», releyó y revisó múltiples borradores, y figura
en el texto con su nombre real.
Al hablar de determinados pacientes, sintetizamos materiales
extraídos de varios casos con dificultades similares y a partir de
ellos creamos casos de estudio. Muchos de los detalles que inclui-
mos provienen de casos reales del seminario, aunque algunos fue-
ron tomados de casos que hemos visto en otras partes. Cualquier
material que hubiera permitido la identificación ha sido alterado
para garantizar el anonimato. Lo que se mantiene es una descrip-
ción de un problema clínico que padecen numerosas personas,
como podría ser un niño demasiado agresivo para que los padres
puedan con él, una muchacha que se ha vuelto anoréxica, o un an-
ciano que está deprimido, ansioso y asustado.
También nos hemos apartado de los seminarios tal como fue-
ron en otro sentido importante. En las sesiones, Bettelheim era la
voz predominante, y mi participación se subordinaba a la suya.
Pero al escribir y reescribir, fui yo quien hizo la mayor parte del
trabajo. Como resultado, nuestros debates sobre la mejor forma
de organizar y presentar este material terminaron por llevarnos a
la decisión de escindir el papel de líder del seminario de forma
más equitativa entre Bettelheim y yo, dado que esto nos pareció
que mantenía con más vivacidad el fluir de las ideas y reflejaba
con más precisión las aportaciones que cada uno de nosotros ha-
bíamos hecho a la forma final del libro. Como son tantas las ideas
que compartíamos, en algunas ocasiones pusimos en mi boca pa-
labras que él había dicho, en tanto que otras que yo pronuncié o
escribí se oyen de labios de él.
Aparte de algunas correcciones finales, Bettelheim leyó y apro-
bó como suyas la mayor parte de las afirmaciones que se le atri-
buyen en el libro. Cuando ya estaba demasiado débil para escribir,
dictaba los cambios. Analizamos el penúltimo borrador tres sema-
nas antes de su muerte, y nos pusimos de acuerdo sobre la orien-
Prefacío 13
tacion que debería seguir cualquier revisión posterior. Después de
su muerte, introduje cambios de acuerdo con las líneas que había-
mos convenido, con la ayuda —que él había dispuesto— de quien
durante toda su vida fue su editora personal, Joyce Jack, quien ya
había revisado sus últimos siete libros.
Sin embargo, en la versión final me encontré con que en oca-
siones yo deseaba introducir material nuevo o modificar sustan-
cialmente el existente. Como, naturalmente, Bettelheim no tendría
oportunidad de revisar esos últimos cambios, al hacerlos le atribuí
únicamente afirmaciones que eran citas literales de él, y me adju-
diqué todo el resto del material nuevo. Esto vale particularmente
para el capítulo 4, que necesitó una importante corrección final.
En general, a mi juicio, el punto de vista expresado en este libro
representa con precisión la posición final de Bruno Bettelheim y
sus puntos de vista en lo referente a psicoterapia, y también los
míos, sobre los que él influyó tan profundamente.
Al impartir otros seminarios desde que terminó mi colabora-
ción con Bettelheim, me ha sorprendido la frecuencia con que des-
cubro cómo surgen espontáneamente puntos idénticos a los que
tratamos en uno u otro capítulo de este libro. Eso me ha estimula-
do a pensar que los seminarios expuestos en este libro tienen cier-
to valor «prototípico» y, por consiguiente, que son útiles como ins-
trumento didáctico. Los problemas que aquí se analizan aparecen
reiteradamente en psicoterapia, y creo que el enfoque que defendi-
mos es, hoy por hoy, tan novedoso y útil como lo era cuando se ce-
lebraron los seminarios.
La psicoterapia es un campo donde predomina el individualis-
mo, sean cuales fueren las creencias teóricas del terapeuta. Cada
terapeuta ensaya, adapta y modifica las ideas o posturas de otras
personas y las entreteje con sus propios puntos fuertes y débiles
para, de tal manera, hacer suya esta «profesión imposible». Y hoy
se practican muchas psicoterapias diferentes con técnicas y objeti-
vos diferentes. Este libro no pretende, en modo alguno, presentar
un enfoque amplio y completo de la psicoterapia. En conjunto, sus
capítulos intentan que el lector capte la forma en que Bruno Bet-
telheim abordaba al paciente y la actitud que él sugería para un
psicoterapeuta, si el objetivo de éste era ayudar al paciente a «re-
estructurar su personalidad de modo que pudiera vivir más cómo-
14 El arle de. lo obvio
clámente consigo misino». Espero que el libro transmita al lector
una apreciación del trabajo que puede hacer un psicoterapeuta,
desde esta perspectiva psicoanalílica.
Varios participantes en el seminario han observado que sólo
mucho después de haberlo oído reflexionaron sobre algún comen-
tario formulado por el doctor Beltelheim. Espero que también el
lector compruebe que sus comentarios le estimulan a pensar críti-
camente. En ocasiones, hizo afirmaciones que, sólo tiempo después
de su muerte, entendí que habría sido muy beneficioso elaborarlas.
He dejado algunos de aquellos comentarios en el texto para que el
lector pueda reflexionar por sí mismo y preguntarse qué más ha-
bría dicho Bruno Bettelheim si la conversación hubiera continuado.
Me gustaría agradecer a la Fundación Spencer la concesión de
una subvención que nos permitió cubrir las primeras etapas del
proyecto. La Fundación Rockefeller, la señora Susan Garfield, ad-
ministradora de su Bellagio Cenler Office, y Jo Ardovino, anfllrio-
na del Bellagio Cenler durante nuestra estancia allí, merecen nues-
tro agradecimiento por su cálida hospitalidad. Y también quiero
agradecer a. la Jewish Child Care Association de Nueva York, que
me haya dado la oportunidad de seguir trabajando en este libro
mientras atendía a las necesidades de la institución y de sus niños.
Varias personas nos ayudaron a preparar este material hasta
darle su forma final. Agradezco a Joyce Jack tanto su amistad y su
devoción a Bettelheim como la fundamental ayuda que me prestó
para, dejar este manuscrito en condiciones de ser publicado. Du-
rante el tiempo que colaboramos, ¡legué a valorar no menos su
persona que sus habilidades. El agente de Bruno Bettelheim, The-
ron Raines, y mi agente, Jane Dystel, nos ayudaron a conseguir la
atención de Knopf para el manuscrito. Y allí me encontré en las
manos, extraordinariamente hábiles, de Bobine Bristol y Joan Kee-
ner, cuya sinceridad, encanto, habilidad y franqueza contribuyeron
a trabar una segunda relación laboral, igualmente grata y fecunda.
Me considero afortunado al haber recibido de Bettelheim el don de
trabajar con tres editores de tanto talento.
A lo largo de los años, y en todas las etapas de este proceso,
mi querido amigo Peler Winn me ayudó con sus sugerencias y su
apoyo constante. También otro amigo querido, Robert Kavet —éste
Prefacio 15
desde ¡a infancia—, aportó muchos comentarios útiles. Alice Coo-
pei; Claire Levine y Karen Roekard colaboraron en los primeros
borradores. Saúl Wassernuin nos ayudó a preparar el capítulo que
se refiere, en parle, a su presentación. Como yo difería de Beltel-
heim en cuanto a la etiología del autismo, quise consultar a un ex-
perto a quien conocía bien, a quien respetaba y en cuya franqueza
podía confiar. Quisiera agradecer a la doctora Bryna Siegel, del
Centro Médico de la Universidad de. California en San Francisco,
el. haberse encargado de esa misión, ayudándome a entender las
divergencias entre los puntos de vista de Bettelheim y del doctor
Daniel Berenson (seudónimo) en lo tocante al autismo y a la dife-
rencia, entre los niños aulislas a quienes Bettelheim trataba en la
Escuela Orlogénica* y aquellos a quienes actualmente se diagnos-
tica como autistas. Mis colegas y amigos, los doctores John Back-
inan, David Port, John Sladler y C. Barr Taylor, hicieron muchas
sugerencias útiles sobre el texto del manuscrito final. Heleu Abra-
hamson fue una dedicada y estupenda secretaria en las etapas ini-
ciales de este proyecto, lo mismo que Margare! Forman, mucho
más adelante.
Muchos de los estudiantes que participaron en el seminario se
sintieron profundamente influidos por él. Como me dijo por teléfo-
no, muy recientemente, uno de ellos: «No pasa un día en mi vida
sin que me acuerde de Bruno Beltelheim en mi trabajo clínico».
Quisiera agradecer, nombrándolos, a varios estudiantes que fueron
especialmente cordiales con Bettelheim o conmigo: Karen Axels-
son, Neil Brast, Tintinen Cermak, Mairin Doherty, Graehem Ems-
lie, Peler Finkelstein, Miriam (Micki) Friedland, Peler Keefe, Kim
Norman, Healher Ogílvie y Alan Rapaporl, y agradezco a los mu-
chos otros que asistieron a estas sesiones el haber hecho tan esti-
mulante el seminario y su participación en la elaboración de este
libro.
Finalmente, me gustaría dar las gracias a mi pacienlísima fa-
milia. Mi mujer, Dorothy, me ha ayudado a lo largo de los muchos
años que fueron necesarios para completar este proyecto. Y a mis
maravillosos hijos Lisa. Claire y Samuel Aaron, que han tenido con
* Inslilución, con sede en Chicago, dedicada al iniUimienlo-dc niños con trastornos psi-
cológicos graves. (W. de la I.)
16 El arle ele lo obvio
demasiada frecuencia un padre que estaba más pendiente del pro-
cesador de textos que de ellos.
Antes de la muerte de Bettelheim, él y yo bosquejamos una in-
troducción, en la que precisábamos cuáles eran nuestros propósi-
tos con este libro: «Hemos intentado hacer una selección sensata
con la enorme cantidad de material que afloró en estas sesiones.
Naturalmente, lo que ... presenta este volumen no es en modo al-
guno un curso completo sobre la enseñanza de la psicoterapia psi-
coanalítica. Pero abrigamos la esperanza de que esta pequeña se-
lección transmita el espíritu de lo que intentamos lograr y de lo
que es un determinado enfoque del paciente en psicoterapia».
ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina
Introducción
Mi trabajo con Bruno Bettelheim:
una visión personal
En 1977 me convertí en el nuevo director de Formación en Psi-
quiatría Infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad
de Stanford, con el cometido de organizar un buen programa para
la preparación de futuros profesionales capaces de diagnosticar y
tratar niños perturbados. La posibilidad que yo contemplaba era un
programa capaz de integrar la riqueza de la investigación psiquiá-
trica en Stanford con los enfoques psicodinámicos que tan impor-
tantes me habían parecido durante mi formación y después siendo
profesor de psiquiatría infantil en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Harvard.
Para mí estaba claro que, en una psicoterapia de orientación psi-
coanalítica, para los psiquiatras en formación sería beneficioso
contar con un maestro avanzado en años, rico en la sabiduría y la
experiencia acumuladas que sólo pueden proporcionar una vida en-
tera de práctica, y de reflexión sobre esa práctica. Entonces, me pa-
reció obvio que Bruno Bettelheim, que en 1973, jubilado, se había
retirado a Portóla Valley, no muy lejos de Stanford, sería una elec-
ción excelente para colaborar en la enseñanza del enfoque psicodi-
námico. Sus numerosos artículos y libros eran bien conocidos; sus
logros intelectuales, legendarios, e inequívoco su compromiso con
una perspectiva psicoanalítica.
- Ührnil.HHiM
18 El arte de lo obvio
Cuando el doctor B. (como le llamaban generalmente tanto sus
colegas como los estudiantes) y yo nos conocimos en 1977, habla-
mos de mis antecedentes y de mis planes para el programa, y de su
deseo de participar más en la enseñanza. Me di cuenta de que en
los temas clínicos y en las cuestiones referidas a la formación,
nuestros intereses coincidían. Él aceptó de buena gana mi invita-
ción a impartir un seminario, por más que yo no dispusiera de di-
nero para pagarle. Por las tres horas semanales que le dedicaba, su
recompensa era una taza de café recién hecho.
Pero mi elección de Bettelheim estaba llena de riesgos. Tenía
la reputación de ser un hombre difícil, e incluso fastidioso. Ade-
más, los dos defendíamos puntos de vista diferentes sobre el pa-
pel de Estados Unidos en Vietnam, un asunto que tenía, para am-
bos, verdadera importancia personal. Desde 1965 yo había estado
enérgicamente en contra de nuestra participación, en tanto que la
prensa había citado sin reticencias a Bettelheim y sus acusaciones
de «neonazis» a los antibelicistas; además, culpaba a los padres
de éstos de no haberles enseñado «a temer». Fue aquella una gue-
rra dolorosa, que enfrentó a padres e hijos, y parecía como si
cualquiera que adoptase un punto de vista opuesto al propio, es-
pecialmente si proclamaba con tanta fuerza su opinión, fuese un
enemigo natural.
El doctor Bettelheim era una opción arriesgada por otra razón.
Su cqnocJiTÜe^^
señados.»._sino en muchos años.de experiencia acumu_lada_y_ en su
capacidad subjetiva de entender la vida interior de niños y adultos.
Aunque algunos profesores muy mayores de la universidad y del
Instituto Hoover (un think tank* situado en el campus de Stanford)
respetaban profundamente a Bettelheim, el profesorado psiquiátri-
co lo consideraba «poco científico». Lo habían aceptado como
profesor visitante, pero le daban poco para hacer. Muchos miem-
bros del cuerpo de profesores, de orientación psiquiátrica, no se
mostraban benévolos con su orientación psicoanalítica; a otros no
les gustaban sus modales autoritarios ni su tendencia a expresarse
enérgicamente, en particular cuando proclamaba sus profundas du-
* Un insticulo de investigación u otra organización de eruditos y científicos, especial-
mente si el gobierno la emplea para resolver problemas o predecir acontecimientos en las
áreas militar y social. (N. de la I.)
Introducción ¡9
das sobre métodos que, como el estadístico y el bioquímico, ya ha-
bían aportado al departamento tanto renombre y tantos fondos para
investigación.
En nuestras conversaciones iniciales, sin embargo, descubrí que
Bettelheim tenía una visión útil de mis intereses académicos e in-
telectuales. A comienzos de los años setenta, cuando yo pertenecía
a la Facultad de Medicina de Harvard, me contaba entre el grupo
de investigadores y médicos que por primera vez identificaron y
dieron a conocer el hecho de que los abusos sexuales padecidos en
la niñez eran un importante factor que predisponía a los problemas
psiquiátricos. Con otros colegas, realicé estudios y publiqué artícu-
los que describían maneras de abordar a los pacientes que habían
sido objeto de incesto y de abuso sexual. Describí el contexto fa-
miliar en el cual se da el incesto y redacté un documento sobre el
abuso sexual para la American Academy of Child Psychiatry, que
fue al Congreso y que la American Medical Association publicó en
el Journal ofthe American Medical Association {JAMA), su princi-
pal publicación.
Mi investigación continuó después de mi llegada a Stanford. Pu-
bliqué artículos que analizaban la relación entre el desarrollo sexual
normal y la sobreestimulación y el incesto en publicaciones tales
como The Journal of the American Academy of Child Psychiatry,
The American Journal of Psychiatry y el JAMA. Bettelheim me ins-
tó a que pensara más en profundidad en los descubrimientos que ha-
bía hecho mi grupo de investigación en un gran estudio, dirigido por
mí, sobre la evolución sexual en familias típicas acomodadas y su
relación con una evolución sexual aberrante.
Bettelheim me ayudó a pesar de su oposición al enfoque esta-
dístico que yo usaba en esos estudios. Aunque admiraba la ciencia,
dudaba de que los métodos útiles para las ciencias físicas pudieran
medir y elucidar lo interior del hombre: sus impulsos, necesidades
y pasiones. «Todos esos estudios cientíj|lcos_son..ijoytSlilQSJ^.,c£ea.r
certidumbre allí donde Freud creía que no lajiabía —decía—. Creo
que esta contradicción básica es insalvable.»
Hablaba despectivamente de los que confían solamente en los
datos objetivos: «Este recelo hacia los enfoques subjetivos, incluso
hacia la introspección, explica la orientación fisiológica de buena
parte de la psicología académica norteamericana. La fisiología es
20 El arte de lo obvio
mensurable y cuantificable, mientras.que. la manera adecuada de
amar a otra perso.na..es muy difícil, de. encontrar».
En una ocasión presenté a Bettelheim al hoy difunto Roben
Sears, un notable exponente de la psicología evolutiva, aproxima-
damente de la edad de Bettelheim. Sears había sido de los prime-
ros en usar los métodos estadísticos en el estudio de la evolución
infantil. En su conversación, Sears dijo que el problema de la apli-
cación de la estadística al estudio de la vida emocional de los niños
era que los investigadores no sabían cómo «puntuar el afecto», es
decir, asignar un valor numérico a lo que estaba sintiendo una per-
sona. Bettelheim se mostró en desacuerdo. Ninguna persona puede
mjedirjos_senümiento.s.de.otra, dijo. Es simplemente imposible sa-
ber, y no hablemos de medir, qué es lo que sucede dentro de otra
persona. No es así, insistió Sears. Como otros fenómenos, las emo-
ciones se pueden medir, pero es un trabajo que hay que hacer con
sumo cuidado. Y allí quedó trazado el límite de la cortesía entre
aquellos dos hombres sinceros, aquellos pensadores brillantes.
Bettelheim me atraía por otra razón que hacía que algunos
miembros del profesorado desconfiaran de él. Yo consideraba sig-
nificativa la perspectiva del psicoanálisis porque es una ciencia v
adémáV un arte, que posee la belleza intrínseca y la utilidad de
ambos. Ninguno de los dos es una manera de conocer evidente-
mente superior. ¿Acaso la manera que tenía Monet de entender el
color era menos válida que la de las gentes que pueden decimos
cuál es el contenido espectral de un matiz?
Yo quería, además, que él me ayudara a pulir y afinar mejor mis
propias habilidades psicoterapéuticas. Tenía ciertas reservas sobre
la forma en que me comunicaba con un niño a quien estaba tratan-
do, y sentía que me faltaba establecer con él alguna conexión, de-
cisiva pero muy sutil. Le dije que deseaba que me ayudara con los
problemas que tenía con ese niño.
—Intentémoslo durante algunas semanas para ver qué pasa —me
respondió.
¡Era un maestro excelente! En nuestras conversaciones consi-
guió poner el dedo exactamente en la llaga. Me señaló maneras de
entender al niño y de profundizar en esa conversación continuada
que es una terapia de plazos prolongados. Bettelheim era capaz de
seleccionar un detalle minúsculo y aparentemente sin importancia
Introducción 21
que yo había mencionado por casualidad, y me ayudaba a ver que
si lo recordaba era porque en ese detalle el niño me estaba dicien-
do algo importantísimo. Bettelheim tenía un agudo sentido de lo
que necesitaba un paciente concreto en un momento determinado.
En nuestro trabajo durante el primer año que nos vimos me sugirió
ocasionalmente una intervención que me pareció temeraria. La pri-
mera vez que lo hizo, le dije:
—Si yo fuera Bruno Bettelheim, eso podría funcionar, pero no
lo soy.
—Inténtelo —me respondió con tranquila convicción.
Hice lo que me sugirió, y funcionó. Mi relación con el niño se
profundizó y mejoró.
Bettelheim me enseñó a escuchar con más cuidado a los niños,
a oír lo que dicen, a conjeturar lo que se oculta detrás y a comuni-
car con más precisión sobre la base conjunta de lo que se entiende
y lo que se conjetura. Me ayudó a ser menos intelectual y más ju-
guetón en la terapia. Años después, me dijo:
—Para los adultos es difícil aprender a hablar con" los niños.
¿Por qué? La única manera de hablar con ellos es sumergirse en su
posición. Pero, como nuestra condición de adultos es una adquisi-
ción tan reciente, tenemos que protegerla a toda costa.
Y en otra ocasión en que alguien le preguntó por qué hacemos
de la niñez el mito de la despreocupación y vemos a los niños
corno exponentes de bondad y dulzura, respondió:
• —Tenemos esa imagen de la infancia porque todos queremos
íhaber pasado por una época en que lo teníamos todo tan bien. Pero
es una ilusión, un engaño. Para empezar, nunca lo tuvimos tan
bien. ... Pero hay otra razón para que el mito [que tiene el adulto] de
la inocencia de la niñez muera tan lentamente. Es por nuestra pro-
.pia hostilidad en la infancia, que estamos tratando de negar. En rea-
lidad, tiene que ver con nuestra incapacidad para aceptar todos los
pensamientos hostiles y agresivos que nosotros mismos teníamos
en la infancia, que nos impide ver todo eso en los niños y, por así
decirlo, protege nuestra amnesia...
" Aunque yo llegué a apreciarlo y a considerar nuestra amistad
como un tesoro, el doctor B. no era un hombre abiertamente cálido
y afectuoso, sino más bien reservado en sus relaciones. General-
mente, llamaba a las personas por su nombre profesional, y en pú-
22 El arle de lo obvio
blico mantenía siempre un porte formal y pulcro. Excepto en sus
dos últimos años, después de dos ataques, siempre fue muy celoso
de su vida privada. En ocasiones podía «vanagloriarse», pero en su
hogar trataba a todo el mundo como a un huésped de honor, con
una cortesía y una hospitalidad impecables. Bajo la superficie, per-
cibía yo un calor tímido y travieso, que se reflejaba en el fugaz res-
plandor que a veces aparecía en sus ojos y en el brillo provocativo
de sus comentarios ocasionales.
Tenía un estupendo sentido del humor y en ocasiones, en forma
impredecible, compartía alguna anécdota de su niñez. Un amigo
mío deseaba que su mujer dejara de amamantar a su hijo de seis
meses. Para reforzar su posición pidió a Bettelheim que le ayudara
a resolver la situación, con la esperanza de que el doctor B. fuera
un apóstol de una crianza infantil estricta y le proporcionara serias
admoniciones psicoanalíticas para transmitir a su desorientada es-
posa. Bettelheim sonrió y le dijo que, cuando él nació, sus padres
fueron a las provincias austríacas a contratar a una chica de dieci-
séis años para que fuera su nodriza. Todos pasaron por alto el he-
cho de que a esa edad ella ya había cometido «delitos sexuales» y
de que necesariamente estaba abandonando a su propio hijo. La
buena chica, continuó con una mirada de picardía, lo había ama-
mantado hasta que tuvo cuatro años, de modo que él no veía cuál
era exactamente el problema. Mi amigo optó por no compartir
aquella conversación con su mujer.
La brillantez_de_BeUeIheim era un don, extraño y difícij ,de des-
cribir."Y_ de lo que se trataba "era de deslac^^'rLHP-C^lTyBS. Ú9,S^e
nq.h.a-y~u.a_§ís|ernaJe coordenadas aceptadas.poi"eonsenso,.uriiyer-
saJ, como la tabla de los elementos en química. Es un campo en
donde las discrepancias surgen fácilmente, incluso en relación con
los supuestos básicos. Cuando Bettelheim hablaba de un problema
clínico, planteaba con frecuencia cuestiones difíciles de responder.
Muchas veces, para quienes ya estaban establecidos en el campo,
la confrontación con su ignorancia personal era inquietante. Por
ejemplo, Saúl Wasserman, que dirigía una importante unidad de
pacientes internos de psiquiatría infantil en el tiempo en que se
abordó el caso que se estudia en el capítulo 2, al releerlo comentó:
«Qué difícil es creer lo tontos que éramos. Hoy llevaría ese caso de
forma tan diferente...».
Introducción 23
Era fácil sentir las preguntas de Bettelheim como un acoso o
una humillación; después de todo, él sabía con qué propósito las
hacía, pero quería que uno se diera cuenta por sí solo. Por ejem-
plo, podía observar en ti una actitud de la que no eras conscien-
te, pero que impedía establecer una relación de empatia con el
niño a quien tratabas. Lo más frecuente era que estuvieras con-
duciéndote de una manera que reflejaba alguna actitud de tus pa-
dres que te había dolido de niño, pero a la que habías tenido que
adaptarte, interiorizándola. Entonces, cuando él hacía hincapié
en eso, tu reacción era de enojo o de ponerte a la defensiva. Mu-
chos participantes en el seminario usaban de manera constructi-
va esa dolorosa confrontación consigo mismos y con sus respec-
tivas infancias. Más de uno comentó que lo que había sacado de
ese seminario y aprendido de Bettelheim había cambiado la
orientación de su vida o había influido profundamente en su ca-
rrera profesional.
Pero no todos los que asistieron al seminario sentían lo mismo.
Yo, debido a mis antecedentes y a mi formación, tiendo a tener un
estilo didáctico mucho menos centrado en la confrontación, y a
brindar en cambio más apoyo del que ofrecía Bettelheim. Él, por el
contrario, era el producto de una rigurosa educación clásica euro-
pea, y había enseñado durante muchos años en la Universidad de
Chicago, que era igualmente famosa por el rigor de sus métodos de
enseñanza. Podía ser muy áspero cuando despojaba a un_estu¿¡,an-
te,.de.lQ,que,,étJÜaraaba «falsos supuestos^reíerentes al psicoanáli-
sis. (Puede ser que en los seminarios que aquí presentamos aparez-
ca en menor medida esa brusquedad, ya que nuestro propósito no
es efectuar un retrato biográfico, sino presentar nuestras ideas con
la mayor claridad posible.) A varios estudiantes les molestaba su ri-
gor y su estilo agresivo, y dejaron de acudir a los seminarios. Des-
de entonces, algunos de ellos han llegado a ser excelentes psicote-
rapeutas. Estoy convencido de que si se hubieran quedado, o si el
estilo didáctico de Bettelheim hubiera sido diferente, ellos habrían
ganado muchísimo y el seminario se habría enriquecido con su par-
ticipación.
Hubo una occisión en que, después de que a un estudiante le hu-
biera parecido especialmente difícil de aceptar la crítica de Bettel-
heim, algunos de los concurrentes le reprocharon su insensibilidad.
24 El arte de lo obvio
En respuesta, y fue la primera y única vez que le oí hacer aquello,
Bettelheim explicó sus razones:
/ —Cuando enseño el pensamiento psicoanalítico, y especial-
í mente en psicoterapia, me esfuerzo por ser duro durante ías prime-
!
ras sesiones, para que un promedio del quince al veinte por ciento
1
de los estudiantes dejen la clase. Estoy convencido de que es me-
jor para ellos, y para mí también. Llegar a ser psicoanalista impo-
ne considerables esfuerzos personales, y si uno no puede afrontar-
los, es mejor que no entre en ese campo... La primera exigencia
para convertirse en psicoanalista es someterse a un análisis perso-
. nal. Al hacerlo, uno experimenta muchas veces lo doloroso y per-
! turbador que es el proceso: una experiencia personal absolutamen-
[
te necesaria para que, más adelante, uno sea capaz de sentir empa-
/ tía con el sufrimiento que experimenta el o la paciente cuando está
¡sometido al proceso del psicoanálisis.
»Pero como la mayoría de mis alumnos no se han psicoanaliza-
do, tienen que aprender hasta qué punto la adquisición de diversos
insights* psicoanalíticos puede ser perturbadora para el individuo.
Cuanto antes aprendan que pueden tropezar en su camino con vi-
vencias que los perturben, mejor, de manera que, si esas primeras
pruebas son demasiado para ellos, puedan abandonar el trabajo an-
tes de haber sufrido demasiado daño. Esta es también la razón de
que yo nunca haya enseñado asignaturas obligatorias: quería facili-
tar a mis estudiantes la posibilidad de dejar la clase o el seminario
en el momento que quisieran.
»Y por eso también, antes de acceder a la petición del doctor
Rosenfeld de que diéramos este seminario, insistí en que la asis-
tencia fuera completamente voluntaria, y en que no hubiera ni la
menor consecuencia adversa para ningún estudiante que optara por
no acudir a él, o que después de algunas sesiones decidiera aban-
donarlo.
»Es que, simplemente, el psicoanálisis no es fácil. No fue hecho
para que lo fuera. Freud no esperaba que el psicoanálisis fuera para
todo el mundo. Es algo que sólo sirve para los que quieren hacerlo
y pueden asumir todo lo que el proceso y los insights del psico-
* Término utilizado en psicoanálisis para referirse a la intuición que tiene el paciente
de algunos aspectos de su personalidad. (N. del e.)
Introducción 25
análisis exigen de un individuo. La aceptación del psicoanálisis a
partir de supuestos falsos no es buena ni para el psicoanálisis ni
para la persona. Si alguien no quiere hacerlo, nada lo beneficiará
más que abandonarlo, con la oportunidad simultánea de poder eno-
jarse con alguien, en este caso conmigo. Después de una experien-
cia tal, un estudiante así sostendrá la tesis de que fue mi «mez-
quindad» y no su propia angustia lo que le movió a abandonarlo.
Es mucho mejor que esas personas piensen que tienen razón para
estar enojadas conmigo y no que piensen que no fueron capaces de
asumir el dolor inherente en el psicoanálisis o que consideren que
es un proceso fácil para todo el mundo. Así, en un sentido más pro-
fundo, lo que en la vivencia de ellos es mi «mezquindad» es algo
destinado a protegerlos. Y funciona: ellos se enfadan conmigo, y
yo puedo asumir su enojo sin pensar de ellos nada negativo.
La experiencia en el seminario era muy diferente si compren-
días que, cuando te presentabas, las preguntas de Bettelheim, esta-
ban destinadas; a. hacerte.pensar en ajgo, i i ^
pudieras..descubrirlo por ti .oiismo, tomando conciencia de una ac-
titud que te restaba eficacia como terapeuta. Entonces tu experien-
cia te provocaba ansiedad y además era productiva. Si te esforza-
bas por comprender lo que él te estaba mostrando de ti mismo, te
dabas cuenta de que la intensidad de tu reacción confirmaba que él
había tocado algo importante, y entonces te esforzabas más. Re-
cuerdo haberle oído decir: «Yo no puedo enseñaros a hacer psico-
terapia. Eso, sólo vosotros podéis hacerlo. Yo sólo puedo -enseña-
ros la,manera.de,pensar ejiJapsicQtejrapia».
<<E]j5SÍ.coanálisis..,es,,e].,.artewde lo obvio», solía decir el doctor B.,
y a medida que te abrías paso entre los problemas de un caso de-
terminado, cuando te despojabas de las anteojeras que habías usa-
do desde niño, y que te impedían ver lo que habría sido claro para
ti de niño, llegabas a captar lo que él estaba diciendo. Y pronto ol-
vidabas que hubiera una época en que no lo veías. El insighi pare-
cía tan claro, tan tuyo, como algo que hubieras visto y sabido des-
de siempre, ¿verdad?
Como el buen psicoanalista que te ayuda a hacer descubrimien-
tos por tu cuenta, Bettelheim conseguía que los insights fueran tuyos.
—El.autodescubnmiento,es tremendamente valioso para la.per-
sona que se descubre a sí misma —dijo en un seminario—. Que al-
26 El arle de lo obvio
guien lo descubra a uno jamás le ha servido de nada a nadie. Ya sa-
bréis que exisle el dicho de que cuando Colón descubrió América,
los indios dijeron: «^UjjTToj^^iüSjjiojjlesciihrj,^^"»- Y vaya si lo
estaban. Por esoJa ^situación psicoanalítica ,tue,..ai:eada-,parcupjx3jpo-
ver_e]__dssiaj£nm|enl o_ (Je_s_hmsmp.
Con el tiempo, se nos hizo difícil saber dónde se acababan las
ideas de Bettelheim y dónde empezaban las de cada uno. De hecho,
inleractuar con Bettelheim cambiaba tu manera de ver el mundo y
de pensar en la gente. Para algunos, su profunda influencia fue una
fuente de resentimiento, que hacía que resultara más fácil centrar-
se en los puntos difíciles de su personalidad que admitir una deuda
que parecía humillante. Cuando escribí algunos artículos en los que
usaba ideas suyas que yo había incorporado a mi manera de enten-
, der y de ver las cosas, le pregunté si quería que las reconociera
como tales. Su respuesta fue que él no había hecho más que com-
i partir ideas conmigo, y que las ideas pertenecían a todos. Jamás le
vi adoptar ninguna otra posición.
Era un experto que hablaba desde el sentido común y desde el
no común, y cuyos insights e ideas fueron de utilidad en mi traba-
jo clínico y en mi vida personal. Con él podía hablar de un proble-
ma teórico, de cómo elegir una niñera o de por qué mi hija había
andado antes de hablar. A veces, con sólo hacerme desplazar mi vi-
sión de alguna paradoja aparentemente insoluble en apenas uno o
dos grados del punto donde yo tenía puesto el foco, me mostraba
un estrecho corredor a través del cual se podía ver claramente el
otro lado. Muchos de los que trabajamos con él a lo largo de los
años tuvimos esa experiencia, que denominábamos su «genio».
Pero a esta especie de alabanza, él respondía con algo así como:
I —Tú me diste toda la información. Tú también lo sabías, pero
/hablabas con tanta rapidez que no te escuchaste a ti mismo.
Aunque había trabajado mucho y estaba orgulloso de haber al-
canzado la fama, se daba cuenta de que aquello tenía una impor-
tancia relativa, especialmente mientras su esposa aún vivía.
f
~ —Seguro que es agradable que reconozcan tu trabajo y que te
/citen. Pero, en otro sentido, eso no significa nada. A la gente que
I realmente le interesa y a la que tienes la esperanza de interesarle no
1 le importa un rábano lo que escribes. Se forman sus opiniones por
] la manera en que los tratas. Y andar dando charlas por ahí aleja a
Introducción 27
yo de mi casa y de mi mujer. De modo que es una
, ya lo ves. Mjjiejii.rxi£S4Ke.d«¿;o^^^^
on viejo como y
mezcla de lodo, ya
me queda,..
La vida de Bruno Bettelheim había pasado por muchas peripe-
cias antes de su llegada a California. Nacido en Viena en 1903, era
hijo de una familia judía pudiente y asimilada. Esludió historia del
arte y estética en la Universidad de Viena, y a los veintitrés años,
cuando murió su padre, se hizo cargo del aserradero de su familia.
Pero nunca se sintió hombre de negocios, y soñaba con una vida de-
dicada al estudio. Se vinculó al movimiento psicoanalílico cuando
éste era aún una especie de actividad de vanguardia y, aunque si-
guió siendo hombre de negocios en Viena, inició su análisis personal
con Richard Sterba. Gina Weinmann, su primera mujer, participó en
los primeros intentos experimentales de análisis de niños de Anna
Freud, aceptando a un niño profundamente perturbado que ésta ha-
bía enviado al hogar de los Bettelheim para que conviviera con ellos.
Aquella Cue la primera experiencia de Bettelheim con un niño autis-
ta, aunque al síndrome no se le había designado aún nombre.
El propio Bettelheim se consideraba miembro de la «tercera ge-
neración» de psicoanalistas. Era ocho años menor que Anna Freud,
con quien contactó a través de su mujer, y conoció a muchos otros
relacionados directamente con la evolución más o menos temprana
del psicoanálisis, y especialmente con el psicoanálisis de niños.
En uno de los seminarios de Stanford, un participante cuestionó
a Bettelheim la gran importancia que éste asignaba a las enseñan-
zas de Freud:
—Los investigadores a quienes usted critica por descuidar la
vivencia subjetiva y el significado del comportamiento tienen, por
lo menos, datos válidos que yo puedo evaluar y reproducir experi-
mentalmente. Ese es el problema del psicoanálisis: parece que se
haya convertido en una rama de la religión que depende de las per-
cepciones de sus auténticos creyentes.
—El hecho de que el psicoanálisis no haya sido validado empí-
ricamente no lo convierte en una religión —respondió Beltel-
heim—. Fíjese que yo no tengo nada en contra de la religión como
tal. Siempre pregunto cuál es el precio de esa religión, y cuáles sus
beneficios. Si tengo que pasarme una eternidad en el infierno, el
2H El arte de lo obvio
precio de creer en la salvación parece demasiado alto, por no ha-
blar de que debo sacrificar la única vida que tengo por la esperan-
za de la salvación.
»He pasado por demasiadas religiones que resultaron falsas.
Cuando era niño e iba a la escuela, la indivisibilidad del átomo era
la religión predominante en la ciencia, un absoluto con el cual se
podía contar. Ahora, los físicos han descubierto más partículas sub-
atómicas de las que nadie pueda imaginarse —hizo una pausa y se
quedó pensativo—. Quizás estábamos mejor cuando el átomo era
indivisible...
»Persona!mente, mi compromiso con el psicoanálisis se debe a
que me ofrece la imagen del hombre más aceptable y más útil y,
además, métodos para ayudar a la gente. Pero al hablar de «méto-
dos para ayudar a la gente» no me refiero necesariamente al análi-
sis. Ciertamente no se puede analizar a los niños pequeños, porque
a esa edad tienen poca capacidad de introspección.
yo^
qiie_yjve. Y, por Dios, qj¿e^a,,jp.^mñjpi>_y.aJes_cjLjesta_bas.tant.eüJegar
a tener un yo. Esperar que ademásJe> escindan es unajidiculez En-
tonces, [o quejiacemos es piopoicionailes vivencias que esperamos
sean consüuctivas, y que se basan en nuestio entendí mienlQ-psico-
»Si el análisis de niños no hubiera sido un invento de su hija,
Sigmund Freud jamás lo habría aceptado. Exige demasiados pará-
metros. La propia Anna Freud decía que jamás trataría a un niño
cuyos padres, o por lo menos cuya madre, no estuvieran analiza-
dos. Esto es exactamente contrario al método desarrollado por su
padre. En el psicoanálisis de adultos, el resto de la familia queda
totalmente fuera de la experiencia. Pero eji_ejl_análisis_d,e_ninos, uno
Ü£ne-.que-4rianipular--©l---a.mbient.eTp9r..lo.-menos..en.parte. Proporcio-
namos a los niños escuelas especiales..., intentamos conseguir me-
jores condiciones de vida, y por cierto que esto no es introspección.
Pero son cosas que se basan en una comprensión psicoanalítica del
hombre y de sus necesidades.
Pese a su compromiso con el psicoanálisis, Bettelheim conside-
raba positivo que el pensamiento del propio Freud hubiera evolu-
cionado y cambiado en el curso de su larga trayectoria:
Introducción 29
—Uno no puede escribir más de veinte volúmenes y seguir
siendo la misma persona a pesar del tiempo y de esa experiencia.
Si leen ustedes la última obra acabada de Freud, Moisés y la reli-
gión monoteísta, que es una fantasía... una fantasía gloriosa, pero
una fantasía, se encontrarán con un Freud totalmente diferente del
autor del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños.
Bettelheim anticipó también que el psicoanálisis cambiaría des-
pués de la muerte de Anna Freud, en 1982.
—Por más que el tratamiento psicoanalfrico haya sufrido, y creo
que seguirá sufriendo, un cambio continuo, lo que se mantendrá
pese a todos los cambios es una imagen del hombre, particular-
mente de la importancia de lo inconsciente y de algunos hechos ta-
les como la represión y los demás mecanismos de defensa. Todo
esto añade a nuestra imagen del hombre una dimensión a la que no
teníamos acceso antes de Freud, una imagen basada estrictamente
en la introspección.
Bettelheim tenía sus propias ideas sobre el contraste entre el
psicoanálisis y los métodos que apuntaban a cambiar el comporta-
miento de la gente sin entender su vida interior.
—El conductismo sostiene que lo esencial del hombre es fácil
de cambiar, que se puede hacer funcionar al hombre con tanta efi-
ciencia como a una máquina bien engrasada —decía—-. En con-
traste, aunque Freud creía que algunos aspectos del hombre se po-
dían cambiar un poco, otros eran intratables porque se generaban
en la propia naturaleza humana...
»E1 psicoanálisis se centra_enja_vida intenor__de_ujia_p.ensj3naJLj;n
los...deseos, las,,fan,tasias, CQnüi.cLQ>^y~cx)BlradKc.ianesj_nherentes a
la personalidad. Elpsi.coanálisis-procura distinguir..en.tre lo que^son
consecuencias jde.núes tr.a&.exp£ri^ncias....vi.ta!6.s..y.,I.Q..que.,SQ.a.,aspec-
tos inevilables,.,d.e...nuestra,nat.ur.alez.a. Pero p_araj;ntende.rja_v.i.daj.n-
tejJD]Lde_¿in_nidL^ los
sentimientos,humanos,Jinal-uso-del-«amor».
»Lo que estoy diciendo es algo inquietante para los que creen
en la infinita perfectibilidad del hombre. ELamQLJn.Qluye-nuestras
tendencias destructivas,. que,están,»ü:abadas. en una batalla constan-
te con nuestros impulsos, vitales...[o .constructivos!. Freud concep-
tualizó esta tensión presentándola como el conflicto entre Tánatos
y Eros.
M) El arle de lo alivia
De 1938 a 1939, Beítelheim esluvo prisionero en dos campos
de concentración, Dachau y Buchenwald. Los recuerdos de aquel
año lo acosaron durante el resto de su vida. Me conló que con fre-
cuencia lenía pesadillas referenles a aquello. Sin embargo, incor-
poró sus observaciones y vivencias de entonces a su comprensión
de las personas. A partir de todo ello, organizó una práctica y una
carrera notables.
Una vez. estábamos hablando de cómo sobrevive uno a los ri-
gurosos malos tratos. Yo estaba indagando ese fenómeno psicoló-
gico en una novela sobre el dolor y la recuperación que por enton-
ces estaba escribiendo. Bettelheim comentó:
—Hasta cierto punto se puede resistir. Pero si uno se deja aba-
tir psicológica, económica y moral mente, ya no puede creer en su
propia capacidad de resistir o de escapar... Incluso una prisión es un
lugar diferente si uno se dice: «Aquí estoy y no puedo salir» o si
se pasa el día en prisión planeando la forma de escaparse... Es una
actitudjj^lgriox Cada ocasión en que podrías hacer algo y no lo ha-
ces* es para ti una demostración de que no puedes hacerlo. Cada
oportunidad que usas, aunque no tengas éxito, podría darte la es-
peranza de que la próxima vez lo tendrás.
La familia neoyorquina cuyo hijo autista había vivido en el ho-
gar de los Bettelheim en Viena tenía buenas conexiones políticas.
En 1939 fueron ellos quienes persuadieron al gobernador Lehman
de Nueva York y a Eleanor Roosevelt de que intercedieran ante los
nazis por la liberación de Bruno Bettelheim.
Finalmente, Bettelheim llegó a los Estados Unidos casi en la
indigencia. Tal como me contó, él y su primera mujer se habían di-
vorciado poco después. Escribió a Trude Weinfeld, que tras haber
trabajado en la escuela de Anna Freud había escapado a Australia,
y ella se reunió con él en Chicago, donde se casaron. Bettelheim
enseñaba en un college para niñas en Rockford, Illinois. Además,
participó durante 8 años en un estudio de evaluación de la educa-
ción artística financiado por la Fundación Rockefeller en la Uni-
versidad de Chicago. En 1944 los administradores de la Univer-
sidad le ofrecieron hacerse cargo de la dirección de la Escuela
Ortogénica Sonia Shankman, una escuela para niños gravemente
perturbados y psicóticos. Allí enseñó psicoterapia psicoanalítica al
personal de la escuela y, al principio en colaboración con Emmy
Introducción Jl
Sylvesler, introdujo y reelaboró la <,ite.rapiiu.imbie,ntal>>, el método
que consideraba más productivo para el tratamiento de los niños,
sumamente perturbados, de aquella escuela. Esta forma de terapia
exige que se considere que todas las facetas de la vida del niño
ym^
j^i,gne¿j^ — son aspectos del proceso
de curación. Así fue como Bettelheim colaboró con amas de casa,
asesores y maestros, y se ocupó personalmente hasta de los últi-
mos detalles del funcionamiento diario de la escuela, de su dise-
ño y de sus instalaciones. Habitualmente, se pasaba entre dieci-
séis y dieciocho horas diarias en la escuela, asegurándose de que
todo funcionara como era debido.
La Escuela Ortogénica se hizo famosa por su labor terapéutica
con el reducido porcentaje de estudiantes que eran auristas; pero la
mayoría de los niños tenían otros tipos de perturbaciones graves,
y muchos también se beneficiaron del tratamiento recibido. La ex-
periencia de Bettelheim provenía del tratamiento de muchos tipos
diferentes de niños, pero sus escritos más conocidos se referían ai
tratamiento de niños psicóticos, sumamente perturbados. Sin em-
bargo, sus ideas son directamente aplicables a la comprensión y el
tratamiento de niños gravemente maltratados y desatendidos, que
en la actualidad interesan a muchos médicos, entre los que me in-
cluyo.
En los años que siguieron a su llegada a los Estados Unidos,
Bettelheim trabajó como educador y como terapeuta. Por medio de
conferencias, libros y artículos se dio a conocer internacionalmen-
te por sus aportaciones a nuestra comprensión psicoanalítica de ni-
ños con perturbaciones graves, de la experiencia de los campos de
concentración y del Holocausto, y también de la creatividad artís-
tica. Sus publicaciones se dirigieron tanto a un público de profe-
sionales como de legos; su sabiduría y su humanidad le ganaron un
amplio aprecio. A través de sus enseñanzas y de sus escritos, el
doctor B. conmovió e inspiró a muchos estudiantes, colegas y lec-
tores. Sus puntos de vista tenían fuerza por su claridad, su.carácter
generalmente inequívoco y con frecuencia estimulante. No era aje-
no a la crítica y a menudo se enzarzaba en acaloradas controversias
sobre la causa del autismo, sobre si la familia de Anna Frank no
podría haber pasado más constructivamente el tiempo que estuvie-
32 El arle de lo obvio
ron escondidos si se hubieran dedicado a planear una fuga, o sobre
el movimiento de oposición a la guerra de Vietnam. Incluso cuan-
do alguien discrepaba vehementemente de él, como le sucedía a
mucha gente, su punto de vista estaba tan bien meditado y era tan
convincente que lo llevaba a uno a reflexionar con más profundi-
dad. AI discutir con él, se llegaba a entender más cabalmente la
propia posición.
Cuando el doctor Bettelheim se retiró finalmente a los setenta
años, lenía el corazón debilitado y sufría problemas circulatorios.
Necesitaba vivir en un lugar con un clima más benigno que Chi-
cago, y con menos peligros de los que presentan en invierno sus
calles heladas. Algunos amigos vieneses de los Bettelheim se ha-
bían retirado al área de la bahía de San Francisco, donde los Bet-
telheim habían pasado un año fructífero a comienzos de la década
de los setenta, cuando él era profesor invitado en el Centro de Es-
tudios Avanzados de las Ciencias de la Conducta, en Stanford. Así
fue como en 1973 se trasladaron a California, donde Bettelheim
llegó a ser profesor visitante en la Universidad de Stanford, con la
esperanza de enseñar allí de la manera que él acostumbraba ha-
cerlo.
En los diecisiete años que siguieron a su retiro publicó nume-
rosos ensayos y libros, entre ellos Psicoanálisis de los cuentos de
hadas, que ganó el National Book Award, Aprender a leer, en co-
laboración con Karen Zelan, Freud y el alma humana, No hay pa-
dres perfectos y El peso de una vida. La Viena de Freud y otros
ensayos*
En una ocasión en que estaba hablando de un paciente en psi-
coanálisis, Bettelheim dijo:
—Después de todo, para_eso_se_necesita un analista, paralarle
a
J^2-?i-..9J?ra
i?_ <?.£ M££Ll9,,9.ysJJ£R.?JJlíSd2..d.Lhacer solo.
Cuando le dije que el analista que estaba describiendo se pare-
cía al Mago de Oz, se mostró de acuerdo:
—En todo ese cuento, mi personaje favorito es el León Cobar-
de. Y fíjese que yo también soy cobarde, y eso siempre me ha ser-
vido de mucho.
* La edición castellana de lodos ellos ha sido publicada por Crítica en 1990", 1989,
1983, 1989' y 1991, respectivamente. (N. del e.)
Introducción 33
Le señalé que su reputación era muy diferente.
—Bueno —replicó francamente Belleiheim—, si eres un león
cobarde, tienes que rugir con fuerza.
En su vida, me confió, era Trude, su mujer, a quien era profun-
damente leal, quien le había dado el valor necesario para el inten-
to de triunfar en Estados Unidos.
Desde la cincuentena, Bettelheim no gozaba de buena salud;
Trude era unos nueve años menor que él, de modo que siempre ha-
bían esperado que él muriese primero y de acuerdo con ello habían
hecho sus planes. Él no volvió a ser el mismo después de que su
mujer muriera, en octubre de 1984, tras una prolongada lucha con-
tra el cáncer. No mucho después, Bettelheim se trasladó a Santa
Mónica, en California.
A pesar de su profunda depresión, y del sentimiento de soledad
que lo invadió al estar sin ella, Bettelheim se comportó con entere-
za, viviendo y trabajando con ánimo creativo. Después, en 1988,
sufrió el primero de los dos ataques que hicieron que le resultara
difícil escribir, y más difíciles aún las minucias de la vida cotidia-
na. Durante los dos últimos años de su vida, desde 1988 hasta
1990, todos los que le conocieron bien pueden dar testimonio de
que Bruno Bettelheim era un hombre profundamente deprimido y
exhausto. Tenía un problema de esófago a causa del cual le costa-
ba mucho tragar, de modo que no podía comer más que purés. Tras
haber adelgazado considerablemente, y pese a su avanzada edad,
accedió a someterse a una intervención quirúrgica, cuyo resultado
fue satisfactorio y gracias a la cual se sintió mejor al poder disfru-
tar de nuevo de una dieta más variada. Pero le acosaba el miedo,
que persigue a muchas personas mayores que han sido fuertes e in-
dependientes, de que un nuevo ataque lo dejara inválido.
Cada vez que yo volaba a California a visitarlo lo encontraba
más debilitado. Tenía la sensación de que el cuerpo lo había aban-
donado por completo, pero añadía que «desdichadamente, la men-
te se ha quedado atrás». Había adelgazado y necesitaba un bastón
para caminar. Cada vez que lo visitaba, nuestros paseos eran más
cortos y más lentos, por más que él hiciera un gran esfuerzo. Pró-
ximo ya al fin, no podía conducir. Sólo podía escribir con gran es-
fuerzo, y su letra, antes suelta y fluida, con amplias curvas, se vol-
vió pequeña y tensa. Necesitaba constantemente alguien que le
34 til arle de lo obvio
ayudara, incluso para bañarse, una situación difícil para aquel hom-
bre orgulloso, formal, tímido y muy celoso de su intimidad. La sen-
sación de desvalimiento era una aírenla muy especial para el senti-
mienlo de dignidad, integridad, autonomía e independencia que él
lanío valoraba. Ya próximo al fin, me dijo en una ocasión: «Táña-
los me ha ganado. Ya no lengo interés en la vida».
Mucha genle ha dicho que leer lo que escribió Bellelheim sobre
la supervivencia en condiciones extremas fue para ellos un apoyo
emocional en sus momentos más sombríos. Quizá por eso muchos,
entre ellos algunos pacientes a quienes él había tratado de animar
para que sobrevivieran, se sintieron traicionados cuando se quitó la
vida en marzo de 1990.
Pero renunciar no fue para él rápido ni fácil. Beílelheim perdió
el deseo de vivir cuando murió su mujer, y ese sentimiento se fue
intensificando y haciéndose más insistente a partir de marzo de
1988, cuando luvo el primer ataque. Sin embargo, en los dos años
siguientes probó todos los remedios que le recomendaron los neu-
rólogos y los psiquíatras, entre ellos la rehabililación física, la rea-
nudación del psicoanálisis, y recurrió también a anlidepresivos, es-
timulantes, medicación para combatir el pánico y otros fármacos
diversos. Trató de incrementar su actividad didáctica. Sus amigos,
antiguos y nuevos, jamás lo abandonaron. Cuando yo lo visité en
Washington, algunas semanas antes de su mueríe, el teléfono sona-
ba por lo menos cada media hora. Pero en su desolación, él insis-
tía en que nunca lo llamaba nadie. Cuando le señalé la contradic-
ción, admitió que yo estaba en lo cierto, pero insistió en que él se
sentía abandonado. No puedo menos que preguntarme si los ata-
ques no habrían causado también algún deterioro neurológico peri-
férico que le afectaba el recuerdo de las cosas recientes.
A los ochenta y seis años, Betteiheim sabía que no le quedaban
otros diez años por delante para vivirlos bien. Sus únicos interro-
gantes eran cuánto le quedaba de vida, si antes tendría que padecer
más debilidades humillantes y si debía tomar él mismo las riendas
de las cosas. Su modelo fue Sigmund Freud, cuando con óchenla y
tres años, y sufriendo inlolerablemente a causa de una batalla con-
Ira el cáncer que se remontaba ya a dieciséis años, hizo que su mé-
dico, Max Schur, le diera una sobredosis de morfina. Pero los vie-
neses de la época de Freud veían el suicidio de manera muy dis-
tntroclucción .í5
tinta a la de los contemporáneos de Betlelheim. (De hecho, uno o
dos años antes de que Betteiheim pusiera término a su vida, su úni-
ca hermana se suicidó en Nueva York.) En sus dos últimos años,
Betlelheim pidió en repetidas ocasiones a sus amigos médicos que
le asegurasen que si se encontraba totalmente incapacitado incluso
para suicidarse, le ayudarían a terminar con sus sufrimientos con
una inyección de morfina. Si alguien se lo prometía, solía decir, se
dejaría de hablar de suicidio. Pero, lamentablemente, nadie podía
asumir el riesgo de ayudarle. Cuando decidió que el suicidio era su
única solución, quiso que su acto fuera privado e intentó disponer
un viaje a Holanda, donde, según me dijo, el suicidio se tolera aun-
que no sea legal. No quería ninguna clase de espectáculo público;
sabía que aunque algunos pudieran verlo como un símbolo, él era
una persona real que estaba viviendo una agonía cotidiana.
Supongo que cada uno tiene que decidir por sí solo si tiene de-
recho a escoger una opción como ésta. Betteiheim consultó a la
Hemlock Society [Asociación Cicuta] y siguió al pie de la letra sus
consejos. Bruno Betteiheim siempre tuvo gran respeto por el con-
sejo de los expertos.
Durante la elaboración de este libro se ha publicado cierta canti-
dad de material, sumamente crítico, centrado en la personalidad,
compleja, perfeccionista y exigente, de Bruno Betteiheim. Bettei-
heim tuvo una carrera larga y distinguida, nunca temió pronunciarse
sobre muchos temas controvertidos, y se ganó una merecida reputa-
ción de agudeza mental y de disposición a participar en el combate
intelectual. Su objetivo era entender con claridad y en profundidad,
no ser el más apreciado.
Como ya hemos señalado, Betteiheim podía ser cáustico; esto
todos los que le conocieron pudieron sentirlo personalmente en un
momento u otro. Además, era un hombre que provocaba reacciones
contradictorias en quienes lo conocían, de modo que no hay que
sorprenderse de que de él se hayan dicho cosas de intenso tono crí-
tico, tanto cuando vivía como después de su muerte. Lo sorpren-
dente es que los artículos difamatorios que se escribieron sobre él,
fueran ciertos o no, sólo aparecieran y alcanzaran amplia difusión
después de su muerte. Mi amistad con él se inició después de su re-
tiro, de manera que nada puedo decir de lo que se cuenta sobre lo
El arle de lo obvio
que Betlelheim hizo o dejó de hacer en la Escuela Ortogénica. En
agosto de 1990, cuatro meses después de su muerte, me llamó una
reportera de una impórtame revista estadounidense para pedirme
información sobre las acusaciones contra el doctor Bettelheim. Le
pregunté por qué esos ataques sólo empezaban a aparecer cuando
él ya no podía defenderse ni explicarse y, con cierta renuencia, me
contestó: «Porque un heredero no puede demandar por calumnias».
Muchos estudiantes a quienes llamé para decirles que este li-
bro estaba casi terminado me expresaron su profunda gratitud ha-
cia el doctor B. Uno dijo que se había hecho psicoanalista porque
sus experiencias en el seminario le habían abierto los ojos a la
vida interior del hombre. «No se olvide de decir lo ciego que yo
estaba —me dijo otro—. Fue necesario que el doctor B. me lo de-
mostrara.»
El doctor Bettelheim era una llama que durante su vida encen-
dió muchas otras; a algunas las conocía, otras lo conocieron a él al
leer sus escritos. Estas vidas cambiaron, permanentemente y para
bien, porque tuvieron la buena suerte de entrar en contacto con
Bruno Bettelheim y con su mentalidad, asombrosamente clara y
perceptiva. En cuanto a mí, con toda la tristeza que lleva decir por
última vez adiós a un amigo, colega y mentor muy querido, quisie-
ra rendirle tributo con estas palabras, atribuidas a Sigmund Freud:
«La voz de la razón es suave, pero insistente».
ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina
El primer encuentro
e podría pensar que iniciar la primera sesión de psicoterapia
v3 con un paciente nuevo debería ser algo simple. Uno dice hola
y ya está. Pero la primera sesión es mucho más: es un momento crí-
tico que puede determinar el curso de años de terapia. Por eso, en
nuestra serie de seminarios, Bruno Bettelheim y yo dedicamos por
lo menos una sesión por año a estudiar cómo saludar a un pacien-
te nuevo. <<HJinaJ^stáje_njJ_ci3jaieiiZQ>>, solía decir el doctor Bet-
telheim, aludiendo a que la manera en que uno entra en relación
con un paciente dispone el escenario para mucho de lo que le se-
guirá, quizás incluso para el resultado final.
Bettelheim comparaba la forma en que Sigmund Freud estable-
cía una atmósfera adecuada para las sesiones psicoanalíticas con el
diseño, brillantemente realizado, del montaje escenográfico de una
obra, hecho de tal modo que transmita un vivido sentimiento de lo
que es el drama que se está a punto de representar. En el escenario
psicoanalítico de Freud, el accesorio más importante es un diván.
Éste, antes de que se pronuncie siquiera una palabra, transmite im-
portantes mensajes subliminales al paciente. El diván indica que
paciente y analista están al comienzo de una relación que difiere de
todas las demás. Al.pedir...al.paciente.que se recostara, Freud le,es-
taba sugiriendo que la relajación,era deseable, y, le daba a entender,
que la regresión, tan mal vista en otros.ámbitosdeja vida,,.era bus-...
cada y aceptada. Además, como generalmente cuando soñamos es-
Támos acostados en la cama, la presencia del diván indica la im-
portancia de los sueños en el marco del análisis.
38 El arle de lo obvio
AI poner al analista en una silla detrás del paciente, Freud si-
tuaba a este último en e! centro del escenario. El analista, sentado
detrás de él, se concentrará en lo que le digan las palabras del pa-
ciente y en lo que sus acciones revelen.
La puesta en escena de nuestro seminario no estaba en modo al-
guno tan cuidadosamente orquestada. Todos los martes a las 13.30
nos reuníamos en torno a la pulida mesa de la sala de conferencias
del Hospital de Niños, en el departamento de pacientes psiquiátri-
cos externos de Stanford. El doctor Bettelheim ocupaba la cabece-
ra de la mesa y yo me sentaba a su izquierda. Uno de esos martes,
en el verano de 1983, Bettelheim se presentó a sí mismo a dos es-
tudiantes que venían por primera vez al seminario, Renee Kurtz,
estudiante adelantada de asistencia social, y Jason Winn, un nuevo
residente en psiquiatría infantil. Los demás eran los miembros «ha-
bituales» del seminario. Michael Simpson era un psiquiatra de ni-
ños que había terminado su formación y se dedicaba ahora a la
práctica privada no lejos de allí, en Menlo Park. Hacía años que ve-
nía al seminario con toda la frecuencia que le permitía la densidad
de su horario profesional. Gina Andretti, psicóloga de niños, de
Milán, estaba haciendo dos años de formación especializada en
Stanford, y Bill Sanberg, un psicólogo clínico que trabajaba gene-
ralmente con adultos, hacía algo más de un año que acudía al se-
minario. Había crecido en un suburbio de Washington, se había
doctorado en una famosa universidad del Sur y había tenido una
beca de posgraduado en uno de los programas de Stanford. Sandy
Salauri, asistente social en el departamento de psiquiatría de la clí-
nica de pacientes externos de la Universidad de Stanford, asistía al
seminario desde hacía algo más de seis meses.
A Bettelheim se lo conocía como maestro exigente y estimu-
lante. Cuando recorría la mesa con los ojos, había veces en que los
estudiantes desviaban la vista para que no los llamara y les pre-
guntara si no tenían algún caso para presentar. Ese día, sin embar-
go, me sorprendió ver que, en su primera sesión del seminario, Re-
nee parecía ansiosa de que Bettelheim se fijara en ella.
Renee había crecido en Los Ángeles y luego se había mudado
al norte para ir a la universidad y a la escuela de asistentes socia-
les en Berkeley. Aunque exteriormente respetuosa, tenía chispa, es-
El primer encuentro 39
píritu inquisitivo y agudeza intelectual. Esperó un poco antes de
hablar.
—Realmente, necesito ayuda. Mañana he de enfrentarme a mi
primer caso infantil. Quiero entenderlo mejor antes de verlo, pero
no tengo más que unos pocos datos en su ficha. Tiene siete años,
se llama Simeón y le da por encender fuegos.
—Estoy pensando si ya no sabe demasiado —intervino el doc-
tor Bettelheim—. Habj^jjsted com^si la ticha del niño contuviera
«hechos», pero tendría que considerar todas esas anotaciones como
rumores. ---.-..-»,,,-,«.,-,-
—Pero es que no son rumores —protestó Renee—. La ficha la
prepararon médicos con experiencia.
—Y estoy seguro de que prepararon lo que para ellos era una
información precisa —dijo Bettelheim—. Sin embargo, lo único
que eso le dice es cómo interpretaron ellos las palabras y las ac-
ciones del niño, lo que destacaron y lo que omitieron. Pero para us-
ted esas observaciones son un estorbo.
Como Renee parecía insegura, me extendí sobre lo que señala-
ba Bettelheim:
—La ficha muestra los detalles sobre los cuales otras personas
querían llamar su atención. Y como ellos son gente inteligente y
experimentada, y usted quiere aprender, en última instancia se be-
neficiará de lo que ellos vieron. Pero no es este el mejor momen-
to. En su. primer encuentro con el paciente, usted percibirá mucho
más de loque puede registrar conscientemente. ¿Qué. aspecto tie-
ne el niño? ¿Cómo va vestido? ¿Parece que él mismo hubiera ele-
gido la ropa? ¿Cómo camina? ¿Ha. lleyado^consigo algún-juguete?
En caso afirmativo,, ¿qué. es? ¿De qué manera lo sostiene o cómo
juega con él? ¿Juega con los.j.ugueles que usted tiene en el área de
jjaego o se limita a mirarlos? ¿Está interactuando con los padres, |
que están en la sala de espera, o juega él solo en un rincón? ¿La i
mira cuando usted se presenta? ¿Qué da la impresión de interesar- j
le, en usted o en la sala de juegos? Después de todo, la gente pue- I
de guardar silencio de tantas maneras como puede hablar abierta- 
mente. A partir de todos esos primeros contactos iniciales y ob- ¡
servaciones subliminales, con su propio sentido de lo que es la si- |
tuación, usted escogerá en qué ha de concentrarse en su primer en- J
cuentro con él.
40 El arte de lo obvio
»Lo que sepa anticipadamente de una persona influye sobre las
cosas que usted observa y ante las cuales reacciona. Cuando uno es
un terapeuta principiante y está nervioso por su primera entrevista,
es probable que, de entre todas sus percepciones, escoja aquellas
que ya han impresionado a sus maestros. Pero como estará buscan-
do confirmar lo que ya observaron sus modelos de rol, es probable
que pase por alto detalles muy importantes en los que nadie se ha
fijado aún.
Renee parecía perpleja.
—¿Por qué no puedo estar atenta a mis percepciones, pero tam-
bién leer la ficha para que me ayude a ver más?
—Sí que puede —respondí—, pero todavía no. Los_detalles_gue
ver4.mañaiia_son_ úmcos, porque resultan de lo que usted provoca
,en el paciente, en parte de la forma en que él decide presentarse
Uinte esa terapeuta que es usted, ese día, y en parte de la reacción
de él ante usted, como persona y como terapeuta. Si lee la ficha,
puede caer en la tentación de buscar lo que observaron los demás.
Entonces, el nuevo paciente no se encontrará con una Renee Kurtz
¿njcjL^iiuténtica, que reacciona espontáneamente ante lo que le
in]presiona,._sino que verá a una mujer que trata,de ser una buena
estudiante.a los ojosde sus maestros. Desde el principio, usted ha-
brá introducido uademento artificial en lo que tiene que ser una
relación, intensamente personal... y eso crea un estrés que"'los; dos
percibirán.
»Además, como la mayoría de. .las.ni ños de su edad,..es..proba-
ble que él crea.que..todos los adultos están..confabulados,. Y sabe
que si lo llevan al hospital es porque, supuestamente, le dio por en-
cender un fuego. Entonces, en la primera sesión con usted, lo que
espera en el mejor de los casos es que lo juzgue. Y en el peor, es
probable que vea su primera sesión como parte del castigo con que
lo han amenazado sus padres y la escuela.
»Pero si siente que usted no tiene ningún conocimiento previo
de él, hay~üñ"á"~remota piobabihdad de que ciea que ambos están
iniciando un viaje de descubrimieiito^reQÍproco. Y por ¡o menos'en
lo que se" refiere á quién es él y por qué hace lo que hace, él es una
autoridad en no menor medida que usted, y cuenta con muchos más
hechos pertinentes. Percibjrág£e usted estájilerta, pej^cgjLcurio-
s j d a ¿ ^ h j J [ d d d á ^é^circunstancias, frecuente-
El primer encuentro 41
mentede manera positiva. Y eso dará a la psicoterapia la probabi-
lidad de un comienzo más fructífero.
—Cuando yo estaba en la Escuela Ortogénica —dijo el doctor
Bettelheim— era frecuente que nos describieran a un paciente en
potencia como «un monstruo, incontrolable y peligroso». En cam-
bio, cuando finalmente me encontraba frente al «monstruo», resul-
taba ser un niño aterrorizado. Pero, a pesar de haberlo experimen-
tado con tanta frecuencia, cada vez que aquello sucedía no podía
dejar por completo de preguntarme cuándo y cómo estallaría aquel
niño. Y estoy seguro de que, de alguna manera, él lo percibía. Y si
eso era válido para mí, que había realizado centenares de entrevis-
tas así, debe serlo incluso más para un principiante.
»Y también hay otro factor en juego. Yo me doy buena cuenta
de que todos sentimos ansiedad cuando empezamos.con un pacien-
te nuevo. Pero, debido a la información que tenemos, nuestra an-
siedad está mucho más controlada que...¡a del paciente, y éste no es
insensible a ese desequilibrio. Y no sólo eso, sino que nosotros sa-
bemos, y él sabe que sabemos algo de él, pero él no sabe qué es ese
algo. Y, personalmente, él no sabe_nad^,demnpsgti;os..Ese desequili-
brio deforma la relación,,
«Incluso el más experimentado de los psicoanalistas tiene un
problema con esta cuestión de la superioridad —prosiguió el doc-
tor Bettelheim—. Aunque no puedo demostrarlo, sospecho que par-
te de la regla tradicional del silencio, o del relativo silencio, se ori-
ginó realmente en el hecho de que algunos dejos primeros analis-
tas se dieron cuenta de lojüfíaL£iue_.es_uQ»actim
cuando nuestra formación y nuestros conocimientos nos tientan a
sentirnos superiores. Pero esta actitud es lo más destructivo que
hay para el paciente.
—Bueno, pero mi problema no es la superioridad, sino la inex-
periencia —replicó Renee—. Estoy segura de que, por el hecho de
ser principiante, me perderé totalmente la importancia de mucho
de lo que pase en cada sesión, y no me parece justo para el niño
ni para sus padres que yo necesite meses para enterarme de cosas
que simplemente podría haber leído en la ficha antes de empezar.
—Permítame que le cuente una anécdota de Freud —sugirió
Bettelheim—. Poco después de que Rorschach terminara su test de
las manchas de tinta como medio de explorar la imaginación de los
42 El arle de lo obvio
pacientes, un psicólogo llegó a Viena con la noticia. Algunos ana-
listas más jóvenes, que tal vez como usted deseaban trabajar con
más rapidez, se quedaron fascinados con el test y convencieron a
Freud de que se prestara a que le hicieran una demostración.
»Freud se quedó debidamente impresionado con lo que se po-
día descubrir a partir de las asociaciones de un individuo con las
manchas de tinta. Naturalmente, algunos de los presentes esperaban
que el test le pareciera útil para su trabajo, pero cuando le pregun-
taron si creía que pudiera ser útil en la práctica del psicoanálisis, su
respuesta fue un «no» tajante. Expjjccxc]ue si el supiera lo que po-
día revelar el Rprschach,,antes de llegar a conocci a un pacientej'ya
no podría analizarlo, bien, S_u__conocím'iento se conveituía en una
interferencia con la curiosidad que. [o movía a sabei más defpa-
cien.te.
»Freud consideraba que la cujj£sidad del analista eia la fuente
actLvadoi:a,,deL,psJ£oatóHsjs, lo que impedía que el proceso se an-
quilosara o se echara a perder. Su deseo de descubrir cosas que des-
conocía sobre .el paciente¡era tan importante en este laigo proceso
como, el deseo deLpacieBttgJeKacerse^jenjendci
»Por ejemplo, piensen en lo que sucedería en su propia relación
con un paciente que los conoce desde hace mucho tiempo y final-
mente se siente lo bastante seguro y confiado como para compartir
en la sesión un profundo secreto. Confiar ese secreto es un don o
un signo de confianza creciente. Si, cuando él lo cuenta, la reacción
interior de ustedes es «Vaya novedad. ¿Por qué habrá tardado tan-
to en decírmelo?» —algo, dicho sea de paso, que pueden sentir
pero que jamás dirán—, ¿no es probable que el paciente tuviera una
fuerte reacción ante esa falta de interés? Quizá se preguntaría por
qué ha de tomarse la molestia de seguir con su introspección y su
explicación de sí mismo con alguien que parece que ya lo sabe
todo. I^erQjjie^
tampoco se explicará consigo mismo. Y explicarsexQnsigQ mismo
es fundamental para la eficacia de la psicoterapia.
»Cuando una persona descubre cosas de sí misma que antes no
sabía, es probaBle que también descubra J3or^üe*nó"ías"satííá7'pj5r'
qué las ha reprimido y de qué manera diferente desea actuar en el
futuro. " '• •>•• * - • " " " " " "••"•"•"•• •"•••"•—"•-"•"•
»Si no tenemos información anticipada sobre nuestro paciente,
El primer encuentro 43
en vez de reaccionar sintiendo «Vaya novedad» ante su descubri-
miento, que es un «don» que él nos hace, nos sentiremos interesa-
dos, entusiasmados por dentro.
j5aaejite_p_ercjbe nuestra reacció
él- SjLjd.SJAllJiegatLva_de,,suniisnic)-~será..x.uesti.onada. Empezaráu,a
verse a.s
ia_p.^
ig.nos-;-de...ateiición. Y_ejTtonces que-
.rrá._QÍxecer.Ie_más. Empieza,a...sentirse,.ansioso_,de,xon.tinuar,,con,.la
terapia, y nosotros, J_Qs-iejapeuMs»..di^nutax]io.s...c.an«.n.ueslrQ...neclén
adquirido., conocíniie.DÍo_y..,eQn_ji,ues.tra,<.cap.aci.dad,..,d.e»,entejader. Es
decir, que nos quedamos esperando la sesión siguiente con una ex-
pectativa casi equivalente a la suya.
En este punto intervine yo:
—En su lugar, Renee, yo miraría la ficha después de tener la
primera, o mejor la segunda, sesión con el paciente, porque siento
que en este momento de su formación tiene algo que aprender de
lo que han dicho personas de más experiencia. Al esperar hasta en-
tonces, tendrá sus propias percepciones para compararlas con lo
que encuentre en la ficha. Quj;ajit£,K,el^
sjjljainociiiiiei^ ficha, antes de
qü£,,sLpr
-Opio paciente se los comunique a su manera y desde su
rjrfl.pig^pjLintp^ dee.vista, usted y él estaián cieando una relación de
Qj,UJ
t.WO,i}R£S£J,ft- Cuando finalmente se entere de la LnJi)rjnac,i,óii,Ja,
de esa i elación En es_e. contenta, personal, y
' S8..1tt9,ba,bJe que tienda menos a engiii>e.en juez que el tex-
to de la ficha o que cualquier evaluación formulada por alguien que
no ha visto al paciente más que una o dos veces.
—Por eso la educación clínica tiene una laiga tradición de en-
trenamiento de las capacidades de observación —terció eí doctor
BettelHelín—. Si uno culjiva.ju.p:opia,,capacJ,dad,de~.Qb.sej;vacÍQ,n y
aprenderá dejai que los pacientes hablen de sí^mismos, puede
apjejnder muchísimo sin hacei más que escuchai y obsei vai El pro-
fesor Wolf, un psicólogo de la Gestalt, hacía que la gente entrara
en el salón de conferencias y atravesara la tarima con la cabeza y
la mayor parte del cuerpo cubiertas por un saco, de modo que lo
único que veía eran sus pies. Con sólo observar su manera de ca-
minar, Wolf podía describir las distintas personalidades. Podría ha-
44 El arte de lo obvio
beiio hecho con la escritura, como hacen los grafólogos, o con la
forma en que llevaban a cabo cualquier otro acto característico. Si
uno se concentra en un rasgo determinado y aprende a prestarle
cuidadosa atención en todos los encuentros, con el tiempo puede
llegar efectivamente a aprender de qué manera se expresa la perso-
nalidad en ese rasgo. Por cierto, que uno ha de observar por lo me-
nos a cincuenta o sesenta personas antes de empezar siquiera a
apreciar lo que significan las diferencias en el andar. Después de
haber aprendido qué es lo que le dice a uno un aspecto del com-
portamiento de una persona, puede concentrarse en un segundo as-
pecto, y luego en un tercero, y de esta manera irá cultivando su
propia capacidad para ver qué es lo que expresan las mínimas di-
ferencias de comportamiento entre una persona y otra.
—Oírle contar lo que era capaz de hacer el profesor Wolf me
confirma la sensación de que necesito que me guíen —dijo Renee.
—Cuando el profesor Wolf demostraba su capacidad de obser-
vación con personas que llevaban la cabeza cubierta con un saco,
no estaba practicando psicoterapia —aclaré yo—, sino haciendo un
diagnóstico al estilo de un virtuoso, algo así como un análisis bri-
llante de un test de Rorschach. Todos podemos fijarnos como ob-
jetivo en la vida cultivar nuestra capacidad de estar atentos a los
mínimos matices de los movimientos y expresiones de un pacien-,
te, para profundizar nuestra capacidad de entender cómo revela el
paciente sus sentimientos y su personalidad. Y eso podría ser útil
si uno quiere hacer evaluaciones de personalidad rápidas con algún
propósito definido. Pero en psicoterapia la curación.seproduce sólo
cuando, ponemos nuestras habilidades para la observación al servi-
cio de la relación existente entre nosotros y el paciente.
»Renee, usted está al comienzo de su carrera. Es inteligente y
evidentemente está ansiosa de aprender. Está claro que sabe que
necesita orientación. A mí me preocuparía mucho que alguien que
se inicia en esta «profesión imposible» se sintiera desbordante de
confianza. Espero que encuentren ustedes orientación en este semi-
nario, pero sea lo que fuere lo que aprendan de nosotros, los pa-
cientes serán sus mejores maestros.
»Además, cada uno de ustedes tiene por lo menos veinticinco
años de experiencia en observar a la gente e interpretar lo que ha
visto. Sin embargo, mucho de lo que observan y muchos de los jui-
El primer encuentro 45
cios que hacen tienen lugar en un nivel inconsciente, en vez de es-
tar organizados con fines terapéuticos. Nosotros les ayudaremos a
hacer de! conocimiento del comportamiento humano que ya han
acumulado algo más explícito, para que puedan usarlo consciente-
mente.
»Así aprendí yo. En mis primeras semanas de formación psi-
quiátrica, estuve sentado en una sala de conferencias con otros
veinticuatro residentes psiquiátricos nuevos. Un instructor hizo en-
trar en la sala de clase a una mujer joven y vivaz. La saludó y le
explicó que en una hora más o menos la llamaría para hablar con
más tiempo con ella. Toda la interacción apenas si había durado un
minuto; después ella se retiró.
»Pasamos la hora siguiente hablando de la paciente, describien-
do lo que habíamos visto y oído, haciendo conjeturas sobre su vida
y formulando hipótesis sobre cuál podría ser su problema. Después
el instructor la invitó nuevamente a entrar y la entrevistamos du-
rante media hora. Los residentes nos quedamos pasmados al des-
cubrir cuánto habíamos llegado a observar en aquel primer minuto.
Nos enteramos de que habíamos deducido correctamente que era
anoréxica (mucho antes de que los profesionales y los medios de
comunicación prestaran atención a los trastornos de la alimenta-
ción), pero también detalles referentes a los deportes que practica-
ba, la forma en que se relacionaba con los amigos, la familia y su
trabajo en la escuela, y por qué se vestía de la manera que lo hacía.
»Dudo que ninguno de nosotros pudiera haber llegado solo a
aquellas conclusiones. Todos vimos los mismos comportamientos y
oímos las mismas escasas respuestas, pero el intercambio verbal
fue dando forma a nuestras ideas y haciendo conscientes nuestras
intuiciones. Con la orientación del instructor, aprendimos los unos
de los otros.
»Esa es una de las maneras en que nos vamos formando como
médicos. Con frecuencia, hablamos del primer encuentro, porque la
primera vez que uno ve a un paciente nuevo, observará y oirá co-
sas que quizá no se vuelvan a ver en años. Con el tiempo, uno
aprende a hacer cuidadosas observaciones en ese primer encuentro.
En ocasiones, destaca algún detalle aparentemente secundario que
uno no deja de tener mentalmente presente, pero sin entender poi-
qué. Como nos ha impresionado profunda y subliminalmente, sa-
46 El arle de lo obvio
bemos que es muy importante. Con ei tiempo, se llega a entender
qué significa y por qué el paciente optó, quizás inconscientemente,
por mostrárnoslo ya desde el primer encuentro.
«Cuando uno está empezando, es muy difícil ver, simplemente,
y concentrarse en lo que hay ahí. Uno está nervioso y necesita afe-
rrarse a algo para poder disminuir la ansiedad. Para eso se usa con
frecuencia la ficha, para incluir el comportamiento de un niño en
alguna categoría claramente definida, de modo que podamos sentir
que se tiene un anclaje. Uno ve que un niño juega con muñecas a
papas y mamas y dice para sus adentros: «¡Aja! Esto debe de ser
un reflejo del problema edípico; en la evaluación decía que estaba
en pleno proceso», y se siente menos a la deriva. Yo hacía lo mis-
mo, pero no era constructivo. Aun así, sólo después de haber visto
suficientes pacientes pude sentirme lo bastante seguro en mi propio
terreno como para usar la brújula de mis propias percepciones.
Hasta entonces, no tuve ni el valor ni los recursos necesarios para
hacerlo, de manera que no me sorprende que ustedes también estén
luchando con eso.
El doctor Bettelheim se mostró en desacuerdo.
—Incluso si es así, es mucho más fácil que ustedes adquieran
sus propios recursos si se ven obligados a hacerlo que si les dicen
que les resultará ventajoso hacerlo —hablaba directamente con Re-
nee—. Mañana, como usted es principiante, se le escaparán muchas
pistas referentes a la personalidad de ese niño, pero no todas. Su ta-
rea más urgente no es fabricarse una construcción mental de la per-
sonalidad del niño, sino ayudarle a que se dé cuenta de que le im-
porta lo que él siente y la forma en que la ve a usted.
»Pero a la larga, para tener éxito como terapeuta de niños, us-
ted necesita tener muchísima experiencia de lo que es un compor-
tamiento más o menos normal. O sea, que en los próximos años de-
dique tiempo a estar con niños y a observarlos. No podrá entender
realmente la patología a menos que empiece por preguntarse cuál
es la reacción razonable, «previsible» en padres o niños de una
edad determinada. Si observa a bastantes madres «normales» y a
sus hijos, las desviaciones saltarán a la vista. Pero para aprender
eso hace falta tiempo.
Bettelheim echó una mirada a un conocido texto de psicotera-
pia de niños que Renee tenía delante de ella.
El primer encuentro 47
—Ese libro dice que la primera entrevista psicoterapéutica pue-
de producir tensión en cualquier niño. Ese enunciado sólo se refie-
re a una parte de una relación; jamás se dice que el encuentro con
un paciente nuevo también produce tensión en el psicoterapeuta.
De esta manera, ei autor deja al terapeuta fuera de la situación.
—Lo escamotea de la totalidad de la ecuación, como si lo que
sucede no fuera una interacción —añadí—. Lo que es importante
como preparación para ver mañana por primera vez a ese niño es
que haya pensado en el paciente y usted como un tándem, y en la
terapia como una aventura compartida. De esta manera, usted es-
tablece que entre los dos se ha de desarrollar algún tipo de víncu-
lo. Si piensa en su relación con ese individuo nuevo, no se senti-
rá totalmente desorientada respecto a cómo conducirse. Aun en el
caso de que sus preparativos resulten deficientes, el hecho de que
haya intentado estar preparada le ayudará a protegerse de una an-
siedad que la deje desorientada. Está claro que por más tiempo que
haya dedicado a preparárselo, tampoco puede aferrarse demasiado
a su plan.
«Digamos que, al encontrarse realmente con el nuevo paciente,
usted se da cuenta de que es totalmente diferente de lo que se ha-
bía imaginado. O bien, que con el tiempo comprueba que sus reac-
ciones iniciales no eran «correctas». Entonces podría preguntarse
cómo y por qué se había equivocado, qué le enseña su error sobre
usted misma, sobre sus puntos débiles, sus supuestos previos, sus
prejuicios, y de qué manera podría controlar mejor, en casos futu-
ros, cualquier factor personal que la haya desorientado en esta si-
tuación.
—Puedo ejemplificar lo más importante de esta recomendación
con dos ejemplos que muestran el punto de vista de los pacientes
—intervino el doctor Bettelheim—. En el primero, una mujer, en el
primer encuentro con su terapeuta, también mujer, tuvo la fuerte
impresión de que ésta no actuaba como un médico, sino como una
mujer de negocios: objetiva en su actitud y más interesada en co-
brar sus honorarios que en ayudar a la paciente. Pero la reputación
de la doctora intimidó a la paciente, que como era una persona muy
insegura no se atrevió a decir lo que sentía ni se sintió libre de con-
sultar a otro terapeuta.
«Durante muchos meses, esta mujer siguió viendo regulannen-
48 El arle ele lo obvio
te a su terapeuta, sin animarse nunca a decirle cuál había sido su
primera impresión. El tratamiento no iba a ninguna parte, hasta que
finalmente, pasado un año, ia paciente le puso fin. No sólo no ob-
tuvo ningún beneficio del dinero, el tiempo y la energía que había
gastado con esa terapeuta, sino que además se quedó tan decepcio-
nada que durante varios años no intentó buscar el tratamiento que
tanto necesitaba.
»E1 segundo paciente, un hombre próximo a la cincuentena, en
su primer encuentro con su terapeuta se quedó muy decepcionado
al encontrarse con un hombre mucho más joven que él. El pacien-
te había imaginado y esperado que el terapeuta fuera mucho mayor
y más maduro que él. Tampoco en este caso se animó el paciente a
hablar con su terapeuta de su desilusión. Afortunadamente, ese te-
rapeuta percibió que él no era lo que esperaba el paciente, de modo
que le preguntó directamente cómo se sentía al encontrarse con un
terapeuta más joven que él. Como el terapeuta había evaluado tan
correctamente lo que le sucedía al paciente, la confianza de éste en
la competencia del terapeuta se restableció y la terapia funcionó
bien.
»Si el segundo terapeuta no hubiera considerado que la reac-
ción que él y la situación terapéutica provocaban en el paciente
eran el punto más urgente que debía tratar, probablemente se ha-
bría pasado esa primera sesión buscando indicios de los principa-
les acontecimientos de la vida del paciente y de sus pautas de
comportamiento, de todo lo que quizás tendría noticia por el in-
forme del internista que se lo enviaba..Entonces, el paciente habría
respondido en la forma en que él creía que debía actuar en esa si-
tuación nueva. Pero el terapeuta le demostró lo importante y váli-
do que era para él el punto de vista del paciente, permitiendo así
que éste lo percibiera como una persona auténtica, con la que él
también podría mostrarse auténtico.
»No siempre el terapeuta puede evaluar correctamente por qué
el paciente está incómodo o enfadado con él. Pero si ustedes traba-
jan de esta manera, incluso sus errores serán solamente suyos y de
nadie más. Si no cometieran errores, podrían asustar a los pacien-
tes con tanta omnisciencia. Pero quien siempre debe tener razón es
el paciente. En algunos sentidos, ja,,p,s|.Qote.i:api.a_.es_uaa_reJíicÍD.n..de
poder. El,.paciente:4iene--d-poder~y--siempre.lieiieJj._0Lzón.v_Si..}a te-
El primer encuentro 49
rapia les _daja_ sensación, de. que.tienen siempre.la razón, pueden
decir, las cosas más absurdas o torpes.
—Esto es lo que queremos que un paciente haga en una psico-
terapia de orientación psicoanalítica —intervine—. Comjwtjr lo-
.d.QS...sujLpensamien.to.s,. sentimientos yfantasías,..,^,no.sólo los que
son ^convencionales- y compatibles -con-los..buenos modales. Al
compartirlos, el paciente se familiariza con la forma en que él/ella
es,realmente,..con los demonios interiores con que está, luchando,
con la ternura y. la sensibilidad que ha reprimido.
Bettelheim volvió a analizar específicamente el caso de Renee:
—Bueno, ya que ha tenido usted el coraje de empezar, cuénte-
nos lo que le han dicho del niño que está a punto de ver. Entonces
podremos hablar de si esos «hechos» la ayudarán o no a establecer
una relación auténtica con él.
—Como he dicho, no conozco más que unos pocos hechos —res-
pondió Renee—. Tiene siete años, le da por encender fuegos y la fa-
milia solía vivir por esta zona... Eso es casi todo —Renee se detuvo,
pero recordó otro detalle—: Sí, sé que se llama Simeón.
—Incluso saber el nombre de pila de un paciente puede ser pro-
blemático.
—Vamos, ¡ya ha dicho lo que pensaba, doctor B., pero me pa-
rece que ahora se está pasando! —objetó Renee.
—Pues no es así —respondió Bettelheim—. Conocer un nom-
bre puede interferir con la relación que uno espera establecer. Yo
no me daba cuenta de esto cuando empecé a trabajar en la Escue-
la Ortogénica, pero varios niños que tratábamos allí nos pidieron,
pasado algún tiempo, que los llamáramos por un nombre diferen-
te del que les habían dado sus padres. Al pensar en ello, me di
cuenta de que todos los niños que venían deberían tener esa op-
ción, de modo que tan pronto como llegaba un niño nuevo a vivir
con nosotros, le preguntaba con qué nombre prefería que lo lla-
máramos, o si quería que lo llamáramos por un nombre diferente,
que no fuera el que le habían puesto.
»Aunque hubo bastantes a quienes les gustó la idea y que se
cambiaron el nombre, la mayoría no lo hizo. Casi todos reacciona-
ron positivamente a nuestro ofrecimiento. Manifiestamente, mu-
chos daban la impresión de no hacer caso de él, pero más adelante
supimos que para ellos había sido muy importante que lo sugirié-
50 El arle de lo obvio
sernos. Habían entendido que la escuela les estaba ofreciendo un
comienzo nuevo, una oportunidad de una vida diferente, de una
personalidad diferente, digamos, y eso los había animado mucho y
les había permitido creer que, incluso para ellos, era posible una
vida nueva.
»Otros, en número considerable, preguntaron abiertamente por
qué les habíamos ofrecido esta opción. Eso nos dio una excelente
oportunidad de explicarles el PJ2££^° de 'a
psicoterapia: sj_que-
^ de
»Si tenían la sensación de que el nombre antiguo s'e refería a su
vida y a su personalidad de antes, quizá desearan tener un nombre
nuevo para separar claramente la vida y la personalidad nuevas, que
en algún momento habían de brotar del tratamiento, de las viejas, de
las cuales se irían desprendiendo. Está claro que los nombres no son
más que símbolos, pero son símbolos importantes. Nuestra explica-
ción ayudaba a que los niños entendieran que Ia_psjcqteragiaj&i.da-
zía..acceso...a,jmichafr.maneras-de,,CA^
eJJ.Q&,.,quis.i.eran. Era una forma taquigráfica de convencerlos de
que en lo sucesivo podían tomar decisiones importantes en lo que
se refería a su propia vida. Cuando uno piensa en el niño o la niña
por el nombre que le han puesto, y lo acepta como un conoci-
miento firme, es mucho más difícil ofrecerle espontáneamente
una opción así, y decirlo en serio.
«Digamos que más adelante, casualmente, uno llega a saber el
nombre del niño. Entonces siempre es una buena idea, si se puede
preguntar sin impertinencia, enterarse de por quién le han puesto
ese nombre al niño, y de quién se acuerdan sus padres. Estas son
identificaciones latentes que tienen los padres y que influyen mu-
chísimo sobre sus reacciones ante el niño.
Por un momento, pareció como si el doctor Bettelheim se que-
dara sumido en sus pensamientos.
—También ha dicho que le da por encender fuegos, pero eso
son rumores. ¿Durante cuánto tiempo seguirán siéndolo para usted?
—Pero fue su madre quien le dijo al entrevistador que lo hacía
—respondió Renee.
—Es decir, que la madre lo acusó de que encendía fuegos.
El primer encuentro 51
¿Cuál debe ser nuestra actitud, según la ley, ante alguien a quien
se acusa de cometer un delito, tachándolo de incendiario, por
ejemplo?
—¿Incendiario? —dijo Renee—. ¿Qué quiere decir con «incen-
diario»?
Con frecuencia, Bill se mostraba provocativo:
—Eso es ridículo —intervino—. Renee ha dicho que el niño en-
ciende fuegos, y usted actúa como si lo hubiera tratado de incen-
diario.
—Repito mi pregunta —insistió el doctor Bettelheim—. ¿Cuál
es la presunción que establece el derecho norteamericano?
—Que eres inocente mientras no se demuestre que eres culpa-
ble —respondió Jason.
—Exactamente —asintió el doctor Bettelheim—. Y cuando se
da por sentado que ese niño enciende fuegos, se lo está condenan-
do por un delito sin tener las pruebas suficientes y en contra del
principio de presunción de inocencia que nuestro sistema jurídico
concede a todos. Como terapeuta del niño, ¿no debería usted ser
tan parcial en favor de él como requiere el derecho que lo sea el tri-
bunal en favor de un acusado?
Renee parecía pasmada.
—Pero usted está exagerando. ¡Yo no lo he acusado de ningún
delito!
—¿No ha dicho usted que uno de los hechos era que enciende
fuegos? —insistió el doctor B.
Gina intervino con voz suave, de ligero acento italiano:
—Escucha, Renee. Es como lo que hemos hablado de los pa-
dres, las escuelas y los registros. La madre de ese pequeño está
preocupada. Quizás el niño haya participado en algún fuego, pe-
queño o grande. Ella está asustada y quiere asegurarse de que se
haga algo; no quiere correr el riesgo de que se queme su casa.
«Entonces, en ese momento percibe a su hijo como un mons-
truo, y es posible que la base de la historia del niño sean sus pro-
pios miedos. Tú has leído lo que ella dijo, y como eso lo anotó en
la ficha una persona con experiencia en evaluaciones, impresiona
como un hecho. Yo, en tu lugar, casi estaría esperando que ese chi-
quillo me incendiara el despacho.
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  • 1. El arte de lo obvio Drakontos Dircciorcs: Joscp Fontana y Gon/.aio Pontón
  • 2. El arte de lo obvio El aprendizaje de la práctica de la psicoterapia Bruno Bettelheim y Alvin A Rosenfeld
  • 3. Quedan ngurosainenle piohihái.'i.s, sin la aulori/.acíón cserila de los lilnlarcs del C(i/nrií;lii, bajo las sanciones csíablecklas por las leyes, la reproducción lolal o parcial ile eslii obra por cn¡ilt|iiicr medio o procedimiento, coniprcmlidos la reprogralía y el Iralaniienlo ¡nlonnalico, y la disii'ihiición de ejemplares tic ella ineilianle :il(|iiilüro prcslamo públicos. Tílulo original: 'Mil: ART()l'"Ml"í¡ OHVIOll.S. DliVIil.OI'INC! INSKillT I'OK l'.SYCIKrrilliRAI'Y AND ItVIiKYDAY l.lh'l: All'rcd A. Knopl, NUOVÜ York l'radiicción caslellana de MARTA I. (¡HASTAVINO Diseño tic la colección y cubierla: HNRIC SATUf: (!) 1993: Hric Bellelheim y Alvin A Rosenlekl '!"' IW4 de la Irailucciói) caslellana pura lispaña y América: CRÍTICA (drijalbo Comerciül, S.A.), Anigó, .185, 0X013 Barcelona ISBN: X4-7423-636-3 Depósilo legal: I!. I I.I8I-IW4 Impreso en ¡ispaña IW4. ¡IIIROI'H, S.A., Recaredo, 2, 08005 Barcelona A nuestras amadas esposas, en memoria de Trude Weinfeld Bettelheim, en honor de Dorothy Levine Rosenfeld, y con gratitud a nuestros estudiantes V a nuestros mejores maestros, nuestros pacientes
  • 4. Prefacio JT! ste libro presenta un enfoque del aprendizaje de la práctica de JCJ la psicoterapia, pero refleja también una colaboración que se inició después de incorporarme a la División de Psiquiatría infan- til de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, y trasladarme, en 1977, al área de la bahía de San Francisco, don- de Bruno Bettelheim se había retirado al jubilarse. Tuve el privile- gio de trabajar en estrecha relación con él y de llegar a ser su ami- go a pesar de nuestra diferencia de edad: cuando nos conocimos, él tenía setenta y cuatro años, y yo treinta y dos. Poco después de haber llegado a Stanford, invité a Bettelheim a que impartiéramos juntos un seminario semanal de psicoterapia para terapeutas en formación o en período de prácticas. Pasamos mucho tiempo juntos, analizando en privado lo que había sucedido en la sesión de la semana, y hablando de mis pacientes y de nues- tras preocupaciones. Cuando me fui de Stanford, nuestra colabo- ración continuó y se profundizó nuestra amistad. Durante toda mi vida no podré olvidar el tiempo que pasamos juntos. A lo largo de toda su carrera, Bruno Bettelheim dirigió cente- nares de sesiones de enseñanza individual centradas en la psicote- rapia. En los seis años que pasamos juntos en Stanford, dirigimos bastante más de un centenar de sesiones en un seminario semanal abierto a los estudiantes de psiquiatría de niños y de adultos, de psicología y de trabajo social. También asistieron, de cuando en cuando, otros médicos residentes en la comunidad. Las sesiones eran movidas, estimulaban a pensar, no faltaba en ellas el sentido
  • 5. 10 El arte de lo obvio del humor, y en ocasiones se daba un intercambio de ideas tenso, incluso crispado, y sin embargo vital, centrado en los problemas que para Bellelheim eran motivo de honda preocupación. Desde el comienzo, estimulamos a los participantes a que tra- jeran al seminario casos particularmente difíciles, para los cuales necesitaran una ayuda que no pudieran conseguir en otra parte. Para, mí estuvo claro desde nuestro primerísimo seminario que. Bet- telheim era un maestro brillante y un virtuoso de la psicoterapia. Cuando ensayé con mis pacientes algunas de sus ideas y de sus técnicas, comprobé que eran mucho más eficaces que mis cuidado- samente pensados métodos propios. Pero la coherencia de su enfo- que no se ponía inmediatamente de manifiesto, y me llevó cierto tiempo captar cuáles eran la actitud, y la forma de pensamiento subyacentes en él. Cuando entendí con más claridad su enfoque, me di cuenta de su singularidad y, después de un par de años, me encontré con que estaba incorporándolo al mío propio. Aunque Bettelheim escribió muchos libros extraordinarios, siento que ninguno de ellos está cerca de presentar el tipo de libre intercambio de ideas sobre la forma de tratar con un paciente psi- coterapéutico de la cual pude tener experiencia en. aquellos semi- narios. Durante el tiempo que traté a Bettelheim, llegué a pensar que su manera de enseñar psicoterapia a los estudiantes debía ser compartida con otros, en forma de libro. El propósito de éste sería presentar las ideas de Bettelheim y las mías como un instrumento útil para psicoterapeutas y estudiantes de psicoterapia. Como las intuiciones de Bettelheim eran de carácter tan universal, tuve ade- más la. sensación de que interesarían a un público más amplio. Aunque el propio Bettelheim se mostró dispuesto a dejarme intentar el proyecto, lo hizo con sumo escepticismo. Se había de- cepcionado con el fracaso de su libro de 1962, Dialogues with Mothers, que no había interesado a un espectro de gente tan am- plio como él había esperado, y atribuía el fracaso, en gran parte, a su forma. Si no recuerdo mal, dijo que el último libro de diálo- gos que se había ganado a los lectores había sido el de Platón. Y él sentía que ningún libro podía, ni remotamente, captar el espíri- tu de un seminario ni enseñar como podía hacerlo un seminario. Había que reducir a lo esencial aquello que afloraba en las se- siones: aclararlo, reelaborarlo, completarlo, hacerlo más conciso. Prefacio 11 Yo quería transformar el. material en algo que tuviera tanta vida sobre el papel como la había tenido en la realidad; quería dar una impresión exacta de lo que era acudir durante varios años a los se- minarios de Bruno Bettelheim. Desde el comienzo me di cuenta de que a la mayoría de los lec- tores se les haría tedioso abrirse paso entre transcripciones litera- les de los seminarios, y decidí que el libro no debería, en modo al- guno, proponerse la presentación de un registro factualmente exac- to de las sesiones que habían tenido lugar. Por lo tanto, seleccioné parles tomadas de muchas sesiones diferentes que trataban del mismo tema, o de temas ajines, y luego fui uniéndolas con un en- tramado narrativo que le diera, unidad a la obra. Por aquel entonces yo me había trasladado a la ciudad de Nue- va York, y Bettelheim y yo vivíamos a. un. continente de distancia. Cuando le envié el resultado de mis primeros esfuerzos, para su propia sorpresa y deleite, empezó a ver que el proyecto podría fun- cionar. Con el generoso apoyo de la Fundación Rockefeller, Bettel- heim y yo trabajamos juntos, en agosto de 1985, en. Villa Serballo- ni, el centro de estudios de la fundación, en Bellagio, en el lago de Como, en Italia. Ensayamos diversas maneras de presentar este material, pero finalmente nos conformamos con que los seminarios reconstituidos hicieran que algunas ideas complejas, y en ocasio- nes sutiles, fueran mucho más accesibles para el lector. Durante ese mes, en nuestros esfuerzos de colaboración, reflexionamos más en profundidad sobre aquellas ideas, y como resultado de ello el material se amplió y adquirió unas resonancias y una profundidad nuevas, que no siempre se habrían puesto de manifiesto en los se- minarios, con el ritmo rápido y con frecuencia rico en digresiones que de hecho los había caracterizado. En la presentación del trabajo psicoterapéutico, la protección de la confidencialidad del paciente es una necesidad obvia. Y pues- to que, como era característico en el enfoque de Bettelheim, aque- llas sesiones se centraban con frecuencia no solamente en las difi- cultades emocionales del paciente, sino también en las limitaciones del terapeuta teníamos que respetar el derecho a la privacidad, de los estudiantes de psicoterapia, que habían sido abiertos y sinceros al hablar de sí. mismos y de los límites de su conocimiento y de su experiencia en conversaciones que, en ocasiones, resultaron incó-
  • 6. 12 El arte de lo obvio modas. Por esta razón, las personas que en el libro hemos sentado alrededor de la mesa del seminario son personajes creados a par- tir de más de cuarenta profesionales que concurrieron a los semi- narios durante esos seis años, y de estudiantes que hemos conoci- do en otros lugares. Saúl Wasserman es la única excepción; él tra- bajó conmigo en algunos aspectos del capítulo titulado «Sacos de arena y salvavidas», releyó y revisó múltiples borradores, y figura en el texto con su nombre real. Al hablar de determinados pacientes, sintetizamos materiales extraídos de varios casos con dificultades similares y a partir de ellos creamos casos de estudio. Muchos de los detalles que inclui- mos provienen de casos reales del seminario, aunque algunos fue- ron tomados de casos que hemos visto en otras partes. Cualquier material que hubiera permitido la identificación ha sido alterado para garantizar el anonimato. Lo que se mantiene es una descrip- ción de un problema clínico que padecen numerosas personas, como podría ser un niño demasiado agresivo para que los padres puedan con él, una muchacha que se ha vuelto anoréxica, o un an- ciano que está deprimido, ansioso y asustado. También nos hemos apartado de los seminarios tal como fue- ron en otro sentido importante. En las sesiones, Bettelheim era la voz predominante, y mi participación se subordinaba a la suya. Pero al escribir y reescribir, fui yo quien hizo la mayor parte del trabajo. Como resultado, nuestros debates sobre la mejor forma de organizar y presentar este material terminaron por llevarnos a la decisión de escindir el papel de líder del seminario de forma más equitativa entre Bettelheim y yo, dado que esto nos pareció que mantenía con más vivacidad el fluir de las ideas y reflejaba con más precisión las aportaciones que cada uno de nosotros ha- bíamos hecho a la forma final del libro. Como son tantas las ideas que compartíamos, en algunas ocasiones pusimos en mi boca pa- labras que él había dicho, en tanto que otras que yo pronuncié o escribí se oyen de labios de él. Aparte de algunas correcciones finales, Bettelheim leyó y apro- bó como suyas la mayor parte de las afirmaciones que se le atri- buyen en el libro. Cuando ya estaba demasiado débil para escribir, dictaba los cambios. Analizamos el penúltimo borrador tres sema- nas antes de su muerte, y nos pusimos de acuerdo sobre la orien- Prefacío 13 tacion que debería seguir cualquier revisión posterior. Después de su muerte, introduje cambios de acuerdo con las líneas que había- mos convenido, con la ayuda —que él había dispuesto— de quien durante toda su vida fue su editora personal, Joyce Jack, quien ya había revisado sus últimos siete libros. Sin embargo, en la versión final me encontré con que en oca- siones yo deseaba introducir material nuevo o modificar sustan- cialmente el existente. Como, naturalmente, Bettelheim no tendría oportunidad de revisar esos últimos cambios, al hacerlos le atribuí únicamente afirmaciones que eran citas literales de él, y me adju- diqué todo el resto del material nuevo. Esto vale particularmente para el capítulo 4, que necesitó una importante corrección final. En general, a mi juicio, el punto de vista expresado en este libro representa con precisión la posición final de Bruno Bettelheim y sus puntos de vista en lo referente a psicoterapia, y también los míos, sobre los que él influyó tan profundamente. Al impartir otros seminarios desde que terminó mi colabora- ción con Bettelheim, me ha sorprendido la frecuencia con que des- cubro cómo surgen espontáneamente puntos idénticos a los que tratamos en uno u otro capítulo de este libro. Eso me ha estimula- do a pensar que los seminarios expuestos en este libro tienen cier- to valor «prototípico» y, por consiguiente, que son útiles como ins- trumento didáctico. Los problemas que aquí se analizan aparecen reiteradamente en psicoterapia, y creo que el enfoque que defendi- mos es, hoy por hoy, tan novedoso y útil como lo era cuando se ce- lebraron los seminarios. La psicoterapia es un campo donde predomina el individualis- mo, sean cuales fueren las creencias teóricas del terapeuta. Cada terapeuta ensaya, adapta y modifica las ideas o posturas de otras personas y las entreteje con sus propios puntos fuertes y débiles para, de tal manera, hacer suya esta «profesión imposible». Y hoy se practican muchas psicoterapias diferentes con técnicas y objeti- vos diferentes. Este libro no pretende, en modo alguno, presentar un enfoque amplio y completo de la psicoterapia. En conjunto, sus capítulos intentan que el lector capte la forma en que Bruno Bet- telheim abordaba al paciente y la actitud que él sugería para un psicoterapeuta, si el objetivo de éste era ayudar al paciente a «re- estructurar su personalidad de modo que pudiera vivir más cómo-
  • 7. 14 El arle de. lo obvio clámente consigo misino». Espero que el libro transmita al lector una apreciación del trabajo que puede hacer un psicoterapeuta, desde esta perspectiva psicoanalílica. Varios participantes en el seminario han observado que sólo mucho después de haberlo oído reflexionaron sobre algún comen- tario formulado por el doctor Beltelheim. Espero que también el lector compruebe que sus comentarios le estimulan a pensar críti- camente. En ocasiones, hizo afirmaciones que, sólo tiempo después de su muerte, entendí que habría sido muy beneficioso elaborarlas. He dejado algunos de aquellos comentarios en el texto para que el lector pueda reflexionar por sí mismo y preguntarse qué más ha- bría dicho Bruno Bettelheim si la conversación hubiera continuado. Me gustaría agradecer a la Fundación Spencer la concesión de una subvención que nos permitió cubrir las primeras etapas del proyecto. La Fundación Rockefeller, la señora Susan Garfield, ad- ministradora de su Bellagio Cenler Office, y Jo Ardovino, anfllrio- na del Bellagio Cenler durante nuestra estancia allí, merecen nues- tro agradecimiento por su cálida hospitalidad. Y también quiero agradecer a. la Jewish Child Care Association de Nueva York, que me haya dado la oportunidad de seguir trabajando en este libro mientras atendía a las necesidades de la institución y de sus niños. Varias personas nos ayudaron a preparar este material hasta darle su forma final. Agradezco a Joyce Jack tanto su amistad y su devoción a Bettelheim como la fundamental ayuda que me prestó para, dejar este manuscrito en condiciones de ser publicado. Du- rante el tiempo que colaboramos, ¡legué a valorar no menos su persona que sus habilidades. El agente de Bruno Bettelheim, The- ron Raines, y mi agente, Jane Dystel, nos ayudaron a conseguir la atención de Knopf para el manuscrito. Y allí me encontré en las manos, extraordinariamente hábiles, de Bobine Bristol y Joan Kee- ner, cuya sinceridad, encanto, habilidad y franqueza contribuyeron a trabar una segunda relación laboral, igualmente grata y fecunda. Me considero afortunado al haber recibido de Bettelheim el don de trabajar con tres editores de tanto talento. A lo largo de los años, y en todas las etapas de este proceso, mi querido amigo Peler Winn me ayudó con sus sugerencias y su apoyo constante. También otro amigo querido, Robert Kavet —éste Prefacio 15 desde ¡a infancia—, aportó muchos comentarios útiles. Alice Coo- pei; Claire Levine y Karen Roekard colaboraron en los primeros borradores. Saúl Wassernuin nos ayudó a preparar el capítulo que se refiere, en parle, a su presentación. Como yo difería de Beltel- heim en cuanto a la etiología del autismo, quise consultar a un ex- perto a quien conocía bien, a quien respetaba y en cuya franqueza podía confiar. Quisiera agradecer a la doctora Bryna Siegel, del Centro Médico de la Universidad de. California en San Francisco, el. haberse encargado de esa misión, ayudándome a entender las divergencias entre los puntos de vista de Bettelheim y del doctor Daniel Berenson (seudónimo) en lo tocante al autismo y a la dife- rencia, entre los niños aulislas a quienes Bettelheim trataba en la Escuela Orlogénica* y aquellos a quienes actualmente se diagnos- tica como autistas. Mis colegas y amigos, los doctores John Back- inan, David Port, John Sladler y C. Barr Taylor, hicieron muchas sugerencias útiles sobre el texto del manuscrito final. Heleu Abra- hamson fue una dedicada y estupenda secretaria en las etapas ini- ciales de este proyecto, lo mismo que Margare! Forman, mucho más adelante. Muchos de los estudiantes que participaron en el seminario se sintieron profundamente influidos por él. Como me dijo por teléfo- no, muy recientemente, uno de ellos: «No pasa un día en mi vida sin que me acuerde de Bruno Beltelheim en mi trabajo clínico». Quisiera agradecer, nombrándolos, a varios estudiantes que fueron especialmente cordiales con Bettelheim o conmigo: Karen Axels- son, Neil Brast, Tintinen Cermak, Mairin Doherty, Graehem Ems- lie, Peler Finkelstein, Miriam (Micki) Friedland, Peler Keefe, Kim Norman, Healher Ogílvie y Alan Rapaporl, y agradezco a los mu- chos otros que asistieron a estas sesiones el haber hecho tan esti- mulante el seminario y su participación en la elaboración de este libro. Finalmente, me gustaría dar las gracias a mi pacienlísima fa- milia. Mi mujer, Dorothy, me ha ayudado a lo largo de los muchos años que fueron necesarios para completar este proyecto. Y a mis maravillosos hijos Lisa. Claire y Samuel Aaron, que han tenido con * Inslilución, con sede en Chicago, dedicada al iniUimienlo-dc niños con trastornos psi- cológicos graves. (W. de la I.)
  • 8. 16 El arle ele lo obvio demasiada frecuencia un padre que estaba más pendiente del pro- cesador de textos que de ellos. Antes de la muerte de Bettelheim, él y yo bosquejamos una in- troducción, en la que precisábamos cuáles eran nuestros propósi- tos con este libro: «Hemos intentado hacer una selección sensata con la enorme cantidad de material que afloró en estas sesiones. Naturalmente, lo que ... presenta este volumen no es en modo al- guno un curso completo sobre la enseñanza de la psicoterapia psi- coanalítica. Pero abrigamos la esperanza de que esta pequeña se- lección transmita el espíritu de lo que intentamos lograr y de lo que es un determinado enfoque del paciente en psicoterapia». ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina Introducción Mi trabajo con Bruno Bettelheim: una visión personal En 1977 me convertí en el nuevo director de Formación en Psi- quiatría Infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, con el cometido de organizar un buen programa para la preparación de futuros profesionales capaces de diagnosticar y tratar niños perturbados. La posibilidad que yo contemplaba era un programa capaz de integrar la riqueza de la investigación psiquiá- trica en Stanford con los enfoques psicodinámicos que tan impor- tantes me habían parecido durante mi formación y después siendo profesor de psiquiatría infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard. Para mí estaba claro que, en una psicoterapia de orientación psi- coanalítica, para los psiquiatras en formación sería beneficioso contar con un maestro avanzado en años, rico en la sabiduría y la experiencia acumuladas que sólo pueden proporcionar una vida en- tera de práctica, y de reflexión sobre esa práctica. Entonces, me pa- reció obvio que Bruno Bettelheim, que en 1973, jubilado, se había retirado a Portóla Valley, no muy lejos de Stanford, sería una elec- ción excelente para colaborar en la enseñanza del enfoque psicodi- námico. Sus numerosos artículos y libros eran bien conocidos; sus logros intelectuales, legendarios, e inequívoco su compromiso con una perspectiva psicoanalítica. - Ührnil.HHiM
  • 9. 18 El arte de lo obvio Cuando el doctor B. (como le llamaban generalmente tanto sus colegas como los estudiantes) y yo nos conocimos en 1977, habla- mos de mis antecedentes y de mis planes para el programa, y de su deseo de participar más en la enseñanza. Me di cuenta de que en los temas clínicos y en las cuestiones referidas a la formación, nuestros intereses coincidían. Él aceptó de buena gana mi invita- ción a impartir un seminario, por más que yo no dispusiera de di- nero para pagarle. Por las tres horas semanales que le dedicaba, su recompensa era una taza de café recién hecho. Pero mi elección de Bettelheim estaba llena de riesgos. Tenía la reputación de ser un hombre difícil, e incluso fastidioso. Ade- más, los dos defendíamos puntos de vista diferentes sobre el pa- pel de Estados Unidos en Vietnam, un asunto que tenía, para am- bos, verdadera importancia personal. Desde 1965 yo había estado enérgicamente en contra de nuestra participación, en tanto que la prensa había citado sin reticencias a Bettelheim y sus acusaciones de «neonazis» a los antibelicistas; además, culpaba a los padres de éstos de no haberles enseñado «a temer». Fue aquella una gue- rra dolorosa, que enfrentó a padres e hijos, y parecía como si cualquiera que adoptase un punto de vista opuesto al propio, es- pecialmente si proclamaba con tanta fuerza su opinión, fuese un enemigo natural. El doctor Bettelheim era una opción arriesgada por otra razón. Su cqnocJiTÜe^^ señados.»._sino en muchos años.de experiencia acumu_lada_y_ en su capacidad subjetiva de entender la vida interior de niños y adultos. Aunque algunos profesores muy mayores de la universidad y del Instituto Hoover (un think tank* situado en el campus de Stanford) respetaban profundamente a Bettelheim, el profesorado psiquiátri- co lo consideraba «poco científico». Lo habían aceptado como profesor visitante, pero le daban poco para hacer. Muchos miem- bros del cuerpo de profesores, de orientación psiquiátrica, no se mostraban benévolos con su orientación psicoanalítica; a otros no les gustaban sus modales autoritarios ni su tendencia a expresarse enérgicamente, en particular cuando proclamaba sus profundas du- * Un insticulo de investigación u otra organización de eruditos y científicos, especial- mente si el gobierno la emplea para resolver problemas o predecir acontecimientos en las áreas militar y social. (N. de la I.) Introducción ¡9 das sobre métodos que, como el estadístico y el bioquímico, ya ha- bían aportado al departamento tanto renombre y tantos fondos para investigación. En nuestras conversaciones iniciales, sin embargo, descubrí que Bettelheim tenía una visión útil de mis intereses académicos e in- telectuales. A comienzos de los años setenta, cuando yo pertenecía a la Facultad de Medicina de Harvard, me contaba entre el grupo de investigadores y médicos que por primera vez identificaron y dieron a conocer el hecho de que los abusos sexuales padecidos en la niñez eran un importante factor que predisponía a los problemas psiquiátricos. Con otros colegas, realicé estudios y publiqué artícu- los que describían maneras de abordar a los pacientes que habían sido objeto de incesto y de abuso sexual. Describí el contexto fa- miliar en el cual se da el incesto y redacté un documento sobre el abuso sexual para la American Academy of Child Psychiatry, que fue al Congreso y que la American Medical Association publicó en el Journal ofthe American Medical Association {JAMA), su princi- pal publicación. Mi investigación continuó después de mi llegada a Stanford. Pu- bliqué artículos que analizaban la relación entre el desarrollo sexual normal y la sobreestimulación y el incesto en publicaciones tales como The Journal of the American Academy of Child Psychiatry, The American Journal of Psychiatry y el JAMA. Bettelheim me ins- tó a que pensara más en profundidad en los descubrimientos que ha- bía hecho mi grupo de investigación en un gran estudio, dirigido por mí, sobre la evolución sexual en familias típicas acomodadas y su relación con una evolución sexual aberrante. Bettelheim me ayudó a pesar de su oposición al enfoque esta- dístico que yo usaba en esos estudios. Aunque admiraba la ciencia, dudaba de que los métodos útiles para las ciencias físicas pudieran medir y elucidar lo interior del hombre: sus impulsos, necesidades y pasiones. «Todos esos estudios cientíj|lcos_son..ijoytSlilQSJ^.,c£ea.r certidumbre allí donde Freud creía que no lajiabía —decía—. Creo que esta contradicción básica es insalvable.» Hablaba despectivamente de los que confían solamente en los datos objetivos: «Este recelo hacia los enfoques subjetivos, incluso hacia la introspección, explica la orientación fisiológica de buena parte de la psicología académica norteamericana. La fisiología es
  • 10. 20 El arte de lo obvio mensurable y cuantificable, mientras.que. la manera adecuada de amar a otra perso.na..es muy difícil, de. encontrar». En una ocasión presenté a Bettelheim al hoy difunto Roben Sears, un notable exponente de la psicología evolutiva, aproxima- damente de la edad de Bettelheim. Sears había sido de los prime- ros en usar los métodos estadísticos en el estudio de la evolución infantil. En su conversación, Sears dijo que el problema de la apli- cación de la estadística al estudio de la vida emocional de los niños era que los investigadores no sabían cómo «puntuar el afecto», es decir, asignar un valor numérico a lo que estaba sintiendo una per- sona. Bettelheim se mostró en desacuerdo. Ninguna persona puede mjedirjos_senümiento.s.de.otra, dijo. Es simplemente imposible sa- ber, y no hablemos de medir, qué es lo que sucede dentro de otra persona. No es así, insistió Sears. Como otros fenómenos, las emo- ciones se pueden medir, pero es un trabajo que hay que hacer con sumo cuidado. Y allí quedó trazado el límite de la cortesía entre aquellos dos hombres sinceros, aquellos pensadores brillantes. Bettelheim me atraía por otra razón que hacía que algunos miembros del profesorado desconfiaran de él. Yo consideraba sig- nificativa la perspectiva del psicoanálisis porque es una ciencia v adémáV un arte, que posee la belleza intrínseca y la utilidad de ambos. Ninguno de los dos es una manera de conocer evidente- mente superior. ¿Acaso la manera que tenía Monet de entender el color era menos válida que la de las gentes que pueden decimos cuál es el contenido espectral de un matiz? Yo quería, además, que él me ayudara a pulir y afinar mejor mis propias habilidades psicoterapéuticas. Tenía ciertas reservas sobre la forma en que me comunicaba con un niño a quien estaba tratan- do, y sentía que me faltaba establecer con él alguna conexión, de- cisiva pero muy sutil. Le dije que deseaba que me ayudara con los problemas que tenía con ese niño. —Intentémoslo durante algunas semanas para ver qué pasa —me respondió. ¡Era un maestro excelente! En nuestras conversaciones consi- guió poner el dedo exactamente en la llaga. Me señaló maneras de entender al niño y de profundizar en esa conversación continuada que es una terapia de plazos prolongados. Bettelheim era capaz de seleccionar un detalle minúsculo y aparentemente sin importancia Introducción 21 que yo había mencionado por casualidad, y me ayudaba a ver que si lo recordaba era porque en ese detalle el niño me estaba dicien- do algo importantísimo. Bettelheim tenía un agudo sentido de lo que necesitaba un paciente concreto en un momento determinado. En nuestro trabajo durante el primer año que nos vimos me sugirió ocasionalmente una intervención que me pareció temeraria. La pri- mera vez que lo hizo, le dije: —Si yo fuera Bruno Bettelheim, eso podría funcionar, pero no lo soy. —Inténtelo —me respondió con tranquila convicción. Hice lo que me sugirió, y funcionó. Mi relación con el niño se profundizó y mejoró. Bettelheim me enseñó a escuchar con más cuidado a los niños, a oír lo que dicen, a conjeturar lo que se oculta detrás y a comuni- car con más precisión sobre la base conjunta de lo que se entiende y lo que se conjetura. Me ayudó a ser menos intelectual y más ju- guetón en la terapia. Años después, me dijo: —Para los adultos es difícil aprender a hablar con" los niños. ¿Por qué? La única manera de hablar con ellos es sumergirse en su posición. Pero, como nuestra condición de adultos es una adquisi- ción tan reciente, tenemos que protegerla a toda costa. Y en otra ocasión en que alguien le preguntó por qué hacemos de la niñez el mito de la despreocupación y vemos a los niños corno exponentes de bondad y dulzura, respondió: • —Tenemos esa imagen de la infancia porque todos queremos íhaber pasado por una época en que lo teníamos todo tan bien. Pero es una ilusión, un engaño. Para empezar, nunca lo tuvimos tan bien. ... Pero hay otra razón para que el mito [que tiene el adulto] de la inocencia de la niñez muera tan lentamente. Es por nuestra pro- .pia hostilidad en la infancia, que estamos tratando de negar. En rea- lidad, tiene que ver con nuestra incapacidad para aceptar todos los pensamientos hostiles y agresivos que nosotros mismos teníamos en la infancia, que nos impide ver todo eso en los niños y, por así decirlo, protege nuestra amnesia... " Aunque yo llegué a apreciarlo y a considerar nuestra amistad como un tesoro, el doctor B. no era un hombre abiertamente cálido y afectuoso, sino más bien reservado en sus relaciones. General- mente, llamaba a las personas por su nombre profesional, y en pú-
  • 11. 22 El arle de lo obvio blico mantenía siempre un porte formal y pulcro. Excepto en sus dos últimos años, después de dos ataques, siempre fue muy celoso de su vida privada. En ocasiones podía «vanagloriarse», pero en su hogar trataba a todo el mundo como a un huésped de honor, con una cortesía y una hospitalidad impecables. Bajo la superficie, per- cibía yo un calor tímido y travieso, que se reflejaba en el fugaz res- plandor que a veces aparecía en sus ojos y en el brillo provocativo de sus comentarios ocasionales. Tenía un estupendo sentido del humor y en ocasiones, en forma impredecible, compartía alguna anécdota de su niñez. Un amigo mío deseaba que su mujer dejara de amamantar a su hijo de seis meses. Para reforzar su posición pidió a Bettelheim que le ayudara a resolver la situación, con la esperanza de que el doctor B. fuera un apóstol de una crianza infantil estricta y le proporcionara serias admoniciones psicoanalíticas para transmitir a su desorientada es- posa. Bettelheim sonrió y le dijo que, cuando él nació, sus padres fueron a las provincias austríacas a contratar a una chica de dieci- séis años para que fuera su nodriza. Todos pasaron por alto el he- cho de que a esa edad ella ya había cometido «delitos sexuales» y de que necesariamente estaba abandonando a su propio hijo. La buena chica, continuó con una mirada de picardía, lo había ama- mantado hasta que tuvo cuatro años, de modo que él no veía cuál era exactamente el problema. Mi amigo optó por no compartir aquella conversación con su mujer. La brillantez_de_BeUeIheim era un don, extraño y difícij ,de des- cribir."Y_ de lo que se trataba "era de deslac^^'rLHP-C^lTyBS. Ú9,S^e nq.h.a-y~u.a_§ís|ernaJe coordenadas aceptadas.poi"eonsenso,.uriiyer- saJ, como la tabla de los elementos en química. Es un campo en donde las discrepancias surgen fácilmente, incluso en relación con los supuestos básicos. Cuando Bettelheim hablaba de un problema clínico, planteaba con frecuencia cuestiones difíciles de responder. Muchas veces, para quienes ya estaban establecidos en el campo, la confrontación con su ignorancia personal era inquietante. Por ejemplo, Saúl Wasserman, que dirigía una importante unidad de pacientes internos de psiquiatría infantil en el tiempo en que se abordó el caso que se estudia en el capítulo 2, al releerlo comentó: «Qué difícil es creer lo tontos que éramos. Hoy llevaría ese caso de forma tan diferente...». Introducción 23 Era fácil sentir las preguntas de Bettelheim como un acoso o una humillación; después de todo, él sabía con qué propósito las hacía, pero quería que uno se diera cuenta por sí solo. Por ejem- plo, podía observar en ti una actitud de la que no eras conscien- te, pero que impedía establecer una relación de empatia con el niño a quien tratabas. Lo más frecuente era que estuvieras con- duciéndote de una manera que reflejaba alguna actitud de tus pa- dres que te había dolido de niño, pero a la que habías tenido que adaptarte, interiorizándola. Entonces, cuando él hacía hincapié en eso, tu reacción era de enojo o de ponerte a la defensiva. Mu- chos participantes en el seminario usaban de manera constructi- va esa dolorosa confrontación consigo mismos y con sus respec- tivas infancias. Más de uno comentó que lo que había sacado de ese seminario y aprendido de Bettelheim había cambiado la orientación de su vida o había influido profundamente en su ca- rrera profesional. Pero no todos los que asistieron al seminario sentían lo mismo. Yo, debido a mis antecedentes y a mi formación, tiendo a tener un estilo didáctico mucho menos centrado en la confrontación, y a brindar en cambio más apoyo del que ofrecía Bettelheim. Él, por el contrario, era el producto de una rigurosa educación clásica euro- pea, y había enseñado durante muchos años en la Universidad de Chicago, que era igualmente famosa por el rigor de sus métodos de enseñanza. Podía ser muy áspero cuando despojaba a un_estu¿¡,an- te,.de.lQ,que,,étJÜaraaba «falsos supuestos^reíerentes al psicoanáli- sis. (Puede ser que en los seminarios que aquí presentamos aparez- ca en menor medida esa brusquedad, ya que nuestro propósito no es efectuar un retrato biográfico, sino presentar nuestras ideas con la mayor claridad posible.) A varios estudiantes les molestaba su ri- gor y su estilo agresivo, y dejaron de acudir a los seminarios. Des- de entonces, algunos de ellos han llegado a ser excelentes psicote- rapeutas. Estoy convencido de que si se hubieran quedado, o si el estilo didáctico de Bettelheim hubiera sido diferente, ellos habrían ganado muchísimo y el seminario se habría enriquecido con su par- ticipación. Hubo una occisión en que, después de que a un estudiante le hu- biera parecido especialmente difícil de aceptar la crítica de Bettel- heim, algunos de los concurrentes le reprocharon su insensibilidad.
  • 12. 24 El arte de lo obvio En respuesta, y fue la primera y única vez que le oí hacer aquello, Bettelheim explicó sus razones: / —Cuando enseño el pensamiento psicoanalítico, y especial- í mente en psicoterapia, me esfuerzo por ser duro durante ías prime- ! ras sesiones, para que un promedio del quince al veinte por ciento 1 de los estudiantes dejen la clase. Estoy convencido de que es me- jor para ellos, y para mí también. Llegar a ser psicoanalista impo- ne considerables esfuerzos personales, y si uno no puede afrontar- los, es mejor que no entre en ese campo... La primera exigencia para convertirse en psicoanalista es someterse a un análisis perso- . nal. Al hacerlo, uno experimenta muchas veces lo doloroso y per- ! turbador que es el proceso: una experiencia personal absolutamen- [ te necesaria para que, más adelante, uno sea capaz de sentir empa- / tía con el sufrimiento que experimenta el o la paciente cuando está ¡sometido al proceso del psicoanálisis. »Pero como la mayoría de mis alumnos no se han psicoanaliza- do, tienen que aprender hasta qué punto la adquisición de diversos insights* psicoanalíticos puede ser perturbadora para el individuo. Cuanto antes aprendan que pueden tropezar en su camino con vi- vencias que los perturben, mejor, de manera que, si esas primeras pruebas son demasiado para ellos, puedan abandonar el trabajo an- tes de haber sufrido demasiado daño. Esta es también la razón de que yo nunca haya enseñado asignaturas obligatorias: quería facili- tar a mis estudiantes la posibilidad de dejar la clase o el seminario en el momento que quisieran. »Y por eso también, antes de acceder a la petición del doctor Rosenfeld de que diéramos este seminario, insistí en que la asis- tencia fuera completamente voluntaria, y en que no hubiera ni la menor consecuencia adversa para ningún estudiante que optara por no acudir a él, o que después de algunas sesiones decidiera aban- donarlo. »Es que, simplemente, el psicoanálisis no es fácil. No fue hecho para que lo fuera. Freud no esperaba que el psicoanálisis fuera para todo el mundo. Es algo que sólo sirve para los que quieren hacerlo y pueden asumir todo lo que el proceso y los insights del psico- * Término utilizado en psicoanálisis para referirse a la intuición que tiene el paciente de algunos aspectos de su personalidad. (N. del e.) Introducción 25 análisis exigen de un individuo. La aceptación del psicoanálisis a partir de supuestos falsos no es buena ni para el psicoanálisis ni para la persona. Si alguien no quiere hacerlo, nada lo beneficiará más que abandonarlo, con la oportunidad simultánea de poder eno- jarse con alguien, en este caso conmigo. Después de una experien- cia tal, un estudiante así sostendrá la tesis de que fue mi «mez- quindad» y no su propia angustia lo que le movió a abandonarlo. Es mucho mejor que esas personas piensen que tienen razón para estar enojadas conmigo y no que piensen que no fueron capaces de asumir el dolor inherente en el psicoanálisis o que consideren que es un proceso fácil para todo el mundo. Así, en un sentido más pro- fundo, lo que en la vivencia de ellos es mi «mezquindad» es algo destinado a protegerlos. Y funciona: ellos se enfadan conmigo, y yo puedo asumir su enojo sin pensar de ellos nada negativo. La experiencia en el seminario era muy diferente si compren- días que, cuando te presentabas, las preguntas de Bettelheim, esta- ban destinadas; a. hacerte.pensar en ajgo, i i ^ pudieras..descubrirlo por ti .oiismo, tomando conciencia de una ac- titud que te restaba eficacia como terapeuta. Entonces tu experien- cia te provocaba ansiedad y además era productiva. Si te esforza- bas por comprender lo que él te estaba mostrando de ti mismo, te dabas cuenta de que la intensidad de tu reacción confirmaba que él había tocado algo importante, y entonces te esforzabas más. Re- cuerdo haberle oído decir: «Yo no puedo enseñaros a hacer psico- terapia. Eso, sólo vosotros podéis hacerlo. Yo sólo puedo -enseña- ros la,manera.de,pensar ejiJapsicQtejrapia». <<E]j5SÍ.coanálisis..,es,,e].,.artewde lo obvio», solía decir el doctor B., y a medida que te abrías paso entre los problemas de un caso de- terminado, cuando te despojabas de las anteojeras que habías usa- do desde niño, y que te impedían ver lo que habría sido claro para ti de niño, llegabas a captar lo que él estaba diciendo. Y pronto ol- vidabas que hubiera una época en que no lo veías. El insighi pare- cía tan claro, tan tuyo, como algo que hubieras visto y sabido des- de siempre, ¿verdad? Como el buen psicoanalista que te ayuda a hacer descubrimien- tos por tu cuenta, Bettelheim conseguía que los insights fueran tuyos. —El.autodescubnmiento,es tremendamente valioso para la.per- sona que se descubre a sí misma —dijo en un seminario—. Que al-
  • 13. 26 El arle de lo obvio guien lo descubra a uno jamás le ha servido de nada a nadie. Ya sa- bréis que exisle el dicho de que cuando Colón descubrió América, los indios dijeron: «^UjjTToj^^iüSjjiojjlesciihrj,^^"»- Y vaya si lo estaban. Por esoJa ^situación psicoanalítica ,tue,..ai:eada-,parcupjx3jpo- ver_e]__dssiaj£nm|enl o_ (Je_s_hmsmp. Con el tiempo, se nos hizo difícil saber dónde se acababan las ideas de Bettelheim y dónde empezaban las de cada uno. De hecho, inleractuar con Bettelheim cambiaba tu manera de ver el mundo y de pensar en la gente. Para algunos, su profunda influencia fue una fuente de resentimiento, que hacía que resultara más fácil centrar- se en los puntos difíciles de su personalidad que admitir una deuda que parecía humillante. Cuando escribí algunos artículos en los que usaba ideas suyas que yo había incorporado a mi manera de enten- , der y de ver las cosas, le pregunté si quería que las reconociera como tales. Su respuesta fue que él no había hecho más que com- i partir ideas conmigo, y que las ideas pertenecían a todos. Jamás le vi adoptar ninguna otra posición. Era un experto que hablaba desde el sentido común y desde el no común, y cuyos insights e ideas fueron de utilidad en mi traba- jo clínico y en mi vida personal. Con él podía hablar de un proble- ma teórico, de cómo elegir una niñera o de por qué mi hija había andado antes de hablar. A veces, con sólo hacerme desplazar mi vi- sión de alguna paradoja aparentemente insoluble en apenas uno o dos grados del punto donde yo tenía puesto el foco, me mostraba un estrecho corredor a través del cual se podía ver claramente el otro lado. Muchos de los que trabajamos con él a lo largo de los años tuvimos esa experiencia, que denominábamos su «genio». Pero a esta especie de alabanza, él respondía con algo así como: I —Tú me diste toda la información. Tú también lo sabías, pero /hablabas con tanta rapidez que no te escuchaste a ti mismo. Aunque había trabajado mucho y estaba orgulloso de haber al- canzado la fama, se daba cuenta de que aquello tenía una impor- tancia relativa, especialmente mientras su esposa aún vivía. f ~ —Seguro que es agradable que reconozcan tu trabajo y que te /citen. Pero, en otro sentido, eso no significa nada. A la gente que I realmente le interesa y a la que tienes la esperanza de interesarle no 1 le importa un rábano lo que escribes. Se forman sus opiniones por ] la manera en que los tratas. Y andar dando charlas por ahí aleja a Introducción 27 yo de mi casa y de mi mujer. De modo que es una , ya lo ves. Mjjiejii.rxi£S4Ke.d«¿;o^^^^ on viejo como y mezcla de lodo, ya me queda,.. La vida de Bruno Bettelheim había pasado por muchas peripe- cias antes de su llegada a California. Nacido en Viena en 1903, era hijo de una familia judía pudiente y asimilada. Esludió historia del arte y estética en la Universidad de Viena, y a los veintitrés años, cuando murió su padre, se hizo cargo del aserradero de su familia. Pero nunca se sintió hombre de negocios, y soñaba con una vida de- dicada al estudio. Se vinculó al movimiento psicoanalílico cuando éste era aún una especie de actividad de vanguardia y, aunque si- guió siendo hombre de negocios en Viena, inició su análisis personal con Richard Sterba. Gina Weinmann, su primera mujer, participó en los primeros intentos experimentales de análisis de niños de Anna Freud, aceptando a un niño profundamente perturbado que ésta ha- bía enviado al hogar de los Bettelheim para que conviviera con ellos. Aquella Cue la primera experiencia de Bettelheim con un niño autis- ta, aunque al síndrome no se le había designado aún nombre. El propio Bettelheim se consideraba miembro de la «tercera ge- neración» de psicoanalistas. Era ocho años menor que Anna Freud, con quien contactó a través de su mujer, y conoció a muchos otros relacionados directamente con la evolución más o menos temprana del psicoanálisis, y especialmente con el psicoanálisis de niños. En uno de los seminarios de Stanford, un participante cuestionó a Bettelheim la gran importancia que éste asignaba a las enseñan- zas de Freud: —Los investigadores a quienes usted critica por descuidar la vivencia subjetiva y el significado del comportamiento tienen, por lo menos, datos válidos que yo puedo evaluar y reproducir experi- mentalmente. Ese es el problema del psicoanálisis: parece que se haya convertido en una rama de la religión que depende de las per- cepciones de sus auténticos creyentes. —El hecho de que el psicoanálisis no haya sido validado empí- ricamente no lo convierte en una religión —respondió Beltel- heim—. Fíjese que yo no tengo nada en contra de la religión como tal. Siempre pregunto cuál es el precio de esa religión, y cuáles sus beneficios. Si tengo que pasarme una eternidad en el infierno, el
  • 14. 2H El arte de lo obvio precio de creer en la salvación parece demasiado alto, por no ha- blar de que debo sacrificar la única vida que tengo por la esperan- za de la salvación. »He pasado por demasiadas religiones que resultaron falsas. Cuando era niño e iba a la escuela, la indivisibilidad del átomo era la religión predominante en la ciencia, un absoluto con el cual se podía contar. Ahora, los físicos han descubierto más partículas sub- atómicas de las que nadie pueda imaginarse —hizo una pausa y se quedó pensativo—. Quizás estábamos mejor cuando el átomo era indivisible... »Persona!mente, mi compromiso con el psicoanálisis se debe a que me ofrece la imagen del hombre más aceptable y más útil y, además, métodos para ayudar a la gente. Pero al hablar de «méto- dos para ayudar a la gente» no me refiero necesariamente al análi- sis. Ciertamente no se puede analizar a los niños pequeños, porque a esa edad tienen poca capacidad de introspección. yo^ qiie_yjve. Y, por Dios, qj¿e^a,,jp.^mñjpi>_y.aJes_cjLjesta_bas.tant.eüJegar a tener un yo. Esperar que ademásJe> escindan es unajidiculez En- tonces, [o quejiacemos es piopoicionailes vivencias que esperamos sean consüuctivas, y que se basan en nuestio entendí mienlQ-psico- »Si el análisis de niños no hubiera sido un invento de su hija, Sigmund Freud jamás lo habría aceptado. Exige demasiados pará- metros. La propia Anna Freud decía que jamás trataría a un niño cuyos padres, o por lo menos cuya madre, no estuvieran analiza- dos. Esto es exactamente contrario al método desarrollado por su padre. En el psicoanálisis de adultos, el resto de la familia queda totalmente fuera de la experiencia. Pero eji_ejl_análisis_d,e_ninos, uno Ü£ne-.que-4rianipular--©l---a.mbient.eTp9r..lo.-menos..en.parte. Proporcio- namos a los niños escuelas especiales..., intentamos conseguir me- jores condiciones de vida, y por cierto que esto no es introspección. Pero son cosas que se basan en una comprensión psicoanalítica del hombre y de sus necesidades. Pese a su compromiso con el psicoanálisis, Bettelheim conside- raba positivo que el pensamiento del propio Freud hubiera evolu- cionado y cambiado en el curso de su larga trayectoria: Introducción 29 —Uno no puede escribir más de veinte volúmenes y seguir siendo la misma persona a pesar del tiempo y de esa experiencia. Si leen ustedes la última obra acabada de Freud, Moisés y la reli- gión monoteísta, que es una fantasía... una fantasía gloriosa, pero una fantasía, se encontrarán con un Freud totalmente diferente del autor del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños. Bettelheim anticipó también que el psicoanálisis cambiaría des- pués de la muerte de Anna Freud, en 1982. —Por más que el tratamiento psicoanalfrico haya sufrido, y creo que seguirá sufriendo, un cambio continuo, lo que se mantendrá pese a todos los cambios es una imagen del hombre, particular- mente de la importancia de lo inconsciente y de algunos hechos ta- les como la represión y los demás mecanismos de defensa. Todo esto añade a nuestra imagen del hombre una dimensión a la que no teníamos acceso antes de Freud, una imagen basada estrictamente en la introspección. Bettelheim tenía sus propias ideas sobre el contraste entre el psicoanálisis y los métodos que apuntaban a cambiar el comporta- miento de la gente sin entender su vida interior. —El conductismo sostiene que lo esencial del hombre es fácil de cambiar, que se puede hacer funcionar al hombre con tanta efi- ciencia como a una máquina bien engrasada —decía—-. En con- traste, aunque Freud creía que algunos aspectos del hombre se po- dían cambiar un poco, otros eran intratables porque se generaban en la propia naturaleza humana... »E1 psicoanálisis se centra_enja_vida intenor__de_ujia_p.ensj3naJLj;n los...deseos, las,,fan,tasias, CQnüi.cLQ>^y~cx)BlradKc.ianesj_nherentes a la personalidad. Elpsi.coanálisis-procura distinguir..en.tre lo que^son consecuencias jde.núes tr.a&.exp£ri^ncias....vi.ta!6.s..y.,I.Q..que.,SQ.a.,aspec- tos inevilables,.,d.e...nuestra,nat.ur.alez.a. Pero p_araj;ntende.rja_v.i.daj.n- tejJD]Lde_¿in_nidL^ los sentimientos,humanos,Jinal-uso-del-«amor». »Lo que estoy diciendo es algo inquietante para los que creen en la infinita perfectibilidad del hombre. ELamQLJn.Qluye-nuestras tendencias destructivas,. que,están,»ü:abadas. en una batalla constan- te con nuestros impulsos, vitales...[o .constructivos!. Freud concep- tualizó esta tensión presentándola como el conflicto entre Tánatos y Eros.
  • 15. M) El arle de lo alivia De 1938 a 1939, Beítelheim esluvo prisionero en dos campos de concentración, Dachau y Buchenwald. Los recuerdos de aquel año lo acosaron durante el resto de su vida. Me conló que con fre- cuencia lenía pesadillas referenles a aquello. Sin embargo, incor- poró sus observaciones y vivencias de entonces a su comprensión de las personas. A partir de todo ello, organizó una práctica y una carrera notables. Una vez. estábamos hablando de cómo sobrevive uno a los ri- gurosos malos tratos. Yo estaba indagando ese fenómeno psicoló- gico en una novela sobre el dolor y la recuperación que por enton- ces estaba escribiendo. Bettelheim comentó: —Hasta cierto punto se puede resistir. Pero si uno se deja aba- tir psicológica, económica y moral mente, ya no puede creer en su propia capacidad de resistir o de escapar... Incluso una prisión es un lugar diferente si uno se dice: «Aquí estoy y no puedo salir» o si se pasa el día en prisión planeando la forma de escaparse... Es una actitudjj^lgriox Cada ocasión en que podrías hacer algo y no lo ha- ces* es para ti una demostración de que no puedes hacerlo. Cada oportunidad que usas, aunque no tengas éxito, podría darte la es- peranza de que la próxima vez lo tendrás. La familia neoyorquina cuyo hijo autista había vivido en el ho- gar de los Bettelheim en Viena tenía buenas conexiones políticas. En 1939 fueron ellos quienes persuadieron al gobernador Lehman de Nueva York y a Eleanor Roosevelt de que intercedieran ante los nazis por la liberación de Bruno Bettelheim. Finalmente, Bettelheim llegó a los Estados Unidos casi en la indigencia. Tal como me contó, él y su primera mujer se habían di- vorciado poco después. Escribió a Trude Weinfeld, que tras haber trabajado en la escuela de Anna Freud había escapado a Australia, y ella se reunió con él en Chicago, donde se casaron. Bettelheim enseñaba en un college para niñas en Rockford, Illinois. Además, participó durante 8 años en un estudio de evaluación de la educa- ción artística financiado por la Fundación Rockefeller en la Uni- versidad de Chicago. En 1944 los administradores de la Univer- sidad le ofrecieron hacerse cargo de la dirección de la Escuela Ortogénica Sonia Shankman, una escuela para niños gravemente perturbados y psicóticos. Allí enseñó psicoterapia psicoanalítica al personal de la escuela y, al principio en colaboración con Emmy Introducción Jl Sylvesler, introdujo y reelaboró la <,ite.rapiiu.imbie,ntal>>, el método que consideraba más productivo para el tratamiento de los niños, sumamente perturbados, de aquella escuela. Esta forma de terapia exige que se considere que todas las facetas de la vida del niño ym^ j^i,gne¿j^ — son aspectos del proceso de curación. Así fue como Bettelheim colaboró con amas de casa, asesores y maestros, y se ocupó personalmente hasta de los últi- mos detalles del funcionamiento diario de la escuela, de su dise- ño y de sus instalaciones. Habitualmente, se pasaba entre dieci- séis y dieciocho horas diarias en la escuela, asegurándose de que todo funcionara como era debido. La Escuela Ortogénica se hizo famosa por su labor terapéutica con el reducido porcentaje de estudiantes que eran auristas; pero la mayoría de los niños tenían otros tipos de perturbaciones graves, y muchos también se beneficiaron del tratamiento recibido. La ex- periencia de Bettelheim provenía del tratamiento de muchos tipos diferentes de niños, pero sus escritos más conocidos se referían ai tratamiento de niños psicóticos, sumamente perturbados. Sin em- bargo, sus ideas son directamente aplicables a la comprensión y el tratamiento de niños gravemente maltratados y desatendidos, que en la actualidad interesan a muchos médicos, entre los que me in- cluyo. En los años que siguieron a su llegada a los Estados Unidos, Bettelheim trabajó como educador y como terapeuta. Por medio de conferencias, libros y artículos se dio a conocer internacionalmen- te por sus aportaciones a nuestra comprensión psicoanalítica de ni- ños con perturbaciones graves, de la experiencia de los campos de concentración y del Holocausto, y también de la creatividad artís- tica. Sus publicaciones se dirigieron tanto a un público de profe- sionales como de legos; su sabiduría y su humanidad le ganaron un amplio aprecio. A través de sus enseñanzas y de sus escritos, el doctor B. conmovió e inspiró a muchos estudiantes, colegas y lec- tores. Sus puntos de vista tenían fuerza por su claridad, su.carácter generalmente inequívoco y con frecuencia estimulante. No era aje- no a la crítica y a menudo se enzarzaba en acaloradas controversias sobre la causa del autismo, sobre si la familia de Anna Frank no podría haber pasado más constructivamente el tiempo que estuvie-
  • 16. 32 El arle de lo obvio ron escondidos si se hubieran dedicado a planear una fuga, o sobre el movimiento de oposición a la guerra de Vietnam. Incluso cuan- do alguien discrepaba vehementemente de él, como le sucedía a mucha gente, su punto de vista estaba tan bien meditado y era tan convincente que lo llevaba a uno a reflexionar con más profundi- dad. AI discutir con él, se llegaba a entender más cabalmente la propia posición. Cuando el doctor Bettelheim se retiró finalmente a los setenta años, lenía el corazón debilitado y sufría problemas circulatorios. Necesitaba vivir en un lugar con un clima más benigno que Chi- cago, y con menos peligros de los que presentan en invierno sus calles heladas. Algunos amigos vieneses de los Bettelheim se ha- bían retirado al área de la bahía de San Francisco, donde los Bet- telheim habían pasado un año fructífero a comienzos de la década de los setenta, cuando él era profesor invitado en el Centro de Es- tudios Avanzados de las Ciencias de la Conducta, en Stanford. Así fue como en 1973 se trasladaron a California, donde Bettelheim llegó a ser profesor visitante en la Universidad de Stanford, con la esperanza de enseñar allí de la manera que él acostumbraba ha- cerlo. En los diecisiete años que siguieron a su retiro publicó nume- rosos ensayos y libros, entre ellos Psicoanálisis de los cuentos de hadas, que ganó el National Book Award, Aprender a leer, en co- laboración con Karen Zelan, Freud y el alma humana, No hay pa- dres perfectos y El peso de una vida. La Viena de Freud y otros ensayos* En una ocasión en que estaba hablando de un paciente en psi- coanálisis, Bettelheim dijo: —Después de todo, para_eso_se_necesita un analista, paralarle a J^2-?i-..9J?ra i?_ <?.£ M££Ll9,,9.ysJJ£R.?JJlíSd2..d.Lhacer solo. Cuando le dije que el analista que estaba describiendo se pare- cía al Mago de Oz, se mostró de acuerdo: —En todo ese cuento, mi personaje favorito es el León Cobar- de. Y fíjese que yo también soy cobarde, y eso siempre me ha ser- vido de mucho. * La edición castellana de lodos ellos ha sido publicada por Crítica en 1990", 1989, 1983, 1989' y 1991, respectivamente. (N. del e.) Introducción 33 Le señalé que su reputación era muy diferente. —Bueno —replicó francamente Belleiheim—, si eres un león cobarde, tienes que rugir con fuerza. En su vida, me confió, era Trude, su mujer, a quien era profun- damente leal, quien le había dado el valor necesario para el inten- to de triunfar en Estados Unidos. Desde la cincuentena, Bettelheim no gozaba de buena salud; Trude era unos nueve años menor que él, de modo que siempre ha- bían esperado que él muriese primero y de acuerdo con ello habían hecho sus planes. Él no volvió a ser el mismo después de que su mujer muriera, en octubre de 1984, tras una prolongada lucha con- tra el cáncer. No mucho después, Bettelheim se trasladó a Santa Mónica, en California. A pesar de su profunda depresión, y del sentimiento de soledad que lo invadió al estar sin ella, Bettelheim se comportó con entere- za, viviendo y trabajando con ánimo creativo. Después, en 1988, sufrió el primero de los dos ataques que hicieron que le resultara difícil escribir, y más difíciles aún las minucias de la vida cotidia- na. Durante los dos últimos años de su vida, desde 1988 hasta 1990, todos los que le conocieron bien pueden dar testimonio de que Bruno Bettelheim era un hombre profundamente deprimido y exhausto. Tenía un problema de esófago a causa del cual le costa- ba mucho tragar, de modo que no podía comer más que purés. Tras haber adelgazado considerablemente, y pese a su avanzada edad, accedió a someterse a una intervención quirúrgica, cuyo resultado fue satisfactorio y gracias a la cual se sintió mejor al poder disfru- tar de nuevo de una dieta más variada. Pero le acosaba el miedo, que persigue a muchas personas mayores que han sido fuertes e in- dependientes, de que un nuevo ataque lo dejara inválido. Cada vez que yo volaba a California a visitarlo lo encontraba más debilitado. Tenía la sensación de que el cuerpo lo había aban- donado por completo, pero añadía que «desdichadamente, la men- te se ha quedado atrás». Había adelgazado y necesitaba un bastón para caminar. Cada vez que lo visitaba, nuestros paseos eran más cortos y más lentos, por más que él hiciera un gran esfuerzo. Pró- ximo ya al fin, no podía conducir. Sólo podía escribir con gran es- fuerzo, y su letra, antes suelta y fluida, con amplias curvas, se vol- vió pequeña y tensa. Necesitaba constantemente alguien que le
  • 17. 34 til arle de lo obvio ayudara, incluso para bañarse, una situación difícil para aquel hom- bre orgulloso, formal, tímido y muy celoso de su intimidad. La sen- sación de desvalimiento era una aírenla muy especial para el senti- mienlo de dignidad, integridad, autonomía e independencia que él lanío valoraba. Ya próximo al fin, me dijo en una ocasión: «Táña- los me ha ganado. Ya no lengo interés en la vida». Mucha genle ha dicho que leer lo que escribió Bellelheim sobre la supervivencia en condiciones extremas fue para ellos un apoyo emocional en sus momentos más sombríos. Quizá por eso muchos, entre ellos algunos pacientes a quienes él había tratado de animar para que sobrevivieran, se sintieron traicionados cuando se quitó la vida en marzo de 1990. Pero renunciar no fue para él rápido ni fácil. Beílelheim perdió el deseo de vivir cuando murió su mujer, y ese sentimiento se fue intensificando y haciéndose más insistente a partir de marzo de 1988, cuando luvo el primer ataque. Sin embargo, en los dos años siguientes probó todos los remedios que le recomendaron los neu- rólogos y los psiquíatras, entre ellos la rehabililación física, la rea- nudación del psicoanálisis, y recurrió también a anlidepresivos, es- timulantes, medicación para combatir el pánico y otros fármacos diversos. Trató de incrementar su actividad didáctica. Sus amigos, antiguos y nuevos, jamás lo abandonaron. Cuando yo lo visité en Washington, algunas semanas antes de su mueríe, el teléfono sona- ba por lo menos cada media hora. Pero en su desolación, él insis- tía en que nunca lo llamaba nadie. Cuando le señalé la contradic- ción, admitió que yo estaba en lo cierto, pero insistió en que él se sentía abandonado. No puedo menos que preguntarme si los ata- ques no habrían causado también algún deterioro neurológico peri- férico que le afectaba el recuerdo de las cosas recientes. A los ochenta y seis años, Betteiheim sabía que no le quedaban otros diez años por delante para vivirlos bien. Sus únicos interro- gantes eran cuánto le quedaba de vida, si antes tendría que padecer más debilidades humillantes y si debía tomar él mismo las riendas de las cosas. Su modelo fue Sigmund Freud, cuando con óchenla y tres años, y sufriendo inlolerablemente a causa de una batalla con- Ira el cáncer que se remontaba ya a dieciséis años, hizo que su mé- dico, Max Schur, le diera una sobredosis de morfina. Pero los vie- neses de la época de Freud veían el suicidio de manera muy dis- tntroclucción .í5 tinta a la de los contemporáneos de Betlelheim. (De hecho, uno o dos años antes de que Betteiheim pusiera término a su vida, su úni- ca hermana se suicidó en Nueva York.) En sus dos últimos años, Betlelheim pidió en repetidas ocasiones a sus amigos médicos que le asegurasen que si se encontraba totalmente incapacitado incluso para suicidarse, le ayudarían a terminar con sus sufrimientos con una inyección de morfina. Si alguien se lo prometía, solía decir, se dejaría de hablar de suicidio. Pero, lamentablemente, nadie podía asumir el riesgo de ayudarle. Cuando decidió que el suicidio era su única solución, quiso que su acto fuera privado e intentó disponer un viaje a Holanda, donde, según me dijo, el suicidio se tolera aun- que no sea legal. No quería ninguna clase de espectáculo público; sabía que aunque algunos pudieran verlo como un símbolo, él era una persona real que estaba viviendo una agonía cotidiana. Supongo que cada uno tiene que decidir por sí solo si tiene de- recho a escoger una opción como ésta. Betteiheim consultó a la Hemlock Society [Asociación Cicuta] y siguió al pie de la letra sus consejos. Bruno Betteiheim siempre tuvo gran respeto por el con- sejo de los expertos. Durante la elaboración de este libro se ha publicado cierta canti- dad de material, sumamente crítico, centrado en la personalidad, compleja, perfeccionista y exigente, de Bruno Betteiheim. Bettei- heim tuvo una carrera larga y distinguida, nunca temió pronunciarse sobre muchos temas controvertidos, y se ganó una merecida reputa- ción de agudeza mental y de disposición a participar en el combate intelectual. Su objetivo era entender con claridad y en profundidad, no ser el más apreciado. Como ya hemos señalado, Betteiheim podía ser cáustico; esto todos los que le conocieron pudieron sentirlo personalmente en un momento u otro. Además, era un hombre que provocaba reacciones contradictorias en quienes lo conocían, de modo que no hay que sorprenderse de que de él se hayan dicho cosas de intenso tono crí- tico, tanto cuando vivía como después de su muerte. Lo sorpren- dente es que los artículos difamatorios que se escribieron sobre él, fueran ciertos o no, sólo aparecieran y alcanzaran amplia difusión después de su muerte. Mi amistad con él se inició después de su re- tiro, de manera que nada puedo decir de lo que se cuenta sobre lo
  • 18. El arle de lo obvio que Betlelheim hizo o dejó de hacer en la Escuela Ortogénica. En agosto de 1990, cuatro meses después de su muerte, me llamó una reportera de una impórtame revista estadounidense para pedirme información sobre las acusaciones contra el doctor Bettelheim. Le pregunté por qué esos ataques sólo empezaban a aparecer cuando él ya no podía defenderse ni explicarse y, con cierta renuencia, me contestó: «Porque un heredero no puede demandar por calumnias». Muchos estudiantes a quienes llamé para decirles que este li- bro estaba casi terminado me expresaron su profunda gratitud ha- cia el doctor B. Uno dijo que se había hecho psicoanalista porque sus experiencias en el seminario le habían abierto los ojos a la vida interior del hombre. «No se olvide de decir lo ciego que yo estaba —me dijo otro—. Fue necesario que el doctor B. me lo de- mostrara.» El doctor Bettelheim era una llama que durante su vida encen- dió muchas otras; a algunas las conocía, otras lo conocieron a él al leer sus escritos. Estas vidas cambiaron, permanentemente y para bien, porque tuvieron la buena suerte de entrar en contacto con Bruno Bettelheim y con su mentalidad, asombrosamente clara y perceptiva. En cuanto a mí, con toda la tristeza que lleva decir por última vez adiós a un amigo, colega y mentor muy querido, quisie- ra rendirle tributo con estas palabras, atribuidas a Sigmund Freud: «La voz de la razón es suave, pero insistente». ALVIN A ROSENFELD, doctor en medicina El primer encuentro e podría pensar que iniciar la primera sesión de psicoterapia v3 con un paciente nuevo debería ser algo simple. Uno dice hola y ya está. Pero la primera sesión es mucho más: es un momento crí- tico que puede determinar el curso de años de terapia. Por eso, en nuestra serie de seminarios, Bruno Bettelheim y yo dedicamos por lo menos una sesión por año a estudiar cómo saludar a un pacien- te nuevo. <<HJinaJ^stáje_njJ_ci3jaieiiZQ>>, solía decir el doctor Bet- telheim, aludiendo a que la manera en que uno entra en relación con un paciente dispone el escenario para mucho de lo que le se- guirá, quizás incluso para el resultado final. Bettelheim comparaba la forma en que Sigmund Freud estable- cía una atmósfera adecuada para las sesiones psicoanalíticas con el diseño, brillantemente realizado, del montaje escenográfico de una obra, hecho de tal modo que transmita un vivido sentimiento de lo que es el drama que se está a punto de representar. En el escenario psicoanalítico de Freud, el accesorio más importante es un diván. Éste, antes de que se pronuncie siquiera una palabra, transmite im- portantes mensajes subliminales al paciente. El diván indica que paciente y analista están al comienzo de una relación que difiere de todas las demás. Al.pedir...al.paciente.que se recostara, Freud le,es- taba sugiriendo que la relajación,era deseable, y, le daba a entender, que la regresión, tan mal vista en otros.ámbitosdeja vida,,.era bus-... cada y aceptada. Además, como generalmente cuando soñamos es- Támos acostados en la cama, la presencia del diván indica la im- portancia de los sueños en el marco del análisis.
  • 19. 38 El arle de lo obvio AI poner al analista en una silla detrás del paciente, Freud si- tuaba a este último en e! centro del escenario. El analista, sentado detrás de él, se concentrará en lo que le digan las palabras del pa- ciente y en lo que sus acciones revelen. La puesta en escena de nuestro seminario no estaba en modo al- guno tan cuidadosamente orquestada. Todos los martes a las 13.30 nos reuníamos en torno a la pulida mesa de la sala de conferencias del Hospital de Niños, en el departamento de pacientes psiquiátri- cos externos de Stanford. El doctor Bettelheim ocupaba la cabece- ra de la mesa y yo me sentaba a su izquierda. Uno de esos martes, en el verano de 1983, Bettelheim se presentó a sí mismo a dos es- tudiantes que venían por primera vez al seminario, Renee Kurtz, estudiante adelantada de asistencia social, y Jason Winn, un nuevo residente en psiquiatría infantil. Los demás eran los miembros «ha- bituales» del seminario. Michael Simpson era un psiquiatra de ni- ños que había terminado su formación y se dedicaba ahora a la práctica privada no lejos de allí, en Menlo Park. Hacía años que ve- nía al seminario con toda la frecuencia que le permitía la densidad de su horario profesional. Gina Andretti, psicóloga de niños, de Milán, estaba haciendo dos años de formación especializada en Stanford, y Bill Sanberg, un psicólogo clínico que trabajaba gene- ralmente con adultos, hacía algo más de un año que acudía al se- minario. Había crecido en un suburbio de Washington, se había doctorado en una famosa universidad del Sur y había tenido una beca de posgraduado en uno de los programas de Stanford. Sandy Salauri, asistente social en el departamento de psiquiatría de la clí- nica de pacientes externos de la Universidad de Stanford, asistía al seminario desde hacía algo más de seis meses. A Bettelheim se lo conocía como maestro exigente y estimu- lante. Cuando recorría la mesa con los ojos, había veces en que los estudiantes desviaban la vista para que no los llamara y les pre- guntara si no tenían algún caso para presentar. Ese día, sin embar- go, me sorprendió ver que, en su primera sesión del seminario, Re- nee parecía ansiosa de que Bettelheim se fijara en ella. Renee había crecido en Los Ángeles y luego se había mudado al norte para ir a la universidad y a la escuela de asistentes socia- les en Berkeley. Aunque exteriormente respetuosa, tenía chispa, es- El primer encuentro 39 píritu inquisitivo y agudeza intelectual. Esperó un poco antes de hablar. —Realmente, necesito ayuda. Mañana he de enfrentarme a mi primer caso infantil. Quiero entenderlo mejor antes de verlo, pero no tengo más que unos pocos datos en su ficha. Tiene siete años, se llama Simeón y le da por encender fuegos. —Estoy pensando si ya no sabe demasiado —intervino el doc- tor Bettelheim—. Habj^jjsted com^si la ticha del niño contuviera «hechos», pero tendría que considerar todas esas anotaciones como rumores. ---.-..-»,,,-,«.,-,- —Pero es que no son rumores —protestó Renee—. La ficha la prepararon médicos con experiencia. —Y estoy seguro de que prepararon lo que para ellos era una información precisa —dijo Bettelheim—. Sin embargo, lo único que eso le dice es cómo interpretaron ellos las palabras y las ac- ciones del niño, lo que destacaron y lo que omitieron. Pero para us- ted esas observaciones son un estorbo. Como Renee parecía insegura, me extendí sobre lo que señala- ba Bettelheim: —La ficha muestra los detalles sobre los cuales otras personas querían llamar su atención. Y como ellos son gente inteligente y experimentada, y usted quiere aprender, en última instancia se be- neficiará de lo que ellos vieron. Pero no es este el mejor momen- to. En su. primer encuentro con el paciente, usted percibirá mucho más de loque puede registrar conscientemente. ¿Qué. aspecto tie- ne el niño? ¿Cómo va vestido? ¿Parece que él mismo hubiera ele- gido la ropa? ¿Cómo camina? ¿Ha. lleyado^consigo algún-juguete? En caso afirmativo,, ¿qué. es? ¿De qué manera lo sostiene o cómo juega con él? ¿Juega con los.j.ugueles que usted tiene en el área de jjaego o se limita a mirarlos? ¿Está interactuando con los padres, | que están en la sala de espera, o juega él solo en un rincón? ¿La i mira cuando usted se presenta? ¿Qué da la impresión de interesar- j le, en usted o en la sala de juegos? Después de todo, la gente pue- I de guardar silencio de tantas maneras como puede hablar abierta- mente. A partir de todos esos primeros contactos iniciales y ob- ¡ servaciones subliminales, con su propio sentido de lo que es la si- | tuación, usted escogerá en qué ha de concentrarse en su primer en- J cuentro con él.
  • 20. 40 El arte de lo obvio »Lo que sepa anticipadamente de una persona influye sobre las cosas que usted observa y ante las cuales reacciona. Cuando uno es un terapeuta principiante y está nervioso por su primera entrevista, es probable que, de entre todas sus percepciones, escoja aquellas que ya han impresionado a sus maestros. Pero como estará buscan- do confirmar lo que ya observaron sus modelos de rol, es probable que pase por alto detalles muy importantes en los que nadie se ha fijado aún. Renee parecía perpleja. —¿Por qué no puedo estar atenta a mis percepciones, pero tam- bién leer la ficha para que me ayude a ver más? —Sí que puede —respondí—, pero todavía no. Los_detalles_gue ver4.mañaiia_son_ úmcos, porque resultan de lo que usted provoca ,en el paciente, en parte de la forma en que él decide presentarse Uinte esa terapeuta que es usted, ese día, y en parte de la reacción de él ante usted, como persona y como terapeuta. Si lee la ficha, puede caer en la tentación de buscar lo que observaron los demás. Entonces, el nuevo paciente no se encontrará con una Renee Kurtz ¿njcjL^iiuténtica, que reacciona espontáneamente ante lo que le in]presiona,._sino que verá a una mujer que trata,de ser una buena estudiante.a los ojosde sus maestros. Desde el principio, usted ha- brá introducido uademento artificial en lo que tiene que ser una relación, intensamente personal... y eso crea un estrés que"'los; dos percibirán. »Además, como la mayoría de. .las.ni ños de su edad,..es..proba- ble que él crea.que..todos los adultos están..confabulados,. Y sabe que si lo llevan al hospital es porque, supuestamente, le dio por en- cender un fuego. Entonces, en la primera sesión con usted, lo que espera en el mejor de los casos es que lo juzgue. Y en el peor, es probable que vea su primera sesión como parte del castigo con que lo han amenazado sus padres y la escuela. »Pero si siente que usted no tiene ningún conocimiento previo de él, hay~üñ"á"~remota piobabihdad de que ciea que ambos están iniciando un viaje de descubrimieiito^reQÍproco. Y por ¡o menos'en lo que se" refiere á quién es él y por qué hace lo que hace, él es una autoridad en no menor medida que usted, y cuenta con muchos más hechos pertinentes. Percibjrág£e usted estájilerta, pej^cgjLcurio- s j d a ¿ ^ h j J [ d d d á ^é^circunstancias, frecuente- El primer encuentro 41 mentede manera positiva. Y eso dará a la psicoterapia la probabi- lidad de un comienzo más fructífero. —Cuando yo estaba en la Escuela Ortogénica —dijo el doctor Bettelheim— era frecuente que nos describieran a un paciente en potencia como «un monstruo, incontrolable y peligroso». En cam- bio, cuando finalmente me encontraba frente al «monstruo», resul- taba ser un niño aterrorizado. Pero, a pesar de haberlo experimen- tado con tanta frecuencia, cada vez que aquello sucedía no podía dejar por completo de preguntarme cuándo y cómo estallaría aquel niño. Y estoy seguro de que, de alguna manera, él lo percibía. Y si eso era válido para mí, que había realizado centenares de entrevis- tas así, debe serlo incluso más para un principiante. »Y también hay otro factor en juego. Yo me doy buena cuenta de que todos sentimos ansiedad cuando empezamos.con un pacien- te nuevo. Pero, debido a la información que tenemos, nuestra an- siedad está mucho más controlada que...¡a del paciente, y éste no es insensible a ese desequilibrio. Y no sólo eso, sino que nosotros sa- bemos, y él sabe que sabemos algo de él, pero él no sabe qué es ese algo. Y, personalmente, él no sabe_nad^,demnpsgti;os..Ese desequili- brio deforma la relación,, «Incluso el más experimentado de los psicoanalistas tiene un problema con esta cuestión de la superioridad —prosiguió el doc- tor Bettelheim—. Aunque no puedo demostrarlo, sospecho que par- te de la regla tradicional del silencio, o del relativo silencio, se ori- ginó realmente en el hecho de que algunos dejos primeros analis- tas se dieron cuenta de lojüfíaL£iue_.es_uQ»actim cuando nuestra formación y nuestros conocimientos nos tientan a sentirnos superiores. Pero esta actitud es lo más destructivo que hay para el paciente. —Bueno, pero mi problema no es la superioridad, sino la inex- periencia —replicó Renee—. Estoy segura de que, por el hecho de ser principiante, me perderé totalmente la importancia de mucho de lo que pase en cada sesión, y no me parece justo para el niño ni para sus padres que yo necesite meses para enterarme de cosas que simplemente podría haber leído en la ficha antes de empezar. —Permítame que le cuente una anécdota de Freud —sugirió Bettelheim—. Poco después de que Rorschach terminara su test de las manchas de tinta como medio de explorar la imaginación de los
  • 21. 42 El arle de lo obvio pacientes, un psicólogo llegó a Viena con la noticia. Algunos ana- listas más jóvenes, que tal vez como usted deseaban trabajar con más rapidez, se quedaron fascinados con el test y convencieron a Freud de que se prestara a que le hicieran una demostración. »Freud se quedó debidamente impresionado con lo que se po- día descubrir a partir de las asociaciones de un individuo con las manchas de tinta. Naturalmente, algunos de los presentes esperaban que el test le pareciera útil para su trabajo, pero cuando le pregun- taron si creía que pudiera ser útil en la práctica del psicoanálisis, su respuesta fue un «no» tajante. Expjjccxc]ue si el supiera lo que po- día revelar el Rprschach,,antes de llegar a conocci a un pacientej'ya no podría analizarlo, bien, S_u__conocím'iento se conveituía en una interferencia con la curiosidad que. [o movía a sabei más defpa- cien.te. »Freud consideraba que la cujj£sidad del analista eia la fuente actLvadoi:a,,deL,psJ£oatóHsjs, lo que impedía que el proceso se an- quilosara o se echara a perder. Su deseo de descubrir cosas que des- conocía sobre .el paciente¡era tan importante en este laigo proceso como, el deseo deLpacieBttgJeKacerse^jenjendci »Por ejemplo, piensen en lo que sucedería en su propia relación con un paciente que los conoce desde hace mucho tiempo y final- mente se siente lo bastante seguro y confiado como para compartir en la sesión un profundo secreto. Confiar ese secreto es un don o un signo de confianza creciente. Si, cuando él lo cuenta, la reacción interior de ustedes es «Vaya novedad. ¿Por qué habrá tardado tan- to en decírmelo?» —algo, dicho sea de paso, que pueden sentir pero que jamás dirán—, ¿no es probable que el paciente tuviera una fuerte reacción ante esa falta de interés? Quizá se preguntaría por qué ha de tomarse la molestia de seguir con su introspección y su explicación de sí mismo con alguien que parece que ya lo sabe todo. I^erQjjie^ tampoco se explicará consigo mismo. Y explicarsexQnsigQ mismo es fundamental para la eficacia de la psicoterapia. »Cuando una persona descubre cosas de sí misma que antes no sabía, es probaBle que también descubra J3or^üe*nó"ías"satííá7'pj5r' qué las ha reprimido y de qué manera diferente desea actuar en el futuro. " '• •>•• * - • " " " " " "••"•"•"•• •"•••"•—"•-"•"• »Si no tenemos información anticipada sobre nuestro paciente, El primer encuentro 43 en vez de reaccionar sintiendo «Vaya novedad» ante su descubri- miento, que es un «don» que él nos hace, nos sentiremos interesa- dos, entusiasmados por dentro. j5aaejite_p_ercjbe nuestra reacció él- SjLjd.SJAllJiegatLva_de,,suniisnic)-~será..x.uesti.onada. Empezaráu,a verse a.s ia_p.^ ig.nos-;-de...ateiición. Y_ejTtonces que- .rrá._QÍxecer.Ie_más. Empieza,a...sentirse,.ansioso_,de,xon.tinuar,,con,.la terapia, y nosotros, J_Qs-iejapeuMs»..di^nutax]io.s...c.an«.n.ueslrQ...neclén adquirido., conocíniie.DÍo_y..,eQn_ji,ues.tra,<.cap.aci.dad,..,d.e»,entejader. Es decir, que nos quedamos esperando la sesión siguiente con una ex- pectativa casi equivalente a la suya. En este punto intervine yo: —En su lugar, Renee, yo miraría la ficha después de tener la primera, o mejor la segunda, sesión con el paciente, porque siento que en este momento de su formación tiene algo que aprender de lo que han dicho personas de más experiencia. Al esperar hasta en- tonces, tendrá sus propias percepciones para compararlas con lo que encuentre en la ficha. Quj;ajit£,K,el^ sjjljainociiiiiei^ ficha, antes de qü£,,sLpr -Opio paciente se los comunique a su manera y desde su rjrfl.pig^pjLintp^ dee.vista, usted y él estaián cieando una relación de Qj,UJ t.WO,i}R£S£J,ft- Cuando finalmente se entere de la LnJi)rjnac,i,óii,Ja, de esa i elación En es_e. contenta, personal, y ' S8..1tt9,ba,bJe que tienda menos a engiii>e.en juez que el tex- to de la ficha o que cualquier evaluación formulada por alguien que no ha visto al paciente más que una o dos veces. —Por eso la educación clínica tiene una laiga tradición de en- trenamiento de las capacidades de observación —terció eí doctor BettelHelín—. Si uno culjiva.ju.p:opia,,capacJ,dad,de~.Qb.sej;vacÍQ,n y aprenderá dejai que los pacientes hablen de sí^mismos, puede apjejnder muchísimo sin hacei más que escuchai y obsei vai El pro- fesor Wolf, un psicólogo de la Gestalt, hacía que la gente entrara en el salón de conferencias y atravesara la tarima con la cabeza y la mayor parte del cuerpo cubiertas por un saco, de modo que lo único que veía eran sus pies. Con sólo observar su manera de ca- minar, Wolf podía describir las distintas personalidades. Podría ha-
  • 22. 44 El arte de lo obvio beiio hecho con la escritura, como hacen los grafólogos, o con la forma en que llevaban a cabo cualquier otro acto característico. Si uno se concentra en un rasgo determinado y aprende a prestarle cuidadosa atención en todos los encuentros, con el tiempo puede llegar efectivamente a aprender de qué manera se expresa la perso- nalidad en ese rasgo. Por cierto, que uno ha de observar por lo me- nos a cincuenta o sesenta personas antes de empezar siquiera a apreciar lo que significan las diferencias en el andar. Después de haber aprendido qué es lo que le dice a uno un aspecto del com- portamiento de una persona, puede concentrarse en un segundo as- pecto, y luego en un tercero, y de esta manera irá cultivando su propia capacidad para ver qué es lo que expresan las mínimas di- ferencias de comportamiento entre una persona y otra. —Oírle contar lo que era capaz de hacer el profesor Wolf me confirma la sensación de que necesito que me guíen —dijo Renee. —Cuando el profesor Wolf demostraba su capacidad de obser- vación con personas que llevaban la cabeza cubierta con un saco, no estaba practicando psicoterapia —aclaré yo—, sino haciendo un diagnóstico al estilo de un virtuoso, algo así como un análisis bri- llante de un test de Rorschach. Todos podemos fijarnos como ob- jetivo en la vida cultivar nuestra capacidad de estar atentos a los mínimos matices de los movimientos y expresiones de un pacien-, te, para profundizar nuestra capacidad de entender cómo revela el paciente sus sentimientos y su personalidad. Y eso podría ser útil si uno quiere hacer evaluaciones de personalidad rápidas con algún propósito definido. Pero en psicoterapia la curación.seproduce sólo cuando, ponemos nuestras habilidades para la observación al servi- cio de la relación existente entre nosotros y el paciente. »Renee, usted está al comienzo de su carrera. Es inteligente y evidentemente está ansiosa de aprender. Está claro que sabe que necesita orientación. A mí me preocuparía mucho que alguien que se inicia en esta «profesión imposible» se sintiera desbordante de confianza. Espero que encuentren ustedes orientación en este semi- nario, pero sea lo que fuere lo que aprendan de nosotros, los pa- cientes serán sus mejores maestros. »Además, cada uno de ustedes tiene por lo menos veinticinco años de experiencia en observar a la gente e interpretar lo que ha visto. Sin embargo, mucho de lo que observan y muchos de los jui- El primer encuentro 45 cios que hacen tienen lugar en un nivel inconsciente, en vez de es- tar organizados con fines terapéuticos. Nosotros les ayudaremos a hacer de! conocimiento del comportamiento humano que ya han acumulado algo más explícito, para que puedan usarlo consciente- mente. »Así aprendí yo. En mis primeras semanas de formación psi- quiátrica, estuve sentado en una sala de conferencias con otros veinticuatro residentes psiquiátricos nuevos. Un instructor hizo en- trar en la sala de clase a una mujer joven y vivaz. La saludó y le explicó que en una hora más o menos la llamaría para hablar con más tiempo con ella. Toda la interacción apenas si había durado un minuto; después ella se retiró. »Pasamos la hora siguiente hablando de la paciente, describien- do lo que habíamos visto y oído, haciendo conjeturas sobre su vida y formulando hipótesis sobre cuál podría ser su problema. Después el instructor la invitó nuevamente a entrar y la entrevistamos du- rante media hora. Los residentes nos quedamos pasmados al des- cubrir cuánto habíamos llegado a observar en aquel primer minuto. Nos enteramos de que habíamos deducido correctamente que era anoréxica (mucho antes de que los profesionales y los medios de comunicación prestaran atención a los trastornos de la alimenta- ción), pero también detalles referentes a los deportes que practica- ba, la forma en que se relacionaba con los amigos, la familia y su trabajo en la escuela, y por qué se vestía de la manera que lo hacía. »Dudo que ninguno de nosotros pudiera haber llegado solo a aquellas conclusiones. Todos vimos los mismos comportamientos y oímos las mismas escasas respuestas, pero el intercambio verbal fue dando forma a nuestras ideas y haciendo conscientes nuestras intuiciones. Con la orientación del instructor, aprendimos los unos de los otros. »Esa es una de las maneras en que nos vamos formando como médicos. Con frecuencia, hablamos del primer encuentro, porque la primera vez que uno ve a un paciente nuevo, observará y oirá co- sas que quizá no se vuelvan a ver en años. Con el tiempo, uno aprende a hacer cuidadosas observaciones en ese primer encuentro. En ocasiones, destaca algún detalle aparentemente secundario que uno no deja de tener mentalmente presente, pero sin entender poi- qué. Como nos ha impresionado profunda y subliminalmente, sa-
  • 23. 46 El arle de lo obvio bemos que es muy importante. Con ei tiempo, se llega a entender qué significa y por qué el paciente optó, quizás inconscientemente, por mostrárnoslo ya desde el primer encuentro. «Cuando uno está empezando, es muy difícil ver, simplemente, y concentrarse en lo que hay ahí. Uno está nervioso y necesita afe- rrarse a algo para poder disminuir la ansiedad. Para eso se usa con frecuencia la ficha, para incluir el comportamiento de un niño en alguna categoría claramente definida, de modo que podamos sentir que se tiene un anclaje. Uno ve que un niño juega con muñecas a papas y mamas y dice para sus adentros: «¡Aja! Esto debe de ser un reflejo del problema edípico; en la evaluación decía que estaba en pleno proceso», y se siente menos a la deriva. Yo hacía lo mis- mo, pero no era constructivo. Aun así, sólo después de haber visto suficientes pacientes pude sentirme lo bastante seguro en mi propio terreno como para usar la brújula de mis propias percepciones. Hasta entonces, no tuve ni el valor ni los recursos necesarios para hacerlo, de manera que no me sorprende que ustedes también estén luchando con eso. El doctor Bettelheim se mostró en desacuerdo. —Incluso si es así, es mucho más fácil que ustedes adquieran sus propios recursos si se ven obligados a hacerlo que si les dicen que les resultará ventajoso hacerlo —hablaba directamente con Re- nee—. Mañana, como usted es principiante, se le escaparán muchas pistas referentes a la personalidad de ese niño, pero no todas. Su ta- rea más urgente no es fabricarse una construcción mental de la per- sonalidad del niño, sino ayudarle a que se dé cuenta de que le im- porta lo que él siente y la forma en que la ve a usted. »Pero a la larga, para tener éxito como terapeuta de niños, us- ted necesita tener muchísima experiencia de lo que es un compor- tamiento más o menos normal. O sea, que en los próximos años de- dique tiempo a estar con niños y a observarlos. No podrá entender realmente la patología a menos que empiece por preguntarse cuál es la reacción razonable, «previsible» en padres o niños de una edad determinada. Si observa a bastantes madres «normales» y a sus hijos, las desviaciones saltarán a la vista. Pero para aprender eso hace falta tiempo. Bettelheim echó una mirada a un conocido texto de psicotera- pia de niños que Renee tenía delante de ella. El primer encuentro 47 —Ese libro dice que la primera entrevista psicoterapéutica pue- de producir tensión en cualquier niño. Ese enunciado sólo se refie- re a una parte de una relación; jamás se dice que el encuentro con un paciente nuevo también produce tensión en el psicoterapeuta. De esta manera, ei autor deja al terapeuta fuera de la situación. —Lo escamotea de la totalidad de la ecuación, como si lo que sucede no fuera una interacción —añadí—. Lo que es importante como preparación para ver mañana por primera vez a ese niño es que haya pensado en el paciente y usted como un tándem, y en la terapia como una aventura compartida. De esta manera, usted es- tablece que entre los dos se ha de desarrollar algún tipo de víncu- lo. Si piensa en su relación con ese individuo nuevo, no se senti- rá totalmente desorientada respecto a cómo conducirse. Aun en el caso de que sus preparativos resulten deficientes, el hecho de que haya intentado estar preparada le ayudará a protegerse de una an- siedad que la deje desorientada. Está claro que por más tiempo que haya dedicado a preparárselo, tampoco puede aferrarse demasiado a su plan. «Digamos que, al encontrarse realmente con el nuevo paciente, usted se da cuenta de que es totalmente diferente de lo que se ha- bía imaginado. O bien, que con el tiempo comprueba que sus reac- ciones iniciales no eran «correctas». Entonces podría preguntarse cómo y por qué se había equivocado, qué le enseña su error sobre usted misma, sobre sus puntos débiles, sus supuestos previos, sus prejuicios, y de qué manera podría controlar mejor, en casos futu- ros, cualquier factor personal que la haya desorientado en esta si- tuación. —Puedo ejemplificar lo más importante de esta recomendación con dos ejemplos que muestran el punto de vista de los pacientes —intervino el doctor Bettelheim—. En el primero, una mujer, en el primer encuentro con su terapeuta, también mujer, tuvo la fuerte impresión de que ésta no actuaba como un médico, sino como una mujer de negocios: objetiva en su actitud y más interesada en co- brar sus honorarios que en ayudar a la paciente. Pero la reputación de la doctora intimidó a la paciente, que como era una persona muy insegura no se atrevió a decir lo que sentía ni se sintió libre de con- sultar a otro terapeuta. «Durante muchos meses, esta mujer siguió viendo regulannen-
  • 24. 48 El arle ele lo obvio te a su terapeuta, sin animarse nunca a decirle cuál había sido su primera impresión. El tratamiento no iba a ninguna parte, hasta que finalmente, pasado un año, ia paciente le puso fin. No sólo no ob- tuvo ningún beneficio del dinero, el tiempo y la energía que había gastado con esa terapeuta, sino que además se quedó tan decepcio- nada que durante varios años no intentó buscar el tratamiento que tanto necesitaba. »E1 segundo paciente, un hombre próximo a la cincuentena, en su primer encuentro con su terapeuta se quedó muy decepcionado al encontrarse con un hombre mucho más joven que él. El pacien- te había imaginado y esperado que el terapeuta fuera mucho mayor y más maduro que él. Tampoco en este caso se animó el paciente a hablar con su terapeuta de su desilusión. Afortunadamente, ese te- rapeuta percibió que él no era lo que esperaba el paciente, de modo que le preguntó directamente cómo se sentía al encontrarse con un terapeuta más joven que él. Como el terapeuta había evaluado tan correctamente lo que le sucedía al paciente, la confianza de éste en la competencia del terapeuta se restableció y la terapia funcionó bien. »Si el segundo terapeuta no hubiera considerado que la reac- ción que él y la situación terapéutica provocaban en el paciente eran el punto más urgente que debía tratar, probablemente se ha- bría pasado esa primera sesión buscando indicios de los principa- les acontecimientos de la vida del paciente y de sus pautas de comportamiento, de todo lo que quizás tendría noticia por el in- forme del internista que se lo enviaba..Entonces, el paciente habría respondido en la forma en que él creía que debía actuar en esa si- tuación nueva. Pero el terapeuta le demostró lo importante y váli- do que era para él el punto de vista del paciente, permitiendo así que éste lo percibiera como una persona auténtica, con la que él también podría mostrarse auténtico. »No siempre el terapeuta puede evaluar correctamente por qué el paciente está incómodo o enfadado con él. Pero si ustedes traba- jan de esta manera, incluso sus errores serán solamente suyos y de nadie más. Si no cometieran errores, podrían asustar a los pacien- tes con tanta omnisciencia. Pero quien siempre debe tener razón es el paciente. En algunos sentidos, ja,,p,s|.Qote.i:api.a_.es_uaa_reJíicÍD.n..de poder. El,.paciente:4iene--d-poder~y--siempre.lieiieJj._0Lzón.v_Si..}a te- El primer encuentro 49 rapia les _daja_ sensación, de. que.tienen siempre.la razón, pueden decir, las cosas más absurdas o torpes. —Esto es lo que queremos que un paciente haga en una psico- terapia de orientación psicoanalítica —intervine—. Comjwtjr lo- .d.QS...sujLpensamien.to.s,. sentimientos yfantasías,..,^,no.sólo los que son ^convencionales- y compatibles -con-los..buenos modales. Al compartirlos, el paciente se familiariza con la forma en que él/ella es,realmente,..con los demonios interiores con que está, luchando, con la ternura y. la sensibilidad que ha reprimido. Bettelheim volvió a analizar específicamente el caso de Renee: —Bueno, ya que ha tenido usted el coraje de empezar, cuénte- nos lo que le han dicho del niño que está a punto de ver. Entonces podremos hablar de si esos «hechos» la ayudarán o no a establecer una relación auténtica con él. —Como he dicho, no conozco más que unos pocos hechos —res- pondió Renee—. Tiene siete años, le da por encender fuegos y la fa- milia solía vivir por esta zona... Eso es casi todo —Renee se detuvo, pero recordó otro detalle—: Sí, sé que se llama Simeón. —Incluso saber el nombre de pila de un paciente puede ser pro- blemático. —Vamos, ¡ya ha dicho lo que pensaba, doctor B., pero me pa- rece que ahora se está pasando! —objetó Renee. —Pues no es así —respondió Bettelheim—. Conocer un nom- bre puede interferir con la relación que uno espera establecer. Yo no me daba cuenta de esto cuando empecé a trabajar en la Escue- la Ortogénica, pero varios niños que tratábamos allí nos pidieron, pasado algún tiempo, que los llamáramos por un nombre diferen- te del que les habían dado sus padres. Al pensar en ello, me di cuenta de que todos los niños que venían deberían tener esa op- ción, de modo que tan pronto como llegaba un niño nuevo a vivir con nosotros, le preguntaba con qué nombre prefería que lo lla- máramos, o si quería que lo llamáramos por un nombre diferente, que no fuera el que le habían puesto. »Aunque hubo bastantes a quienes les gustó la idea y que se cambiaron el nombre, la mayoría no lo hizo. Casi todos reacciona- ron positivamente a nuestro ofrecimiento. Manifiestamente, mu- chos daban la impresión de no hacer caso de él, pero más adelante supimos que para ellos había sido muy importante que lo sugirié-
  • 25. 50 El arle de lo obvio sernos. Habían entendido que la escuela les estaba ofreciendo un comienzo nuevo, una oportunidad de una vida diferente, de una personalidad diferente, digamos, y eso los había animado mucho y les había permitido creer que, incluso para ellos, era posible una vida nueva. »Otros, en número considerable, preguntaron abiertamente por qué les habíamos ofrecido esta opción. Eso nos dio una excelente oportunidad de explicarles el PJ2££^° de 'a psicoterapia: sj_que- ^ de »Si tenían la sensación de que el nombre antiguo s'e refería a su vida y a su personalidad de antes, quizá desearan tener un nombre nuevo para separar claramente la vida y la personalidad nuevas, que en algún momento habían de brotar del tratamiento, de las viejas, de las cuales se irían desprendiendo. Está claro que los nombres no son más que símbolos, pero son símbolos importantes. Nuestra explica- ción ayudaba a que los niños entendieran que Ia_psjcqteragiaj&i.da- zía..acceso...a,jmichafr.maneras-de,,CA^ eJJ.Q&,.,quis.i.eran. Era una forma taquigráfica de convencerlos de que en lo sucesivo podían tomar decisiones importantes en lo que se refería a su propia vida. Cuando uno piensa en el niño o la niña por el nombre que le han puesto, y lo acepta como un conoci- miento firme, es mucho más difícil ofrecerle espontáneamente una opción así, y decirlo en serio. «Digamos que más adelante, casualmente, uno llega a saber el nombre del niño. Entonces siempre es una buena idea, si se puede preguntar sin impertinencia, enterarse de por quién le han puesto ese nombre al niño, y de quién se acuerdan sus padres. Estas son identificaciones latentes que tienen los padres y que influyen mu- chísimo sobre sus reacciones ante el niño. Por un momento, pareció como si el doctor Bettelheim se que- dara sumido en sus pensamientos. —También ha dicho que le da por encender fuegos, pero eso son rumores. ¿Durante cuánto tiempo seguirán siéndolo para usted? —Pero fue su madre quien le dijo al entrevistador que lo hacía —respondió Renee. —Es decir, que la madre lo acusó de que encendía fuegos. El primer encuentro 51 ¿Cuál debe ser nuestra actitud, según la ley, ante alguien a quien se acusa de cometer un delito, tachándolo de incendiario, por ejemplo? —¿Incendiario? —dijo Renee—. ¿Qué quiere decir con «incen- diario»? Con frecuencia, Bill se mostraba provocativo: —Eso es ridículo —intervino—. Renee ha dicho que el niño en- ciende fuegos, y usted actúa como si lo hubiera tratado de incen- diario. —Repito mi pregunta —insistió el doctor Bettelheim—. ¿Cuál es la presunción que establece el derecho norteamericano? —Que eres inocente mientras no se demuestre que eres culpa- ble —respondió Jason. —Exactamente —asintió el doctor Bettelheim—. Y cuando se da por sentado que ese niño enciende fuegos, se lo está condenan- do por un delito sin tener las pruebas suficientes y en contra del principio de presunción de inocencia que nuestro sistema jurídico concede a todos. Como terapeuta del niño, ¿no debería usted ser tan parcial en favor de él como requiere el derecho que lo sea el tri- bunal en favor de un acusado? Renee parecía pasmada. —Pero usted está exagerando. ¡Yo no lo he acusado de ningún delito! —¿No ha dicho usted que uno de los hechos era que enciende fuegos? —insistió el doctor B. Gina intervino con voz suave, de ligero acento italiano: —Escucha, Renee. Es como lo que hemos hablado de los pa- dres, las escuelas y los registros. La madre de ese pequeño está preocupada. Quizás el niño haya participado en algún fuego, pe- queño o grande. Ella está asustada y quiere asegurarse de que se haga algo; no quiere correr el riesgo de que se queme su casa. «Entonces, en ese momento percibe a su hijo como un mons- truo, y es posible que la base de la historia del niño sean sus pro- pios miedos. Tú has leído lo que ella dijo, y como eso lo anotó en la ficha una persona con experiencia en evaluaciones, impresiona como un hecho. Yo, en tu lugar, casi estaría esperando que ese chi- quillo me incendiara el despacho.