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EL AMOR ES LO DE MENOS
Luis Alberto Marín*
Aquel Charger modelo nosabíaqué estaba picudo, pen-
saba José cada vez que Isaura pasaba por él, puntual y
radiante como una vedette, en la esquina de 17 Norte y
bulevar Puerto Aéreo. Pero más picudo era manejarlo
y sentir, cuando aceleraba en forma casi compulsiva,
cómo casi todo lo demás se volvía nebuloso y carecía
de importancia: la pinche nave estaba como quería, le
caía de madres que sí, pero difícilmente podía imagi-
nar cómo algún día podría llegar a tener algo como
eso: muchas veces, frente al espejo humoso del baño,
no podía evitar hacerse las odiosas e involuntarias
comparaciones de siempre y las mismas preguntas so-
bre sí mismo y los otros, que lo sumían con frecuencia
en esos largos estados de apatía; sus aspiraciones, que
no eran muchas, en realidad eran tan anacrónicas y
tan cualquier cosa: podría decirse que todo se reducía
a un sueño vago, inconsistente y, además, postergado:
un departamento de medio pelo y lleno de libros para
él solo, una máquina de escribir portátil y viajes sin ru-
tas fijas a cualquier parte del interior de la República.
Pero eran los setentas, qué pedo, y él no estaba para
contar sueños ni los demás para oírlos, así que no ha-
blaba nunca de ello y, en su lugar, adoptaba un aire de
altivez muda y reservada que había aprendido no sabía
cómo ni dónde, o se encerraba como un inmutable ar-
madillo en esa coraza invisible que se había hecho, y
fingía ser el inconsciente en el que tanto temía conver-
tirse.
A las seis de la tarde, el bulevar con sus camellones
en doble fila y guarnecido por las altas espigas férricas
del alumbrado, iba adquiriendo tonalidades cobrizas y
niqueladas que lo hacían verse más imponente de lo
que en verdad era. Más allá, hacia el noreste, separa-
dos de la mancha urbana por una impenetrable valla
monolítica, se extendían, grisáceos y pañosos, los han-
gares vacíos y las pistas de aterrizaje del aeropuerto
Benito Juárez de la ciudad de México. Isaura, con sus
modales altivos pero vulgares, liberó el seguro automá-
tico de las portezuelas y apagó el motor. José entró re-
moviendo el reconcentrado aire perfumado del interior
con un ‘hola’ apenas audible y difuso -esa especie de
rara indolencia intimidatoria de él la había cautivado
desde el primer encuentro informal en aquel hotel de
Puerto Vallarta, semanas antes-, y sin decir otra cosa
se deslizó hacia ella, quien ensayaba, risueña, un falso
mohín de “ya ves que no te hago esperar tanto como
dices, acuérdate que te dije que llegaría a tiempo como
te gusta”, pero él ya la había asido de los cabellos y
mordisqueaba sus labios poco carnosos a pausas reti-
centes y sosegadas. Unos segundos bastaron para que
esa mixtura conocida de fluidos bucales, lápiz labial y
frescura a chicle de menta lo devolviera a la náusea del
mundo real, al reino de lo efímero, del intercambio de
caricias ya vacías y del inequívoco hastío sexual: muy a
su pesar ¿y qué podía ya importarle después de todo?,
hacía tiempo que casi todos sus encuentros comenza-
ban y terminaban igual, que todo lo que hacían estaba
bastante viciado por. Aparentando una mirada de re-
proche, creí que te morías por verme, José dejó que
ella lo apartara poco a poco, claro que sí, amor, que lo
empujara suavemente con las manos, sabes que me
traes loca, que me puedes hacer todo lo que quieras,
que pusiera un dedo entre sus bocas, pero no sigamos
más aquí, amor, vayamos a otra parte, mentira, decía
él alejándola con cierta brusquedad, recostándose en
un movimiento sin ganas ¿por qué la seguía viendo?,
dejando escapar una expresión clara de fastidio, men-
tira cuando te hablo a tu trabajo y me dices que me ex-
trañas, no seas tonto, lo reprendió ella con un beso casi
maternal, pellizcando luego su barbilla y mirándolo
enfáticamente. Pero él ya no quiso ver esa inconfundi-
ble mirada turbia de deseo que ponía cuando se excita-
ba, cuando casi se exhibía como un animal en celo ape-
nas la besaba ¿por qué le seguía hablando por teléfo-
no? ¿hasta cuándo iba a permitir que ella siguiera ju-
gando a? Y, asomándose al retrovisor, comenzó a lim-
piarse escrupulosamente de la boca el sabor de la pin-
tura de labios con pañuelitos clínex. Mejor me hubiera
ido a comer con Manuel, mejor me hubiera ido des-
pués al cine con él, se decía, pensando en cómo había
dejado plantado a su primo del alma ¿cómo podía ha-
cerle eso de nuevo si ya se había prometido que sería la
última vez?, y ni siquiera una llamada para decirle, ya
de perdida, esta vez no me esperes, fíjate que no voy a
poder ir; para mentirle: fíjate que tengo un pinche pro-
blema, qué tal si nos vemos después en la casa de mis
tíos, aunque de todos modos no se lo iba a creer; sabía
de sobra que a él no le iba a tomar el pelo, y que si le
llamaba sería tan sólo por no dejar, por no hacerlo me-
nos; aunque claro, podría irse a comer, como siempre,
con el pegajoso maricón de Godoy; aunque avisarle de
todos modos no hubiera servido de nada: ¿un proble-
ma?, y ya imaginaba el tono exaltado, inquisitivo y
puntilloso al otro lado de la línea: ¿cuál pinche proble-
ma?, tampoco de nada hubiera servido esgrimir una
excusa medianamente creíble, ni darle una explicación
totalmente anodina, llena de brincos y vueltas: ¿un
problema?, y lo veía con el ceño fruncido y la mirada
reconcentrada y sombría diciéndole, tal vez ya a punto
de la exasperación, yo te resuelvo el problema, qué
chingaos: así que finalmente decidió mejor no llamar-
lo, sí, que se fuera mejor a comer con Godoy o con Co-
ria o con quien fuera, pues aunque Manuel estuviera al
tanto desde el principio de esa dispareja relación con
Isaura -ella le sacaba por lo menos diez años, un divor-
cio y una hija incluidos-, no iba a ponerse a hablarle, lo
usara como pretexto o no, y menos aún por teléfono,
de sus desolados amoríos con ella, o de lo incierto y es-
cabroso que era seguir cediendo a la a veces imposible
tentación de verla cada semana: ¿hacerle algo así por
una mujer? Qué gacho, pensaba. Aunque no era la pri-
mera vez. Bien visto, se lo venía haciendo desde
nosabíayacuánto, desde aquella vez que. Sí, qué gacho.
Y entonces se acordó de “el sermón de la calle”, como
le decía, del sermón que una vez le dio, de aquel “cuí-
date mucho de las mujeres, primo: sobre todo tienes
que saber distinguir entre las que no tienen ambicio-
nes y las halconas”, le había dicho Manuel a bocajarro
una medianoche viscosa de junio que caminaban sin
rumbo fijo por el Paseo de la Reforma, después de ver
yanosabíaqué película en el viejo cine Roble, con una
misoginia velada que él, José Pérez Aguilera, veinte-
añero sin rumbo, recién llegado de la provincia y sin
oficio ni beneficio, estaba muy lejos de comprender en-
tonces: ¿a santo de qué se lo había dicho? Y luego de
que se metían con ese modo torpe de los noctámbulos
citadinos al café de chinos de Rosales –la luz bañaba
los rostros casi impasibles y retraídos de la clientela
con ese color del papel secante-, donde solían rematar
algunas veces aquellas sórdidas caminatas, José se
quedaba rumiando, con esa su ingenuidad muda e in-
quieta de su adolescencia todavía confusa y ensimis-
mada, y cuando Isaura aún no aparecía ni remotamen-
te en su vida, sobre esa brutal diferencia que el primo
Manuel hacía de las mujeres. Sí, pensaba, ¿por qué lo
fastidiaba con eso de “cuídate de las mujeres, primo”
en medio de una densa noche en que? De cualquier
forma -¿cómo decírselo?-, no sabía bien dónde estaba
la razón de todo ‘eso’.
Isaura le empujó la pierna con desgano, qué vanido-
so eres, no es para tanto, amor, ya deja de verte en el
espejo, y, tomando la caja de clínex la aventó al asien-
to trasero, ni que te hubiera pegado la lepra, decía
mordiéndose los labios, como comprobando si la pin-
tura que había elegido esa vez no era la apropiada; lue-
go se encaramó despacio encima de él diciéndole, des-
preocupada, pásate de este lado, amor, cambiemos de
lugar, ¿quieres?, y sentándose al otro extremo se baja-
ba y alisaba la falda corta con ademanes firmes, mejor
maneja tú, ¿sí?, echándose hacia atrás el cabello re-
cién degrafilado, ahora vayámonos de aquí, ¿quieres,
amor?; el tono comenzaba a ser demasiado amable pe-
ro sin titubeos, ¿qué esperas para encender el motor?,
decía de una pieza, sin drama, sin fisuras, y él, ya voy,
ya voy, no comas ansias, mesándose el cabello, tran-
quila, ¿okey?, poniéndose en guardia, improvisándose
a sí mismo, diciéndose qué pedo, me cae, jurándose ya
no volver a verla de nuevo, encendiendo el motor, pen-
sando ésta ya empezó, ¿ahora iba a ponerse ruda y a
controlarlo? Un avión de Mexicana ensordeció de ma-
nera intempestiva el aire encima de ellos. Siempre
quiere salirse con la suya, entonces ambos se encogie-
ron de hombros y se taparon los oídos, pero la culpa es
mía por darle cuerda, por dejar que, esperando que el
sonido se perdiera, por hacerle creer que. Por creerme
también que ella de verdad me. Pero en realidad men-
tir es lo que hacemos, pensaba: te extraño mucho,
amor, de veras, me dice siempre por teléfono, aunque
se nota el esfuerzo que le pone a sus palabras, y yo
también me estoy muriendo por besarte y por ya sabes
qué, le digo, haciéndome el zalamero, ¿por qué, amor?,
anda, dímelo, me incita a contestarle como si de veras
le, como si a la muy, fuera lo único importante que.
Aunque ya estando juntos podría decirse que es otra y
no ésa del teléfono que se muestra ansiosa porque lle-
gue la tarde del viernes. Pero ambos sabemos que está
actuando, que está haciendo esos papelitos de siempre;
desde que la conozco se la ha pasado actuando igual
que ahora, como si todo el tiempo tuviera una necesi-
dad enorme, sin importarle cómo, de estar metida en
un remedo de novela rosa con todos sus etcéteras, y se
acordaba que ese falso entusiasmo chic, a veces casi
pueril, de niña bien nacida, que ostentaba, era algo que
al primo Manuel, allá en Puerto Vallarta, donde ambos
la conocieron, lo sacaba de sus casillas.
Aunque poco aficionado a los autos, a José le gustó
el Charger desde el principio sobre todo porque era au-
tomático. Era tan fácil de manejar casi como una bici-
cleta. No tenía que distraerse cambiando las velocida-
des a cada momento, qué güeva, pensaba. En cambio
así, con el automático, se iba tendido y le podía aga-
rrar la mano a Isaura a sus anchas y ella lo aceptaba
complacida y sin miramientos: ¿acaso no decía con fre-
cuencia, echándose en su hombro, que se sentía ilu-
sionada de tener con quien compartir sus años madu-
ros, de volver a sentirse amada, de sentirse mujer y
sentirse joven, pero sobre todo, amor, los ojos colma-
dos de felicidad, de sentirse segura? Y José se lo había
creído hasta que le cayó el veinte de que era pura ac-
tuación, le caía de madres que sí, era parte de su artifi-
cio rosa, de su manera de hablar de princesa de cuen-
to. O como cuando en lugar de la mano le tocaba las
piernas, esas piernas de mujer madura que aún con-
servaban su dureza y tersura y mantenían en vilo la
mirada tortuosa de los hombres. La neta que todavía
tiene bonitas piernas, pensaba José mientras su mano
caliente, tensa, enervada, iba buscando el muslo tibio,
poderoso, anhelante y ella se abría discreta y poco a
poco, ¿más por alargar el momento que por recato?, al
tiempo que suspiraba hondo y cerraba los ojos, ¿los
párpados temblorosos?, hundiéndose en un río intan-
gible, sin culpa, inmaculado, al tiempo que él, José Pé-
rez Aguilera, empujando el canto de la mano ¿con deli-
cadeza? vencía las últimas resistencias que ofrecía, con
disimulo, aquel sexo apenas protegido por una prenda
de encaje. Cuando llegaba a este punto, en un impulso
aparentemente repentino, José aceleraba peligrosa-
mente, contaba sin contar los segundos, calculaba el
tiempo hipotético y la velocidad que la máquina alcan-
zaría en tan corto tramo, sí, el Charger estaba picudo,
los ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros por ho-
ra, concentrándose siempre en no perder detalle de
aquella sensación aérea, placentera, casi luminosa, co-
mo de movimiento perpetuo y único que quería guar-
dar para siempre en su memoria. Luego, muy a su pe-
sar, iba desacelerando suavemente, hasta llegar a un
punto en que percibía que el tiempo, su tiempo perso-
nal, ese tiempo que siempre sentía pasar sin saber có-
mo, era justo como el de la mayoría, igual de soso y de
ridículo y de pendejo, y se descubría, de pronto, sin-
tiéndose aún más ridículo y extraño, ¿por qué a veces
era demasiado consciente de sí mismo?, manejando un
auto que no era de él, y con la mano metida en la en-
trepierna húmeda de una mujer divorciada y más
grande que él y de la que fingía estar enamorado, ¿no
lo hacía ella también?, y con la puta sensación otravez
otravez otravez de no saber hacia dónde iba su vida, su
pinche vida, la única que tenía, qué pedo, me cae (y lo
que tendría qué hacer o mentir o inventar o aceptar el
día de mañana y pasado mañana para sobrevivir sin
sentirse humillado, ¿sin tener esa sensación de estar
arrimado en casa de Manuel? y fingir otravezyotravez,
a pesar de lo bien que se portaban los tíos, que la hu-
millación no era tal -el pan ajeno hace al hijo bueno-,
sino una ‘virtud cristiana’ que estaba muy lejos de, la
única juventud que tenía y la debía emplear haciendo
mandados ajenos, vete al banco a pagar la letra de hoy,
Joseíto, sí tío, y no te olvides de contar las fichas de de-
pósito de la lechería, no tío, y me traes unos cigarros
Delicados de la tienda, cómo no tío; la única que tenía
y por las madrugadas debía arrastrarse, qué tal, literal-
mente de la cama hasta el puto despertador que estaba
en la cómoda, revolviéndose en las cobijas, odiando el
piso helado en el instante más espeso del sueño, “ya es
hora, Joseíto”, se oía una voz capitosa que parecía no
dormir nunca, desde el otro cuarto, “ya estoy listo, tío,
ya me voy a abrir la tienda”, contestaba con la voz aún
entrecortada y el interior de su boca casi pegada a la
lengua; la única y levantarse el primero; qué gacho, me
cae, eso de despertarse a güevo tan tempranito tiri-
tando de frío para que sólo dijeran Joseíto es tan aco-
medido, vestirse de volada como si nada, aunque fue-
ran las cuatro de la mañana y no pensaran qué mala-
gradecido que no se levanta, con tantas cosas que ha-
bía qué hacer y la tienda que estaba tan lejos, la única
vida y). Un claxonazo persistente, todavía sobre el bu-
levar Puerto Aéreo -José retiró instintivamente la ma-
no del nicho complaciente-, le hizo ver de pronto el
tráfico en el que se había metido, y le hizo reparar tam-
bién en que ahora era la mano de Isaura la que busca-
ba su entrepierna por encima del pantalón, qué rico se
te siente, amor, con una fruición tan marcada que casi
molestaba: qué pedo, pensaba José casi fastidiado,
buscando acomodo sobre sí mismo, tratando de rela-
jarse para que nada de eso que estaba sucediendo lo, y
se te siente bien calientito, amor, le susurraba al oído,
pero en realidad José tenía ganas de apagar el motor y
bajarse a mitad de la calle, de dejarla ahí plantada con
su, yo creo que ya estás a punto, amor, de decirle déja-
me en paz, no estés chingando, y no importaba si ella
se. Pero no, no lo hacía. No podía. No sabía qué pedo
otravezyotravez con esa su falta de carácter que a veces
le hacía meter la pata hasta. Pero no. No quería pare-
cer infantil, no debía dejarse llevar por sus arranques
nomás porque sí, ni dejaría que ella notara que. Mejor
aguantar las caricias, los incesantes “masajitos”. Isaura
ha de creer de veras que lo tengo hecho de fierro,
pensó José aún más fastidiado, ya quisiera yo; aprieta
y aprieta y aprieta; nomás porque se endurece cree que
no duele, que no pasa apuros, que el cuero no se raspa
cuando lo estira en seco, o que no siente pasos con esa
forma de abrirse que tiene, con esos espasmos que le
entran cuando está ardiendo como animal sin freno.
Otro pitazo lo obligó a avanzar de nuevo sobre el pe-
queño tramo que había, de veras cómo fastidian, a
buscar una vía de escape, como si hubiera por dónde,
me cae, como si no pudieran ver que. Y la cabeza de
Isaura en su hombro con la mirada puesta en ninguna
parte. Y con la falda hasta arriba, como si disfrutara ir
así, ¿por qué hacía eso?, como si le gustara ir mostran-
do las piernas abiertas, ¿ella gozaba con eso? A veces
creía que Isaura se comportaba peor que una güila. Y
comenzó a imaginar, la sola idea lo ponía turbio de ra-
bia, que en cualquier momento se encontrarían con un
pinche materialista al lado o algún camión de pasaje-
ros, en cualquier caso daba lo mismo, y no iba a poder
evitar el florido despliegue de albures y palabrotas, del
“busquen cuarto, güey”, y ya oía las risas vulgares, las
bocas anchas y las miradas sucias, burlonas y descara-
das; del “si no tocas mejor no la arrugues, güey”, con
los dientes sucios y amarillentos, del “mejor vente aquí
con tu papacito, mamacita”, y las incontenibles olas de
carcajadas unavezyotravez, y ella como si nada, qué
tal, como la fresca flor del membrillo, y él aguantándo-
se, no tenía caso pelearse por ella, el “chinguen-su-ma-
dre” en la boca; y entonces, eso era lo más sensato,
pensaba, mientras durara el enojo, tendría que tomar
por otro carril o dar vuelta en alguna calle desierta y
estacionarse, tranquilo, tranquilo, siquiera para reñir-
la, sí, eso era lo más sensato, pensaba, para decirle qué
pedo, qué te pasa, y ya la sola idea de imaginarlo lo su-
blevaba, por qué traes así la falda y las piernas abiertas
y todo eso, carajo, hasta que la rabia lo orillaba, qué
tal, a darle unas cachetadas, qué forma es esa de com-
portarse, ¡plafaplás!, para que reaccionara, para que
no anduviera de, poniéndole un hasta aquí con tono
dramático, ¿acaso no podía?, como en esas películas de
cabaret donde el padrote, después de que rompe todo
lo que tiene enfrente para parecer lo que no es, sobaja
a la vieja hasta que se cansa, diciéndole “o dejas de ha-
cer esos pinches papelitos o vas a ver quién soy” o algo
así, como si ella no lo conociera, como si después de
tantas chingas la pobre no supiera qué, y luego la
avienta o la ignora o algo así, pero ella, como toda ca-
baretera bien nacida, cae justo a sus pies abrazándose
a él, implorándole que le haga lo que quiera pero que
no le vaya quitar su pedacito de, su chance de seguir fi-
chando para él o algo así, o como cuando en Víctimas
del pecado, Rosa le ruega y le echa perico a Rodolfo, el
cinturita pachuco, para que no la deje por haber tenido
un hijo de él.
Un aullido oscilante trepaba de pronto, imperioso,
el puente del bulevar: partía la tarde en dos oqueda-
des, en dos sueños o dos heridas y culminaba en un
punto en que, y luego la ambulancia bajaba del puente
debatiéndose a tontas y a locas, se esquinaba agresiva
en los camellones aullando sin cesar, se amarraba peli-
grosamente cerca de, no, no era un materialista el que
se le pegaba, el que lo azuzaba, sólo eso le faltaba, ca-
rajo, el que lo acicateaba “¡súrcate güey!”, como si fue-
ra un animal de tiro, y delante de él nadie se abría, na-
die le abría paso, nadie parecía darse cuenta que detrás
de todos, que detrás de él una ambulancia lo traía fin-
to, “¡que te surques, te digo!”, pero qué pinche pedo,
me cae, sí, sólo eso le faltaba, que una ambulancia se le
viniera encimando como, y en esos momentos el Char-
ger valía madres, qué tal máquina, no servía para na-
da, en esos momentos era un estorbo, qué tal mierda,
sobre todo para el bato que traían agonizante, perdien-
do sangre o algo así, y el tráfico entablado, con los ojos
en blanco y dando las últimas o algo así, ¿por qué no te
orillas a la derecha, amor?, mira, aquí hay un huequito
donde te puedes meter, ¿te fijas?, y ella sacaba el brazo
derecho para avisar que, pero el Charger era demasia-
do grande para estos gajes, demasiado grande para él,
y ella le señalaba, allá, detrás de ese taxi, amor, y se re-
prochaba, demasiado tarde, amor, no haber tomado
por Hangares, y él, era cierto, ahí estaba el huequito,
¿por qué no lo había visto antes? Tú nunca ves nada,
amor, eres tan distraído. ‘Mujer que sabe latín’, pensó
José; esos latines la echan a perder, me echan a perder
las ganas que le traigo, echan a perder el pinche vier-
nes por la tarde, lo echan a perder todo, lo que se dice
todo, me cae. Siempre estás en la luna, amor, ¿por qué
no se calla la boca?, y la falda aún subida sobre las
piernas, y el huequito, qué tal, güey, por poco estuvo a
punto de ser ocupado por, quiébrate, más, amor, si no
se te va a meter esa vieja del Datsun, ya sabes, tienes
que hacerlo a la brava, amor, qué ganas de estar jo-
diendo, me cae, si se callara mientras me quito la am-
bulancia de encima, ¿no te lo dije, amor?, ya se enojó
la vieja porque perdió su chance, mientras termino de
volantear para pegarme al otro camellón, ¿sentía la ca-
rrocería del Charger como pegada al asfalto?, mientras
termino de hacer el pinche oso, mientras por fin me li-
bro de, y ella riéndose, aún con las piernas al aire, de la
vieja del Datsun que por alguna razón, en un movi-
miento arriesgado, ¿quiso tomar la delantera yéndose
por la izquierda?, quedó atrapada entre los embates si-
nuosos de la ambulancia. ¿Ya ves, amor?, qué fácil. Sí,
qué fácil. Cuando la ambulancia por fin desapareció,
pero qué pálido estás, amor, dijo ella entre tierna y
burlona, acariciándole el cabello, José casi se sintió
agradecido de no oír más la sirena, ¿por qué no me di-
jiste que te echara una mano, amor?, y es que la ver-
dad, pensaba con furia y autocompasión mientras per-
cibía ¿sufría? el tonito de autosuficiencia de Isaura, no
estaba acostumbrado a esos vaivenes que, no hay que
tomar tan en serio esas cosas, amor, nunca había sido
dueño de un auto y no tenía práctica para, si hay ma-
nera que la ambulancia pase, adelante, si no, que espe-
re, no es tu problema, amor, ¿me entiendes?, ¿cómo
no iba a ser mi problema?, se atragantaba pensando
José con el dilema, qué pinche pedo, me cae, ¿cómo no
iba a ser su problema cuando alguien detrás de él se
viene muriendo?, sólo hazte de la vista gorda ¿me en-
tiendes, amor? Y luego se imaginaba hablando solo,
rumiando solo, discutiendo ese dilema consigo mismo
en la cómplice oscuridad de su cuarto, viendo el techo
como una gran losa de estrías que a cada momento te-
nía que, así que no te preocupes por esas cosas, amor,
viendo el discontinuo ritmo de las cortinas cuyos plie-
gues jaspeados daban la sensación infinita de estar en
medio de, eso pasa todos los días, más de lo que te
imaginas, amor, masticando todo el dilema él solo sin
podérselo decir a Manuel por más que tuviera ganas
de, ¿cómo no iba a ser su problema? ¿Y si el bato de la
ambulancia hubiera sido él? Nadie tiene la vida com-
prada, dicen. Como quiera que sea, pensaba, no quisie-
ra cargar en mi conciencia con algo de lo que. De nue-
vo le dieron ganas de bajarse. Qué pedo, me cae. Ante
la sangre fría de Isaura, y eso que pensaba que la cono-
cía, bien podía botarla en cualquier lugar, en cualquier
callejón, o dejarla en su pinche carro y sin despedirse
de ella. De nuevo pensó en Manuel. Se lo imaginaba
arisco, confundido, furibundo, casi fuera de sí, pen-
diente del teléfono. ¿En qué piensas, amor? ¿Ya se te
olvidó a lo que vamos? Todavía podía irse con él. Pre-
sentarse fingidamente jadeante en el despacho de con-
tadores. Seguro que le disculparía la tardanza y el no
haber ido a comer con él como otras veces: ‘Tía Nidia
no me soltaba, no me dejaba venir. Ya sabes cuánto
quehacer tiene’, o, ‘ya sabes lo que se retrasa el Metro
cuando se atasca de gente’. Él sabría que todo sería
una farsa. Pero no era lo mismo llegar tarde que no lle-
gar. Además, ¿por qué no le había hecho caso?, Ma-
nuel le había prometido llevarlo a ver una película al
Roble: La tienda de los Milagros de Pereira dos San-
tos: “una que no conoces, primo. No te la puedes per-
der”, le había dicho con cierto énfasis. ¿Te pasa algo,
amor, estás enojado o qué? José se hacía el que no oía.
¿Es que no se iba a callar nunca? Miraba hacia donde
no: a esa hora el bulevar tenía algo de ese tono desla-
vado y pajizo de las malas películas hechas con Agfa
color. A veces, le caía de madres que sí, Manuel hubie-
ra hecho uno de sus encuadres con los dedos, ciertas
cosas en la vida de una pareja, hubiera ajustado su ex-
posímetro una, dos, tres veces, le parecían tan insul-
sas, tan vacías, tannosabíaqué. ¿Eran las cosas siempre
así? ¿Un manojo de momentos perdidos? ¿De afanes
estúpidos? ¿Para qué afanarse, entonces? Ya no me
quieres como antes. Eso es lo que pasa, ¿no es cierto,
amor? Ya estás aburrido de mí. ¿Ves? Ni siquiera me
contestas. Ya se habían afanado contándose, en los ca-
fés de Sanborn’s de rigor, todo ese montón de cosas es-
túpidas y cursis que. ¿Por qué ella nunca le hablaba de
su ‘ex’? ¿No me vas a decir qué te pasa, amor? Y es
que, fuera del sexo, a veces no sabía qué hacer con ella.
No sabía de qué platicar con ella. No imaginaba la vida
imposible que sería si se vieran todos los días. Cuando
te pones así, vaya que estás decidido a ignorarme ¿no
es cierto? Pero ni quien te aguante, amor, de veras. Ni
creas que yo, de veras. Y entonces pintaba su raya y se
hacía la ofendida. Y José, qué pedo, me cae, como si
nada. Si ella supiera que a veces él no sabía cómo ha-
cerle para. Claro que nadie podía ser tan maje para
despreciar un trasero como ése. Pero luego no sabía
cómo hacerle para cortarla por lo sano, para decirle,
después del motel, me tengo que ir volando. Porque to-
do el tiempo que pasaba con ella siempre la notaba ca-
chonda y ganosa, como si a toda hora quisiera tener el
fierrito adentro. ¿No era cierto, Isa?, le decía en el mo-
tel después de. No, no lo era, tonto. El calenturiento
era él. Qué mal pensado eres, amor, y lo empujaba en
la cama, juguetona, riéndose de sí misma, poniéndose
boca abajo con la espalda y las piernas desnudas. Qué
pedo, me cae, pensó de nuevo, y se dio cuenta que, sin
saber cómo, y él, claro que era cierto, ¿acaso creía que
no se daba cuenta?, había dejado el bulevar Puerto Aé-
reo y se había metido por la calzada Ignacio Zaragoza,
y pensaba, hastiado y pesimista, ese trasero me va a
dejar seco, y ni siquiera sabía a qué altura estaban de
la calzada, pero eso no importaba. Claro que no, amor,
eres tú el que se imagina cosas, eres tú y tu mente co-
chambrosa, y cuando ya estaba pensando meterse por
la lateral para detenerse y hablar con ella ¿de qué?,
¿acaso iba a ponerse fresa?, ¿a esas alturas iba a po-
nerse blando?, ¿a ofrecerle disculpas por su actitud o
algo así?, desistió al darse cuenta de que ella se bajaba
la falda, se acicalaba, sacaba un espejito del bolso y
empezaba a darse una mano de gato, y luego se revisa-
ba los labios y las pestañas. ¿Mente cochambrosa yo?
No estaría hablando en serio: no lo conocía; y, como
distraído, comparaba los pechos pequeños de ella con
el resto del cuerpo mientras se rascaba un costado y
luego a mitad del cuello: ¿le parecía que en ese pinche
cuarto había chinches?; y luego ella se estiraba la blusa
y se ajustaba varias veces el saco y luego se movía, sin
dejar su aire de mujer ofendida, como buscando aco-
modo sobre el asiento. Cómo creía. Más bien las chin-
ches las traía él, y se rascaba también, juguetona, abra-
zando la almohada, estirándose como una gata. Ten-
drían que cambiar de motel, Isa. Y ella, está bien, como
quieras, amor. De todos modos, José tenía que entrar a
la lateral para dar la vuelta en ‘U’. A esa hora, la calza-
da Ignacio Zaragoza se revestía de hondos matices que
se recortaban en franjas irregulares unas a otras. José
conducía entornando los ojos, a contraluz de los ines-
tables dardos crepusculares. La calzada, en sí, siempre
lo deprimía. Era gris y astrosa. Le parecía peligrosa.
Isaura, como entre seria y distraída, como en otro
mundo, se puso dizque a revisar sus dedos y sus uñas
unayotravez, unayotravez, y permaneció así cosa de
dos, tres, cuatro cuadras. Era obvio que actuaba, que
se hacía la enfadada, pensó él tamborileando el volan-
te. Era obvio que sólo quería ir al motel y darle cuerda
al ganso. Entonces José recordó que al principio ¿dos o
tres semanas después de haberse conocido?, lo prime-
ro que hacían, que empezaron a hacer después que se
besaban y manoseaban en el Charger como un par de
locos adolescentes, era comprarse unas chelas en el
primer súper o depósito que encontraran, buscar un
motel de medio pelo, ponerse puntos pedos y luego ella
a darle al fierrito con las manos, con la boca, con el co-
ño y hasta por el trasero. ‘¡Pobre fierrito!’, pensaba Jo-
sé, sudoroso, cansado y asqueado después de, al ver
que aquel tratamiento despiadado y tortuoso ¿en dón-
de iba a terminar?, dejaba al fierrito lindo flácido, hin-
chado, sucio, gordo y colorado de a madres. Las prime-
ras veces, a pesar del aspecto turbio y deprimente de
los moteles, fue increíble y hasta estimulante. Todo era
como nuevo. Sus afanes coincidían y cada uno adivina-
ba el deseo del otro, “mira Isa, cómo supiste que así
me gusta, no te detengas ¡ajá! ¡ajum!, empújame tu
huesito”; y ella, dejándose hacer un giro quebrado
“¡ay! papacito, pero si apenas te iba a decir que me lo
hicieras así y leíste mi mente, amor, ¡ajum! ¡ahúm!”
Pero lo descabellado vino como tres meses después,
uno de esos viernes indeterminados de septiembre en
que, después de una larga y extenuante sesión, ella le
dijo, algo quisquillosa, exigente y como aburrida “quie-
ro más, quiero más”. Qué pedo, pensó José algo asus-
tado. ¡Quiere más! Qué más quisiera yo. ¡Pero ya no
puedo! Y por primera vez sintió pánico después de, por
primera vez él y su errática condición masculina se
deslizaban como por una barra de mantequilla. ¿Isaura
no era una mujer normal que se satisfacía con?, se dijo
musitando entre dientes, respirando en corto, con los
ojos cerrados y abrazando la almohada.
Todavía haciéndose el desentendido y como para
ganar tiempo y ordenar sus pensamientos, José dio
vuelta en el siguiente retorno que vio, apenas antes de
llegar a la cabeza de Juárez. ¿Por qué pondrían aquí la
cabeza de Juárez? ¿A quién se le ocurriría? ¿No debe-
ría ser la de Zaragoza? Y mientras se hacía estas pre-
guntas estúpidas oyó a lo lejos un largo rechinar de
llantas, seguido de dos o tres golpes fuertes y secos, y
como bañados por una repentina lluvia de cristales.
¡En la madre!, suspiró nasal y con la voz apagada, y
trató de imaginar la distancia de aquel repentino estré-
pito. ¿Qué haces?, dijo ella, aparentando sorpresa al
verlo regresar. Dar vuelta, respondió él con la voz ba-
rrida. ¿Quieres manejar tú?, agregó despectivo, y bus-
có a ver si podía distinguir algo por el retrovisor. Ella
no contestó. ¿Acaso no había escuchado nada? ¿O es-
taba tan ofendida que ni siquiera le importaba lo que?
Y el silencio los acompañó unas cuadras más ¿no esta-
ban ya acostumbrándose a eso?, un silencio que más
bien era una mezcolanza de ruidos incidentales disper-
sos, de estridencias lejanas y disolventes ¿habrá sido
un vehículo solitario?, ¿habrá sido una carambola?, y
del golpeteo de las ruedas sobre el tendido lleno de ba-
ches del pavimento. La tarde, ya vieja, estaba por desa-
parecer: desaparecían las nubes como restregadas por
los alisios, y el cielo se iba volviendo un manto liso,
gris y azulado. La última hora pico de ese viernes de
mayo empezaba a dar señales de ser más larga que
otras: el tráfico había comenzado antes de tiempo ¿o
era ese hastío de mierda de siempre?, pensaba José; y
los transeúntes, cada vez más numerosos, se amonto-
naban en las paradas tratando de abordar a la brava
una pesera, un taxi o un autobús evadiendo los char-
cos fétidos y grasientos que se formaban, que se ha-
bían formado a orillas de las banquetas o encima de las
aceras con las primeras lluvias. Una mujer joven jalaba
de la mano a un niño que intentaba meter la punta del
zapato en un charco, y luego se le acercaba al oído di-
ciéndole quiénsabequé. José imaginaba que Isaura es-
taría pensando a qué hora se pararían a comprar las
chelas, a qué hora buscarían un motel para irse a jugar
al fierrito lindo, como le decía ella cada vez que lo ha-
cían, como le empezó a decir desde la primera vez en
que, como una fiera desesperada, casi se lo acabó todo
sin reparar siquiera en la penetrante y reconcentrada
humedad del cuarto, ni en la cama casi desvencijada,
ni en las sábanas malolientes, ni en la sensación re-
fractaria que producían a la vista las paredes amari-
llentas y sucias, ni en el tufillo a chinche vinchuca que
despedía un mueble que hacía las veces de armario.
José recordó cómo, a pesar de la excitación confusa y
forzada, se le ponía la carne de gallina con aquella vista
del cuarto, y que casi fue un milagro que el fierrito lin-
do se le parara: tuvo que cerrar los ojos, imaginar otra
cosa, un paisaje distinto, un escenario marino, como
de calendario, necesariamente idílico, veladamente
nocturno, con una brisa sedosa que despejara la turba-
ción claustrofóbica de sus sentidos; pero la voracidad
casi desmedida, y las chupadas y restregadas, y la falta
de delicadeza ¿por qué creía que era de fierro?, con
que Isaura apretaba y se metía el miembro a la boca, y
la pinche falta de ventilación ¿a poco no te ahogabas
de asco, eh, pinche Pérez?, lo hacían volver a la turbia
realidad de aquel cuartucho de mierda.
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EL AMOR ES LO DE MENOS

  • 1. EL AMOR ES LO DE MENOS Luis Alberto Marín* Aquel Charger modelo nosabíaqué estaba picudo, pen- saba José cada vez que Isaura pasaba por él, puntual y radiante como una vedette, en la esquina de 17 Norte y bulevar Puerto Aéreo. Pero más picudo era manejarlo y sentir, cuando aceleraba en forma casi compulsiva, cómo casi todo lo demás se volvía nebuloso y carecía de importancia: la pinche nave estaba como quería, le caía de madres que sí, pero difícilmente podía imagi- nar cómo algún día podría llegar a tener algo como eso: muchas veces, frente al espejo humoso del baño, no podía evitar hacerse las odiosas e involuntarias comparaciones de siempre y las mismas preguntas so- bre sí mismo y los otros, que lo sumían con frecuencia en esos largos estados de apatía; sus aspiraciones, que no eran muchas, en realidad eran tan anacrónicas y tan cualquier cosa: podría decirse que todo se reducía a un sueño vago, inconsistente y, además, postergado: un departamento de medio pelo y lleno de libros para él solo, una máquina de escribir portátil y viajes sin ru- tas fijas a cualquier parte del interior de la República. Pero eran los setentas, qué pedo, y él no estaba para contar sueños ni los demás para oírlos, así que no ha- blaba nunca de ello y, en su lugar, adoptaba un aire de altivez muda y reservada que había aprendido no sabía cómo ni dónde, o se encerraba como un inmutable ar- madillo en esa coraza invisible que se había hecho, y fingía ser el inconsciente en el que tanto temía conver- tirse. A las seis de la tarde, el bulevar con sus camellones en doble fila y guarnecido por las altas espigas férricas del alumbrado, iba adquiriendo tonalidades cobrizas y niqueladas que lo hacían verse más imponente de lo que en verdad era. Más allá, hacia el noreste, separa-
  • 2. dos de la mancha urbana por una impenetrable valla monolítica, se extendían, grisáceos y pañosos, los han- gares vacíos y las pistas de aterrizaje del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México. Isaura, con sus modales altivos pero vulgares, liberó el seguro automá- tico de las portezuelas y apagó el motor. José entró re- moviendo el reconcentrado aire perfumado del interior con un ‘hola’ apenas audible y difuso -esa especie de rara indolencia intimidatoria de él la había cautivado desde el primer encuentro informal en aquel hotel de Puerto Vallarta, semanas antes-, y sin decir otra cosa se deslizó hacia ella, quien ensayaba, risueña, un falso mohín de “ya ves que no te hago esperar tanto como dices, acuérdate que te dije que llegaría a tiempo como te gusta”, pero él ya la había asido de los cabellos y mordisqueaba sus labios poco carnosos a pausas reti- centes y sosegadas. Unos segundos bastaron para que esa mixtura conocida de fluidos bucales, lápiz labial y frescura a chicle de menta lo devolviera a la náusea del mundo real, al reino de lo efímero, del intercambio de caricias ya vacías y del inequívoco hastío sexual: muy a su pesar ¿y qué podía ya importarle después de todo?, hacía tiempo que casi todos sus encuentros comenza- ban y terminaban igual, que todo lo que hacían estaba bastante viciado por. Aparentando una mirada de re- proche, creí que te morías por verme, José dejó que ella lo apartara poco a poco, claro que sí, amor, que lo empujara suavemente con las manos, sabes que me traes loca, que me puedes hacer todo lo que quieras, que pusiera un dedo entre sus bocas, pero no sigamos más aquí, amor, vayamos a otra parte, mentira, decía él alejándola con cierta brusquedad, recostándose en un movimiento sin ganas ¿por qué la seguía viendo?, dejando escapar una expresión clara de fastidio, men- tira cuando te hablo a tu trabajo y me dices que me ex- trañas, no seas tonto, lo reprendió ella con un beso casi maternal, pellizcando luego su barbilla y mirándolo enfáticamente. Pero él ya no quiso ver esa inconfundi- ble mirada turbia de deseo que ponía cuando se excita- ba, cuando casi se exhibía como un animal en celo ape- nas la besaba ¿por qué le seguía hablando por teléfo- no? ¿hasta cuándo iba a permitir que ella siguiera ju-
  • 3. gando a? Y, asomándose al retrovisor, comenzó a lim- piarse escrupulosamente de la boca el sabor de la pin- tura de labios con pañuelitos clínex. Mejor me hubiera ido a comer con Manuel, mejor me hubiera ido des- pués al cine con él, se decía, pensando en cómo había dejado plantado a su primo del alma ¿cómo podía ha- cerle eso de nuevo si ya se había prometido que sería la última vez?, y ni siquiera una llamada para decirle, ya de perdida, esta vez no me esperes, fíjate que no voy a poder ir; para mentirle: fíjate que tengo un pinche pro- blema, qué tal si nos vemos después en la casa de mis tíos, aunque de todos modos no se lo iba a creer; sabía de sobra que a él no le iba a tomar el pelo, y que si le llamaba sería tan sólo por no dejar, por no hacerlo me- nos; aunque claro, podría irse a comer, como siempre, con el pegajoso maricón de Godoy; aunque avisarle de todos modos no hubiera servido de nada: ¿un proble- ma?, y ya imaginaba el tono exaltado, inquisitivo y puntilloso al otro lado de la línea: ¿cuál pinche proble- ma?, tampoco de nada hubiera servido esgrimir una excusa medianamente creíble, ni darle una explicación totalmente anodina, llena de brincos y vueltas: ¿un problema?, y lo veía con el ceño fruncido y la mirada reconcentrada y sombría diciéndole, tal vez ya a punto de la exasperación, yo te resuelvo el problema, qué chingaos: así que finalmente decidió mejor no llamar- lo, sí, que se fuera mejor a comer con Godoy o con Co- ria o con quien fuera, pues aunque Manuel estuviera al tanto desde el principio de esa dispareja relación con Isaura -ella le sacaba por lo menos diez años, un divor- cio y una hija incluidos-, no iba a ponerse a hablarle, lo usara como pretexto o no, y menos aún por teléfono, de sus desolados amoríos con ella, o de lo incierto y es- cabroso que era seguir cediendo a la a veces imposible tentación de verla cada semana: ¿hacerle algo así por una mujer? Qué gacho, pensaba. Aunque no era la pri- mera vez. Bien visto, se lo venía haciendo desde nosabíayacuánto, desde aquella vez que. Sí, qué gacho. Y entonces se acordó de “el sermón de la calle”, como le decía, del sermón que una vez le dio, de aquel “cuí- date mucho de las mujeres, primo: sobre todo tienes que saber distinguir entre las que no tienen ambicio-
  • 4. nes y las halconas”, le había dicho Manuel a bocajarro una medianoche viscosa de junio que caminaban sin rumbo fijo por el Paseo de la Reforma, después de ver yanosabíaqué película en el viejo cine Roble, con una misoginia velada que él, José Pérez Aguilera, veinte- añero sin rumbo, recién llegado de la provincia y sin oficio ni beneficio, estaba muy lejos de comprender en- tonces: ¿a santo de qué se lo había dicho? Y luego de que se metían con ese modo torpe de los noctámbulos citadinos al café de chinos de Rosales –la luz bañaba los rostros casi impasibles y retraídos de la clientela con ese color del papel secante-, donde solían rematar algunas veces aquellas sórdidas caminatas, José se quedaba rumiando, con esa su ingenuidad muda e in- quieta de su adolescencia todavía confusa y ensimis- mada, y cuando Isaura aún no aparecía ni remotamen- te en su vida, sobre esa brutal diferencia que el primo Manuel hacía de las mujeres. Sí, pensaba, ¿por qué lo fastidiaba con eso de “cuídate de las mujeres, primo” en medio de una densa noche en que? De cualquier forma -¿cómo decírselo?-, no sabía bien dónde estaba la razón de todo ‘eso’. Isaura le empujó la pierna con desgano, qué vanido- so eres, no es para tanto, amor, ya deja de verte en el espejo, y, tomando la caja de clínex la aventó al asien- to trasero, ni que te hubiera pegado la lepra, decía mordiéndose los labios, como comprobando si la pin- tura que había elegido esa vez no era la apropiada; lue- go se encaramó despacio encima de él diciéndole, des- preocupada, pásate de este lado, amor, cambiemos de lugar, ¿quieres?, y sentándose al otro extremo se baja- ba y alisaba la falda corta con ademanes firmes, mejor maneja tú, ¿sí?, echándose hacia atrás el cabello re- cién degrafilado, ahora vayámonos de aquí, ¿quieres, amor?; el tono comenzaba a ser demasiado amable pe- ro sin titubeos, ¿qué esperas para encender el motor?, decía de una pieza, sin drama, sin fisuras, y él, ya voy, ya voy, no comas ansias, mesándose el cabello, tran- quila, ¿okey?, poniéndose en guardia, improvisándose a sí mismo, diciéndose qué pedo, me cae, jurándose ya no volver a verla de nuevo, encendiendo el motor, pen- sando ésta ya empezó, ¿ahora iba a ponerse ruda y a
  • 5. controlarlo? Un avión de Mexicana ensordeció de ma- nera intempestiva el aire encima de ellos. Siempre quiere salirse con la suya, entonces ambos se encogie- ron de hombros y se taparon los oídos, pero la culpa es mía por darle cuerda, por dejar que, esperando que el sonido se perdiera, por hacerle creer que. Por creerme también que ella de verdad me. Pero en realidad men- tir es lo que hacemos, pensaba: te extraño mucho, amor, de veras, me dice siempre por teléfono, aunque se nota el esfuerzo que le pone a sus palabras, y yo también me estoy muriendo por besarte y por ya sabes qué, le digo, haciéndome el zalamero, ¿por qué, amor?, anda, dímelo, me incita a contestarle como si de veras le, como si a la muy, fuera lo único importante que. Aunque ya estando juntos podría decirse que es otra y no ésa del teléfono que se muestra ansiosa porque lle- gue la tarde del viernes. Pero ambos sabemos que está actuando, que está haciendo esos papelitos de siempre; desde que la conozco se la ha pasado actuando igual que ahora, como si todo el tiempo tuviera una necesi- dad enorme, sin importarle cómo, de estar metida en un remedo de novela rosa con todos sus etcéteras, y se acordaba que ese falso entusiasmo chic, a veces casi pueril, de niña bien nacida, que ostentaba, era algo que al primo Manuel, allá en Puerto Vallarta, donde ambos la conocieron, lo sacaba de sus casillas. Aunque poco aficionado a los autos, a José le gustó el Charger desde el principio sobre todo porque era au- tomático. Era tan fácil de manejar casi como una bici- cleta. No tenía que distraerse cambiando las velocida- des a cada momento, qué güeva, pensaba. En cambio así, con el automático, se iba tendido y le podía aga- rrar la mano a Isaura a sus anchas y ella lo aceptaba complacida y sin miramientos: ¿acaso no decía con fre- cuencia, echándose en su hombro, que se sentía ilu- sionada de tener con quien compartir sus años madu- ros, de volver a sentirse amada, de sentirse mujer y sentirse joven, pero sobre todo, amor, los ojos colma- dos de felicidad, de sentirse segura? Y José se lo había creído hasta que le cayó el veinte de que era pura ac- tuación, le caía de madres que sí, era parte de su artifi- cio rosa, de su manera de hablar de princesa de cuen-
  • 6. to. O como cuando en lugar de la mano le tocaba las piernas, esas piernas de mujer madura que aún con- servaban su dureza y tersura y mantenían en vilo la mirada tortuosa de los hombres. La neta que todavía tiene bonitas piernas, pensaba José mientras su mano caliente, tensa, enervada, iba buscando el muslo tibio, poderoso, anhelante y ella se abría discreta y poco a poco, ¿más por alargar el momento que por recato?, al tiempo que suspiraba hondo y cerraba los ojos, ¿los párpados temblorosos?, hundiéndose en un río intan- gible, sin culpa, inmaculado, al tiempo que él, José Pé- rez Aguilera, empujando el canto de la mano ¿con deli- cadeza? vencía las últimas resistencias que ofrecía, con disimulo, aquel sexo apenas protegido por una prenda de encaje. Cuando llegaba a este punto, en un impulso aparentemente repentino, José aceleraba peligrosa- mente, contaba sin contar los segundos, calculaba el tiempo hipotético y la velocidad que la máquina alcan- zaría en tan corto tramo, sí, el Charger estaba picudo, los ciento veinte o ciento cincuenta kilómetros por ho- ra, concentrándose siempre en no perder detalle de aquella sensación aérea, placentera, casi luminosa, co- mo de movimiento perpetuo y único que quería guar- dar para siempre en su memoria. Luego, muy a su pe- sar, iba desacelerando suavemente, hasta llegar a un punto en que percibía que el tiempo, su tiempo perso- nal, ese tiempo que siempre sentía pasar sin saber có- mo, era justo como el de la mayoría, igual de soso y de ridículo y de pendejo, y se descubría, de pronto, sin- tiéndose aún más ridículo y extraño, ¿por qué a veces era demasiado consciente de sí mismo?, manejando un auto que no era de él, y con la mano metida en la en- trepierna húmeda de una mujer divorciada y más grande que él y de la que fingía estar enamorado, ¿no lo hacía ella también?, y con la puta sensación otravez otravez otravez de no saber hacia dónde iba su vida, su pinche vida, la única que tenía, qué pedo, me cae (y lo que tendría qué hacer o mentir o inventar o aceptar el día de mañana y pasado mañana para sobrevivir sin sentirse humillado, ¿sin tener esa sensación de estar arrimado en casa de Manuel? y fingir otravezyotravez, a pesar de lo bien que se portaban los tíos, que la hu-
  • 7. millación no era tal -el pan ajeno hace al hijo bueno-, sino una ‘virtud cristiana’ que estaba muy lejos de, la única juventud que tenía y la debía emplear haciendo mandados ajenos, vete al banco a pagar la letra de hoy, Joseíto, sí tío, y no te olvides de contar las fichas de de- pósito de la lechería, no tío, y me traes unos cigarros Delicados de la tienda, cómo no tío; la única que tenía y por las madrugadas debía arrastrarse, qué tal, literal- mente de la cama hasta el puto despertador que estaba en la cómoda, revolviéndose en las cobijas, odiando el piso helado en el instante más espeso del sueño, “ya es hora, Joseíto”, se oía una voz capitosa que parecía no dormir nunca, desde el otro cuarto, “ya estoy listo, tío, ya me voy a abrir la tienda”, contestaba con la voz aún entrecortada y el interior de su boca casi pegada a la lengua; la única y levantarse el primero; qué gacho, me cae, eso de despertarse a güevo tan tempranito tiri- tando de frío para que sólo dijeran Joseíto es tan aco- medido, vestirse de volada como si nada, aunque fue- ran las cuatro de la mañana y no pensaran qué mala- gradecido que no se levanta, con tantas cosas que ha- bía qué hacer y la tienda que estaba tan lejos, la única vida y). Un claxonazo persistente, todavía sobre el bu- levar Puerto Aéreo -José retiró instintivamente la ma- no del nicho complaciente-, le hizo ver de pronto el tráfico en el que se había metido, y le hizo reparar tam- bién en que ahora era la mano de Isaura la que busca- ba su entrepierna por encima del pantalón, qué rico se te siente, amor, con una fruición tan marcada que casi molestaba: qué pedo, pensaba José casi fastidiado, buscando acomodo sobre sí mismo, tratando de rela- jarse para que nada de eso que estaba sucediendo lo, y se te siente bien calientito, amor, le susurraba al oído, pero en realidad José tenía ganas de apagar el motor y bajarse a mitad de la calle, de dejarla ahí plantada con su, yo creo que ya estás a punto, amor, de decirle déja- me en paz, no estés chingando, y no importaba si ella se. Pero no, no lo hacía. No podía. No sabía qué pedo otravezyotravez con esa su falta de carácter que a veces le hacía meter la pata hasta. Pero no. No quería pare- cer infantil, no debía dejarse llevar por sus arranques nomás porque sí, ni dejaría que ella notara que. Mejor
  • 8. aguantar las caricias, los incesantes “masajitos”. Isaura ha de creer de veras que lo tengo hecho de fierro, pensó José aún más fastidiado, ya quisiera yo; aprieta y aprieta y aprieta; nomás porque se endurece cree que no duele, que no pasa apuros, que el cuero no se raspa cuando lo estira en seco, o que no siente pasos con esa forma de abrirse que tiene, con esos espasmos que le entran cuando está ardiendo como animal sin freno. Otro pitazo lo obligó a avanzar de nuevo sobre el pe- queño tramo que había, de veras cómo fastidian, a buscar una vía de escape, como si hubiera por dónde, me cae, como si no pudieran ver que. Y la cabeza de Isaura en su hombro con la mirada puesta en ninguna parte. Y con la falda hasta arriba, como si disfrutara ir así, ¿por qué hacía eso?, como si le gustara ir mostran- do las piernas abiertas, ¿ella gozaba con eso? A veces creía que Isaura se comportaba peor que una güila. Y comenzó a imaginar, la sola idea lo ponía turbio de ra- bia, que en cualquier momento se encontrarían con un pinche materialista al lado o algún camión de pasaje- ros, en cualquier caso daba lo mismo, y no iba a poder evitar el florido despliegue de albures y palabrotas, del “busquen cuarto, güey”, y ya oía las risas vulgares, las bocas anchas y las miradas sucias, burlonas y descara- das; del “si no tocas mejor no la arrugues, güey”, con los dientes sucios y amarillentos, del “mejor vente aquí con tu papacito, mamacita”, y las incontenibles olas de carcajadas unavezyotravez, y ella como si nada, qué tal, como la fresca flor del membrillo, y él aguantándo- se, no tenía caso pelearse por ella, el “chinguen-su-ma- dre” en la boca; y entonces, eso era lo más sensato, pensaba, mientras durara el enojo, tendría que tomar por otro carril o dar vuelta en alguna calle desierta y estacionarse, tranquilo, tranquilo, siquiera para reñir- la, sí, eso era lo más sensato, pensaba, para decirle qué pedo, qué te pasa, y ya la sola idea de imaginarlo lo su- blevaba, por qué traes así la falda y las piernas abiertas y todo eso, carajo, hasta que la rabia lo orillaba, qué tal, a darle unas cachetadas, qué forma es esa de com- portarse, ¡plafaplás!, para que reaccionara, para que no anduviera de, poniéndole un hasta aquí con tono dramático, ¿acaso no podía?, como en esas películas de
  • 9. cabaret donde el padrote, después de que rompe todo lo que tiene enfrente para parecer lo que no es, sobaja a la vieja hasta que se cansa, diciéndole “o dejas de ha- cer esos pinches papelitos o vas a ver quién soy” o algo así, como si ella no lo conociera, como si después de tantas chingas la pobre no supiera qué, y luego la avienta o la ignora o algo así, pero ella, como toda ca- baretera bien nacida, cae justo a sus pies abrazándose a él, implorándole que le haga lo que quiera pero que no le vaya quitar su pedacito de, su chance de seguir fi- chando para él o algo así, o como cuando en Víctimas del pecado, Rosa le ruega y le echa perico a Rodolfo, el cinturita pachuco, para que no la deje por haber tenido un hijo de él. Un aullido oscilante trepaba de pronto, imperioso, el puente del bulevar: partía la tarde en dos oqueda- des, en dos sueños o dos heridas y culminaba en un punto en que, y luego la ambulancia bajaba del puente debatiéndose a tontas y a locas, se esquinaba agresiva en los camellones aullando sin cesar, se amarraba peli- grosamente cerca de, no, no era un materialista el que se le pegaba, el que lo azuzaba, sólo eso le faltaba, ca- rajo, el que lo acicateaba “¡súrcate güey!”, como si fue- ra un animal de tiro, y delante de él nadie se abría, na- die le abría paso, nadie parecía darse cuenta que detrás de todos, que detrás de él una ambulancia lo traía fin- to, “¡que te surques, te digo!”, pero qué pinche pedo, me cae, sí, sólo eso le faltaba, que una ambulancia se le viniera encimando como, y en esos momentos el Char- ger valía madres, qué tal máquina, no servía para na- da, en esos momentos era un estorbo, qué tal mierda, sobre todo para el bato que traían agonizante, perdien- do sangre o algo así, y el tráfico entablado, con los ojos en blanco y dando las últimas o algo así, ¿por qué no te orillas a la derecha, amor?, mira, aquí hay un huequito donde te puedes meter, ¿te fijas?, y ella sacaba el brazo derecho para avisar que, pero el Charger era demasia- do grande para estos gajes, demasiado grande para él, y ella le señalaba, allá, detrás de ese taxi, amor, y se re- prochaba, demasiado tarde, amor, no haber tomado por Hangares, y él, era cierto, ahí estaba el huequito, ¿por qué no lo había visto antes? Tú nunca ves nada,
  • 10. amor, eres tan distraído. ‘Mujer que sabe latín’, pensó José; esos latines la echan a perder, me echan a perder las ganas que le traigo, echan a perder el pinche vier- nes por la tarde, lo echan a perder todo, lo que se dice todo, me cae. Siempre estás en la luna, amor, ¿por qué no se calla la boca?, y la falda aún subida sobre las piernas, y el huequito, qué tal, güey, por poco estuvo a punto de ser ocupado por, quiébrate, más, amor, si no se te va a meter esa vieja del Datsun, ya sabes, tienes que hacerlo a la brava, amor, qué ganas de estar jo- diendo, me cae, si se callara mientras me quito la am- bulancia de encima, ¿no te lo dije, amor?, ya se enojó la vieja porque perdió su chance, mientras termino de volantear para pegarme al otro camellón, ¿sentía la ca- rrocería del Charger como pegada al asfalto?, mientras termino de hacer el pinche oso, mientras por fin me li- bro de, y ella riéndose, aún con las piernas al aire, de la vieja del Datsun que por alguna razón, en un movi- miento arriesgado, ¿quiso tomar la delantera yéndose por la izquierda?, quedó atrapada entre los embates si- nuosos de la ambulancia. ¿Ya ves, amor?, qué fácil. Sí, qué fácil. Cuando la ambulancia por fin desapareció, pero qué pálido estás, amor, dijo ella entre tierna y burlona, acariciándole el cabello, José casi se sintió agradecido de no oír más la sirena, ¿por qué no me di- jiste que te echara una mano, amor?, y es que la ver- dad, pensaba con furia y autocompasión mientras per- cibía ¿sufría? el tonito de autosuficiencia de Isaura, no estaba acostumbrado a esos vaivenes que, no hay que tomar tan en serio esas cosas, amor, nunca había sido dueño de un auto y no tenía práctica para, si hay ma- nera que la ambulancia pase, adelante, si no, que espe- re, no es tu problema, amor, ¿me entiendes?, ¿cómo no iba a ser mi problema?, se atragantaba pensando José con el dilema, qué pinche pedo, me cae, ¿cómo no iba a ser su problema cuando alguien detrás de él se viene muriendo?, sólo hazte de la vista gorda ¿me en- tiendes, amor? Y luego se imaginaba hablando solo, rumiando solo, discutiendo ese dilema consigo mismo en la cómplice oscuridad de su cuarto, viendo el techo como una gran losa de estrías que a cada momento te- nía que, así que no te preocupes por esas cosas, amor,
  • 11. viendo el discontinuo ritmo de las cortinas cuyos plie- gues jaspeados daban la sensación infinita de estar en medio de, eso pasa todos los días, más de lo que te imaginas, amor, masticando todo el dilema él solo sin podérselo decir a Manuel por más que tuviera ganas de, ¿cómo no iba a ser su problema? ¿Y si el bato de la ambulancia hubiera sido él? Nadie tiene la vida com- prada, dicen. Como quiera que sea, pensaba, no quisie- ra cargar en mi conciencia con algo de lo que. De nue- vo le dieron ganas de bajarse. Qué pedo, me cae. Ante la sangre fría de Isaura, y eso que pensaba que la cono- cía, bien podía botarla en cualquier lugar, en cualquier callejón, o dejarla en su pinche carro y sin despedirse de ella. De nuevo pensó en Manuel. Se lo imaginaba arisco, confundido, furibundo, casi fuera de sí, pen- diente del teléfono. ¿En qué piensas, amor? ¿Ya se te olvidó a lo que vamos? Todavía podía irse con él. Pre- sentarse fingidamente jadeante en el despacho de con- tadores. Seguro que le disculparía la tardanza y el no haber ido a comer con él como otras veces: ‘Tía Nidia no me soltaba, no me dejaba venir. Ya sabes cuánto quehacer tiene’, o, ‘ya sabes lo que se retrasa el Metro cuando se atasca de gente’. Él sabría que todo sería una farsa. Pero no era lo mismo llegar tarde que no lle- gar. Además, ¿por qué no le había hecho caso?, Ma- nuel le había prometido llevarlo a ver una película al Roble: La tienda de los Milagros de Pereira dos San- tos: “una que no conoces, primo. No te la puedes per- der”, le había dicho con cierto énfasis. ¿Te pasa algo, amor, estás enojado o qué? José se hacía el que no oía. ¿Es que no se iba a callar nunca? Miraba hacia donde no: a esa hora el bulevar tenía algo de ese tono desla- vado y pajizo de las malas películas hechas con Agfa color. A veces, le caía de madres que sí, Manuel hubie- ra hecho uno de sus encuadres con los dedos, ciertas cosas en la vida de una pareja, hubiera ajustado su ex- posímetro una, dos, tres veces, le parecían tan insul- sas, tan vacías, tannosabíaqué. ¿Eran las cosas siempre así? ¿Un manojo de momentos perdidos? ¿De afanes estúpidos? ¿Para qué afanarse, entonces? Ya no me quieres como antes. Eso es lo que pasa, ¿no es cierto, amor? Ya estás aburrido de mí. ¿Ves? Ni siquiera me
  • 12. contestas. Ya se habían afanado contándose, en los ca- fés de Sanborn’s de rigor, todo ese montón de cosas es- túpidas y cursis que. ¿Por qué ella nunca le hablaba de su ‘ex’? ¿No me vas a decir qué te pasa, amor? Y es que, fuera del sexo, a veces no sabía qué hacer con ella. No sabía de qué platicar con ella. No imaginaba la vida imposible que sería si se vieran todos los días. Cuando te pones así, vaya que estás decidido a ignorarme ¿no es cierto? Pero ni quien te aguante, amor, de veras. Ni creas que yo, de veras. Y entonces pintaba su raya y se hacía la ofendida. Y José, qué pedo, me cae, como si nada. Si ella supiera que a veces él no sabía cómo ha- cerle para. Claro que nadie podía ser tan maje para despreciar un trasero como ése. Pero luego no sabía cómo hacerle para cortarla por lo sano, para decirle, después del motel, me tengo que ir volando. Porque to- do el tiempo que pasaba con ella siempre la notaba ca- chonda y ganosa, como si a toda hora quisiera tener el fierrito adentro. ¿No era cierto, Isa?, le decía en el mo- tel después de. No, no lo era, tonto. El calenturiento era él. Qué mal pensado eres, amor, y lo empujaba en la cama, juguetona, riéndose de sí misma, poniéndose boca abajo con la espalda y las piernas desnudas. Qué pedo, me cae, pensó de nuevo, y se dio cuenta que, sin saber cómo, y él, claro que era cierto, ¿acaso creía que no se daba cuenta?, había dejado el bulevar Puerto Aé- reo y se había metido por la calzada Ignacio Zaragoza, y pensaba, hastiado y pesimista, ese trasero me va a dejar seco, y ni siquiera sabía a qué altura estaban de la calzada, pero eso no importaba. Claro que no, amor, eres tú el que se imagina cosas, eres tú y tu mente co- chambrosa, y cuando ya estaba pensando meterse por la lateral para detenerse y hablar con ella ¿de qué?, ¿acaso iba a ponerse fresa?, ¿a esas alturas iba a po- nerse blando?, ¿a ofrecerle disculpas por su actitud o algo así?, desistió al darse cuenta de que ella se bajaba la falda, se acicalaba, sacaba un espejito del bolso y empezaba a darse una mano de gato, y luego se revisa- ba los labios y las pestañas. ¿Mente cochambrosa yo? No estaría hablando en serio: no lo conocía; y, como distraído, comparaba los pechos pequeños de ella con el resto del cuerpo mientras se rascaba un costado y
  • 13. luego a mitad del cuello: ¿le parecía que en ese pinche cuarto había chinches?; y luego ella se estiraba la blusa y se ajustaba varias veces el saco y luego se movía, sin dejar su aire de mujer ofendida, como buscando aco- modo sobre el asiento. Cómo creía. Más bien las chin- ches las traía él, y se rascaba también, juguetona, abra- zando la almohada, estirándose como una gata. Ten- drían que cambiar de motel, Isa. Y ella, está bien, como quieras, amor. De todos modos, José tenía que entrar a la lateral para dar la vuelta en ‘U’. A esa hora, la calza- da Ignacio Zaragoza se revestía de hondos matices que se recortaban en franjas irregulares unas a otras. José conducía entornando los ojos, a contraluz de los ines- tables dardos crepusculares. La calzada, en sí, siempre lo deprimía. Era gris y astrosa. Le parecía peligrosa. Isaura, como entre seria y distraída, como en otro mundo, se puso dizque a revisar sus dedos y sus uñas unayotravez, unayotravez, y permaneció así cosa de dos, tres, cuatro cuadras. Era obvio que actuaba, que se hacía la enfadada, pensó él tamborileando el volan- te. Era obvio que sólo quería ir al motel y darle cuerda al ganso. Entonces José recordó que al principio ¿dos o tres semanas después de haberse conocido?, lo prime- ro que hacían, que empezaron a hacer después que se besaban y manoseaban en el Charger como un par de locos adolescentes, era comprarse unas chelas en el primer súper o depósito que encontraran, buscar un motel de medio pelo, ponerse puntos pedos y luego ella a darle al fierrito con las manos, con la boca, con el co- ño y hasta por el trasero. ‘¡Pobre fierrito!’, pensaba Jo- sé, sudoroso, cansado y asqueado después de, al ver que aquel tratamiento despiadado y tortuoso ¿en dón- de iba a terminar?, dejaba al fierrito lindo flácido, hin- chado, sucio, gordo y colorado de a madres. Las prime- ras veces, a pesar del aspecto turbio y deprimente de los moteles, fue increíble y hasta estimulante. Todo era como nuevo. Sus afanes coincidían y cada uno adivina- ba el deseo del otro, “mira Isa, cómo supiste que así me gusta, no te detengas ¡ajá! ¡ajum!, empújame tu huesito”; y ella, dejándose hacer un giro quebrado “¡ay! papacito, pero si apenas te iba a decir que me lo hicieras así y leíste mi mente, amor, ¡ajum! ¡ahúm!”
  • 14. Pero lo descabellado vino como tres meses después, uno de esos viernes indeterminados de septiembre en que, después de una larga y extenuante sesión, ella le dijo, algo quisquillosa, exigente y como aburrida “quie- ro más, quiero más”. Qué pedo, pensó José algo asus- tado. ¡Quiere más! Qué más quisiera yo. ¡Pero ya no puedo! Y por primera vez sintió pánico después de, por primera vez él y su errática condición masculina se deslizaban como por una barra de mantequilla. ¿Isaura no era una mujer normal que se satisfacía con?, se dijo musitando entre dientes, respirando en corto, con los ojos cerrados y abrazando la almohada. Todavía haciéndose el desentendido y como para ganar tiempo y ordenar sus pensamientos, José dio vuelta en el siguiente retorno que vio, apenas antes de llegar a la cabeza de Juárez. ¿Por qué pondrían aquí la cabeza de Juárez? ¿A quién se le ocurriría? ¿No debe- ría ser la de Zaragoza? Y mientras se hacía estas pre- guntas estúpidas oyó a lo lejos un largo rechinar de llantas, seguido de dos o tres golpes fuertes y secos, y como bañados por una repentina lluvia de cristales. ¡En la madre!, suspiró nasal y con la voz apagada, y trató de imaginar la distancia de aquel repentino estré- pito. ¿Qué haces?, dijo ella, aparentando sorpresa al verlo regresar. Dar vuelta, respondió él con la voz ba- rrida. ¿Quieres manejar tú?, agregó despectivo, y bus- có a ver si podía distinguir algo por el retrovisor. Ella no contestó. ¿Acaso no había escuchado nada? ¿O es- taba tan ofendida que ni siquiera le importaba lo que? Y el silencio los acompañó unas cuadras más ¿no esta- ban ya acostumbrándose a eso?, un silencio que más bien era una mezcolanza de ruidos incidentales disper- sos, de estridencias lejanas y disolventes ¿habrá sido un vehículo solitario?, ¿habrá sido una carambola?, y del golpeteo de las ruedas sobre el tendido lleno de ba- ches del pavimento. La tarde, ya vieja, estaba por desa- parecer: desaparecían las nubes como restregadas por los alisios, y el cielo se iba volviendo un manto liso, gris y azulado. La última hora pico de ese viernes de mayo empezaba a dar señales de ser más larga que otras: el tráfico había comenzado antes de tiempo ¿o era ese hastío de mierda de siempre?, pensaba José; y
  • 15. los transeúntes, cada vez más numerosos, se amonto- naban en las paradas tratando de abordar a la brava una pesera, un taxi o un autobús evadiendo los char- cos fétidos y grasientos que se formaban, que se ha- bían formado a orillas de las banquetas o encima de las aceras con las primeras lluvias. Una mujer joven jalaba de la mano a un niño que intentaba meter la punta del zapato en un charco, y luego se le acercaba al oído di- ciéndole quiénsabequé. José imaginaba que Isaura es- taría pensando a qué hora se pararían a comprar las chelas, a qué hora buscarían un motel para irse a jugar al fierrito lindo, como le decía ella cada vez que lo ha- cían, como le empezó a decir desde la primera vez en que, como una fiera desesperada, casi se lo acabó todo sin reparar siquiera en la penetrante y reconcentrada humedad del cuarto, ni en la cama casi desvencijada, ni en las sábanas malolientes, ni en la sensación re- fractaria que producían a la vista las paredes amari- llentas y sucias, ni en el tufillo a chinche vinchuca que despedía un mueble que hacía las veces de armario. José recordó cómo, a pesar de la excitación confusa y forzada, se le ponía la carne de gallina con aquella vista del cuarto, y que casi fue un milagro que el fierrito lin- do se le parara: tuvo que cerrar los ojos, imaginar otra cosa, un paisaje distinto, un escenario marino, como de calendario, necesariamente idílico, veladamente nocturno, con una brisa sedosa que despejara la turba- ción claustrofóbica de sus sentidos; pero la voracidad casi desmedida, y las chupadas y restregadas, y la falta de delicadeza ¿por qué creía que era de fierro?, con que Isaura apretaba y se metía el miembro a la boca, y la pinche falta de ventilación ¿a poco no te ahogabas de asco, eh, pinche Pérez?, lo hacían volver a la turbia realidad de aquel cuartucho de mierda. ------------------------- *Lumagui