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Ética y sociología
Hemos visto que en Platón y Aristóteles la Ética se insertaba en la Política. ¿Podrá ser hoy
reducida a un capítulo de la Sociología, como pretende el sociologismo? Platón pretendió moralizar,
de arriba abajo, la politeia. Recíprocamente se pretende hoy —o ayer— sociologizar la moral.
Veamos en qué ha consistido este intento.
Ciertamente el hombre es constitutivamente social. Vive inmerso en la sociedad y recibe de
ella un sistema de valoraciones morales —la moral socialmente vigente— que, con frecuencia,
acepta sin más. Esto es verdad. Pero a esto agrega el sociologismo que la fuerza moral de estas
valoraciones procede, pura y simplemente, de la presión social. Augusto Comte fue, como se sabe,
el fundador de la Sociología, que para él constituía la ciencia suprema. Su discípulo Durkheim
acometió, de una manera sistemática, la tarea de reducir la moral (así como la religión) a la
sociología. La sociedad impone al individuo tanto sus costumbres como sus creencias. El supuesto
—nada positivista, por cierto— de esta teoría es la hipóstasis de una «conciencia colectiva»,
realidad distinta de los individuos, anterior y superior a ellos, que se apodera de las conciencias de
estos. Según Durkheim, el «hecho moral» es, pura y simplemente, un «hecho social», es decir, una
manera de proceder susceptible de ejercer sobre el individuo una con train te exterior. Pues, en
efecto, todos los hechos sociales son data; no productos de nuestra voluntad, sino al revés,
determinantes de ella, o sea —continúa diciendo en Les regles de la méthode sociologique ^—
moldes en los que somos forzados a vaciar nuestras acciones. Claro que frente a tal concepción
surge, obvia, esta pregunta: ¿Qué lugar queda entonces para seguir hablando de moralidad?
DurkheÍm la responde en L'Education morale.
Es verdad, dice allí, que la regla moral es una obra colectiva, que recibimos mucho más de
lo que contribuimos a formularla, de tal modo que nuestro arbitrio con respecto a ella es
predominantemente pasivo. Sí, pero nosotros podemos averiguar la naturaleza de esta regla
impuesta, determinar sus condiciones y su razón de ser y, en una palabra, hacer ciencia sobre ella.
Cuando esta ciencia se halla ya plenamente constituida, el conformismo originario ya no tendrá
nada de presión; análogamente a como pensaban los estoicos y Spinoza, la heteronomía
comprendida deja de serlo y nos convertimos en los señores del mundo moral.
Para Lévy-Bruhl la función de la science des moeurs 3 es, de acuerdo con Durkheim,
puramente descriptiva. Pero cabe un art moral rationnel que, de acuerdo con los resultados de
aquella, tiende a la améliorafion del orden social, sin proponerse, sin embargo, fin alguno
trascendente a la experiencia. Así, por ejemplo, mostrando que una intuición determinada está
anticuada y no corresponde ya a la realidad social actual.
El sociologismo ha sido refutado ya muchas veces incluso por sus propíos adeptos, como
Gustavo Belot, que cita los ejemplos de Sócrates, Jesús, el socialismo premarxista y Tolstoi, que se
opusieron a las moeurs de su época 4, o como Albert Bayet5, que hace notar cómo el arte moral
racional ' no puede concebirse sin un ideal; pero este ideal no puede ser dado por la sclence des
moeurs, sino que pertenece a la libre elección de los reformadores morales. Y el utilitarista
inglés Sidgwick señaló la frecuente contradicción, vivida como tal, entre el «código de la opinión
pública» o el «código del honor» y la moralidad 6.
Henri Bergson ha sido uno de los grandes filósofos modernos que se han opuesto a la
concepción sociologista. Pero la eficacia de su oposición estuvo condicionada por la aceptación —a
lo menos parcial— de los supuestos del sociologismo. El adversario intelectual de Durkheim
afirma, con lenguaje muy próximo al de este, que «los miembros de laciudad son, entre sí, como las
células de un organismo».
Desde pequeños se nos inculca la costumbre de obedecer, de tal modo que pronto la
obligación social es vivida como una ley natural a la que es imposible sustraerse. Es verdad que, si
queremos, podemos saltar desde una ventana, pero la consecuencia ineluctable será que nos
estrellaremos contra el suelo. De la misma manera podemos, ciertamente, infringir un uso social,
pero seremos reprobados y, si el uso en cuestión es vivido por la sociedad como necesario para su
conservación, la infracción podrá llegar a ser pagada con la vida, exactamente igual que el salto
desde la ventana .«L'obligation est á la necessité ce que 1'habitude est á la nature.»
La obligación —continúa Bergson—, como su nombre lo indica, nos liga a los otros
miembros de la sociedad, es una ligazón del mismo género que la que une entre sí a las hormigas de
un mismo hormiguero o a las células de un orga-
nismo. La obligación se nos aparece, en fin, como la forma misma que adopta la necesidad, en el
dominio de la vida, cuando exige, para realizar ciertos fines, la inteligencia, la elección y, por
consiguiente, la libertad 7.
Bergson concede, por tanto, al sociologísmo que la moral puede no consistir sino en pura
presión social. Pero en este caso se trata, a su juicio, de lo que él llama «moral cerrada», estática,
pasiva, meramente recibida. Junto a ella, o mejor dicho, sobre ella, puede darse la «moral abierta»,
dinámica, activa, de aquellos hombres —a los que él llama héroes— que reaccionan frente al medio
social, se liberan de su presión y, llamados por una «aspiración», conquistan emociones nuevas —
por ejemplo, la caridad cristiana— capaces de cristalizar luego en representaciones e incluso en
doctrina8.
La teoría de Bergson es inadmisible. En primer lugar, como ya hemos apuntado, porque
concede demasiado al sociologismo. La obligación, aunque de fació sea impuesta por la sociedad,
de iure nunca puede traer su origen de esta.
Como hace notar Zubiri, la sociedad no podría nunca imponer deberes si el hombre no fuese,
previamente, una realidad «debitoria»; es imposible prescribir deberes a una mesa.
Y hablar de las «obligaciones» de una célula o de una hormiga es, realmente, sacar las
palabras de su quicio.
Pero no solamente el «hecho moral» es peculíarmente humano, sino también el «hecho
social». Quizá Ortega ha hecho ver esto último con más claridad que nadie. El fenómeno social
nada tiene que ver con las llamadas «sociedades
animales». Su sujeto es impersonal, «nadie determinado», «la gente», pero no existe, de ningún
modo, un «alma colectiva» o «una conciencia colectiva». Al contrario, como dice Ortega con frase
poderosamente expresiva, «la sociedad es la gran desalmada». Ortega casi está de acuerdo con
Durkheim —a quien considera el sociólogo más importan-
te 9— en la idea de la presión social, exterior a la persona.
Pero rechaza la racionalidad de lo social y su supuesto, la existencia de un «alma
colectiva». Y, en cuanto a lo que aquí nos importa, la vida personal, y por ende la moral, son
totalmente ajenas a esa presión. En efecto, así como el animal está siempre traído y llevado por las
cosas, enajenado, «alterado», lo propio del hombre es su capacidad para retraerse del mundo y
recogerse en sí mismo o ensimismarse.
Ahora bien: el ensimismamiento acontece con vistas a la acción en el mundo; el hombre se
retira de este para proyectarlo y deja de ser arrastrado por él para elegir y decidir, para inventar su
vida o para —según veremos, es lo mismo— ser moral en un sentido elemental de esta palabra.
Pero junto al comportamiento personal y moral existe otro comportamiento, propio del
hombre también, que no es, sin embargo, «ensimismado»: el comportamiento social. Se ve, pues, en
resumen, que, según Ortega, primero, el «hecho moral» (para emplear la terminología de
Durkheim), lejos de ser reducible al «hecho social», casi es su contrario, y
segundo, que el «hecho social« es también exclusivamente humano '°.
¿Cuál debe ser entonces la actitud del moralista con respecto a la «ciencia de las costumbres» y en
general con respecto a la sociología de la moral? Aceptarla como acopio de material para el estudio
de las morales concretas, porque la Ética ha de ser, a su modo, ciencia positiva —no positi-
vista—, es decir, ciencia que parte de la experiencia total humana (en este sentido obras como las de
Summer, Westermarck, Malinowski, Benedict, etc., tienen un gran interés ético); pero no aceptar de
ningún modo lo social como fuente de la moral; ni siquiera de la supuesta «moral cerrada», sino
solamente como su posible vehículo. El individuo ordinario, el que nada tiene de reformador moral,
puede, en efecto, limitarse a ordenar su vida conforme a la moral socialmente vigente, y de hecho
tal vez sea esto lo que ocurre las más de las veces. Pero entonces surge una nueva cuestión: una
moral totalmente impuesta por parte de la sociedad, meramente recibida por parte del individuo,
¿merece realmente el nombre de moral? He aquí el problema que Heidegger ha tratado —sin hablar
para nada de «moral» ni de «sociología» n, porque él entiende la filosofía como una realidad
unitaria— bajo las rúbricas de existencia impropia o inauténtica, Durchschnittiichkeit, Man y
Verfallen
A esta pregunta hay que contestar en primer término que, como veremos poco más adelante,
el hombre es constitutivamente moral, cualesquiera que sean el contenido de
su moral concreta, la observancia o la inobservancia («inmoralidad») de esta y el posible origen
social de ciertas normas morales que a veces, sin duda, el individuo acepta, simplemente porque se
hacen las cosas así dentro de su grupo social.
Pero, en segundo lugar, hay que mantener separados, frente a Heidegger, el origen
impersonal y social del contenido de nuestras acciones y su carácter de impropiedad e
inautenticidad. Zubíri ha escrito que, admitiendo una filosofía ya hecha, pero apropiada mediante un
esfuerzo personal, puede llegarse a tener una auténtica vida intelectual.
El hombre, aun cuando no sea ningún «genio» moral, es siempre personalmente responsable de su
vida y no puede transferir esta responsabilidad a la sociedad; este es el resultado de las
consideraciones hechas bajo el presente epígrafe. Porque, por fuerte que sea la presión social, el
hombre puede siempre rebelarse contra ella —junto al fenómeno de la unanimidad se registra el
fenómeno del conflicto—, y aun cuando no lo haga, el ajustamiento, la justificación de sus actos,
tiene que ser cumplida por' él mismo y juzgada por su propia conciencia. La ética es, por tanto,
irreductible a la sociología y autónoma frente a ella.
BIBLIOGRAFÍA
ARANGUREN , José Luis ,
Ética , Revista de occidente , Madrid , 1967 pp 55-61

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éTica y sociologa

  • 1. Ética y sociología Hemos visto que en Platón y Aristóteles la Ética se insertaba en la Política. ¿Podrá ser hoy reducida a un capítulo de la Sociología, como pretende el sociologismo? Platón pretendió moralizar, de arriba abajo, la politeia. Recíprocamente se pretende hoy —o ayer— sociologizar la moral. Veamos en qué ha consistido este intento. Ciertamente el hombre es constitutivamente social. Vive inmerso en la sociedad y recibe de ella un sistema de valoraciones morales —la moral socialmente vigente— que, con frecuencia, acepta sin más. Esto es verdad. Pero a esto agrega el sociologismo que la fuerza moral de estas valoraciones procede, pura y simplemente, de la presión social. Augusto Comte fue, como se sabe, el fundador de la Sociología, que para él constituía la ciencia suprema. Su discípulo Durkheim acometió, de una manera sistemática, la tarea de reducir la moral (así como la religión) a la sociología. La sociedad impone al individuo tanto sus costumbres como sus creencias. El supuesto —nada positivista, por cierto— de esta teoría es la hipóstasis de una «conciencia colectiva», realidad distinta de los individuos, anterior y superior a ellos, que se apodera de las conciencias de estos. Según Durkheim, el «hecho moral» es, pura y simplemente, un «hecho social», es decir, una manera de proceder susceptible de ejercer sobre el individuo una con train te exterior. Pues, en efecto, todos los hechos sociales son data; no productos de nuestra voluntad, sino al revés, determinantes de ella, o sea —continúa diciendo en Les regles de la méthode sociologique ^— moldes en los que somos forzados a vaciar nuestras acciones. Claro que frente a tal concepción surge, obvia, esta pregunta: ¿Qué lugar queda entonces para seguir hablando de moralidad? DurkheÍm la responde en L'Education morale. Es verdad, dice allí, que la regla moral es una obra colectiva, que recibimos mucho más de lo que contribuimos a formularla, de tal modo que nuestro arbitrio con respecto a ella es predominantemente pasivo. Sí, pero nosotros podemos averiguar la naturaleza de esta regla impuesta, determinar sus condiciones y su razón de ser y, en una palabra, hacer ciencia sobre ella. Cuando esta ciencia se halla ya plenamente constituida, el conformismo originario ya no tendrá nada de presión; análogamente a como pensaban los estoicos y Spinoza, la heteronomía comprendida deja de serlo y nos convertimos en los señores del mundo moral. Para Lévy-Bruhl la función de la science des moeurs 3 es, de acuerdo con Durkheim, puramente descriptiva. Pero cabe un art moral rationnel que, de acuerdo con los resultados de aquella, tiende a la améliorafion del orden social, sin proponerse, sin embargo, fin alguno trascendente a la experiencia. Así, por ejemplo, mostrando que una intuición determinada está anticuada y no corresponde ya a la realidad social actual. El sociologismo ha sido refutado ya muchas veces incluso por sus propíos adeptos, como Gustavo Belot, que cita los ejemplos de Sócrates, Jesús, el socialismo premarxista y Tolstoi, que se opusieron a las moeurs de su época 4, o como Albert Bayet5, que hace notar cómo el arte moral racional ' no puede concebirse sin un ideal; pero este ideal no puede ser dado por la sclence des moeurs, sino que pertenece a la libre elección de los reformadores morales. Y el utilitarista inglés Sidgwick señaló la frecuente contradicción, vivida como tal, entre el «código de la opinión pública» o el «código del honor» y la moralidad 6. Henri Bergson ha sido uno de los grandes filósofos modernos que se han opuesto a la concepción sociologista. Pero la eficacia de su oposición estuvo condicionada por la aceptación —a lo menos parcial— de los supuestos del sociologismo. El adversario intelectual de Durkheim afirma, con lenguaje muy próximo al de este, que «los miembros de laciudad son, entre sí, como las células de un organismo». Desde pequeños se nos inculca la costumbre de obedecer, de tal modo que pronto la obligación social es vivida como una ley natural a la que es imposible sustraerse. Es verdad que, si queremos, podemos saltar desde una ventana, pero la consecuencia ineluctable será que nos estrellaremos contra el suelo. De la misma manera podemos, ciertamente, infringir un uso social, pero seremos reprobados y, si el uso en cuestión es vivido por la sociedad como necesario para su
  • 2. conservación, la infracción podrá llegar a ser pagada con la vida, exactamente igual que el salto desde la ventana .«L'obligation est á la necessité ce que 1'habitude est á la nature.» La obligación —continúa Bergson—, como su nombre lo indica, nos liga a los otros miembros de la sociedad, es una ligazón del mismo género que la que une entre sí a las hormigas de un mismo hormiguero o a las células de un orga- nismo. La obligación se nos aparece, en fin, como la forma misma que adopta la necesidad, en el dominio de la vida, cuando exige, para realizar ciertos fines, la inteligencia, la elección y, por consiguiente, la libertad 7. Bergson concede, por tanto, al sociologísmo que la moral puede no consistir sino en pura presión social. Pero en este caso se trata, a su juicio, de lo que él llama «moral cerrada», estática, pasiva, meramente recibida. Junto a ella, o mejor dicho, sobre ella, puede darse la «moral abierta», dinámica, activa, de aquellos hombres —a los que él llama héroes— que reaccionan frente al medio social, se liberan de su presión y, llamados por una «aspiración», conquistan emociones nuevas — por ejemplo, la caridad cristiana— capaces de cristalizar luego en representaciones e incluso en doctrina8. La teoría de Bergson es inadmisible. En primer lugar, como ya hemos apuntado, porque concede demasiado al sociologismo. La obligación, aunque de fació sea impuesta por la sociedad, de iure nunca puede traer su origen de esta. Como hace notar Zubiri, la sociedad no podría nunca imponer deberes si el hombre no fuese, previamente, una realidad «debitoria»; es imposible prescribir deberes a una mesa. Y hablar de las «obligaciones» de una célula o de una hormiga es, realmente, sacar las palabras de su quicio. Pero no solamente el «hecho moral» es peculíarmente humano, sino también el «hecho social». Quizá Ortega ha hecho ver esto último con más claridad que nadie. El fenómeno social nada tiene que ver con las llamadas «sociedades animales». Su sujeto es impersonal, «nadie determinado», «la gente», pero no existe, de ningún modo, un «alma colectiva» o «una conciencia colectiva». Al contrario, como dice Ortega con frase poderosamente expresiva, «la sociedad es la gran desalmada». Ortega casi está de acuerdo con Durkheim —a quien considera el sociólogo más importan- te 9— en la idea de la presión social, exterior a la persona. Pero rechaza la racionalidad de lo social y su supuesto, la existencia de un «alma colectiva». Y, en cuanto a lo que aquí nos importa, la vida personal, y por ende la moral, son totalmente ajenas a esa presión. En efecto, así como el animal está siempre traído y llevado por las cosas, enajenado, «alterado», lo propio del hombre es su capacidad para retraerse del mundo y recogerse en sí mismo o ensimismarse. Ahora bien: el ensimismamiento acontece con vistas a la acción en el mundo; el hombre se retira de este para proyectarlo y deja de ser arrastrado por él para elegir y decidir, para inventar su vida o para —según veremos, es lo mismo— ser moral en un sentido elemental de esta palabra. Pero junto al comportamiento personal y moral existe otro comportamiento, propio del hombre también, que no es, sin embargo, «ensimismado»: el comportamiento social. Se ve, pues, en resumen, que, según Ortega, primero, el «hecho moral» (para emplear la terminología de Durkheim), lejos de ser reducible al «hecho social», casi es su contrario, y segundo, que el «hecho social« es también exclusivamente humano '°. ¿Cuál debe ser entonces la actitud del moralista con respecto a la «ciencia de las costumbres» y en general con respecto a la sociología de la moral? Aceptarla como acopio de material para el estudio de las morales concretas, porque la Ética ha de ser, a su modo, ciencia positiva —no positi- vista—, es decir, ciencia que parte de la experiencia total humana (en este sentido obras como las de Summer, Westermarck, Malinowski, Benedict, etc., tienen un gran interés ético); pero no aceptar de ningún modo lo social como fuente de la moral; ni siquiera de la supuesta «moral cerrada», sino solamente como su posible vehículo. El individuo ordinario, el que nada tiene de reformador moral,
  • 3. puede, en efecto, limitarse a ordenar su vida conforme a la moral socialmente vigente, y de hecho tal vez sea esto lo que ocurre las más de las veces. Pero entonces surge una nueva cuestión: una moral totalmente impuesta por parte de la sociedad, meramente recibida por parte del individuo, ¿merece realmente el nombre de moral? He aquí el problema que Heidegger ha tratado —sin hablar para nada de «moral» ni de «sociología» n, porque él entiende la filosofía como una realidad unitaria— bajo las rúbricas de existencia impropia o inauténtica, Durchschnittiichkeit, Man y Verfallen A esta pregunta hay que contestar en primer término que, como veremos poco más adelante, el hombre es constitutivamente moral, cualesquiera que sean el contenido de su moral concreta, la observancia o la inobservancia («inmoralidad») de esta y el posible origen social de ciertas normas morales que a veces, sin duda, el individuo acepta, simplemente porque se hacen las cosas así dentro de su grupo social. Pero, en segundo lugar, hay que mantener separados, frente a Heidegger, el origen impersonal y social del contenido de nuestras acciones y su carácter de impropiedad e inautenticidad. Zubíri ha escrito que, admitiendo una filosofía ya hecha, pero apropiada mediante un esfuerzo personal, puede llegarse a tener una auténtica vida intelectual. El hombre, aun cuando no sea ningún «genio» moral, es siempre personalmente responsable de su vida y no puede transferir esta responsabilidad a la sociedad; este es el resultado de las consideraciones hechas bajo el presente epígrafe. Porque, por fuerte que sea la presión social, el hombre puede siempre rebelarse contra ella —junto al fenómeno de la unanimidad se registra el fenómeno del conflicto—, y aun cuando no lo haga, el ajustamiento, la justificación de sus actos, tiene que ser cumplida por' él mismo y juzgada por su propia conciencia. La ética es, por tanto, irreductible a la sociología y autónoma frente a ella. BIBLIOGRAFÍA ARANGUREN , José Luis , Ética , Revista de occidente , Madrid , 1967 pp 55-61