Recuerdos de la Batalla del Campo de la Alianza y de la ocupación de Tacna en la Guerra del 79.
Sara Neuhaus de Ledgard.
Empresa Editora Rimac S. A.
Lima, Perú.
1938
Sara Neuhaus de Ledgard: Recuerdos de la Batalla del Campo de la Alianza y de la ocupación de Tacna en la Guerra del 79. 1938
1. RECUERDOS DE LA BATALLA DEL CAMPO DE LA
ALIANZA Y DE LA OCUPACIÓN DE TACNA EN LA
GUERRA DEL 79
SARA NEUHAUS DE LEDGARD
Emp. Edt. Rímac. S.A. Lima, 1938. Bejarano 239.
2. (DEDICO A LA SANTA Y NOBLE
MEMORIA DE MIS PADRES).
“Los pueblos que olvidan el sacrificio
de sus héroes, no pueden esperar una patria
grande y digna en el porvenir”.
3. Tacna, antes de la guerra, era una bella, pacífica y culta ciudad del Perú. A pesar
de su escasa dotación de agua, su campiña, bonita y productiva, interesó al gobierno que
intentó irrigarla en mejor forma, aumentando las aguas del Uchusuma. Se repartieron
lotes de terrenos entre los pobladores y los agraciados con ellos, intensificaron el cultivo
de frutas y hortalizas. El éxito fue completo: esas tierras vírgenes y fértiles dieron
resultados sorprendentes, causando la admiración y el gozo de las gentes que obtuvieron
magníficas cosechas.
La sociedad de Tacna fue muy culta y estuvo plena de alegría y animación. Se
radicaron en ella numerosos caballeros extranjeros, buenas firmas comerciales, que
establecieron el intercambio con Bolivia, Cuzco y Puno.
Las casas matrices estaban en Europa. Naturalmente, con la larga permanencia
de los extranjeros en la ciudad, formaron en ella sus hogares casándose con señoritas de
la sociedad tacneña. Una de las razones de la cultura de esta sociedad se fundaba en que
la mayoría de las familias que tenían los medios necesarios para hacerlo, mandaban sus
hijos para que se educaran en Europa.
El comercio con Bolivia era intenso, transportándose las mercaderías en mulas a
las cuales se les daba el nombre de “pianeras” porque podían cargar unos pianos
divididos en dos partes. En esa época no había ferrocarriles ni existía el transporte
fluvial por el lago Titicaca, esta era la razón por la cual, frente a las casas comerciales,
se veía frecuentemente a los arrieros con sus recuas de mulas acomodando la carga que
iban a llevar o descargando la que traían.
Cuando se trataba de realizar un viaje, resultaba un problema incómodo y
pesado, puesto que era preciso hacerlo en mula. Con todo, el movimiento comercial de
la ciudad era bastante grande, mucho mayor que el que actualmente tiene y la vida
social era mucho más intensa, debido, indiscutiblemente, a la unión y a la cultura de las
personas que formaban los elevados círculos sociales.
Con frecuencia se realizaban bailes, cuya suntuosidad asombraba, haciéndose
derroche de lujo y buen humor, alegría y elegancia.
Los vinos, los licores, todo cuanto los gustos más exigentes podían pedir, nos
venía de Europa y la vida se deslizaba fastuosa y tranquila dentro de ese ambiente lleno
de serenidad. Es de imaginar la impresión dolorosa que nos causaría, el saber que chile
declaró la guerra a Bolivia y había tomado por sorpresa Antofagasta el 14 de setiembre
de 1878.
Nosotros crecimos en la idea de la unión de las cuatro naciones hermanas:
Bolivia, Chile, Perú y Ecuador; tan es así que en los colegios como en las fiestas
oficiales, nos poníamos indiferentemente los colores de las cuatro banderas.
Al conocer la declaratoria de guerra a Bolivia, el Perú se aprestó a defender a su
hermana. Como no podíamos sospechar lo que era una guerra, no tomamos en cuenta la
magnitud de sus efectos, ni tampoco podíamos suponer lo que es el odio al enemigo.
Después, el 5 de abril de 1879, los chilenos declararon la guerra al Perú. Querían
apoderarse de las riquezas salitreras de ambos países y por eso se prepararon con larga y
4. meditada anticipación, para atacarnos sorpresivamente, cuando estábamos indefensos y
la confianza y las imprevisiones habían preparado el terreno para el desastre.
Poco después, Tacna comenzó a tener una extraña animación muy diferente a la
de los tranquilos días del pasado. Comenzó a llegar parte del Ejército peruano, el Estado
Mayor y el batallón que formó y armó a su costa el coronel César Canevaro. Tacna
recibió con enorme entusiasmo patriótico a las tropas peruanas. Fue una alegría efímera
que estaba condenada a desaparecer en los primeros desastres.
En los últimos días de abril, llegó el Ejército boliviano, que fue recibido por todo
el pueblo, que lo veía pasar lleno de fé en los triunfos soñados. Era la primera vez que
veíamos nosotros tantos soldados juntos y, como la oficialidad de ambos ejércitos, tanto
del peruano como del boliviano, estaba compuesta en su mayor parte, por la mejor gente
de la sociedad de ambos países, naturalmente, los salones se abrieron para recibirlos y
todo fue fiestas y conciertos que tenían el fín de ayudar en lo posible a ciertos gastos y
con el objeto de hacer más llevadera la vida de esos jóvenes que abandonaron hogar
comodidades para ofrecerla en defensa de la patria.
El primer dolor que tuvimos fue la pérdida de la “Independencia” el 21 de mayo
de 1879, en aquel combate memorable en que el “Huáscar” hundió con su espolón a la
“Esmeralda” y entonces, el comandante Grau con un gesto magnífico de suprema
caballerosidad recogió a los náufragos, que al llegar a bordo del “Huáscar”, olvidados
un momento los odios nacionales, prorrumpieron en un hermoso “viva al Perú”.
Mientras tanto la “Independencia”, no se fijó en una roca desconocida o en los bajos
fondos de la costa y encalló yéndose a pique y entonces, en contraste feroz con el
“Huáscar” que salvaba a los marinos chilenos de la muerte, la “Covadonga” que huía,
viró en redondo para fusilar en el agua a la tripulación náufraga de la “Independencia”.
Poco tiempo después, el “Rímac” trajo a Tacna unos prisioneros chilenos que
fueron repartidos en varias casas. Entre ellos vino el comandante Bulnes, que fue
alojado por la familia Mac-Lean en su magnífica residencia de Arica. A la familia de
mis padres tocó alojar un sargento que resultó una buena persona. Como en la casa se le
diera buen trato, cuando quedó libre, puesto que esos prisioneros fueron canjeados por
los peruanos que tomó el ejército de Chile, se enroló nuevamente en su batallón y,
recordando el trato que se le había dado en la casa de mis padres, el día de la batalla de
Tacna hizo cuanto estuvo a su alcance para evitar que a nuestra casa alcanzara ningún
daño.
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Lógicamente, siguiendo el orden de los acontecimientos, mi relato comienza en
el momento en que vinieron de Bolivia a Tacna las tropas que deberían unirse al
Ejército peruano, llegando al mismo tiempo el batallón que comandaba el entonces
Coronel Canevaro, que lo había armado a su costa y estaba seleccionado entre la flor y
nata de la sociedad limeña.
A la cabeza de las tropas bolivianas, venía el batallón Murillo, seleccionado
también entre lo más distinguido de la sociedad boliviana. El uniforme de estas tropas
era muy llamativo. Llevaban unas capitas de paño rojo que los diferenciaban del resto
5. del ejército que iba vestido de jerga de colores. Estos batallones estaban formados por
los “colorados” que comandaba el Coronel Camacho y cuya actuación en la batalla del
Campo de la Alianza, fue hermosa, pereciendo en ella la mayor parte de la tropa y la
oficialidad. Después seguían, en orden los “Amarillos”, los “Verdes” y los “Checchos”,
como eran llamados los sucrenses. Todos ellos venían bien equipados con sus uniformes
de jerga.
Por ser esta la primera vez que se veía pasar por las calles de Tacna tal número
de soldados, la entrada de las tropas bolivianas causó enorme alboroto, echándose parte
de la población a la calle y llenándose los balcones y los techos, de numerosas personas
que querían ver desfilar al ejército, presentando este un espectáculo enormemente
sugestivo y de la más intensa animación.
Poco después, comenzó a llamar la atención de la gente, la curiosidad con que
los soldados bolivianos miraban el paso de los trenes. Era la primera vez que los veían,
puesto que en aquella época no existía en Bolivia ninguna de las líneas ferrocarrileras
que actualmente cruzan su territorio. También fue enorme su admiración cuando
contemplaron el mar, el que la mayoría de ellos no había visto nunca. Esta impresión no
podemos comprenderla en toda su amplitud, los que abrimos los ojos contemplando la
inmensidad de su belleza.
El grueso de las tropas bolivianas estaba formado en su mayor número por
indígenas que fueron arrancados de sus chozas; analfabetos, ingenuos y pacíficos, que
iban a la guerra sin saber lo que ella significaba; sin concepto de patria, de hogar, ni de
deber. Su divisa era: “Voy a combatir por mi Capitán”. Para ellos, el “Capitán”
encerraba el concepto de los más altos sentimientos que arrastraron a los demás
hombres hasta el heroico sacrificio de sus vidas. En esa época, en ningún país de
América era obligatorio el servicio militar y esta fue la causa de la falta de instrucción
en ese ejército.
Años después estuve en La Paz y he visto las brillantes formaciones y el estado
de adelanto en que se encontraba el ejército boliviano bajo los instructores alemanes,
que lo han puesto en condiciones verdaderamente magníficas.
Una vez que las tropas, tanto peruanas como bolivianas se encontraron en Tacna,
organizáronse conciertos y funciones, auspiciados por señoritas y caballeros de la
sociedad, a quienes mi padre, el Sr. Carlos Neuhaus, dirigía en la parte musical,
haciéndonos olvidar con ello la dolorosa situación que se avecinaba.
En estas fiestas tomaron parte mis hermanas menores, siendo la más pequeña
engalanada con la bandera boliviana y otra niña con los colores de nuestro pabellón. En
el transcurso de estas diversiones se olvidaba la causa para la cual nos reuníamos. Había
entusiasmo y buen humor. Las casas en que se recibía siempre en las noches, estaban
llenas de visitas de la oficialidad de los ejércitos aliados entre la cual había mucha gente
distinguida.
El entusiasmo producido por las fiestas decayó, enfriándose por completo,
apenas se iniciaron en serio los preparativos para la próxima lucha, las ilusiones
huyeron, dejando paso a la amarga realidad.
6. La pérdida de la “Independencia” y la llegada de las tropas que vencieron
gloriosamente en la batalla de Tarapacá, que tuvieron que emprender la retirada iban
llenando el ambiente de consternación. ¡Qué regreso tan triste!... Unos a pie, casi
descalzos, otros cabalgando en caballos esqueletizados, otros en burros; los uniformes
convertidos en harapos y los rostros demacrados por el hambre y los sufrimientos, nos
dieron una idea de los horrores de la guerra. La comprobación se hizo más dolorosa al
ver el número de heridos que venían en horribles condiciones. Entre ellos se
encontraban muchos vecinos notables de Lima, como el Sr. Puente, padre del Ingeniero
José Puente. Traía una pierna casi destrozada en la que había hecho presa una infección
que hacía peligrar su vida. Fué alojado en casa de un dentista cubano apellidado
Castellanos, siendo mis padres los que les enviaban el alimento. Al conocerse la noticia,
la casa del señor Castellanos fué visitada por las más distinguidas señoritas de la
localidad, que se disputaban el honor de atender al herido y acompañarlo algunas horas.
La tropa fué alojada en una casa de la familia Rospigliosi que quedaba frente a la
mía y tuve ocasión de verlos diariamente comprobando el triste estado en que se
encontraban. El invierno era crudo y sin embargo estaban o semidesnudos o vestidos
con ropas demasiada ligeras. Unos estaban agripados, otros con paludismo, mal
alimentados y sin posibilidades de atención. Yo los ayudé en cuanto me fué posible,
pasándoles alimentos por una ventana y estimulándolos con frases caritativas que tenían
el fin de levantar sus espíritus deprimidos por tanto sufrimiento físico y moral. Mi
madre, viendo el mal estado en que se encontraban, intercedió para que el general
Lizardo Montero ordenara se les proporcionara mantas o algo con que cubrirse, pues
estaban ateridos de frío. El General contestó a mi madre que la falta de dinero
imposibilitaba darles la atención que precisaban y proporcionarles el abrigo necesario.
El General Montero era un antiguo amigo de la casa y alguna vez, hablando del
pueblecito de Azapa, que en virtud de los arreglos llevados a cabo ha pasado a la
soberanía de Chile, sabiendo que era la cuna de mi madre, dijo, aludiendo a élla y a las
Macckenie: “Azapa es el Paraíso, pues sus mujeres son las más hermosas y sus frutas
las más sabrosas”. Mi madre, de soltera, se llamaba Felícita de Fernández Cornejo y
Rivero. Apoyada en esta antigua amistad, mi madre sugirió al General Montero la idea
de conseguir un crédito de las principales casas de Tacna, como eran las de Campell y
Hellmann, comprando en ellas bayeta nacional y castillas extranjera para hacerles
ponchos. Esa idea fue inmediatamente puesta en práctica y al poco tiempo, todos estos
infelices caminaban con ponchos de distintos colores que les daban un aspecto original,
casi ridículo, pero que en el día les servía de abrigo y en la noche de cama.
En estas condiciones lamentables llegó al fin el inolvidable 26 de Mayo, fecha
de la batalla del Campo de la Alianza contra el ejército de Chile. Hasta la víspera
esperamos ansiosamente y llenos de fé la división Leiva, cuyo refuerzo hubiera
cambiado definitivamente la suerte de nuestras armas; pero esta división no llegó nunca
porque en la capital se promovieron luchas personales que pospusieron el amor a la
Patria ante el anhelo de los caudillos.
Ese 26 de Mayo, fue uno de los días de mayor angustia para los que estábamos
en la ciudad. La salida de las tropas nos impresionó mucho, viendo a numerosos
enfermos que, con paso vacilante, salían a combatir quedando en su mayoría tirados en
la falda del cerro Magollo, junto al cual se libró la batalla y nuestra desesperación se
hacía inmensa al sentir el traqueteo de las balas.
7. Las familias nos asilábamos en los consulados extranjeros y desde nuestro
refugio oíamos las noticias que llegaban: “Ya murió un conocido”. “Ya cayó herida tal
persona”. Mientras tanto el tiroteo semejaba un mar embravecido cuyo fragor nos
llenaba de espanto.
¡Qué día tan horroroso!... ¡Qué enorme angustia oprimió nuestros pechos cuando
recibimos la triste nueva: “Hemos perdido”. Y esto se ratificó amargamente cuando
pasaron ante nuestros ojos y en precipitada carrera, una parte de los soldados indígenas
de Bolivia que por primera vez escuchaban el rugir aterrador de los cañones. A los
primeros disparos se dieron a la fuga, sucediendo una cosa semejante con algunos de
nuestros soldados indígenas. La desorganización fué completa y este desastre en el que
el heroísmo de nuestros soldados nada pudo contra la superioridad numérica, de
armamento y táctica del invasor, abrió las puertas del Perú a las tropas chilenas.
En casa de mis padres sucedió un detalle curioso e interesante: estando mi padre
parado en la puerta de su casa, al atardecer del día de la batalla del Campo de la
Alianza, vió pasar una camilla llevada por varios hombres, que justamente se detuvieron
frente a él y le pidieron un poco de agua para el herido. Entonces papá preguntó el
nombre del que llevaban y le contestaron que era el General Pérez, un anciano
respetable, y uno de los jefes más queridos del ejército boliviano. Condolido papá del
estado del ilustre herido y viendo que los hombres no sabían a dónde llevarlo puesto que
no habían ambulancias, indicó que lo subieran a casa, siendo colocado en la cama
matrimonial de mis padres por ser este el dormitorio que estaba más cerca. Papá no
sabía el estado de gravedad del enfermo al que no se le veían heridas. Después se supo
que un casco de granada lo había privado del conocimiento, y su estado era gravísimo
dada su avanzada edad. En esta forma quedó alojado en el dormitorio de mis padres.
Todos los asilados acudieron a prestarle auxilios tratando de atenderlo en la
mejor forma posible, pero no recobró el conocimiento en toda la noche y a la mañana
siguiente, cuando las tropas chilenas entraban triunfantes tocando alegres marchas
guerreras, cuando la música pasó bajo los balcones de la casa de mis padres llenándola
toda de sus aires marciales, los que se encontraban junto al lecho del General que hasta
ese momento no había dado señales de vida, se miraron consternados puesto que esta
música era la ratificación de la derrota. La habitación estaba llena de gente,
encontrándose en élla, además de los miembros de mi familia, el comandante Vizcarra,
Canseco, Ureta y otros. Derrepente, sorprendiendo a todos, el General se incorporó
como un autómata y preguntó con voz vibrante y firme: “¿Hemos ganado o perdido?”.
Unísona fue la respuesta: “¡Hemos ganado!”. Se tendió de espaldas y no volvió a hablar
ni a moverse más. Todos nos quedamos estupefactos. No habíamos visto cosa
semejante.
Al día siguiente comenzó el estertor de la agonía. Mi hermana mayor, que era la
que se había consagrado a atenderlo, se asustó de tal manera que salió gritando: “Un
médico!...¿Quién puede ir a llamarlo?”. Así salió hasta la puerta de la calle en
momentos en que entraba una comisión de oficiales chilenos, de los que actuaban bajo
las órdenes inmediatas del General Baquedano, que comandaba la división que ocupaba
Tacna. Estos caballeros interrogaron la causa de la agitación de mi hermana y a la
respuesta: “¡Se muere el General Pérez, traigan un médico!” Atendieron
inmediatamente su pedido y vino uno enviado por los militares chilenos y otro por el
8. cónsul de Bolivia, señor Manuel Granier. Los chilenos con quienes tropezó mi hermana
en el momento de salir en busca de médico, venían en comisión envíada por el
Comando y con la orden de no moverse de la casa de mis padres, por haber tenido
conocimiento que en ella estaba asilado un General boliviano al que pensaron llevarlo
prisionero. Al día siguiente falleció el General Pérez y los chilenos se encargaron de su
entierro, rindiéndole los honores correspondientes a su alta jerarquía militar. Asistieron
al sepelio muchos oficiales chilenos, unos pocos bolivianos, el cónsul de su país, mi
padre y nadie más. Entre tanto, la permanencia de los oficiales chilenos en casa de mis
padres los hizo amigos nuestros. Todo contribuía al respeto de los invasores: la casa
llevaba la bandera alemana, mi hermana estaba casada con un caballero alemán y yo
con un inglés y esta era la razón por la cual se nos consideraba casi neutrales dentro de
la contienda que estaba abriendo abismos de odio entre ambos países. Y en cierta
manera fue útil su amistad y pudimos hacer algunos servicios a nuestros compatriotas.
Nuestros amigos chilenos eran muy correctos y sucedió lo que era natural que
sucediera: el Comandante José Manuel Borgoño se enamoró de mi hermana mayor, a
quien conoció llorando cuando pedía un médico para el General Pérez. Se hicieron
novios y poco después, obtenido el consentimiento de mis padres, se casaron. La pareja
fue muy feliz. Borgoño jamás molestó a mi hermana por su nacionalidad y fue lo
bastante caballeresco para hacerse estimar de todos los peruanos que lo conocieron, ya
que permaneció varios años en Tacna.
Una vez que cesaron los fuegos, terminada la acción desastrosa para el Perú en
el Campo de la Alianza, en el cerro llamado Magollo, el general Baquedano, jefe del
ejército invasor, mandó al parlamento constituído por Bulnes, Souper, Amengual y
Vicuña, para tratar el ingreso libre de las tropas chilenas en la ciudad. Vicuña era
conocido de la sociedad de Tacna por haber permanecido en ella algunos días antes de
la declaratoria de guerra, siendo por esta razón recibido sin recelo y pudo preparar sin
muchos inconvenientes la entrada del ejército vencedor.
En esos días, la autoridad máxima de la ciudad estaba constituida por el Alcalde
Sr. Guillermo Mac Lean, el cual acompañado de los cónsules de los diferentes países,
fue llevado a presencia del general Baquedano, quien despidió a los cónsules guardando
al Sr. Mac Lean en prenda de seguridad para que el ejército chileno no fuera molestado.
El Prefecto de Tacna, don Pedro Alejandrino del Solar, se vio obligado a abandonar la
ciudad puesto que la autoridad política ya no podía subsistir durante la ocupación.
La situación del Alcalde de Tacna era sumamente peligrosa, dadas las condiciones del
momento en que todavía era posible que se produjeran resistencias aisladas. Quedaban
grupos dispersos y uno que otro disparo rompía el silencio de muerte que reinaba. El
General Baquedano manifestó al Sr. MacLean que la muerte de un solo soldado chileno
significaba para él la orden de fusilamiento. Felizmente se retorno pronto a la
tranquilidad y, con la garantía del Coronel de Carabineros Sr. Manuel Bulnes, el
Alcalde pudo regresar a su hogar. En esta forma correspondió Bulnes el alojamiento
generoso que le prestara en su residencia de Arica la familia Mac Lean, cuando el
transporte “Rímac” desembarcó en ese puerto varios prisioneros que poco después
fueron canjeados.
9. Con el objeto de llevar a cabo los trabajos de la carretera de Tacna a La Paz, el
Sr. Mac Lean tenía bajo su custodia el dinero necesario para esta obra el cual después
del tratado de paz, fue entregado personalmente al Ministro de Hacienda Sr. Correa y
Santiago, con el fin de aliviar en algo la situación angustiosa en que quedó el erario
nacional. Pero el Dr. Mac Lean Puso por condición que si Tacna y Arica volvían al
Perú, se reclamaría esa suma para realizar obra de tan gran importancia. Esto
demostraba la clara visión que respecto al futuro tuvo este gran patriota. La obra quedó
sin llevarse a cabo, pero los chilenos construyeron el Ferrocarril de Arica a La Paz que
presta grandes servicios y da enormes rendimientos.
Al ingresar en Tacna el ejército invasor nos llamó profundamente la atención,
ver entre los hombres una mujer que venía con botas, kepí y sable. Era una célebre
cantinera que había asistido a todas las batallas libradas contra nuestro ejército. ¡Qué
diferencia entre mujer y las “rabonas” que iban detrás del ejército peruano, unas pobres
cholas, valientes y resignadas, que soportaban todas las fatigas de las marchas,
prestando los servicios que les era posible dentro de su condición y combatiendo a
veces al lado de los hombres con los fusiles que arrancaban de manos crispadas de los
muertos!
Tras las tropas que formaban la vanguardia, comenzó a ingresar el grueso del
ejército casi al anochecer. A esa hora nos vimos obligadas a regresar a nuestros hogares,
puesto que los cónsules nos notificaron para abandonar nuestros refugios. Cuando
regresé a mi domicilio, pude ver que los chilenos habían ocupado la misma casa que con
anterioridad tuvieron los soldados peruanos. Dada la estrechez de la calle nos daba la
sensación de tener a los chilenos en nuestra propia casa; pero siendo mi esposo un
comerciante extranjero, teníamos casi la seguridad de que sería respetado, a pesar de
saberse que teníamos almacenado una regular cantidad de comestibles, sobre todo
chalona que fué llevada en previsión de un bloqueo. Nuestra despensa estaba
surtidísima, había en ella conservas y licores finos, pues como ya lo dije antes, todo lo
que se consumía en Tacna era importado directamente de Europa y los mejores licores
estaban al alcance de las familias medianamente acomodadas. Yo les hubiera dado sin
vacilar cuanto tenía, solo para no ser molestada.
Al día siguiente de la ocupación de Tacna, entraron en nuestra casa dos soldados
chilenos y le dijeron al mayordomo que traían varias gallinas con intención de
cocinarlas. Cuando vino el mayordomo a comunicarme lo que le habían manifestado los
soldados, le ordené les diera las facilidades necesarias. Cumplió mi orden y a las pocas
horas se llevaron las gallinas cocidas, dejando dos enormes ollas de magnífico caldo.
Entonces yo le dije a Walter, mi esposo, que lleváramos ese caldo a los heridos. El
mayordomo trasportó las ollas al hospital improvisado donde se encontraban los heridos
y realizamos en ésta forma un bien a los nuestros con el caldo preparado por los
chilenos. En esta casa, que servía de hospital, encontramos a mi madre y a mi hermana,
que habían llevado varias cosas: té, leche y almohadas para dar mayor comodidad a los
pobres heridos que se encontraban faltos de todo, tirados en el suelo, sin colchones ni
abrigo. Cuando nos vió mi madre, nos comunicó que su casa estaba protegida por la
bandera alemana, que era la nacionalidad de mi padre, y en ella se habían refugiado
algunas familias, oficiales jóvenes del ejército peruano y empleados de las oficinas.
Entre ellos estaba el Comandante Vizcarra, un joven limeño apellidado Boza y un
arequipeño de apellido Ureta. También se encontraba el Sr. Abel Diez Canseco, cuñado
del que fué Gerente del Banco Internacional de Lima, Sr. Benavides. Mis padres no
10. poseían una gran fortuna personal, pero tenían un pequeño fundo en el cual se
sembraban hortalizas y criaban aves y corderos. Para atender a sus huéspedes, hicieron
traer de esas ricas tierras cuanto les fué posible. Esto fue lo que en esa época se llamó
“lotes”, extensiones de terreno regadas por el río Uchusuma y que fueron vendidas por
el gobierno peruano a un precio bastante bajo. Eran tierras enormemente fértiles puesto
que recién habían comenzado a producir dando hasta cuatro cortes de alfalfa al año y
alcanzando los productos un tamaño mayor que en otros sitios. En las primeras
cosechas, tres o cuatro choclos llenaban una fuente y los zapallos, papas y camotes se
hicieron notables por su tamaño y calidad. Esta fué la forma como mis padres, sin gran
esfuerzo, pudieron sostener al número enorme de asilados que tuvieron en su casa por
varios días.
En muchos sitios habían repartido heridos bolivianos y peruanos. En mi casa
asilábamos a dos jóvenes bolivianos y mi hermana hospedaba a dos heridos peruanos y
a una familia de Arica. Uno de mis alojados, había sido educado en Chile y por esta
razón tenía varios condiscípulos y amigos entre los jóvenes que vinieron en los
batallones chilenos. Apenas supieron que este jóven, apellidado Michel, estaba en casa
se apresuraron a visitarlo y, siendo mi esposo inglés, no pude yo negarles la entrada.
Esto dió motivo a que con frecuencia vinieran oficiales chilenos para ver a Michel,
había algunos muy caballerosos, seleccionados en lo mejor de la sociedad santiaguina,
hombres de esmerada educación y trato agradable y, como es natural, poco a poco,
fueron haciéndose amigos nuestros.
Durante la ocupación de Tacna, las familias peruanas sufrían escasez y grandes
dificultades. Los soldados chilenos heridos estaban alojados en algunas casas que
abandonaron las familias peruanas. Desde luego, se tomaron las mejores instalando a
sus heridos en los más hermosos salones de Tacna. La sangre corría por las ricas
alfombras y los mejores muebles eran utilizados eran utilizados para fines
completamente distintos de los que en realidad tenían. La imprevisión dió lugar a que
no hubieran hospitales de sangre ni sitios apropiados para los heridos.
Viendo mi madre las dificultades y sufrimientos de los peruanos, escribió a Lima
a Monseñor Roca y Boloña, rogándole hiciera las diligencia necesarias para mandar un
buque peruano. El pedido de mi madre se atendió inmediatamente y al poco tiempo
mandaron el transporte “Lima”, que comandaba el Capitán Ascárate, con el fin de
recoger los heridos. Cuando mis padres supieron que ya estaba en Arica, se comenzaron
a hacer las diligencias para trasladarlos.
Como el General Montero le había dicho a mi madre que no había dinero para
nada, se creyó en realidad que la pobreza era muy grande, pero los chilenos encontraron
almacenes completamente llenos hasta de golosinas.
El bondadoso corazón de mi madre no estaba tranquilo y como nosotros
conocíamos ya a varios jefes del ejército de Chile, les recomendamos especialmente a
algunos de nuestros amigos que estaban en el Morro de Arica y en particular al
Ingeniero Elmore, quien, tras los sufrimientos de la guerra conoció el amargor de la
calumnia más infame cuyo triste y doloroso epílogo fue la trágica muerte de Edwin
Elmore. Después, los mismos hechos y la lógica aclaratoria de los acontecimientos, han
demostrado que esa calumnia no tenía el menor fundamento, la envidia y el odio son
más sangrientos que los puñales.
11. Una vez consumada la gloriosa hecatombe de Arica, las familias de los que allí
combatieron no sabían nada de sus deudos. La desesperación de las madres, de las
esposas, de las hijas y las hermanas, había llegado al colmo. Entonces, mi madre, casada
con un caballero alemán y que no tenía más pariente entre los que combatieron en
Arica, que el Coronel Medardo Cornejo, que aún vive, insinuó la idea de pedir al
Gerente del Ferrocarril, Sr. Williams, unos carros para llevar esas familias a Arica por el
precio más módico que se pudiera conseguir, lo cual le fué concedido cobrándose
cuarenta centavos por persona. Nos dirigimos mis padres y sus hijas casadas, a la
residencia del General Baquedano, para que nos concediera permiso para llevar esas
personas y los heridos a Arica. El General nos recibió con suma cortesía y apenas le
expusimos el objeto de nuestra visita, aceptó sin imponer condiciones; pero el Sr.
Máximo Lira, que estaba presente en ese momento, dirigiéndose a Baquedano le dijo:
“Es muy justa, Sr., General, su amabilidad con las señoras que componen un lindo
grupo, Usted, como caballero, no les puede negar nada, impresionado por sus palabras,
pero tal vez olvida que estamos en días de dirigirnos a Lima y que, por lo menos la
concesión de esos heridos debe estipularse en canje con los que nosotros pudiéramos
tener en la próxima batalla”. Aunque Lira fué muy duro con los peruanos, no se le podía
negar que poseía talento y que en ese instante estaba en razón. Entonces propuso que se
anotaran las firmas de los cónsules extranjeros, trabajo que llevaron a cabo mis padres
sin nuestra compañía.
Conseguidas las firmas de los cónsules hubo que pensar en las camillas para
transportar a los heridos y para esto tuvimos que acudir a la Ambulancia boliviana.
Como las camillas eran pocas, las que faltaron fueron proporcionados por nuestros
amigos chilenos que, en su condición de vencedores se habían apoderado de todo cuanto
pertenecía a nuestras ambulancias. Vencidas al fin todas las dificultades que se
presentaron, llegó el día en que pudimos despachar a los heridos.
Cuando nosotros llegamos había muchas personas en la plataforma de la
Estación, no sé de qué nacionalidad serían, pero lo cierto es que ninguno de los que se
encontraban ahí, quiso ayudarnos a subir a los heridos a las bodegas del tren. Entonces
mi hermana, la señora de Hartman, y yo les hablamos tratando de llegar a su espíritu y
diciéndoles: “Piensen que esto les puede suceder a ustedes porque la guerra recién
comienza”. En esta forma conmovimos a algunos que comenzaron perezosamente a
prestarnos su ayuda; pero al ver que muchos enfermos estaban todavía en la plataforma
y entre ellos un zambo con la pierna cortada y casi gangrenada, terminamos por ofrecer
dinero. Allí estaba un socio de mi esposo que nos proporcionó lo que necesitábamos. Al
fin, el dinero concluyó la obra comenzada y lo que quedó, lo entregamos a los heridos
que ya estaban instalados en las bodegas, diciéndoles: “Quizás en Arica les pase lo
mismo. Lleven este dinero para pagar a los que los ayuden, evitando las mismas
dificultades que han tenido que sufrir acá.”
Mis padres se embarcaron en el mismo tren, porque quería entregar
personalmente los heridos al transporte “Lima” y al mismo tiempo salvar a las personas
que teníamos en casa y las que habían en las de algunas otras familias.
Cuando mis padres llegaron a Arica, no tuvieron donde alojarse. El puerto había
quedado en la más completa desolación después de la hecatombe del Moro. Pudieron
por fin alojarse en la casa de don Emilio Larrieu y, desde ese momento comenzaron sus
12. trabajos, puesto que tenían que embarcar a todos, sanos y heridos. Los chilenos
ofrecieron lanchas y en cada una de ellas iban oficiales chilenos vigilando a los que se
embarcaban. En la lancha en que fueron mis padres iba el General Lagos, el más temido
de los jefes del ejército invasor. Entonces mi padre, para poder embarcar a don Alfredo
Benavides Cornejo, a Canseco, al Comandante Vizcarra y a otros, tuvo que hacerlos
pasar ingeniosamente de diferentes maneras. A Benavides, que era blanco y rubio, le
dijo papá: “Bacibalupo, tome esas maletas y embárquese con nosotros”; a Canseco, que
era muy jóven, lo vistieron con el traje que usaban los de la Cruz Roja; a Vizcarra, que
era trigueño, lo hizo pasar como sirviente. Y así, más o menos disfrazados pudieron
llegar a bordo sin ningún peligro. Mis padres entregaron a los heridos peruanos en el
transporte “Lima” y estuvieron para esto acompañados del General Lagos.
Después, cuando bajaron a tierra, formaron en el cortejo fúnebre de Bolognesi y
Moore, cuyo acompañamiento era muy triste y casi solitario; pero mis padres
consiguieron unas pocas flores para echarlos sobre los ataudes. Ellos y unas hermanas
de caridad, los acompañaron hasta el transporte “Lima”, en el que fueron trasladados a
la Capital. Mis padres habían cumplido su deber con los vivos y con los muertos.
La vida de Tacna después de la guerra sería demasiado largo narrar. Sólo puedo
decir que esa guerra nos enseñó más el amor a la Patria en el verdadero sentido que
tiene. Los odios se han enardecido después, cuando comprendimos el horror de las
consecuencias. Antes, el patriotismo no estaba ofendido y el odio no podía sentirse. Es
una herida que sangra siempre y se ha hecho más honda con la pérdida definitiva de
Arica y del Morro, que es un monumento al sacrificio de toda una nación. Nuestro dolor
se ha acentuado más porque no nos dejó la esperanza de recuperar todo cuanto perdimos
en la más injusta de las guerras.
Meses después de la toma de Arica, se fué papá con parte de mis hermanas a
Chile, puesto que Tacna ya no le ofrecía facilidades para sostener a su familia ni educar
debidamente a sus hijos, y no podía pensar en ir a Lima pues sobre ella marchaba el
ejército chileno y era absurdo querer establecerse ahí en tales circunstancias.
Una vez arreglado su viaje, lo hizo saber a todas las familias que tenían
prisioneros en Chile, para llevarles lo que quisieran. Esta oferta fué aceptada con
muestras del más vivo agradecimiento y papá con mis hermanas, hizo el viaje hasta San
Bernardo para ver a los prisioneros, darles noticias de sus familias y entregarles un gran
cajón que contenía las encomiendas que le habían dado. Con qué gusto vió mi padre a
tantos de estos prisioneros que habían sido amigos suyos, y es de imaginar el placer con
que ellos recibieron esta visita, que les recordaba mejores tiempos y les traía la
esperanza de una próxima libertad.
Esto es lo que yo he visto, lo que personalmente escuché y que ahora relato,
creyendo hacer con ello una obra de justicia a la memoria de los seres queridos, que en
los momentos más amargos para la nacionalidad, cuando todo era dolor y desconcierto,
supieron dar abnegación y sembrar beneficios sin la esperanza de recogerlos nunca.
Entre los prisioneros que visitó mi padre, había militares de graduación y
personajes que figuraron como autoridades en esa época. Ahí estuvo el que después fué
General Pizarro, Medardo Cornejo, Octavio Diez Canseco, Mugaburo, Elmore, el
Coronel Flores y otros muchos, cuyos nombres no recuerdo.
13. Cuando llegamos a Valparaíso, nos alojamos en casa de la señora Manuela
Basadre de Letts, cuyo amor a la Patria era enorme, lo cual le ocasionó serios disgustos
con las familias chilenas, a las que conocía mucho por haber residido en esta ciudad
bastante tiempo. Esta fue la razón por la cual se trasladó a Lima, en donde actualmente
es muy conocida la familia Elmore-Letts.
Cuando años después regresé a Tacna, ya todo estaba normalizado. El comercio
recuperó en parte su movimiento y la gente comenzó a amoldarse a las nuevas
costumbres. Pero cuando se inició la “chilenización”, junto a ella brotaron los disturbios
y las represalias, el odio pareció renovarse y la vida para muchas familias se hizo
insoportable, surgiendo la necesidad imperiosa de abandonar la tierra propia para buscar
paz en otros sitios. En esta forma, muchos abandonaron Tacna para trasladarse a
Iquique donde había más campo de acción y más tranquilidad.
Lo demás ya todos lo saben. El destino se ha cumplido y no hemos hecho más
que inclinarnos ante su poder infinito y yo, que esto escribo, doy gracias a la
Providencia Divina que le facilitó a mi hijo el establecernos del todo en la capital de mi
querido Perú, en donde están enterrados mis padres y ruego a Dios que cuando llegue
mi hora sea enterrada junto a ellos.
De la familia que formó mi hijo, felizmente todos son peruanos y servirán al país
con patriotismo. Todo cambia en la vida. Nada es estacionario. Esperemos.
El país, actualmente, está en plan de progreso como no lo ha estado en otras
épocas y la paz en América tiende a fundarse sobre bases sólidas. Mientras tanto,
lentamente, vamos desapareciendo todos cuanto vivimos esos días amargos en los que
el odio abrió abismos que parecía no se llenaría nunca. Otros problemas se presentan
para las nuevas generaciones; pero el recuerdo de aquellas épocas encierra una gran
lección que es preciso no olvidar.