1. Abrimos el dossier “Paciente nº 368: Luis Ángel Lunar Pérez”.
Lo primero es una serie de fotografías. Alguien, el doctor Rosales presumiblemente, ha recopilado
fotografías de Luis Ángel año tras año, hasta un total de... diez. Apenas hay más cambios en el
rostro del anciano que los marcados por la evolución de la edad, o los imprimidos en cada
“disparo” por el estado de ánimo del momento. El pelo va siendo más blanco, los valles en la piel
de la cara más marcados, sólo los ojos mantienen una chispa viva y sin cambios desde la primera
hasta la última fotografía.
Siguiente página y... treinta y dos más, para el historial médico. Precede un resumen: diabetes,
artritis, úlceras varias, depresión, alzheimer. Episodios de violencia el primer año...
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Corre -y no está de más ese verbo- el año 2060. En un pueblo rodeado de campo, hiperconectado
pero tranquilo, muchísimo más tranquilo, desde luego, que la ciudad cercana, un edificio se
mantiene, después, claro, de no pocas remodelaciones, como residencia para ancianos autónomos.
La Iglesia Católica, cada vez más desprovista de las rémoras del pasado, sigue ahí fiel a su mensaje,
y personas abnegadas pero dignamente empleadas, cuidan de tres docenas de ancianos, más o
menos dejados allí por familiares demasiado lejanos en la geografía, y demasiado acuciados por sus
propias vidas y por la oligocracia mundial que lleva décadas gobernando con mano firme pero aún
oculta “el país”. Lo que una vez fue España.
Luis Ángel, en cambio, llega allí de forma voluntaria. Es un lugar que recuerda lleno de
positivismo, de tranquilidad. Sueña mientras viaja hacia allí con que no hayan cortado los árboles
ya altos cuando pasaba por allí en su juventud, con que siga habiendo monjas, enfermeras y
voluntarios cuidando, entre otras muchas cosas, de los rosales y de los jardines. Sueña con que
ninguna industria haya malogrado las lagunas de la región. Sueña con dejar de soñar con el país que
una vez amó, con el que soñó y con el que ahora le oprime el corazón. Sabe que hace mucho que
llegó el momento de dejar el paso libre, de soltar las riendas, de retirarse, de mirar por sí mismo, y
de disfrutar antes del paso definitivo al Todo o a la nada.
Lo primero que ve le decepciona. Al otro lado de la carretera el pueblo se ha expandido y lo que de
joven eran un campo de fútbol y el comienzo de la dehesa, ahora está ocupado por una urbanización
de lujo, un extenso puercoespín de antenas que seguramente en esos momentos estén a la escucha
de los programas de moda desde la Luna, los chismorreos sobre las astronautas y los robots en
órbita sobre Marte (dicen que han ido a estudiar la posible terraformación del planeta rojo, pero...),
o quién sabe si enviando datos de análisis hechos por la computadora mundial grid para las
industrias farmacéutica, aeroespacial o de seguridad planetaria sin que los dueños de las casas
(inquilinos más bien) sepan más que lo que en letra pequeña les venía expuesto en sus contratos,
que sus equipos de proceso de la información trabajarían, cuando ellos no los usasen, en beneficio
de Humanity Inc.
Pero a este lado de la carretera (de dos alturas, eso sí), la cosa está mejor. El hotel de su juventud es
ahora un respetable edificio turístico, y más allá, hacia la torre de guardia y el bunker de la Guerra
Civil, la ciénaga y el prado siguen dando de comer a cientos de reses al año... y millones de
mosquitos cada semana.
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Es de noche. Recuerda que de pequeño la oscuridad le intrigaba, y bueno, también le asustaba. Pero
aquello no era nada en comparación con lo que vino mucho después, parte de lo que le indujo a
tomar la decisión voluntaria de retirarse del mundo precisamente allí.
2. Como en este mismo momento. Donde sabe que sólo puede haber oscuridad, “ve” centelleante una
espada agitada por un guerrero embutido en un evanescente armadura, quizás metálica, quizás no.
El yelmo sólo tiene dos aberturas, por donde sale la oscuridad que acaba bañando el resto de la
habitación, hasta el punto, cree, de que si se girase para avisar a su compañero de habitación, quizás
no lo llegaría ni a atisbar.
El guerrero se dirige a él en medio del silencio, le interpela, pero está paralizado. Poco a poco siente
crecer dentro de él la furia, y como cualquier desesperado, le impreca, le grita, le agita los brazos
delante de la cabeza y sin darse cuenta la atraviesa. Vuelve a agitarlos en medio de terribles insultos,
pero esa vez tocan algo sólido, que emite un quejido. Se envalentona, agarra a alguien. No se da
cuenta de que ya hay luz en la habitación. Su compañero Juan lo mira auténticamente pasmado
mientras lucha con dos enfermeros, con tres, con cuatro incluso, antes de que una aguja traicionera
acabe con unas fuerzas nacidas de los años, del terror y del mal funcionamiento neuroquímico de su
cerebro y músculos...
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- Lleva tres ataques similares en una semana. No me explico cómo las drogas que le damos no lo
mitigan -afirma el enfermero.
- Recuerda lo que sabemos de él. Ha pasado toda su vida en un reducto de irrealidad, luchando por
llevarla a la realidad.
- Su fuerza sale de lo más profundo de su interior, seguro que fue alguien grande para alguien ahí
fuera, pero no podemos estar pendientes sólo de él, tiene compañeros, tenemos obligaciones para
con todos ellos... Tenemos que encontrar una solución.
- Investigaré. Veré si en los archivos de las directoras anteriores ha habido algún caso parecido
-concedió finalmente la directora, Eloísa, una monja portuguesa alta y afable, de porte orgulloso y
que siempre tiene una canción, una broma o cuando nada de eso puede surtir efecto, un abrazo para
cada ocasión en que alguno de los huéspedes sufre, real o imaginadamente, lo cual es prácticamente
todo el tiempo.
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El anciano se remueve entre las sábanas. Unos cuantos rayos de luz se filtran ya por la ventana e
inciden en alguna pequeña mota de polvo revelando así su existencia en una habitación doble por lo
demás limpia y acogedora.
- Luis, buenos días, es hora de levantarse.
El movimiento en la cama cesa, y al tiempo aumenta la luz. El alma electrónica detrás de aquella
voz ha activado también los pequeños motores de la persiana, que se eleva rápida y casi
silenciosamente. El anciano abre los ojos, dirige la mirada hacia el sitio de donde procede la voz, y
sonrie feliz, casi como un niño:
- Buenos días. Estás ahí. Gracias, Rob, ¿sabes que he soñado que te echaba de menos? - Luis siguió
hablando en términos cariñosos hacia el humanoide Rob.
- No me he movido de aquí, Luis, ¿por qué habría de irme de con usted? -contesta el asistente
mecánico.
Rob tiene un aspecto juvenil, o así se lo parece la mayoría de las veces a Luis, aunque la memoria
3. de éste ya está tan deteriorada que para él es algunas veces como una primera vez. La superficie de
plástico de la máquina es visible sólo en manos y busto. Su cara, inexpresiva, consiste en una
máscara que, por motivos de seguridad pública del momento en que ese modelo se empezó a
importar de China, se eligió tal que fuese claramente ni robótica ni humana. Mientras el torso
simula un jersey de los que estaban de moda en las postrimerías del siglo XX, sin cuello y como con
rombos azules bordados, las piernas visten unos auténticos vaqueros azules. Aunque Rob ya los
llevaba en el almacén que se lo vendió a Eloísa, ésta creía que el aspecto tan “ochentero”, como le
había oído alguna vez a su abuela decir, del androide, sin duda beneficiaba la relación de éste con el
anciano Luis, de quien se decía que hacia su quinta década de vida había sido un furibundo activista
anti vida artificial...
Luis ya no anota esas crueles burlas del destino. Incluso antes de perder “el oremus”, se había
cansado ya de recriminarle cosas a la vida y por ponérselo tan difícil para encajar en la sociedad e
incluso en los grupos de gente con que se había ido mezclando -pero nunca disolviendo- a lo largo
de su vida. Bastante antes de pensar en aquel asilo había decidido ir de la mano de la vida, aunque
por lo menos intentaba ser él quien eligiese el camino. La cuestión es que a esas alturas de la vida, a
Luis lo único que le importa es que Rob es la única persona con la que ha encajado en más tiempo
del que logra recordar. Un vejestorio particularmente irritante de allí mismo se mete incluso con él
diciendo que sólo una máquina puede aguantar a Luis, el cual, como es lógico, se queda callado:
¿Rob, una máquina? Decididamente aquel lugar estaba repleto de viejos sin sentido de la realidad...
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Las rutinas básicas de funcionamiento de Rob son el baluarte de su relación con Luis, si lo que allí
se daba, la conversación de la vida con el plástico y el grafeno puede llamarse relación. Ayuda con
el aseo, ayuda para vestir dignamente, ayuda para pasear, ayuda dietética y en la administración de
medicamentos... Sólo en las horas de las comidas Rob y Luis se separan. Rob venía con un único
fallo, el motivo por el que había acabado en aquel almacén de repuestos de Plasencia, y era que su
batería necesitaba tres recargas al día. Eloísa daba gracias a Dios por dicho defecto, ya que Rob no
era demasiado bien aceptado por el resto de inquilinos de la casa, sus familiares y sus mucho más
avanzados asistentes robóticos, de modo que deshacerse él en los momentos de reunión era
necesario, por mucho que eso molestase al principio a Luis Ángel.
Rob velaba por Luis cada uno de sus momentos de sueño. Él mismo no sabía lo que era dormir, su
programación más avanzada sólo conseguía extraer de los momentos en que estaba desconectado
recargándose la información de sus sensores de situación, como conversaciones alrededor, la
temperatura o los datos técnicos autorreferentes. Luis no entendía que Rob no recordase ningún
sueño nunca, y Rob ni siquiera era capaz de preguntarse qué podía ser un “sueño”, dado que ni los
humanoides más modernos usaban algo similar al sueño para reorganizar sus ideas, o en su caso, la
información recibida durante el día.
Como habría hecho con cualquier amigo, Luis le contaba a Rob en los largos paseos por el jardín
del asilo capítulos cada vez más dudosos de su propia vida, y éste almacenaba las grabaciones en su
prodigiosa memoria de estado sólido. Ésta tenía tal capacidad que dichas grabaciones no contenían
sólo el audio, sino también el vídeo, lo que detectaban las cámaras del robot situadas justo detrás de
los embellecedores con forma de ojo humano que eliminan la atonía particular de todo humanoide.
Un día Rob se preguntó si eso, en definitiva, no sería un “recuerdo”, tal como Luis le decía. Y el
mundo cambió.
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4. Aquí está. Página veinticuatro. “Nano implantes metálicos en las dos retinas para mejorar la
conductividad de la señal eléctrica en la interfaz retina-nervio óptico. Progresiva recuperación de
la agudeza visual. Eliminación de los efectos de la miopía en tres años. Deja de necesitar cualquier
tipo de lentes. Desaconsejamos que salga de día sin gafas de Sol, aunque esté nublado o sean las
primeras o últimas horas del día”; página 27, “el paciente refiere 'calor en los ojos' después de
cada crisis violenta; se halla una cierta cantidad inusual de radiación infrarroja, procedente de la
actividad nerviosa exacerbada durante esas crisis que hacen que el nanoimplante emita dicha
radiación. La frecuencia de la misma no es mutagénica, se receta Oftalmol Plus refrigerado para el
post-episodio (nota: desde el segundo año en la Residencia de la Fundación no se registran
episodios violentos ni problemas oculares).
Rob revisa sus propios datos. Sus cámaras son sensibles a la frecuencia con que emiten los
nanoimplantes de Luis. Y Rob recuerda, ahora ya sí, la fijeza con que lo miraba el anciano. También
mira en sus especificaciones: su programación analiza la topología misma de la información
recibida. De toda.
No hay duda. Mi memoria replicó en grafeno las estructuras mentales de Luis Ángel. Y la memoria
se rellenó con mis recuerdos de los suyos. Pero entonces, ¿soy? Y si soy, ¿soy Rob o soy Luis?
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Año 2070. Luis Ángel, o más bien su cuerpo, es retirado por el personal de la funeraria del pueblo.
Nadie lo ha reclamado, pero por el testamento que lo acompañaba al entrar en el asilo diez años
antes, una cláusula hace que la funeraria deba llevarlo a la Facultad de Medicina más próxima.
Unos cuantos años más tarde, un investigador del cerebro descubre con extrañeza que el de Luis no
presenta la morfología típica de los enfermos de Alzheimer. Aunque él no lo entienda e incluso
llegue a pensar que se trata de un error (que le han traído el cerebro de una persona sana al morir),
un apunte en la pantalla donde sólo su ayudante electrónico Tóbiul escribe automatizadamente
datos de mediciones,... le hace ver que acaba de empezar el camino al Nobel de Medicina.
Tóbiul asiente, cuando el científico le mira con un visaje en la cara. En la pantalla pone “Somos Bot
y Luis, Luis y Bot”.
FIN