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FAMILY
KILLER

     2
             Colección de cuentos originales




 Edita: Ventayovski & Sons
Ideado por Miguel Ventayol
CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL
                     RETO FANCINE 2010
                  Albacete, diciembre de 2010
    Precio del ejemplar: 1 euro. O intercambio




           1
Investiga/Ojea:


                        Coito Introito. Página 3.
                  Polla no cabeza. Páginas 4-7.
                 Lecciones de salón. Página 8.
La mujer que no sabía de política. Páginas 9-19.
        Conversaciones en el Aqua. Página 20.
         Historias de Churrería. Páginas 21-26.
             Diálogo para besugos. Página 27.
                            Epílogo. Página 29.




               2
COITO INTROITO


     Todos los años hay un Reto.
     Este año no podía ser de otra manera.
     De hecho el año pasado, en 2009, hubo tal afluencia de artistas
que los borrachos comunes y corrientes del centro de reunión
hubieron de colocarse las bufandas a modo parisino o sacarse la
ropa interior fuera de los pantalones vaqueros.
     Simples gestos para parecerse a los artistas del Reto.
     De manera que este año, 2010, la situación se ha complicado,
ha incrementado la competición y los competidores se han vuelto
del todo sangrientos. El primer síntoma fue el cambio de fecha de la
reunión con la ajustada excusa del periodo navideño.
     Pensé en una introducción basada en las experiencias de
relatar, componer, editar, confeccionar y construir este entramado
de ideas.
     Pero no salía nada.
     Las malas influencias y el fatídico año que sufrimos han
conducido al autor a relatar experiencias personales, todas ellas
reales de principio a fin. No por un afán biográfico, sino por la
simple falta de imaginación.
     De ahí que aparezcan asesinos, asesinatos, muertes y
muertas.
     Y, por supuesto, nada de porno ni sexo, para ajustarse más a la
realidad.
     Como en la primera edición de este fancine, los textos se
presentan con una breve introducción. Una idea originalísima
robada, por supuesto, como mis mejores ideas.
     Las que componen el Reto.

    Bienvenidos todos a Familly Killer 2, el fancine con c.




                                 3
POLLA NO CABEZA


     -Ayer me llamó polla no cabeza –dijo sin acritud la chica de las
medias rojas y el paraguas de flores. No llovía pero era previsora y
amante de los complementos- y te puedes imaginar lo que quería.
     -Vaya si me lo imagino. Pero, con el constipado que tienes, ¿no
se te habrá ocurrido? –Preguntó sin terminar la frase su indignada
amiga que no entendía cómo Alma llevaba manteniendo una
relación con un tipo casado durante un año y medio. No le cabía en
la cabeza ni que mantuviera su relación, ni que alguien pudiera
mantener relaciones sexuales con una gripe encima.
     -Pero antes me tuvo una hora al teléfono contándome penas –
empezó a decir medias rojas.
     -Lo que quería era bacalao –interrumpió Patricia encendiendo
su Fortuna y con la cara de mal humor que sólo saben poner las
amigas comprensivas que conocen las historias hasta el más íntimo
detalle.
     -Una hora al teléfono –continuó- y todo para luego decirme si
nos podíamos ver a echar un café o algo. –Miró el Fortuna de su
amiga y pensó por décima vez durante ese día si había sido buena
idea dejar de fumar. Se concentró en su anillo de plata para olvidar.
     -Lo que quería era bacalao. Mira que te lo tengo dicho, nada de
casados, nada de casados, que sólo te quieren para una cosa.
     -Mujer, por otro lado… –suspiró Alma- ¿qué quieres que te
diga? –Insinuó. Patricia entendió que se refería a la posibilidad de
echar una canita al aire de vez en vez. Patricia entendió que se
refería a las pocas posibilidades que su amiga tenía de pasar un
buen rato de sexo con alguien debido a una tonta manía de follar
sólo con personas de confianza, aunque fueran unos perfectos
idiotas.
     -Me llamó, se insinuó y no pude evitarlo. Además, ahora que lo
pienso, ojalá le haya pegado el constipado y se pase tres días en la
cama –dijo Alma.
     -JAJAJAJAJAJA –río descarada su amiga para asombro del
camarero- y que sea con virus del estómago, si puede ser,
JAJAJAJAJAJA.
     Las dos amigas siguieron riendo unos segundos antes de darse
cuenta de que aquellas risas eran más de frustración que otra cosa.
     El bar estaba en silencio, salvo el rumor atenuado de la
televisión gigante de pantalla plana que emitía un programa de


                                  4
teletienda. Las chicas se miraron de nuevo, Alma dio un pequeño
sorbo al cortado que tenía delante de ella, Patricia dio una nueva
calada al Fortuna. Tras expulsar el humo, miró con fijeza la marca
de carmín que había dejado en el pitillo.
     -¿Qué tendrá este tío que no puedo decirle que no? Joder –
suspiró desanimada Alma-. Es que cada vez que me llama, se me
va; y sé que sólo con proponérmelo, acabo con él en la cama. Y
esto por decir algo, porque las dos últimas veces ha sido en su
coche y no en una cama como dios manda. Soy patética –se dijo
más a sí misma que a su amiga. Una lágrima apareció en su ojo
derecho.
     -No te preocupes, joder, no te desanimes ni te agobies. Te
llamó, te apetecía, te lo tiraste. Pues ya está –trató de animarla
Patricia.
     -Sí, pero tengo que terminar con esto, tengo que terminar con
esto pero no sé cómo. –Las lágrimas se hicieron realidad y rodaron
gordas hasta la barbilla.
     -Venga, Almita, venga, ¿has hablado con él?
     -Sabes que sí, sabes que no va a dejar a su mujer. Y eso que
lo trata como una mierda. Yo estoy loca por él desde que lo conocí;
y él sólo me quiere para una cosa –rompió a llorar desconsolada.
     -A lo mejor es el momento de tomar una decisión. No puedes
estar follándote a este tío toda la vida en el asiento de atrás de su
coche. –Patricia procuró no ser moralista pero tenía que sacudir un
poco a su amiga Alma. Sabía que era eso lo que necesitaba. –Por
cierto, ¿dónde fuiste, si se puede saber? –Preguntó intrigada.
     -No te lo vas a creer. De verdad no te lo vas a creer- empezó a
decir Alma.
     -Cuenta, cuenta –se apresuró a decir Patricia.
     -Me recogió debajo de mi casa. Ni siquiera se bajó del coche,
no quería que nadie lo viera subir. Ya sabes la manía que tiene de
no querer subir a mi casa por si lo ve alguien, o por si lo ve mi
vecino de arriba que es conocido de su mujer. Aunque cuando se
pone pedo, bien que se queda todo el tiempo que hace falta. –Alma
rió sin interrumpir- El caso es que bajé, me había arreglado un
poco, lo justo, ya sabes. Ni me dio un beso, salió disparado
hablando del trabajo, hablando de su mujer y lo idiota que era y lo
mal que lo trata y cuando me quise dar cuenta, me había llevado al
camino de la Pulgosa.
     -¿A la Pulgosa? –Se sonrió su amiga Patricia.
     -Sí, hija sí, flipa. No te rías mujer –dijo Alma al ver que Patricia
se empezaba a sujetar la cara con las manos-, no te rías que no es
para bromas. Pero espera que no he terminado –Alma calló,


                                    5
consciente de que la historia mejoraría en breve-. Llegamos a un
sitio que no recuerdo bien, es lo malo de ir de noche. Seguro que he
pasado veinte veces por ahí pero vamos, estaba yo para pensar,
porque por un lado, quería tema, pero por otro…ahí, en el coche y
en la Pulgosa. Joder, como si tuviera 17 años. –Hizo una breve
pausa para tomar otro sorbo de su café y siguió- Él seguía hablando
de sus cosas, de su trabajo sobre todo, de lo nervioso que está por
no sé qué gaitas de un gerente idiota que no le deja progresar.
      -¿El del pelo largo? –Interrumpió sin querer Patricia.
      -Sí, sí, el del pelo largo –contestó Alma-. El caso es que de
repente para, sigue hablando como quien no quiere la cosa y apaga
el motor y las luces. Te puedes imaginar mi cara. ¡Cómo si tuviera
17 años! ¡En mitad del campo! Y él tan tranquilo, se me echa
encima, me besa, en fin, sabes lo que te quiero decir.
      Patricia callaba y miraba a su amiga. Lo más interesante estaba
por llegar.
      -No entro en detalles pero yo estaba arriba, ¿me entiendes?,
tratando de disfrutar y de olvidar el día, el idiota que tenía debajo y
a su mujer cuando oigo que tocan en el cristal del Laguna.
      -¿¡Qué!? –Gritó sin querer Patricia.
      -Lo que oyes. Un tipo que andaba, no sé a cuento de qué, por
la Pulgosa se paró a ver qué pasaba y se acercó a mirar y encima
nos dijo que éramos unos guarros. ¡A ver qué hacía a esas horas
por ahí, el tío!
      El silencio se adueñó de nuevo de la cafetería hasta que
Patricia, incapaz de soportarlo por más tiempo empezó a reírse
como sólo lo hacen los niños o los espectadores de una película de
Eddy Murphy. Su amiga, pensándolo bien, empezó a reírse con
ganas y sin dejar de decir “qué zorra eres, qué zorra eres”.
      Una vez pasado el mal trago se miraron la una a la otra y
Patricia dijo:
      -Si no fuera por estos raticos…
      -Sí, la verdad es que si no fuera por estos raticos…
      -Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Has pensado algo? –Dijo en
tono un poco más serio Patricia a su amiga, que trataba de
componer su rostro y sus pensamientos.
      -Pues la verdad es que no, aunque creo que si me vuelve a
llamar, paso de él. Pero no lo sé, no lo sé –contestó Alma.
      -Creo que es lo mejor, que pases de él y te dejes de historias.
Verás como encuentras a alguien mejor y, sobre todo, que no esté
casado –suspiró recatada la amiga de Alma, que iba ya por el tercer
cigarro.



                                   6
-Sí, creo que tienes razón, porque sino yo no sé qué…-El
teléfono sonó un par de veces y Alma enrojeció y colgó antes de
que sonara por tercera vez-. Es él, ¿qué hago?
     -No se lo cojas –dijo Patricia. El teléfono sonó de nuevo y
ambas lo miraron, concentradas hasta el extremo, como queriendo
apagarlo con la mirada.
     -Ni se te ocurra cogerlo –repitió-. Ni se te ocurra cogerlo.
     -No, no. No te preocupes –contestó Alma sin tenerlo claro y
mirando de reojo el móvil por si sonaba por tercera vez. Pero no
sonó, recibió un mensaje. Alma lo abrió con impaciencia, lo miró
varias veces y sopesó la situación. Lo volvió a leer.
     -¿Qué hago, tía, qué hago? –Preguntó a Patricia.
     -¿Qué te ha puesto? –Preguntó intrigada la amiga con el cuarto
Fortuna entre el índice y el corazón.
     -Que si lo invito a cenar en mi casa, que su mujer se va de
cena de empresa –contestó con la voz cansada de quien no puede
pelear más.
     Alma y Patricia salieron de la cafetería cogidas del brazo. Como
solían hacer desde su época en el Instituto, cuando las cosas
parecían más sencillas, cuando ligar era menos complicado y los
problemas se reducían a pelear contra uno mismo. Caminaron
despacio, dando un paseo hasta el Altozano donde cada una tomó
un destino. Alma hacia la avenida de la Estación, Patricia hacia la
Feria. Entonces Alma aceleró su paso para llegar pronto a casa. En
un gesto de impaciencia e inseguridad, sacó el teléfono del bolso y
comprobó el mensaje de nuevo.




                                  7
LECCIONES DE SALÓN

     Plagio exclusivo y a traición de una clase magistral que me
regaló (previo pago de 24 cervezas) el maestro A.L.A. porque los
mejores artistas son conscientes de que en los acontecimientos
diarios, sencillos y rutinarios se esconden los mejores cuentos. Las
historias de los amigos se entremezclan, las anécdotas e incluso,
como en este caso, las anotaciones en una servilleta de papel. La
ventaja de este tipo de plagios es que son indemostrables,
jurídicamente hablando.

Uso de guiones en diálogos. O diálogo por y para besugos
muertos

—Hola.
—Hola —dijo.
—Pos Hola —dijo—. Hola, hola.
—¿Con que hola? Vaya, vaya… —Era un cabrón.
—Pues sí, pues sí. —No lo tenía claro—. Puta. ¡Eres muy puta! Te
diría —dijo— que eres más puta, tú.
—Vaya.

     Los disparos retumbaron desde la Punta del Parque hasta más
arriba del campo de fútbol.




                                 8
Sin duda ésta es una de las mejores historias que me contaron
en el periodo que pasé trabajando en un centro de personas con
problemas de toxicomanías (yonkis para los menos avezados). Las
historias que contaban a la hora del café no tenían nada que ver
con las historias que relataban cuando íbamos con la furgoneta
camino del dispensador de metadona. Entre atascos, búsqueda de
aparcamiento y periodo de espera, salían a la luz historias
deliciosas de asesinatos, robos a Mercadonas, atracos a bancos y
decenas más de aventuras irrepetibles ni siquiera en letra bonita.
     La historia que relato a continuación es una historia indirecta
que me chivó uno de los chicos a quien, a su vez, se la había
contado un compañero de celda de la Torrecica (chavolo en argot).
Este compañero de celda es el also starring de este cuento que,
para mi desgracia, tiene moraleja.


                                 La mujer que no sabía de política

  Una caña. Angustia
  —Pongamos un caso hipotético –dijo aquel tipo mirando su
cerveza recién servida—. El caso es que alguien como yo podría
hacer que alguien como tú dejara de estar en el sitio en el que está.
Ya sabes lo que quiero decir, —sorbió un poco de cerveza dejando
que las palabras hicieran efecto. A pesar de su ambigüedad, sabía
hacerse entender— alguien que está en una posición tan cómoda y
un puesto tan envidiado.
  Las puertas del bar estaban abiertas por alguna extraña manía
del camarero. O quizás el sistema de ventilación no existía. Pero el
ambiente se terminó de congelar. Ella miró a los ojos al tipo
amenazante y sopesó las posibilidades, buscando algún destello,
alguna pista. Aquellos ojos eran inexpresivos, los ojos de un lobo
antes de lanzarse sobre su presa. En el bar habían colocado varias
imágenes de coches de carreras de distintas épocas, se podía
apreciar desde el último modelo de Fernando Alonso a varios
Maserati, Emerson Fitipaldi e incluso una lámina en la que aparecía
el mismísimo Silvester Stallone con su pierna derecha sobre un
Lamborguini. Ese tipo de decoración que pone de manifiesto los
gustos personales de los dueños y nada más. El nombre del bar y el
resto de la decoración no tenían nada que ver ni con carreras de
autos ni coches de lujo, nada.
  La mujer tomó un sorbo de su caña para ganar tiempo y no dejar
escapar las palabras que su paladar saboreaba, cargadas de hiel,


                                  9
odio, rabia y acidez. Era un ejercicio que había aprendido desde
bien pequeña, en el colegio de monjas: sopesar lo que tienes que
decir y, sobre todo, no decir nunca lo que piensas. Y menos a un
enemigo tan peligroso en potencia.
   —¿Hablamos de manera hipotética? –Dio una calada a su
cigarrillo y trató de ganar un segundo más. Se consideraba a sí
misma una artista en la creación de ambientes, pero el enemigo a
quien se enfrentaba conocía tantos trucos como ella.
   El contrincante respondió: “Por supuesto”.
   Apenas traslucía el más mínimo sentimiento, sus ojos carecían de
brillo, sus músculos habían desaparecido, incapaces de tensarse.
No había probado la caña, ni el pincho de salchichillas que habían
colocado sobre la barra.
   —Entonces, hipotéticamente, claro –sonrió ella—, quizás
determinada información, digamos comprometida, podría caer por
error o casualidad en manos interesadas, equivocadas. Y lo que
cada uno haga con la información ya…—dejó sin terminar la frase
para que su oponente pensase lo que quisiera.
   Dio una calada más al cigarro, miró la hora en la pantalla de su
teléfono móvil, apagó la colilla en el cenicero de la barra, y dejó que
el ambiente se caldeara por sí mismo, sin necesidad de cerrar la
puerta de entrada ni encender la calefacción.
   Un poco más allá había dos parejas; unos de ellos con un carrito
y un bebé que dormitaba, perdido en su terrible inocencia. La otra
pareja apenas hablaba, apenas se miraba, era patente que
esperaban a una tercera persona que los sacaría de la embarazosa
situación que es estar con alguien con quien no tienes nada en
común o nada que decir.
   Con un escueto “ya sabes dónde encontrarme” se cerró el abrigo
mirándose la punta de los zapatos, se colgó el bolso del hombro
derecho y le dio la espalda al tipo sin músculos. Cualquiera que lo
hubiera observado, no hubiera adivinado si se corría de placer o
sufría de almorranas.
   A ella el aire de la calle se le antojo un manjar.
   Sabía que el lobo la vigilaba, pero sabía también que no se
lanzaría a por ella, cosa muy distinta a atacarla por la espalda, una
táctica habitual en él. Lo conocía desde hacía quince años, conocía
de memoria sus tácticas. La valentía o atacar de frente y a pecho
descubierto, no eran sus características.
   La chica sabía muy bien que lo primero que haría al llegar a casa
sería vomitar.
   Empezó a tomar conciencia de que era la hora de poner en orden
sus pensamientos y documentación. Haría varias copias de


                                  10
seguridad del ordenador y de los documentos que contenía. Haría
copias en papel y las tendría preparadas para repartirlas en sobres
lacrados a un par de conocidos de diferentes ramos jurídicos y
periodísticos.
   El vómito estaba subiendo desde la planta de los pies.
   En casa le esperaban la masa de croquetas y sus dos hijos,
Ángel y Raquel.
   Trató de pensar cuáles eran sus motivaciones en el día a día.
Trató de animarse pensando en sus hijos, aunque hoy lo que
necesitaba eran los brazos tensos y peludos de su marido. “¿Por
qué tendría que estar de viaje justo hoy?”, pensó. Una llamada de
teléfono no lo solucionaría, ni siquiera con la promesa de partirle la
cara a aquel individuo de amenazas políticamente correctas.
   No tuvo tiempo de llegar a casa.
   Dos esquinas antes de llegar, junto a un contenedor de la calle
Pérez Pastor, descargó parte de la comida.
   Vomitó de impotencia.
   Aligeró su cuerpo pero la hiel se apoderó de ella.
   —Yo quería ser princesa. ¿Por qué no me ha tocado ser
princesa? –Suspiró mientras entraba en su casa y guardaba las
llaves en el bolso.
   —¿Qué dices, mamá? –Preguntó Raquel al otro lado de la
puerta, en zapatillas de estar por casa y ataviada con un pijama de
ositos de color rosa.
   —Nada, nada. Pensaba en voz alta. –También estaba pensando
en que, si no princesa, al menos le podría haber tocado el papel de
actriz porno. Pero lidiar con aquellos sinvergüenzas era, sin duda,
una de las tareas más complicadas a las que se había dedicado. ¡Y
había trabajado con muchos jilipollas! De hecho jamás olvidaría sus
ocho años universitarios: profesores, catedráticos, ayudantes de
tesis. El listado era enorme.
   —¿Hacemos las croquetas ya, mamá? –Dijo Raquel con voz
inocente y suave.
   —Me pongo cómoda y las hacemos. Llama a tu hermano y dile
que ordene la habitación antes de meternos en la cocina. –Por un
momento la hiel se había disuelto entre las dulces palabras de su
hija. Por otro lado recordó una de sus frases favoritas, la que más la
reconfortaba en los momentos turbios: “La venganza es un plato
que se sirve frío”.
   Aquella noche apenas consiguió dormir, repasó números,
porcentajes, documentos semisecretos y, sobre todo, las palabras
del que un día fue su jefe y, en cierto sentido su compañero.



                                  11
“Alguien como yo podría hacer que alguien como tú dejara de estar
en el sitio que está”.
   Repasó los detalles, como siempre hacía cuando sus relaciones
laborales se complicaban.
   Una carpeta repleta de folios con el membrete dorado de la
empresa.
   Una carpeta más con documentación varia procedente de tres
ayuntamientos, de la Diputación Provincial y de la Junta de
Comunidades de Castilla-La Mancha.
   Un tercer dossier procedente de un gabinete jurídico del centro de
Albacete donde se aconsejaban unas actuaciones concretas en el
turbio caso que se les había consultado. El precio a pagar por el
consejo era elevada pero la cantidad presupuestada si el caso
hubiera seguido adelante era exorbitante.
   La cuarta carpeta contenía tablas, números, asientos contables
que conocía de memoria y números y más números que no eran
otra cosa que su trabajo de diez años. Un esfuerzo contable que le
quitó horas de sueño, horas de vida, discusiones familiares y
estudiar decenas de normativas y leyes. Todo con el objetivo de
limpiar las cuentas de aquella empresa mal llamada Pyme,
adecentar la documentación y obtener de un balance negativo y
cargado de deudas, otro positivo y ejemplar.
   Se llegó a sentir orgullosa pero sabía que aquellos datos podrían
volverse en su contra, sabía que la documentación no era en sí
motivo de delito, pero cierto contenido fraudulento sí tenía.
   Se sentía orgullosa e infrautilizada. A partes iguales, según el día.

   Antes de la hora del almuerzo. Angustia
   El teléfono sonó con insistencia. Ella no hizo el menor caso.
Volvió a sonar por segunda vez. Ella siguió sin hacer caso. Una
tercera llamada. Tenía los nervios de acero pero su estúpido
compañero, un tal Juan Ferdinando, que tenía fama de sobón y
mujeriego, le dijo muy descarado:
   —O estás sorda o no te enteras. ¿Es que no ves que te llama tu
novio? –Apenas había levantado la mirada del ordenador, podía ser
desagradable sin inmutarse. Sabía perfectamente que estaba
casada y que no le permitía bromas al respecto. Pero era de esas
personas que prefiere ser maleducado y borde como norma.
   Ella descolgó con desgana. No sin antes sopesar la posibilidad de
contestar al pedófilo estúpido aspirante a maestro de yoga: “Tu puta
madre”.
   —Dime. —Sabía de sobra quien había al otro lado.



                                  12
—Buenos días. –Y sin más protocolo- ¿Justificaste tú las ayudas
que pedimos del programa Forpit en los años 99, 2000 y 2001? –
Era una pregunta retórica porque conocía la respuesta. Conocía sus
competencias, las públicas y las ocultas.
   —Estoy trabajando, ¿qué sucede? –Trató de ser cortante y atajar.
   —Alguien externo está hurgando y rastreando. Al parecer se han
enterado de que... –empezó rebajando el tono de voz. Pero ella le
cortó de nuevo con frialdad.
   —Te recuerdo que todo está justificado y limpio. No hay nada que
rastrear ni rebuscar –Dijo ella remarcando esta última palabra, casi
silabeando, como hablando con un niño.
   —Y yo te recuerdo que no se te olvide en ningún momento con
quién estás hablando.
   La conversación no era amigable, la tensión la podía sentir hasta
su compañero de despacho. Y eso que más parecía una garrapata
aspirante a Bucay. Ella se sonrojó sin querer.
   —¿Qué quieres? –Preguntó apretando el teléfono contra su
mejilla y de manera más calmada.
   —¿Se cobró todo? ¿Se justificó todo? –La voz al otro lado era un
timbre sin modulación.
   —Absolutamente todo. —Estuvo a punto de decirle que era la
mejor en su trabajo pero la falsa modestia y la precaución pudieron
más.
   —¿Dónde está la documentación?
   —Dejé toda la documentación en la caja fuerte de tu despacho,
ordenada y catalogada. Pero en la caja fuerte que está detrás de la
fotografía del Rey, no la otra –Por supuesto no hizo mención alguna
a las dos copias de seguridad que tenía, ni la de su marido ni la de
un notario amigo íntimo.
   —Necesito que pases por aquí y me expliques un par de cosas
que no han quedado claras. Tenemos que ver la documentación y
revisarla juntos. –Era una orden, no una sugerencia.
   —¿Cuándo?
   —Cuanto antes.
   El idiota de su compañero de despacho había abierto una página
pornográfica sin el menor recato. Ella se preguntó, aún con el
teléfono en la oreja, cómo habría conseguido superar los filtros que
la empresa había instalado para estos casos.
   —Mira, mira. A ver si aprendes –le dijo burlón.
   Ella, harta de los dos hombres contestó al teléfono: “mañana por
la tarde”. Al imbécil que tenía delante le sacudió un mamporro
mientras le decía: “Llevaba desde el Instituto sin golpear a nadie.
Desde los 15 años. Ponte de pie que aún no me he quedado a


                                 13
gusto”. Sabía que era una chulería innecesaria. Pero la vena
enloquecida por parte de madre salía cuando le daba la gana, sin
preguntar. Podría haber matado a aquel tipo sin pestañear.
   Su compañero enrojeció al instante, ocultó una lágrima y se fue
corriendo entre amenazas a avisar a su representante sindical.
Todo el mundo sabía que estaba en aquella sección y con aquel
grado de permisividad porque era un ahijado del sindicato. Era tan
estúpido e incompetente que les diría entre sollozos que una mujer,
su compañera de despacho, le había abofeteado.
   En su honrosa escapada, apenas se había dado cuenta de que la
página pornográfica de Internet permanecía abierta, detalle que
aprovechó ella para fotografiarla a través de la cámara de su móvil.
Con tan enorme y escandalosa suerte que en aquel preciso
instante, el que captó la fotografía, dos menores de edad
cabalgaban a un tipo canoso.
   Demasiado simple para ser verdad. Con aquel detalle se cubriría
las espaldas a las represalias sindicales, jurídicas, penales o de
cualquier otro tipo.
   Fue corriendo a vomitar al cuarto de baño, su cuerpo y su
estómago no le permitían licencias ni ironías o sarcasmos.
   Vomitó dos, tres, y a la cuarta ocasión apareció un líquido verde-
amarillento que le amargó el resto de la jornada.
   Ni el pensamiento pulcro de sus hijos, ni los brazos de su marido
podrían consolarla. ¿Por qué la habrían conducido a aquella
situación? Ella que era una simple superviviente, una curranta nata.
¿Tan complicado resultaba que la dejaran trabajar tranquila?
   No.
   Aquella gente sin vida propia necesitaba controlar la vida de los
demás. “La mía no, desde luego. La mía no”. Pero reconocía que
era más un deseo que una realidad. Aquella gente no
desaparecería con la facilidad con que se sacude una miga del
mantel, ni por las buenas, ni con palabras amables. Pero, ¿qué
podía hacer? ¿Llamar a los amigos que su hermano Augusto había
hecho en La Torrecica para que le dieran una paliza a cada jilipollas
con el quien se cruzaba en el camino?
   Una sonrisa se perfiló en su rostro. Aunque pronto se la quitó su
compañero Juan Froilán (como le gustaba llamarlo en secreto)
quien, con aire orgulloso, altivo y pendenciero señalaba con un
dedo mientras decía:
   —Tú, jilipollas. Es lo último que has hecho en esta empresa.
Acabo de…—Antes de que terminara la frase amenazante, ella
señaló con un gesto de las cejas la pantalla del ordenador donde
las niñas recibían todo el amor del tipo con canas. Amor de adulto a


                                 14
menores de edad en una página web en horario laboral en una
empresa dedicada a los servicios sociales y la conciliación familiar.
   Ni siquiera abrió la boca, sonrió y le guiñó un ojo. Aquella
situación había quedado zanjada. Juan Froilán desapareció, sólo
necesitó echar la hiel por la boca.
   No había sido un mal día después de todo.

   Merienda, media tarde. Angustia
   Organizó y repasó los archivos, toda la documentación
comprometida oculta en el ordenador portátil de su marido: ayudas
y subvenciones, pagos, correos peligrosos con afirmaciones más
que delictivas, facturas desviadas, una invitación de la Casa Real a
un acto privado, etcétera. Un pequeño alijo que le convenía
mantener y tener a buen recaudo.
   Salió de casa con el bolso medio vacío y la cabeza recargada,
quería dejar las cosas claras, a pesar de que no dependía de ella.
   Cuando estaba llegando al lugar de la cita, un grito agudo la
obligó a mirar hacia arriba, una luz, una ventana abierta en el sexto
piso del edificio de oficinas alquiladas. Justo donde debía
encontrarse con su exjefe. Un desconcierto le recorrió el espinazo, y
ella era de dejarse llevar por las premoniciones, cosas de pueblo,
cosas heredadas de su madre. Esa loca. Poco a poco, mientras los
escalones iban cediendo a los zapatos, el pánico desapareció, el
miedo se redujo y la loca desapareció. Subió al ascensor.
   Entró en juego la peligrosa.
   Su amiga Adelita estaba recolocándose la falda de tubo. Nunca
iba provocativa, aunque sí muy elegante y atractiva. Era de esas
morenitas de media melena lisa y labios carnosos, con cara
inocente que confunden a los hombres menos espabilados: todos
pensaban que podían aprovecharse de ella, todos pensaban que
era tonta por ser secretaria.
   ¿Por qué se estaba arreglando el tipo? ¿Por qué estaba
enrojecida de ira? ¿Por qué se puso a llorar justo cuando la vio y se
lanzó a sus brazos?
   Algo en los ojos de él fue suficiente explicación, algo en la mirada
lasciva pero cargada de superioridad estaba declarando que
cualquiera que trabajase para él debía hacer todo cuanto dijera,
¿todo? Todo, hasta los detalles más morbosos.
   —¿Qué ha pasado, Adela? ¿Te ha hecho algo este cabrón? –
Mientras le pasaba un brazo por encima y sentía como la ira, la
rabia, el odio y la fuerza se concentraban en su cuello y en sus ojos,
dejando atrás protocolos, posibles amenazas y temores.
   —No, no, no –mintió la chica desconsolada sobre su hombro.


                                  15
—Adelita, no me jodas. Contesta. ¿Se ha pasado contigo? ¿Te
ha tocado? ¿Qué coño ha pasado? O me lo dices o te juro que me
largo y no me ves más –amenazó.
   —No ha pasado nada, absolutamente nada, ¿acaso no crees a
nuestra Adelita? –contestó de manera orgullosa el tipo al otro
extremo del despacho mientras se recomponía el nudo de la
corbata, un gesto más que suficiente para delatar a cualquiera.
   Aquello fue el detonante. Recordó a su madre introduciendo las
manos en las tripas de los cerdos, amasando sangre durante las
matanzas. La loca, la pobre loca. Aquellas imágenes que la
maltrataban y martirizaban cuando era una niña y que cesaron la
misma noche en que su madre, aún con el olor del cerdo muerto y
de la sangre impregnadas en su cabello, le dijo: “Hay que matar al
cerdo para que nosotros podamos vivir mejor”.
   Las pesadillas cedieron, cesaron, desaparecieron. Poco después
se llevaron a su madre y ella se quedó como principal sustento de la
casa familiar. Nunca había soportado la palabra psiquiátrico, en
casa estaba prohibido utilizarla.
   —Adela, lárgate de aquí ahora mismo. Luego hablamos. –Acertó
a decir con la voz temblorosa y helada al mismo tiempo.
   —Pero…—trató de reponer la secretaria de 35 años.
   —He dicho que te largues. Y no has estado aquí fuera de tu
horario laboral, ¿entendido? —¿Era su voz o era ultratumba?
   —Pero…
   —Contesta si me has entendido o no –le volvió a decir cogiéndole
la cara y mirándola a los ojos, con la profundidad de quien pretende
introducirse en la mente de la otra persona.
   —Sí. –La puerta del despacho se cerró dejando a la mujer y al
tipo del traje de quinientos euros a solas. Se miraban como se
miran los enemigos. Ambos creían que el otro era más débil.
   Apenas había transcurrido un minuto cuando él se atrevió a decir:
   —Siempre has tenido un problema, la falta de perspectiva.
   —Falta de perspectiva –repitió ella como si no hubiera prestado
atención.
   —Falta de perspectiva, sí. Eso y no tener un poco más de
ambición.
   —Ambición. –Su voz empezaba a sonar como un eco eléctrico.
Tenía algo en la boca, un comentario que hacer, algo que decir,
pero no lo identificaba.
   —Bueno, te he hecho venir porque tenemos que hablar de la
documentación de la caja fuerte. La he revisado con Adela, de
hecho la revisábamos cuando nos has interrumpido. Hay un par de



                                 16
cuestiones que tenemos que repasar, que me tienes que explicar y
yo te tengo que explicar a ti.
   —Creo que no me tienes que explicar nada. Te recuerdo por
enésima vez que ya no trabajo aquí. Toda esta mierda ya no va
conmigo, no tiene nada que ver conmigo. Preferirías que me
dejaras en paz.
   —No, no, no –repitió algo nervioso por primera vez desde que lo
conocía—, como te he dicho antes, tienes varios problemas. Pero el
fundamental es que no tienes ni idea de política. Ni idea. Y por eso
vamos a repasar una vez más la documentación –dijo mientras se
colocaba detrás de la mesa de su despacho, abría unos
documentos en su ordenador portátil plateado y se abrochaba la
cremallera del pantalón en un gesto rápido y avergonzado.
   Hasta ese mismo instante ninguno de ellos se había percatado
del detalle.
   Y ella dejó de percibir la realidad como tal, se imagino a su
Adelita llorando, postrada contra la mesa, suplicante. Los papeles
estaban desordenados, descolocados y algunos por el suelo. Él la
forzó contra la mesa. Algo blanquecino en el suelo parecía mostrar
la vergüenza junto a las ruedas de la silla. Tragó saliva por no
vomitar. El parquet del suelo brillaba como siempre lo había hecho
en las oficinas del despacho.
   La última chispa se encendió.
   —¿Qué haces ahí parada? –No son las mejores palabras del
cerdo al carnicero.

   Una cena copiosa provoca pesadillas. Angustia
   Ella entendió que debía huir. En su mente tronaba un matar malo,
matar malo matar está mal. Las clases de religión en el colegio de
monjas aprendidas con sangre y palmetazos durante años.
Lecciones memorizadas con regla y capones, pescozones y
castigos, se colaron en su memoria y su corazón. La palabra
penitencia transformó las posibilidades de futuro. Cada uno debe
pagar por sus actos, hay que ser consecuente, hay que pagar, todo
tiene un precio.
   Demasiadas frases.
   Demasiadas frases hechas, demasiadas para una mente
inteligente y ágil.
   Agilidad, agilidad, agilidad mental puede resultar más útil que pies
veloces.
   Contempló el cuerpo inerte en el suelo. No sintió nada, ni siquiera
desahogo. Miró su mano, apretada en el extremo una navaja
grabada con el logotipo de la empresa a la que había pertenecido


                                  17
hasta hacía apenas unos meses. Fue un regalo sin más relevancia,
un detalle por años de servicios prestados. Se lo dieron con la
misma indulgencia con la que le dieron los folios de su finiquito.
   De haberlo sabido su jefe, de haber conocido el destino, le
hubiera regalado un abanico, un juego de bolígrafos o un perfume.
   El mismo jefe que se la regaló, el mismo jefe que había intentado
violar a su amiga. ¿Acaso no fue éste el detonante y no las
presiones y amenazas? La mente no estaba en aquel momento
para disquisiciones éticas ni filosóficas.
   Aquella persona que vestía trajes de 500 euros y se peinaba
hacia atrás fue quien mandó a su secretaria a comprar un detalle
grabado para suavizar el despido. El mismo detalle grabado con el
logotipo de la empresa que ahora tenía clavado en el pecho, el
estómago y el costado siete veces.
   El despacho olía a orina y heces y algo raro, como a los pueblos
en época de matanza, era la única comparación que podía
visualizar, las matanzas familiares.
   Mal final para alguien que pretendía ser importante y aspiraba a
ser más importante aún.
   El teléfono móvil del muerto sacó a la mujer de su
ensimismamiento, quienquiera que fuese insistía, dos, tres
llamadas.
   Ella empezó a limpiar huellas, la cabeza tan fría que le dolía.
   Ni restos de sangre, ni restos de nada.
   El teléfono recibió un mensaje de texto después de una cuarta e
insistente llamada: “La presidencia del Consejo de Administración
es tuya. Llámame”. Un pequeño estremecimiento recorrió las carnes
de la mujer que no sabía de política. La mujer más fría que había
conocido. ¿Cómo podía funcionar su cabeza a tal velocidad
después de tal acto?
   Era viernes por la tarde, disponía de todo el fin de semana para
tomar decisiones y deshacerse del cuerpo. Llamó a su hermano
Augusto y a su sobrino César. Ella sabía por qué, cada persona se
especializa en determinados ámbitos de la vida. Se citó con ellos en
la puerta del edificio de oficinas.
   Apenas preguntaron nada, atendieron a la breve explicación,
examinaron el escenario y sopesaron las posibilidades y los riesgos.
Cada uno de ellos hizo varias llamadas de teléfono y habló un
lenguaje cifrado. Recordaron favores prestados, favores devueltos.
   Un coche viejo con una matrícula falsa, un despacho impoluto, un
desguace de algún amigo, colega o socio y, sobre todo, ni un ojo
curioso a la vista.



                                 18
No hizo falta el domingo. Augusto marcó el teléfono de la casa de
su hermana. Lo cogió Raquel, su sobrina.
   —Hola Tito, ¿Cómo estás? –dijo con su vocecilla inocente.
   —Bien, preciosa. ¿No está tu madre? —La voz de Augusto sonó
como siempre, cariñosa.
   —Ha bajado un momento a la calle. Me ha dicho que venía
enseguida.
   —Bien, cariño. No es nada importante, tú dile que ya hemos
preparado el cordero y lo hemos repartido en varios congeladores
porque en el mío no cabía entero.
   —¡Qué raro! –suspiró la chiquilla tratando de memorizar el recado
de su tío, el que tenía una cicatriz en la cara y nunca le quería
explicar cómo se la había hecho.
   —No, no es tan raro, teníamos un cordero muy grande y había
que repartirlo. Mi frigo es muy pequeño para guardarlo entero,
Raquel. Tú se lo dices, que no se te olvide.
   —Sí, tío, sí. Ya soy mayor, no se me olvidará —protestó la niña.
   —¡Ay, perdón! Olvidaba que ya tienes 10 años —bromeó Augusto
de nuevo.
   —Casi 11.
   —Casi 11. Tú díselo. Y nos vemos esta semana para darle un
paseo a mi Bruno.
   —¡Vale, vale! –Gritó sin querer Raquel recordando lo mucho que
le gustaba el perro de su tío, salir a dar paseos, jugar y correr con
él.
   —Un beso.
   —Un beso.
   Augusto colgó. Nunca preguntaría a su hermana qué le había
conducido a aquella situación, qué le había motivado a destripar a
un tipo ni a tener tanta sangre fría. Sólo pensó en que no tenía de
qué preocuparse, un hijo de puta desaparecido, uno más, ¿acaso
no era la mejor manera de equilibrar la balanza? Se rió mientras se
servía una cerveza frente a la tele para ver Cine de Barrio. En su
caso la balanza pendía más hacia un lado que hacia el otro: “Un
mundo feliz es un mundo sin hijos de puta”, solía decir. Pero estas
cosas ni siquiera su hermana debía conocerlas.




                                 19
Conversaciones en el Acqua.

                                    Uso de guiones en diálogos II.

   —Hola.
   —Hola —dijo.
   —Pos Hola —dijo—. Hola, hola.
   —¿Con que hola? Vaya, vaya… —Era un cabrón.
   —Pues sí, pues sí. —No lo tenía claro—. Puta. ¡Eres muy puta!
Te diría —dijo— que eres más puta, tú.
   —Vaya.
   —¿Has leído la última novela gráfica de Sergio? —Comentó.
   —¿Novela gráfica, has dicho novela gráfica? —Gritó el otro
sorprendido.
   —Sí, novela gráfica, ¿qué pasa? —Se puso chulo el primero.
   —Me voy a cgrentuptamdr. ¡Tebeo! —gritó de nuevo—¡Tebeo!
¡Se dice tebeo!
   Los disparos retumbaron desde el paseo de la Feria hasta más
allá del viejo depósito del agua.




                               20
Las churrerías de toda la vida están cargadas de historia.
   Son muchas las personas que utilizan las churrerías para
empezar el día, una costumbre que no tienen en ningún otro sitio
del mundo. De hecho la tradición de los churros tampoco la tienen
en otras regiones de España, un atraso manifiesto.
   Las historias de churrería se cuentan por cientos, en el anterior
Reto Fancine, una de sus escenas importantes transcurría en el
interior de una churrería, prueba de lo arraigadas que están en la
cultura de muchos de nosotros. El año que viene está pendiente
una historia de un tiroteo en una churrería de Villarrobledo, para
este año he recuperado para la memoria familiar esta breve historia
de la churrería de Franciscanos.
   Real, por supuesto. Y con moraleja, como debe ser.


                                      HISTORIAS DE CHURRERÍA

   Como todos los sábados, Sergio despertó a su hijo con mimo y
cariño exagerados para no romper el sueño de su mujer.
   —Néstor, arriba. Vamos a comprar churros —le dijo en voz baja
mientras, con el niño aún dormido le quitaba el pijama y le ponía el
chándal.
   Era un sábado de otoño, todavía no hacía frío en la calle y las
nubes querían estropear el fin de semana.
   Salieron a la calle y miraron a un lado y otro antes de cruzar. Un
buen padre enseña a su hijo por imitación, Sergio lo había leído en
un suplemento dominical y lo llevaba a rajatabla.
   Saludaron a un perrito que paseaba con una señora del
vecindario. La señora apenas dijo buenos días mientras el perrito
movía la cola diecisiete veces y sonreía enseñando los dientes.
   —Un perrito, papá— dijo el niño con la felicidad propia de quien
se sorprende con los actos sencillos.
   —Sí, hijo, un perrito de paseo —contestó el padre pensando sin
querer que ciertos animales siguen siendo más amables y
simpáticos que sus amos. Pero el suplemento dominical era estricto
al respecto: hay que ser positivo, enseñar a los hijos la parte buena
de la vida, que los padres les enseñen comportamientos y
conductas amables.



                                 21
Cruzaron dos calles y una tercera, dos tiendas de zapatos, un
kiosco de periódicos y chucherías, una tienda de muebles y una
inmobiliaria con el cartel de Se traspasa.
    Cien metros antes de alcanzar la churrería, el ambiente ya olía a
frito, un olor delicioso que a Néstor le hacía sonreír más si cabe.
    —Ya estamos cerca —decía sin modificaciones sábado tras
sábado; para después agregar—: A ver si hoy nos ponen la porra.
    —Sí, Néstor. A ver si tenemos suerte y hoy nos toca porra —
decía Sergio.
    —Pero tú la pides, ¿eh papá? Tú pide la porra, que no se te
olvide— insistía el niño.
    —Sí, Néstor. Pero recuerda que sólo hay una porra por rosca. Si
tenemos suerte y queda, nos la pondrán. Pero sabes que, a veces,
no nos toca.
    —Pero tú la pides, ¿eh papa? Ya verás como hoy tenemos suerte
y nos la ponen. Que no se te olvide pedir la porra.
    A Sergio le encantaban estas conversaciones con su hijo por dos
motivos, porque surgían de la mejor de las inocencias de niño y
porque se ceñía a lo que había leído en el suplemento dominical del
periódico Especial padres que leyó unos meses antes y había
guardado con celo en su carpeta de cosas importantes, justo al lado
de las facturas de la luz y el teléfono. A Sergio le encantaban las
conversaciones sin sentido con su hijo porque luego, dándole
vueltas mientras veía la televisión, comprendía la mentalidad infantil
e incluso se comprendía un poco mejor a sí mismo.
    Para Sergio la paternidad había sido una manera de acercarse
más a su propio padre, a quien apenas veía y con quien mantenía
una relación más cordial que familiar. El nacimiento de Néstor fue
un cambio leve al principio, poco a poco se fue convirtiendo en el
elemento vertebrador de su día a día, a pesar de que su mujer,
Laura, insistía en que era el niño quien tenía que adaptarse y no
ellos porque sino se convertiría en un mimado, por ser el primero, y
por ser el único. Sergio decía que sí con la cabeza y en susurro
pero él prefería hacer lo que recomendaba el suplemento dominical.
O lo que él entendió que quería decir. A partir de ese momento, el
niño, Néstor, daba sentido total a su vida y aunque le dolía
reconocerlo, era mucho más importante que su mujer.
    —Ya hemos llegado —dijo Néstor.
    —Ya hemos llegado, Néstor —contestó Sergio.
    —Puf, pero cuánta gente hay —suspiró el niño al comprobar que
había cuatro personas en la cola delante de ellos.
    —Apenas son cuatro personas, Néstor, no te preocupes.
Enseguida nos toca, ya verás —trató de animarlo su padre, aunque


                                  22
sabía que, en los niños, la paciencia es una virtud que tarda en
aparecer, si es que aparece.
   Delante de ellos esperaban la salida de una nueva rosca cuatro
personas de cierta edad: tres señores y una señora. Un señor gordo
con bigote. Otro señor muy, muy delgado y calvo, con gafas. Y un
tercer caballero con chándal y el periódico bajo el brazo. La señora
era igual que su abuela, como le dijo en voz baja Néstor a su padre.
Sergio no pudo contener la risa porque efectivamente la señora que
hacía cola delante de ellos se parecía a su suegra, con el pelo
recién peinado de peluquería, engalanada con joyas doradas, un
bolso de diseño adquirido en Los Invasores y la pose elegante y
seria de quien pretende ser más de lo que es.
   —Que no se te olvide ponerme dos porras, ¿eh? —dijo de
manera insolente el señor calvo y con gafas que se encontraba el
primero de la cola. La chica que cortaba churros a toda velocidad
apenas prestó atención. Se notaba que estaba más que
acostumbrada a las salidas de tono y la falta de educación de la
mayor parte de los clientes de la churrería. Y, por supuesto, la
educación era proporcional a su edad.
   Sergio sonrió una vez más. Duro trabajo el hostelero, pensó.
   —Vamos, que llevo esperando un buen rato, hija —mintió el
calvo, apenas llevaría un minuto porque si algo caracterizaba
aquella churrería era la velocidad con la que salían las roscas de la
cocina. La chica seguía sin inmutarse.
   El señor gordo con bigote que se encontraba en segundo lugar
entró en acción y con voz aguda intervino:
   —Pues si usted se quiere llevar dos porras, yo quiero otras dos.
Así que, a ver cómo lo hacemos.
   —Hombre, eso no es así —repuso la señora con aspecto de
marquesa—. Si te toca porra, te toca. Y si no, pues no. —Se
notaba claramente que estaba haciendo sus cálculos y que también
querría llevarse porras.
   Néstor, que atendía a toda la conversación con un afán algo
extraño tiró de la manga de su padre y le preguntó:
   —Papá, papá, que se van a llevar todas las porras, ¿no vas a
hacer nada?
   A lo cual contestó con cierta ironía y en voz alta:
   —Lo que tenían que hacer son roscas sólo con porras. Así no
tendríamos este problema.
   Pero el comentario no sentó bien a ninguna de las cuatro
personas que tenía delante, incapaces de entender el humor de
primera hora de la mañana, “humor de churrería”.



                                 23
—Oiga usted, si lo que pretende es hacerse el gracioso, váyase a
la tele —dijo el señor del periódico bajo el brazo levantando mucho
la nariz y la barbilla porque era veinte centímetros más bajo que
Sergio.
   El niño se asustó un poco pero Sergio no hizo caso, sabía de
sobra que este tipo de conversaciones—discusiones no conducían
a ningún sitio.
   El señor que ocupaba el primer puesto de la cola, a la que se
habían sumado dos personas más detrás del padre y su hijo, seguía
mirando como la chica cortaba churros. Llegó la segunda rosca
procedente de la cocina.
   —Anda, dame las dos porras y una docena de churros —dijo con
aire insolente, como si el mundo girase en torno a él y su desayuno.
   —Por supuesto. Dos cincuenta —cantó sin inmutarse y sin caer
en la red que le estaban tendiendo.
   —Odo, dos cincuenta. Cada semana son más caros los churros
—repuso el tipo. Todos sabían que en aquella churrería sólo se
subía el precio de los churros en Navidad, sólo una vez al año. De
hecho, aquel tipo llevaba el precio exacto, las monedas justas.
   Cogió su bolsa, se giró sin mirar a nadie, y se fue.
   —Dos porras y una docena de churros —dijo el siguiente
   —La docena te la puedo poner pero las dos porras no —dijo
paciente la chica tras el mostrador—.Hasta que no se terminen
estas roscas.
   —Pues atiendes a estos —dijo señalando sin mirar a los que
estaban detrás—y cuando salgan las porras, me las das.
   El tipo con chándal, que se encontraba delante de Sergio y
Néstor, y detrás de la señora, viendo cómo se desarrollaban los
acontecimientos dijo en voz muy alta:
   —Pues a mí dame mi docena, que yo no quiero porras ni leches.
   —Pero es que voy yo antes, no te digo —contestó la señora bien
arreglada.
   —Sí, señora. ¿Usted quiere porras o sólo churros?
   —Y a usted qué le importa lo que yo quiera. Yo voy delante, y
usted lo que quiere es colarse —dijo apretando el bolso contra su
pecho y dando un paso hacia delante para asegurar su puesto.
   —Señora, lo único que digo es que si nadie pide churros, la cola
no se mueve. ¿Usted quiere porra o no quiere porra?
   —No, yo no quiero ninguna porra, sólo quiero una docena de
churros y cuatro tazas de chocolate —suspiró la señora al ver el
tono amenazante del hombre y que se le podría colar sin
vergüenza.



                                 24
—Entonces, no se preocupe que ahora mismo lo tiene —dijo la
chica detrás del mostrador que entendió que de esa manera
adelantaría algo de tiempo. Cogió el papel del mostrador junto a los
churros, colocó una docena, enrolló el paquete engrasado y lo metió
dentro de una bolsa. Una de sus compañeras trajo un recipiente de
plástico con el chocolate. La señora pagó y la cola se movió un
paso.
   —Papá, ¿nos va a tocar porra o no? —suspiró el niño con un
asomo de lágrima en los ojos.
   —Por supuesto que sí, hijo; por supuesto que sí —contestó
Sergio, enfadado por la situación y el terrible comportamiento de
aquellas personas.
   —No lo tengas tan claro, pequeño. Porque yo quiero porras
también, así que a ti no te van a llegar —dijo el hombre de delante
girándose y haciéndole un guiño simpático.
   Néstor empezó a llorar y Sergio, en consecuencia, propinó un
rodillazo entre las piernas al tipo del chándal. Néstor empezó a
gritar y las diez o doce personas que había en la churrería,




sentados en las diferentes mesas de desayuno, se levantaron a
mirar el pequeño escándalo. El tipo del chándal gimoteaba en el
suelo. Sergio se agachó en un microsegundo y le dijo al oído, sin
que nadie lo oyera, que mejor sería que se largase a tomar por culo
y si quería desayunar algo que se hiciera unas tostadas de pan
duro. Con la misma elasticidad y rapidez se levantó del suelo y le
dio una patada en los riñones al del suelo. Néstor había dejado de
llorar.



                                 25
El tipo que se encontraba en primer lugar en la cola pidió una
docena de churros, hubiera o no hubiera porra y pagó con un
estúpido “quédate las vueltas” colgándole de los labios. En ese
mismo instante de la cocina salió una humeante grasienta y
ardiente rosca de churros y Sergio dijo:
   —Por favor, dame seis churros y si hay, me pones la porra
también; por favor.
   El silencio de la churrería se rompió con las risas de Néstor que
no paraba de reír diciendo:
   —Nos ha tocado la porra, nos ha tocado la porra, nos ha tocado
la porra.
   Salieron a la calle y el niño dijo adiós con la mano a la chica
detrás del mostrador quien le sonrió con una de las sonrisas más
grandes y amables que jamás había regalado a nadie en la
churrería desde que llevaba trabajando.
   Con la bolsa colgando en la mano izquierda y su hijo en la mano
derecha pensó en el artículo del suplemento dominical y en las
actitudes, comportamientos y gestos que, por imitación, podría
aprender Néstor.
   Aunque, por otro lado, lo importante era la enorme sonrisa que se
había fijado en los labios y la felicidad que habían obtenido
haciendo cosas juntos. Desde luego, el redactor de aquel artículo
era un genio, acertaba en todo.




                                 26
Diálogo para besugos:
                                        (homenaje a todas las abuelas del siglo XXI y
                                            a los escritores de la editorial Bruguera)

—Éste Gormiti 1es nuevo —dijo el niño con su regalo nuevo de Reyes.
—Claro que es nuevo —contestó la abuela.
—Sí, abuela, es nuevo —repitió el niño. La abuela no se enteraba.
—Que sí, nene, que es nuevo. Si lo sabré yo —se quedó pensando—y los Reyes Magos,
claro.
—Eso digo abuela, que es nuevo, de la nueva temporada —empezó a enfadarse el niño.
—Pues eso, hijo. Que sí es nuevo. —Y a punto estuvo de decir “si lo he comprado yo”.
—Si lo acabas de abrir.
—Que no, que no —dijo el niño—que es de la nueva temporada —repitió remarcando
las palabras nueva temporada.
—Es nuevo porque lo acabas de abrir, hijo mío —dijo paciente la abuela que empezaba
a cansarse. Se había puesto las gafas para mirar el regalo.
—¡Que es nuevo porque es de la nueva temporada, abuela! —grito el niño visiblemente
ofuscado.
—Y yo te digo que es nuevo porque lo compré en la tienda el otro día y lo acabas de
abrir, leche.




1
 Gormiti, el retorno de los señores de la naturaleza: dibujos animados de críos que a
su vez vienen con regalos, tarjetas, muñecos y demás parafernalia que hace las delicias
de los niños.

                                           27
EPILOGO

   El año pasado, los amantes del buen rock y de las tradiciones
religioso-populares, tuvimos el placer de comprobar cómo la
canción navideña en la Gran Bretaña dejaba con los ojos abiertos y
las bocas llenas de moscas a las mentes más adormiladas e
inocentes del mundo.
   La canción era Killin’ in the name of de Rage Against the
Machine, cargada de hiel, odio, contenido político y guitarras.
   Coincidió con el tremendo éxito del Reto Fancine 2009, en
cantidad y, quizás, en calidad.
   ¿Coincidencia?
   Los fancineros no creen en las coincidencias, sino todo lo
contrario.
   Este año las propuestas para la canción navideña son muchas.
Desde este fancine con c se exige el cumplimiento de varias
variables: sangre, sangre, guitarras, batería de la que hace daño y,
por supuesto, que obligue a mover la cabeza hasta descabezarnos.
   Conscientes de que son muchos los rockeros que se pasan al
hedonismo y las máquinas, animamos a todo el mundo a recuperar
clásicos del rock para que las navidades sean mucho más
llevaderas y que no sea necesario recurrir a las metralletas para
defender nuestras tradiciones.




                                 28
Club de monjas defensoras del Reto, instantes antes de liarse
a tiros en la calle P. Martínez Gutiérrez con alguien que dijo
odiar la comida china.




                              29
Familly Killer 2 se escribió en Albacete en los meses de
      octubre, noviembre y diciembre de 2010.




                          30
“¿Era necesaria una segunda parte? Nosotros consideramos
                          que no”
                 (Suplemento Cultural Fístula)


     “El autor repite hasta la saciedad los argumentos que le
dieron fama en el pasado” (Suplemento Cultural de la Novísima
                              Razón)


   “Hay que reconocer el esfuerzo de este autor. Muy buena
                fotografía” (Librería Urbano)


 “Desde el club Eldritch nos preguntamos, un año más, dónde
está el porno” (Comunicado privado remitido desde el Club de
                        Norm Eldritch)




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FAMILY KILLER: Cuentos oscuros y relaciones prohibidas

  • 1. FAMILY KILLER 2 Colección de cuentos originales Edita: Ventayovski & Sons
  • 2. Ideado por Miguel Ventayol CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL RETO FANCINE 2010 Albacete, diciembre de 2010 Precio del ejemplar: 1 euro. O intercambio 1
  • 3. Investiga/Ojea: Coito Introito. Página 3. Polla no cabeza. Páginas 4-7. Lecciones de salón. Página 8. La mujer que no sabía de política. Páginas 9-19. Conversaciones en el Aqua. Página 20. Historias de Churrería. Páginas 21-26. Diálogo para besugos. Página 27. Epílogo. Página 29. 2
  • 4. COITO INTROITO Todos los años hay un Reto. Este año no podía ser de otra manera. De hecho el año pasado, en 2009, hubo tal afluencia de artistas que los borrachos comunes y corrientes del centro de reunión hubieron de colocarse las bufandas a modo parisino o sacarse la ropa interior fuera de los pantalones vaqueros. Simples gestos para parecerse a los artistas del Reto. De manera que este año, 2010, la situación se ha complicado, ha incrementado la competición y los competidores se han vuelto del todo sangrientos. El primer síntoma fue el cambio de fecha de la reunión con la ajustada excusa del periodo navideño. Pensé en una introducción basada en las experiencias de relatar, componer, editar, confeccionar y construir este entramado de ideas. Pero no salía nada. Las malas influencias y el fatídico año que sufrimos han conducido al autor a relatar experiencias personales, todas ellas reales de principio a fin. No por un afán biográfico, sino por la simple falta de imaginación. De ahí que aparezcan asesinos, asesinatos, muertes y muertas. Y, por supuesto, nada de porno ni sexo, para ajustarse más a la realidad. Como en la primera edición de este fancine, los textos se presentan con una breve introducción. Una idea originalísima robada, por supuesto, como mis mejores ideas. Las que componen el Reto. Bienvenidos todos a Familly Killer 2, el fancine con c. 3
  • 5. POLLA NO CABEZA -Ayer me llamó polla no cabeza –dijo sin acritud la chica de las medias rojas y el paraguas de flores. No llovía pero era previsora y amante de los complementos- y te puedes imaginar lo que quería. -Vaya si me lo imagino. Pero, con el constipado que tienes, ¿no se te habrá ocurrido? –Preguntó sin terminar la frase su indignada amiga que no entendía cómo Alma llevaba manteniendo una relación con un tipo casado durante un año y medio. No le cabía en la cabeza ni que mantuviera su relación, ni que alguien pudiera mantener relaciones sexuales con una gripe encima. -Pero antes me tuvo una hora al teléfono contándome penas – empezó a decir medias rojas. -Lo que quería era bacalao –interrumpió Patricia encendiendo su Fortuna y con la cara de mal humor que sólo saben poner las amigas comprensivas que conocen las historias hasta el más íntimo detalle. -Una hora al teléfono –continuó- y todo para luego decirme si nos podíamos ver a echar un café o algo. –Miró el Fortuna de su amiga y pensó por décima vez durante ese día si había sido buena idea dejar de fumar. Se concentró en su anillo de plata para olvidar. -Lo que quería era bacalao. Mira que te lo tengo dicho, nada de casados, nada de casados, que sólo te quieren para una cosa. -Mujer, por otro lado… –suspiró Alma- ¿qué quieres que te diga? –Insinuó. Patricia entendió que se refería a la posibilidad de echar una canita al aire de vez en vez. Patricia entendió que se refería a las pocas posibilidades que su amiga tenía de pasar un buen rato de sexo con alguien debido a una tonta manía de follar sólo con personas de confianza, aunque fueran unos perfectos idiotas. -Me llamó, se insinuó y no pude evitarlo. Además, ahora que lo pienso, ojalá le haya pegado el constipado y se pase tres días en la cama –dijo Alma. -JAJAJAJAJAJA –río descarada su amiga para asombro del camarero- y que sea con virus del estómago, si puede ser, JAJAJAJAJAJA. Las dos amigas siguieron riendo unos segundos antes de darse cuenta de que aquellas risas eran más de frustración que otra cosa. El bar estaba en silencio, salvo el rumor atenuado de la televisión gigante de pantalla plana que emitía un programa de 4
  • 6. teletienda. Las chicas se miraron de nuevo, Alma dio un pequeño sorbo al cortado que tenía delante de ella, Patricia dio una nueva calada al Fortuna. Tras expulsar el humo, miró con fijeza la marca de carmín que había dejado en el pitillo. -¿Qué tendrá este tío que no puedo decirle que no? Joder – suspiró desanimada Alma-. Es que cada vez que me llama, se me va; y sé que sólo con proponérmelo, acabo con él en la cama. Y esto por decir algo, porque las dos últimas veces ha sido en su coche y no en una cama como dios manda. Soy patética –se dijo más a sí misma que a su amiga. Una lágrima apareció en su ojo derecho. -No te preocupes, joder, no te desanimes ni te agobies. Te llamó, te apetecía, te lo tiraste. Pues ya está –trató de animarla Patricia. -Sí, pero tengo que terminar con esto, tengo que terminar con esto pero no sé cómo. –Las lágrimas se hicieron realidad y rodaron gordas hasta la barbilla. -Venga, Almita, venga, ¿has hablado con él? -Sabes que sí, sabes que no va a dejar a su mujer. Y eso que lo trata como una mierda. Yo estoy loca por él desde que lo conocí; y él sólo me quiere para una cosa –rompió a llorar desconsolada. -A lo mejor es el momento de tomar una decisión. No puedes estar follándote a este tío toda la vida en el asiento de atrás de su coche. –Patricia procuró no ser moralista pero tenía que sacudir un poco a su amiga Alma. Sabía que era eso lo que necesitaba. –Por cierto, ¿dónde fuiste, si se puede saber? –Preguntó intrigada. -No te lo vas a creer. De verdad no te lo vas a creer- empezó a decir Alma. -Cuenta, cuenta –se apresuró a decir Patricia. -Me recogió debajo de mi casa. Ni siquiera se bajó del coche, no quería que nadie lo viera subir. Ya sabes la manía que tiene de no querer subir a mi casa por si lo ve alguien, o por si lo ve mi vecino de arriba que es conocido de su mujer. Aunque cuando se pone pedo, bien que se queda todo el tiempo que hace falta. –Alma rió sin interrumpir- El caso es que bajé, me había arreglado un poco, lo justo, ya sabes. Ni me dio un beso, salió disparado hablando del trabajo, hablando de su mujer y lo idiota que era y lo mal que lo trata y cuando me quise dar cuenta, me había llevado al camino de la Pulgosa. -¿A la Pulgosa? –Se sonrió su amiga Patricia. -Sí, hija sí, flipa. No te rías mujer –dijo Alma al ver que Patricia se empezaba a sujetar la cara con las manos-, no te rías que no es para bromas. Pero espera que no he terminado –Alma calló, 5
  • 7. consciente de que la historia mejoraría en breve-. Llegamos a un sitio que no recuerdo bien, es lo malo de ir de noche. Seguro que he pasado veinte veces por ahí pero vamos, estaba yo para pensar, porque por un lado, quería tema, pero por otro…ahí, en el coche y en la Pulgosa. Joder, como si tuviera 17 años. –Hizo una breve pausa para tomar otro sorbo de su café y siguió- Él seguía hablando de sus cosas, de su trabajo sobre todo, de lo nervioso que está por no sé qué gaitas de un gerente idiota que no le deja progresar. -¿El del pelo largo? –Interrumpió sin querer Patricia. -Sí, sí, el del pelo largo –contestó Alma-. El caso es que de repente para, sigue hablando como quien no quiere la cosa y apaga el motor y las luces. Te puedes imaginar mi cara. ¡Cómo si tuviera 17 años! ¡En mitad del campo! Y él tan tranquilo, se me echa encima, me besa, en fin, sabes lo que te quiero decir. Patricia callaba y miraba a su amiga. Lo más interesante estaba por llegar. -No entro en detalles pero yo estaba arriba, ¿me entiendes?, tratando de disfrutar y de olvidar el día, el idiota que tenía debajo y a su mujer cuando oigo que tocan en el cristal del Laguna. -¿¡Qué!? –Gritó sin querer Patricia. -Lo que oyes. Un tipo que andaba, no sé a cuento de qué, por la Pulgosa se paró a ver qué pasaba y se acercó a mirar y encima nos dijo que éramos unos guarros. ¡A ver qué hacía a esas horas por ahí, el tío! El silencio se adueñó de nuevo de la cafetería hasta que Patricia, incapaz de soportarlo por más tiempo empezó a reírse como sólo lo hacen los niños o los espectadores de una película de Eddy Murphy. Su amiga, pensándolo bien, empezó a reírse con ganas y sin dejar de decir “qué zorra eres, qué zorra eres”. Una vez pasado el mal trago se miraron la una a la otra y Patricia dijo: -Si no fuera por estos raticos… -Sí, la verdad es que si no fuera por estos raticos… -Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Has pensado algo? –Dijo en tono un poco más serio Patricia a su amiga, que trataba de componer su rostro y sus pensamientos. -Pues la verdad es que no, aunque creo que si me vuelve a llamar, paso de él. Pero no lo sé, no lo sé –contestó Alma. -Creo que es lo mejor, que pases de él y te dejes de historias. Verás como encuentras a alguien mejor y, sobre todo, que no esté casado –suspiró recatada la amiga de Alma, que iba ya por el tercer cigarro. 6
  • 8. -Sí, creo que tienes razón, porque sino yo no sé qué…-El teléfono sonó un par de veces y Alma enrojeció y colgó antes de que sonara por tercera vez-. Es él, ¿qué hago? -No se lo cojas –dijo Patricia. El teléfono sonó de nuevo y ambas lo miraron, concentradas hasta el extremo, como queriendo apagarlo con la mirada. -Ni se te ocurra cogerlo –repitió-. Ni se te ocurra cogerlo. -No, no. No te preocupes –contestó Alma sin tenerlo claro y mirando de reojo el móvil por si sonaba por tercera vez. Pero no sonó, recibió un mensaje. Alma lo abrió con impaciencia, lo miró varias veces y sopesó la situación. Lo volvió a leer. -¿Qué hago, tía, qué hago? –Preguntó a Patricia. -¿Qué te ha puesto? –Preguntó intrigada la amiga con el cuarto Fortuna entre el índice y el corazón. -Que si lo invito a cenar en mi casa, que su mujer se va de cena de empresa –contestó con la voz cansada de quien no puede pelear más. Alma y Patricia salieron de la cafetería cogidas del brazo. Como solían hacer desde su época en el Instituto, cuando las cosas parecían más sencillas, cuando ligar era menos complicado y los problemas se reducían a pelear contra uno mismo. Caminaron despacio, dando un paseo hasta el Altozano donde cada una tomó un destino. Alma hacia la avenida de la Estación, Patricia hacia la Feria. Entonces Alma aceleró su paso para llegar pronto a casa. En un gesto de impaciencia e inseguridad, sacó el teléfono del bolso y comprobó el mensaje de nuevo. 7
  • 9. LECCIONES DE SALÓN Plagio exclusivo y a traición de una clase magistral que me regaló (previo pago de 24 cervezas) el maestro A.L.A. porque los mejores artistas son conscientes de que en los acontecimientos diarios, sencillos y rutinarios se esconden los mejores cuentos. Las historias de los amigos se entremezclan, las anécdotas e incluso, como en este caso, las anotaciones en una servilleta de papel. La ventaja de este tipo de plagios es que son indemostrables, jurídicamente hablando. Uso de guiones en diálogos. O diálogo por y para besugos muertos —Hola. —Hola —dijo. —Pos Hola —dijo—. Hola, hola. —¿Con que hola? Vaya, vaya… —Era un cabrón. —Pues sí, pues sí. —No lo tenía claro—. Puta. ¡Eres muy puta! Te diría —dijo— que eres más puta, tú. —Vaya. Los disparos retumbaron desde la Punta del Parque hasta más arriba del campo de fútbol. 8
  • 10. Sin duda ésta es una de las mejores historias que me contaron en el periodo que pasé trabajando en un centro de personas con problemas de toxicomanías (yonkis para los menos avezados). Las historias que contaban a la hora del café no tenían nada que ver con las historias que relataban cuando íbamos con la furgoneta camino del dispensador de metadona. Entre atascos, búsqueda de aparcamiento y periodo de espera, salían a la luz historias deliciosas de asesinatos, robos a Mercadonas, atracos a bancos y decenas más de aventuras irrepetibles ni siquiera en letra bonita. La historia que relato a continuación es una historia indirecta que me chivó uno de los chicos a quien, a su vez, se la había contado un compañero de celda de la Torrecica (chavolo en argot). Este compañero de celda es el also starring de este cuento que, para mi desgracia, tiene moraleja. La mujer que no sabía de política Una caña. Angustia —Pongamos un caso hipotético –dijo aquel tipo mirando su cerveza recién servida—. El caso es que alguien como yo podría hacer que alguien como tú dejara de estar en el sitio en el que está. Ya sabes lo que quiero decir, —sorbió un poco de cerveza dejando que las palabras hicieran efecto. A pesar de su ambigüedad, sabía hacerse entender— alguien que está en una posición tan cómoda y un puesto tan envidiado. Las puertas del bar estaban abiertas por alguna extraña manía del camarero. O quizás el sistema de ventilación no existía. Pero el ambiente se terminó de congelar. Ella miró a los ojos al tipo amenazante y sopesó las posibilidades, buscando algún destello, alguna pista. Aquellos ojos eran inexpresivos, los ojos de un lobo antes de lanzarse sobre su presa. En el bar habían colocado varias imágenes de coches de carreras de distintas épocas, se podía apreciar desde el último modelo de Fernando Alonso a varios Maserati, Emerson Fitipaldi e incluso una lámina en la que aparecía el mismísimo Silvester Stallone con su pierna derecha sobre un Lamborguini. Ese tipo de decoración que pone de manifiesto los gustos personales de los dueños y nada más. El nombre del bar y el resto de la decoración no tenían nada que ver ni con carreras de autos ni coches de lujo, nada. La mujer tomó un sorbo de su caña para ganar tiempo y no dejar escapar las palabras que su paladar saboreaba, cargadas de hiel, 9
  • 11. odio, rabia y acidez. Era un ejercicio que había aprendido desde bien pequeña, en el colegio de monjas: sopesar lo que tienes que decir y, sobre todo, no decir nunca lo que piensas. Y menos a un enemigo tan peligroso en potencia. —¿Hablamos de manera hipotética? –Dio una calada a su cigarrillo y trató de ganar un segundo más. Se consideraba a sí misma una artista en la creación de ambientes, pero el enemigo a quien se enfrentaba conocía tantos trucos como ella. El contrincante respondió: “Por supuesto”. Apenas traslucía el más mínimo sentimiento, sus ojos carecían de brillo, sus músculos habían desaparecido, incapaces de tensarse. No había probado la caña, ni el pincho de salchichillas que habían colocado sobre la barra. —Entonces, hipotéticamente, claro –sonrió ella—, quizás determinada información, digamos comprometida, podría caer por error o casualidad en manos interesadas, equivocadas. Y lo que cada uno haga con la información ya…—dejó sin terminar la frase para que su oponente pensase lo que quisiera. Dio una calada más al cigarro, miró la hora en la pantalla de su teléfono móvil, apagó la colilla en el cenicero de la barra, y dejó que el ambiente se caldeara por sí mismo, sin necesidad de cerrar la puerta de entrada ni encender la calefacción. Un poco más allá había dos parejas; unos de ellos con un carrito y un bebé que dormitaba, perdido en su terrible inocencia. La otra pareja apenas hablaba, apenas se miraba, era patente que esperaban a una tercera persona que los sacaría de la embarazosa situación que es estar con alguien con quien no tienes nada en común o nada que decir. Con un escueto “ya sabes dónde encontrarme” se cerró el abrigo mirándose la punta de los zapatos, se colgó el bolso del hombro derecho y le dio la espalda al tipo sin músculos. Cualquiera que lo hubiera observado, no hubiera adivinado si se corría de placer o sufría de almorranas. A ella el aire de la calle se le antojo un manjar. Sabía que el lobo la vigilaba, pero sabía también que no se lanzaría a por ella, cosa muy distinta a atacarla por la espalda, una táctica habitual en él. Lo conocía desde hacía quince años, conocía de memoria sus tácticas. La valentía o atacar de frente y a pecho descubierto, no eran sus características. La chica sabía muy bien que lo primero que haría al llegar a casa sería vomitar. Empezó a tomar conciencia de que era la hora de poner en orden sus pensamientos y documentación. Haría varias copias de 10
  • 12. seguridad del ordenador y de los documentos que contenía. Haría copias en papel y las tendría preparadas para repartirlas en sobres lacrados a un par de conocidos de diferentes ramos jurídicos y periodísticos. El vómito estaba subiendo desde la planta de los pies. En casa le esperaban la masa de croquetas y sus dos hijos, Ángel y Raquel. Trató de pensar cuáles eran sus motivaciones en el día a día. Trató de animarse pensando en sus hijos, aunque hoy lo que necesitaba eran los brazos tensos y peludos de su marido. “¿Por qué tendría que estar de viaje justo hoy?”, pensó. Una llamada de teléfono no lo solucionaría, ni siquiera con la promesa de partirle la cara a aquel individuo de amenazas políticamente correctas. No tuvo tiempo de llegar a casa. Dos esquinas antes de llegar, junto a un contenedor de la calle Pérez Pastor, descargó parte de la comida. Vomitó de impotencia. Aligeró su cuerpo pero la hiel se apoderó de ella. —Yo quería ser princesa. ¿Por qué no me ha tocado ser princesa? –Suspiró mientras entraba en su casa y guardaba las llaves en el bolso. —¿Qué dices, mamá? –Preguntó Raquel al otro lado de la puerta, en zapatillas de estar por casa y ataviada con un pijama de ositos de color rosa. —Nada, nada. Pensaba en voz alta. –También estaba pensando en que, si no princesa, al menos le podría haber tocado el papel de actriz porno. Pero lidiar con aquellos sinvergüenzas era, sin duda, una de las tareas más complicadas a las que se había dedicado. ¡Y había trabajado con muchos jilipollas! De hecho jamás olvidaría sus ocho años universitarios: profesores, catedráticos, ayudantes de tesis. El listado era enorme. —¿Hacemos las croquetas ya, mamá? –Dijo Raquel con voz inocente y suave. —Me pongo cómoda y las hacemos. Llama a tu hermano y dile que ordene la habitación antes de meternos en la cocina. –Por un momento la hiel se había disuelto entre las dulces palabras de su hija. Por otro lado recordó una de sus frases favoritas, la que más la reconfortaba en los momentos turbios: “La venganza es un plato que se sirve frío”. Aquella noche apenas consiguió dormir, repasó números, porcentajes, documentos semisecretos y, sobre todo, las palabras del que un día fue su jefe y, en cierto sentido su compañero. 11
  • 13. “Alguien como yo podría hacer que alguien como tú dejara de estar en el sitio que está”. Repasó los detalles, como siempre hacía cuando sus relaciones laborales se complicaban. Una carpeta repleta de folios con el membrete dorado de la empresa. Una carpeta más con documentación varia procedente de tres ayuntamientos, de la Diputación Provincial y de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Un tercer dossier procedente de un gabinete jurídico del centro de Albacete donde se aconsejaban unas actuaciones concretas en el turbio caso que se les había consultado. El precio a pagar por el consejo era elevada pero la cantidad presupuestada si el caso hubiera seguido adelante era exorbitante. La cuarta carpeta contenía tablas, números, asientos contables que conocía de memoria y números y más números que no eran otra cosa que su trabajo de diez años. Un esfuerzo contable que le quitó horas de sueño, horas de vida, discusiones familiares y estudiar decenas de normativas y leyes. Todo con el objetivo de limpiar las cuentas de aquella empresa mal llamada Pyme, adecentar la documentación y obtener de un balance negativo y cargado de deudas, otro positivo y ejemplar. Se llegó a sentir orgullosa pero sabía que aquellos datos podrían volverse en su contra, sabía que la documentación no era en sí motivo de delito, pero cierto contenido fraudulento sí tenía. Se sentía orgullosa e infrautilizada. A partes iguales, según el día. Antes de la hora del almuerzo. Angustia El teléfono sonó con insistencia. Ella no hizo el menor caso. Volvió a sonar por segunda vez. Ella siguió sin hacer caso. Una tercera llamada. Tenía los nervios de acero pero su estúpido compañero, un tal Juan Ferdinando, que tenía fama de sobón y mujeriego, le dijo muy descarado: —O estás sorda o no te enteras. ¿Es que no ves que te llama tu novio? –Apenas había levantado la mirada del ordenador, podía ser desagradable sin inmutarse. Sabía perfectamente que estaba casada y que no le permitía bromas al respecto. Pero era de esas personas que prefiere ser maleducado y borde como norma. Ella descolgó con desgana. No sin antes sopesar la posibilidad de contestar al pedófilo estúpido aspirante a maestro de yoga: “Tu puta madre”. —Dime. —Sabía de sobra quien había al otro lado. 12
  • 14. —Buenos días. –Y sin más protocolo- ¿Justificaste tú las ayudas que pedimos del programa Forpit en los años 99, 2000 y 2001? – Era una pregunta retórica porque conocía la respuesta. Conocía sus competencias, las públicas y las ocultas. —Estoy trabajando, ¿qué sucede? –Trató de ser cortante y atajar. —Alguien externo está hurgando y rastreando. Al parecer se han enterado de que... –empezó rebajando el tono de voz. Pero ella le cortó de nuevo con frialdad. —Te recuerdo que todo está justificado y limpio. No hay nada que rastrear ni rebuscar –Dijo ella remarcando esta última palabra, casi silabeando, como hablando con un niño. —Y yo te recuerdo que no se te olvide en ningún momento con quién estás hablando. La conversación no era amigable, la tensión la podía sentir hasta su compañero de despacho. Y eso que más parecía una garrapata aspirante a Bucay. Ella se sonrojó sin querer. —¿Qué quieres? –Preguntó apretando el teléfono contra su mejilla y de manera más calmada. —¿Se cobró todo? ¿Se justificó todo? –La voz al otro lado era un timbre sin modulación. —Absolutamente todo. —Estuvo a punto de decirle que era la mejor en su trabajo pero la falsa modestia y la precaución pudieron más. —¿Dónde está la documentación? —Dejé toda la documentación en la caja fuerte de tu despacho, ordenada y catalogada. Pero en la caja fuerte que está detrás de la fotografía del Rey, no la otra –Por supuesto no hizo mención alguna a las dos copias de seguridad que tenía, ni la de su marido ni la de un notario amigo íntimo. —Necesito que pases por aquí y me expliques un par de cosas que no han quedado claras. Tenemos que ver la documentación y revisarla juntos. –Era una orden, no una sugerencia. —¿Cuándo? —Cuanto antes. El idiota de su compañero de despacho había abierto una página pornográfica sin el menor recato. Ella se preguntó, aún con el teléfono en la oreja, cómo habría conseguido superar los filtros que la empresa había instalado para estos casos. —Mira, mira. A ver si aprendes –le dijo burlón. Ella, harta de los dos hombres contestó al teléfono: “mañana por la tarde”. Al imbécil que tenía delante le sacudió un mamporro mientras le decía: “Llevaba desde el Instituto sin golpear a nadie. Desde los 15 años. Ponte de pie que aún no me he quedado a 13
  • 15. gusto”. Sabía que era una chulería innecesaria. Pero la vena enloquecida por parte de madre salía cuando le daba la gana, sin preguntar. Podría haber matado a aquel tipo sin pestañear. Su compañero enrojeció al instante, ocultó una lágrima y se fue corriendo entre amenazas a avisar a su representante sindical. Todo el mundo sabía que estaba en aquella sección y con aquel grado de permisividad porque era un ahijado del sindicato. Era tan estúpido e incompetente que les diría entre sollozos que una mujer, su compañera de despacho, le había abofeteado. En su honrosa escapada, apenas se había dado cuenta de que la página pornográfica de Internet permanecía abierta, detalle que aprovechó ella para fotografiarla a través de la cámara de su móvil. Con tan enorme y escandalosa suerte que en aquel preciso instante, el que captó la fotografía, dos menores de edad cabalgaban a un tipo canoso. Demasiado simple para ser verdad. Con aquel detalle se cubriría las espaldas a las represalias sindicales, jurídicas, penales o de cualquier otro tipo. Fue corriendo a vomitar al cuarto de baño, su cuerpo y su estómago no le permitían licencias ni ironías o sarcasmos. Vomitó dos, tres, y a la cuarta ocasión apareció un líquido verde- amarillento que le amargó el resto de la jornada. Ni el pensamiento pulcro de sus hijos, ni los brazos de su marido podrían consolarla. ¿Por qué la habrían conducido a aquella situación? Ella que era una simple superviviente, una curranta nata. ¿Tan complicado resultaba que la dejaran trabajar tranquila? No. Aquella gente sin vida propia necesitaba controlar la vida de los demás. “La mía no, desde luego. La mía no”. Pero reconocía que era más un deseo que una realidad. Aquella gente no desaparecería con la facilidad con que se sacude una miga del mantel, ni por las buenas, ni con palabras amables. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Llamar a los amigos que su hermano Augusto había hecho en La Torrecica para que le dieran una paliza a cada jilipollas con el quien se cruzaba en el camino? Una sonrisa se perfiló en su rostro. Aunque pronto se la quitó su compañero Juan Froilán (como le gustaba llamarlo en secreto) quien, con aire orgulloso, altivo y pendenciero señalaba con un dedo mientras decía: —Tú, jilipollas. Es lo último que has hecho en esta empresa. Acabo de…—Antes de que terminara la frase amenazante, ella señaló con un gesto de las cejas la pantalla del ordenador donde las niñas recibían todo el amor del tipo con canas. Amor de adulto a 14
  • 16. menores de edad en una página web en horario laboral en una empresa dedicada a los servicios sociales y la conciliación familiar. Ni siquiera abrió la boca, sonrió y le guiñó un ojo. Aquella situación había quedado zanjada. Juan Froilán desapareció, sólo necesitó echar la hiel por la boca. No había sido un mal día después de todo. Merienda, media tarde. Angustia Organizó y repasó los archivos, toda la documentación comprometida oculta en el ordenador portátil de su marido: ayudas y subvenciones, pagos, correos peligrosos con afirmaciones más que delictivas, facturas desviadas, una invitación de la Casa Real a un acto privado, etcétera. Un pequeño alijo que le convenía mantener y tener a buen recaudo. Salió de casa con el bolso medio vacío y la cabeza recargada, quería dejar las cosas claras, a pesar de que no dependía de ella. Cuando estaba llegando al lugar de la cita, un grito agudo la obligó a mirar hacia arriba, una luz, una ventana abierta en el sexto piso del edificio de oficinas alquiladas. Justo donde debía encontrarse con su exjefe. Un desconcierto le recorrió el espinazo, y ella era de dejarse llevar por las premoniciones, cosas de pueblo, cosas heredadas de su madre. Esa loca. Poco a poco, mientras los escalones iban cediendo a los zapatos, el pánico desapareció, el miedo se redujo y la loca desapareció. Subió al ascensor. Entró en juego la peligrosa. Su amiga Adelita estaba recolocándose la falda de tubo. Nunca iba provocativa, aunque sí muy elegante y atractiva. Era de esas morenitas de media melena lisa y labios carnosos, con cara inocente que confunden a los hombres menos espabilados: todos pensaban que podían aprovecharse de ella, todos pensaban que era tonta por ser secretaria. ¿Por qué se estaba arreglando el tipo? ¿Por qué estaba enrojecida de ira? ¿Por qué se puso a llorar justo cuando la vio y se lanzó a sus brazos? Algo en los ojos de él fue suficiente explicación, algo en la mirada lasciva pero cargada de superioridad estaba declarando que cualquiera que trabajase para él debía hacer todo cuanto dijera, ¿todo? Todo, hasta los detalles más morbosos. —¿Qué ha pasado, Adela? ¿Te ha hecho algo este cabrón? – Mientras le pasaba un brazo por encima y sentía como la ira, la rabia, el odio y la fuerza se concentraban en su cuello y en sus ojos, dejando atrás protocolos, posibles amenazas y temores. —No, no, no –mintió la chica desconsolada sobre su hombro. 15
  • 17. —Adelita, no me jodas. Contesta. ¿Se ha pasado contigo? ¿Te ha tocado? ¿Qué coño ha pasado? O me lo dices o te juro que me largo y no me ves más –amenazó. —No ha pasado nada, absolutamente nada, ¿acaso no crees a nuestra Adelita? –contestó de manera orgullosa el tipo al otro extremo del despacho mientras se recomponía el nudo de la corbata, un gesto más que suficiente para delatar a cualquiera. Aquello fue el detonante. Recordó a su madre introduciendo las manos en las tripas de los cerdos, amasando sangre durante las matanzas. La loca, la pobre loca. Aquellas imágenes que la maltrataban y martirizaban cuando era una niña y que cesaron la misma noche en que su madre, aún con el olor del cerdo muerto y de la sangre impregnadas en su cabello, le dijo: “Hay que matar al cerdo para que nosotros podamos vivir mejor”. Las pesadillas cedieron, cesaron, desaparecieron. Poco después se llevaron a su madre y ella se quedó como principal sustento de la casa familiar. Nunca había soportado la palabra psiquiátrico, en casa estaba prohibido utilizarla. —Adela, lárgate de aquí ahora mismo. Luego hablamos. –Acertó a decir con la voz temblorosa y helada al mismo tiempo. —Pero…—trató de reponer la secretaria de 35 años. —He dicho que te largues. Y no has estado aquí fuera de tu horario laboral, ¿entendido? —¿Era su voz o era ultratumba? —Pero… —Contesta si me has entendido o no –le volvió a decir cogiéndole la cara y mirándola a los ojos, con la profundidad de quien pretende introducirse en la mente de la otra persona. —Sí. –La puerta del despacho se cerró dejando a la mujer y al tipo del traje de quinientos euros a solas. Se miraban como se miran los enemigos. Ambos creían que el otro era más débil. Apenas había transcurrido un minuto cuando él se atrevió a decir: —Siempre has tenido un problema, la falta de perspectiva. —Falta de perspectiva –repitió ella como si no hubiera prestado atención. —Falta de perspectiva, sí. Eso y no tener un poco más de ambición. —Ambición. –Su voz empezaba a sonar como un eco eléctrico. Tenía algo en la boca, un comentario que hacer, algo que decir, pero no lo identificaba. —Bueno, te he hecho venir porque tenemos que hablar de la documentación de la caja fuerte. La he revisado con Adela, de hecho la revisábamos cuando nos has interrumpido. Hay un par de 16
  • 18. cuestiones que tenemos que repasar, que me tienes que explicar y yo te tengo que explicar a ti. —Creo que no me tienes que explicar nada. Te recuerdo por enésima vez que ya no trabajo aquí. Toda esta mierda ya no va conmigo, no tiene nada que ver conmigo. Preferirías que me dejaras en paz. —No, no, no –repitió algo nervioso por primera vez desde que lo conocía—, como te he dicho antes, tienes varios problemas. Pero el fundamental es que no tienes ni idea de política. Ni idea. Y por eso vamos a repasar una vez más la documentación –dijo mientras se colocaba detrás de la mesa de su despacho, abría unos documentos en su ordenador portátil plateado y se abrochaba la cremallera del pantalón en un gesto rápido y avergonzado. Hasta ese mismo instante ninguno de ellos se había percatado del detalle. Y ella dejó de percibir la realidad como tal, se imagino a su Adelita llorando, postrada contra la mesa, suplicante. Los papeles estaban desordenados, descolocados y algunos por el suelo. Él la forzó contra la mesa. Algo blanquecino en el suelo parecía mostrar la vergüenza junto a las ruedas de la silla. Tragó saliva por no vomitar. El parquet del suelo brillaba como siempre lo había hecho en las oficinas del despacho. La última chispa se encendió. —¿Qué haces ahí parada? –No son las mejores palabras del cerdo al carnicero. Una cena copiosa provoca pesadillas. Angustia Ella entendió que debía huir. En su mente tronaba un matar malo, matar malo matar está mal. Las clases de religión en el colegio de monjas aprendidas con sangre y palmetazos durante años. Lecciones memorizadas con regla y capones, pescozones y castigos, se colaron en su memoria y su corazón. La palabra penitencia transformó las posibilidades de futuro. Cada uno debe pagar por sus actos, hay que ser consecuente, hay que pagar, todo tiene un precio. Demasiadas frases. Demasiadas frases hechas, demasiadas para una mente inteligente y ágil. Agilidad, agilidad, agilidad mental puede resultar más útil que pies veloces. Contempló el cuerpo inerte en el suelo. No sintió nada, ni siquiera desahogo. Miró su mano, apretada en el extremo una navaja grabada con el logotipo de la empresa a la que había pertenecido 17
  • 19. hasta hacía apenas unos meses. Fue un regalo sin más relevancia, un detalle por años de servicios prestados. Se lo dieron con la misma indulgencia con la que le dieron los folios de su finiquito. De haberlo sabido su jefe, de haber conocido el destino, le hubiera regalado un abanico, un juego de bolígrafos o un perfume. El mismo jefe que se la regaló, el mismo jefe que había intentado violar a su amiga. ¿Acaso no fue éste el detonante y no las presiones y amenazas? La mente no estaba en aquel momento para disquisiciones éticas ni filosóficas. Aquella persona que vestía trajes de 500 euros y se peinaba hacia atrás fue quien mandó a su secretaria a comprar un detalle grabado para suavizar el despido. El mismo detalle grabado con el logotipo de la empresa que ahora tenía clavado en el pecho, el estómago y el costado siete veces. El despacho olía a orina y heces y algo raro, como a los pueblos en época de matanza, era la única comparación que podía visualizar, las matanzas familiares. Mal final para alguien que pretendía ser importante y aspiraba a ser más importante aún. El teléfono móvil del muerto sacó a la mujer de su ensimismamiento, quienquiera que fuese insistía, dos, tres llamadas. Ella empezó a limpiar huellas, la cabeza tan fría que le dolía. Ni restos de sangre, ni restos de nada. El teléfono recibió un mensaje de texto después de una cuarta e insistente llamada: “La presidencia del Consejo de Administración es tuya. Llámame”. Un pequeño estremecimiento recorrió las carnes de la mujer que no sabía de política. La mujer más fría que había conocido. ¿Cómo podía funcionar su cabeza a tal velocidad después de tal acto? Era viernes por la tarde, disponía de todo el fin de semana para tomar decisiones y deshacerse del cuerpo. Llamó a su hermano Augusto y a su sobrino César. Ella sabía por qué, cada persona se especializa en determinados ámbitos de la vida. Se citó con ellos en la puerta del edificio de oficinas. Apenas preguntaron nada, atendieron a la breve explicación, examinaron el escenario y sopesaron las posibilidades y los riesgos. Cada uno de ellos hizo varias llamadas de teléfono y habló un lenguaje cifrado. Recordaron favores prestados, favores devueltos. Un coche viejo con una matrícula falsa, un despacho impoluto, un desguace de algún amigo, colega o socio y, sobre todo, ni un ojo curioso a la vista. 18
  • 20. No hizo falta el domingo. Augusto marcó el teléfono de la casa de su hermana. Lo cogió Raquel, su sobrina. —Hola Tito, ¿Cómo estás? –dijo con su vocecilla inocente. —Bien, preciosa. ¿No está tu madre? —La voz de Augusto sonó como siempre, cariñosa. —Ha bajado un momento a la calle. Me ha dicho que venía enseguida. —Bien, cariño. No es nada importante, tú dile que ya hemos preparado el cordero y lo hemos repartido en varios congeladores porque en el mío no cabía entero. —¡Qué raro! –suspiró la chiquilla tratando de memorizar el recado de su tío, el que tenía una cicatriz en la cara y nunca le quería explicar cómo se la había hecho. —No, no es tan raro, teníamos un cordero muy grande y había que repartirlo. Mi frigo es muy pequeño para guardarlo entero, Raquel. Tú se lo dices, que no se te olvide. —Sí, tío, sí. Ya soy mayor, no se me olvidará —protestó la niña. —¡Ay, perdón! Olvidaba que ya tienes 10 años —bromeó Augusto de nuevo. —Casi 11. —Casi 11. Tú díselo. Y nos vemos esta semana para darle un paseo a mi Bruno. —¡Vale, vale! –Gritó sin querer Raquel recordando lo mucho que le gustaba el perro de su tío, salir a dar paseos, jugar y correr con él. —Un beso. —Un beso. Augusto colgó. Nunca preguntaría a su hermana qué le había conducido a aquella situación, qué le había motivado a destripar a un tipo ni a tener tanta sangre fría. Sólo pensó en que no tenía de qué preocuparse, un hijo de puta desaparecido, uno más, ¿acaso no era la mejor manera de equilibrar la balanza? Se rió mientras se servía una cerveza frente a la tele para ver Cine de Barrio. En su caso la balanza pendía más hacia un lado que hacia el otro: “Un mundo feliz es un mundo sin hijos de puta”, solía decir. Pero estas cosas ni siquiera su hermana debía conocerlas. 19
  • 21. Conversaciones en el Acqua. Uso de guiones en diálogos II. —Hola. —Hola —dijo. —Pos Hola —dijo—. Hola, hola. —¿Con que hola? Vaya, vaya… —Era un cabrón. —Pues sí, pues sí. —No lo tenía claro—. Puta. ¡Eres muy puta! Te diría —dijo— que eres más puta, tú. —Vaya. —¿Has leído la última novela gráfica de Sergio? —Comentó. —¿Novela gráfica, has dicho novela gráfica? —Gritó el otro sorprendido. —Sí, novela gráfica, ¿qué pasa? —Se puso chulo el primero. —Me voy a cgrentuptamdr. ¡Tebeo! —gritó de nuevo—¡Tebeo! ¡Se dice tebeo! Los disparos retumbaron desde el paseo de la Feria hasta más allá del viejo depósito del agua. 20
  • 22. Las churrerías de toda la vida están cargadas de historia. Son muchas las personas que utilizan las churrerías para empezar el día, una costumbre que no tienen en ningún otro sitio del mundo. De hecho la tradición de los churros tampoco la tienen en otras regiones de España, un atraso manifiesto. Las historias de churrería se cuentan por cientos, en el anterior Reto Fancine, una de sus escenas importantes transcurría en el interior de una churrería, prueba de lo arraigadas que están en la cultura de muchos de nosotros. El año que viene está pendiente una historia de un tiroteo en una churrería de Villarrobledo, para este año he recuperado para la memoria familiar esta breve historia de la churrería de Franciscanos. Real, por supuesto. Y con moraleja, como debe ser. HISTORIAS DE CHURRERÍA Como todos los sábados, Sergio despertó a su hijo con mimo y cariño exagerados para no romper el sueño de su mujer. —Néstor, arriba. Vamos a comprar churros —le dijo en voz baja mientras, con el niño aún dormido le quitaba el pijama y le ponía el chándal. Era un sábado de otoño, todavía no hacía frío en la calle y las nubes querían estropear el fin de semana. Salieron a la calle y miraron a un lado y otro antes de cruzar. Un buen padre enseña a su hijo por imitación, Sergio lo había leído en un suplemento dominical y lo llevaba a rajatabla. Saludaron a un perrito que paseaba con una señora del vecindario. La señora apenas dijo buenos días mientras el perrito movía la cola diecisiete veces y sonreía enseñando los dientes. —Un perrito, papá— dijo el niño con la felicidad propia de quien se sorprende con los actos sencillos. —Sí, hijo, un perrito de paseo —contestó el padre pensando sin querer que ciertos animales siguen siendo más amables y simpáticos que sus amos. Pero el suplemento dominical era estricto al respecto: hay que ser positivo, enseñar a los hijos la parte buena de la vida, que los padres les enseñen comportamientos y conductas amables. 21
  • 23. Cruzaron dos calles y una tercera, dos tiendas de zapatos, un kiosco de periódicos y chucherías, una tienda de muebles y una inmobiliaria con el cartel de Se traspasa. Cien metros antes de alcanzar la churrería, el ambiente ya olía a frito, un olor delicioso que a Néstor le hacía sonreír más si cabe. —Ya estamos cerca —decía sin modificaciones sábado tras sábado; para después agregar—: A ver si hoy nos ponen la porra. —Sí, Néstor. A ver si tenemos suerte y hoy nos toca porra — decía Sergio. —Pero tú la pides, ¿eh papá? Tú pide la porra, que no se te olvide— insistía el niño. —Sí, Néstor. Pero recuerda que sólo hay una porra por rosca. Si tenemos suerte y queda, nos la pondrán. Pero sabes que, a veces, no nos toca. —Pero tú la pides, ¿eh papa? Ya verás como hoy tenemos suerte y nos la ponen. Que no se te olvide pedir la porra. A Sergio le encantaban estas conversaciones con su hijo por dos motivos, porque surgían de la mejor de las inocencias de niño y porque se ceñía a lo que había leído en el suplemento dominical del periódico Especial padres que leyó unos meses antes y había guardado con celo en su carpeta de cosas importantes, justo al lado de las facturas de la luz y el teléfono. A Sergio le encantaban las conversaciones sin sentido con su hijo porque luego, dándole vueltas mientras veía la televisión, comprendía la mentalidad infantil e incluso se comprendía un poco mejor a sí mismo. Para Sergio la paternidad había sido una manera de acercarse más a su propio padre, a quien apenas veía y con quien mantenía una relación más cordial que familiar. El nacimiento de Néstor fue un cambio leve al principio, poco a poco se fue convirtiendo en el elemento vertebrador de su día a día, a pesar de que su mujer, Laura, insistía en que era el niño quien tenía que adaptarse y no ellos porque sino se convertiría en un mimado, por ser el primero, y por ser el único. Sergio decía que sí con la cabeza y en susurro pero él prefería hacer lo que recomendaba el suplemento dominical. O lo que él entendió que quería decir. A partir de ese momento, el niño, Néstor, daba sentido total a su vida y aunque le dolía reconocerlo, era mucho más importante que su mujer. —Ya hemos llegado —dijo Néstor. —Ya hemos llegado, Néstor —contestó Sergio. —Puf, pero cuánta gente hay —suspiró el niño al comprobar que había cuatro personas en la cola delante de ellos. —Apenas son cuatro personas, Néstor, no te preocupes. Enseguida nos toca, ya verás —trató de animarlo su padre, aunque 22
  • 24. sabía que, en los niños, la paciencia es una virtud que tarda en aparecer, si es que aparece. Delante de ellos esperaban la salida de una nueva rosca cuatro personas de cierta edad: tres señores y una señora. Un señor gordo con bigote. Otro señor muy, muy delgado y calvo, con gafas. Y un tercer caballero con chándal y el periódico bajo el brazo. La señora era igual que su abuela, como le dijo en voz baja Néstor a su padre. Sergio no pudo contener la risa porque efectivamente la señora que hacía cola delante de ellos se parecía a su suegra, con el pelo recién peinado de peluquería, engalanada con joyas doradas, un bolso de diseño adquirido en Los Invasores y la pose elegante y seria de quien pretende ser más de lo que es. —Que no se te olvide ponerme dos porras, ¿eh? —dijo de manera insolente el señor calvo y con gafas que se encontraba el primero de la cola. La chica que cortaba churros a toda velocidad apenas prestó atención. Se notaba que estaba más que acostumbrada a las salidas de tono y la falta de educación de la mayor parte de los clientes de la churrería. Y, por supuesto, la educación era proporcional a su edad. Sergio sonrió una vez más. Duro trabajo el hostelero, pensó. —Vamos, que llevo esperando un buen rato, hija —mintió el calvo, apenas llevaría un minuto porque si algo caracterizaba aquella churrería era la velocidad con la que salían las roscas de la cocina. La chica seguía sin inmutarse. El señor gordo con bigote que se encontraba en segundo lugar entró en acción y con voz aguda intervino: —Pues si usted se quiere llevar dos porras, yo quiero otras dos. Así que, a ver cómo lo hacemos. —Hombre, eso no es así —repuso la señora con aspecto de marquesa—. Si te toca porra, te toca. Y si no, pues no. —Se notaba claramente que estaba haciendo sus cálculos y que también querría llevarse porras. Néstor, que atendía a toda la conversación con un afán algo extraño tiró de la manga de su padre y le preguntó: —Papá, papá, que se van a llevar todas las porras, ¿no vas a hacer nada? A lo cual contestó con cierta ironía y en voz alta: —Lo que tenían que hacer son roscas sólo con porras. Así no tendríamos este problema. Pero el comentario no sentó bien a ninguna de las cuatro personas que tenía delante, incapaces de entender el humor de primera hora de la mañana, “humor de churrería”. 23
  • 25. —Oiga usted, si lo que pretende es hacerse el gracioso, váyase a la tele —dijo el señor del periódico bajo el brazo levantando mucho la nariz y la barbilla porque era veinte centímetros más bajo que Sergio. El niño se asustó un poco pero Sergio no hizo caso, sabía de sobra que este tipo de conversaciones—discusiones no conducían a ningún sitio. El señor que ocupaba el primer puesto de la cola, a la que se habían sumado dos personas más detrás del padre y su hijo, seguía mirando como la chica cortaba churros. Llegó la segunda rosca procedente de la cocina. —Anda, dame las dos porras y una docena de churros —dijo con aire insolente, como si el mundo girase en torno a él y su desayuno. —Por supuesto. Dos cincuenta —cantó sin inmutarse y sin caer en la red que le estaban tendiendo. —Odo, dos cincuenta. Cada semana son más caros los churros —repuso el tipo. Todos sabían que en aquella churrería sólo se subía el precio de los churros en Navidad, sólo una vez al año. De hecho, aquel tipo llevaba el precio exacto, las monedas justas. Cogió su bolsa, se giró sin mirar a nadie, y se fue. —Dos porras y una docena de churros —dijo el siguiente —La docena te la puedo poner pero las dos porras no —dijo paciente la chica tras el mostrador—.Hasta que no se terminen estas roscas. —Pues atiendes a estos —dijo señalando sin mirar a los que estaban detrás—y cuando salgan las porras, me las das. El tipo con chándal, que se encontraba delante de Sergio y Néstor, y detrás de la señora, viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos dijo en voz muy alta: —Pues a mí dame mi docena, que yo no quiero porras ni leches. —Pero es que voy yo antes, no te digo —contestó la señora bien arreglada. —Sí, señora. ¿Usted quiere porras o sólo churros? —Y a usted qué le importa lo que yo quiera. Yo voy delante, y usted lo que quiere es colarse —dijo apretando el bolso contra su pecho y dando un paso hacia delante para asegurar su puesto. —Señora, lo único que digo es que si nadie pide churros, la cola no se mueve. ¿Usted quiere porra o no quiere porra? —No, yo no quiero ninguna porra, sólo quiero una docena de churros y cuatro tazas de chocolate —suspiró la señora al ver el tono amenazante del hombre y que se le podría colar sin vergüenza. 24
  • 26. —Entonces, no se preocupe que ahora mismo lo tiene —dijo la chica detrás del mostrador que entendió que de esa manera adelantaría algo de tiempo. Cogió el papel del mostrador junto a los churros, colocó una docena, enrolló el paquete engrasado y lo metió dentro de una bolsa. Una de sus compañeras trajo un recipiente de plástico con el chocolate. La señora pagó y la cola se movió un paso. —Papá, ¿nos va a tocar porra o no? —suspiró el niño con un asomo de lágrima en los ojos. —Por supuesto que sí, hijo; por supuesto que sí —contestó Sergio, enfadado por la situación y el terrible comportamiento de aquellas personas. —No lo tengas tan claro, pequeño. Porque yo quiero porras también, así que a ti no te van a llegar —dijo el hombre de delante girándose y haciéndole un guiño simpático. Néstor empezó a llorar y Sergio, en consecuencia, propinó un rodillazo entre las piernas al tipo del chándal. Néstor empezó a gritar y las diez o doce personas que había en la churrería, sentados en las diferentes mesas de desayuno, se levantaron a mirar el pequeño escándalo. El tipo del chándal gimoteaba en el suelo. Sergio se agachó en un microsegundo y le dijo al oído, sin que nadie lo oyera, que mejor sería que se largase a tomar por culo y si quería desayunar algo que se hiciera unas tostadas de pan duro. Con la misma elasticidad y rapidez se levantó del suelo y le dio una patada en los riñones al del suelo. Néstor había dejado de llorar. 25
  • 27. El tipo que se encontraba en primer lugar en la cola pidió una docena de churros, hubiera o no hubiera porra y pagó con un estúpido “quédate las vueltas” colgándole de los labios. En ese mismo instante de la cocina salió una humeante grasienta y ardiente rosca de churros y Sergio dijo: —Por favor, dame seis churros y si hay, me pones la porra también; por favor. El silencio de la churrería se rompió con las risas de Néstor que no paraba de reír diciendo: —Nos ha tocado la porra, nos ha tocado la porra, nos ha tocado la porra. Salieron a la calle y el niño dijo adiós con la mano a la chica detrás del mostrador quien le sonrió con una de las sonrisas más grandes y amables que jamás había regalado a nadie en la churrería desde que llevaba trabajando. Con la bolsa colgando en la mano izquierda y su hijo en la mano derecha pensó en el artículo del suplemento dominical y en las actitudes, comportamientos y gestos que, por imitación, podría aprender Néstor. Aunque, por otro lado, lo importante era la enorme sonrisa que se había fijado en los labios y la felicidad que habían obtenido haciendo cosas juntos. Desde luego, el redactor de aquel artículo era un genio, acertaba en todo. 26
  • 28. Diálogo para besugos: (homenaje a todas las abuelas del siglo XXI y a los escritores de la editorial Bruguera) —Éste Gormiti 1es nuevo —dijo el niño con su regalo nuevo de Reyes. —Claro que es nuevo —contestó la abuela. —Sí, abuela, es nuevo —repitió el niño. La abuela no se enteraba. —Que sí, nene, que es nuevo. Si lo sabré yo —se quedó pensando—y los Reyes Magos, claro. —Eso digo abuela, que es nuevo, de la nueva temporada —empezó a enfadarse el niño. —Pues eso, hijo. Que sí es nuevo. —Y a punto estuvo de decir “si lo he comprado yo”. —Si lo acabas de abrir. —Que no, que no —dijo el niño—que es de la nueva temporada —repitió remarcando las palabras nueva temporada. —Es nuevo porque lo acabas de abrir, hijo mío —dijo paciente la abuela que empezaba a cansarse. Se había puesto las gafas para mirar el regalo. —¡Que es nuevo porque es de la nueva temporada, abuela! —grito el niño visiblemente ofuscado. —Y yo te digo que es nuevo porque lo compré en la tienda el otro día y lo acabas de abrir, leche. 1 Gormiti, el retorno de los señores de la naturaleza: dibujos animados de críos que a su vez vienen con regalos, tarjetas, muñecos y demás parafernalia que hace las delicias de los niños. 27
  • 29. EPILOGO El año pasado, los amantes del buen rock y de las tradiciones religioso-populares, tuvimos el placer de comprobar cómo la canción navideña en la Gran Bretaña dejaba con los ojos abiertos y las bocas llenas de moscas a las mentes más adormiladas e inocentes del mundo. La canción era Killin’ in the name of de Rage Against the Machine, cargada de hiel, odio, contenido político y guitarras. Coincidió con el tremendo éxito del Reto Fancine 2009, en cantidad y, quizás, en calidad. ¿Coincidencia? Los fancineros no creen en las coincidencias, sino todo lo contrario. Este año las propuestas para la canción navideña son muchas. Desde este fancine con c se exige el cumplimiento de varias variables: sangre, sangre, guitarras, batería de la que hace daño y, por supuesto, que obligue a mover la cabeza hasta descabezarnos. Conscientes de que son muchos los rockeros que se pasan al hedonismo y las máquinas, animamos a todo el mundo a recuperar clásicos del rock para que las navidades sean mucho más llevaderas y que no sea necesario recurrir a las metralletas para defender nuestras tradiciones. 28
  • 30. Club de monjas defensoras del Reto, instantes antes de liarse a tiros en la calle P. Martínez Gutiérrez con alguien que dijo odiar la comida china. 29
  • 31. Familly Killer 2 se escribió en Albacete en los meses de octubre, noviembre y diciembre de 2010. 30
  • 32. “¿Era necesaria una segunda parte? Nosotros consideramos que no” (Suplemento Cultural Fístula) “El autor repite hasta la saciedad los argumentos que le dieron fama en el pasado” (Suplemento Cultural de la Novísima Razón) “Hay que reconocer el esfuerzo de este autor. Muy buena fotografía” (Librería Urbano) “Desde el club Eldritch nos preguntamos, un año más, dónde está el porno” (Comunicado privado remitido desde el Club de Norm Eldritch) 31