1. Las auditorias y la crisis
Durante la crisis financiera, la labor de las auditoras volvió, una vez más, a ser puesta en tela de juicio, como
tras la quiebra, la mayor de la historia hasta aquel momento, de la empresa eléctrica norteamericana Enron. Su
mala actuación en el control de las cuentas de esta compañía provocó la desaparición de la firma que hasta ese
momento era el santo y seña del sector, Arthur Andersen. También en la estafa de Madoff se puso en evidencia
la complicidad de Frieling & Horowitz, la empresa que se encargaba de la auditoría de la compañía y que sólo
contaba con una pequeña oficina de treinta metros cuadrados y dos empleados haciendo practicamente un
trabajo en casa. Aunque Frieling & Horowitz no estaba registrada en la Junta de Supervisión de Firmas de
Contabilidad Pública, ninguna de las entidades financieras que distribuían los productos de Madoff, ni tampoco
el sistema de regulación financiera de Estados Unidos, que a todos se nos presentó como un modelo de control
durante muchos lustros, llegaron a desconfiar de esta empresa auditora. A todos debió bastarle saber que la
compañía estaba domiciliada a 50 kilómetros de Manhattan.
No hay que olvidar que los auditores, al dar su opinión sobre los estados contables de un banco o una empresa,
determinan realmente la valoración de los activos y de sus riesgos. Señalan, en definitiva, cuánto vale una
empresa y si es recomendable para ser comprada o vendida. Sin embargo, este enorme poder no supone una
responsabilidad paralela por parte de las auditorías, gracias a la nota que suelen adjuntar a cada uno de sus
informes en los que manifiestan que «nuestro trabajo como auditores se limita a la verificación del informe de
gestión con el alcance mencionado en este mismo párrafo y no incluye la revisión de información distinta de la
obtenida a partir de los registros contables de las entidades consolidadas». Ciertamente, esta nota es un
modelo de precisión, si de lo que se trata es de evitar posibles responsabilidades futuras sobre las opiniones
vertidas o sobre el propio trabajado realizado por los auditores.
Un grupo de expertos fue convocado a finales de septiembre del 2008 por Caja de Navarra para reflexionar
libremente sobre el origen y las consecuencias de la crisis financiera en un encuentro que se celebra desde hace
tres años. En un ambiente distendido, que tenía por objetivo propiciar una tormenta de ideas, uno de los
participantes, Eduardo Ramírez, socio del bufete de abogados Cuatrecasas, Goncalves Pereira, se refirió a esa
nota, «disclaimer» en inglés, que se incluye en la parte final del informe de todos los auditores, con la que se
trata de evitar posibles responsabilidades. En opinión de Ramírez, esa nota final es lo mismo que decir: «No
respondo de que los datos que estén aquí sean correctos, ni siquiera de que los que me han dado estén bien, ni
siquiera de los míos propios, que igual me he equivocado y, por supuesto, yo no respondo de nada».
2. En el mismo foro de reflexión, Eduardo Ramírez comentó, también a propósito de la relación que las auditoras
mantienen con la empresa auditada: «Porque al auditor, que es uno de los protagonistas de la credibilidad del
sistema, le está pagando el reo. Es como si a un juez penal, el reo le pactara sus honorarios y entonces
negociara con él su pena de privación de libertad en función de lo que le va a pagar. Es exactamente lo mismo».
Es difícil exponer de forma más clara ese maridaje de las auditoras con sus clientes, que está en el origen de
tantos problemas empresariales y financieros ocurridos en los últimos tiempos y que tienen una única víctima:
el ahorrador/inversor bajo la forma de accionista, bonista, partícipe de un fondo de inversión o pensiones o
simple depositario en una entidad financiera. Las auditoras saben muy bien, pero prefieren ignorarlo, que
quienes pagan, de verdad, sus enormes facturas son los accionistas, aunque el que estampa la firma en el
cheque es el ejecutivo de la entidad al que siempre le interesa aparentar la mejor de las situaciones, aunque no
sea real.