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2014
PROCESO Y JUSTICIA
PIERO CALAMANDREI
PIERO CALAMANDREI
PROCESO Y
JUSTICIA
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 5
El presente texto recoge el discurso pronunciado por el Prof.
Piero Calamandrei en la sesión inaugural del Congreso
Internacional de Derecho Procesal Civil, celebrado en Flo-
rencia durante los días 30 de setiembre a 3 de octubre de
1950, organizado por la Asociación Italiana de estudiosos
del proceso civil. Publicado en Rivista di diritto proccesuale
Civile, Padova, Cedam, 1953, pp. 9-23; así como en Studi
sul proceso civile, 1930-1957, vol. VI, pp. 3-20. En caste-
llano se publicó en la Revista de Derecho Procesal, año X
(1952), 1ª parte, pp. 13-18; y en Estudios sobre el proceso
civil, Buenos Aires, EJEA, 1973, vol. III, pp. 201-222. La
traducción es de Santiago Sentís Melendo.
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 7
PROCESO Y JUSTICIA
Al dar la bienvenida de la Facultad Jurídica florentina a los colegas pro-
cesalistas reunidos aquí procedentes de todas las partes del mundo,
no puedo dejar de señalar, además del significado científico, espiritual
y hasta podría decir el sentimental y patético, de este congreso, en el
que nos encontramos y nos contamos como sobrevivientes de un inmen-
so naufragio, y nos sentimos hermanados, mucho más que antes, aun
cuando procedentes de diversas patrias territoriales, en una sola patria
del espíritu, hecha de comunes dolores que se han pasado y de comu-
nes propósitos para el porvenir.
Desde la época en que se celebraban congresos, como este de hoy
que reanuda la antigua costumbre, de libres estudiosos voluntaria-
mente operantes al servicio de la verdad y no de pobres funcionarios
uniformados, sometidos al servicio de una tiranía (recuerdo todavía el
último de estos congresos libres, el de Viena de 1928; y aquí tengo
la alegría de ver de nuevo hoy a varios de los amigos conocidos en
aquella ocasión), ha pasado sobre el mundo un período tenebroso del
que querríamos no recordar ya los acontecimientos: como en aque-
llas zonas inexploradas, llenas de misteriosos terrores, sobre las que
los antiguos geógrafos escribían hic sunt leones, nosotros querríamos
limitarnos a escribir sobre estos veinte años de la historia del mundo
que quedan detrás de nuestras espaldas, un solo tema: hic sunt rui-
nae; y tomar de nuevo el camino sin mirar atrás.
También nosotros los juristas nos hemos puesto de nuevo al trabajo,
tratando de no mirar atrás. Para los habitantes de ciertas zonas sís-
micas no vale la prueba de las devastaciones periódicas para debilitar
su apego a aquella patria poco firme, y después de cada cataclismo
comienzan de nuevo obstinadamente a reconstruir sobre la misma tie-
PIERO CALAMANDREI
8 ACTUALIDAD CIVIL
rra vacilante; así nosotros los juristas estamos de nuevo dedicados a
desenterrar los escombros de los armazones de nuestros edificios ló-
gicos y a restaurar nuestras catedrales de conceptos: acción, derecho
abstracto, derecho concreto, relación procesal, jurisdicción. Reanude-
mos el discurso como si lo hubiésemos dejado ayer, comencemos de
nuevo: heri dicebamus; “decíamos ayer.
* * *
“¿Heri dicebamus?”; “¿Decíamos ayer?” ¿Pero podemos nosotros
verdaderamente retomar así el hilo de nuestro discurso, dejado a me-
dias hace veinte o treinta años, y comenzar de nuevo como si nada
hubiese pasado? Estos veinte años de dolor, estas experiencias, esta
injusticia oficialmente practicada por los supremos órganos que se
decían dispensadores de la justicia, ¿no nos ha enseñado nada a
nosotros, que nos consideramos servidores de la verdad, sin la cual
no puede haber justicia: nada más que verdadero, de más profundo?
Suerte singular, es, entre los estudiosos del derecho, la de nosotros
los procesalistas; cultivamos una disciplina que, según el espíritu con
que se considera, puede ser la más mezquina y la más sorda, o bien
la más sensible y la más próxima al espíritu.
No podréis acusarme ciertamente de incurrir en aquel pecado de
indiscreción y de soberbia con que a veces los procesalistas, por
exceso de amor, nos dejamos llevar a alabar la preeminencia de
nuestra ciencia sobre todas las demás ciencias jurídicas, si os digo
ahora que el procedimiento, y especialmente el procedimiento civil,
tiene ciertamente una supremacía que nadie puede discutirle: la
de producir más fastidio. Para quien lo mira desde fuera, el proce-
dimiento es solamente una práctica meticulosa y exasperante,” de
secretarios y de empleados de estudio: un formulario y hasta un
recetario, que sirve, en la hipótesis más favorable, para hacer más
lento el curso de la justicia, cuando en absoluto, puesto en manos
de profesionales poco escrupulosos, no se convierte en arte poco
limpio para confundir al prójimo. Vosotros sabéis que, en la prác-
tica, el epíteto de “procedurista” (“procedimentalista”), cuando se
lo lanzan a uno a la cara durante una discusión, no suena como
un cumplimiento (ésta es quizá la razón por la cual, para huir del
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 9
sonido ingrato de tal palabra, nosotros preferimos llamarnos, más
noblemente, “procesalistas”).
Y, viceversa, el estudio del derecho procesal es el que más de cerca nos
permite aproximarnos a recoger, y casi diría a auscultar, como hace el
médico cuando apoya la oreja sobre el pecho del enfermo, la palpitación
de la justicia; de esta aspiración, de esta esperanza, de esta voz misterio-
sa y divina que corre, más viva que la sangre en las venas, en el espíritu
del hombre. Bajo los arcos del proceso, ya lo escribió con palabras inol-
vidables Giuseppe Chiovenda, recordando el monólogo de Hamlet, corre
la riada inagotable de la suerte humana; nadie mejor que el procesalista,
asomado a estos pretiles, puede recoger, si tiene oído para escuchar-
las, las voces que salen de los remolinos de esta corriente, este anhelo
universal de justicia, y el dolor de la inocencia injustamente herida y la
consolación de quien se da cuenta (porque también esto puede ocurrir a
veces) que al final la fuerza ciega debe someterse a la razón desarmada.
De estas victorias y de estas derrotas de la justicia, nadie como nosotros,
de los que estudian el proceso, puede sentir el consuelo o la vergüenza.
Bajo las fórmulas cancillerescas del proceso, una palabra misteriosa se
presenta de tanto en tanto, como para recordarnos nuestro compromiso;
hay entre los mecanismos constitucionales del Estado, un ministerio cuyo
título se refiere a la justicia: todo aquel tejido de formalismos burocráticos
que se agolpa en torno a las aulas judiciales, se llama administración
de justicia. Nadie mejor que nosotros está en situación de darse cuenta
de la distancia que puede existir entre la realidad de estos sofocantes
formalismos, y la exigencia escrita en esta alada y vivificante palabra;
nadie mejor que nosotros, que somos los mecánicos de estos aparatos
instituidos para traducir la justicia en realidad cotidiana, está en situación
de comprender que cuando estos aparatos se traban, también la justicia
viene a ser, para quien sufre y espera, una befa siniestra y una traición.
* * *
Al final de las grandes crisis históricas los hombres se sienten im-
pulsados a los exámenes de conciencia; también nosotros, en este
congreso (casi para hacernos la ilusión de que la crisis en que el mun-
do se debate está para tocar a su fin) debemos hacer el balance de
nuestros estudios, que puede querer decir también el examen de con-
ciencia, y quizá el acto de contrición, de nuestros pecados.
PIERO CALAMANDREI
10 ACTUALIDAD CIVIL
Respecto del tercer tema que ha de tratarse en este congreso, esto es,
acerca de “los estudios del derecho procesal en Italia”, oiréis, ilustres
colegas, una relación de tono más bien eufórico y optimista; está bien
que ocurra así, porque es la relación de un joven. Pero, en realidad,
aun entre aquellos a quienes alcanza más en Italia el mérito de ha-
ber elevado con su obra el estudio del proceso civil a tanta perfección
de virtuosismo sistemático, se han manifestado en estos últimos años
perplejidades y desalientos, que a mí me parecen más significativos y
más fecundos (siempre que se sepa aprovechar el consejo para el fu-
turo) que los fáciles optimismos en que otros se complacen. A producir
este sentido angustioso de extravío, ha concurrido uno de los hechos
más típicos y que más conturban, para nosotros los juristas, de esta
crisis de la civilización: el hecho de que el retorno general a la bes-
tialidad colectiva no se haya producido en forma de abierta rotura de
la legalidad como furia de instintos animales dirigidos sin ley al asesi-
nato y al saqueo, sino que se haya disfrazado de ejercicio de autori-
dad, acompañado de las formas tradicionales del proceso, de aquellas
formas que todos estábamos habituados a considerar como garantías
de pacífica justicia. En las aulas donde estábamos acostumbrados a
venerar magistrados serenos e imparciales, asesinos y depredadores
disfrazados de jueces se han sentado en aquellos sitiales, y han dado a
sus fechorías el nombre y el sello de sentencias; tribunales especiales,
tribunales extraordinarios; tribunales de guerra, tribunales de partido,
en los cuales, bajo la toga usurpada era visible el negro uniforme del si-
cario que no juzga sino que apuñala; y después las leyes persecutorias
destinadas al exterminio de todo un pueblo, y las sentencias hechas
dócil instrumento de estas leyes exterminadoras; y más tarde, cuando
parecía que hubiese sonado la hora de la justicia, un nuevo e inevitable
desencadenamiento de represalias y de venganzas. Y también aquí,
en esta última fase, formas judiciales, tribunales del pueblo, tribunales
revolucionarios; para desahogar finalmente el desdén y el odio incuba-
do bajo tanto dolor, la pasión política que siempre se había enseñado
que debía permanecer fuera de las salas de justicia, se ha servido para
su fines de los esquemas y de la esgrima del juicio y de la sentencia; y
parece que los haya deformado y corrompido para siempre.
Precisamente aquí, frente al problema de la justicia política, que no está,
como podría parecer, limitado al proceso penal, sino que toca más o me-
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 11
nos directamente a todos los procesos, hasta afectar la idea misma del
proceso, los estudiosos se han encontrado perplejos: si en estos años,
millares y millares de veces la sentencia ha servido en todo el mundo
para dar forma oficial de legalidad al asesinato y al latrocinio, si estas
formas que parecían garantía de justicia se han prestado tan dócilmente
para hacer aparecer como respetables los más abominables exterminios
y los desahogos de los más bestiales instintos criminales, ¿cómo pode-
mos seriamente continuar teniendo fe en la ciencia que ha elaborado es-
tos mecanismos, dispuestos para servir a cualquier dueño? En Francia,
este problema de la justicia política ha sido enfrentado por los hombres
de pensamiento con un sentido que se puede decir religioso de respon-
sabilidad, con pacata y no desesperada comprensión; quedará por esto
como memorable el número de la política (“y a-t-il une justice politique?”)
en el cual aquella alma grande que fue Emanuele Mounier escribió sobre
este problema angustioso páginas altísimas de las que necesariamente
deberá partir quien quiera profundizar en él de ahora en adelante. Pero
también en Italia el problema se ha entendido en toda su gravedad por
nuestros estudiosos más sensibles: raras veces, en la aparente avidez
de nuestros estudios, he sentido correr un pathos humanos tan profundo
como el que ha dictado a Salvatore Satta sus conmovedoras páginas
sobre el “misterio del proceso”.
Nos hemos esforzado –dice Satta– en estudiar qué es el proceso, cuál
es la finalidad del proceso; pero el proceso, ¡ay de nosotros! es verda-
deramente un acto sin finalidad: sirve solamente para dar apariencia de
legalidad a los asesinatos que los hombres cometen, y así para apagar
con esta ficción los remordimientos de su conciencia. De manera que
–comenta Satta– casi nos sentimos llevados a “concluir nuestra vida de
estudiosos con la amarga impresión de haber perdido nuestro tiempo en
torno a un vano fantasma, a una sombra que hemos tratado como una
cosa sólida”.
El mismo sentido de desilusión se ha expresado por Francesco Car-
nelutti en aquel discurso suyo Volvamos al juicio (“Torniamo al giudi-
zio”) (es inútil que él intente hacernos creer que haya sido su última
lección; en realidad es la prolusión de una enseñanza que comienza
de nuevo) en el cual humildemente confiesa haber visto en la última
lección “todos sus mismos conceptos, elaborados con tanta fatiga,
desprenderse como hojas secas del árbol: acción jurisdiccional, cosa
PIERO CALAMANDREI
12 ACTUALIDAD CIVIL
juzgada, negocio, providencia, nulidad, impugnación, todo ello en
aquel momento solemne le ha revelado al fin su miseria...”
Ninguna confesión sobre la insuficiencia del conceptualismo podría-
mos encontrar más significativa y más elocuente que ésta, pronuncia-
da por quien ha sido en el campo de la dogmática procesal, el más
genial constructor de arquitecturas conceptuales; una confesión que
recuerda el célebre lamento de Ciño da Pistoia, en aquel soneto en
que pide perdón a Dios:
“...ché miei giorni ho male spesi “In trattar leggi, tutte ingiuste e vane,
“Senza la tua che scritta in cor si porta”. [“…que mis días tan mal he
empleado “En tratar leyes, todas vanas e injustas, “Sin la tuya que
escrita está en el corazón”]
¿Hay, pues, en estas voces acongojadas que se hacen oir por estu-
diosos tan autorizados, la declaración de quiebra de nuestra ciencia?
También la sensibilidad de un filósofo de la altura de Capograssi, lo
ha advertido:
“Quizá, el que la moderna ciencia del derecho procesal haya llega-
do a estos supremos problemas, que Carnelutti y Satta han intuido,
esto es, que haya llegado precisamente a la raíz secreta de su in-
vestigación, es signo de que ha llegado la hora del crepúsculo. La
especulación, esto es, el ave de Minerva, sale a la noche...”
Veamos de darnos cuenta de las causas profundas de este sentido de
desilusión que se revela a nosotros desde dentro, precisamente en el
momento en que desde fuera la ciencia procesal parecía llegada a su
máximo florecimiento.
Yo creo que el puns dolens de esta nuestra pesadumbre de estu-
diosos (que no es, como podría parecer, signo de agotamiento y de
abandono, sino grito de aquella profunda conciencia moral que debe
vivificar desde dentro también la ciencia), ha sido tocado por Satta,
al decir, en un momento de descorazonamiento, que es inútil perder
tiempo en estudiar la finalidad del proceso, porque el proceso no tiene
finalidad. Creo que precisamente este es el centro del problema: la
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 13
finalidad del proceso; no la finalidad individual que se persigue en el
juicio por cada sujeto que participa en él, sino la institucional, la finali-
dad que podría decirse social y colectiva en vista de la cual no parece
concebible civilización sin garantía judicial.
El pecado más grave de la ciencia procesal de estos últimos cincuen-
ta años ha sido, a mi entender, precisamente este: haber separado el
proceso de su finalidad social; haber estudiado el proceso como un
territorio cerrado, como un mundo por sí mismo, haber pensado que
se podía crear en torno al mismo una especie de soberbio aislamiento
separándolo cada vez de manera más profunda de todos los vínculos
con el derecho sustancial, de todos los contactos con los problemas
de sustancia; de la justicia, en suma.
Los grandes maestros nos habían enseñado que el proceso no puede
ser fin por sí mismo.
“La acción es un derecho-medio”, nos había recordado Chiovenda;
el propio Carnelutti, aun habiendo sido el más decidido campeón de
las reivindicaciones territoriales del procedimiento sobre el derecho
sustancial, había puesto, sin embargo, en evidencia, con claridad in-
superable, el carácter “instrumental” del derecho procesal. Eran ense-
ñanzas prudentes, que habrían debido sugerir modestia y discreción;
ponernos en guardia contra el peligro de la soberbia por la perfección
formal de nuestras geometrías.
Y, en cambio, hemos caído precisamente en él: en el abstractismo, en
el dogmatismo, en el panlogismo.
Puede parecer extraño (pero no lo es, puesto que en el espíritu del
hombre, y lo mismo en la sociedad humana, no existen compartimentos
estancos), que en ciertos períodos históricos las mismas desviaciones,
las mismas perversiones, se verifiquen, aun cuando sea con diverso
nombre, en los campos que parecerían más apartados y dispares del
pensamiento humano. A nadie se le ocurriría pensar que entre el de-
recho procesal y la poesía, o entre el derecho procesal y la pintura,
haya muchos puntos de contacto e influjos inconscientes de tendencias
espirituales comunes. Y, sin embargo, también nuestros estudios se
diría que han sentido en estos últimos cincuenta años la misma crisis
PIERO CALAMANDREI
14 ACTUALIDAD CIVIL
espiritual que ha perturbado el arte, el abstractismo. La poesía “pura”
de los abstractistas; la poesía reducida a una sucesión ritmada de pala-
bras de sentido secreto, o, diría quien no entiende de ello, de palabras
carentes de sentido; la pintura reducida a arabescos sin expresión, a
entrecruzamientos de líneas apartadas de todo significado humano. La
misma infección ha penetrado en el campo de nuestros estudios: el pro-
cedimiento “puro”, el procesalista “puro”, la acción “en sentido abstrac-
to”. Quizá, no digamos la decadencia, sino la perturbación de nuestros
estudios, derivada de esta separación tan poco natural entre el proceso
y la justicia a la que el mismo debe servir, ha comenzado el día en que
se ha formulado la teoría del derecho abstracto de accionar; desde el
momento en que se ha comenzado a enseñar, y a construir sobre ello
bellísimas teorías, que la acción no sirve para dar la razón a quien la tie-
ne, que la acción no es el derecho, correspondiente a quien tiene razón,
de obtener justicia, sino que es simplemente el derecho a obtener una
sentencia cualquiera que sea, un derecho vacío, que queda igualmente
satisfecho aun cuando el juez no le dé la razón a quien la tiene y la dé
a quien no la tiene. Esta idea de la acción como “derecho a no tener
razón”, sobre la cual nosotros los teóricos discutimos en serio desde
hace casi un siglo, es una de aquellas ideas que, al exponerlas a los
prácticos, que ignoran las teorías pero tienen el sano criterio que deriva
de la experiencia, los hacen reir a nuestra costa; y precisamente aquí,
en estos abstractismos con que se complica la realidad, “está quizá la
razón más profunda –también éstas son palabras de Carnelutti– de la
poca estimación en que somos tenidos por los prácticos”.
Y aquí está también el problema: no solamente en este divorcio entre
la ciencia del proceso y los fines prácticos de la justicia, sino también
en esta especie de altanería científica la cual nos lleva a creer que
nuestras construcciones lógicas, nuestros “sistemas” son más verda-
deros, más reales se podría decir, que aquella realidad práctica que
vive en las aulas judiciales; casi como si nuestros sistemas teóricos
fueran el prius, una especie de cánones incorruptibles mantenidos en
custodia sub especie aeternitatis en el empíreo de la teoría, a los cua-
les deberían ajustarse las leyes, sin lo cual, si no se ajustan a ellos,
nosotros “procesalistas puros” nos sentiremos autorizados a procla-
mar que las leyes están equivocadas.
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 15
Ahora bien, precisamente aquí debe plantearse de nuevo, en la raíz
del discurso, el problema de la ciencia procesal, y de una manera más
general el problema de la ciencia jurídica y de su método: ¿ciencia
o técnica? ¿ciencia o arte? ¿ciencia o historia? En todos los casos,
aun siendo ciencia, es necesario que la ciencia del proceso sea (para
emplear la frase memorable de Vittorio Scialoja) esencialmente una
ciencia útil; lo que importa continua referencia a los fines prácticos a
los que el proceso debe servir. Se dijo ya que a veces basta una ley
nueva para convertir en pasta de papel bibliotecas jurídicas enteras; y
con ellas todas las arquitecturas sistemáticas que nosotros los juristas
hayamos edificado, haciéndonos la ilusión de que pudieran ser eter-
nas, sobre aquellos cimientos tan mudables.
Esto debería darnos, a nosotros los juristas, conciencia del límite de
nuestra ciencia; pero también de las responsabilidades de la misma,
en un cierto sentido más profundas y más comprometedoras que las
del científico de la naturaleza, que busca la verdad, ni buena ni mala,
y que le basta con descubrir lo verdadero tal como es, sin preocupar-
se de otra utilidad. Nosotros, los científicos del derecho, en cambio,
no tenemos nada de peregrino por descubrir (los códigos están allí,
al alcance de todos) pero tenemos el deber de preocuparnos para
conseguir que en concreto sea lo que, según las leyes, debe ser. Si
la ciencia jurídica no sirviese para esto, es decir, para sugerir los mé-
todos para conseguir que el derecho, de abstracto se transforme en
realidad concreta, y a distribuir, por decirlo así, el pan de la justicia
entre los hombres, la ciencia jurídica no serviría para nada; lo que
no significa, entendámonos, repudio de la dogmática, condena de la
lógica jurídica, renuncia al sistema, que es búsqueda del orden, de la
armonía y de la unidad entre las varias fuentes del derecho positivo
a menudo inorgánicas y fragmentarias; sino que significa que la ley
es el prius y la dogmática es el posterius, y que la dogmática, si no
quiere convertirse en abstracción vacía, debe ser no solo búsqueda
del sistema que potencialmente está comprendido en la ley, sino tam-
bién método para que aquella ley se traduzca fielmente en concreta
justicia. Esto vale sobre todo para el derecho procesal, respecto del
cual yo no sé concebir otra interpretación que no sea la finalística: el
proceso debe servir para conseguir que la sentencia sea justa, o al
menos para conseguir que la sentencia sea menos injusta, o que la
PIERO CALAMANDREI
16 ACTUALIDAD CIVIL
sentencia injusta sea cada vez más rara. Esta es la finalidad sobre la
que se deben orientar nuestros estudios; y no puede decirse que para
esta finalidad sirvan siempre los virtuosismos conceptuales.
Una prueba práctica de lo que digo nos la ofrece la suerte que ha co-
rrespondido en Italia, en los primeros años desde que está en vigor,
al nuevo Código de procedimiento civil, que los estudiosos de todo el
mundo, juzgándolo a distancia, han considerado en el momento ac-
tual (y nosotros los italianos debemos estar agradecidos por este re-
conocimiento) como el que mejor refleja en sí los progresos de la más
moderna doctrina procesal. Y, en efecto, este es un código nacido de
la ciencia: porque el mismo tuvo la singular fortuna de ver confluir y
de poder resumir en sí las tres corrientes científicas más autorizadas
que han dominado en los treinta últimos años el campo de los estu-
dios procesales en Italia, esto es, las tres escuelas de Chiovenda,
de Redenti y de Carnelutti; cada uno de los cuales ya había hecho la
experiencia de traducir sus concepciones científicas en la articulada
redacción de un proyecto de reforma del proceso civil. De manera que
el nuevo código que al final, en 1940, vino a ser el resultado del en-
cuentro de estos tres proyectos, pudo alabarse de ser como en gran
parte fue (con alguna infiltración contaminadora de carácter político)
la quintaesencia del más autorizado pensamiento científico italiano.
¿Vosotros creeréis por esto (dirijo la pregunta sobre todo a los co-
legas extranjeros) que desde el momento de la entrada en vigor del
nuevo código la justicia civil haya funcionado mejor que antes?
Preguntádselo a los abogados, cuando se dedican a uno de sus pasa-
tiempos favoritos, que es el de hablar mal de los profesores. Si se les
ha de hacer caso, la justicia civil funciona hoy en Italia probablemente
peor que funcionaba cincuenta años atrás: marcha con más lentitud
y, según ellos, también mirando el contenido de las sentencias, no se
puede decir que exista hoy mayor justicia que entonces. La culpa, se
comprende, no es del código (aun cuando los prácticos se enfurezcan
precisamente contra el código, y miren de mala manera a los pobres
científicos que han colaborado en su preparación). La culpa no es del
código y no es de la ciencia: la culpa es de la catástrofe general a la
que también nuestro país ha sido arrastrado, y de los escombros que
la guerra ha amontonado, material y espiritualmente, también en la
administración de justicia; la culpa no es de los hombres modestos,
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 17
que se afanan como pueden en reconstruir las aulas arruinadas y
en poner al día el trabajo atrasado; la culpa es de los acontecimien-
tos, más fuertes que ellos. Pero, sin embargo, el ejemplo puede ser
instructivo para demostrar que una nueva ley procesal, aun cuando
represente el non plus ultra de la perfección científica, no tiene como
necesaria consecuencia el mejoramiento de la justicia si no se apoya
sobre las posibilidades prácticas de la sociedad en la que debe operar.
Por esto, cuando yo oigo decir que en ciertos países, como sería
Francia o mejor aún Inglaterra, los estudios procesales no han alcan-
zado el “alto nivel” (así suele decirse) que han logrado entre nosotros,
y esto se pone de relieve para complacernos de nuestra superioridad
y para reconocer discretamente una inferioridad ajena, yo me siento
un tanto perplejo; porque si se pudiese demostrar que, por ejemplo,
en Inglaterra (hablo en hipótesis) la justicia civil y penal funcionase
prácticamente mejor que entre nosotros, me preguntaría, entonces,
para qué sirve nuestra alabada superioridad científica en las doctri-
nas del proceso; y pensaría que los ingleses no estarían dispuestos
verdaderamente a cedernos, a cambio de nuestra mayor ciencia, ¡su
mejor justicia!
* * *
Todo este discurso no debe ir a terminar en una conclusión escéptica
y negativa. Los actos de contrición son fecundos solo si ayudan a
encontrar la confianza en las propias fuerzas y a dar claridad de pro-
pósitos para el porvenir.
La ciencia procesal, llegada indudablemente en los últimos cincuenta
años a un ápice, no puede detenerse y descansar para complacerse
en los resultados alcanzados; solo de la conciencia de nuevos cometi-
dos, y quizá más profundos, podremos sacar las fuerzas para no verla
declinar.
Auguro que en este Congreso se pueda no digo agotar pero sí al
menos abrir la discusión sobre estos nuevos cometidos; y comenzar
a señalar el programa de trabajo para los próximos cincuenta años,
breve período para la ciencia, cuyas jornadas se miden por siglos.
PIERO CALAMANDREI
18 ACTUALIDAD CIVIL
Me parece que el fundamento de este programa debe ser este: “Vol-
ver a la finalidad.” No, querido Satta, no es verdad que el proceso no
tenga finalidad; si no la tuviese, sería necesario inventarla para poder
continuar estudiando esta nuestra ciencia sin disgusto y sin desalien-
to. Pero, en realidad, finalidad la tiene; y es altísima, la más alta que
pueda existir en la vida: y se llama justicia.
Nosotros los procesalistas no podemos resignarnos a ser solamente
pacientes y meticulosos constructores de relojes de precisión, cuyo
trabajo se agote en poner en orden las ruedecillas, sin preguntarnos
si el mecanismo que ha de salir de nuestras manos servirá para seña-
lar la hora de la felicidad o la hora de la muerte. Nos negamos a ser
equiparados a magníficos mecánicos fabricantes de sillas eléctricas;
queremos saber adónde conduce, a qué fines humanos debe servir
nuestro trabajo.
Por otra parte, es evidente que la misma estructura del proceso, la
misma mecánica de él, varía necesariamente en función de la fina-
lidad que se le asigna: si el proceso debe servir solamente para ga-
rantizar la paz social, cortando a toda costa el litigio con una solución
de fuerza, cualquier expeditivo procedimiento, con tal que tenga una
cierta solemnidad formal que lleve la impronta de la autoridad, puede
servir para esta finalidad, aun el juicio de Dios o el sorteo, o el método
seguido por el juez de Rabelais que solemnemente ponía en la ba-
lanza los fascículos de los dos litigantes y procedía a dar siempre la
razón al que pesaba más. Pero si como finalidad del proceso se pone,
no cualquier resolución autoritaria del litigio, sino la decisión del mis-
mo según la verdad y según la justicia, entonces también los instru-
mentos procesales deben adaptarse a estas investigaciones mucho
más delicadas y profundas, y el interés del proceso se concentra en
los métodos de estas investigaciones, y se adentra, sin contentarse
ya con las formas externas, en los sutiles meandros lógicos y psico-
lógicos de la mente a que estas investigaciones se hallan confiadas.
Precisamente en esta dirección, si no me engaño, deberá nuestra cien-
cia concentrar sus esfuerzos en el porvenir. Cuando recientemente Ca-
pograssi advertía que la crisis del proceso es, en sustancia, la crisis de
la verdad, y que para encontrar de nuevo la finalidad del proceso es
necesario volver a “creer en la verdad”, habituarse de nuevo, se podría
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 19
decir, a tomar en serio la idea de verdad, decía una cosa no solo sabía
sino también santa. Esta crisis que ha devastado el campo filosófico,
ha penetrado también, por sutiles y quizá inconscientes infiltraciones,
en el campo del derecho procesal; todas las doctrinas que en tantos
capítulos de nuestra ciencia han tendido a hacer prevalecer la voluntad
sobre la inteligencia, la autoridad sobre la razón, o a poner sobre el
mismo plano sistemático el proceso de cognición y el de ejecución for-
zada, son reveladoras (lo ha notado el propio Capograssi) de esta crisis
de la idea de verdad; y es sintomático que quien ha lanzado el grito de
alarma, denunciador de esta crisis, “volvamos al juicio”, haya sido pre-
cisamente Francesco Carnelutti, esto es, quien mejor que otro alguno
ha contribuido a llamar la atención de los estudiosos sobre el proceso
ejecutivo y a dar al mismo una importancia sistemática no digamos pre-
dominante, pero sí ciertamente igual a la del proceso de cognición.
Ahora bien, si nosotros queremos volver a considerar el proceso como
instrumento de razón y no como estéril y árido juego de fuerza y de
destreza, hace falta estar convencidos de que el proceso es ante todo
un método de cognición, esto es, de conocimiento de la verdad, y de
que los medios probatorios que nosotros estudiamos están verdade-
ramente dirigidos y pueden verdaderamente servir para alcanzar y
para fijar la verdad; no las verdades últimas y supremas que escapan
a los hombres pequeños, sino la verdad humilde y diaria, aquella res-
pecto de la cual se discute en los debates judiciales, aquella que los
hombres normales y honestos, según la común prudencia y según
la buena fe, llaman y han llamado siempre la verdad. Y ¡ay! si en la
mente del juez entrase (y esperemos que no haya entrado nunca) la
distinción, que parece haber entrado en los métodos de la política,
entre verdad que se puede decir y verdad que es mejor callar, entre
verdad útil y verdad dañosa, entre verdad que favorece a la propia
parte y verdad que favorece a la parte contraria.
* * *
Pero la finalidad del proceso no es solamente la búsqueda de la ver-
dad; la finalidad del proceso es algo más, es la justicia, de la cual la
determinación de la verdad es solamente una premisa. Y precisamen-
te aquí me parece que de ahora en adelante deba ponerse, por los
estudiosos del proceso, el mayor empeño científico. Para nosotros los
PIERO CALAMANDREI
20 ACTUALIDAD CIVIL
procesalistas, justicia ha querido decir hasta ahora legalidad: aplica-
ción de la ley vigente, sea buena o mala, a los hechos determinados
según verdad. La justicia intrínseca de la ley, si responde socialmente,
su moralidad, no nos toca a nosotros los procesalistas (al menos así
se ha enseñado siempre); nosotros estudiamos los métodos según
los cuales el juez traduce en voluntad concreta, como se suele decir,
la voluntad abstracta de la ley; pero sobre el valor social y humano de
esta voluntad abstracta, el juez no puede pronunciarse; porque ésta,
se dice, es investigación que está fuera de nuestro campo visual.
Aun cuando fuese así, aun cuando la finalidad del proceso fuese sola-
mente la de traducir las leyes abstractas en legalidad concreta, es cierto
que esta finalidad no podría dejar de proyectarse sobre todos nuestros
estudios. Todos los problemas más delicados y más vivos referentes a
la formación cultural de los magistrados y a las garantías de su inde-
pendencia, y también los concernientes al choque entre la iniciativa de
las partes en la búsqueda del hecho y los poderes del juez en el cono-
cimiento del derecho (iura novit curia), se reconducen a esta función de
viva vox legis que el juez tiene en el Estado moderno; y no puede, por
consiguiente, ser extraña al estudio del proceso la investigación a fon-
do de las relaciones que tienen lugar entre el juez y el legislador, entre
la sentencia como lex specialis y la ley como sentencia hipotética. El
sistema jurídico de los Estados modernos, en los que el derecho nace
en dos momentos netamente separados, primero en abstracto como
ley y después en concreto como sentencia aplicadora de aquélla, pa-
rece hecho para garantizar de manera insuperable no solo la certeza
sino al mismo tiempo la imparcialidad del derecho. Garantía de certeza,
porque de la ley abstracta que es un anuncio preventivo y genérico
de lo que a través del juez vendrá a ser el derecho concreto del caso
singular, el ciudadano puede en cualquier momento hacerse anticipa-
damente una idea bastante precisa de sus deberes y de sus derechos;
pero, además, esta neta separación entre el momento legislativo y el
momento jurisdiccional se presenta como garantía de imparcialidad,
porque el legislador cuando forma la ley obedece a criterios políticos de
orden general, sin poder prever cuáles serán en concreto las personas
afectadas o dañadas por la aplicación de esta ley, y el juez, que es el
único que estará en situación, en un momento posterior, de ver frente
a frente a estas personas, no puede hacer otra cosa actualmente que
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 21
aplicar a las mismas la ley tal como es, sin poderla modificar por consi-
deraciones personales de simpatía o de hospitalidad.
Esta ceguera de la justicia, que en ciertas representaciones simbóli-
cas aparece con la venda sobre los ojos para que no pueda ver cara
a cara a los justiciables, se manifiesta como garantía suprema de im-
parcialidad; y de ella es expresión aquella exigencia, tantas veces re-
petida en el estado de derecho, de la neta separación entre la política
y la justicia.
Sin embargo, esta exigencia de la imparcialidad política del juez es
un punto sobre el cual, en períodos de aguda crisis de la legalidad
como es aquel del que apenas acabamos de salir, surgen de nuevo
las dudas y las preguntas angustiosas. El juez, se dice, en el contrato
entre las partes, debe ser y sentirse imparcial, esto es, tercero; pero,
¿es humanamente posible que el juez, el cual es también un hombre,
se sienta tercero en un debate en el que se encuentran, aunque sea
ocasionalmente encarnados en una litis singular o reducidos a esca-
la individual, aquellos mismos intereses colectivos que chocan en la
vida política de la sociedad, de la que el mismo juez forma parte? Y,
¿cómo puede el juez que, como ciudadano, participa necesariamen-
te, en un sentido o en otro, en los conflictos políticos de su sociedad,
sentirse imparcial y extraño, cuando una proyección de estos mismos
conflictos se le presenta in vitro en el caso individual que es llamado
a juzgar? Esta, quizá inevitable, parcialidad subconsciente del juez,
que sin darse cuenta de ello lleva al juicio del caso singular la pasión
de una más amplia polémica social, en la cual está empeñado como
ciudadano, aparece descubierta y en absoluto ostentada en el pro-
ceso revolucionario (aquel que principalmente ha dado que pensar
a Satta) en el cual declaradamente se aplican no ya las leyes pre-
existentes, sino el sentimiento y el resentimiento político, en estado
naciente, como una llamarada apenas surgida del volcán en erup-
ción. Pero la diferencia es de intensidad, no de naturaleza: también
en el proceso ordinario, y aun en tiempos de tranquila legalidad, esta
auspiciada imparcialidad política del juez, que debería hacer de él un
tercero por encima de la contienda, es, si se mira bien, más aparente
que real; aun en el proceso ordinario –observa Capograssi– ¿quién
puede sentirse tercero, “quién es tercero en cualquier cuestión en la
PIERO CALAMANDREI
22 ACTUALIDAD CIVIL
que están comprometidos orden, propiedad, vida, pensamiento de los
hombres”? También en el sistema de la legalidad si no es política-
mente parcial el juez, parcial, en sentido político, lo es ciertamente la
ley; la cual, aun en los regímenes parlamentarios (y no hablemos de
los totalitarios) es siempre la conclusión de una lucha política que se
ha terminado provisionalmente con el triunfo de un interés de la parte
predominante; de manera que también en el sistema de la legalidad,
la imparcialidad del juez puede aparecer tan solo como un instrumen-
to inexorable de la imparcialidad de la ley. Todo esto parece llevarnos
muy lejos del derecho procesal; pero, sin embargo, puede servir para
hacernos entender cómo ocurre que también en nuestro campo, bajo
la idea de la justicia jurídica de la cual solo a los juristas les gusta
ocuparse, se presente a veces (y con más insistencia en los períodos
de crisis) aquella aspiración a la justicia social que se querría fuese
materia reservada solamente a los políticos; esto es, como ocurre que
bajo la crítica a la sentencia injusta, se oculte en realidad lo insufrible
de la ley injusta.
Cuando en los debates parlamentarios escuchamos que ciertos par-
tidos se lamentan de la llamada “insensibilidad social” de los jueces
juristas y la acusación dirigida a ellos de ser, como suele decirse,
jueces “de clase”; cuando, de otro lado, en la reciente alocución del
Pontífice a los juristas católicos, oímos censurar no ya en términos
de política, sino en términos de moral cristiana, el problema de la
ley moralmente injusta y del deber del juez de negar su aplicación,
entonces nos damos cuenta de que al discutir sobre los poderes del
juez y sobre la función del proceso, en realidad se pone en discu-
sión todo el sistema de la legalidad; es el problema de las relaciones
entre la ley positiva y el derecho natural, entre Estado y sociedad,
el que se propone de nuevo; es la aspiración nunca satisfecha a la
equidad social la que se presenta de nuevo. Pero con esto, vosotros
lo entendéis, se vuelve a poner en juego el dilema entre la certeza
del derecho y el derecho libre; y la libertad individual es todavía la
apuesta de este juego. El eterno concitado diálogo entre autoridad
y libertad habla también a través de las humildes fórmulas del pro-
cedimiento; el misterio de la finalidad del proceso se extiende a más
vastos horizontes. Así, en lugar de desconsolarnos por la quiebra de
nuestros estudios, sucede que nos damos cuenta con renovado fer-
vor de que ningún tema como el del proceso merece hoy la atención
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 23
y el empeño de los estudiosos, porque en ningún campo como en el
del proceso es posible encontrar y valorar reunidos, en su angustio-
sa actualidad todos los aspectos, jurídicos, políticos y morales, del
problema central de la sociedad humana, que es el problema de la
conciliación de la libertad con la justicia.
* * *
Perdonadme, queridos colegas, si os he entretenido más de lo correc-
to; pero he creído mi deber hacerlo, porque querría que este nuestro
Congreso se abriese con una férvida afirmación de confianza en el
porvenir de nuestra ciencia. También nosotros debemos contribuir, si
bien sea en el limitado campo que está confiado a nuestro trabajo, a
superar esa cortina de escepticismo y casi diría esta voluptuosidad de
aniquilamiento que pesa sobre el mundo.
En conclusión, si yo debiese resumir en una sola frase el programa
para continuar con renovada confianza nuestro trabajo, diría solamen-
te esto: acordarse de que también el proceso es esencialmente estu-
dio del hombre: no olvidarse nunca de que todas nuestras simetrías
sistemáticas, todas nuestras elegantiae iuris, se convierten en esque-
mas ilusorios, si no nos damos cuenta de que por debajo de ellas,
de verdadero y de vivo no hay más que los hombres, con sus luces
y con sus sombras, con sus virtudes y con sus aberraciones: no el
testimonio en abstracto, sino aquel testigo veraz o mendaz; no el jura-
mento, sino el escrúpulo religioso de aquel creyente o la indiferencia
escéptica de aquel incrédulo que jura; no la sentencia, sino aquel juez
con su ciencia y con su conciencia, con sus atenciones y con sus dis-
tracciones; esto es, criaturas vivas, formadas no de pura lógica, sino
también de sentimiento y de pasión, y de misteriosos instintos. Hoy se
habla mucho en el campo del derecho penal de la necesidad de hacer
humanas las penas, y esta exigencia se expresa con una palabra no
elegante, actualmente de moda entre los penalistas: “humanización”.
Preferiría llamarla “respeto del hombre”, “respeto de la persona”; y
querría que este “personalismo” (empleo esta expresión en el sentido
hoy corriente entre los filósofos) viniese de ahora en adelante a co-
rregir los excesos del abstractismo y del dogmatismo, también en el
estudio del proceso.
PIERO CALAMANDREI
24 ACTUALIDAD CIVIL
Este es el camino siguiendo el cual podrán ser puestos en evidencia,
como ya ha comenzado a hacer, en un ensayo magistral, el querido
amigo uruguayo Eduardo Couture (que tanto me duele no ver entre
nosotros), los nexos estrechos que unen el derecho procesal al de-
recho constitucional; en aquella parte de proemio que en todas las
Constituciones de loé Estados libres está dedicada a garantizar el res-
peto de la persona humana y la libertad de los ciudadanos, el proceso
tiene una importancia preeminente. Todas las libertades son vanas
si no pueden ser reivindicadas y defendidas en juicio, si los jueces
no son libres, cultos y humanos, si el ordenamiento del juicio no está
fundado, él mismo, sobre el respeto de la persona humana, el cual en
todo hombre reconoce una conciencia libre, única responsable de sí,
y por esto inviolable.
Esto vale ante todo en cuanto al proceso penal, en el que el imputa-
do debe ser sagrado no solamente en lo que respecta a su derecho
de ser defendido en el debate, sino sobre todo por su derecho de no
ser sometido en la instrucción a coacciones encaminadas a arrancar-
le a toda costa la confesión, y a reducirlo, con operaciones pseudo
científicas que corresponden a la magia negra, en dócil instrumento
de los verdugos. Frente al terrible dogma, puesto como base de los
sistemas inquisitorios, que hace de la confesión un deber jurídico y
que para dar un modo al inquisidor de penetrar en el recinto cerrado
de una conciencia, conduce a legitimar el empleo, sobre la persona
del inquirido, de la tortura (no es otra cosa que una forma de tortura
modernizada el llamado “tercer grado” de ciertas policías, y el llamado
“suero de la verdad”), nosotros debemos hoy reivindicar para la confe-
sión el carácter de un acto consciente y de libre autorresponsabilidad,
y reafirmar, entre los más esenciales derechos de libertad, el derecho
del imputado al secreto o al silencio, complemento inseparable del
derecho de defensa.
Pero estas consideraciones podrán, bajo ciertos aspectos, valer tam-
bién para el proceso civil; también en él todo el funcionamiento de la
dialéctica procesal, pero especialmente el funcionamiento de aquellos
delicadísimos mecanismos psicológicos que son las pruebas, no pue-
de ser entendido sino a la luz de aquel principio de libertad y de res-
ponsabilidad de la persona, que es la fuerza motriz del proceso civil
moderno y que no podría ser violado nunca, ni aun cuando el proceso
PROCESO Y JUSTICIA
INSTITUTO PACÍFICO 25
civil debiera evolucionar hacia una mayor acentuación de la iniciativa
de oficio. Y al decir esto, yo siento aquí presente entre nosotros, no
para increpar a los responsables el dolor injusto que lo mató en el
exilio, sino para reafirmar su fe en la libertad que sobrevive invencible
a todo sufrimiento, un gran maestro alemán, que de este liberalismo
procesal, animador de nuestra ciencia, fue el defensor más insigne:
James Goldschmidt.
Esto, queridos colegas, es lo que conforta en el momento presente de
reanudación de la comunidad científica: de todas las partes, estudio-
sos de diversas lenguas se encuentran de nuevo, vivos en la persona
o al menos vivos en las obras, para reafirmar, también en el campo
de nuestros estudios, su fe en el hombre, en la libertad y en la res-
ponsabilidad del hombre. Un gran apóstol de humanidad, el cual hace
dos siglos, con un pequeño librito consiguió en pocos decenios hacer
vacilar en toda Europa los patíbulos, nuestro César Beccaria, escri-
bió en aquel milagroso opúsculo una frase que podría tomarse como
lema también por nosotros los procesalistas: “No hay libertad en to-
dos aquellos casos en que las leyes permiten que ante determinados
eventos, el hombre deje de ser persona para convertirse en cosa”.
En esta frase, que suscita confianza y compromiso para el porvenir,
me parece, si no me engaño, que se señale la finalidad del proceso
y al mismo tiempo la finalidad de nuestra ciencia: “persona, no cosa”.
Florencia, Universidad, 30 de setiembre de 1950.
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Proceso y justicia

  • 1.
  • 3.
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  • 6. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 5 El presente texto recoge el discurso pronunciado por el Prof. Piero Calamandrei en la sesión inaugural del Congreso Internacional de Derecho Procesal Civil, celebrado en Flo- rencia durante los días 30 de setiembre a 3 de octubre de 1950, organizado por la Asociación Italiana de estudiosos del proceso civil. Publicado en Rivista di diritto proccesuale Civile, Padova, Cedam, 1953, pp. 9-23; así como en Studi sul proceso civile, 1930-1957, vol. VI, pp. 3-20. En caste- llano se publicó en la Revista de Derecho Procesal, año X (1952), 1ª parte, pp. 13-18; y en Estudios sobre el proceso civil, Buenos Aires, EJEA, 1973, vol. III, pp. 201-222. La traducción es de Santiago Sentís Melendo.
  • 7.
  • 8. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 7 PROCESO Y JUSTICIA Al dar la bienvenida de la Facultad Jurídica florentina a los colegas pro- cesalistas reunidos aquí procedentes de todas las partes del mundo, no puedo dejar de señalar, además del significado científico, espiritual y hasta podría decir el sentimental y patético, de este congreso, en el que nos encontramos y nos contamos como sobrevivientes de un inmen- so naufragio, y nos sentimos hermanados, mucho más que antes, aun cuando procedentes de diversas patrias territoriales, en una sola patria del espíritu, hecha de comunes dolores que se han pasado y de comu- nes propósitos para el porvenir. Desde la época en que se celebraban congresos, como este de hoy que reanuda la antigua costumbre, de libres estudiosos voluntaria- mente operantes al servicio de la verdad y no de pobres funcionarios uniformados, sometidos al servicio de una tiranía (recuerdo todavía el último de estos congresos libres, el de Viena de 1928; y aquí tengo la alegría de ver de nuevo hoy a varios de los amigos conocidos en aquella ocasión), ha pasado sobre el mundo un período tenebroso del que querríamos no recordar ya los acontecimientos: como en aque- llas zonas inexploradas, llenas de misteriosos terrores, sobre las que los antiguos geógrafos escribían hic sunt leones, nosotros querríamos limitarnos a escribir sobre estos veinte años de la historia del mundo que quedan detrás de nuestras espaldas, un solo tema: hic sunt rui- nae; y tomar de nuevo el camino sin mirar atrás. También nosotros los juristas nos hemos puesto de nuevo al trabajo, tratando de no mirar atrás. Para los habitantes de ciertas zonas sís- micas no vale la prueba de las devastaciones periódicas para debilitar su apego a aquella patria poco firme, y después de cada cataclismo comienzan de nuevo obstinadamente a reconstruir sobre la misma tie-
  • 9. PIERO CALAMANDREI 8 ACTUALIDAD CIVIL rra vacilante; así nosotros los juristas estamos de nuevo dedicados a desenterrar los escombros de los armazones de nuestros edificios ló- gicos y a restaurar nuestras catedrales de conceptos: acción, derecho abstracto, derecho concreto, relación procesal, jurisdicción. Reanude- mos el discurso como si lo hubiésemos dejado ayer, comencemos de nuevo: heri dicebamus; “decíamos ayer. * * * “¿Heri dicebamus?”; “¿Decíamos ayer?” ¿Pero podemos nosotros verdaderamente retomar así el hilo de nuestro discurso, dejado a me- dias hace veinte o treinta años, y comenzar de nuevo como si nada hubiese pasado? Estos veinte años de dolor, estas experiencias, esta injusticia oficialmente practicada por los supremos órganos que se decían dispensadores de la justicia, ¿no nos ha enseñado nada a nosotros, que nos consideramos servidores de la verdad, sin la cual no puede haber justicia: nada más que verdadero, de más profundo? Suerte singular, es, entre los estudiosos del derecho, la de nosotros los procesalistas; cultivamos una disciplina que, según el espíritu con que se considera, puede ser la más mezquina y la más sorda, o bien la más sensible y la más próxima al espíritu. No podréis acusarme ciertamente de incurrir en aquel pecado de indiscreción y de soberbia con que a veces los procesalistas, por exceso de amor, nos dejamos llevar a alabar la preeminencia de nuestra ciencia sobre todas las demás ciencias jurídicas, si os digo ahora que el procedimiento, y especialmente el procedimiento civil, tiene ciertamente una supremacía que nadie puede discutirle: la de producir más fastidio. Para quien lo mira desde fuera, el proce- dimiento es solamente una práctica meticulosa y exasperante,” de secretarios y de empleados de estudio: un formulario y hasta un recetario, que sirve, en la hipótesis más favorable, para hacer más lento el curso de la justicia, cuando en absoluto, puesto en manos de profesionales poco escrupulosos, no se convierte en arte poco limpio para confundir al prójimo. Vosotros sabéis que, en la prác- tica, el epíteto de “procedurista” (“procedimentalista”), cuando se lo lanzan a uno a la cara durante una discusión, no suena como un cumplimiento (ésta es quizá la razón por la cual, para huir del
  • 10. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 9 sonido ingrato de tal palabra, nosotros preferimos llamarnos, más noblemente, “procesalistas”). Y, viceversa, el estudio del derecho procesal es el que más de cerca nos permite aproximarnos a recoger, y casi diría a auscultar, como hace el médico cuando apoya la oreja sobre el pecho del enfermo, la palpitación de la justicia; de esta aspiración, de esta esperanza, de esta voz misterio- sa y divina que corre, más viva que la sangre en las venas, en el espíritu del hombre. Bajo los arcos del proceso, ya lo escribió con palabras inol- vidables Giuseppe Chiovenda, recordando el monólogo de Hamlet, corre la riada inagotable de la suerte humana; nadie mejor que el procesalista, asomado a estos pretiles, puede recoger, si tiene oído para escuchar- las, las voces que salen de los remolinos de esta corriente, este anhelo universal de justicia, y el dolor de la inocencia injustamente herida y la consolación de quien se da cuenta (porque también esto puede ocurrir a veces) que al final la fuerza ciega debe someterse a la razón desarmada. De estas victorias y de estas derrotas de la justicia, nadie como nosotros, de los que estudian el proceso, puede sentir el consuelo o la vergüenza. Bajo las fórmulas cancillerescas del proceso, una palabra misteriosa se presenta de tanto en tanto, como para recordarnos nuestro compromiso; hay entre los mecanismos constitucionales del Estado, un ministerio cuyo título se refiere a la justicia: todo aquel tejido de formalismos burocráticos que se agolpa en torno a las aulas judiciales, se llama administración de justicia. Nadie mejor que nosotros está en situación de darse cuenta de la distancia que puede existir entre la realidad de estos sofocantes formalismos, y la exigencia escrita en esta alada y vivificante palabra; nadie mejor que nosotros, que somos los mecánicos de estos aparatos instituidos para traducir la justicia en realidad cotidiana, está en situación de comprender que cuando estos aparatos se traban, también la justicia viene a ser, para quien sufre y espera, una befa siniestra y una traición. * * * Al final de las grandes crisis históricas los hombres se sienten im- pulsados a los exámenes de conciencia; también nosotros, en este congreso (casi para hacernos la ilusión de que la crisis en que el mun- do se debate está para tocar a su fin) debemos hacer el balance de nuestros estudios, que puede querer decir también el examen de con- ciencia, y quizá el acto de contrición, de nuestros pecados.
  • 11. PIERO CALAMANDREI 10 ACTUALIDAD CIVIL Respecto del tercer tema que ha de tratarse en este congreso, esto es, acerca de “los estudios del derecho procesal en Italia”, oiréis, ilustres colegas, una relación de tono más bien eufórico y optimista; está bien que ocurra así, porque es la relación de un joven. Pero, en realidad, aun entre aquellos a quienes alcanza más en Italia el mérito de ha- ber elevado con su obra el estudio del proceso civil a tanta perfección de virtuosismo sistemático, se han manifestado en estos últimos años perplejidades y desalientos, que a mí me parecen más significativos y más fecundos (siempre que se sepa aprovechar el consejo para el fu- turo) que los fáciles optimismos en que otros se complacen. A producir este sentido angustioso de extravío, ha concurrido uno de los hechos más típicos y que más conturban, para nosotros los juristas, de esta crisis de la civilización: el hecho de que el retorno general a la bes- tialidad colectiva no se haya producido en forma de abierta rotura de la legalidad como furia de instintos animales dirigidos sin ley al asesi- nato y al saqueo, sino que se haya disfrazado de ejercicio de autori- dad, acompañado de las formas tradicionales del proceso, de aquellas formas que todos estábamos habituados a considerar como garantías de pacífica justicia. En las aulas donde estábamos acostumbrados a venerar magistrados serenos e imparciales, asesinos y depredadores disfrazados de jueces se han sentado en aquellos sitiales, y han dado a sus fechorías el nombre y el sello de sentencias; tribunales especiales, tribunales extraordinarios; tribunales de guerra, tribunales de partido, en los cuales, bajo la toga usurpada era visible el negro uniforme del si- cario que no juzga sino que apuñala; y después las leyes persecutorias destinadas al exterminio de todo un pueblo, y las sentencias hechas dócil instrumento de estas leyes exterminadoras; y más tarde, cuando parecía que hubiese sonado la hora de la justicia, un nuevo e inevitable desencadenamiento de represalias y de venganzas. Y también aquí, en esta última fase, formas judiciales, tribunales del pueblo, tribunales revolucionarios; para desahogar finalmente el desdén y el odio incuba- do bajo tanto dolor, la pasión política que siempre se había enseñado que debía permanecer fuera de las salas de justicia, se ha servido para su fines de los esquemas y de la esgrima del juicio y de la sentencia; y parece que los haya deformado y corrompido para siempre. Precisamente aquí, frente al problema de la justicia política, que no está, como podría parecer, limitado al proceso penal, sino que toca más o me-
  • 12. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 11 nos directamente a todos los procesos, hasta afectar la idea misma del proceso, los estudiosos se han encontrado perplejos: si en estos años, millares y millares de veces la sentencia ha servido en todo el mundo para dar forma oficial de legalidad al asesinato y al latrocinio, si estas formas que parecían garantía de justicia se han prestado tan dócilmente para hacer aparecer como respetables los más abominables exterminios y los desahogos de los más bestiales instintos criminales, ¿cómo pode- mos seriamente continuar teniendo fe en la ciencia que ha elaborado es- tos mecanismos, dispuestos para servir a cualquier dueño? En Francia, este problema de la justicia política ha sido enfrentado por los hombres de pensamiento con un sentido que se puede decir religioso de respon- sabilidad, con pacata y no desesperada comprensión; quedará por esto como memorable el número de la política (“y a-t-il une justice politique?”) en el cual aquella alma grande que fue Emanuele Mounier escribió sobre este problema angustioso páginas altísimas de las que necesariamente deberá partir quien quiera profundizar en él de ahora en adelante. Pero también en Italia el problema se ha entendido en toda su gravedad por nuestros estudiosos más sensibles: raras veces, en la aparente avidez de nuestros estudios, he sentido correr un pathos humanos tan profundo como el que ha dictado a Salvatore Satta sus conmovedoras páginas sobre el “misterio del proceso”. Nos hemos esforzado –dice Satta– en estudiar qué es el proceso, cuál es la finalidad del proceso; pero el proceso, ¡ay de nosotros! es verda- deramente un acto sin finalidad: sirve solamente para dar apariencia de legalidad a los asesinatos que los hombres cometen, y así para apagar con esta ficción los remordimientos de su conciencia. De manera que –comenta Satta– casi nos sentimos llevados a “concluir nuestra vida de estudiosos con la amarga impresión de haber perdido nuestro tiempo en torno a un vano fantasma, a una sombra que hemos tratado como una cosa sólida”. El mismo sentido de desilusión se ha expresado por Francesco Car- nelutti en aquel discurso suyo Volvamos al juicio (“Torniamo al giudi- zio”) (es inútil que él intente hacernos creer que haya sido su última lección; en realidad es la prolusión de una enseñanza que comienza de nuevo) en el cual humildemente confiesa haber visto en la última lección “todos sus mismos conceptos, elaborados con tanta fatiga, desprenderse como hojas secas del árbol: acción jurisdiccional, cosa
  • 13. PIERO CALAMANDREI 12 ACTUALIDAD CIVIL juzgada, negocio, providencia, nulidad, impugnación, todo ello en aquel momento solemne le ha revelado al fin su miseria...” Ninguna confesión sobre la insuficiencia del conceptualismo podría- mos encontrar más significativa y más elocuente que ésta, pronuncia- da por quien ha sido en el campo de la dogmática procesal, el más genial constructor de arquitecturas conceptuales; una confesión que recuerda el célebre lamento de Ciño da Pistoia, en aquel soneto en que pide perdón a Dios: “...ché miei giorni ho male spesi “In trattar leggi, tutte ingiuste e vane, “Senza la tua che scritta in cor si porta”. [“…que mis días tan mal he empleado “En tratar leyes, todas vanas e injustas, “Sin la tuya que escrita está en el corazón”] ¿Hay, pues, en estas voces acongojadas que se hacen oir por estu- diosos tan autorizados, la declaración de quiebra de nuestra ciencia? También la sensibilidad de un filósofo de la altura de Capograssi, lo ha advertido: “Quizá, el que la moderna ciencia del derecho procesal haya llega- do a estos supremos problemas, que Carnelutti y Satta han intuido, esto es, que haya llegado precisamente a la raíz secreta de su in- vestigación, es signo de que ha llegado la hora del crepúsculo. La especulación, esto es, el ave de Minerva, sale a la noche...” Veamos de darnos cuenta de las causas profundas de este sentido de desilusión que se revela a nosotros desde dentro, precisamente en el momento en que desde fuera la ciencia procesal parecía llegada a su máximo florecimiento. Yo creo que el puns dolens de esta nuestra pesadumbre de estu- diosos (que no es, como podría parecer, signo de agotamiento y de abandono, sino grito de aquella profunda conciencia moral que debe vivificar desde dentro también la ciencia), ha sido tocado por Satta, al decir, en un momento de descorazonamiento, que es inútil perder tiempo en estudiar la finalidad del proceso, porque el proceso no tiene finalidad. Creo que precisamente este es el centro del problema: la
  • 14. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 13 finalidad del proceso; no la finalidad individual que se persigue en el juicio por cada sujeto que participa en él, sino la institucional, la finali- dad que podría decirse social y colectiva en vista de la cual no parece concebible civilización sin garantía judicial. El pecado más grave de la ciencia procesal de estos últimos cincuen- ta años ha sido, a mi entender, precisamente este: haber separado el proceso de su finalidad social; haber estudiado el proceso como un territorio cerrado, como un mundo por sí mismo, haber pensado que se podía crear en torno al mismo una especie de soberbio aislamiento separándolo cada vez de manera más profunda de todos los vínculos con el derecho sustancial, de todos los contactos con los problemas de sustancia; de la justicia, en suma. Los grandes maestros nos habían enseñado que el proceso no puede ser fin por sí mismo. “La acción es un derecho-medio”, nos había recordado Chiovenda; el propio Carnelutti, aun habiendo sido el más decidido campeón de las reivindicaciones territoriales del procedimiento sobre el derecho sustancial, había puesto, sin embargo, en evidencia, con claridad in- superable, el carácter “instrumental” del derecho procesal. Eran ense- ñanzas prudentes, que habrían debido sugerir modestia y discreción; ponernos en guardia contra el peligro de la soberbia por la perfección formal de nuestras geometrías. Y, en cambio, hemos caído precisamente en él: en el abstractismo, en el dogmatismo, en el panlogismo. Puede parecer extraño (pero no lo es, puesto que en el espíritu del hombre, y lo mismo en la sociedad humana, no existen compartimentos estancos), que en ciertos períodos históricos las mismas desviaciones, las mismas perversiones, se verifiquen, aun cuando sea con diverso nombre, en los campos que parecerían más apartados y dispares del pensamiento humano. A nadie se le ocurriría pensar que entre el de- recho procesal y la poesía, o entre el derecho procesal y la pintura, haya muchos puntos de contacto e influjos inconscientes de tendencias espirituales comunes. Y, sin embargo, también nuestros estudios se diría que han sentido en estos últimos cincuenta años la misma crisis
  • 15. PIERO CALAMANDREI 14 ACTUALIDAD CIVIL espiritual que ha perturbado el arte, el abstractismo. La poesía “pura” de los abstractistas; la poesía reducida a una sucesión ritmada de pala- bras de sentido secreto, o, diría quien no entiende de ello, de palabras carentes de sentido; la pintura reducida a arabescos sin expresión, a entrecruzamientos de líneas apartadas de todo significado humano. La misma infección ha penetrado en el campo de nuestros estudios: el pro- cedimiento “puro”, el procesalista “puro”, la acción “en sentido abstrac- to”. Quizá, no digamos la decadencia, sino la perturbación de nuestros estudios, derivada de esta separación tan poco natural entre el proceso y la justicia a la que el mismo debe servir, ha comenzado el día en que se ha formulado la teoría del derecho abstracto de accionar; desde el momento en que se ha comenzado a enseñar, y a construir sobre ello bellísimas teorías, que la acción no sirve para dar la razón a quien la tie- ne, que la acción no es el derecho, correspondiente a quien tiene razón, de obtener justicia, sino que es simplemente el derecho a obtener una sentencia cualquiera que sea, un derecho vacío, que queda igualmente satisfecho aun cuando el juez no le dé la razón a quien la tiene y la dé a quien no la tiene. Esta idea de la acción como “derecho a no tener razón”, sobre la cual nosotros los teóricos discutimos en serio desde hace casi un siglo, es una de aquellas ideas que, al exponerlas a los prácticos, que ignoran las teorías pero tienen el sano criterio que deriva de la experiencia, los hacen reir a nuestra costa; y precisamente aquí, en estos abstractismos con que se complica la realidad, “está quizá la razón más profunda –también éstas son palabras de Carnelutti– de la poca estimación en que somos tenidos por los prácticos”. Y aquí está también el problema: no solamente en este divorcio entre la ciencia del proceso y los fines prácticos de la justicia, sino también en esta especie de altanería científica la cual nos lleva a creer que nuestras construcciones lógicas, nuestros “sistemas” son más verda- deros, más reales se podría decir, que aquella realidad práctica que vive en las aulas judiciales; casi como si nuestros sistemas teóricos fueran el prius, una especie de cánones incorruptibles mantenidos en custodia sub especie aeternitatis en el empíreo de la teoría, a los cua- les deberían ajustarse las leyes, sin lo cual, si no se ajustan a ellos, nosotros “procesalistas puros” nos sentiremos autorizados a procla- mar que las leyes están equivocadas.
  • 16. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 15 Ahora bien, precisamente aquí debe plantearse de nuevo, en la raíz del discurso, el problema de la ciencia procesal, y de una manera más general el problema de la ciencia jurídica y de su método: ¿ciencia o técnica? ¿ciencia o arte? ¿ciencia o historia? En todos los casos, aun siendo ciencia, es necesario que la ciencia del proceso sea (para emplear la frase memorable de Vittorio Scialoja) esencialmente una ciencia útil; lo que importa continua referencia a los fines prácticos a los que el proceso debe servir. Se dijo ya que a veces basta una ley nueva para convertir en pasta de papel bibliotecas jurídicas enteras; y con ellas todas las arquitecturas sistemáticas que nosotros los juristas hayamos edificado, haciéndonos la ilusión de que pudieran ser eter- nas, sobre aquellos cimientos tan mudables. Esto debería darnos, a nosotros los juristas, conciencia del límite de nuestra ciencia; pero también de las responsabilidades de la misma, en un cierto sentido más profundas y más comprometedoras que las del científico de la naturaleza, que busca la verdad, ni buena ni mala, y que le basta con descubrir lo verdadero tal como es, sin preocupar- se de otra utilidad. Nosotros, los científicos del derecho, en cambio, no tenemos nada de peregrino por descubrir (los códigos están allí, al alcance de todos) pero tenemos el deber de preocuparnos para conseguir que en concreto sea lo que, según las leyes, debe ser. Si la ciencia jurídica no sirviese para esto, es decir, para sugerir los mé- todos para conseguir que el derecho, de abstracto se transforme en realidad concreta, y a distribuir, por decirlo así, el pan de la justicia entre los hombres, la ciencia jurídica no serviría para nada; lo que no significa, entendámonos, repudio de la dogmática, condena de la lógica jurídica, renuncia al sistema, que es búsqueda del orden, de la armonía y de la unidad entre las varias fuentes del derecho positivo a menudo inorgánicas y fragmentarias; sino que significa que la ley es el prius y la dogmática es el posterius, y que la dogmática, si no quiere convertirse en abstracción vacía, debe ser no solo búsqueda del sistema que potencialmente está comprendido en la ley, sino tam- bién método para que aquella ley se traduzca fielmente en concreta justicia. Esto vale sobre todo para el derecho procesal, respecto del cual yo no sé concebir otra interpretación que no sea la finalística: el proceso debe servir para conseguir que la sentencia sea justa, o al menos para conseguir que la sentencia sea menos injusta, o que la
  • 17. PIERO CALAMANDREI 16 ACTUALIDAD CIVIL sentencia injusta sea cada vez más rara. Esta es la finalidad sobre la que se deben orientar nuestros estudios; y no puede decirse que para esta finalidad sirvan siempre los virtuosismos conceptuales. Una prueba práctica de lo que digo nos la ofrece la suerte que ha co- rrespondido en Italia, en los primeros años desde que está en vigor, al nuevo Código de procedimiento civil, que los estudiosos de todo el mundo, juzgándolo a distancia, han considerado en el momento ac- tual (y nosotros los italianos debemos estar agradecidos por este re- conocimiento) como el que mejor refleja en sí los progresos de la más moderna doctrina procesal. Y, en efecto, este es un código nacido de la ciencia: porque el mismo tuvo la singular fortuna de ver confluir y de poder resumir en sí las tres corrientes científicas más autorizadas que han dominado en los treinta últimos años el campo de los estu- dios procesales en Italia, esto es, las tres escuelas de Chiovenda, de Redenti y de Carnelutti; cada uno de los cuales ya había hecho la experiencia de traducir sus concepciones científicas en la articulada redacción de un proyecto de reforma del proceso civil. De manera que el nuevo código que al final, en 1940, vino a ser el resultado del en- cuentro de estos tres proyectos, pudo alabarse de ser como en gran parte fue (con alguna infiltración contaminadora de carácter político) la quintaesencia del más autorizado pensamiento científico italiano. ¿Vosotros creeréis por esto (dirijo la pregunta sobre todo a los co- legas extranjeros) que desde el momento de la entrada en vigor del nuevo código la justicia civil haya funcionado mejor que antes? Preguntádselo a los abogados, cuando se dedican a uno de sus pasa- tiempos favoritos, que es el de hablar mal de los profesores. Si se les ha de hacer caso, la justicia civil funciona hoy en Italia probablemente peor que funcionaba cincuenta años atrás: marcha con más lentitud y, según ellos, también mirando el contenido de las sentencias, no se puede decir que exista hoy mayor justicia que entonces. La culpa, se comprende, no es del código (aun cuando los prácticos se enfurezcan precisamente contra el código, y miren de mala manera a los pobres científicos que han colaborado en su preparación). La culpa no es del código y no es de la ciencia: la culpa es de la catástrofe general a la que también nuestro país ha sido arrastrado, y de los escombros que la guerra ha amontonado, material y espiritualmente, también en la administración de justicia; la culpa no es de los hombres modestos,
  • 18. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 17 que se afanan como pueden en reconstruir las aulas arruinadas y en poner al día el trabajo atrasado; la culpa es de los acontecimien- tos, más fuertes que ellos. Pero, sin embargo, el ejemplo puede ser instructivo para demostrar que una nueva ley procesal, aun cuando represente el non plus ultra de la perfección científica, no tiene como necesaria consecuencia el mejoramiento de la justicia si no se apoya sobre las posibilidades prácticas de la sociedad en la que debe operar. Por esto, cuando yo oigo decir que en ciertos países, como sería Francia o mejor aún Inglaterra, los estudios procesales no han alcan- zado el “alto nivel” (así suele decirse) que han logrado entre nosotros, y esto se pone de relieve para complacernos de nuestra superioridad y para reconocer discretamente una inferioridad ajena, yo me siento un tanto perplejo; porque si se pudiese demostrar que, por ejemplo, en Inglaterra (hablo en hipótesis) la justicia civil y penal funcionase prácticamente mejor que entre nosotros, me preguntaría, entonces, para qué sirve nuestra alabada superioridad científica en las doctri- nas del proceso; y pensaría que los ingleses no estarían dispuestos verdaderamente a cedernos, a cambio de nuestra mayor ciencia, ¡su mejor justicia! * * * Todo este discurso no debe ir a terminar en una conclusión escéptica y negativa. Los actos de contrición son fecundos solo si ayudan a encontrar la confianza en las propias fuerzas y a dar claridad de pro- pósitos para el porvenir. La ciencia procesal, llegada indudablemente en los últimos cincuenta años a un ápice, no puede detenerse y descansar para complacerse en los resultados alcanzados; solo de la conciencia de nuevos cometi- dos, y quizá más profundos, podremos sacar las fuerzas para no verla declinar. Auguro que en este Congreso se pueda no digo agotar pero sí al menos abrir la discusión sobre estos nuevos cometidos; y comenzar a señalar el programa de trabajo para los próximos cincuenta años, breve período para la ciencia, cuyas jornadas se miden por siglos.
  • 19. PIERO CALAMANDREI 18 ACTUALIDAD CIVIL Me parece que el fundamento de este programa debe ser este: “Vol- ver a la finalidad.” No, querido Satta, no es verdad que el proceso no tenga finalidad; si no la tuviese, sería necesario inventarla para poder continuar estudiando esta nuestra ciencia sin disgusto y sin desalien- to. Pero, en realidad, finalidad la tiene; y es altísima, la más alta que pueda existir en la vida: y se llama justicia. Nosotros los procesalistas no podemos resignarnos a ser solamente pacientes y meticulosos constructores de relojes de precisión, cuyo trabajo se agote en poner en orden las ruedecillas, sin preguntarnos si el mecanismo que ha de salir de nuestras manos servirá para seña- lar la hora de la felicidad o la hora de la muerte. Nos negamos a ser equiparados a magníficos mecánicos fabricantes de sillas eléctricas; queremos saber adónde conduce, a qué fines humanos debe servir nuestro trabajo. Por otra parte, es evidente que la misma estructura del proceso, la misma mecánica de él, varía necesariamente en función de la fina- lidad que se le asigna: si el proceso debe servir solamente para ga- rantizar la paz social, cortando a toda costa el litigio con una solución de fuerza, cualquier expeditivo procedimiento, con tal que tenga una cierta solemnidad formal que lleve la impronta de la autoridad, puede servir para esta finalidad, aun el juicio de Dios o el sorteo, o el método seguido por el juez de Rabelais que solemnemente ponía en la ba- lanza los fascículos de los dos litigantes y procedía a dar siempre la razón al que pesaba más. Pero si como finalidad del proceso se pone, no cualquier resolución autoritaria del litigio, sino la decisión del mis- mo según la verdad y según la justicia, entonces también los instru- mentos procesales deben adaptarse a estas investigaciones mucho más delicadas y profundas, y el interés del proceso se concentra en los métodos de estas investigaciones, y se adentra, sin contentarse ya con las formas externas, en los sutiles meandros lógicos y psico- lógicos de la mente a que estas investigaciones se hallan confiadas. Precisamente en esta dirección, si no me engaño, deberá nuestra cien- cia concentrar sus esfuerzos en el porvenir. Cuando recientemente Ca- pograssi advertía que la crisis del proceso es, en sustancia, la crisis de la verdad, y que para encontrar de nuevo la finalidad del proceso es necesario volver a “creer en la verdad”, habituarse de nuevo, se podría
  • 20. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 19 decir, a tomar en serio la idea de verdad, decía una cosa no solo sabía sino también santa. Esta crisis que ha devastado el campo filosófico, ha penetrado también, por sutiles y quizá inconscientes infiltraciones, en el campo del derecho procesal; todas las doctrinas que en tantos capítulos de nuestra ciencia han tendido a hacer prevalecer la voluntad sobre la inteligencia, la autoridad sobre la razón, o a poner sobre el mismo plano sistemático el proceso de cognición y el de ejecución for- zada, son reveladoras (lo ha notado el propio Capograssi) de esta crisis de la idea de verdad; y es sintomático que quien ha lanzado el grito de alarma, denunciador de esta crisis, “volvamos al juicio”, haya sido pre- cisamente Francesco Carnelutti, esto es, quien mejor que otro alguno ha contribuido a llamar la atención de los estudiosos sobre el proceso ejecutivo y a dar al mismo una importancia sistemática no digamos pre- dominante, pero sí ciertamente igual a la del proceso de cognición. Ahora bien, si nosotros queremos volver a considerar el proceso como instrumento de razón y no como estéril y árido juego de fuerza y de destreza, hace falta estar convencidos de que el proceso es ante todo un método de cognición, esto es, de conocimiento de la verdad, y de que los medios probatorios que nosotros estudiamos están verdade- ramente dirigidos y pueden verdaderamente servir para alcanzar y para fijar la verdad; no las verdades últimas y supremas que escapan a los hombres pequeños, sino la verdad humilde y diaria, aquella res- pecto de la cual se discute en los debates judiciales, aquella que los hombres normales y honestos, según la común prudencia y según la buena fe, llaman y han llamado siempre la verdad. Y ¡ay! si en la mente del juez entrase (y esperemos que no haya entrado nunca) la distinción, que parece haber entrado en los métodos de la política, entre verdad que se puede decir y verdad que es mejor callar, entre verdad útil y verdad dañosa, entre verdad que favorece a la propia parte y verdad que favorece a la parte contraria. * * * Pero la finalidad del proceso no es solamente la búsqueda de la ver- dad; la finalidad del proceso es algo más, es la justicia, de la cual la determinación de la verdad es solamente una premisa. Y precisamen- te aquí me parece que de ahora en adelante deba ponerse, por los estudiosos del proceso, el mayor empeño científico. Para nosotros los
  • 21. PIERO CALAMANDREI 20 ACTUALIDAD CIVIL procesalistas, justicia ha querido decir hasta ahora legalidad: aplica- ción de la ley vigente, sea buena o mala, a los hechos determinados según verdad. La justicia intrínseca de la ley, si responde socialmente, su moralidad, no nos toca a nosotros los procesalistas (al menos así se ha enseñado siempre); nosotros estudiamos los métodos según los cuales el juez traduce en voluntad concreta, como se suele decir, la voluntad abstracta de la ley; pero sobre el valor social y humano de esta voluntad abstracta, el juez no puede pronunciarse; porque ésta, se dice, es investigación que está fuera de nuestro campo visual. Aun cuando fuese así, aun cuando la finalidad del proceso fuese sola- mente la de traducir las leyes abstractas en legalidad concreta, es cierto que esta finalidad no podría dejar de proyectarse sobre todos nuestros estudios. Todos los problemas más delicados y más vivos referentes a la formación cultural de los magistrados y a las garantías de su inde- pendencia, y también los concernientes al choque entre la iniciativa de las partes en la búsqueda del hecho y los poderes del juez en el cono- cimiento del derecho (iura novit curia), se reconducen a esta función de viva vox legis que el juez tiene en el Estado moderno; y no puede, por consiguiente, ser extraña al estudio del proceso la investigación a fon- do de las relaciones que tienen lugar entre el juez y el legislador, entre la sentencia como lex specialis y la ley como sentencia hipotética. El sistema jurídico de los Estados modernos, en los que el derecho nace en dos momentos netamente separados, primero en abstracto como ley y después en concreto como sentencia aplicadora de aquélla, pa- rece hecho para garantizar de manera insuperable no solo la certeza sino al mismo tiempo la imparcialidad del derecho. Garantía de certeza, porque de la ley abstracta que es un anuncio preventivo y genérico de lo que a través del juez vendrá a ser el derecho concreto del caso singular, el ciudadano puede en cualquier momento hacerse anticipa- damente una idea bastante precisa de sus deberes y de sus derechos; pero, además, esta neta separación entre el momento legislativo y el momento jurisdiccional se presenta como garantía de imparcialidad, porque el legislador cuando forma la ley obedece a criterios políticos de orden general, sin poder prever cuáles serán en concreto las personas afectadas o dañadas por la aplicación de esta ley, y el juez, que es el único que estará en situación, en un momento posterior, de ver frente a frente a estas personas, no puede hacer otra cosa actualmente que
  • 22. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 21 aplicar a las mismas la ley tal como es, sin poderla modificar por consi- deraciones personales de simpatía o de hospitalidad. Esta ceguera de la justicia, que en ciertas representaciones simbóli- cas aparece con la venda sobre los ojos para que no pueda ver cara a cara a los justiciables, se manifiesta como garantía suprema de im- parcialidad; y de ella es expresión aquella exigencia, tantas veces re- petida en el estado de derecho, de la neta separación entre la política y la justicia. Sin embargo, esta exigencia de la imparcialidad política del juez es un punto sobre el cual, en períodos de aguda crisis de la legalidad como es aquel del que apenas acabamos de salir, surgen de nuevo las dudas y las preguntas angustiosas. El juez, se dice, en el contrato entre las partes, debe ser y sentirse imparcial, esto es, tercero; pero, ¿es humanamente posible que el juez, el cual es también un hombre, se sienta tercero en un debate en el que se encuentran, aunque sea ocasionalmente encarnados en una litis singular o reducidos a esca- la individual, aquellos mismos intereses colectivos que chocan en la vida política de la sociedad, de la que el mismo juez forma parte? Y, ¿cómo puede el juez que, como ciudadano, participa necesariamen- te, en un sentido o en otro, en los conflictos políticos de su sociedad, sentirse imparcial y extraño, cuando una proyección de estos mismos conflictos se le presenta in vitro en el caso individual que es llamado a juzgar? Esta, quizá inevitable, parcialidad subconsciente del juez, que sin darse cuenta de ello lleva al juicio del caso singular la pasión de una más amplia polémica social, en la cual está empeñado como ciudadano, aparece descubierta y en absoluto ostentada en el pro- ceso revolucionario (aquel que principalmente ha dado que pensar a Satta) en el cual declaradamente se aplican no ya las leyes pre- existentes, sino el sentimiento y el resentimiento político, en estado naciente, como una llamarada apenas surgida del volcán en erup- ción. Pero la diferencia es de intensidad, no de naturaleza: también en el proceso ordinario, y aun en tiempos de tranquila legalidad, esta auspiciada imparcialidad política del juez, que debería hacer de él un tercero por encima de la contienda, es, si se mira bien, más aparente que real; aun en el proceso ordinario –observa Capograssi– ¿quién puede sentirse tercero, “quién es tercero en cualquier cuestión en la
  • 23. PIERO CALAMANDREI 22 ACTUALIDAD CIVIL que están comprometidos orden, propiedad, vida, pensamiento de los hombres”? También en el sistema de la legalidad si no es política- mente parcial el juez, parcial, en sentido político, lo es ciertamente la ley; la cual, aun en los regímenes parlamentarios (y no hablemos de los totalitarios) es siempre la conclusión de una lucha política que se ha terminado provisionalmente con el triunfo de un interés de la parte predominante; de manera que también en el sistema de la legalidad, la imparcialidad del juez puede aparecer tan solo como un instrumen- to inexorable de la imparcialidad de la ley. Todo esto parece llevarnos muy lejos del derecho procesal; pero, sin embargo, puede servir para hacernos entender cómo ocurre que también en nuestro campo, bajo la idea de la justicia jurídica de la cual solo a los juristas les gusta ocuparse, se presente a veces (y con más insistencia en los períodos de crisis) aquella aspiración a la justicia social que se querría fuese materia reservada solamente a los políticos; esto es, como ocurre que bajo la crítica a la sentencia injusta, se oculte en realidad lo insufrible de la ley injusta. Cuando en los debates parlamentarios escuchamos que ciertos par- tidos se lamentan de la llamada “insensibilidad social” de los jueces juristas y la acusación dirigida a ellos de ser, como suele decirse, jueces “de clase”; cuando, de otro lado, en la reciente alocución del Pontífice a los juristas católicos, oímos censurar no ya en términos de política, sino en términos de moral cristiana, el problema de la ley moralmente injusta y del deber del juez de negar su aplicación, entonces nos damos cuenta de que al discutir sobre los poderes del juez y sobre la función del proceso, en realidad se pone en discu- sión todo el sistema de la legalidad; es el problema de las relaciones entre la ley positiva y el derecho natural, entre Estado y sociedad, el que se propone de nuevo; es la aspiración nunca satisfecha a la equidad social la que se presenta de nuevo. Pero con esto, vosotros lo entendéis, se vuelve a poner en juego el dilema entre la certeza del derecho y el derecho libre; y la libertad individual es todavía la apuesta de este juego. El eterno concitado diálogo entre autoridad y libertad habla también a través de las humildes fórmulas del pro- cedimiento; el misterio de la finalidad del proceso se extiende a más vastos horizontes. Así, en lugar de desconsolarnos por la quiebra de nuestros estudios, sucede que nos damos cuenta con renovado fer- vor de que ningún tema como el del proceso merece hoy la atención
  • 24. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 23 y el empeño de los estudiosos, porque en ningún campo como en el del proceso es posible encontrar y valorar reunidos, en su angustio- sa actualidad todos los aspectos, jurídicos, políticos y morales, del problema central de la sociedad humana, que es el problema de la conciliación de la libertad con la justicia. * * * Perdonadme, queridos colegas, si os he entretenido más de lo correc- to; pero he creído mi deber hacerlo, porque querría que este nuestro Congreso se abriese con una férvida afirmación de confianza en el porvenir de nuestra ciencia. También nosotros debemos contribuir, si bien sea en el limitado campo que está confiado a nuestro trabajo, a superar esa cortina de escepticismo y casi diría esta voluptuosidad de aniquilamiento que pesa sobre el mundo. En conclusión, si yo debiese resumir en una sola frase el programa para continuar con renovada confianza nuestro trabajo, diría solamen- te esto: acordarse de que también el proceso es esencialmente estu- dio del hombre: no olvidarse nunca de que todas nuestras simetrías sistemáticas, todas nuestras elegantiae iuris, se convierten en esque- mas ilusorios, si no nos damos cuenta de que por debajo de ellas, de verdadero y de vivo no hay más que los hombres, con sus luces y con sus sombras, con sus virtudes y con sus aberraciones: no el testimonio en abstracto, sino aquel testigo veraz o mendaz; no el jura- mento, sino el escrúpulo religioso de aquel creyente o la indiferencia escéptica de aquel incrédulo que jura; no la sentencia, sino aquel juez con su ciencia y con su conciencia, con sus atenciones y con sus dis- tracciones; esto es, criaturas vivas, formadas no de pura lógica, sino también de sentimiento y de pasión, y de misteriosos instintos. Hoy se habla mucho en el campo del derecho penal de la necesidad de hacer humanas las penas, y esta exigencia se expresa con una palabra no elegante, actualmente de moda entre los penalistas: “humanización”. Preferiría llamarla “respeto del hombre”, “respeto de la persona”; y querría que este “personalismo” (empleo esta expresión en el sentido hoy corriente entre los filósofos) viniese de ahora en adelante a co- rregir los excesos del abstractismo y del dogmatismo, también en el estudio del proceso.
  • 25. PIERO CALAMANDREI 24 ACTUALIDAD CIVIL Este es el camino siguiendo el cual podrán ser puestos en evidencia, como ya ha comenzado a hacer, en un ensayo magistral, el querido amigo uruguayo Eduardo Couture (que tanto me duele no ver entre nosotros), los nexos estrechos que unen el derecho procesal al de- recho constitucional; en aquella parte de proemio que en todas las Constituciones de loé Estados libres está dedicada a garantizar el res- peto de la persona humana y la libertad de los ciudadanos, el proceso tiene una importancia preeminente. Todas las libertades son vanas si no pueden ser reivindicadas y defendidas en juicio, si los jueces no son libres, cultos y humanos, si el ordenamiento del juicio no está fundado, él mismo, sobre el respeto de la persona humana, el cual en todo hombre reconoce una conciencia libre, única responsable de sí, y por esto inviolable. Esto vale ante todo en cuanto al proceso penal, en el que el imputa- do debe ser sagrado no solamente en lo que respecta a su derecho de ser defendido en el debate, sino sobre todo por su derecho de no ser sometido en la instrucción a coacciones encaminadas a arrancar- le a toda costa la confesión, y a reducirlo, con operaciones pseudo científicas que corresponden a la magia negra, en dócil instrumento de los verdugos. Frente al terrible dogma, puesto como base de los sistemas inquisitorios, que hace de la confesión un deber jurídico y que para dar un modo al inquisidor de penetrar en el recinto cerrado de una conciencia, conduce a legitimar el empleo, sobre la persona del inquirido, de la tortura (no es otra cosa que una forma de tortura modernizada el llamado “tercer grado” de ciertas policías, y el llamado “suero de la verdad”), nosotros debemos hoy reivindicar para la confe- sión el carácter de un acto consciente y de libre autorresponsabilidad, y reafirmar, entre los más esenciales derechos de libertad, el derecho del imputado al secreto o al silencio, complemento inseparable del derecho de defensa. Pero estas consideraciones podrán, bajo ciertos aspectos, valer tam- bién para el proceso civil; también en él todo el funcionamiento de la dialéctica procesal, pero especialmente el funcionamiento de aquellos delicadísimos mecanismos psicológicos que son las pruebas, no pue- de ser entendido sino a la luz de aquel principio de libertad y de res- ponsabilidad de la persona, que es la fuerza motriz del proceso civil moderno y que no podría ser violado nunca, ni aun cuando el proceso
  • 26. PROCESO Y JUSTICIA INSTITUTO PACÍFICO 25 civil debiera evolucionar hacia una mayor acentuación de la iniciativa de oficio. Y al decir esto, yo siento aquí presente entre nosotros, no para increpar a los responsables el dolor injusto que lo mató en el exilio, sino para reafirmar su fe en la libertad que sobrevive invencible a todo sufrimiento, un gran maestro alemán, que de este liberalismo procesal, animador de nuestra ciencia, fue el defensor más insigne: James Goldschmidt. Esto, queridos colegas, es lo que conforta en el momento presente de reanudación de la comunidad científica: de todas las partes, estudio- sos de diversas lenguas se encuentran de nuevo, vivos en la persona o al menos vivos en las obras, para reafirmar, también en el campo de nuestros estudios, su fe en el hombre, en la libertad y en la res- ponsabilidad del hombre. Un gran apóstol de humanidad, el cual hace dos siglos, con un pequeño librito consiguió en pocos decenios hacer vacilar en toda Europa los patíbulos, nuestro César Beccaria, escri- bió en aquel milagroso opúsculo una frase que podría tomarse como lema también por nosotros los procesalistas: “No hay libertad en to- dos aquellos casos en que las leyes permiten que ante determinados eventos, el hombre deje de ser persona para convertirse en cosa”. En esta frase, que suscita confianza y compromiso para el porvenir, me parece, si no me engaño, que se señale la finalidad del proceso y al mismo tiempo la finalidad de nuestra ciencia: “persona, no cosa”. Florencia, Universidad, 30 de setiembre de 1950.