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Jean-Claude Carrière

LA PELÍCULA QUE NO SE VE

LA DESAPARICIÓN DEL GUIÓN
   A veces se oye a un actor decir: «Voy a hacer esta película. E1 guión no vale
mucho, pero mi papel es muy bueno». Nunca he entendido—yo, que escribo
guiones—lo que significan frases como ésta. Ni siquiera cuando un amigo me
dice, creyendo halagarme: «Me ha gustado mucho tu guión, y los diálogos me
han parecido maravillosos, pero la película no era gran cosa». En estos casos, mi
reacción es la perplejidad.

   No entiendo cómo puede disociarse un guión de una película, apreciarlos por
separado. Personalmente, soy incapaz de hacerlo con las películas de los demás.
Puede que admire tal o cual encuadre o, por el contrario, que me disguste la
interpretación de un determinado actor, pero las películas me gustan o no me
gustan de una manera global. No me cabe en la cabeza una película bien dirigida
y mal escrita (o viceversa): en resumidas cuentas, un monstruo, un híbrido casi
inimaginable. Una película es siempre una sola cosa, un todo más o menos
conseguido, con partes mejores que otras. A veces una puesta en escena
inventiva y sutil puede insuflar vida a una historieta de lo más banal. Es posible.
A la inversa, un director mediocre o arrogante puede sabotear abominablemente
una bonita historia, y ejemplos de ello no faltan. Pero, en este caso, el guión
original ha desaparecido, ha sido asesinado, ya no existe: ¿cómo se puede decir,
entonces, que es bueno?

   Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el
filme nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin
duda, aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que,
sin embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con
otra forma, que será la definitiva.
Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela,
mi editor, Robert Laffont, me propuso—sabiendo lo mucho que me atraía el
cine—participar en un extraño concurso. Acababa de filmar un contrato con
Jacques Tati para publicar dos libros inspirados en dos de sus películas. Las
vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951 ) y Mi tío
(Mon oncle, 1958). Entonces en pleno rodaje, Tati propuso a Laffont que dijera
a algunos de sus más jóvenes autores que escribieran un capítulo de Las
vacaciones del señor Hulot. Después, él escogería al novelista definitivo.

   Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida.
Jacques Tati escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera
persona cediendo la palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy
pulido que se pasea siempre con su mujer, con las manos a la espalda,
aburriéndose cada año durante tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot,
claro está, estropea las vacaciones.

   Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí
con el corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a
entrar en una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió
enseguida. Hablaba poco, y miraba a la gente de una manera extraña pero
minuciosa. Primero me preguntó qué sabía yo del mundo del cine. Yo le
respondí que era lo que más me gustaba en el mundo, que iba a la Cinémathèque
tres veces a la semana, que...

Me interrumpió con un gesto de su mano:

  —No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo
del cine, de la manera en que se hace una película.

Le respondí, sinceramente, que muy poco, casi nada.
—¿Nunca ha hecho cine?

—No, señor.

   Llamó a su montadura, Suzanne Baron (con la que después yo mismo
trabajaría varias veces, en El tambor de hojalata [Die Blechtrommel, 1979], de
Volker Schlöndorff, por ejemplo), y le dijo:

—Suzanne, muéstrele a este joven lo que es el cine.

   En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi
primera gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea—
aunque sólo se trate de escribir un libro a partir de una película—hay que saber
primero cómo se hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada
sirve pretender ignorar, con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas
esas máquinas y ese quehacer artesanal.

  Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.

   Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo
inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló
ante una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la
primera bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina.
Luego, en alguna parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a
aparecer en la pequeña pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar
y retroceder el filme, cómo podía congelar la imagen, acelerar el movimiento,
ralentizarlo, volver al punto de partida, todo ello mediante una pequeña palanca
metálica. Una palanca mágica que me permitió jugar por primera vez con el
tiempo.

   Cuando toda la parte mecánica estuvo en marcha, Suzanne puso a mi lado un
ejemplar del guión del filme y me dijo algo que nunca olvidaré y que constituyó
mi segunda gran lección de aquel día, aunque no me diera cuenta de ello hasta
mucho más tarde.

  Puso la mano sobre el guión, luego sobre la bobina de la película, y me dijo:

—El problema consiste en pasar de esto a esto.

   El problema. Es muy fácil de decir. Se trata de una frase que, si no se le
presta mucha atención, podría pasar por una observación más bien vulgar,
incluso banal. Pero, en realidad, incluye en sí misma el gran secreto de la
transformación. Indica claramente lo esencial, es decir, que el rodaje de un filme
es una operación verdaderamente alquímica, que consiste en transformar papel
en película, pasar «de esto a esto». Una transmutación en la que es la propia
materia la que se transforma.

   Es bien sabido que, al final de un rodaje, el guión suele tirarse a la basura. Es
rechazado, abandonado, destruido, ya no existe, porque se ha convertido en otra
cosa. Con bastante frecuencia, he comparado esta inevitable metamorfosis con
la oruga que se convierte en mariposa. El cuerpo de la oruga contiene ya todas
las células, todos los colores de la mariposa, es su virtualidad. Pero aún no
puede volar.

   La esencia misma de su sustancia la destina al vuelo y, sin embargo, se agarra
torpemente a la rama de un árbol, a merced de los expectantes pájaros.

   Cuando llega el momento y se transforma, cuando adquiere su forma
definitiva y empieza a volar de flor en flor, de su primera apariencia sólo queda
la piel, que el viento arranca finalmente de la rama. Así también el guión,
olvidado como una oruga.

  Por eso, en contra de lo que se suele pensar, el guión no es la última fase de
una aventura literaria, sino la primera fase de una película. Jacques Tati y
Suzanne Baron me lo demostraron en muy pocos minutos, hace treinta y cinco
años, y cada día que pasa la experiencia me lo confirma. El guionista es más
cineasta que novelista. Evidentemente, nunca le perjudicará saber escribir
(incluso puede resultarle muy útil, y no sólo en el mundo del cine), pero eso que
denominamos “escritura cinematográfica” es un ejercicio específico y muy
difícil que no se parece a ningún otro. Se trata de una escritura que se debe
recordar a cada instante a sí misma, con insistencia casi obsesiva, que está
destinada a desaparecer, a una inevitable metamorfosis. De todos los objetos
relacionados con la literatura, el guión es aquel que cuenta con menos lectores:
como mucho un centenar. Y todos buscan en él únicamente su interés particular
y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en su papel (lo que se llama
una «lectura egoísta»), los productores y distribuidores en las posibilidades de
éxito, el director de producción en los figurantes y los rodajes nocturnos, el
ingeniero de sonido oirá ya el filme sólo con volver las páginas y el director de
fotografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas individuales.
Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona... y se abandona. Sé que
ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican, aunque
sólo si el filme funciona: entonces sobreviven a sí mismos.

   55
   De todas las formas de escritura, la cinematográfica me parece la más difícil,
pues para ponerla en práctica son necesarias unas cuantas cualidades que
raramente se encuentran reunidas. Hace falta talento, por supuesto, como para
todo, pero también inventiva, emotividad, tenacidad. Es necesario un mínimo de
capacidad literaria e incluso de habilidad. También un sentido especial del
diálogo, que debe parecer real sin serlo, y un buen bagaje técnico. Como decía
Tati, hace falta saber cómo se hace una película. De lo contrario, estaremos
escribiendo sobre el absoluto, sobre utopías, y nuestras frases, por elegantes que
sean, permanecerán irrealizables, aunque sólo sea por razones de presupuesto.

Hay que saber cuánto cuesta lo que se escribe.
A estas obligaciones, a este paso inevitable por los actores y los técnicos, hay
que añadir una cualidad singular muy difícil de conseguir y mantener: una cierta
humildad. Y no sólo porque, en la mayor parte de los casos, el filme acabará
perteneciendo al director, cuyo nombre será el único en ser glorificado (o
maldecido), sino también porque la obra escrita, sucia y arrugada, acabará
finalmente desechada, como la piel de la oruga. En el camino, hay que poder
redirigir nuestro amor, nuestros sentimientos, hacia el filme, pues, cuando
finalmente exista, todos nuestros esfuerzos e investigaciones desaparecerán
como por arte de magia. Y así, el último día, podremos salir del estudio sin tener
que mirar con amargura las papeleras.

   Permanecí más de diez días en aquella oscura habitación a la que yo llamo mi
caverna iniciática. Me enseñaron campos y contracampos, planos generales,
diferentes encuadres, buenos y malos raccords. Primeros balbuceos de un
lenguaje completamente nuevo para mí. Me hablaron de ritmo e incluso de
estilo. Un joven delgado y nervioso, de grandes y brillantes ojos, ayudante de
Tati pero también gagman, músico e ilusionista, venia a verme a menudo. Se
llamaba Pierre Etaix. Con él, algunos años más tarde, compartiría mis inicios en
el mundo del cine. Y desde entonces no nos hemos separado.

   Pierre se sentaba a mi lado e intentaba responder a mis ingenuas preguntas.
¿Por qué ese plano no es, en la película, tal y como se describe en el guión? Por
múltiples razones, me decía Pierre, que ha sido imposible prever: un malecón
demasiado corto, un actor poco hábil a la hora de encadenar sus gestos (algo que
exige una gran precisión en una película cómica), el mal tiempo, un perro
caprichoso, los azares del rodaje, en fin, o bien el hecho de darse cuenta, de
repente, de que aquello que parecía muy divertido sobre el papel se convierte en
algo más bien pesado, o inverosímil, o previsible, cuando se intenta darle forma
y vida ante la cámara.

   Son los inevitables accidentes de la transformación. Sean cuales fueren las
precauciones que se tomen, y a pesar del trabajo previo, de las improvisaciones,
de las correcciones y de las repeticiones, existen ciertos momentos (no sé
decirlo de otro modo, no encuentro otra palabra para ello) que se resisten a
convertirse en tal o cual parte del filme. Se puede tratar de obligarlos a ello,
hacerlos encajar por la fuerza, pero entonces se someterán de mala gana,
dejando siempre tras de sí una cierta insatisfacción, tanto por nuestra parte como
por la de los espectadores.

   ¿,Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando
se lee en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla?
¿Es por el paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas
quedan siempre indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y
cuyo corazón son tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema
irresoluble?

   Todos los directores se han enfrentado a esta resistencia, a este rechazo.
Puede decirse entonces que la escena, o un determinado momento de la escena,
resopla como una mula tozuda. A pesar de todos nuestros intentos, este maldito
momento no formará parte del filme.

   Es algo que los actores, por instinto, reconocen a menudo: «Tengo un
problema con esto», suelen decir. No pueden definirlo muy bien pero, cada vez
que intentan abordar la escena, fracasan. No se sienten cómodos, sino como si
estuvieran falseándolo todo.

   Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que
no funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al
actor a vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos,
una segunda verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa
escena?

   Cualquier metamorfosis de un guión o, dicho de otro modo, cualquier
filmación de situaciones imaginarias, van acompañadas, de este modo, de toda
una serie de concesiones, que siempre se desean lo más leves posible. Un guión
es el sueño de un filme. Nos imaginamos los mejores actores. Los más bellos
decorados, ríos de dólares, imágenes verdaderamente nuevas.

   Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro
será el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones,
aunque podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no
está libre, no hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos
trasladar a un equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como
siempre, el tiempo apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los
estudios de la Victorine, en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera
contra los aviones de guerra norteamericanos que estaban apoyando el
desembarco aliado en la Provenza: «¡No podéis hacer esto! ¿No véis que
estamos haciendo una película?».

  Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que
hacer la guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un
monstruo.

   Por no hablar de los imprevistos, como en este caso, las concesiones se
agolpan ante nuestras puertas desde el inicio mismo de la preparación. A
menudo me digo que uno de los grandes talentos del director de cine es el de
saber escoger: lo que puede consentir, lo que debe discutir y lo que tiene que
rechazar.

   A veces la metamorfosis puede llegar hasta el absurdo. Recuerdo que, en los
años 60, un amigo decidió hacer una película sobre la vida de un eremita del
desierto, uno de esos santos de los primeros siglos de la cristiandad cuyas
leyendas están llenas de prodigios. Este director convenció a un productor, que a
su vez contrató a un guionista. Y se pusieron a trabajar.
Después de algunas semanas empezaron a preguntarse: pero, en el fondo,
¿por qué ambientar esta hermosa historia en la antigüedad? ¿No podríamos
acercarla un poco más a nuestros días, situarla en el siglo XVII, por ejemplo? ¿Y
por qué no en la actualidad?

   En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en
Europa. ¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur?
Entonces intervino el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de
rodar en África o la India. Al público no le interesan los personajes exóticos.
No, hay que rodar en Europa o, de lo contrario, no habrá película (es así: nunca
se puede escoger entre esta película y otra que podría ser mejor, sino sólo entre
ésta o ninguna).

   Bien. ¿,Dónde encontrar un santo en la Europa de los años 60? Las
discusiones se prolongaron durante mucho tiempo, casi un año. Y la conclusión
fue ésta: el equivalente más adecuado de un santo en nuestra época es el
detective privado, sin ninguna duda. El productor, el guionista y el director
estuvieron de acuerdo. Así pues, a esa idea original que muchos consideraban
extravagante (¡un santo!, ¿a quién se le ocurre hacer una película sobre un
santo?), se añadía ahora el recurso, blando y tranquilizador, al más manido de
todos los tópicos cinematográficos.

  Y el filme se rodó. Una película policíaca que transcurría en Madrid, con
Eddie Constantine en el papel protagonista. Debo decir que aquel director que,
un año antes, había tenido la extravagante idea del santo, se desmarcó del
proyecto en el último minuto. Otro realizador se encargó de la película. Una
película mediocre, que no tuvo ningún éxito.

  Algunos días después de nuestro primer encuentro, Jacques Tati me llevó a
un estudio de sonido. Él mismo se estaba ocupando de las mezclas de Mi tío.
Aquella tarde, se trataba del ruido de un vaso que se rompe al caer al suelo de
una cocina moderna. Tati se había rodeado, como hombre meticuloso que era,
de una treintena de cajas de vasos distintos y, durante varias horas, los estuvo
dejando caer uno tras otro sobre diferentes tipos de suelo –piedra, madera,
cemento, baldosa, incluso metal— con imperturbable seriedad. Yo le miraba
sorprendido y me preguntaba: ¿así que esto es el cine, esta labor aburrida y
oscura? Seguía a Tati por todas partes, casi siempre junto a Etaix, y asistía a
proyecciones seguidas de largos y agitados debutes («¿Se ve bien la cola del
perro que pasa junto a la alarma electrónica y que hace que se cierre la puerta
del garaje? ¿Sí? ¿De verdad? ¿Estáis seguros de que el público la verá?»). Tati,
sin duda, había decidido que, antes de dejarme escribir el libro, debía mostrarme
el máximo de cosas posible. De ahí la importancia que siempre he otorgado a
los conocimientos técnicos, a las herramientas de filmar, a los sonidos, a las
luces, a los ejercicios de montaje. Durante años, en el curso de mi trabajo, yo,
que no tengo ningún tipo de formación literaria, he intentado pasar el mayor
tiempo posible en los platós, en los auditorios, en los laboratorios. En la primera
película de Pierre Etuix, El pretendiente (Le soupirant, 1963) fui encargado de
atrezzo y microfonista. Disponíamos de pocos medios y rodábamos con un
equipo reducido.

   Grabar el sonido durante un rodaje, deslizar el micrófono en medio de las
luces sin que provoque sombras, privilegiar este o aquel sonido, esta o aquella
voz—aunque sean tenues—sobre cualquier otro: todo forma parte de la obra
general. Nada resulta inútil para la escritura. Aún hoy en día, tan a menudo
como puedo, paso horas enteras en los talleres de investigación, estudiando las
imágenes de síntesis, los hologramas y todas esas nuevas articulaciones del
lenguaje cinematográfico.

   Todos los métodos técnicos—incluso los digitales—guardan un antiguo
secreto. Cualquier aprendizaje consiste en una formación total, que no sólo
cambia nuestros gestos y nuestras miradas, sino también todo nuestro ser. Un
artesano competente raras veces tendrá ideas extravagantes, pues su seguridad y
su calma le acompañarán incluso cuando no esté trabajando. El verdadero
peligro—como se comprueba a menudo—consiste en creer que la técnica es
suficiente y que el virtuosismo puede suplantar a la idea.

   Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben
disimular todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan
cuidadosamente los golpes de efecto, que huyen de los subrayados. No hay
ninguna duda de que son capaces de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que
sus investigaciones vayan por otro lado: el misterio, la concentración, la
intensidad vital, cualidades menos espectaculares pero a la vez menos
frecuentes.

   No me siento atraído por los pintores exhibicionistas, esos que me muestran
sus habilidades a cada paso que dan y luego sólo saben repetirse, aun cuando
alcancen obscenos récords en las subastas públicas.

   Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años,
seguro que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud.
Es el menos amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El
talento menos amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a
una emoción real y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa
el boato, ni tampoco demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al
contrario, desprecia todo aquello que no le conduzca a la más viva expresión de
su pensamiento».

   Tampoco en el caso de un guión hay que fiarse por completo de la técnica,
que casi siempre acaba convirtiéndose en facilidad. Hay que ir siempre más allá,
hacia la «emoción verdadera». En compañía de Tati y de Etaix, muy pronto
pude darme cuenta de que una gran parte de este trabajo al que se denomina
«escritura» consiste precisamente en no escribir nada. El propio acto de escribir
es peligroso, pues sobre él pesa una especie de antiguo prestigio que muchas
veces le sirve de justificación. Si está escrito, debe de ser verdad, así que no voy
a tocar nada. Muchos realizadores llaman «biblias» a los guiones terminados.
como si contuvieran una verdad eterna procedente de un lejano Sinaí.

   A menudo he dicho, en el curso de algún ensayo teatral, por ejemplo, que si a
un actor se le proporciona una frase oralmente, sin escribirla en ningún sitio, la
tratará con desenvoltura, con una libertad a menudo fecunda. Si se escribe la
misma frase sobre un pedazo de papel o, con más razón, si se pasa a máquina, el
actor la respetará mucho más. Incluso puede que llegue a paralizarle.

   Tati, a la salida de los estudios, me hizo sentar en la terraza de un café, y
desde allí empezamos a observar a los paseantes. La mayoría de ellos no atraían
nuestra atención, pero, de vez en cuando, siempre había alguno que nos parecía
interesante, ya fuera por su apariencia general, alguna particularidad de su
manera de vestir o incluso su físico. Retorno a las fuentes. Había que observar.
ver, y luego imaginar, evitar las actitudes pasivas, identificar a cada uno con una
historia, aunque fuera apresurada, con un gag, con un contratiempo, con un
accidente que pareciera apropiado para él. Toda la calle, la ciudad y, por qué no,
el mundo entero, todos los habitantes del planeta, nos parecían estar allí ( sólo
para servir de pretexto a un inmenso filme cómico que nosotros debíamos
descubrir.

   Durante mucho tiempo continué realizando este «trabajo» en sus más
diversas formas, ya fuera con Pierre Etaix, con Luis Buñuel, con Milos Forman
o con Peter Brook Cada uno, claro está, sólo veía aquello que correspondía a sus
gustos o inclinaciones personales. Un hombre que cojea puede parecer divertido
o patético, según la mirada que se pose sobre él. Recuerdo a Milos Forman
observando, desde la terraza de un café, las idas y venidas de los paseantes y las
prostitutas, en una calle de Pigalle, y murmurando desanimado: «Sólo Dios
podría dirigir esto». Lo más esencial es no perder nunca el contacto con la vida
en beneficio de las construcciones mentales, descubrir y explorar todo lo que
nos rodea, domesticarlo antes de transformarlo, antes de aplicar a lo real las
perversiones y desviaciones que sean necesarias.
En 1968, Forman decidió hacer una película en Nueva York. Como personaje
principal escogió a una joven fugitiva, una dropping-out1. Por aquel entonces
había un gran número de estos run-away kids2, que un buen día abandonaban a
su respetable familia para unirse, en las calles del East Village, a los
abigarrados, trashumantes grupos de hippies, intentando cambiar de vida. Los
Beatles acababan de escribir una bella canción sobre el tema: «She's Leaving
Home».

   Milos pidió mi colaboración y me reuní con él en Nueva York. Cuando se
pisan los Estados Unidos por primera vez, la impresión es siempre la misma:
«Ya conozco este país». Hemos visto—y amado— tantas películas
norteamericanas desde nuestra infancia que conocemos a la perfección los
rascacielos, el Colorado, los taxis amarillos de Nueva York e incluso los coches
de la policía. Nuestros primeros viajes a Norteamérica los hemos hecho gracias
al cine.

   El viaje real, sin embargo, supone algunas diferencias. Y Nueva York, en
1968, resultaba sorprendente. Poco iniciados en las nuevas modas, éramos como
dos extranjeros en tierra extraña. Para superar esto, en lugar de encerrarnos en la
habitación de un hotel y escribir aquella película que acabaría titulándose:
Juventud sin esperanza (Taking Off, 1971), nos fuimos a vivir al Village, entre
nuestros personajes, y nos dedicamos a recorrerlo todo, llamando a las puertas y
diciendo, con nuestros inconfundibles acentos: «Somos cineastas europeos y
queremos hacer una película sobre la juventud norteamericana. ¿Tiene usted
hijos?».

Nadie nos cerró la puerta en las narices. Hubo incluso una familia
que prácticamente nos obligó a compartir su comida. Y la puerta de
nuestro apartamento, situado en Leroy Street, estaba siempre
1
    En inglés en el original: alguien que se va de casa.
2
    En inglés en el original: "muchachos fugitivos".
abierta para todos aquellos que quisieran entrar. Por nuestra parte, nos
dedicamos a escuchar atentamente sus relatos, que al principio casi no
entendíamos a causa del lenguaje utilizado, un argot tribal que sólo pueden
comprender los miembros del grupo (hasta el punto de que en Inglaterra
tuvieron que subtitular varias escenas).

   E1 guión empezó a tomar forma más tarde, después de haber estado en
contacto con la realidad durante mucho tiempo. La mayor parte de las escenas
eran ficticias, como aquella que presenta una Asociación de Padres de Jóvenes
Desaparecidos, tan verosímil, sin embargo, que los productores recibieron
montones de cartas preguntando por la dirección de este organismo. Era una
ficción emanada de la realidad. No hubiera existido sin la atmósfera excepcional
que nos rodeaba, que invadía nuestros corazones y nuestras almas, y tampoco
sin nuestras persistentes investigaciones, más bien propias de unos
antropólogos.

  La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos
hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible.

   El segundo fenómeno, siempre acompañado de una cierta sorpresa que va
adquiriendo distintos matices a lo largo de los años—aunque sin dejar nunca de
ser una sorpresa—, se basa en la libertad de la imaginación. De hecho se trata de
un músculo que, como la memoria, hay que fortalecer mediante el
entrenamiento. Pero, a diferencia de la memoria, que se cree —o que se creía,
hasta una fecha reciente— localizada en alguna parte del cerebro no sabemos
muy bien dónde se aloja la imaginación. Sin duda en la cabeza, pero también en
el cuerpo, en los sentidos, en los nervios y en los reflejos. Está allí —más o
menos viva, según las edades y los individuos— presta para abrirse al mundo,
liberarse, expandirse. Habita en nosotros bajo las más misteriosas formas,
invade nuestros sueños, es el viento que sopla sobre nuestras velas y que
transforma nuestras vidas.
Todos somos vulnerables a la imaginación, pues sin ella nuestra existencia
sería demasiado real. Cuando la excitación de nuestra vida diaria empieza a
remitir, aunque sólo sea durante unos pocos minutos, nos encontramos con este
compañero secreto: nuestra imaginación toma el mando, se desliza en nuestro
interior con seguridad y suavidad, y se aprovecha de esos momentos de
inacción, de regreso a nosotros mismos, para levantar un telón invisible.
Entonces nos transporta al escenario, vemos a un actor que somos nosotros
mismos y todo acaba confundiéndose. A partir de elementos de la realidad, de
aquello con lo que nos enfrentamos día a día, de nuestros amigos y de las
mujeres a las que deseamos, entramos en otro mundo.

   Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos
e intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y
nuestras historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y,
recurriendo voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática
de nosotros mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas,
manipulándola y torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez.

   A medida que se suceden las experiencias, vamos conociendo más y mejor a
ese misterioso inquilino. Con inusual rapidez —primera razón de nuestra
sorpresa—, empezamos a creer que sus posibilidades de exploración son
ilimitadas. Su territorio es prodigiosamente amplio y cada día se ensancha más y
más. Las situaciones que es capaz de concebir en su incontinencia pueden llegar
hasta el infinito. Detalles, miradas, gestos, palabras: no hay límites. Durante el
siglo XIX, había gente que creía que las situaciones dramáticas eran limitadas. A
lo sumo unas cuantas decenas. Nada más falso que esta visión estrechamente
aritmética de nuestro mundo imaginario. Todo puede ser dramaturgia, todo
puede ser acción, relato, historia, a condición de que el interés se mantenga, que
aquellos que nos escuchan permanezcan sentados, con los ojos bien abiertos,
completamente inmóviles.
En este sentido, las semillas se vienen plantando desde hace ya mucho
tiempo. Los narradores africanos, indios o persas son realmente inagotables.
Pero, de vez en cuando, sobre todo entre nosotros, aparecen ciertos tiranos
reductores que afirman, con el hacha levantada: hay que escribir así. De esta
manera y no de otra. En Francia, durante el siglo XVII, muchos poetas fueron
enviados a la hoguera: el orden clásico, al mismo ritmo que la monarquía
absoluta, se estaba abatiendo sin piedad sobre la deliciosa, preciosa, mística y
obscena exuberancia barroca del primer tercio de siglo. Esos poetas se llamaban
Chausson o Le Petit.

   Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay
que respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De
nuevo se imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El
resultado fue que, durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en
Franela un solo poema. Muchos versos, sí, pero ningún poema.

   Este peligro, siempre el mismo bajo formas renovadas, está permanentemente
al acecho. Sea cual fuere nuestra ocupación, nos sentimos fuertemente atraídos
por las clasificaciones, los archivos y las etiquetas. Nos entusiasman los
callejones sin salida, tan confortables, tan protegidos, tan fáciles de
inspeccionar. Amamos las formas establecidas, aquellas que gustamos de llamar
clásicas. Aún no hemos dicho nada y ya empezamos a repetirnos. Hacemos
muchas películas pero no hacemos cine. Hemos perdido la capacidad de
invención, el espíritu de la aventura. Cuando nos amenaza un vago reproche,
casi siempre procedente de nuestras zonas más oscuras, nos justificamos con
una sola palabra: fidelidad. Nos llamamos, nos creemos fieles a nosotros
mismos. Y, sin embargo, fidelidad es una palabra, como tantas otras, que no
quiere decir absolutamente nada, por lo menos cuando se emplea sola.
Permaneciendo fieles a la forma, a menudo traicionamos lo esencial. Y la propia
forma muere, más tarde, vacía ya de toda sustancia.
Para evitar el olvido sólo disponemos de la imaginación. Es el caballo que
nos lanzará hacia adelante y nos sacará del atolladero. Sin que nos demos
cuenta, siempre presente, vuelve incesantemente a la carga con renovadas
energías. ¿Cómo dejar de imaginar? Nos lleva, sin esfuerzo alguno, al otro lado
de todos los espejos, nos atrae como el canto de las sirenas. Está ahí para
ayudarnos. a cada instante, a escapar de la monotonía, de lo ya visto, de lo ya
oído, del savoir-faire, de la siempre peligrosa experiencia. Nos abre
imprevisibles caminos entre la maleza.

   Naturalmente, a veces tiene miedo, pues las amenazas son constantes. Se
desconfía de ella porque es capaz de imaginarlo todo, de poner el mundo patas
arriba, de sentar al mendigo en el trono y lanzar al rey a la fosa común, de soñar
incluso el Apocalipsis, el fin de todo, la nada soberana. Se la maltrata y se la
encarcela. Siempre rechazada, a menudo se retracta de todo. En el caso de
ciertas personas —basta con mirar a nuestro alrededor— parece incluso haber
desaparecido, asesinada por la rutina y la estupidez. Y entonces esos individuos
se encierran para siempre en una vida rígida, en un pensamiento clausurado.

   El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es
creer que basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar,
irritar, y abordar cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que
nuestro trabajo, en el curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer.

   Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del
mundo, por las que sentía un gran interés, pero también por motivos
profesionales. La lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de
la elaboración del guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día
leímos que había explotado una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París,
información que nos inquietó, pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del
deseo— habíamos imaginado a un grupo terrorista que actuaba en nombre del
Niño Jesús.
A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver
cómo iba la investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la
del Sacré-Coeur. Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el
resultado es siempre decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía
ningún interés para nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba
desaparecía de repente y para siempre.

   No basta con la realidad. Es necesario que la imaginación se inserte en ella y
la pervierta, o por lo menos le dé una nueva forma.

   Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto
inquieto. Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la
pena continuar trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana
mismo». Le pedí que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió:

  —¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el
mismo día!

   Sin embargo, el mundo no se acabó, ni al día siguiente ni al otro, lo cual no
sé si le decepcionó.
   Otra parte de nuestro trabajo consistía en contarnos nuestros respectivos
sueños cada mañana. Si los habíamos olvidado los inventábamos, o por lo
menos eso es lo que hacía yo, recordando la frase de André Breton acerca de un
tipo al que no tenía en mucha estima: «Es un cerdo. No sueña nunca».

   Periódicos y sueños: la cotidianeidad. A todo ello veían a añadirse a lo largo
del día, la reflexión, la improvisación y la invención propiamente dichas, a las
que nos veíamos obligados por contrato. Búsqueda errabunda e indefinible que
podía finalizar en unos recuerdos de infancia, en anécdotas sobre un amigo
común o en imágenes y lecturas, todo ello separado por largos silencios durante
los cuales cada uno de nosotros, como si se tratara de un cuento de Edgar Allan
Poe, podía leer el pensamiento del otro. O bien podíamos acabar estallando en
carcajadas, incluso enzarzados en una pelea absurda, para que al final,
súbitamente, una escena surgiera de no se sabía muy bien dónde. Entonces la
acogíamos, le dábamos forma, apartábamos la mesa y las sillas, incluso las
luces, y, en un torpe remedo de puesta en escena, comenzábamos a interpretar, a
improvisar, volviendo a empezar tres, seis, diez veces si era necesario. En cada
ocasión corregíamos frases y gestos, y algo empezaba a nacer en el interior de
ese movimiento irregular. Rápidamente tomaba notas para no olvidar esas
expresiones y posturas que nacen de la improvisación y que luego se intenta
recordar en vano.

   A veces este camino no conducía a ninguna parte. Todo volvía al silencio y a
la desolación. La espera recomenzaba. Estábamos convencidos de que nunca
encontraríamos nada válido, nada que nos dejara satisfechos a uno y a otro.
Llamábamos al camarero del hotel y pedíamos otro café. Volvíamos a leer los
periódicos, a recordar viejas historias que nos habíamos contado ya
innumerables veces. Mirábamos el paisaje —siempre el mismo— que dejaba
entrever la ventana, como dos insectos que intentaran salir de un tarro: seguro
que había una salida secreta que, a su vez, nos conduciría a la inmensidad de las
grandes praderas, pero, ¿cómo encontrarla?

   Era una agitación incesantemente salpicada por el aburrimiento. Una
actividad extraña, muy difícil de explicar.

   En lo que se refiere al entrenamiento del músculo de la imaginación, que es el
único capaz de encontrar esas salidas, practicábamos diariamente un ejercicio
que exigía mucha disciplina. Durante una media hora, al finalizar las sesiones de
trabajo, yo me quedaba solo en mi habitación mientras Buñuel se iba al bar —
lugar sacrosanto, y preferentemente sumido en las sombras, que la inspiración
suele atravesar de una manera casi fatal— a por su aperitivo nocturno.

  Físicamente alejados, así, nos obligábamos a inventar una historia, en media
hora, que podía ser corta o larga, en presente o en pasado,
trágica o burlesca, o consistir simplemente en un detalle o un gag. Al término de
la operación nos reuníamos en el bar y nos contábamos nuestros hallazgos, que
podían estar o no estar relacionados con el guión en el que estábamos
trabajando: eso no tenía ninguna importancia. Lo esencial era mantener la
imaginación alerta, forzarla a despertarse cada día precisamente a esa hora —el
final del día— en la que ya empieza a adormilarse.

   Al entrar en el bar, yo ya podía leer en el rostro de Luis si sus hallazgos le
habían dejado satisfecho o, por el contrario, le parecían mediocres. Y viceversa,
sin duda, pues todo rostro queda iluminado tras el paso de una buena idea.

   A veces, en una fase anterior, cuando nos encontrábamos atascados en una
escena que parecía irresoluble, me decía:
—Quizá esta noche, con la ayuda de la ginebra.

  No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un
bar confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry
martini y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para
Buñuel se trataba. sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos
vapores del alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se
movía el aire, a percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se
deslizaban silenciosamente de un sitio a otro.

   De la terraza del caté en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que
me esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito
escenas de Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un
aeropuerto de provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook,
un avión confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario,
caprichosas e incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una
música de flauta, o un calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los
desiderata de los escritores, y entre ellos los de los guionistas, a veces es como
si estuviéramos hojeando un catálogo de perversiones. Conocí a uno que no
podía soportar el canto de los pájaros, hasta el punto que, de oírlo, caía
súbitamente en una repentina crisis. ¿Fetichismo? ¿Pereza disfrazada? ¿Pánico
ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo lejano, como sucede con algunos
traumas?

   No se sabe, pues estas cosas apenas se estudian. Felizmente.
   Lo que parece cierto es que el campo es ilimitado. Se puede, evidentemente,
poner barreras, o pasear sin rumbo fijo hasta perderse. Todos los métodos son
buenos para cultivar el campo. Pero sólo hay una certidumbre: el cultivo es
indispensable. Somos libres de soñar con una película nacida de un erial, pero
no deberemos sorprendernos si, en ese caso, los visitantes acaban evitándolo
prudentemente.
   El cultivo, pero también el abandono, el barbecho. Se puede abandonar una
historia durante semanas, meses e incluso años. No importa: su vida no tiene por
qué detenerse. Sin nosotros saberlo. empieza a ser objeto de una ebullición
invisible. Hay que dejarle existir, concederse momentos de descanso, de
inactividad absoluta, tanto física como mental. Una parte de nosotros permanece
despierta. Un día u otro, si todo va bien, recogeremos los frutos.

   El trabajo en este oscuro dominio permite descubrir también que nuestra
imaginación es perfectamente inocente, y que no debemos dejar de luchar contra
nuestras propias prohibiciones. Contrariamente a lo que nos han repetido
durante siglos las religiones menos permisivas, no hay «malos pensamientos»,
ni «pecados de intención». Muy al contrario, debemos intentar cualquier cosa,
imaginarlo todo. El guionista tiene el derecho y probablemente el deber de ser
—cuando inventa— un personaje vulgar, odioso, racista y egoísta, un infecto
criminal en potencia. Debe, varias veces al día, matar a su padre, violar a su
madre, vender a su hermana y a su patria. A través de la disolución de todas las
barreras, u obligándose a llevar una máscara desagradable o ridícula, debe
buscar al criminal que hay en su interior, al hombre de mal gusto, ése al que
tanto detesta, ése en el que no querría convertirse bajo ningún pretexto.
Y que se tranquilice: lo encontrará.
   Al igual que, al inicio de cualquier trabajo, toda actitud heroica o
demostrativa puede ocultar una trampa fatal (nada más fácil que la teoría, pero
tampoco nada más paralizador), también toda censura personal, toda retirada
temerosa, todo rechazo a contemplarnos en nuestra integridad pueden acabar
suponiendo una castración, un pecado, un atentado contra la imaginación que
tarde o temprano habrá que pagar.

   Y además, el guionista —en el momento del trabajo— no sólo debe aprender
a mirar en sus propias tinieblas, sino también osar desnudarse ante su partenaire.
Debe atreverse a proponer una idea determinada afirmando obstinadamente que
es buena, incluso cuando crea que puede ser peligrosa, grosera o repugnante.
Debe abandonarse a un ejercicio constante de impudicia con el fin de liberarse
de lo que extrañamente se denomina el respeto. esa actitud de reserva bajo la
que se esconde el veneno del temor.

   Pues no se trabaja jamás solo, ni siquiera en los momentos en que no hay
nadie ante nosotros. Siempre somos una personalidad múltiple. Puede que haya
un cerdo en nuestro interior, más o menos enmascarado, pero también habrá un
asceta y una paloma blanca, prestos a la acción y a la reacción. Es inevitable:
nunca dejuran que el cerdo escriba solo el guión.

  Una película está terminada cuando el guión ha desaparecido. La estructura se
ha vuelto invisible, ya no se siente. La inteligencia y la sensibilidad del
espectador deben dirigirse ahora hacia el propio filme, y no hacia la manera en
que está hecho. A menos que la película, como dice a veces Godard, sea «una
película que se está haciendo», en cuya elaboración se supone que podemos
ayudar y participar (sin embargo, el cine no es algo inmediato, como el teatro,
por lo que sólo puede tratarse de otra forma de ilusión), todo el trabajo quedará
borrado, todas las articulaciones e informaciones que hayan ido apareciendo —
necesariamente— serán asimiladas por la propia acción. La organización se ha
desvanecido.

   Ahora cada imagen, cada palabra nos sorprende. De repente todo es
inesperado. Y, no obstante, vemos esa acción como inevitable. Todo conducía
hacia ella. Es aquello que deseábamos en secreto. En estos momentos
privilegiados, sorprendentes e indispensables, la película encarna y concreta
nuestro deseo, le aporta una satisfacción tanto más intensa cuanto que no la
esperaba, no osaba esperarla.

   En la esperanza de llegar a ese momento, a menudo decepcionada pero
siempre viva, hay que aprender a liberarse suavemente —volvamos a Delacroix
y a Tiziano— de nuestro bagaje, de todo lo que nos han enseñado, de lo que
Buñuel llamaba «el ingenio». Un hallazgo demasiado brillante, y expuesto con
demasiada brillantez, puede romper nuestra relación íntima con la película,
puede incluso distanciarnos, como el actor de teatro que entra en escena con un
vestuario demasiado bonito, o como ese decorado exuberantemente iluminado
que nos arranca un suspiro de admiración.

   Es la belleza y únicamente la belleza de esa imagen que admiramos,
arrancada al filme, lo que nos distancia de este último sin que apenas nos demos
cuenta; la belleza de la imagen o la intensidad de las palabras, sobre todo de las
palabras de una «autor», ésas que esperamos minuto a minuto, olvidándonos
mientras tanto de la carne del filme. Hay innumerables réplicas, la mayoría de
ellas absolutamente amorfas, que parecen estar ahí sólo para preparar la llegada
de la palabra, como un nadador perdido en medio del mar que aún pudiera
respirar de vez en cuando.

   Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía
levantar y agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus
réplicas: atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo
mismo, a su manera. Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo
llamo «la carne del filme» se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en
el terreno indefinible del sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese
alimento secreto y maravilloso cuya ausencia siempre nos deja hambrientos.

   En el caso de un guión, la deseada desaparición de las articulaciones de la
historia, la eliminación de los efectos más visibles, sólo tienen un objetivo:
transformar la invención en apariencia de realidad. Dar vida y verdad a lo que
ha nacido de la arbitrariedad y de una lenta domesticación. La imaginación debe
hacer su trabajo y metamorfosearse, abandonar su propia brillantez, su
arrogancia personal: hacer como si ya no estuviera ahí, como si ya hubiera
cedido su sitio a la realidad. Volver a la oscuridad de su caverna, a la espera de
su próxima salida.

   Así pues, su triunfo es su desaparición. Por eso el guión, probablemente, es el
elemento menos visible de un filme. Es como una materia prima que se disipara
en el aire. Siempre presente, pero impalpable. Sin duda éste es el punto más
secreto del mecanismo, aquel del que casi nada puede decirse.

   De este modo asistimos al triunfo, generalmente modesto —y con razón—,
de aquello que no se ve. Lo que cuenta es, evidentemente, lo que vemos, pero
más aún lo que hemos suprimido: un esfuerzo que sin embargo, aún está ahí,
tras el filme o a su alrededor, como los años de complejo entrenamiento que dan
lugar a los más sencillos movimientos de un atleta. Cuando la búsqueda termina,
incluso ella misma desaparece. Viva el trabajo aniquilado.

   El guión no es sólo el sueño de un filme, sino también su infancia. Atraviesa
un primer período lleno de titubeos y balbuceos, descubriendo poco a poco todo
lo que hay en su interior (o lo que no hay, pues es bastante frecuente que se
abandone una historia a medio camino, por falta de ideas o de dinero, y acabe
oxidándose en la estantería, como las piezas de los viejos camiones en el
desierto), y luego gana seguridad en sí mismo, lo que nos recuerda la imagen en
la niebla de Peter Brook, que se concreta y fortalece día a día.
Puede suceder también que un filme envejezca y se vea acorralado por la
muerte. Una muerte natural, pues simplemente ha dejado de interesar, nuestra
memoria lo rechaza, ya no quiere verlo, por lo que decimos, y con toda la razón,
que se ha convertido en invisible. Ocurre incluso que algunas películas nacen
muertas, son invisibles desde su nacimiento y para siempre.

   Igualmente, también está la muerte accidental, en terremotos o incendios
(como el de la Filmoteca de México en 19X2) que siempre provocan la
desaparición de las copias más raras, o bien en esos inexplicables fenómenos de
corrosión, de putrefacción, que destruyen la película incluso en el interior de sus
propios estuches.

   La película que no se ve, o que ya no se ve, es, en principio, la que ya no
existe. No se puede decir gran cosa de ella, pero hay que saludarla a su paso: esa
película desconocida, desaparecida, de la que sólo quedan dos o tres fotografías
a partir de las cuales se puede intentar reconstruir el guión, como se
reconstruyen los animales de la prehistoria a partir de uno de sus dientes.

   En ese movimiento que va de la virtualidad a la realidad, del filme–sueño, o
el filme–niño, al filme adulto y consciente, el guionista aprende a retirarse de la
aventura. Durante los primeros meses es el dueño. La película, en ese momento,
le pertenece. Conoce todos sus detalles: es el único que la ve.

  Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el
que debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras
manos.

   Una transición azarosa. Para evitar la ruptura, el cambio de tono radical y
herético, es mejor que el director permanezca cerca del guionista desde el
principio, trabaje con él hasta que el filme sea suyo, sea también suyo, como así
constará, de todas maneras, en los créditos y en las historias del cine. Así la
transición será más natural, sin golpes ni tropiezos. Nos habremos acostumbrado
juntos a ese niño que va a nacer.

   Juntos, sin darnos cuenta, habremos inventado imágenes, habremos oído
frases y sonidos. Y esa primera apariencia del filme nos pertenecerá a ambos.

   Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las
escenas del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi
habitación. A la mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos
a una rápida verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo:

—En la escena de los paracaidistas, ¿dónde está la puerta?

Y él me respondía:

—A la izquierda.

—¿Y la dueña de la casa?

—A la derecha, cerca del sofá.

   Y así sucesivamente, casi siempre sin errores. Lo constatamos centenares de
veces. Aunque estábamos sentados cara a cara —su derecha era mi izquierda y
viceversa—teníamos la misma visión de la disposición general del decorado, del
lugar y de los personajes. A medida que avanzaba nuestro diálogo, nuestras
improvisaciones, una especie de forma interior iba instalándose en nosotros,
como un inquilino secreto, una forma finalmente más fuerte que la disposición
geográfica de la habitación de hotel en la que trabajábamos. Habíamos entrado
en la película.

  En los años 50, y con algunas excepciones notables (Bresson, Tati, Renoir,
Becker), el cine francés estaba en manos de los guionistas. A menudo la puesta
en escena se reducía a una puesta en imágenes, una formalidad técnica, la
mayoría de las veces muy cuidadosa. Los mismos estudios, los mismos
exteriores, los mismos movimientos de cámara, los mismos découpages
llamados «clásicos». Todas las películas se parecían entre sí. Las únicas
diferencias se encontraban en las historias que nos contaban.

   Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como
en los demás.

   Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis
artistas») se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo
y contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente...
y algunas veces sucumbió a él.

   La nouvelle vague, a finales de los años 50, cargó contra el formalismo y la
monotonía. Los nuevos cineastas afirmaban que, ante todo, la película debía
llevar la marca de su autor, que ese autor debía ser necesariamente el director y
que, en consecuencia, lo más importante debía suceder durante el rodaje. Esta
llamada se oyó milagrosamente en el mundo entero, y el resultado fue una gran
diversidad de estilos, géneros e incluso condiciones técnicas de rodaje,
aparecidos en el mismo momento en que la televisión, el nuevo monstruo, ponía
en duda insidiosamente la supremacía de las salas de cine, esos palacios
populares que se creía indestructibles.

  Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las
mazmorras. Ya no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como
único «autor», estaba invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el
guionista se estaba convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi
parte, no lo padeciera— en un personaje sospechoso, un ser probablemente
nocivo, una especie de subescritor, de novelista fracasado, que no hacía otra
cosa que aplicar incansablemente sus recetas, obligatoriamente mediocres.
Nos vimos entonces sumidos en una temible avalancha de obras intimistas y
narcisistas, obsesionadas por los recuerdos y las fantasmagorías, llenas de
consideraciones poéticas y de citas prestas para tapar agujeros, que siempre
acababan mostrándonos al director frente a las angustias de la creación.

  Filmes impracticables, en su mayoría, filmes invisibles, pues se dirigían
exclusivamente al autor y a algunos de sus acólitos. Lo esencial —el contacto
con los otros— se había perdido.

   Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público
huyó por piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto
a otras en las estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar
su buen nombre. Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con
urgencia. Y entonces reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto
en el cine francés como en la mayor parte de las películas norteamericanas—de
un cine de guionistas, bien «construido», y engrasado, pero sin sorpresas, sin
atrevimientos, sin estilo.

   Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada
nuevo día vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista
y el director se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a
ciegas, buscar un territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos
gusta. Cuando Buñuel y yo nos conocimos, en el curso de una comida, la
primera pregunta que me planteó, mirándome fijamente a los ojos —y entonces
supe que se trataba de una pregunta importante, profunda, que podía decidir
nuestros futuros— fue:

  —¿Le gusta el vino?

  Cuando le respondí afirmativamente, añadiendo que incluso procedía de una
familia de vinateros, su rostro se iluminó, me sonrió y llamó al camarero. Por lo
menos compartíamos una pasión. Más tarde, fuimos descubriendo muchas más.
Cuando conozco a un director con el que voy a tener que pasar varios meses
de mi vida, siempre me pregunto: ¿qué película quiere hacer? ¿Quiere hacerla
realmente? Y más vale adivinarlo con rapidez, puesto que de todas maneras la
hará. A veces ni siquiera él lo sabe, y sólo ve formas vagas, que en ese caso
deberemos concretar juntos.

   Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos,
las falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con
celos y malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que
hay que evitar —creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va
a dominar a quién. Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate,
y además al público no le importa en absoluto.

  Las pequeñas victorias personales («Le he obligado a aceptar mi idea: ¡he
ganado!») no suelen tener ningún sentido. Pueden incluso suponer una derrota
para el filme, que es lo único que importa.

   A menos que el guionista esté profunda y sinceramente convencido de que su
idea es la buena, de que vale la pena luchar por ella. Pero, ¿cómo estar seguros
de que somos sinceros con nosotros mismos, de que no se está interponiendo
ningún tipo de amor propio? ¿Al precio de qué esfuerzo, de qué ascesis?
Estamos —cada uno de nosotros— absolutamente convencidos de que nuestros
gustos y nuestros juicios son los mejores del mundo: ¿cómo vencer esa
prerrogativa interior que nos hace preferir nuestras ideas a las ajenas?

  ¿Cómo pensar únicamente en la obra que estamos haciendo? ¿Cómo colmar
nuestra ansia de gloria, de dinero y de poder?

  Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales:
habría que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas
bobinas anónimas, puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se
contemplarían como se entra en una catedral, ignorando los nombres de quienes
la construyeron, incluido el del maestro de obras.

   El camino que ha escogido el cine —y las demás formas de expresión— es
exactamente el contrario. Agobiado por la crítica, perdido en un bosque de
historiadores puntillosos, el autor aparece cada vez más en primer plano e
incluso —y esto resulta evidente en el caso de Van Gogh— a menudo importa
más que su propia obra, que tiende a desaparecer en beneficio de su creador. Lo
primero que miramos de un cuadro es la firma. Los tiempos así lo quieren: la
«mediatización» de los grandes autores.

  El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la
opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son
nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la
vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen
romántico ya olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren.

  Cada uno se consuela como puede. Y no pasa nada.

   ¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie
que pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros
mismos mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño
teatro interior en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que
sentimos una especie de indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos
propone, y a menudo nos seduce de antemano, a menos que, por el contrario,
nuestro espíritu crítico sea tan feroz que nos obligue a denostar todo aquello que
sale de nuestra imaginación. Ciertos autores parecen siempre contentos con los
productos de su invención, mientras que otros están siempre insatisfechos.
Actitudes ambas tan paralizadoras como nocivas.

  Este descubrimiento progresivo de un tema, de una historia, de un estilo —
descubrimiento que se realiza según el más irregular de los ritmos, con largos
apagones y repentinas iluminaciones—, se parece mucho al trabajo del actor, a
la labor de aventurarse en un papel. ¿Qué va a encontrar allí? No tiene ni idea.
Una obra —de Shakespeare, de Chejov— propone siempre una totalidad
vibrante, indefinible, irreductible incluso al análisis más enconado. Es imposible
abordarla como representación mental, pues eso seria ahogarla, estrangularla.
tentación permanente de los directores más elementales, que intentan reconducir
siempre hacia sus estrechos senderos todo aquello que les sobrepasa.

   Durante los ensayos de una de sus obras, una actriz neurótica se dirigió a
Pirandello y le dijo:

  —Perdone, maestro, pero no lo entiendo. En la página 27 mi personaje dice
una cosa y en la 54 todo lo contrario. Teniendo en cuenta todo lo que le ha
pasado, sus motivaciones y su psicología, ¿cómo es posible que haya cambiado
hasta ese punto? Y además...

  Pirandello la escuchó pacientemente (era un hombre muy bien educado). Ella
habló durante mucho tiempo, planteando las cuestiones habituales en este tipo
de situaciones. Cuando hubo terminado, él le respondió, como si se tratara de
una evidencia (y es una respuesta que siempre me ha parecido
extraordinariamente justa):

—Pero, ¿por qué me pregunta eso? Yo sólo soy el autor.

   Y es justa, pese a la aparente paradoja, porque un verdadero autor nunca sabe
lo que ha querido decir. Ya es mucho que sepa lo que ha dicho. Es lo que Victor
Hugo llamaba la «boca de las sombras». Las palabras pasan a través de él
escapando casi siempre a su control. Proceden de un territorio oscuro, tanto más
amplio cuanto más ricos y profundos sean los conocimientos del autor. Un
territorio que comparte con otros, en el caso de los más grandes con la
humanidad entera, de la que se convierte en voz.
Me permitiré incluir aquí unas cuantas frases de Martin Buber: «Hay que
perder el sentido de uno mismo. Hay que escuchar únicamente al Verbo, que
vierte sus palabras en el interior de todos nosotros. Y cuando empiece a oírse su
voz, hay que callarse».

  Evidentemente, estamos muy lejos del filme de autor.

   Pero la respuesta de Pirandello es también justa porque es una manera
elegante de decirle a la actriz: ése, querida amiga, es su trabajo. Se le paga para
que descubra el camino que conduce de la página 27 a la 54. Usted se ha
comprometido a encontrarlo. Y además dispone de un director para que le guíe.

   No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya
claras. Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un
mínimo de comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender».
acostumbra a decir Peter Brook a los actores amenazados por la histeria. Una
aproximación tranquila, una lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes,
aunque sólo sea para dejar en evidencia las indefiniciones, las contradicciones,
todo aquello que puede plantear dificultades.

   Pero la ilusión más grave y perniciosa —y aquí se encuentran el camino del
actor y el del autor, tanto en el cine como en el teatro— consiste en
convencernos a nosotros mismos de que esta aproximación intelectual es
suficiente, de que en ambos casos basta con el análisis, de que un autor debe
saber lo que quiere decir, trazar un plan preciso y definir sus estructuras, y que
el resto le vendrá como por añadidura, de la misma manera en que la
interpretación del actor sólo consistiría en poner gestos y veces a una idea
previamente moldeada por la inteligencia.

   Esta ilusión intelectual —puedo saberlo todo, comprenderlo todo, analizarlo e
inventarlo todo se basa únicamente en el propio intelecto. Y sus efectos son tan
temibles y refinados porque proceden de las herramientas ordinarias de esa
búsqueda intelectual el pensamiento, la reflexión y la introspección—, que
trabajan únicamente sobre sí mismas. El pensamiento segrega así
ininterrumpidamente su propia ilusión, que consiste en creer que piensa, y en
consecuencia que conoce («Conozco México, conozco a Rabelais»: ilusiones
ordinarias), igual que la conciencia, por emplear otra terminología, se convence
a sí misma de que está despierta, atenta y libre.

   Más exactamente: el pensamiento el del autor, el del actor, el de no importa
quién —imagina que se puede diferenciar de sí mismo y examinarse desde el
exterior como si se tratara de un objeto aparte, inmóvil, mientras que se trata
precisamente de lo contrario: inseparable, móvil e indefinido.

   Desde el momento en que hoy en día creemos saber —los neurólogos, en
cualquier caso, así lo afirman— que nuestro cerebro, prodigioso organismo, es
también una cosa enorme y perezosa que gusta de las simplificaciones y las
reducciones, una maravilla adormilada dispuesta a creerse a pies juntillas
cualquier palabra mínimamente hábil —o chillona, según los casos— que se le
ponga delante, son múltiples las trampas que pueden presentarse a lo largo de
nuestra aventura, tanto en el caso del autor como en el del actor. Nuestro cerebro
gusta de fascinarse a sí mismo, de jugar consigo mismo, como un ilusionista que
se sorprendiera de su propio arte y se creyera sinceramente un hacedor de
milagros, aplaudiéndose incluso con entusiasmo al final de su número.

  Nuestro cerebro —nuestro intelecto, si se prefiere— a menudo se arrodilla
ante sí mismo. Venera todo lo que procede de él. Y no se da cuenta de que es, al
mismo tiempo, el adorador y el adorado, la herramienta a la vez que el
obstáculo.

   Es necesario, en ciertos momentos, escapar de él. Hay que abandonar la
inteligencia y todas sus acrobacias. Tanto en el caso del autor como en el del
actor, hay que explorar otras zonas, aquellas en las que el análisis no puede
penetrar, ni delimitar, allí donde se ocultan la oscuridad y el verdadero misterio.
La comprensión se detiene, debe detenerse en una cierta fase. Por debajo de
ella (o por encima, o alrededor: estas nociones espaciales, evidentemente, no
tienen ningún sentido), hay que dejar vivir, hay que preservar la fertilidad de la
niebla, pues la verdadera vida, la vida completa está ah{, en ese continuo ir y
venir entre la luz y la oscuridad, en esa jungla desconocida e ilimitada que sólo
se puede explorar mediante la acción y mediante el juego.

   Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que
lanzarse, como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un
viaje sin retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento,
sólo se da al precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al
autor, al guionista por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un
conjunto coherente.

   Ir y venir entre la exploración y la reflexión, entre la luz y la sombra, entre el
erial y el cultivo.

   Así, el trabajo de elaboración de un guión —ese trabajo que desaparecerá con
la película— obedece a menudo a una sucesión de fases. Las primeras
corresponden a la exploración. Abrimos todas las puertas y procedemos a buscar
sin descanso, sin cerrarnos ningún camino, sin interrupción, sin pausas. La
imaginación se pone en pie de guerra y se deja llevar. Todo esto puede ir muy
lejos, hasta lo vulgar y lo absurdo, incluso hasta lo grotesco, al mismísimo
olvido del tema.

   Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que
opera en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial,
a la famosa pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O
dicho de una manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?
En ese momento, como la actriz neurótica de Pirandello, examinamos tanto el
camino que han seguido los personajes como la verosimilitud, la construcción,
el interés, el grado de comprensión que pueda alcanzar el espectador. Volvemos
atrás, a nuestro punto de partida, y mientras tanto, por el camino, abandonamos
la mayor parte de nuestras apreciadas conquistas, por no decir todas. Volvemos
a las preocupaciones más elementales, en ocasiones incluso banales y
mezquinas, pero que nos ayudan a centrarnos: en esta nuestra aventura ¿no
habremos olvidado nuestras cajas de víveres, nuestra agua potable, nuestro
mapa?

   Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir
equilibrado e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es
inimaginable. Al menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el
presupuesto disponible. Igualmente, en todo momento debemos saber dónde
estamos: los personajes, por ejemplo, van por delante o por detrás de los
espectadores? No vale la pena preparar meticulosamente una sorpresa si el
público ya lo sabe todo. Y hay que tener en cuenta que su capacidad de
adivinación es ilimitada. ¿Dónde se encuentra, en ese momento de nuestra
historia, ese público inasible e hipotético? ¿Aún está interesado por lo que le
contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está practicando el zapping?
¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza? ¿Conoce todo el
mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese decorado que
sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para rodar en
la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado enigmática?
Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las
descripciones de estados de ¿mimo. Hay que intentar explicarlas a través de las
acciones de los personajes». ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal?

   Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones
estaría más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por
la imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a
tiempo para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para
inventar.

   Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor
tienen la impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha
producido una aparición. Se ha realizado una unión.

  A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una
especie de estupefacción a la hora de salir a escena.

   También el autor, cuando le sucede esto, se queda como atónito. También él
se ha convertido en doble, en triple, a veces en múltiple. Su trabajo es una
alianza, un ensamblaje entre distintos niveles, y no una separación, una división.
En cada instante hay una conciencia y una inconciencia, un orden y un azar. Hay
una incesante movilidad que puede parecer aberrante e incluso gratuita, una
búsqueda, una incertidumbre que, en ciertos momentos, debe tomar una primera
forma, antes de que el rodaje fije para siempre ese desorden.

   De ordinario, la vida tal y como la percibimos resulta confusa e incluso
incoherente. Caminamos por una calle, oímos fragmentos de conversaciones,
vemos a gente —de la que no sabemos nada— realizar acciones indeterminadas
que se nos escapan por completo. Percibimos ruidos sin escucharlos, y también
olores, colores que pasan rápidamente ante nosotros, sensaciones de calor y de
frío, a veces incluso fatiga (si, por ejemplo, estamos subiendo una calle
ascendente cargados con muchos paquetes).

  Y cada una de estas sensaciones puede tener mayor o menor importancia
según los individuos, los humores y los momentos.

   Escribir una historia, un guión, es introducir orden en el desorden: escoger
sonidos, acciones y palabras; eliminar gran parte de lo previamente
seleccionado; realzar y reforzar el material escogido. Es violar la realidad —o
por lo menos lo que percibimos de ella— para reconstruirla de otra manera,
limitando la imagen a un marco determinado, seleccionando lo real, las veces,
las emociones y a veces las ideas.

   Incluso en el caso de que esta elección —indispensable— se realice
únicamente en el momento del montaje, es precisamente aquí donde interviene
el artificio, no importa lo que se haga para combatirlo o negarlo. Mejor
reconocerlo, aceptarlo, y dedicarse a dar forma a esta segunda realidad, a
menudo más densa y afilada que aquella que percibimos al azar en las calles.

   A la inversa, es necesario un último desafío —tanto para el autor como para
el actor— con respecto a ciertos estados generalmente juzgados como superiores
y a los que se denomina inspiración, pasión, entusiasmo e incluso locura. De
hecho, en la mayor parte de 1968-1970, se fumaban un buen porro, o tomaban
hachís, y luego escribían durante toda la noche llenos de excitación,
absolutamente convencidos de su genio. Luego, a la mañana siguiente, cuando
nos obligaban a leer sus obras, todo parecía tristemente vulgar. E incluso ellos
mismos estaban de acuerdo, a pesar de la jaqueca. Lo mismo sucede con la
cocaína. Lo difícil es encontrar por uno mismo la verdadera excitación, perder el
juicio únicamente en algunos momentos muy determinados.

   Espontaneidad, sinceridad, interioridad: más palabras que no quieren decir
nada. Sólo se aplican a supuestas cualidades, a veces incluso con un trasfondo
moral (está bien ser sincero y espontáneo, está mal ser calculador). Sólo una
prolongada práctica y una actitud intelectual muy particular —sin ningún tipo de
pudor vergonzante, sin reservas, pero también sin exhibicionismo permiten que
las escenas aparezcan por sí mismas, vivirlas, improvisarlas, dejarse poseer
momentáneamente por un elemento desconocido, dar libertad al cuerpo y a la
boca sin perder el necesario control. En los mejores momentos —muy escasos y
siempre inesperados— todo ello se produce conjuntamente, de una manera
absolutamente inseparable, de modo que los contrarios se funden el uno en el
otro. Ya no se trata de un ir y venir, sino de un ir-venir.
La rapidez de los milagros.

   Los ejercicios practicados por el guionista son muy difíciles. Y los
obstáculos, a veces, nos parecen insuperables. Veinte, treinta veces volvemos a
la misma escena para encontrarnos con el mismo bloqueo. Entonces estamos
convencidos de que no vamos a pasar de ahí, de que no finalizaremos nuestra
búsqueda, y muy a menudo así es. La película se detiene ahí. Nadie la verá
jamás. Objeto inacabado y aún informe, va a parar al cementerio de los
armazones vacíos.

   En estos casos, cuando nuestra historia se atasca, cuando nuestros personajes
nos parecen inútiles y falsos, cuando monumentales dificultades de producción
vienen a añadirse al desastre, es como si a nuestro alrededor dos murallas
empezaran a juntarse hasta convertirse en una. Y, sin embargo, a veces
repentinamente, casi como una sonrisa, aparece una grieta en la sólida piedra, y
a través de ella una luz, por la que nos deslizamos y salimos al otro lado.
Exactamente como el actor, otro experimentado fugitivo de las murallas.

   Lo que se nos escapa es la adaptación suprema. Procede, sin duda, de un
largo y oscuro trabajo, de una disposición particular del intelecto, pero, en el
momento en el que se produce, es más bien una brecha provocada por el
instinto. Sólo se puede hablar de ella por alusión y por aproximación. Para
calificar el camino real, el comportamiento ideal, Gurdjieff dijo: «El camino del
hombre astuto».

  En su indescifrable misterio, la expresión me parece bastante apropiada en lo
que se refiere a nuestro trabajo. En muchas tradiciones, la astucia es la cualidad
más importante de un hombre: la astucia de Ulises o de Krishna. En nuestro
caso, se trata de una doble astucia, astucia con respecto al otro y con respecto a
uno mismo, la más audaz y sutil de las astucias. Sabemos que hay algo que
debemos preservar —la penumbra, la profundidad de la que surgirá lo
inesperado— y algo que debemos controlar, que conduce a nuevas acciones, las
cuales deben parecernos inevitables.

  Lo inesperado, lo inevitable. Ambos a un tiempo. Sólo la astucia puede
conseguir su unión. Y contar esta unión secreta en términos concretos es algo
imposible, pues las palabras no tienen acceso a ello.

   Atrapado en un amplio abanico de limitaciones técnicas y necesidades
comerciales, obligado a trabajar en un proyecto que luego se verá
metamorfoseado por una larga serie de manipulaciones, forzado en la mayor
parte de las ocasiones a describir a los personajes desde el exterior, sin poder
recurrir a la confortable introspección de los novelistas, sabiendo que la
totalidad de su trabajo está condenado a desaparecer, el guionista se suele
plantear, a lo largo de toda su vida, la misma pregunta: ¿cómo expresarme a mí
mismo? ¿Cómo hacer oír mi voz a la manera de otros artistas, cuya
individualidad se reconoce mucho más que la mía, cuya gloria es siempre más
resplandeciente?

   Flaubert, sin embargo. intentaba conseguir justamente lo contrario, la
desaparición total del autor. Admiraba sin reservas la existencia objetiva de la
obra de Shakespeare, en la que ni el corazón ni la mano del artista parecen estar
presentes.

  En efecto, se puede estudiar a Shakespeare durante toda una vida y el
hombre que hay detrás de las obras seguirá escurriéndose entre nuestros dedos.
Su obra nos lo dice todo y, sin embargo, no sabemos nada de él. ¿Era de
derechas o de izquierdas? ¿Hablaba mucho o era más bien callado? ¿Le gustaba
más el campo o la ciudad? ¿Las mujeres o los hombres? No hay respuestas.

  El incomparable autor se ocultó detrás de sus personajes, a los cuales dio lo
mejor de sí mismo y que, a su vez, se convirtieron en expresión de todos los
sentimientos humanos. He aquí la verdadera, la más gloriosa «boca de la
sombra». El triunfo de lo invisible. La cumbre de la gloria —¡oh, sorpresa!—es
el anonimato. Y la más personal de las voces es la voz de cada cual.

   El guionista, una pieza más de la maquinaria cinematográfica, se cree
amordazado, aniquilado, incluso a veces traicionado. Y, por si fuera poco, se le
pregunta incesantemente, hasta provocar su irritación: ¿por qué no escribe una
obra personal?

  Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior,
un nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal
que ser útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña
perversión, sólo contara el autor, y no la obra.

   El guionista es, no obstante, el primero en saber, en adivinar, en todo caso (y
en algunas ocasiones), que esta noción de obra rabiosamente personal ha
fracasado desde hace ya mucho tiempo, que un libro o una película no pueden
existir si no se dirigen a los demás, que un autor que sólo trabaje para dar lustre
a su mísera torre de marfil —o para engrosar su cuenta bancaria— se agotará
mucho más rápidamente que todos los demás.

   Nuestra única misión consiste en transmitir ciertas emociones. Siguiendo una
vieja tradición, somos los narradores de hoy en día, con los medios de hoy en
día. El berebere que habla y canta en la plaza de Marrakech tiene el mismo
oficio que yo. Y los relatos que encadena uno tras otro son algo necesario para
quienes le escuchan. «Hay que escuchar historias», se dice en el Mahabharata,
«pues resulta agradable, y a veces nos hace sentir mejor.» Como esos gusanos
que fertilizan la tierra de los jardines, las historias van de una persona a otra e
incluso a veces de un pueblo a otro. El camino que siguen es imprevisible, pero
su bagaje es siempre precioso. Y lo que dicen sólo les pertenece a ellas.

  Una antigua alegoría árabe representa al narrador como a un hombre de pie
sobre una roca y mirando el océano. Entre historia e historia, apenas se toma el
tiempo necesario para beber un vaso de agua. El mar le escucha, fascinado. Y
las historias se siguen unas a otras interminablemente.

  La alegoría añade:

  —Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría el
océano.

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  • 1. Jean-Claude Carrière LA PELÍCULA QUE NO SE VE LA DESAPARICIÓN DEL GUIÓN A veces se oye a un actor decir: «Voy a hacer esta película. E1 guión no vale mucho, pero mi papel es muy bueno». Nunca he entendido—yo, que escribo guiones—lo que significan frases como ésta. Ni siquiera cuando un amigo me dice, creyendo halagarme: «Me ha gustado mucho tu guión, y los diálogos me han parecido maravillosos, pero la película no era gran cosa». En estos casos, mi reacción es la perplejidad. No entiendo cómo puede disociarse un guión de una película, apreciarlos por separado. Personalmente, soy incapaz de hacerlo con las películas de los demás. Puede que admire tal o cual encuadre o, por el contrario, que me disguste la interpretación de un determinado actor, pero las películas me gustan o no me gustan de una manera global. No me cabe en la cabeza una película bien dirigida y mal escrita (o viceversa): en resumidas cuentas, un monstruo, un híbrido casi inimaginable. Una película es siempre una sola cosa, un todo más o menos conseguido, con partes mejores que otras. A veces una puesta en escena inventiva y sutil puede insuflar vida a una historieta de lo más banal. Es posible. A la inversa, un director mediocre o arrogante puede sabotear abominablemente una bonita historia, y ejemplos de ello no faltan. Pero, en este caso, el guión original ha desaparecido, ha sido asesinado, ya no existe: ¿cómo se puede decir, entonces, que es bueno? Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el filme nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin duda, aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que, sin embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con otra forma, que será la definitiva.
  • 2. Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela, mi editor, Robert Laffont, me propuso—sabiendo lo mucho que me atraía el cine—participar en un extraño concurso. Acababa de filmar un contrato con Jacques Tati para publicar dos libros inspirados en dos de sus películas. Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951 ) y Mi tío (Mon oncle, 1958). Entonces en pleno rodaje, Tati propuso a Laffont que dijera a algunos de sus más jóvenes autores que escribieran un capítulo de Las vacaciones del señor Hulot. Después, él escogería al novelista definitivo. Acepté y gané, lo cual, sin que yo lo supiera entonces, decidió mi vida. Jacques Tati escogió mi capítulo. Un capítulo que yo había escrito en primera persona cediendo la palabra a uno de los personajes del filme: un viejecito muy pulido que se pasea siempre con su mujer, con las manos a la espalda, aburriéndose cada año durante tres o cuatro semanas, y al que el señor Hulot, claro está, estropea las vacaciones. Tati me citó en su oficina, cerca de los Campos Elíseos, y yo me presenté allí con el corazón latiéndome apresuradamente. Por primera vez en mi vida iba a entrar en una productora. Aquel hombre, al que yo admiraba tanto, me recibió enseguida. Hablaba poco, y miraba a la gente de una manera extraña pero minuciosa. Primero me preguntó qué sabía yo del mundo del cine. Yo le respondí que era lo que más me gustaba en el mundo, que iba a la Cinémathèque tres veces a la semana, que... Me interrumpió con un gesto de su mano: —No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo del cine, de la manera en que se hace una película. Le respondí, sinceramente, que muy poco, casi nada.
  • 3. —¿Nunca ha hecho cine? —No, señor. Llamó a su montadura, Suzanne Baron (con la que después yo mismo trabajaría varias veces, en El tambor de hojalata [Die Blechtrommel, 1979], de Volker Schlöndorff, por ejemplo), y le dijo: —Suzanne, muéstrele a este joven lo que es el cine. En tres o cuatro minutos, con instinto infalible, Tati acababa de darme mi primera gran lección: para instalarse en el mundo del cine, del modo que sea— aunque sólo se trate de escribir un libro a partir de una película—hay que saber primero cómo se hace, hay que ponerse en contacto con la técnica. De nada sirve pretender ignorar, con el desdén típico de algunos hombres de letras, todas esas máquinas y ese quehacer artesanal. Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello. Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló ante una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la primera bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina. Luego, en alguna parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a aparecer en la pequeña pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar y retroceder el filme, cómo podía congelar la imagen, acelerar el movimiento, ralentizarlo, volver al punto de partida, todo ello mediante una pequeña palanca metálica. Una palanca mágica que me permitió jugar por primera vez con el tiempo. Cuando toda la parte mecánica estuvo en marcha, Suzanne puso a mi lado un ejemplar del guión del filme y me dijo algo que nunca olvidaré y que constituyó
  • 4. mi segunda gran lección de aquel día, aunque no me diera cuenta de ello hasta mucho más tarde. Puso la mano sobre el guión, luego sobre la bobina de la película, y me dijo: —El problema consiste en pasar de esto a esto. El problema. Es muy fácil de decir. Se trata de una frase que, si no se le presta mucha atención, podría pasar por una observación más bien vulgar, incluso banal. Pero, en realidad, incluye en sí misma el gran secreto de la transformación. Indica claramente lo esencial, es decir, que el rodaje de un filme es una operación verdaderamente alquímica, que consiste en transformar papel en película, pasar «de esto a esto». Una transmutación en la que es la propia materia la que se transforma. Es bien sabido que, al final de un rodaje, el guión suele tirarse a la basura. Es rechazado, abandonado, destruido, ya no existe, porque se ha convertido en otra cosa. Con bastante frecuencia, he comparado esta inevitable metamorfosis con la oruga que se convierte en mariposa. El cuerpo de la oruga contiene ya todas las células, todos los colores de la mariposa, es su virtualidad. Pero aún no puede volar. La esencia misma de su sustancia la destina al vuelo y, sin embargo, se agarra torpemente a la rama de un árbol, a merced de los expectantes pájaros. Cuando llega el momento y se transforma, cuando adquiere su forma definitiva y empieza a volar de flor en flor, de su primera apariencia sólo queda la piel, que el viento arranca finalmente de la rama. Así también el guión, olvidado como una oruga. Por eso, en contra de lo que se suele pensar, el guión no es la última fase de una aventura literaria, sino la primera fase de una película. Jacques Tati y
  • 5. Suzanne Baron me lo demostraron en muy pocos minutos, hace treinta y cinco años, y cada día que pasa la experiencia me lo confirma. El guionista es más cineasta que novelista. Evidentemente, nunca le perjudicará saber escribir (incluso puede resultarle muy útil, y no sólo en el mundo del cine), pero eso que denominamos “escritura cinematográfica” es un ejercicio específico y muy difícil que no se parece a ningún otro. Se trata de una escritura que se debe recordar a cada instante a sí misma, con insistencia casi obsesiva, que está destinada a desaparecer, a una inevitable metamorfosis. De todos los objetos relacionados con la literatura, el guión es aquel que cuenta con menos lectores: como mucho un centenar. Y todos buscan en él únicamente su interés particular y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en su papel (lo que se llama una «lectura egoísta»), los productores y distribuidores en las posibilidades de éxito, el director de producción en los figurantes y los rodajes nocturnos, el ingeniero de sonido oirá ya el filme sólo con volver las páginas y el director de fotografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas individuales. Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona... y se abandona. Sé que ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican, aunque sólo si el filme funciona: entonces sobreviven a sí mismos. 55 De todas las formas de escritura, la cinematográfica me parece la más difícil, pues para ponerla en práctica son necesarias unas cuantas cualidades que raramente se encuentran reunidas. Hace falta talento, por supuesto, como para todo, pero también inventiva, emotividad, tenacidad. Es necesario un mínimo de capacidad literaria e incluso de habilidad. También un sentido especial del diálogo, que debe parecer real sin serlo, y un buen bagaje técnico. Como decía Tati, hace falta saber cómo se hace una película. De lo contrario, estaremos escribiendo sobre el absoluto, sobre utopías, y nuestras frases, por elegantes que sean, permanecerán irrealizables, aunque sólo sea por razones de presupuesto. Hay que saber cuánto cuesta lo que se escribe.
  • 6. A estas obligaciones, a este paso inevitable por los actores y los técnicos, hay que añadir una cualidad singular muy difícil de conseguir y mantener: una cierta humildad. Y no sólo porque, en la mayor parte de los casos, el filme acabará perteneciendo al director, cuyo nombre será el único en ser glorificado (o maldecido), sino también porque la obra escrita, sucia y arrugada, acabará finalmente desechada, como la piel de la oruga. En el camino, hay que poder redirigir nuestro amor, nuestros sentimientos, hacia el filme, pues, cuando finalmente exista, todos nuestros esfuerzos e investigaciones desaparecerán como por arte de magia. Y así, el último día, podremos salir del estudio sin tener que mirar con amargura las papeleras. Permanecí más de diez días en aquella oscura habitación a la que yo llamo mi caverna iniciática. Me enseñaron campos y contracampos, planos generales, diferentes encuadres, buenos y malos raccords. Primeros balbuceos de un lenguaje completamente nuevo para mí. Me hablaron de ritmo e incluso de estilo. Un joven delgado y nervioso, de grandes y brillantes ojos, ayudante de Tati pero también gagman, músico e ilusionista, venia a verme a menudo. Se llamaba Pierre Etaix. Con él, algunos años más tarde, compartiría mis inicios en el mundo del cine. Y desde entonces no nos hemos separado. Pierre se sentaba a mi lado e intentaba responder a mis ingenuas preguntas. ¿Por qué ese plano no es, en la película, tal y como se describe en el guión? Por múltiples razones, me decía Pierre, que ha sido imposible prever: un malecón demasiado corto, un actor poco hábil a la hora de encadenar sus gestos (algo que exige una gran precisión en una película cómica), el mal tiempo, un perro caprichoso, los azares del rodaje, en fin, o bien el hecho de darse cuenta, de repente, de que aquello que parecía muy divertido sobre el papel se convierte en algo más bien pesado, o inverosímil, o previsible, cuando se intenta darle forma y vida ante la cámara. Son los inevitables accidentes de la transformación. Sean cuales fueren las precauciones que se tomen, y a pesar del trabajo previo, de las improvisaciones,
  • 7. de las correcciones y de las repeticiones, existen ciertos momentos (no sé decirlo de otro modo, no encuentro otra palabra para ello) que se resisten a convertirse en tal o cual parte del filme. Se puede tratar de obligarlos a ello, hacerlos encajar por la fuerza, pero entonces se someterán de mala gana, dejando siempre tras de sí una cierta insatisfacción, tanto por nuestra parte como por la de los espectadores. ¿,Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando se lee en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla? ¿Es por el paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas quedan siempre indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y cuyo corazón son tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema irresoluble? Todos los directores se han enfrentado a esta resistencia, a este rechazo. Puede decirse entonces que la escena, o un determinado momento de la escena, resopla como una mula tozuda. A pesar de todos nuestros intentos, este maldito momento no formará parte del filme. Es algo que los actores, por instinto, reconocen a menudo: «Tengo un problema con esto», suelen decir. No pueden definirlo muy bien pero, cada vez que intentan abordar la escena, fracasan. No se sienten cómodos, sino como si estuvieran falseándolo todo. Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que no funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al actor a vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos, una segunda verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa escena? Cualquier metamorfosis de un guión o, dicho de otro modo, cualquier filmación de situaciones imaginarias, van acompañadas, de este modo, de toda
  • 8. una serie de concesiones, que siempre se desean lo más leves posible. Un guión es el sueño de un filme. Nos imaginamos los mejores actores. Los más bellos decorados, ríos de dólares, imágenes verdaderamente nuevas. Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro será el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones, aunque podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no está libre, no hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos trasladar a un equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como siempre, el tiempo apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los estudios de la Victorine, en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera contra los aviones de guerra norteamericanos que estaban apoyando el desembarco aliado en la Provenza: «¡No podéis hacer esto! ¿No véis que estamos haciendo una película?». Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que hacer la guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un monstruo. Por no hablar de los imprevistos, como en este caso, las concesiones se agolpan ante nuestras puertas desde el inicio mismo de la preparación. A menudo me digo que uno de los grandes talentos del director de cine es el de saber escoger: lo que puede consentir, lo que debe discutir y lo que tiene que rechazar. A veces la metamorfosis puede llegar hasta el absurdo. Recuerdo que, en los años 60, un amigo decidió hacer una película sobre la vida de un eremita del desierto, uno de esos santos de los primeros siglos de la cristiandad cuyas leyendas están llenas de prodigios. Este director convenció a un productor, que a su vez contrató a un guionista. Y se pusieron a trabajar.
  • 9. Después de algunas semanas empezaron a preguntarse: pero, en el fondo, ¿por qué ambientar esta hermosa historia en la antigüedad? ¿No podríamos acercarla un poco más a nuestros días, situarla en el siglo XVII, por ejemplo? ¿Y por qué no en la actualidad? En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en Europa. ¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur? Entonces intervino el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de rodar en África o la India. Al público no le interesan los personajes exóticos. No, hay que rodar en Europa o, de lo contrario, no habrá película (es así: nunca se puede escoger entre esta película y otra que podría ser mejor, sino sólo entre ésta o ninguna). Bien. ¿,Dónde encontrar un santo en la Europa de los años 60? Las discusiones se prolongaron durante mucho tiempo, casi un año. Y la conclusión fue ésta: el equivalente más adecuado de un santo en nuestra época es el detective privado, sin ninguna duda. El productor, el guionista y el director estuvieron de acuerdo. Así pues, a esa idea original que muchos consideraban extravagante (¡un santo!, ¿a quién se le ocurre hacer una película sobre un santo?), se añadía ahora el recurso, blando y tranquilizador, al más manido de todos los tópicos cinematográficos. Y el filme se rodó. Una película policíaca que transcurría en Madrid, con Eddie Constantine en el papel protagonista. Debo decir que aquel director que, un año antes, había tenido la extravagante idea del santo, se desmarcó del proyecto en el último minuto. Otro realizador se encargó de la película. Una película mediocre, que no tuvo ningún éxito. Algunos días después de nuestro primer encuentro, Jacques Tati me llevó a un estudio de sonido. Él mismo se estaba ocupando de las mezclas de Mi tío. Aquella tarde, se trataba del ruido de un vaso que se rompe al caer al suelo de una cocina moderna. Tati se había rodeado, como hombre meticuloso que era,
  • 10. de una treintena de cajas de vasos distintos y, durante varias horas, los estuvo dejando caer uno tras otro sobre diferentes tipos de suelo –piedra, madera, cemento, baldosa, incluso metal— con imperturbable seriedad. Yo le miraba sorprendido y me preguntaba: ¿así que esto es el cine, esta labor aburrida y oscura? Seguía a Tati por todas partes, casi siempre junto a Etaix, y asistía a proyecciones seguidas de largos y agitados debutes («¿Se ve bien la cola del perro que pasa junto a la alarma electrónica y que hace que se cierre la puerta del garaje? ¿Sí? ¿De verdad? ¿Estáis seguros de que el público la verá?»). Tati, sin duda, había decidido que, antes de dejarme escribir el libro, debía mostrarme el máximo de cosas posible. De ahí la importancia que siempre he otorgado a los conocimientos técnicos, a las herramientas de filmar, a los sonidos, a las luces, a los ejercicios de montaje. Durante años, en el curso de mi trabajo, yo, que no tengo ningún tipo de formación literaria, he intentado pasar el mayor tiempo posible en los platós, en los auditorios, en los laboratorios. En la primera película de Pierre Etuix, El pretendiente (Le soupirant, 1963) fui encargado de atrezzo y microfonista. Disponíamos de pocos medios y rodábamos con un equipo reducido. Grabar el sonido durante un rodaje, deslizar el micrófono en medio de las luces sin que provoque sombras, privilegiar este o aquel sonido, esta o aquella voz—aunque sean tenues—sobre cualquier otro: todo forma parte de la obra general. Nada resulta inútil para la escritura. Aún hoy en día, tan a menudo como puedo, paso horas enteras en los talleres de investigación, estudiando las imágenes de síntesis, los hologramas y todas esas nuevas articulaciones del lenguaje cinematográfico. Todos los métodos técnicos—incluso los digitales—guardan un antiguo secreto. Cualquier aprendizaje consiste en una formación total, que no sólo cambia nuestros gestos y nuestras miradas, sino también todo nuestro ser. Un artesano competente raras veces tendrá ideas extravagantes, pues su seguridad y su calma le acompañarán incluso cuando no esté trabajando. El verdadero
  • 11. peligro—como se comprueba a menudo—consiste en creer que la técnica es suficiente y que el virtuosismo puede suplantar a la idea. Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben disimular todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan cuidadosamente los golpes de efecto, que huyen de los subrayados. No hay ninguna duda de que son capaces de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que sus investigaciones vayan por otro lado: el misterio, la concentración, la intensidad vital, cualidades menos espectaculares pero a la vez menos frecuentes. No me siento atraído por los pintores exhibicionistas, esos que me muestran sus habilidades a cada paso que dan y luego sólo saben repetirse, aun cuando alcancen obscenos récords en las subastas públicas. Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años, seguro que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud. Es el menos amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El talento menos amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a una emoción real y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa el boato, ni tampoco demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al contrario, desprecia todo aquello que no le conduzca a la más viva expresión de su pensamiento». Tampoco en el caso de un guión hay que fiarse por completo de la técnica, que casi siempre acaba convirtiéndose en facilidad. Hay que ir siempre más allá, hacia la «emoción verdadera». En compañía de Tati y de Etaix, muy pronto pude darme cuenta de que una gran parte de este trabajo al que se denomina «escritura» consiste precisamente en no escribir nada. El propio acto de escribir es peligroso, pues sobre él pesa una especie de antiguo prestigio que muchas veces le sirve de justificación. Si está escrito, debe de ser verdad, así que no voy
  • 12. a tocar nada. Muchos realizadores llaman «biblias» a los guiones terminados. como si contuvieran una verdad eterna procedente de un lejano Sinaí. A menudo he dicho, en el curso de algún ensayo teatral, por ejemplo, que si a un actor se le proporciona una frase oralmente, sin escribirla en ningún sitio, la tratará con desenvoltura, con una libertad a menudo fecunda. Si se escribe la misma frase sobre un pedazo de papel o, con más razón, si se pasa a máquina, el actor la respetará mucho más. Incluso puede que llegue a paralizarle. Tati, a la salida de los estudios, me hizo sentar en la terraza de un café, y desde allí empezamos a observar a los paseantes. La mayoría de ellos no atraían nuestra atención, pero, de vez en cuando, siempre había alguno que nos parecía interesante, ya fuera por su apariencia general, alguna particularidad de su manera de vestir o incluso su físico. Retorno a las fuentes. Había que observar. ver, y luego imaginar, evitar las actitudes pasivas, identificar a cada uno con una historia, aunque fuera apresurada, con un gag, con un contratiempo, con un accidente que pareciera apropiado para él. Toda la calle, la ciudad y, por qué no, el mundo entero, todos los habitantes del planeta, nos parecían estar allí ( sólo para servir de pretexto a un inmenso filme cómico que nosotros debíamos descubrir. Durante mucho tiempo continué realizando este «trabajo» en sus más diversas formas, ya fuera con Pierre Etaix, con Luis Buñuel, con Milos Forman o con Peter Brook Cada uno, claro está, sólo veía aquello que correspondía a sus gustos o inclinaciones personales. Un hombre que cojea puede parecer divertido o patético, según la mirada que se pose sobre él. Recuerdo a Milos Forman observando, desde la terraza de un café, las idas y venidas de los paseantes y las prostitutas, en una calle de Pigalle, y murmurando desanimado: «Sólo Dios podría dirigir esto». Lo más esencial es no perder nunca el contacto con la vida en beneficio de las construcciones mentales, descubrir y explorar todo lo que nos rodea, domesticarlo antes de transformarlo, antes de aplicar a lo real las perversiones y desviaciones que sean necesarias.
  • 13. En 1968, Forman decidió hacer una película en Nueva York. Como personaje principal escogió a una joven fugitiva, una dropping-out1. Por aquel entonces había un gran número de estos run-away kids2, que un buen día abandonaban a su respetable familia para unirse, en las calles del East Village, a los abigarrados, trashumantes grupos de hippies, intentando cambiar de vida. Los Beatles acababan de escribir una bella canción sobre el tema: «She's Leaving Home». Milos pidió mi colaboración y me reuní con él en Nueva York. Cuando se pisan los Estados Unidos por primera vez, la impresión es siempre la misma: «Ya conozco este país». Hemos visto—y amado— tantas películas norteamericanas desde nuestra infancia que conocemos a la perfección los rascacielos, el Colorado, los taxis amarillos de Nueva York e incluso los coches de la policía. Nuestros primeros viajes a Norteamérica los hemos hecho gracias al cine. El viaje real, sin embargo, supone algunas diferencias. Y Nueva York, en 1968, resultaba sorprendente. Poco iniciados en las nuevas modas, éramos como dos extranjeros en tierra extraña. Para superar esto, en lugar de encerrarnos en la habitación de un hotel y escribir aquella película que acabaría titulándose: Juventud sin esperanza (Taking Off, 1971), nos fuimos a vivir al Village, entre nuestros personajes, y nos dedicamos a recorrerlo todo, llamando a las puertas y diciendo, con nuestros inconfundibles acentos: «Somos cineastas europeos y queremos hacer una película sobre la juventud norteamericana. ¿Tiene usted hijos?». Nadie nos cerró la puerta en las narices. Hubo incluso una familia que prácticamente nos obligó a compartir su comida. Y la puerta de nuestro apartamento, situado en Leroy Street, estaba siempre 1 En inglés en el original: alguien que se va de casa. 2 En inglés en el original: "muchachos fugitivos".
  • 14. abierta para todos aquellos que quisieran entrar. Por nuestra parte, nos dedicamos a escuchar atentamente sus relatos, que al principio casi no entendíamos a causa del lenguaje utilizado, un argot tribal que sólo pueden comprender los miembros del grupo (hasta el punto de que en Inglaterra tuvieron que subtitular varias escenas). E1 guión empezó a tomar forma más tarde, después de haber estado en contacto con la realidad durante mucho tiempo. La mayor parte de las escenas eran ficticias, como aquella que presenta una Asociación de Padres de Jóvenes Desaparecidos, tan verosímil, sin embargo, que los productores recibieron montones de cartas preguntando por la dirección de este organismo. Era una ficción emanada de la realidad. No hubiera existido sin la atmósfera excepcional que nos rodeaba, que invadía nuestros corazones y nuestras almas, y tampoco sin nuestras persistentes investigaciones, más bien propias de unos antropólogos. La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible. El segundo fenómeno, siempre acompañado de una cierta sorpresa que va adquiriendo distintos matices a lo largo de los años—aunque sin dejar nunca de ser una sorpresa—, se basa en la libertad de la imaginación. De hecho se trata de un músculo que, como la memoria, hay que fortalecer mediante el entrenamiento. Pero, a diferencia de la memoria, que se cree —o que se creía, hasta una fecha reciente— localizada en alguna parte del cerebro no sabemos muy bien dónde se aloja la imaginación. Sin duda en la cabeza, pero también en el cuerpo, en los sentidos, en los nervios y en los reflejos. Está allí —más o menos viva, según las edades y los individuos— presta para abrirse al mundo, liberarse, expandirse. Habita en nosotros bajo las más misteriosas formas, invade nuestros sueños, es el viento que sopla sobre nuestras velas y que transforma nuestras vidas.
  • 15. Todos somos vulnerables a la imaginación, pues sin ella nuestra existencia sería demasiado real. Cuando la excitación de nuestra vida diaria empieza a remitir, aunque sólo sea durante unos pocos minutos, nos encontramos con este compañero secreto: nuestra imaginación toma el mando, se desliza en nuestro interior con seguridad y suavidad, y se aprovecha de esos momentos de inacción, de regreso a nosotros mismos, para levantar un telón invisible. Entonces nos transporta al escenario, vemos a un actor que somos nosotros mismos y todo acaba confundiéndose. A partir de elementos de la realidad, de aquello con lo que nos enfrentamos día a día, de nuestros amigos y de las mujeres a las que deseamos, entramos en otro mundo. Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos e intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y nuestras historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y, recurriendo voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática de nosotros mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas, manipulándola y torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez. A medida que se suceden las experiencias, vamos conociendo más y mejor a ese misterioso inquilino. Con inusual rapidez —primera razón de nuestra sorpresa—, empezamos a creer que sus posibilidades de exploración son ilimitadas. Su territorio es prodigiosamente amplio y cada día se ensancha más y más. Las situaciones que es capaz de concebir en su incontinencia pueden llegar hasta el infinito. Detalles, miradas, gestos, palabras: no hay límites. Durante el siglo XIX, había gente que creía que las situaciones dramáticas eran limitadas. A lo sumo unas cuantas decenas. Nada más falso que esta visión estrechamente aritmética de nuestro mundo imaginario. Todo puede ser dramaturgia, todo puede ser acción, relato, historia, a condición de que el interés se mantenga, que aquellos que nos escuchan permanezcan sentados, con los ojos bien abiertos, completamente inmóviles.
  • 16. En este sentido, las semillas se vienen plantando desde hace ya mucho tiempo. Los narradores africanos, indios o persas son realmente inagotables. Pero, de vez en cuando, sobre todo entre nosotros, aparecen ciertos tiranos reductores que afirman, con el hacha levantada: hay que escribir así. De esta manera y no de otra. En Francia, durante el siglo XVII, muchos poetas fueron enviados a la hoguera: el orden clásico, al mismo ritmo que la monarquía absoluta, se estaba abatiendo sin piedad sobre la deliciosa, preciosa, mística y obscena exuberancia barroca del primer tercio de siglo. Esos poetas se llamaban Chausson o Le Petit. Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay que respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De nuevo se imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El resultado fue que, durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en Franela un solo poema. Muchos versos, sí, pero ningún poema. Este peligro, siempre el mismo bajo formas renovadas, está permanentemente al acecho. Sea cual fuere nuestra ocupación, nos sentimos fuertemente atraídos por las clasificaciones, los archivos y las etiquetas. Nos entusiasman los callejones sin salida, tan confortables, tan protegidos, tan fáciles de inspeccionar. Amamos las formas establecidas, aquellas que gustamos de llamar clásicas. Aún no hemos dicho nada y ya empezamos a repetirnos. Hacemos muchas películas pero no hacemos cine. Hemos perdido la capacidad de invención, el espíritu de la aventura. Cuando nos amenaza un vago reproche, casi siempre procedente de nuestras zonas más oscuras, nos justificamos con una sola palabra: fidelidad. Nos llamamos, nos creemos fieles a nosotros mismos. Y, sin embargo, fidelidad es una palabra, como tantas otras, que no quiere decir absolutamente nada, por lo menos cuando se emplea sola. Permaneciendo fieles a la forma, a menudo traicionamos lo esencial. Y la propia forma muere, más tarde, vacía ya de toda sustancia.
  • 17. Para evitar el olvido sólo disponemos de la imaginación. Es el caballo que nos lanzará hacia adelante y nos sacará del atolladero. Sin que nos demos cuenta, siempre presente, vuelve incesantemente a la carga con renovadas energías. ¿Cómo dejar de imaginar? Nos lleva, sin esfuerzo alguno, al otro lado de todos los espejos, nos atrae como el canto de las sirenas. Está ahí para ayudarnos. a cada instante, a escapar de la monotonía, de lo ya visto, de lo ya oído, del savoir-faire, de la siempre peligrosa experiencia. Nos abre imprevisibles caminos entre la maleza. Naturalmente, a veces tiene miedo, pues las amenazas son constantes. Se desconfía de ella porque es capaz de imaginarlo todo, de poner el mundo patas arriba, de sentar al mendigo en el trono y lanzar al rey a la fosa común, de soñar incluso el Apocalipsis, el fin de todo, la nada soberana. Se la maltrata y se la encarcela. Siempre rechazada, a menudo se retracta de todo. En el caso de ciertas personas —basta con mirar a nuestro alrededor— parece incluso haber desaparecido, asesinada por la rutina y la estupidez. Y entonces esos individuos se encierran para siempre en una vida rígida, en un pensamiento clausurado. El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es creer que basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar, irritar, y abordar cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que nuestro trabajo, en el curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer. Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del mundo, por las que sentía un gran interés, pero también por motivos profesionales. La lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de la elaboración del guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día leímos que había explotado una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París, información que nos inquietó, pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del deseo— habíamos imaginado a un grupo terrorista que actuaba en nombre del Niño Jesús.
  • 18. A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver cómo iba la investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la del Sacré-Coeur. Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el resultado es siempre decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía ningún interés para nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba desaparecía de repente y para siempre. No basta con la realidad. Es necesario que la imaginación se inserte en ella y la pervierta, o por lo menos le dé una nueva forma. Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto inquieto. Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la pena continuar trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana mismo». Le pedí que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió: —¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el mismo día! Sin embargo, el mundo no se acabó, ni al día siguiente ni al otro, lo cual no sé si le decepcionó. Otra parte de nuestro trabajo consistía en contarnos nuestros respectivos sueños cada mañana. Si los habíamos olvidado los inventábamos, o por lo menos eso es lo que hacía yo, recordando la frase de André Breton acerca de un tipo al que no tenía en mucha estima: «Es un cerdo. No sueña nunca». Periódicos y sueños: la cotidianeidad. A todo ello veían a añadirse a lo largo del día, la reflexión, la improvisación y la invención propiamente dichas, a las que nos veíamos obligados por contrato. Búsqueda errabunda e indefinible que podía finalizar en unos recuerdos de infancia, en anécdotas sobre un amigo común o en imágenes y lecturas, todo ello separado por largos silencios durante los cuales cada uno de nosotros, como si se tratara de un cuento de Edgar Allan Poe, podía leer el pensamiento del otro. O bien podíamos acabar estallando en
  • 19. carcajadas, incluso enzarzados en una pelea absurda, para que al final, súbitamente, una escena surgiera de no se sabía muy bien dónde. Entonces la acogíamos, le dábamos forma, apartábamos la mesa y las sillas, incluso las luces, y, en un torpe remedo de puesta en escena, comenzábamos a interpretar, a improvisar, volviendo a empezar tres, seis, diez veces si era necesario. En cada ocasión corregíamos frases y gestos, y algo empezaba a nacer en el interior de ese movimiento irregular. Rápidamente tomaba notas para no olvidar esas expresiones y posturas que nacen de la improvisación y que luego se intenta recordar en vano. A veces este camino no conducía a ninguna parte. Todo volvía al silencio y a la desolación. La espera recomenzaba. Estábamos convencidos de que nunca encontraríamos nada válido, nada que nos dejara satisfechos a uno y a otro. Llamábamos al camarero del hotel y pedíamos otro café. Volvíamos a leer los periódicos, a recordar viejas historias que nos habíamos contado ya innumerables veces. Mirábamos el paisaje —siempre el mismo— que dejaba entrever la ventana, como dos insectos que intentaran salir de un tarro: seguro que había una salida secreta que, a su vez, nos conduciría a la inmensidad de las grandes praderas, pero, ¿cómo encontrarla? Era una agitación incesantemente salpicada por el aburrimiento. Una actividad extraña, muy difícil de explicar. En lo que se refiere al entrenamiento del músculo de la imaginación, que es el único capaz de encontrar esas salidas, practicábamos diariamente un ejercicio que exigía mucha disciplina. Durante una media hora, al finalizar las sesiones de trabajo, yo me quedaba solo en mi habitación mientras Buñuel se iba al bar — lugar sacrosanto, y preferentemente sumido en las sombras, que la inspiración suele atravesar de una manera casi fatal— a por su aperitivo nocturno. Físicamente alejados, así, nos obligábamos a inventar una historia, en media hora, que podía ser corta o larga, en presente o en pasado,
  • 20. trágica o burlesca, o consistir simplemente en un detalle o un gag. Al término de la operación nos reuníamos en el bar y nos contábamos nuestros hallazgos, que podían estar o no estar relacionados con el guión en el que estábamos trabajando: eso no tenía ninguna importancia. Lo esencial era mantener la imaginación alerta, forzarla a despertarse cada día precisamente a esa hora —el final del día— en la que ya empieza a adormilarse. Al entrar en el bar, yo ya podía leer en el rostro de Luis si sus hallazgos le habían dejado satisfecho o, por el contrario, le parecían mediocres. Y viceversa, sin duda, pues todo rostro queda iluminado tras el paso de una buena idea. A veces, en una fase anterior, cuando nos encontrábamos atascados en una escena que parecía irresoluble, me decía: —Quizá esta noche, con la ayuda de la ginebra. No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un bar confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry martini y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para Buñuel se trataba. sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos vapores del alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se movía el aire, a percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se deslizaban silenciosamente de un sitio a otro. De la terraza del caté en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que me esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito escenas de Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un aeropuerto de provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook, un avión confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario, caprichosas e incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una música de flauta, o un calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los desiderata de los escritores, y entre ellos los de los guionistas, a veces es como
  • 21. si estuviéramos hojeando un catálogo de perversiones. Conocí a uno que no podía soportar el canto de los pájaros, hasta el punto que, de oírlo, caía súbitamente en una repentina crisis. ¿Fetichismo? ¿Pereza disfrazada? ¿Pánico ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo lejano, como sucede con algunos traumas? No se sabe, pues estas cosas apenas se estudian. Felizmente. Lo que parece cierto es que el campo es ilimitado. Se puede, evidentemente, poner barreras, o pasear sin rumbo fijo hasta perderse. Todos los métodos son buenos para cultivar el campo. Pero sólo hay una certidumbre: el cultivo es indispensable. Somos libres de soñar con una película nacida de un erial, pero no deberemos sorprendernos si, en ese caso, los visitantes acaban evitándolo prudentemente. El cultivo, pero también el abandono, el barbecho. Se puede abandonar una historia durante semanas, meses e incluso años. No importa: su vida no tiene por qué detenerse. Sin nosotros saberlo. empieza a ser objeto de una ebullición invisible. Hay que dejarle existir, concederse momentos de descanso, de inactividad absoluta, tanto física como mental. Una parte de nosotros permanece despierta. Un día u otro, si todo va bien, recogeremos los frutos. El trabajo en este oscuro dominio permite descubrir también que nuestra imaginación es perfectamente inocente, y que no debemos dejar de luchar contra nuestras propias prohibiciones. Contrariamente a lo que nos han repetido durante siglos las religiones menos permisivas, no hay «malos pensamientos», ni «pecados de intención». Muy al contrario, debemos intentar cualquier cosa, imaginarlo todo. El guionista tiene el derecho y probablemente el deber de ser —cuando inventa— un personaje vulgar, odioso, racista y egoísta, un infecto criminal en potencia. Debe, varias veces al día, matar a su padre, violar a su madre, vender a su hermana y a su patria. A través de la disolución de todas las barreras, u obligándose a llevar una máscara desagradable o ridícula, debe buscar al criminal que hay en su interior, al hombre de mal gusto, ése al que tanto detesta, ése en el que no querría convertirse bajo ningún pretexto.
  • 22. Y que se tranquilice: lo encontrará. Al igual que, al inicio de cualquier trabajo, toda actitud heroica o demostrativa puede ocultar una trampa fatal (nada más fácil que la teoría, pero tampoco nada más paralizador), también toda censura personal, toda retirada temerosa, todo rechazo a contemplarnos en nuestra integridad pueden acabar suponiendo una castración, un pecado, un atentado contra la imaginación que tarde o temprano habrá que pagar. Y además, el guionista —en el momento del trabajo— no sólo debe aprender a mirar en sus propias tinieblas, sino también osar desnudarse ante su partenaire. Debe atreverse a proponer una idea determinada afirmando obstinadamente que es buena, incluso cuando crea que puede ser peligrosa, grosera o repugnante. Debe abandonarse a un ejercicio constante de impudicia con el fin de liberarse de lo que extrañamente se denomina el respeto. esa actitud de reserva bajo la que se esconde el veneno del temor. Pues no se trabaja jamás solo, ni siquiera en los momentos en que no hay nadie ante nosotros. Siempre somos una personalidad múltiple. Puede que haya un cerdo en nuestro interior, más o menos enmascarado, pero también habrá un asceta y una paloma blanca, prestos a la acción y a la reacción. Es inevitable: nunca dejuran que el cerdo escriba solo el guión. Una película está terminada cuando el guión ha desaparecido. La estructura se ha vuelto invisible, ya no se siente. La inteligencia y la sensibilidad del espectador deben dirigirse ahora hacia el propio filme, y no hacia la manera en que está hecho. A menos que la película, como dice a veces Godard, sea «una película que se está haciendo», en cuya elaboración se supone que podemos ayudar y participar (sin embargo, el cine no es algo inmediato, como el teatro, por lo que sólo puede tratarse de otra forma de ilusión), todo el trabajo quedará borrado, todas las articulaciones e informaciones que hayan ido apareciendo —
  • 23. necesariamente— serán asimiladas por la propia acción. La organización se ha desvanecido. Ahora cada imagen, cada palabra nos sorprende. De repente todo es inesperado. Y, no obstante, vemos esa acción como inevitable. Todo conducía hacia ella. Es aquello que deseábamos en secreto. En estos momentos privilegiados, sorprendentes e indispensables, la película encarna y concreta nuestro deseo, le aporta una satisfacción tanto más intensa cuanto que no la esperaba, no osaba esperarla. En la esperanza de llegar a ese momento, a menudo decepcionada pero siempre viva, hay que aprender a liberarse suavemente —volvamos a Delacroix y a Tiziano— de nuestro bagaje, de todo lo que nos han enseñado, de lo que Buñuel llamaba «el ingenio». Un hallazgo demasiado brillante, y expuesto con demasiada brillantez, puede romper nuestra relación íntima con la película, puede incluso distanciarnos, como el actor de teatro que entra en escena con un vestuario demasiado bonito, o como ese decorado exuberantemente iluminado que nos arranca un suspiro de admiración. Es la belleza y únicamente la belleza de esa imagen que admiramos, arrancada al filme, lo que nos distancia de este último sin que apenas nos demos cuenta; la belleza de la imagen o la intensidad de las palabras, sobre todo de las palabras de una «autor», ésas que esperamos minuto a minuto, olvidándonos mientras tanto de la carne del filme. Hay innumerables réplicas, la mayoría de ellas absolutamente amorfas, que parecen estar ahí sólo para preparar la llegada de la palabra, como un nadador perdido en medio del mar que aún pudiera respirar de vez en cuando. Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía levantar y agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus réplicas: atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo mismo, a su manera. Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo
  • 24. llamo «la carne del filme» se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en el terreno indefinible del sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese alimento secreto y maravilloso cuya ausencia siempre nos deja hambrientos. En el caso de un guión, la deseada desaparición de las articulaciones de la historia, la eliminación de los efectos más visibles, sólo tienen un objetivo: transformar la invención en apariencia de realidad. Dar vida y verdad a lo que ha nacido de la arbitrariedad y de una lenta domesticación. La imaginación debe hacer su trabajo y metamorfosearse, abandonar su propia brillantez, su arrogancia personal: hacer como si ya no estuviera ahí, como si ya hubiera cedido su sitio a la realidad. Volver a la oscuridad de su caverna, a la espera de su próxima salida. Así pues, su triunfo es su desaparición. Por eso el guión, probablemente, es el elemento menos visible de un filme. Es como una materia prima que se disipara en el aire. Siempre presente, pero impalpable. Sin duda éste es el punto más secreto del mecanismo, aquel del que casi nada puede decirse. De este modo asistimos al triunfo, generalmente modesto —y con razón—, de aquello que no se ve. Lo que cuenta es, evidentemente, lo que vemos, pero más aún lo que hemos suprimido: un esfuerzo que sin embargo, aún está ahí, tras el filme o a su alrededor, como los años de complejo entrenamiento que dan lugar a los más sencillos movimientos de un atleta. Cuando la búsqueda termina, incluso ella misma desaparece. Viva el trabajo aniquilado. El guión no es sólo el sueño de un filme, sino también su infancia. Atraviesa un primer período lleno de titubeos y balbuceos, descubriendo poco a poco todo lo que hay en su interior (o lo que no hay, pues es bastante frecuente que se abandone una historia a medio camino, por falta de ideas o de dinero, y acabe oxidándose en la estantería, como las piezas de los viejos camiones en el desierto), y luego gana seguridad en sí mismo, lo que nos recuerda la imagen en la niebla de Peter Brook, que se concreta y fortalece día a día.
  • 25. Puede suceder también que un filme envejezca y se vea acorralado por la muerte. Una muerte natural, pues simplemente ha dejado de interesar, nuestra memoria lo rechaza, ya no quiere verlo, por lo que decimos, y con toda la razón, que se ha convertido en invisible. Ocurre incluso que algunas películas nacen muertas, son invisibles desde su nacimiento y para siempre. Igualmente, también está la muerte accidental, en terremotos o incendios (como el de la Filmoteca de México en 19X2) que siempre provocan la desaparición de las copias más raras, o bien en esos inexplicables fenómenos de corrosión, de putrefacción, que destruyen la película incluso en el interior de sus propios estuches. La película que no se ve, o que ya no se ve, es, en principio, la que ya no existe. No se puede decir gran cosa de ella, pero hay que saludarla a su paso: esa película desconocida, desaparecida, de la que sólo quedan dos o tres fotografías a partir de las cuales se puede intentar reconstruir el guión, como se reconstruyen los animales de la prehistoria a partir de uno de sus dientes. En ese movimiento que va de la virtualidad a la realidad, del filme–sueño, o el filme–niño, al filme adulto y consciente, el guionista aprende a retirarse de la aventura. Durante los primeros meses es el dueño. La película, en ese momento, le pertenece. Conoce todos sus detalles: es el único que la ve. Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el que debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras manos. Una transición azarosa. Para evitar la ruptura, el cambio de tono radical y herético, es mejor que el director permanezca cerca del guionista desde el principio, trabaje con él hasta que el filme sea suyo, sea también suyo, como así constará, de todas maneras, en los créditos y en las historias del cine. Así la
  • 26. transición será más natural, sin golpes ni tropiezos. Nos habremos acostumbrado juntos a ese niño que va a nacer. Juntos, sin darnos cuenta, habremos inventado imágenes, habremos oído frases y sonidos. Y esa primera apariencia del filme nos pertenecerá a ambos. Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las escenas del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi habitación. A la mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos a una rápida verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo: —En la escena de los paracaidistas, ¿dónde está la puerta? Y él me respondía: —A la izquierda. —¿Y la dueña de la casa? —A la derecha, cerca del sofá. Y así sucesivamente, casi siempre sin errores. Lo constatamos centenares de veces. Aunque estábamos sentados cara a cara —su derecha era mi izquierda y viceversa—teníamos la misma visión de la disposición general del decorado, del lugar y de los personajes. A medida que avanzaba nuestro diálogo, nuestras improvisaciones, una especie de forma interior iba instalándose en nosotros, como un inquilino secreto, una forma finalmente más fuerte que la disposición geográfica de la habitación de hotel en la que trabajábamos. Habíamos entrado en la película. En los años 50, y con algunas excepciones notables (Bresson, Tati, Renoir, Becker), el cine francés estaba en manos de los guionistas. A menudo la puesta
  • 27. en escena se reducía a una puesta en imágenes, una formalidad técnica, la mayoría de las veces muy cuidadosa. Los mismos estudios, los mismos exteriores, los mismos movimientos de cámara, los mismos découpages llamados «clásicos». Todas las películas se parecían entre sí. Las únicas diferencias se encontraban en las historias que nos contaban. Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como en los demás. Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis artistas») se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo y contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente... y algunas veces sucumbió a él. La nouvelle vague, a finales de los años 50, cargó contra el formalismo y la monotonía. Los nuevos cineastas afirmaban que, ante todo, la película debía llevar la marca de su autor, que ese autor debía ser necesariamente el director y que, en consecuencia, lo más importante debía suceder durante el rodaje. Esta llamada se oyó milagrosamente en el mundo entero, y el resultado fue una gran diversidad de estilos, géneros e incluso condiciones técnicas de rodaje, aparecidos en el mismo momento en que la televisión, el nuevo monstruo, ponía en duda insidiosamente la supremacía de las salas de cine, esos palacios populares que se creía indestructibles. Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las mazmorras. Ya no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como único «autor», estaba invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el guionista se estaba convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi parte, no lo padeciera— en un personaje sospechoso, un ser probablemente nocivo, una especie de subescritor, de novelista fracasado, que no hacía otra cosa que aplicar incansablemente sus recetas, obligatoriamente mediocres.
  • 28. Nos vimos entonces sumidos en una temible avalancha de obras intimistas y narcisistas, obsesionadas por los recuerdos y las fantasmagorías, llenas de consideraciones poéticas y de citas prestas para tapar agujeros, que siempre acababan mostrándonos al director frente a las angustias de la creación. Filmes impracticables, en su mayoría, filmes invisibles, pues se dirigían exclusivamente al autor y a algunos de sus acólitos. Lo esencial —el contacto con los otros— se había perdido. Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público huyó por piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto a otras en las estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar su buen nombre. Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con urgencia. Y entonces reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto en el cine francés como en la mayor parte de las películas norteamericanas—de un cine de guionistas, bien «construido», y engrasado, pero sin sorpresas, sin atrevimientos, sin estilo. Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada nuevo día vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista y el director se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a ciegas, buscar un territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Cuando Buñuel y yo nos conocimos, en el curso de una comida, la primera pregunta que me planteó, mirándome fijamente a los ojos —y entonces supe que se trataba de una pregunta importante, profunda, que podía decidir nuestros futuros— fue: —¿Le gusta el vino? Cuando le respondí afirmativamente, añadiendo que incluso procedía de una familia de vinateros, su rostro se iluminó, me sonrió y llamó al camarero. Por lo menos compartíamos una pasión. Más tarde, fuimos descubriendo muchas más.
  • 29. Cuando conozco a un director con el que voy a tener que pasar varios meses de mi vida, siempre me pregunto: ¿qué película quiere hacer? ¿Quiere hacerla realmente? Y más vale adivinarlo con rapidez, puesto que de todas maneras la hará. A veces ni siquiera él lo sabe, y sólo ve formas vagas, que en ese caso deberemos concretar juntos. Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos, las falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con celos y malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que hay que evitar —creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va a dominar a quién. Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate, y además al público no le importa en absoluto. Las pequeñas victorias personales («Le he obligado a aceptar mi idea: ¡he ganado!») no suelen tener ningún sentido. Pueden incluso suponer una derrota para el filme, que es lo único que importa. A menos que el guionista esté profunda y sinceramente convencido de que su idea es la buena, de que vale la pena luchar por ella. Pero, ¿cómo estar seguros de que somos sinceros con nosotros mismos, de que no se está interponiendo ningún tipo de amor propio? ¿Al precio de qué esfuerzo, de qué ascesis? Estamos —cada uno de nosotros— absolutamente convencidos de que nuestros gustos y nuestros juicios son los mejores del mundo: ¿cómo vencer esa prerrogativa interior que nos hace preferir nuestras ideas a las ajenas? ¿Cómo pensar únicamente en la obra que estamos haciendo? ¿Cómo colmar nuestra ansia de gloria, de dinero y de poder? Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales: habría que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas bobinas anónimas, puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se
  • 30. contemplarían como se entra en una catedral, ignorando los nombres de quienes la construyeron, incluido el del maestro de obras. El camino que ha escogido el cine —y las demás formas de expresión— es exactamente el contrario. Agobiado por la crítica, perdido en un bosque de historiadores puntillosos, el autor aparece cada vez más en primer plano e incluso —y esto resulta evidente en el caso de Van Gogh— a menudo importa más que su propia obra, que tiende a desaparecer en beneficio de su creador. Lo primero que miramos de un cuadro es la firma. Los tiempos así lo quieren: la «mediatización» de los grandes autores. El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen romántico ya olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren. Cada uno se consuela como puede. Y no pasa nada. ¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie que pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros mismos mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño teatro interior en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que sentimos una especie de indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos propone, y a menudo nos seduce de antemano, a menos que, por el contrario, nuestro espíritu crítico sea tan feroz que nos obligue a denostar todo aquello que sale de nuestra imaginación. Ciertos autores parecen siempre contentos con los productos de su invención, mientras que otros están siempre insatisfechos. Actitudes ambas tan paralizadoras como nocivas. Este descubrimiento progresivo de un tema, de una historia, de un estilo — descubrimiento que se realiza según el más irregular de los ritmos, con largos
  • 31. apagones y repentinas iluminaciones—, se parece mucho al trabajo del actor, a la labor de aventurarse en un papel. ¿Qué va a encontrar allí? No tiene ni idea. Una obra —de Shakespeare, de Chejov— propone siempre una totalidad vibrante, indefinible, irreductible incluso al análisis más enconado. Es imposible abordarla como representación mental, pues eso seria ahogarla, estrangularla. tentación permanente de los directores más elementales, que intentan reconducir siempre hacia sus estrechos senderos todo aquello que les sobrepasa. Durante los ensayos de una de sus obras, una actriz neurótica se dirigió a Pirandello y le dijo: —Perdone, maestro, pero no lo entiendo. En la página 27 mi personaje dice una cosa y en la 54 todo lo contrario. Teniendo en cuenta todo lo que le ha pasado, sus motivaciones y su psicología, ¿cómo es posible que haya cambiado hasta ese punto? Y además... Pirandello la escuchó pacientemente (era un hombre muy bien educado). Ella habló durante mucho tiempo, planteando las cuestiones habituales en este tipo de situaciones. Cuando hubo terminado, él le respondió, como si se tratara de una evidencia (y es una respuesta que siempre me ha parecido extraordinariamente justa): —Pero, ¿por qué me pregunta eso? Yo sólo soy el autor. Y es justa, pese a la aparente paradoja, porque un verdadero autor nunca sabe lo que ha querido decir. Ya es mucho que sepa lo que ha dicho. Es lo que Victor Hugo llamaba la «boca de las sombras». Las palabras pasan a través de él escapando casi siempre a su control. Proceden de un territorio oscuro, tanto más amplio cuanto más ricos y profundos sean los conocimientos del autor. Un territorio que comparte con otros, en el caso de los más grandes con la humanidad entera, de la que se convierte en voz.
  • 32. Me permitiré incluir aquí unas cuantas frases de Martin Buber: «Hay que perder el sentido de uno mismo. Hay que escuchar únicamente al Verbo, que vierte sus palabras en el interior de todos nosotros. Y cuando empiece a oírse su voz, hay que callarse». Evidentemente, estamos muy lejos del filme de autor. Pero la respuesta de Pirandello es también justa porque es una manera elegante de decirle a la actriz: ése, querida amiga, es su trabajo. Se le paga para que descubra el camino que conduce de la página 27 a la 54. Usted se ha comprometido a encontrarlo. Y además dispone de un director para que le guíe. No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya claras. Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un mínimo de comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender». acostumbra a decir Peter Brook a los actores amenazados por la histeria. Una aproximación tranquila, una lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes, aunque sólo sea para dejar en evidencia las indefiniciones, las contradicciones, todo aquello que puede plantear dificultades. Pero la ilusión más grave y perniciosa —y aquí se encuentran el camino del actor y el del autor, tanto en el cine como en el teatro— consiste en convencernos a nosotros mismos de que esta aproximación intelectual es suficiente, de que en ambos casos basta con el análisis, de que un autor debe saber lo que quiere decir, trazar un plan preciso y definir sus estructuras, y que el resto le vendrá como por añadidura, de la misma manera en que la interpretación del actor sólo consistiría en poner gestos y veces a una idea previamente moldeada por la inteligencia. Esta ilusión intelectual —puedo saberlo todo, comprenderlo todo, analizarlo e inventarlo todo se basa únicamente en el propio intelecto. Y sus efectos son tan temibles y refinados porque proceden de las herramientas ordinarias de esa
  • 33. búsqueda intelectual el pensamiento, la reflexión y la introspección—, que trabajan únicamente sobre sí mismas. El pensamiento segrega así ininterrumpidamente su propia ilusión, que consiste en creer que piensa, y en consecuencia que conoce («Conozco México, conozco a Rabelais»: ilusiones ordinarias), igual que la conciencia, por emplear otra terminología, se convence a sí misma de que está despierta, atenta y libre. Más exactamente: el pensamiento el del autor, el del actor, el de no importa quién —imagina que se puede diferenciar de sí mismo y examinarse desde el exterior como si se tratara de un objeto aparte, inmóvil, mientras que se trata precisamente de lo contrario: inseparable, móvil e indefinido. Desde el momento en que hoy en día creemos saber —los neurólogos, en cualquier caso, así lo afirman— que nuestro cerebro, prodigioso organismo, es también una cosa enorme y perezosa que gusta de las simplificaciones y las reducciones, una maravilla adormilada dispuesta a creerse a pies juntillas cualquier palabra mínimamente hábil —o chillona, según los casos— que se le ponga delante, son múltiples las trampas que pueden presentarse a lo largo de nuestra aventura, tanto en el caso del autor como en el del actor. Nuestro cerebro gusta de fascinarse a sí mismo, de jugar consigo mismo, como un ilusionista que se sorprendiera de su propio arte y se creyera sinceramente un hacedor de milagros, aplaudiéndose incluso con entusiasmo al final de su número. Nuestro cerebro —nuestro intelecto, si se prefiere— a menudo se arrodilla ante sí mismo. Venera todo lo que procede de él. Y no se da cuenta de que es, al mismo tiempo, el adorador y el adorado, la herramienta a la vez que el obstáculo. Es necesario, en ciertos momentos, escapar de él. Hay que abandonar la inteligencia y todas sus acrobacias. Tanto en el caso del autor como en el del actor, hay que explorar otras zonas, aquellas en las que el análisis no puede penetrar, ni delimitar, allí donde se ocultan la oscuridad y el verdadero misterio.
  • 34. La comprensión se detiene, debe detenerse en una cierta fase. Por debajo de ella (o por encima, o alrededor: estas nociones espaciales, evidentemente, no tienen ningún sentido), hay que dejar vivir, hay que preservar la fertilidad de la niebla, pues la verdadera vida, la vida completa está ah{, en ese continuo ir y venir entre la luz y la oscuridad, en esa jungla desconocida e ilimitada que sólo se puede explorar mediante la acción y mediante el juego. Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que lanzarse, como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un viaje sin retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento, sólo se da al precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al autor, al guionista por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un conjunto coherente. Ir y venir entre la exploración y la reflexión, entre la luz y la sombra, entre el erial y el cultivo. Así, el trabajo de elaboración de un guión —ese trabajo que desaparecerá con la película— obedece a menudo a una sucesión de fases. Las primeras corresponden a la exploración. Abrimos todas las puertas y procedemos a buscar sin descanso, sin cerrarnos ningún camino, sin interrupción, sin pausas. La imaginación se pone en pie de guerra y se deja llevar. Todo esto puede ir muy lejos, hasta lo vulgar y lo absurdo, incluso hasta lo grotesco, al mismísimo olvido del tema. Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que opera en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial, a la famosa pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O dicho de una manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?
  • 35. En ese momento, como la actriz neurótica de Pirandello, examinamos tanto el camino que han seguido los personajes como la verosimilitud, la construcción, el interés, el grado de comprensión que pueda alcanzar el espectador. Volvemos atrás, a nuestro punto de partida, y mientras tanto, por el camino, abandonamos la mayor parte de nuestras apreciadas conquistas, por no decir todas. Volvemos a las preocupaciones más elementales, en ocasiones incluso banales y mezquinas, pero que nos ayudan a centrarnos: en esta nuestra aventura ¿no habremos olvidado nuestras cajas de víveres, nuestra agua potable, nuestro mapa? Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir equilibrado e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es inimaginable. Al menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el presupuesto disponible. Igualmente, en todo momento debemos saber dónde estamos: los personajes, por ejemplo, van por delante o por detrás de los espectadores? No vale la pena preparar meticulosamente una sorpresa si el público ya lo sabe todo. Y hay que tener en cuenta que su capacidad de adivinación es ilimitada. ¿Dónde se encuentra, en ese momento de nuestra historia, ese público inasible e hipotético? ¿Aún está interesado por lo que le contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está practicando el zapping? ¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza? ¿Conoce todo el mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese decorado que sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para rodar en la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado enigmática? Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las descripciones de estados de ¿mimo. Hay que intentar explicarlas a través de las acciones de los personajes». ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal? Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones estaría más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por la imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a
  • 36. tiempo para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para inventar. Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor tienen la impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha producido una aparición. Se ha realizado una unión. A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una especie de estupefacción a la hora de salir a escena. También el autor, cuando le sucede esto, se queda como atónito. También él se ha convertido en doble, en triple, a veces en múltiple. Su trabajo es una alianza, un ensamblaje entre distintos niveles, y no una separación, una división. En cada instante hay una conciencia y una inconciencia, un orden y un azar. Hay una incesante movilidad que puede parecer aberrante e incluso gratuita, una búsqueda, una incertidumbre que, en ciertos momentos, debe tomar una primera forma, antes de que el rodaje fije para siempre ese desorden. De ordinario, la vida tal y como la percibimos resulta confusa e incluso incoherente. Caminamos por una calle, oímos fragmentos de conversaciones, vemos a gente —de la que no sabemos nada— realizar acciones indeterminadas que se nos escapan por completo. Percibimos ruidos sin escucharlos, y también olores, colores que pasan rápidamente ante nosotros, sensaciones de calor y de frío, a veces incluso fatiga (si, por ejemplo, estamos subiendo una calle ascendente cargados con muchos paquetes). Y cada una de estas sensaciones puede tener mayor o menor importancia según los individuos, los humores y los momentos. Escribir una historia, un guión, es introducir orden en el desorden: escoger sonidos, acciones y palabras; eliminar gran parte de lo previamente seleccionado; realzar y reforzar el material escogido. Es violar la realidad —o
  • 37. por lo menos lo que percibimos de ella— para reconstruirla de otra manera, limitando la imagen a un marco determinado, seleccionando lo real, las veces, las emociones y a veces las ideas. Incluso en el caso de que esta elección —indispensable— se realice únicamente en el momento del montaje, es precisamente aquí donde interviene el artificio, no importa lo que se haga para combatirlo o negarlo. Mejor reconocerlo, aceptarlo, y dedicarse a dar forma a esta segunda realidad, a menudo más densa y afilada que aquella que percibimos al azar en las calles. A la inversa, es necesario un último desafío —tanto para el autor como para el actor— con respecto a ciertos estados generalmente juzgados como superiores y a los que se denomina inspiración, pasión, entusiasmo e incluso locura. De hecho, en la mayor parte de 1968-1970, se fumaban un buen porro, o tomaban hachís, y luego escribían durante toda la noche llenos de excitación, absolutamente convencidos de su genio. Luego, a la mañana siguiente, cuando nos obligaban a leer sus obras, todo parecía tristemente vulgar. E incluso ellos mismos estaban de acuerdo, a pesar de la jaqueca. Lo mismo sucede con la cocaína. Lo difícil es encontrar por uno mismo la verdadera excitación, perder el juicio únicamente en algunos momentos muy determinados. Espontaneidad, sinceridad, interioridad: más palabras que no quieren decir nada. Sólo se aplican a supuestas cualidades, a veces incluso con un trasfondo moral (está bien ser sincero y espontáneo, está mal ser calculador). Sólo una prolongada práctica y una actitud intelectual muy particular —sin ningún tipo de pudor vergonzante, sin reservas, pero también sin exhibicionismo permiten que las escenas aparezcan por sí mismas, vivirlas, improvisarlas, dejarse poseer momentáneamente por un elemento desconocido, dar libertad al cuerpo y a la boca sin perder el necesario control. En los mejores momentos —muy escasos y siempre inesperados— todo ello se produce conjuntamente, de una manera absolutamente inseparable, de modo que los contrarios se funden el uno en el otro. Ya no se trata de un ir y venir, sino de un ir-venir.
  • 38. La rapidez de los milagros. Los ejercicios practicados por el guionista son muy difíciles. Y los obstáculos, a veces, nos parecen insuperables. Veinte, treinta veces volvemos a la misma escena para encontrarnos con el mismo bloqueo. Entonces estamos convencidos de que no vamos a pasar de ahí, de que no finalizaremos nuestra búsqueda, y muy a menudo así es. La película se detiene ahí. Nadie la verá jamás. Objeto inacabado y aún informe, va a parar al cementerio de los armazones vacíos. En estos casos, cuando nuestra historia se atasca, cuando nuestros personajes nos parecen inútiles y falsos, cuando monumentales dificultades de producción vienen a añadirse al desastre, es como si a nuestro alrededor dos murallas empezaran a juntarse hasta convertirse en una. Y, sin embargo, a veces repentinamente, casi como una sonrisa, aparece una grieta en la sólida piedra, y a través de ella una luz, por la que nos deslizamos y salimos al otro lado. Exactamente como el actor, otro experimentado fugitivo de las murallas. Lo que se nos escapa es la adaptación suprema. Procede, sin duda, de un largo y oscuro trabajo, de una disposición particular del intelecto, pero, en el momento en el que se produce, es más bien una brecha provocada por el instinto. Sólo se puede hablar de ella por alusión y por aproximación. Para calificar el camino real, el comportamiento ideal, Gurdjieff dijo: «El camino del hombre astuto». En su indescifrable misterio, la expresión me parece bastante apropiada en lo que se refiere a nuestro trabajo. En muchas tradiciones, la astucia es la cualidad más importante de un hombre: la astucia de Ulises o de Krishna. En nuestro caso, se trata de una doble astucia, astucia con respecto al otro y con respecto a uno mismo, la más audaz y sutil de las astucias. Sabemos que hay algo que debemos preservar —la penumbra, la profundidad de la que surgirá lo
  • 39. inesperado— y algo que debemos controlar, que conduce a nuevas acciones, las cuales deben parecernos inevitables. Lo inesperado, lo inevitable. Ambos a un tiempo. Sólo la astucia puede conseguir su unión. Y contar esta unión secreta en términos concretos es algo imposible, pues las palabras no tienen acceso a ello. Atrapado en un amplio abanico de limitaciones técnicas y necesidades comerciales, obligado a trabajar en un proyecto que luego se verá metamorfoseado por una larga serie de manipulaciones, forzado en la mayor parte de las ocasiones a describir a los personajes desde el exterior, sin poder recurrir a la confortable introspección de los novelistas, sabiendo que la totalidad de su trabajo está condenado a desaparecer, el guionista se suele plantear, a lo largo de toda su vida, la misma pregunta: ¿cómo expresarme a mí mismo? ¿Cómo hacer oír mi voz a la manera de otros artistas, cuya individualidad se reconoce mucho más que la mía, cuya gloria es siempre más resplandeciente? Flaubert, sin embargo. intentaba conseguir justamente lo contrario, la desaparición total del autor. Admiraba sin reservas la existencia objetiva de la obra de Shakespeare, en la que ni el corazón ni la mano del artista parecen estar presentes. En efecto, se puede estudiar a Shakespeare durante toda una vida y el hombre que hay detrás de las obras seguirá escurriéndose entre nuestros dedos. Su obra nos lo dice todo y, sin embargo, no sabemos nada de él. ¿Era de derechas o de izquierdas? ¿Hablaba mucho o era más bien callado? ¿Le gustaba más el campo o la ciudad? ¿Las mujeres o los hombres? No hay respuestas. El incomparable autor se ocultó detrás de sus personajes, a los cuales dio lo mejor de sí mismo y que, a su vez, se convirtieron en expresión de todos los sentimientos humanos. He aquí la verdadera, la más gloriosa «boca de la
  • 40. sombra». El triunfo de lo invisible. La cumbre de la gloria —¡oh, sorpresa!—es el anonimato. Y la más personal de las voces es la voz de cada cual. El guionista, una pieza más de la maquinaria cinematográfica, se cree amordazado, aniquilado, incluso a veces traicionado. Y, por si fuera poco, se le pregunta incesantemente, hasta provocar su irritación: ¿por qué no escribe una obra personal? Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior, un nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal que ser útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña perversión, sólo contara el autor, y no la obra. El guionista es, no obstante, el primero en saber, en adivinar, en todo caso (y en algunas ocasiones), que esta noción de obra rabiosamente personal ha fracasado desde hace ya mucho tiempo, que un libro o una película no pueden existir si no se dirigen a los demás, que un autor que sólo trabaje para dar lustre a su mísera torre de marfil —o para engrosar su cuenta bancaria— se agotará mucho más rápidamente que todos los demás. Nuestra única misión consiste en transmitir ciertas emociones. Siguiendo una vieja tradición, somos los narradores de hoy en día, con los medios de hoy en día. El berebere que habla y canta en la plaza de Marrakech tiene el mismo oficio que yo. Y los relatos que encadena uno tras otro son algo necesario para quienes le escuchan. «Hay que escuchar historias», se dice en el Mahabharata, «pues resulta agradable, y a veces nos hace sentir mejor.» Como esos gusanos que fertilizan la tierra de los jardines, las historias van de una persona a otra e incluso a veces de un pueblo a otro. El camino que siguen es imprevisible, pero su bagaje es siempre precioso. Y lo que dicen sólo les pertenece a ellas. Una antigua alegoría árabe representa al narrador como a un hombre de pie sobre una roca y mirando el océano. Entre historia e historia, apenas se toma el
  • 41. tiempo necesario para beber un vaso de agua. El mar le escucha, fascinado. Y las historias se siguen unas a otras interminablemente. La alegoría añade: —Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría el océano.